12

Cuando Erlendur volvió a su casa esa tarde, no había ningún Sindri para recibirle. No había aparecido cuando Erlendur se metió en la cama, a medianoche. No había dejado ningún mensaje ni número de teléfono al que poder llamar. Erlendur echaba de menos su compañía. Llamó a Información, pero el número de móvil de Sindri no figuraba en la guía telefónica.

Estaba medio dormido cuando sonó el teléfono. Era Eva Lind.

—Sabes que aquí dentro te drogan —dijo con lengua de trapo.

—Estaba durmiendo —mintió Erlendur.

—Aquí te dejan hecha polvo a base de pastillas —prosiguió Eva—. Nunca en mi vida he estado más drogada. ¿Qué estás haciendo?

—Intentando dormir —respondió Erlendur—. ¿Has montado algún número?

—Hoy ha venido Sindri —dijo Eva, sin contestar a su pregunta—. Dijo que habíais estado hablando.

—¿Sabes dónde está?

—¿No está en tu casa?

—Creo que se ha ido —contestó—. A lo mejor está en casa de vuestra madre. ¿Os dejan llamar cuando queréis desde la institución?

—Yo también me alegro de oírte —dijo Eva bruscamente—. Y no he montado ningún número.

Le colgó.

Erlendur siguió acostado, con los ojos clavados en el techo, en medio de la oscuridad. Pensaba en sus dos hijos, Eva Lind y Sindri Snær, y en la madre de los chicos, que le odiaba. Pensaba en su hermano, al que había buscado sin parar durante todos aquellos años, sin encontrarlo jamás. En alguna parte estaban sus huesos. Quizás en lo más hondo de un profundo barranco, quizás en lo más alto de las montañas, pero él no tenía ni la menor idea de dónde podía estar. Sin embargo, había subido a las montañas y había intentado calcular qué distancia podría recorrer un niño de ocho años en medio de la tormenta y la ventisca.

¿Nunca te cansas de este tema?

Cansado de esta búsqueda eterna.

Hermann Albertsson le recibió en la puerta poco antes de las doce del día siguiente. Era un hombre delgado, sesentón, de movimientos ágiles, que vestía unos vaqueros deshilachados y una camisa de algodón roja a cuadros, y exhibía a manos llenas una gran sonrisa. Desde la cocina llegaba el aroma de bacalao cocido. Vivía solo y siempre había vivido así, le dijo a Erlendur, sin esperar preguntas. Exhalaba cierto olor a lubricante.

—¿Quieres un poco de bacalao? —le preguntó cuando Erlendur le siguió al interior de la casa.

Erlendur le agradeció la invitación pero la rechazó con firmeza, aunque Hermann no le hizo el menor caso y puso en la mesa un plato para él y, antes de darse cuenta, Erlendur estaba sentado a la mesa con un hombre al que no conocía de nada, comiendo bacalao hervido tan tierno que parecía puré y patatas con mantequilla. Los dos se comieron la piel del pescado y la cáscara de las patatas, y Erlendur no pudo evitar pensar por un momento en Elínborg y su libro de recetas. Cuando estaba trabajando en él le dio a probar un rape fresquísimo acompañado de salsa de lima, amarilla gracias al cuarto de kilo de mantequilla que había utilizado para prepararla. Elínborg necesitó veinticuatro horas para hacer hervir el caldo de pescado hasta que sólo quedaron cuatro cucharadas en el fondo de la olla, la esencia misma del rape; se pasó la noche en vela para ir quitando la espuma del caldo. La salsa lo es todo, era el eslogan de Elínborg. Erlendur sonrió. El bacalao de Hermann le parecía exquisito.

—Restauré el Falcon —dijo Hermann mientras se metía en la boca un gran trozo de patata.

Era mecánico y en sus horas libres restauraba coches antiguos e intentaba venderlos. Le dijo a Erlendur que cada vez era más difícil. Que nadie tenía ya ningún interés por los coches antiguos, sólo les interesaban los todoterreno nuevos, que nunca tenían que soportar nada peor que un atasco de tráfico en el cruce de Miklubraut para entrar al centro de Reikiavik.

—¿Todavía lo tienes? —preguntó Erlendur.

—Lo vendí en 1987 —dijo Hermann—. Ahora tengo un Chrysler fabricado en 1979, casi una limusina. Llevo trabajando en él, cuánto, seis años.

—¿Sacarás algo de todo ese trabajo?

—Nada en absoluto —dijo Hermann, que le ofreció un café—. Porque no me apetece venderlo.

—¿Matriculaste el Falcon a tu nombre mientras lo tenías?

—No —respondió Hermann—. Nunca lo tuve matriculado a mi nombre. Anduve enredado con él unos años y me lo pasé muy bien. Lo conducía por aquí, por el barrio, y si quería viajar con él hasta Thingvellir o así, cogía las placas de mi coche y se las ponía. Me parecía inútil pagar el seguro.

—No lo encontramos matriculado en ningún sitio —dijo Erlendur—, de modo que el nuevo propietario tampoco le ha puesto placas.

—No es necesariamente así. A lo mejor se hartó de él y lo tiró.

—Dime otra cosa. Los tapacubos del Falcon, ¿eran especialmente bonitos, o muy codiciados?

