Capítulo 20

Ramesh se quedó con Kirsty. Había tratado de convencerlo de que fuera a la fiesta con Cady y Lani, pero él se negó rotundamente y, a decir verdad, no había insistido mucho.

Sentados en cubierta tomaban una copa y contemplaban la puesta de sol. Aquella tarde Cady y Lani habían salido a pescar en bote. Entre otras piezas, habían sacado un gran mero rojo. Kirsty lo marinó con jugo de limón y hierbas y asó en el horno. El pescado era su comida preferida y, mientras lo preparaba, sus pensamientos habían vuelto a Nueva York, cuando iba con Larry al pequeño restaurante de Greenwich Village donde comían camarones al coñac. Se preguntó qué harían en aquel momento Larry e Irving y los demás. Últimamente pensaba muy poco en Nueva York y no sentía la menor nostalgia.

Miró la silueta amenazante del Jaloud, con su negro casco y sus mástiles sin velas.

Carlo estaba sentado en cubierta con un vaso en la mano. Aquella tarde, cada vez que Lascelles salió a cubierta se encontró con la mirada de Kirsty. Finalmente había optado por ocultarse en la cabina. Kirsty sabía que lo estaba trastornando, y era una sensación agradable.

Sentado a su lado, Ramesh aspiró el aroma que venía de la cocina y suspiró con placer.

—Realmente se me hace la boca agua.

Iba a responder, cuando él le señaló el horizonte.

Una franja verde destelló a lo lejos, brillante, fugaz, sobrecogedora.

—¡Un deseo, Kirsty! ¡Formula un deseo! —exclamó Ramesh—. Es una señal de buen agüero; se ve muy pocas veces. —Sonrió—. Creo adivinar lo que has deseado… Yo he pedido lo mismo. Pero he añadido un segundo deseo. ¿Quién sabe si no se cumplirán los dos?

Emocionada, Kirsty extendió el brazo y le cogió la mano.

—Dime tu segundo deseo, Ramesh.

En el momento de preguntarlo le asaltó una duda. En realidad sabía cuál era aquel deseo, porque ella también lo había formulado. Temía haber molestado a Ramesh. Nada de eso: Ramesh le apretó la mano y replicó sin vacilar:

—Que después de encontrar a Garret no nos separemos.

Ella no respondió. Miró a lo lejos durante un largo rato y finalmente le soltó la mano y bajó a la cocina.

No le permitió ayudarla. Puso la mesa sola, abrió una botella de vino frío y sirvió los platos. Sentados en cubierta, ella de frente al Jaloud, Ramesh llenó las copas de vino y alzó la suya:

—Por los oficinistas.

—¿Cómo?

—Por los oficinistas. Tú y yo fuimos oficinistas, Kirsty. Brindemos por ellos, por todos los oficinistas del mundo, para que en algún momento de sus vidas puedan gozar de semejante paz.

Ella sonrió y bebió. La escena era paradisíaca. Se encontraban a pocos metros de una playa bordeada de palmeras, iluminada por la luna. Desde la orilla llegaban los sonidos distantes de la fiesta. Y frente a ella estaba sentado un hombre que le resultaba terriblemente atractivo. La luz vacilante de la lámpara de queroseno colgada de la botavara acentuaba los rasgos de su rostro moreno, su nariz delgada y aguileña, su mandíbula firme.

Comían en silencio; sólo se oían los suspiros satisfechos de Ramesh entre bocado y bocado.

Kirsty sacó la mesa, sin aceptar ayuda, preparó café y lo llevó a cubierta.

Conversaron durante un largo rato, sentados junto a la borda de popa.

Hablaron de sus vidas. Ella, de su matrimonio y la infancia de Garret. Él, de su vida en Bombay, los prejuicios contra los anglohindúes, el estoicismo de su madre. De la muchacha de Goa, de su frustración e impotencia ante el fracaso de su romance. Una vez más ella percibió el cambio que se había operado en aquel hombre desde el día en que lo conoció. Era amable, incluso un poco tímido, pero la fuerza que latía en su interior se volvía casi palpable.

—Ramesh —dijo por fin—, no pretendo ocultar lo que siento por ti. Lo sentí el día que nos conocimos y se ha intensificado… minuto a minuto. No creas que soy una mujer fría o que desprecio tus sentimientos. Pero el momento… la situación…

—Lo sé. No te preocupes, Kirsty.

Ella cogió aliento y prosiguió:

—Hasta hace unos días creía que nunca volvería a amar a nadie. Creía que esa parte de mi corazón había muerto. Tú me has demostrado que no es así. Pero no quiero pensar en esto, ni siquiera mencionarlo después de esta noche. Ramesh, me asusta mi debilidad. Me asusta pensar en mí misma y no en mi hijo.

