Capítulo 6

El jeep cruzó el desierto a toda velocidad. Había decidido salvar a la persona que yacía en un charco de sangre a su lado e irse, y una vez tomada su decisión no quedaba espacio para la duda. Ningún rey, comandante o teniente podía prohibirle ya nada. Saboreó por un momento la sensación de tener el control de su propia vida. Todo se había ido a la mierda y ya solo le quedaban sus propias razones. Bueno y también un jeep, Zaida muriéndose a chorros, rabia y una pistola. Que no era poco.

La invasión había comenzado y la ciudad seguía siendo un caos pero ahora era un caos sangriento. Se escuchaban disparos en la distancia, y gente corriendo por cada avenida. Había sangre en las calles chorreando como sangre en las calles. Pero nadie les molestó, todo el mundo estaba más preocupado por salvarse que por el vehículo que cruzaba a velocidad suicida.

Irrumpió en el hospital a la carrera con Zaida en sus brazos. El lugar, un gran bloque de hormigón, era un sangriento desorden y los heridos tanto del Polisario como civiles que estaban siendo enviados allí lo atestaban. La entrada estaba custodiada por soldados del FP que al ver a Zaida le franquearon el paso sin más preguntas, el hecho de que el soldado estuviese embozado en su zam también facilito la tarea. De inmediato los médicos la llevaron a enorme habitación donde yacían los heridos en camas improvisadas mientras sus familiares y amigos les velaban.

El soldado vio al vecino de la noche anterior con su familia guardando la cama de unos niños, sus hijos supuso, que yacían malheridos. No tuvo el valor de quitarse el embozo que le cubría.

—¡MAMAK, umbi! — gritó uno de los dos niños al ver a Zaida, herido y a trompicones fue corriendo hasta su cama. Su vecino lo vio correr, después miro a la mujer desmayada y por último miró a los ojos del soldado para asentir en silencio.

¿Era aquel crío pelirrojo su hijo? ¿Que podía decirle? Había tiroteado a su madre y ahora se la traía medio muerta. Tenía las manos y la conciencia manchadas de sangre y no se atrevió a abrir la boca. Vio a su hijo llorar frente a él y calló.

Cogió con cuidado la medalla del cuerpo desmayado de Zaida y lentamente se dio la vuelta para marcharse de ahí. Algún día se la devolvería y le contaría que ella valía más que su casita con vistas al Mediterráneo.

Pero pronto un tiroteo interrumpió sus pensamientos. Se asomó a la ventana y vio un pequeño comando de militares marroquíes tiroteando a los soldados de la entrada.

Las órdenes y los gritos se sucedieron alrededor. Miró a Zaida, no podía ir a ningún sitio enchufada a las bolsas de sangre. Lo mismo ocurría con la mayoría de moribundos de la sala. Era imposible evacuar a la carrera aquel lugar, sería demasiado lento.

Pronto acabó el tiroteo y al ver a dos militares marroquís entrando a saco dentro supo de inmediato que venían mal dadas y que había llegado el momento de pagar el coste de sus decisiones.

Bueno, aquí acaba esta historia-se dijo— y se descubrió el embozo para que vieran que era español y nada tenía que ver con todo esto.

—¡ESPAÑOL, ISBANIA, ISBANIA! — gritó agitando las manos, los marroquís se detuvieron en seco y comenzaron a hablarle en árabe a gritos.

Su vecino que contemplaba la escena con preocupación le tradujo.

—Así que tú eres el que la ha traído — dijo mirando a Zaida —. Quieren saber que haces aquí todavía, dicen que eres un maldito loco y te ordenan marcharte de inmediato.

El soldado se dio la vuelta, consciente de que ya no había vuelta atrás, puta guerra se dijo, puta y mil veces puta guerra.

—Lo siento Zaida, mil cosas me hubiera gustado decirte y ahora ninguna tiene sentido ya — le susurró el soldado agitándole los rizos, tenía sangre en el pelo y en la cara quiso acariciarle la cara pero no había tiempo de nada más.

Respiró profundamente, miró a su vecino y asintió en silencio.

Con deliberada calma se acerco a los otros militares y estando a apenas un metro le desjarretó un tiro en la cara al primero. Los ojos del muerto aún le miraban con incredulidad mientras caía. El segundo, sorprendido pero más avispado que el primero no tardó en apuntar y disparar casi a ciegas.

Una bala perforó su hombro y cayó al suelo por el impacto, solo la multitud de saharauis que se abalanzo contra el marroquí le salvó de morir. El hombre murió a golpes por la horda de gente que se abalanzó encima, sintió pena por él, era solo otro pobre soldado de trinchera trinchado siguiendo órdenes. Probablemente a él tampoco nadie le hubiese preguntado si quería estar ahí y en otras circunstancias podría haber sido él mismo quien estuviera ahí.

