Capítulo 5

Por primera vez, el calendario mostró el mes de agosto. Era lunes.

Inger Johanne había dedicado el fin de semana a trabajar en el jardín, lo cual le había recordado que deberían de mudarse a un piso. El césped era un cúmulo más o menos plano de musgo y dientes de león. El arriate de tulipanes que daba a la calle tuvo buen aspecto durante una o dos semanas a comienzos del verano. Ahora estaba repleto de plantas y flores que ella desconocía por completo, pero que no eran bonitas. El pasillo de gravilla que conducía a la puerta de entrada desde la calle estaba tan saturado de malas hierbas que consideró seriamente la decisión de asfaltarlo.

Sin embargo, le venía bien estar al aire libre haciendo algo. Algo que le recordara que el mundo no se deja detener, igual que los lupinos asentados junto a la valla hacía unos años y que en ese momento penetraban con alegría en el jardín.

No recordaba haber tenido tanto tiempo libre. Sin niños, sin trabajo y con Yngvar fuera de casa desde las ocho de la mañana hasta muy entrada la noche. Tampoco eran vacaciones de verdad, solo tiempo muerto. Había una incómoda incertidumbre en el hecho de poder hacer lo que quisiera todo el tiempo. No estaba acostumbrada a poder elegir. A cada momento se encontraba sentada en el sofá mirando al vacío sin saber muy bien qué hacer. Eran las doce menos diez y echó un vistazo a los bollos aún calientes. Ese era el único atractivo que tenían. Algo debía de haber pasado con la levadura. Quizás había caducado, cosa que no había comprobado. Lo cierto era que los bollos habían salido diminutos y duros, y habían permanecido unos minutos de más en el horno. Algunos estaban casi negros. Si el Golf estaba de buen humor, le daría tiempo de ir corriendo a la gasolinera Shell de la calle Maridal a comprar otros recientes. Examinó un bollo y lo partió por la mitad. Al menos por dentro era lo suficientemente blanquito. Comprobó que estaban casi crudos en el medio.

Sonó el timbre.

—Mierda —susurró apresurándose a tirarlos a la basura antes de abrir un armario de donde cogió un paquete de galletas que volcó en un cuenco—. ¡Voy! —exclamó—. ¡Ya voy!

Agnes Krogh había llegado unos minutos antes de lo previsto. Tendió con seriedad una mano al abrirse la puerta. Inger Johanne no reparó en ella y se inclinó hacia delante para darle un abrazo a la anciana. Permanecieron abrazadas durante un buen rato; cuando Inger Johanne se retiró, pudo ver que Agnes se esforzaba por no llorar.

—Lo sé —dijo Inger Johanne cogiéndole la mano—. Pase.

Aquella era la mujer en la que Ellen se podía haber convertido. Su cabello claro se había vuelto rubio ceniza con la edad, pero la media melena aún era frondosa. Pesaba unos kilos más que cuando era joven, lo cual le sentaba bien y proporcionaba suavidad a su rostro. Era probable que se hubiera blanqueado los dientes, pensó Inger Johanne cuando se sentaron junto a la mesa del comedor. Agnes sonreía furtivamente, como si quisiera disculparse. Era morena de piel y tenía las mejillas sonrosadas. Era una mujer que se había cuidado, aunque tampoco demasiado.

—Siento molestarte, de veras —dijo ella—. En plenas vacaciones y todo.

—No me molesta. Al contrario. Es un placer volver a verla.

Era verdad. Inger Johanne se alegró por la visita; ya ni siquiera estaba cabreada por la hornada fallida.

—¿Y las niñas? —preguntó Agnes—. ¿Están bien?

—Sí. Se están haciendo mayores. En estos momentos están de vacaciones en Francia. Con Isak.

—¿Las dos?

—Sí. Kristiane no está muy a gusto sin su hermana. Isak es muy apañado para esas cosas.

—Fue mérito vuestro.

