27

Como era de esperar, el hallazgo del cadáver de Tómas provocó mucho revuelo en los medios de comunicación. Yo llevaba la radio encendida en el coche cuando escuché la noticia. Estaba esperando en un semáforo y me olvidé de todo lo demás. Recuperé los sentidos cuando alguien golpeó el cristal de la ventanilla. Me había quedado quieta con el semáforo en verde y el conductor de atrás me dedicó una buena sarta de improperios. Arranqué a toda pastilla saltándomelo en rojo y a punto estuve de tener un accidente. Me detuve en el arcén y me quedé hipnotizada pensando en lo peor que podía ocurrir cuando comenzaran a examinar el cadáver. En lo más hondo de mí, esperaba que dictaminaran que Tómas había muerto como consecuencia de un accidente para que así nosotras quedáramos libres.

Iba al encuentro de una mujer que no había visto nunca y que no conocía de nada. Me había costado unos días localizarla, pero por fin lo había conseguido con ayuda del Registro Civil, el Ayuntamiento de Akureyri y una asociación cuya existencia desconocía y que se encargaba de elegir a la mujer más bella del norte de Islandia. Se llamaba Stella y se había mudado a Reikiavik; tenía dos hijos y estaba separada. Vivía en un edificio en el barrio de Grafarvogur y era directora de una guardería. Me había dado sus datos por teléfono y añadió que podía pasarme por su casa sobre las siete. Me dio la impresión de que no las tenía todas consigo cuando le expliqué que quería hablar con ella sobre concursos de belleza, pero al final aceptó. Quizá sentía curiosidad. Igual que yo.

Todavía era rabiosamente guapa y guardaba cierto parecido con Bettý: su espeso pelo negro, su tez morena, sus labios carnosos y sus ojos castaños. Sin embargo, también tenía un aire infantil. Algo más inocente. Se mantenía en buena forma. Seguramente iba al gimnasio. No se le notaba que tuviera dos hijos. Pensé que había que ser un completo idiota para echar a perder una relación con una mujer así.

Estaba preparando la cena y, cuando la vi entrar en la cocina por delante de mí, me fijé en que cojeaba ligeramente. Dijo que los niños estaban jugando fuera.

Le miré la pierna y recordé la historia del concurso de belleza.

—Me da un respiro —dijo sonriendo—. Tengo suerte de que mis hijos no sean de los que se pegan todo el día en casa. No podría imaginármelos desperdiciando su infancia delante del ordenador o de la televisión.

—Claro —dije con una sonrisa. Me cayó bien inmediatamente—. Ya no se ven niños jugando en la calle.

—¿Por qué estáis escribiendo sobre concursos de belleza? —preguntó sentándose junto a la mesa de la cocina—. ¿Es que todavía le interesan a alguien?

Me senté a su lado. Le había mentido al llamarla diciéndole que trabajaba para una pequeña editorial del norte que quería publicar un reportaje sobre concursos de belleza en Islandia. Era una mentira distinta a la que había usado con Sylvía, pero seguía la misma táctica. Nunca he sido muy buena mintiendo. Stella parecía haberme creído, pero no estaba segura de si debía invitarme a su casa o no. Percibí enseguida que no tenía muchas ganas de hablar del concurso. Finalmente había cedido y fui a verla a su casa, pero una vez allí le noté el mismo recelo que mostró al teléfono. Daba la sensación de que haber participado en el concurso solo le traía malos recuerdos. Todavía estaba dolida después de tantos años.

—Creen que siempre existe un interés —dije haciendo referencia a mis supuestos editores—. Además, hay muchas fotos y sale mucha gente. Piensan que se podrá vender. Queremos tocar tanto los grandes concursos como los más modestos, al menos los más importantes.

—Solo participé en dos, allí en el norte —dijo—. Quedé segunda la primera vez y luego fui descalificada en el segundo, o más bien no pude participar.

—Eso era precisamente lo que había oído. Algo de eso se decía en Akureyri.

—¿Es que todavía se habla de esa historia?

—Tuviste un accidente o algo así, ¿no?

—No fue un accidente —dijo Stella—. Cojeo desde entonces. Pero preferiría dejar ese tema. Espero que no vayas a escribir nada sobre eso.

Guardé silencio.

—¿Has hablado con Bettý? —me preguntó de repente.

—¿Bettý?

—La que ganó el concurso —explicó—. El segundo en el que participé.

—Sí —dije sin estar segura de si debía aclarar si conocía a Bettý o no.

—He oído en las noticias que han encontrado a su marido —dijo Stella—. Llevaba semanas desaparecido.

