25

Al pensar en ello me di cuenta de que lo único que sabía de Bettý era que la amaba casi más que a mi propia vida. Probablemente no sea sano amar a alguien como yo amaba a Bettý. En mi caso, terminó en catástrofe.

Bettý casi nunca hablaba de su pasado. Era como si no existiera. Sin embargo, de mí extraía todo lo que podía; le contaba cosas que nunca le había contado a nadie sobre mi madre y mi hermano, o sobre mi padre y su agonía. Cada vez que quería cambiar las tornas y hacer que me contara cosas suyas, ella zanjaba la conversación diciendo que no tenía nada que contar.

Aun así, alguna vez que otra recordaba cosas de su infancia o de su adolescencia. Pero apenas lo hacía. Daba la impresión de que solo guardara malos recuerdos, algo que no era de extrañar teniendo en cuenta el entorno en que se había criado: la vida en el barrio de Breiðholt, una madre borracha y un padrastro que abusaba de ella.

Un día me habló de la primera chica con la que había estado. Se llamaba Sylvía. Lo único que sabía de ella era que se habían conocido en el edificio donde vivían, compartían rellano. Bettý decía que habían practicado algunos juegos sexuales, normalmente en el cuarto de las lavadoras, en el sótano del inmueble. Sylvía tenía dos años más que ella. Estuvieron juntas medio año, hasta que Sylvía se mudó. Esa era la versión de Bettý.

Cuando traté de localizar a Sylvía, ni siquiera sabía si realmente se llamaba así. Comencé buscando en la guía telefónica y encontré varias mujeres registradas con ese nombre. Llamé a una conocida mía de la asociación LGTB y le pedí que consultara si en sus listas había alguna Sylvía. Encontró una. Aparecía en la guía. La llamé por teléfono. Nunca había oído hablar de Bettý.

Llamé de nuevo a mi conocida y le pregunté si sabía de alguna Sylvía que no fuera miembro de la asociación. Dijo que buscaría y que me llamaría. Dos días después recibí noticias suyas. Se había tomado bastantes molestias, había hablado con varias personas hasta que oyó hablar de una mujer llamada así que, al parecer, vivía en el barrio de Árbær. Volví a consultar el listín telefónico. Había una Sylvía que vivía en Árbær. Llamé. Respondió. Le costó un rato entender el motivo de mi llamada. Creo que iba un poco borracha. De repente pareció saber de quién le estaba hablando. Se acordaba bien de Bettý.

Le dije que era miembro de la redacción de una revista que pensaba publicarse con motivo del aniversario del instituto donde Bettý y ella habían estudiado. Querían un número espectacular, así que los de la redacción estaban reuniendo anécdotas que hubieran tenido lugar en las aulas y fotos de antiguos alumnos. Sylvía no parecía mostrar ningún interés, dijo que no tenía nada que contar. Pero, cuando poco a poco conseguí centrar la conversación en su vieja amiga Bettý, picó el anzuelo.

Sylvía vivía sola en un pequeño apartamento oscuro. La ventana del salón daba a un jardín trasero donde se veía un columpio solitario en un gran cajón de arena que nadie empleaba. Sylvía estaba nerviosa, fumaba como una carretera y parecía diez años mayor de lo que era. Cuando me invitó a su casa me pidió que pasara por la licorería para comprarle dos botellas de vodka. Las recibió con entusiasmo cuando se las di, pero en ningún momento hablamos del pago. Creo que sus perspectivas de conseguir vodka habían sido la verdadera razón por la que me había invitado a ir. Se sirvió inmediatamente una copa de vodka solo; me invitó con la mirada, pero rechacé la oferta con la cabeza. Se bebió la copa de un trago, se sirvió otra y nos sentamos. Se tranquilizó un poco. Dijo que trabajaba como enfermera a domicilio. Después de una larga charla sobre el instituto y los viejos tiempos, encaucé la conversación hacia Bettý, primero con cautela, pero luego sin rodeos.

—¿Conoces a Bettý? —preguntó.

—Muy poco —dije brevemente—. La llamé por lo del proyecto y ella me dio tus datos.

Sylvía asintió y bebió un sorbo de su copa.

—No la he visto en años —comentó—. Igual… habrán pasado quince o así. Se mudó al norte, ¿no?

—Sí —dije—. ¿Cómo era Bettý cuando la conociste?

No quería que me sonsacara ninguna información, pero tampoco quería mostrarme excesivamente interesada.

—Era fantástica —dijo Sylvía—. La chica más lista que he conocido en mi vida. No se achantaba ante nadie. Les enseñaba los dientes a los chicos. Sabía defenderse sola.

Le pregunté si tenía alguna foto de Bettý de cuando eran adolescentes.