De la orilla venían los ruidos de la fiesta, pero Kirsty miró su reloj. Era casi medianoche y decidió irse a dormir.

—La cena ha estado deliciosa —dijo él muy solemnemente, y se apartó para dejarla pasar.

Ella se detuvo un instante y le acarició la mejilla con afecto.

Cuando estaba a punto de bajar oyó voces y vio dos siluetas en la cubierta del Jaloud. Lascelles arrastraba la voz: evidentemente, estaba borracho.

—Está bien, joder. Ve si quieres.

—Claro que sí —replicó Carlo en tono desafiante—. Se nos ha acabado la cerveza. Allí hay litros de calou… y está esa hembrita china… Hace días que no me llevo una a la cama.

Bajó el bote y Lascelles murmuró algunas palabras por encima de la borda.

—De acuerdo, de acuerdo —dijo Carlo—. Te traeré una botella.

Kirsty volvió donde estaba Ramesh.

—Va a haber problemas —dijo, asustada—. Si trata de sobrepasarse con Lani, Cady estallará.

—Sin duda. ¿Quieres bajar a tierra?

Kirsty vaciló, luego negó con la cabeza.

—No, pero tampoco me iré a dormir. Traeré más café.

Había sido una fiesta sencilla y divertida. Montañas de comida y ríos de bebida. Había una decena de trabajadores de la plantación, pero las únicas mujeres eran Lani y la esposa de Daubin, una mujer regordeta y alegre. Tras la comida tuvieron que bailar con todos los hombres, incluidos los tres ornitólogos. Eran ingleses de mediana edad y muy solemnes, pero después de un par de vasos de calou se relajaron y participaron de la diversión.

Cady bebió poco y se dedicó a mirar a Lani, que bailaba con el capitán de la goleta. Se sentía como un adolescente. Sólo había bailado una pieza con Lani, pero ella había dejado bien claro a los demás quién era su pareja. Después de cada canción volvía a su lado con naturalidad y sin la menor timidez. Aunque no habían tenido oportunidad de mantener una conversación íntima, Cady se sentía absolutamente a gusto con ella. Cada vez más.

Durante la noche había conversado con los tres ornitólogos. Estaban al tanto del problema de Kirsty y la compadecían. Su proyecto consistía en preparar el terreno para la instalación de una base científica permanente en las islas. Estaban hartos del Jaloud: la pésima comida, la suciedad, las borracheras y la agresividad de Lascelles y Carlo.

Al encontrarse con la otra goleta habían querido contratarla, pero tenía que volver a Mahe por la mañana, con una carga de copra. Sin embargo enviarían una carta a los dueños y, si éstos aceptaban la oferta, el capitán volvería a recogerlos en Farquhar o Aldabra. Mientras tanto pasarían el mayor tiempo posible en tierra.

Lani había dejado de bailar y, sentada junto a Cady, se abanicaba el rostro, cuando llegó Carlo. La gente estaba sentada en semicírculo frente al trío de músicos, dejando un espacio libre para bailar. Henri Daubin estaba junto a una mesa llena de botellas y vasos. Se levantó y le sirvió un vaso a Carlo.

—Es calou… todo lo que queda.

—Gracias.

Carlo vació la mitad del vaso de un trago. El trío tocaba y la esposa de Daubin bailaba con un tripulante de la goleta, pero el clima festivo se había desvanecido.

Carlo recorrió el lugar con la mirada, indiferente a la inquietud provocada por su presencia. Vio a Cady y a Lani con los ornitólogos. Se acercó, saludó a los ornitólogos con una breve inclinación de cabeza y, haciendo caso omiso de la presencia de Cady, se dirigió a Lani:

—¿Bailas?

Ella negó con la cabeza y desvió los ojos. Carlo la miró de arriba abajo.

—¿De dónde eres? ¿De Cantón?

Al ver que los ojos de ella se alzaban, sonrió, dijo algo que los demás no comprendieron. Ella lo miró, sorprendida, y negó vigorosamente con la cabeza.

—No tengo ganas de bailar —dijo, cortante.

Los músicos habían dejado de tocar. Carlo la miró unos instantes, luego le dirigió una sonrisa desdeñosa y agregó un comentario en la misma lengua que había hablado antes.

Lani se levantó de un salto. La bofetada resonó en todo el cobertizo.

Carlo retrocedió unos pasos, con la boca torcida en una desagradable mueca. Cady preguntó a Lani:

—¿Qué te ha dicho?

—¡Me ha llamado puta! —dijo ella, con odio en los ojos y la voz.

Cady la apartó suavemente y miró a Carlo:

—Esto te va a costar muy caro.

La sonrisa de Carlo se volvió más torva.

—Recuerda lo que te dije, niño, aquí no hay hospital. Si te metes conmigo te irá peor que con Danny. —Apuntó el mentón hacia Lani y rió—: Cuando acabe contigo la chinita probará lo que se merece.