—Sí, ¿el armador? —pregunté—. Yo también lo he oído en la radio al venir hacia aquí. ¿Era el marido de Bettý?

—Siempre había querido cazar a un hombre rico —dijo Stella.

—¿Qué tipo de chica era esa tal Bettý?

—Bettý estaba hecha una zorra —dijo Stella endureciendo el rostro—. Tortillera, ¿lo sabías? Cuando la conocí iba con chicos y chicas.

Negué con la cabeza.

—Me acuerdo de una participante a la que había engatusado. Una chica normal y corriente que vivía en Dalvík. Dio un cambio radical al conocer a Bettý, la idolatraba. Así es Bettý. Cuando atrapa a alguien, ya no lo suelta. Una vez lo intentó conmigo. Y eso que era guapa y sexy, pero me parecía una persona despreciable. Cosa que no ha cambiado lo más mínimo. Se lo puedes decir cuando la veas.

—Por lo visto no habéis sido nunca grandes amigas —dije por decir algo.

—¿No te has enterado de lo que me hizo?

Negué con la cabeza.

—No quiero que lo escribas en la revista, pero me parece bien que lo sepas en caso de que la vayas a ver. Siempre lo negó, pero yo sé que fue ella. Ella y ese novio suyo.

—¿Novio?

—Era una furcia.

—¿Qué novio?

—Siempre había querido hacerse rica —dijo Stella. Parecía haberme dejado de escuchar—. Y al final lo ha conseguido. Va a heredar una fortuna, ¿no?

Le iba a responder, pero me cortó.

—Me enfurezco cada vez que pienso en lo que ocurrió.

—¿Qué? ¿Qué es lo que ocurrió?

Stella levantó una pierna y se acarició el tobillo.

—Me lo tuvieron que fijar con clavos —explicó—. No lo puedo mover.

—¿El tobillo, quieres decir?

—Sí, el tobillo. Se me hizo añicos. Me lo recompusieron, pero se quedó rígido. No lo puedo mover. Es como una especie de bulto. Ocurrió dos días antes del concurso. Bajaba en bicicleta hacia Oddeyri. Era última hora de la tarde. No había nadie por la calle y apenas había tráfico. De pronto escuché un coche detrás de mí. Me metí en el arcén. No había acera. Me giré y vi que el coche se acercaba a toda velocidad. Entonces dio un volantazo hacia mí y embistió mi bicicleta. El tobillo quedó entre el parachoques y la rueda. Se hizo pedazos.

Guardó silencio.

—Ese tío podría haberme matado.

—¿Ese tío?

—Sí, el novio de Bettý. Lo vi antes de que me atropellara. Se lo conté a la policía. Lo interrogaron, pero él lo negó todo. La policía no podía hacer mucho. Yo no podía demostrar nada.

—¿Y sabes quién era?

—Sí.

—¿Y quién era?

—¿Su novio? ¿El novio de Bettý?

—Sí.

—Se llamaba Leó.

—¿Leó?

—Sí, Leó. Es de aquí, de Reikiavik.

De pronto tuve la sensación de que el tiempo se había detenido. La miré fijamente sin entender todavía lo que acababa de decir. No sabía lo que significaba, pero sí sabía que era algo espantoso. Algo terrible. Leó y Bettý. Tuvo que repetírmelo tres veces.

—¿Pasa algo? —preguntó.

—No, ¡ay! Es que me he mordido la lengua.

Tenía que decir algo. Me había puesto roja como un tomate y se me saltaban las lágrimas.

—¿Cómo sabes que fue Leó? —balbuceé haciendo como que me dolía la lengua.

—¿Que cómo sé que fue Leó? —repitió Stella—. Bettý me llamó después de haber ganado el título. Llamó al hospital. Me preguntó cómo tenía el pie. Así era ella. Estaba tarada, yo creo que se drogaba. Y luego, encima, me suelta eso. Va y me suelta eso.

—¿Te soltó el qué?

—Saludos de Leó. Eso me dijo: «Saludos de Leó».

Guardamos silencio. La puerta se abrió y dos niños entraron corriendo hacia su madre.

—Luego me colgó —dijo Stella acariciándose levemente el tobillo.

Tenía la mirada clavada en el espejo de la sala de interrogatorios.

—¡¿Está ella ahí detrás?! —grité.

—Tranquila —dijo Lárus—. Ahí detrás no hay nadie.

—No te alteres otra vez, Sara —dijo Dóra—. No ganas nada. Lo sabes. Solo te irás derecha a la celda.

—¿Qué os ha estado contando?

—Bettý no está ahí —dijo Lárus—. ¡Cálmate!