—¿Cómo?

Inger Johanne sirvió café para las dos, tomó asiento y acercó a su invitada una bandeja de galletas.

—Lograsteis mantener la familia. Todas aquellas moderneces con los hijos tuyos, los míos y los nuestros.

—Bueno, nos costó. Y tal vez también sea una ventaja que Isak nunca haya tenido más hijos. Además, es una persona muy generosa. Siempre lo ha sido.

—No es tarde para él. Los hombres pueden procrear durante toda la eternidad. Para nosotras, las mujeres, no es tan fácil.

Inger Johanne se esforzó por sonreír y levantó la taza de café.

—¿Quería hablar sobre Sander?

Agnes parecía incómoda y algo nerviosa, como si hubiera pensado que tardarían más en sacar el asunto. No se habían visto desde hacía varios años y, de pronto, se mostró insegura. Parpadeaba repetidas veces. Cogió una galleta y la miró fijamente, sin probarla.

—Sí —dijo por fin—. Torbjørn opina que debemos acudir a la policía. Yo misma siento que eso sería… una traición, de alguna manera. A pesar de que Ellen no quiere saber nada de nosotros, aún sigue siendo nuestra hija. Nuestra única hija.

Volvió a guardar silencio. Dejó la galleta en su plato y presionó la mano derecha contra su pecho.

—He estado muy angustiada. Primero, cuando Ellen escogió casarse con Jon. Jamás he sido capaz de entender lo que vio en él. Podía haberse casado con quien hubiera querido. ¡Con quien hubiera querido!

Aquel repentino arrebato hizo que Inger Johanne rompiera una galleta. Juntó las migas con el borde de la mano con toda la discreción de la que fue capaz.

—Jon tiene muchas cosas buenas —dijo—. Creo que a Ellen le fascinó que él…

Inger Johanne no tenía ni idea de qué había visto Ellen en Jon. Nadie de su pandilla entendía aquella relación. Nadie excepto Yngvar, quien opinaba que era cuestión de tener capacidad de decisión. Ellen estaba acostumbrada a que los hombres hicieran lo que ella quería en todo momento. Jon, en cambio, tomó el mando desde el primer día.

—En cualquier caso no había nada que yo pudiera hacer al respecto —dijo Agnes al quedar en el aire el resto de la respuesta de Inger Johanne—. Tanto Torbjørn como yo hicimos todo lo posible para llevarnos bien con él. Y nos fue bastante bien. Por lo menos al principio.

—¿Y entonces?

—Ya sabes. Los abortos. Ellen y Jon parecían completamente… obsesionados por tener hijos. Yo enseguida sugerí que adoptaran. Eso debió de ser tras el segundo aborto espontáneo. Ellen estaba agotada. Jon se puso furioso.

—¿Furioso?

—Muy arisco, cuando menos. Parecía que aquel había sido un tema de discusión entre ellos, y que él había resultado vencedor en la disputa. Ellen podría haber adoptado un niño. Estoy segura de ello. A pesar de todo, es mi hija y la conozco.

«Si supieras lo poco que, en el fondo, las madres sabemos de nuestros hijos», pensó Inger Johanne.

—Sí —respondió ella a la vez que dejaba caer las migas en su propio plato.

—Después del tercer aborto estaba casi irreconocible. Fue más o menos cuando vendió su clínica dental. No es sano para una mujer adulta, en plena flor de la vida, ir por ahí sin nada que hacer, ya sabes. Se volvió un poco loca, especialmente cuando empezaron a viajar con regularidad a aquella clínica de fertilidad en Finlandia y la atiborraron de hormonas.

—En realidad, ¿por qué vendió su clínica?

Inger Johanne reparó en que nunca le había preguntado el motivo a Ellen; se limitaron a anunciar la venta con un brindis durante una cena, hacía ya muchos años. Tanto Ellen como Jon manifestaron que aquello fue una liberación y que, además, les había dejado una buena cantidad de dinero.

