Capítulo 5

El monte Kilimanjaro tiene más de seis mil metros de altura y Kirsty Haywood lo miró desde irnos cinco mil metros más arriba, desde la ventanilla del avión en que viajaba. Sus sentidos adormecidos se despertaron al contemplar la enorme masa nevada de la montaña. Había salido de Nueva York veinticuatro horas antes, en un vuelo nocturno a Londres, y tras una espera de dos horas había hecho la conexión a Dar es Salaam vía Roma, El Cairo y Nairobi.

Sólo había volado una vez antes, a Florida. Ahora comprendía la enorme distancia que le había tocado recorrer. Aquellas largas horas en el aire le parecían días. La impaciencia y la escasez de fondos la habían llevado a evitar cualquier escala innecesaria. De Nueva York a Londres ocupó un asiento junto a una anciana señora inglesa que había ido a visitar a su hija, casada con un piloto de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos y residente en Tennessee. A la anciana le había gustado el viaje, no así la manera cómo su hija y su yerno educaban a sus tres hijos. Habló largamente de la disciplina y la buena alimentación, y Kirsty acabó entendiendo que aquellos chicos estarían demasiado gordos y se mostrarían poco respetuosos con las personas mayores.

En el aeropuerto de Heathrow se había esforzado por mantenerse despierta. Amanecía, estaba nevando y las otras personas de la sala para pasajeros en tránsito le parecían tan pálidas e insípidas como el café con leche que les habían servido.

En el tramo Londres-Roma viajó apretujada entre un italiano gordo y un árabe flaco. El italiano trataba de rozarle la pierna con su rodilla mientras conversaba.

En la sala de pasajeros de Roma el árabe abrió la boca por primera vez para invitarla, en excelente inglés, a tomar un café. Mientras sorbía el espumoso capuchino, le contó que era funcionario del Ministerio de Cultura egipcio, que volvía de una inútil misión a Londres donde había tratado de convencer al Museo Británico para que devolviera los tesoros robados de las tumbas de los faraones bajo la dominación británica. Durante las dos horas de vuelo a El Cairo le habló de la historia y civilización de su país. Kirsty quedó asombrada al conocer el aeropuerto de El Cairo, sucio y maloliente.

De ahí hacia el sur el avión quedó semivacío y pudo dormir durante un par de horas. Había percibido el cambio por primera vez durante la breve escala en Nairobi. En el aeropuerto mismo se sentía el vigoroso aroma del aire fresco, las flores, la tierra. Más que en otro continente, creyó hallarse en otro planeta.

Al partir de Nairobi, sintió la emoción de su inminente llegada a destino. A los pocos minutos de despegar el piloto anunció que estaban sobrevolando Tanzania y que por las ventanillas de la derecha se veía el Kilimanjaro.

Al contemplar la montaña le asaltó la sensación de que aquel viaje no acabaría con un retorno a su antigua vida. Al subir al avión en Nueva York había hecho un viraje definitivo en su vida.

Había tardado tres semanas en arreglar todos sus asuntos, entre ellos Larry.

Una noche, después de la cena, Kirsty había comprendido una vez más que aquella era una relación de conveniencia. A Larry le daba lo mismo ver la televisión en su apartamento que en el de ella: la única diferencia era que ella cocinaba bien. Entonces le dijo todo lo que pensaba, y discutieron agriamente. No le sorprendió que Larry no fuera a despedirla al aeropuerto.

Nadie lo hizo. Sus pocos amigos habían adoptado idéntica actitud de cautela y preocupación. Una reacción similar a la de los pasajeros de un autobús o un tren que descubren que hay un loco en el vagón: todos se apartan nerviosos o miran hacia otro lado.

La actitud de Irving había sido lisa y llanamente hostil. Aquello era producto de su mentalidad pragmática y, especialmente, de la pérdida de una contable experta y honrada.