Me levanté sin desviar la mirada del espejo. Ellos se levantaron también. La puerta de la celda se abrió y apareció el carcelero.

—Tranquilízate —dijo Dóra con voz sosegada.

—¡¿Qué os ha dicho?! —grité frente al espejo.

—¡Siéntate! —ordenó Lárus buscando con la mirada la ayuda del carcelero.

—Siéntate —dijo Dóra con toda la serenidad del mundo—. No hay nadie detrás del espejo. Son imaginaciones tuyas. Y si hubiera alguien, no sería Bettý. Te lo aseguro. Créeme. Bettý no podría estar nunca detrás del espejo.

Me calmé un poco y la miré.

—¿Me estás mintiendo?

—No —dijo Dóra.

—Todo el mundo me miente —dije—. Todo el mundo me ha mentido desde el principio.

—Está bien —dijo Dóra—. Siéntate y hablemos de quiénes te han mentido y qué mentiras te han contado.

—Todo el mundo me ha mentido continuamente —dije.

La tensión se relajó ligeramente en la sala. El carcelero permaneció en la puerta sin saber qué hacer. Dóra le hizo una señal para que se retirara. Lárus se volvió a sentar. Dóra y yo nos quedamos de pie mirándonos a los ojos y algo me decía que me entendía. Me calmé y me hundí de nuevo en mi asiento.

—Todo el mundo me miente —repetí.

—Tenemos el testimonio de un hombre —dijo Dóra con cautela—. Escuchó a Tómas Ottósson Zöega decir cosas sobre ti. Te voy a decir lo que es, pero no debes exaltarte. ¿Entendido? Si no, volverás a tu celda.

—Ya estamos hartos de tus numeritos —se quejó Lárus.

—¿De qué estás hablando? ¡¿Qué testimonio?!

—Tómas le dijo a ese hombre, un compañero suyo de pesca, que te gustaba en plan duro. ¿Sabes a lo que me refiero?

—¿Duro?

—Y con violencia —dijo Lárus.

—¿De qué estás hablando?

—De sexo —dijo Dóra.

—¡¿De sexo?!

Permanecieron en silencio en sus sillas.

—¿De mi vida sexual? ¿Alguien iba hablando por ahí de mi vida sexual? ¿Un compañero de pesca de Tómas?

—¿Es correcto? —preguntó Dóra.

—No, no lo es —respondí—. Es mentira. Otra de esas malditas mentiras. ¿Por qué debería ir hablado Tómas de mi vida sexual? No sabía nada de ella.

Tenía que haber sido cosa de Bettý, igual que todo lo demás. Al parecer le había dado a Tómas informaciones falsas sobre mí. Lo mismo que estaba haciendo con la policía.

—Tenemos declaraciones de que se trataba de otra cosa —continuó Lárus.

—¿Cómo que de otra cosa?

—Que teníais una relación amorosa —dijo Dóra—. O más bien una relación amor-odio, como creo que fue expresado.

—¡¿Tómas y yo?!

—Que culminó en una violación —añadió Lárus.

—Así tenías motivos para poder vengarte de él, una razón para matarlo.

—¿Quién os ha contado todo eso? Os lo he dicho ya mil veces. No hubo ninguna violación. ¡Tómas y yo no teníamos ninguna maldita relación amorosa!

No sé cómo describirlo. De todo lo que me ha pasado y todas las situaciones en las que me he visto involucrada, no encuentro nada más doloroso que aquella violación —y soy incapaz de contar lo que ocurrió—. El dolor se clava en mi alma. Y la única manera de sobrellevarlo es hundirlo en mis entrañas todo lo que pueda.

Pero, de vez en cuando, algunos fragmentos de lo ocurrido afloran a la superficie y hacen que me retuerza del horror. Sus manos sobre mi cuerpo. Su aliento impregnado de alcohol. Su peso cuando se me echó encima en el suelo. Mis intentos desesperados de darle patadas. El dolor cuando me penetró…

Y el sufrimiento.

Todo ese sufrimiento que ya no puedo contener.

Pasamos un largo rato en el silencio más absoluto. Me miraban con cara de compadecerse de mí. Estaba cansada. Cansada de tanta mentira. De tanto jugar al escondite. Más que cansada.

—¿Es que todavía no lo sabéis? —pregunté finalmente.

—¿Saber el qué? —dijo Dóra.

—Lo mío con Bettý —dije.

—¿Qué ocurre con Bettý y contigo? —preguntó Lárus.

—Éramos nosotras las que teníamos una relación amorosa —dije—. Era ella la que le ponía los cuernos a Tómas conmigo, no al revés. Bettý y yo estábamos juntas.