—Fue idea de Jon. Es como si quisiera controlar a Ellen en todo momento. No soportaba que, en el fondo, ella fuera independiente. Difícilmente se hubiera podido permitir la casa de la calle Glad solo por su cuenta, aunque también es demasiado grande. Cuando vendió su clínica, ella se convirtió…, de algún modo, en propiedad de Jon. ¿Entiendes?

Inger Johanne asintió débilmente con la cabeza.

—Pero entonces Ellen se quedó embarazada. Por fin. —La mirada de Agnes se volvió distante—. Todo el mundo se alegró mucho. Jon y Ellen, y nosotros. El embarazo fue fácil y sencillo. Ellen apenas tuvo mareos. Tampoco desprendimiento pélvico alguno, a pesar de su enorme vientre. Sander pesó casi cinco kilos al nacer, ¿lo sabías?

Inger Johanne no tenía ni idea de lo grande que había sido. La primera vez que lo vio tenía seis meses. Asintió con la cabeza.

—En cuanto nació todo volvió a ser muy muy difícil —prosiguió Agnes—. Sander era tan… ¡despierto! —Sonrió furtivamente colocándose el cabello detrás de la oreja antes de levantar la taza de café—. Dormía poco. Muy poco. Tanto Torbjørn como yo intentamos echarles una mano, pero los dos trabajábamos en aquel entonces y eso nos limitaba a la hora de ayudar. Helga, la madre de Jon, también estaba muy dispuesta a echar una mano, pero a su edad todo cuesta más. Ella es veinte años mayor que yo.

—A menudo los bebés resultan agotadores —dijo Inger Johanne—. ¿Quiere decir que Sander ya era diferente en aquel momento?

Agnes pareció reflexionar sobre ello. Sostuvo la taza delante de la boca sin beber y entornó los ojos.

—Sí. En efecto, eso es lo que quiero decir. Aunque solo tengo una hija, soy enfermera, a pesar de todo. Me puse al día con libros relacionados con el insomnio y llegué a la conclusión de que Sander era un niño inusitadamente difícil. Es probable que no ayudara mucho probar una cura tras otra, pues eso confundió bastante al niño.

—Y Ellen quedó agotada.

—Sí. Y está claro que Jon también. Eso lo digo en su favor, aunque ese periodo dejó claro lo beneficioso que fue para él que Ellen ya no tuviera que trabajar fuera de casa. Según tengo entendido, se iba a dormir con frecuencia al cuarto de los invitados.

—¿Cuándo acabó todo eso?

—En sentido estricto, nunca. Es cierto que cuando el crío tuvo alrededor de un año empezó a dormir durante toda la noche, y eso supuso un gran paso adelante. Pero tranquilizarle era todo un espectáculo.

Su desganada risa provocó que Inger Johanne esbozara una sonrisa.

—Jon intentaba agotarle antes de que se fuera a dormir —continuó Agnes—. Jugaban y armaban barullo sin que ello ayudara lo más mínimo. A veces lo único que se podía hacer era meterle en el coche y dar vueltas con él hasta que se quedara dormido. Llevarle de vuelta a casa sin que se despertara se convirtió en un auténtico arte que Jon llegó a dominar muy bien con el tiempo.

—¿Y luego?

—No… —Agnes dejó la taza y empujó el plato un poco hacia el interior de la mesa—. Lo raro era que se comportaba bastante bien cuando venía a nuestra casa. De vez en cuando cuidábamos de él, los fines de semana. Siempre fue un niño intranquilo y despistado hasta que… —Sus claros ojos volvieron a humedecerse—. Hasta que no nos dejaron verle más —añadió en voz baja—. Sin embargo, con el tiempo aprendimos algunos trucos.

—¿Sí? ¿Cuáles?