Primero trató de convencerla de que debía aceptar la muerte de Garret. Al ver que sus argumentos se estrellaban contra un muro impenetrable se negó a prestarle ayuda financiera para semejante chifladura. Por último habló de ella con un tono despectivo en la voz. Le recordó que era una mujer ingenua, sin la menor experiencia mundana. Nunca había viajado más allá de Florida. Llevaba una vida rutinaria, sin sobresaltos. Al levantarse por la mañana se maquillaba, caminaba un par de manzanas hasta la oficina, y se pasaba el día entre gente conocida. Su amante no era Rock Hudson, pero era un buen hombre y formaban una pareja estable. Tal vez se casaría con ella. Por las noches mirarían la televisión, un par de veces por semana saldrían a cenar y al cine, de vez en cuando al teatro. Sabía quién era y dónde estaba ubicada en Nueva York pero no tenía la menor idea de lo que le aguardaba en el mundo exterior. Irving sí lo sabía, había viajado mucho. El mundo estaba lleno de buitres. Con sólo verla se darían cuenta de que era una víctima ideal para la estafa. Una loca en busca de su hijo muerto. La desplumarían. ¡Y África, qué cono! Se trataba de una mujer sola en el mundo. ¿Acaso comprendía los peligros que la esperaban? ¿Por qué no se quedaba donde le correspondía?

Ninguno de estos argumentos la conmovió. Según Kirsty, Nueva York también era una jungla, aunque sin árboles.

Irving se encogió de hombros y abandonó la partida.

Luego vino la venta del apartamento y los muebles y los regateos degradantes por sus escasas joyas. Pagadas las hipotecas, el billete de ida y vuelta a Dar es Salaam y una maleta, le quedaban exactamente dos mil seiscientos tres dólares con treinta y cinco centavos.

Le siguió una semana de idas y venidas frenéticas, trámites y vacunas contra la viruela, la fiebre amarilla y el cólera. Esta última le produjo fiebre, pero en ningún momento flaqueó.

Habló dos veces por teléfono con Howard Godfrey. Éste le informó que el Jaloud había zarpado hacia Mombasa pero que regresaría dentro de dos semanas, coincidiendo con su llegada. Prometió ayudarla pero al mismo tiempo insistió que todo era inútil. Ella lo escuchó con paciencia y finalmente le pidió que le consiguiera una habitación de hotel barata.

La ondulada sabana era una tierra dura, color ocre, salpicada por matorrales y arbustos espinosos. Alguna que otra cinta verde indicaba el lecho de un río seco. Parecía un territorio enorme, yermo, sin señales de vida, pero entonces apareció una especie de camino de tierra y la luz del sol se reflejó en un conglomerado de techos de cinc. Antes de salir, Kirsty había pasado una tarde en una biblioteca de Nueva York, leyendo libros sobre Tanzania. Era un país muy pobre que acababa de liberarse de la dominación colonial británica. Hacía unos meses se había fusionado con la isla de Zanzíbar, donde una revolución de la mayoría africana había masacrado a varios miles de árabes que habían controlado el comercio y la riqueza de la isla durante varios siglos. El presidente de Tanzania, ex maestro de escuela, era un reformador progresista que trataba de adaptar a su pobre y atrasado país al siglo XX. Mientras tanto, a pesar de formar una federación con el territorio continental, Zanzíbar seguía inclinándose hacia el socialismo bajo la dominación de un consejo revolucionario.

Ahora comprendía mejor el agudo contraste entre su vida de semanas antes y el mundo que empezaba a conocer. El avión comenzó el descenso. Aparecieron campos sembrados, aldeas y, más a la izquierda, el azul del mar. El piloto anunció que la mancha verde hacia la izquierda era la isla de Zanzíbar. El avión viró, y apareció la ciudad, con sus techos planos, largos canales y barcos atracados en los muelles.

Cuando salió de la Aduana se sentía confundida y colérica, y estaba bañada en sudor. Jamás había experimentado semejante calor y humedad, ni tratado con funcionarios tan altaneros y estúpidos. A pesar de que tenía visado, el agente de inmigración la sometió a un prolongado interrogatorio. ¿Cuánto duraría su estancia? No lo sabía. ¿A qué venía? Un sexto sentido le indicó que debía mentir: estaba de vacaciones, quería conocer el país. ¿Qué parte del país? Y así sucesivamente, hasta que Kirsty mencionó al cónsul norteamericano.

—¿El señor Godfrey?

—Así es.