—Nooo —dijo Sylvía pensativa—, creo que no. No tengo fotos de aquellos años. En mi casa no se hacían fotos y me da que en la suya tampoco. Su padre…

—¿No era padrastro? —pregunté.

—Sí, el cerdo ese. Se escuchaban los gritos de la madre de Bettý a kilómetros de distancia.

—¿Bettý tenía hermanos?

—Nooo. O sí, pero no de sangre. Tenía dos hermanastros. Problemáticos. Eran mayores y Bettý no tenía ningún tipo de relación con ellos. Creo que uno estuvo en la cárcel de Litla Hraun.

Sylvía se levantó y se sirvió otra copa. No sentía ninguna necesidad de explicarme por qué bebía vodka a palo seco a mediodía. Probablemente hacía tiempo que no se andaba con ese tipo de reparos.

—Siempre había soñado con hacerse rica —dijo sentándose de nuevo—. Cuando la conocí, Bettý solo tenía esa meta en la vida: hacerse rica. Quería que de mayor le saliera el dinero por las orejas. Quería tenerlo todo y vivir como una reina. Hablaba a menudo de lo que haría cuando fuera millonaria. Quería vivir en alguna isla de un país soleado y no volver jamás a este país de mierda.

Sylvía sonrió.

—Eso lo soñamos todos, creo —añadió antes de beber otro sorbo de su copa—. «País de mierda», lo llamaba. No soportaba el frío y las miserias del invierno. Era una chica inteligente. De verdad. Pero aun así había… algo…

—¿Qué?

—No sé cómo se dice… ¿Bipolaridad, quizá? A veces no tenía ningún sentido de la moral. Pensaba poco en cualquier cosa que no fuera ella misma. Provocaba enfrentamientos en nuestro inmueble y en el instituto, y acosaba tanto a los otros chicos que algunos no se atrevían ni a cruzar la puerta de sus casas. Pero luego era muy simpática y divertida, y de alguna manera…

Sylvía comenzaba a experimentar los efectos del alcohol y había bajado el tono de voz. Dejó la frase colgando y se quedó absorta con la copa vacía en la mano, como inmersa en unos recuerdos que tenía olvidados y enterrados.

—Quizá sepas cómo era, ¿no? Puede que todavía lo sea.

—¿Cómo era?

—Iba con chicas. ¿Todavía lo hace?

—No la conozco…

—Estaba bien así. Tenía todo el derecho del mundo.

Sylvía se levantó, fue a buscar la botella de vodka y la dejó en la mesa frente a ella. Estaba medio vacía.

—Bettý también iba con chicos. Iba con chicas y chicos. Era muy precoz…

Sylvía me miró.

—Igual no debería hablar así de ella. ¿Se me está escapando algún secreto?

—No me lo parece —dije con cautela, por decir algo.

—Me enteré de que había abortado.

—¿Abortado?

—Una amiga de mi hermana trabaja para un médico…

—Había oído que no podía tener hijos —interrumpí.

—¿En serio?

—Sí.

—Pues yo había oído otra cosa —dijo Sylvía, empeñada—. Pensarás que estoy mintiendo. Pensarás que es mentira todo lo que estoy diciendo.

—No —dije—, para nada, es solo que, yo… Son noticias nuevas para mí, pensé que…

Sylvía apuró su copa.

—¿Sabes cuándo fue? —pregunté.

—Hará unos tres años o así.

—¿Sabes lo de Tómas, su pareja? —dije.

—Sí, lo he visto en las noticias.

Estaba desconcertada. Recordaba perfectamente que Bettý me había hablado de las dificultades que tenían Tómas y ella. Me había contado que había tenido un aborto natural y que la fecundación artificial les daba problemas. ¿Es que sus mentiras podían alcanzar esos límites?

—Doy por hecho que no irás a decir nada de esto en la revista, ¿no? —dijo Sylvía—. Que no dirás nada de lo del aborto ni de que antes había ido con chicas o que nunca más contactó con nadie, nunca.

Sylvía se sirvió una copa más y se levantó con ella en la mano.

—¿Alguna vez dijo…? No, eso sería muy raro…

—¿Qué? ¿Qué dijo?

Sylvía se acercó a la ventana del salón y miró el columpio y la caja de arena del jardín trasero.

—Nunca hay niños jugando en ese jardín —comentó—. Nunca veo niños aquí.

—No, es…

—¿Te ha hablado de mí? —me interrumpió pensando que yo venía de ver a Bettý.

Tardé un momento en entender lo que quería decir.

—¿Te ha hablado de mí? —repitió.

—Te manda saludos —le dije. Me menosprecié por haberle mentido.