—Por ejemplo, dejar que dibujara antes de acostarse. Le gusta muchísimo dibujar. Le gustaba, quiero decir. Antes. No sé si…

—Siempre le gustó dibujar —dijo Inger Johanne—. Tengo la impresión de que por todas partes. Según lo poco que vi, lo hacía muy bien.

Pensó en el tenue contorno de los repintados coches del techo de la habitación de Sander. Eran muy detallados y mucho mejor proporcionados de lo que conseguiría llevar a cabo cualquiera de sus hijas.

—Y lo de los peluches —apuntó Agnes—. Por una razón u otra le quitaron el osito de peluche con tres años. Pensaron que los niños no deberían tener esas cosas durante mucho tiempo. Un solemne disparate, ¿verdad? En nuestra casa tenía un conejo marrón al que quería mucho. Si le dejábamos claro que podía dibujar durante una hora antes de mimir y que luego podría irse a la cama con Burre, se portaba bastante bien.

—Una desavenencia en el tema de los peluches difícilmente podría llevar a una ruptura tan dramática como la que se produjo entre ustedes y Ellen —señaló Inger Johanne.

—No. La cosa fue a más. Con el tiempo. Empezamos a percatarnos de que Sander a veces venía a nuestra casa con pequeñas… —vaciló, como si no supiera muy bien qué palabra emplear— lesiones.

Inger Johanne no dijo nada durante el silencio que siguió.

—Un ojo morado —continuó Agnes tras algo semejante a una pequeña eternidad—. Una hinchazón por aquí, un hematoma en el brazo o en la pierna por allá. De vez en cuando tenía pequeñas quemaduras. Nada importante. Al principio le quitábamos trascendencia. Como ya sabes, Sander era muy activo. No teníamos mucha experiencia anterior con niños, y aunque todavía no le habían diagnosticado TDHA, entendíamos que era un niño inusualmente activo.

Jack se había tumbado entre ellas debajo de la mesa. Su hocico descansaba sobre el pie de Inger Johanne. Debía de haber comido algo que no le había sentado bien, puesto que el olor que desprendía a intervalos irregulares se estaba haciendo casi insoportable.

—Lamento lo del perro —dijo Inger Johanne levantándose para abrir la ventana más próxima—. Está muy mayor ya. Todo un vejete. Jack, vete al dormitorio. ¡Al dormitorio!

Era la única orden que, alguna vez, obedecía. Implicaba acceso libre a la cama prohibida. Se levantó y cruzó el salón arrastrando las patas y dando coletazos con el rabo bajo.

—¿Ha hablado con Ellen sobre este tema? —preguntó Inger Johanne sentándose de nuevo.

—No. No hasta después de un tiempo. Simple y llanamente, la idea de que algo pudiera ir mal de verdad no se nos pasó por la cabeza; la idea de que Sander, nuestro propio nieto, iba a ser… ¿Quién piensa en algo así?

Gesticulaba mirando fijamente a Inger Johanne.

No se produjo ninguna respuesta. Ella suspiró y prosiguió:

—Pero con el tiempo no quería volver a casa. Es decir, después de venir a visitarnos los fines de semana. A veces también cuidábamos de él los días entre semana y quería ir a la guardería. Pero el domingo por la noche, después de pasar el fin de semana con nosotros, parecía muy triste por tener que marcharse.

—No es raro que los niños disfruten a lo grande en casa de sus abuelos —dijo Inger Johanne con una pequeña sonrisa—. Ragnhild puede armar un auténtico espectáculo si se lo está pasando genial en casa de mi madre. Hace poco gritó durante todo el camino de regreso a casa, como una posesa, porque tuve que recogerla antes de que ella y su abuela hubiesen terminado de resolver un enorme puzle.

Agnes no le devolvió la sonrisa.

—Creo que sé lo suficiente sobre niños para separar el grano de la paja en este tema.

—Por supuesto.

—Aquello era otra cosa. Creo que se negaba a ir a casa porque tenía miedo a algo. ¡Al… maltrato! Bueno, ya lo he dicho.