Un gran sello en el pasaporte y pasó a la Aduana, donde un funcionario la retuvo otros veinte minutos mientras revolvía la maleta, se demoraba con la ropa interior y le hacía las mismas preguntas que el agente de inmigración.

Bastó la mención al cónsul norteamericano para que el funcionario lo metiera todo en la maleta, la cerrara y la marcara con tiza amarilla. Un nativo se le adelantó rápidamente, le arrebató de la mano el equipaje y se encaminó hacia la salida. Kirsty corrió detrás de él, tratando de no perder de vista la cabeza rizada entre todas las demás.

Alguien la cogió de la manga, dijo: «Taxi, memsahib,» otro le puso una tarjeta en la mano y dijo: «Kibano Hotel, memsahib, muy limpio».

Presa del pánico los alejó y miró en todas direcciones en busca del hombre que le había quitado la maleta. Entonces oyó una voz que decía: «Señora Haywood».

Al volverse vio a una mujer rubia, regordeta y sonriente.

—Hola. Soy Harriet Godfrey, la esposa de Howard. No se preocupe por su maleta. La tiene Juma.

—¿Juma? —preguntó, como atontada.

—Nuestro chofer. Vamos, el coche está fuera.

Cogió a Kirsty del brazo y atravesaron la multitud.

—Howard ha tenido que asistir a una recepción del Alto Comisionado de la India, por eso he venido yo. Gracias a esto me he salvado de los aburridos discursos de siempre.

Salieron a la luz del atardecer. El africano sonriente que le había arrebatado la maleta abrió la puerta trasera de un Chevrolet negro estacionado junto a la acera. Harriet la ayudó a subir, y Kirsty sintió con deleite la refrigeración.

El vehículo enfiló por una calle muy ancha, atestada de bicicletas, camiones desvencijados cargados de gente y algún que otro coche.

—Bienvenida al África, querida —dijo Harriet—. ¿Los funcionarios de inmigración la han tratado mal?

Kirsty se estremeció y asintió.

—Así ocurre siempre. Es su manera de manifestar su independencia. Pero no se preocupe, éste es un pueblo simpático, alegre y servicial. ¿Está cansada?

—Mucho —dijo Kirsty—. Y un poco confundida. Es la primera vez que salgo de Estados Unidos y…

—¡Vaya! —rió Harriet. Señaló las chabolas con techo de cinc y los puestos de madera de los vendedores callejeros—. No es Nueva York —dijo, imitando el acento de Brooklyn—, pero se aprende a querer las cosas hermosas que hay aquí. Tal vez llegue a conocerlas. En cuanto al hotel…

Harriet Godfrey tenía más o menos la edad de Kirsty. Era una mujer enérgica y alegre, sonreía constantemente y demostraba la confianza en sí misma propia de una persona que ha viajado por todo el mundo. Dijo que no había muchos hoteles en Dar es Salaam. Algunos eran caros pero buenos. Otros, caros y malos y la mayoría baratos y malos. En un tono amistoso pero que no admitía réplica invitó a Kirsty a alojarse en su casa. Para ellos no supondría ninguna molestia. Más adelante, si la estancia de Kirsty se prolongaba, le ayudaría a conseguir alojamiento.

Kirsty trató de protestar, pero la presión de lo desconocido, unida a su cansancio físico y mental, la hizo desistir rápidamente.

Harriet la obligó a permanecer despierta otras tres horas. Dijo que el organismo reaccionaba mal ante un viaje tan largo. Para contrarrestar ese problema convenía mantenerse despierto el mayor tiempo posible, luego relajarse y dormir muchas horas. Así el organismo se reponía más fácilmente.

La casa de los Godfrey estaba en la zona de Oyster Bay, varios kilómetros al norte de la ciudad. Había sido el barrio residencial de los funcionarios coloniales alemanes y luego británicos. Era una casa de gruesas paredes de piedra rodeada de una amplia galería y plátanos, palmeras y enredaderas. Más allá de los árboles se veía el mar y un grupo de islotes verdes en el horizonte. El interior era sumamente fresco, y Harriet le explicó que las paredes tenían un grosor de más de un metro, con una cámara aislante en el medio. Los alemanes que la construyeron en 1910 no conocían el aire acondicionado, en cambio sabían la clase de construcción que se necesitaba para estar cómodo en el trópico. Los británicos que los desplazaron en 1918 construyeron casas de estilo inglés, con paredes delgadas, y sufrieron el calor durante medio siglo.