Pero quizás exista cierta responsabilidad en las órdenes que se decide aceptar o en las guerras que uno decide librar pensó poniéndose en pie trabajosamente.

Cogió el rifle caído y miró atrás por última vez; vio a Zaida desangrándose, vio los dos muertos y vio a su hijo que le miraba sin entender y supo que ya no había vuelta atrás ni jeep que le sacase de allí. Se encaminó a trompicones a la entrada donde aún yacían los cuerpos de los soldados saharauis que la protegían. Esta sí que va a ser mi última puta guardia, sonrió amargo apretando el colgante en su mano, buscando el valor necesario para no cagarse de miedo delante de su hijo.

Le temblaban las piernas mientras se dirigía a su puesto, pero intentó disimularlo con todas sus fuerzas. ¿Estaría su hijo viéndole? ¿Le contarían que no tuvo miedo? Se enderezó y se apostó en su puesto con toda la solemnidad que pudo. Sabía que vendrían más marroquíes, en cuanto intentasen contactar por radio sabrían lo ocurrido y no serían solo cinco quienes se acercasen. Él no podía ganar esta guerra, es cierto, pero podía ganar tiempo para Zaida. Lo mínimo que podía hacer por su hijo es dejarle una madre pensó.

Para su sorpresa su vecino se apostó a su lado, cargo el rifle del militar caído y aguardó en silencio con mano temblorosa.

La barricada que defendía la entrada del hospital era poco más que unos sacos de arena y el cadáver de unos caballos que habían arrastrado para parapetarse. Ambos ofrecían una imagen ridícula: un viejo orondo en una esquina y un soldado herido en la otra intentando defender solos un edificio entero de unos soldados que ya se veían venir. Pero la solidaridad y el odio son emociones muy subestimadas y una a uno se fueron uniendo más personas, muchas mujeres, hombres y algún anciano. Se encontró en medio de un dispar grupo de gente luchando con palos, rifles y piedras por sus familiares. Se encontró con dignidad en la desesperación.

Los primeros marroquís cayeron muertos en la calzada. Cuando uno de los saharauis caía, su compañero cogía su arma y ocupaba su puesto con los dientes apretados. Puede que eso sea hacerse responsable de las guerras que uno elige librar, pensó el soldado herido delirando de dolor.

En lo más cruento del tiroteo con la calle bañada en sangre ceso el fuego marroquí y pudo oírse una voz autoritaria.

—¡Caballeros! — gritó un hombre con voz solemne — Soy el teniente coronel Bilal mano derecha del ejercito de su majestad Hasan II, han luchado ustedes con una valentía que despierta en mí mi más profunda admiración les ofrezco el perdón total, salir de aquí con vida y con el honor intacto y mi respeto si rinden sus armas ahora mismo. Más de 50 hombres me acompañan y no hay nada ya que puedan hacer.

El soldado miró a sus compañeros, estaban mugrientos y heridos. Pero ni uno solo se movió de su puesto, aferrado a su arma. Naim le consulto con la mirada antes de hablar y este por toda respuesta apretó la medalla de Zaida en su mano y asintió.

—Tenéis la sangre de mis hijos en las manos hijos de puta pero no os voy a dar también la de mi hija. Hay batallas que no solo se luchan sin miedo sino también sin esperanza.

A partir de ahí una lluvia de balas los asaltó desde todos los ángulos, y uno a uno fueron cayendo, replegándose y defendiendo cada metro tras ventanas y muros, sabiendo que era imposible ganar y sabiendo que su familia dependía de cada metro y de cada minuto que lograsen resistir.

Finalmente el ejército marroquí tomo al asalto el hospital, entraron por puertas y ventanas como promesas de muerte. El soldado perdió la pistola cuando dos militares saltaron sobre él, se puso a dar cuchilladas, a uno le cortó en el brazo y al otro ni siquiera llego a ver donde le hincaba el cuchillo, el miedo le atenazó en lo más hondo pero no gritó, su hijo podía estar entre esa multitud de ojos que le observaban impotentes, luchó hasta el final, luchó sin fuerzas, luchó sin esperanzas y aún siguió luchando hasta que un golpe le mandó al suelo. Desde allí lo último que vio fue la sangre, su sangre esparciéndose por el suelo, por la medalla atada a su mano y unos ojos verdes que le miraban entre el montón de gente de gente. Unos preciosos ojos verdes de un niño pelirrojo.

Así es como Zaida, mi madre, sobrevivió al genocidio de la marcha verde, y mi padre aún es recordado como uno de los héroes de Smara.

Yo crecí para ver como el mundo ignoró el genocidio y la traición a mi pueblo, fuimos exiliamos al árido desierto donde nada crece y condenados al olvido. Pero nosotros no olvidamos. Nosotros no perdonamos. Son nuestros muertos los que llenan las arenas y resistimos con la fuerza de un pueblo que continua la lucha por su tierra.

Akhnatón Ibáñez.