Erlendur había pedido a Elínborg que entrara en internet, y en la página ford.com encontraron una serie de fotos de los antiguos Ford Falcon. Uno de ellos era negro, y cuando Elínborg imprimió la foto para Erlendur, destacaban mucho los tapacubos.

—Eran muy decorativos —dijo Hermann pensativo—, como siempre lo son los tapacubos de los coches americanos.

—Faltaba un tapacubos —afirmó Erlendur—. En aquellos tiempos.

—¿Y?

—¿Compraste uno para ponérselo, cuando adquiriste el coche?

—No, alguno de sus propietarios debió de comprar uno nuevo. Cuando yo lo compré no llevaba los tapacubos originales.

—¿Era un coche interesante, el Falcon ese?

—Lo que tenía de interesante es que no era muy grande —dijo Hermann—. No era como los «haigas» americanos, como llamaban entonces a esos cochazos enormes. Como mi Chevrolet. El Falcon era pequeño y bonito y se dejaba conducir muy bien. No era un coche de lujo, en absoluto. Todo menos eso.

El Falcon pertenecía en la actualidad a una viuda, algo mayor que Erlendur. Vivía en Kópavogur. Su marido, fabricante de muebles, aficionado a los coches, había muerto de un ataque al corazón hacía unos cuantos años.

—Estaba en perfecto estado —dijo, y abrió el garaje para que entrara Erlendur, quien no sabía si la mujer estaba hablando del coche o de su marido.

El Falcon estaba cubierto por una lona gruesa, y Erlendur preguntó si podía retirarla un momento. La mujer asintió.

—Mi marido estaba entusiasmado con este coche —comentó con voz apagada—. Se pasaba el rato aquí. Le compró unos repuestos carísimos. Removía Roma con Santiago para encontrarlos.

—¿Usaba el coche? —preguntó Erlendur, peleando con un nudo para aflojarlo.

—Sólo por aquí, alrededor de la casa —dijo la mujer—. El coche tiene buena pinta pero mis hijos no tienen el menor interés en él y no han conseguido venderlo. Parece que ya nadie se interesa por estos automóviles viejos. Mi marido había decidido matricularlo cuando murió. Estaba solo en su taller. Trabajando. Al ver que no venía a cenar ni respondía el teléfono, envié a mi hijo a buscarle, y se lo encontró tirado en el suelo.

—Debe de haber sido difícil —dijo Erlendur.

—Toda su familia tiene problemas de corazón —informó la mujer—. Su madre también falleció de un infarto, y un primo suyo, igual.

Observaba a Erlendur pelear con la lona. No daba la sensación de echar demasiado de menos a su marido. Quizá ya había superado el duelo y había intentado empezar de nuevo.

—¿Qué le pasa a este coche? —preguntó la mujer.

Había hecho la misma pregunta cuando Erlendur habló con ella por teléfono; no encontró la manera de decirle por qué estaba interesado en el coche sin desvelar de qué iba el caso. Quería evitar tener que entrar en detalles. Quería guardárselos para él de momento. Tampoco sabía él mismo demasiado bien por qué le intrigaba tanto aquel vehículo, ni si podría serle de alguna utilidad.

—Apareció una vez en un caso de la policía —dijo Erlendur sin muchas ganas de explicarse—. Sólo quería saber si aún estaba entero.

—¿Fue algún caso famoso? —preguntó la mujer.

—No, en absoluto. Nada famoso —respondió Erlendur.

—¿Y quieres comprarlo, o…? —preguntó la mujer.

—No —dijo Erlendur—. No quiero comprarlo. No estoy tan interesado por los coches antiguos.

—Como te digo, está en perfecto estado. Valdi, mi marido, decía que la única pieza estropeada era la parte de abajo del chasis. Estaba oxidada y tuvo que repararla. Por lo demás, estaba perfectamente. Valdi desmontó el coche de arriba abajo y volvió a montar hasta la última pieza, y compró algunas que faltaban. —Calló—. Era capaz de gastar mucho dinero en este coche —dijo a continuación—. A mí nunca me compraba nada. Pero así son los hombres.

Erlendur dio un tirón de la lona, que se desplazó por encima del coche y cayó al suelo. Se detuvo un instante a observar el Ford Falcon de bellísimas líneas que había sido propiedad del hombre desaparecido en la estación de autobuses. Se puso en cuclillas al lado de una de las ruedas delanteras. Imaginó el tapacubos que le faltaba cuando lo encontraron, y pensó adónde podría haber ido a parar.

Sonó el móvil que llevaba en el bolsillo. Era la Policía Científica, que le llamaba para decirle que habían elaborado un informe sobre el equipo ruso de Kleifarvatn. El jefe de la brigada le dijo sin más preámbulos que pensaban que, cuando tiraron el receptor al agua, ya no estaba utilizable.

—¿Y? —preguntó Erlendur.

—Ya ves —dijo el jefe—. El aparato era claramente inservible antes de caer al agua. La arena del fondo del lago es porosa y las partes internas del receptor están dañadas de una forma que no puede explicarse sólo por haber estado sumergido en el lago.

—Y eso ¿qué nos dice? —preguntó Erlendur.

—No tengo ni idea —respondió el jefe de la Científica.