Kirsty deshizo el equipaje, se dio una ducha fría y se reunió con Harriet en la galería. Un criado con túnica blanca les sirvió martinis. Después del primer sorbo Kirsty inició la conversación.

—¿Sabe a qué he venido?

—Por supuesto. Howard me lo ha contado.

Su rostro alegre se tornó serio.

—¿Cree que estoy loca?

—Eso creí al principio.

—¿Y ahora?

Dejó su copa sobre la mesa, extendió la mano y cogió la de Kirsty.

—Ahora no —dijo con firmeza—. Pero todo el mundo se muestra escéptico… y no hay más remedio que aceptarlo.

—¿Usted no?

—No. Hemos hablado de esto con Howard. Él… es hombre… ¿qué diablos entiende un hombre de estas cosas?

Por un momento Kirsty pensó que Harriet pronunciaba las frases protocolarias adecuadas a la situación, pero al alzar los ojos vio sinceridad en su mirada.

—Por favor, dígame por qué me cree.

Harriet alzó su copa, sorbió un poco pensativamente, cogió la coctelera y volvió a llenarlas. Habló en tono sereno, íntimo, y Kirsty se relajó. Por encima del canto de los grillos y otros insectos, escuchó sus palabras y se sintió reconfortada y fortalecida.

Harriet lo había meditado mucho. Habló de la asombrosa comunicación telepática que existe entre hermanos gemelos; de cómo una persona sufre los dolores del parto de otra, aunque las separen miles de kilómetros; de cómo una madre es capaz de mostrar una fuerza sobrehumana para ayudar a su hijo; del fenómeno, científicamente comprobado, de la percepción extrasensorial, que en algunos individuos es más fuerte que en otros. No quería decir con esto que Garret estuviera vivo, ni que lo encontraría, pero sí que comprendía la actitud de Kirsty. Tenía un hijo de doce años, llamado Lester, que en aquel momento estaba de visita en casa de un amigo. Howard pasaría a buscarlo. Le contó a Kirsty que, al enterarse de que ella se negaba a creer que su hijo estaba muerto, había tratado de ponerse en su lugar. Rogaba para que tuviera la suficiente abnegación y fortaleza de espíritu para dejarlo todo y salir en su busca como había hecho Kirsty.

Kirsty sintió que recuperaba la confianza.

Esta confianza sufrió una brusca caída cuando llegaron Howard y Lester. Hechas las presentaciones, él la puso al día mientras cenaban. Era un hombre moreno y delgado, no tan alto como su esposa, calvo y de mirada penetrante e inteligente a través de sus gruesas gafas. Le contó las novedades en tono práctico y enérgico. El Jaloud había partido aquella misma mañana hacia las Seychelles. Él había solicitado extraoficialmente a las autoridades portuarias que retrasaran la partida con algún tipo de pretexto burocrático, pero el capitán Lascelles tenía buenos contactos y lo más probable era que hubiera sobornado a los funcionarios. Howard había averiguado en el club náutico que Lascelles había conseguido un acuerdo para llevar a un grupo de ornitólogos a las islas Seychelles a estudiar las colonias de aves. Tardaría un mes en volver.

Kirsty preguntó cómo podría llegar a las Seychelles y Howard resopló. Dijo que allí no había aeropuerto, aunque pensaban construirlo. La única manera de llegar era por mar, desde Mombasa, en Kenia. Había un barco hindú que hacía una travesía mensual a Bombay con escala en las Seychelles. Aquella mañana había verificado el horario: el barco salía dentro de diez días y la travesía duraba cuatro.

Kirsty se sintió descorazonada: había imaginado que su encuentro con Lascelles sería inmediato. Ahora tendría que esperar por lo menos tres semanas. Harriet vio la desilusión dibujada en su rostro.

—Usted sabía que la búsqueda sería muy larga. No se desanime.