Una docena de hombres lo rodeó, amenazantes.

—Vuelva a su barco —dijo Daubin—. No lo queremos aquí.

Carlo no le hizo caso. Miró a Cady y rió otra vez:

—Esta vez tienes escolta, ¿eh?

Cady miró a Daubin. Éste vaciló y dijo algo en criollo. Los hombres retrocedieron y formaron un amplio círculo en torno a los dos hombres.

—Ven aquí, hijo de puta —dijo Cady, con voz ronca, y avanzó un paso. Sin dejar de sonreír, Carlo se agazapó y adelantó el hombro izquierdo.

Cady avanzó un poco más, muy erguido. Cuando Carlo lanzó la izquierda en gancho, la esquivó con un movimiento de cabeza.

Se oyó un ruido sordo y el cuerpo de Carlo se dobló; la rodilla de Cady se estrelló contra su cara indefensa con un crujido de huesos y Carlo cayó hacia atrás, con los brazos abiertos.

—¡Arriba! —dijo la voz fría de Cady.

Carlo rodó de costado y se incorporó. Le sangraba abundantemente la nariz rota. De pronto dio un grito salvaje y se lanzó de cabeza contra Cady.

Este lo esquivó de nuevo y le golpeó la nuca con ambas manos.

—¡Arriba! —gritó otra vez.

Carlo había caído bajo una mesa. Jadeaba. Había temor y sorpresa en su mirada. Salió, se levantó con esfuerzo y trató de recuperar el aliento. La sangre y el polvo enmascaraban su rostro.

Bruscamente se apoyo en la mesa, haciendo tintinear los vasos. Lani sofocó un grito de espanto al ver que se aferraba a una botella, la rompía y avanzaba con los filosos bordes hacia Cady.

Pero éste aprovechó la desesperación de Carlo. Esquivó la embestida y se abalanzó sobre el brazo armado. Le agarró la muñeca con ambas manos y la estrelló contra su rodilla.

El brazo de Carlo se rompió como una rama seca. Con un gemido de dolor, el portugués cayó sobre el polvo.

—¡Arriba! —exclamó Cady.

Carlo dirigió una mirada suplicante a Daubin y los demás.

—¡Arriba! —repitió Cady, avanzando hacia él.

Carlo se puso de rodillas y luego se levantó trastabillando. Trató de esquivar a Cady, pero éste lo arrojó contra uno de los postes y le propinó un tremendo gancho a la mandíbula. Carlo cayó de rodillas y dio con su cara contra el polvo, inconsciente.

Daubin y los isleños miraron a Cady con respeto, los ingleses con estupor reverente. Lani se acercó a Carlo, que estaba volviendo en sí, y le susurró unas palabras sibilantes en el oído.

La luna estaba muy alta en el cielo y, desde la cubierta del Manasa, Kirsty y Ramesh alcanzaron a ver un grupo de personas que se acercaban a la playa. Parecían cargar un objeto pesado. Lo pusieron en un bote y varios remeros lo transportaron al Jaloud. Otro bote se dirigió al Manasa.

Cady y Lani llegaron y subieron a bordo.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Ramesh.

—Espera —dijo Cady.

Vieron cómo el otro bote se arrimaba al Jaloud. Alguien llamó a Lascelles, quien apareció en cubierta al cabo de unos instantes. Con esfuerzo subieron el cuerpo de Carlo. Después el bote volvió a la isla.

Kirsty preparó más café y Cady bajó a lavarse. Mientras tanto Lani narró a Kirsty y Ramesh el incidente de la fiesta.

Kirsty recordó lo que había dicho Jack Nelson: que Carlo era el único hombre a quien Lascelles no había podido vencer en una pelea.

—¡Ha sido coser y cantar! —dijo Lani—. Ese lap sap es un cobarde. Cady le ha dado una soberana paliza.

—¿Qué quiere decir lap sap? —preguntó Ramesh, y Lani sonrió con picardía.

—Mugre, basura. Ese lap sap me ha llamado puta y Cady me ha vengado. —Sus ojos brillaban de emoción.

Pero Cady no compartía la alegría de los demás. Pensaba que había cometido un error. Lascelles no volvería a exponerse. Seguramente recurriría a las armas en el siguiente enfrentamiento.

Kirsty y Ramesh pensaban que la derrota y humillación de su secuaz tal vez contribuyera a doblegarlo.

El único problema, para Kirsty, era que Lascelles quisiera volver a Mahe para que le curaran el brazo roto a Carlo.

Cady la tranquilizó. Era una fractura simple. Daubin le había enyesado el brazo. Carlo permanecería en el Jaloud, que al día siguiente zarparía hacia Desnouf con los tres ingleses.

La persecución continuaría.