—No es eso —replicó Kirsty—. Me disgusta que el encuentro no se haya producido por tan poco tiempo. Cogeré ese barco y espero que esté allí cuando llegue.

—Puedo ayudarla —dijo Howard—. Tengo un amigo que trabajaba en la estación americana de seguimiento de satélites en Zanzíbar. Debido a la revolución, están construyendo una nueva en las Seychelles y él está allí. Lo llamaré para que me mantenga al corriente de los movimientos del Jaloud. Usted no zarpará de Mombasa sin estar segura de que él esté allí.

—Hay un problema —dijo Harriet—. Si Lascelles zarpa de las Seychelles, ¿a dónde irá?

Howard se encogió de hombros. Le explicó que desde hacía diez años Lascelles recorría la costa del África Oriental, Madagascar, islas Mauricio y Seychelles, además de alguno que otro viaje a la India o a Sri Lanka. Era contrabandista en pequeña escala, incluso de armas, y los trabajos que conseguía los perdía enseguida debido a sus frecuentes borracheras. Se le consideraba un buen marino, incluso cuando estaba ebrio. El problema eran las comunicaciones. ¿Cómo encontrarlo si zarpaba de las Seychelles mientras ella viajaba hacia allí? El tráfico marítimo en la zona era escaso. ¿Tenía dinero para contratar un barco, si es que lo conseguía?

Kirsty le dijo cuánto tenía y él respondió con una mueca. Afortunadamente el pasaje en el barco hindú era barato, pero aquella cantidad de dinero no era suficiente para alquilar un barco adecuado para una travesía marítima.

Kirsty se encogió de hombros: si se le planteaba ese problema, ya vería cómo resolverlo.

Howard dijo que no quería desalentarla, pero que debía afrontar la realidad. Si Garret estaba vivo, cabía la posibilidad de que hubiera sido secuestrado por Lascelles y su tripulación. ¿Dónde lo tendrían, y para qué? Lascelles había informado del accidente doce días después de zarpar de las Seychelles. En aquel lapso de tiempo había recorrido por lo menos mil quinientos kilómetros hasta Dar es Salaam. Aquella travesía duraba normalmente entre seis y diez días, según las condiciones climáticas. Por consiguiente, podía haber hecho un rodeo de hasta mil quinientos kilómetros más, cubriendo una zona enorme, entre Somalia y Mozambique, pasando por Madagascar y millares de islas. Si encontraba a Lascelles, tendría que convencer a él o a su tripulación para que hablaran, pero si con ello se declaraban cómplices de un crimen…

Kirsty se encogió nuevamente de hombros: lo primero era encontrarlo.

Howard quiso hablar pero Harriet lo interrumpió:

—Basta por hoy, Howard. Está agotada. Tenemos diez días hasta que zarpe el barco.

Howard asintió.

—La admiro por su fortaleza, Kirsty, pero sería injusto que no le diera mi opinión. Creo que todo esto es una quimera. En mi opinión, su hijo está muerto. Todas las pruebas lo avalan. No puedo ignorarlo, Kirsty. He hablado con Lascelles: es un tipo duro, un desaprensivo. Sepa con quién se enfrenta. La ayudaré en todo lo que pueda, oficial o extraoficialmente, pero cuando zarpe de aquí en busca de ese barco dependerá exclusivamente de sus propias fuerzas. Créame si le digo que hay toda clase de facinerosos en esta parte del mundo.

Los ojos de Kirsty estaban semicerrados de cansancio.

—No tengo palabras para agradecerles las atenciones y las muestras de aliento. —Miró a Lester, al otro lado de la mesa. Era pequeño como su padre, con cara redonda y ojos serios—. Tal vez esté loca, tal vez mi hijo esté muerto, tal vez Dios no exista y tal vez ese Lascelles sea el diablo en persona… pero hablaré con él.

Sus ojos brillaron brevemente, a pesar del cansancio. Lester sonrió.

—En swahili la llamarían memsahib Kali.

Howard rió.

—Quiere decir «la dama feroz» —explicó—. Es una palabra que se aplica a ciertos felinos, como los leopardos. Ahora vaya a dormir. Mañana a primera hora le sacaremos un pasaje hacia las Seychelles.