Inger Johanne sintió una creciente irritación que no pudo explicar bien. Pensó que se trataba de una reacción ante la actitud recurrente de Agnes, con sus ojos suplicantes, con sus breves coletillas, como si quisiera asegurarse de que ella estaba de acuerdo en todo lo que decía. Ahora se daba cuenta de que aquella situación le desagradaba, simple y llanamente. Agnes apenas podía ser considerada una persona objetiva a la hora de evaluar a Ellen, y menos aún a Jon. La ruptura de hace tres años había sido absoluta. Fuera cual fuera la causa, no tenía motivos para pensar que Ellen no había tenido sus buenas razones. Encontrarse con Agnes le había parecido una buena idea para pasar un rato agradable, aun a sabiendas de que tenía una terrible sospecha. Con toda probabilidad, la sospecha no estaba justificada. Inger Johanne pensó antes de aquel encuentro que podría consolarla. Quería asegurarle que Sander había estado bien y que su muerte fue un accidente trágico del cual nadie era responsable.

Estaba dispuesta a escuchar las preocupaciones de la anciana, pero aquello empezaba a sonar a difamación.

—Entiendo que estén destrozados por lo sucedido —dijo—. También lo están Ellen y Jon. Aun así, creo que esa clase de acusaciones son muy graves. Si estaban tan preocupados, ¿por qué diablos no dieron aviso? ¿Qué sentido tiene venir con esa clase de afirmaciones ahora que Sander ha muerto? ¡Ni siquiera tienen idea de la clase de vida que llevaba los últimos años! —Inger Johanne se percató de que hablaba demasiado alto. Estaba enfadada e intentó amortiguar su impetuoso ataque acercando de un empujón la bandeja de galletas a su invitada—. Sírvase.

—Te voy a enseñar algo —dijo Agnes, inexpresiva.

—¿Cómo?

La mujer sacó un teléfono móvil de su bolso de mano. Era un teléfono inteligente, un HTC de los primeros modelos. Inger Johanne recordó que Yngvar había tenido uno de esos, pero hacía varios años.

—Hemos guardado esto —confesó Agnes—. Es de cuando vinieron a recoger a Sander la última vez que estuvo en casa con nosotros. Fue lo que le enseñé a Ellen, lo que hizo que nunca quisiera volver a saber nada de ninguno de nosotros.

La voz había perdido por completo su solícita suavidad. Cuando encendió el móvil y comenzó a teclear hasta encontrar lo que Inger Johanne supuso debía de ser una fotografía, su rostro había adquirido un gesto rígido, casi autoritario. Los labios estaban tensos, y los músculos de la mandíbula desvelaban que apretaba los dientes con un ritmo regular e intenso.

—Ten —dijo colocando el teléfono sobre la mesa.

A Inger Johanne no le apeteció cogerlo.

—¿No te atreves a mirar? —preguntó Agnes.

Al fin, lo tomó, a regañadientes.

No era una fotografía. Era un vídeo. Lo escuchó antes de verlo: oyó a un niño gritando. Cuando logró coger el teléfono, comprendió que las imágenes eran peores que el sonido. Desde un punto de vista técnico, la filmación era pésima, las imágenes se movían. La habitación en la que se desarrollaba la escena era demasiado oscura, aunque no lo suficiente.

Aquello no era una simple rabieta. Aquel arrebato de un Sander de poco más de cuatro años estaba muy alejado de los típicos berrinches infantiles causados por el cansancio nocturno, como los que Ragnhild tenía a esa edad, cuando arqueaba todo su cuerpo presa de la cólera por no salirse con la suya.

Aquello era angustia. El vídeo terminaba con una silueta adulta que agarraba al niño y lo sacaba de la habitación antes de desaparecer.

—¿Me crees ahora? —preguntó Agnes; a continuación, cogió una galleta y se la comió.

Henrik había regresado a su primer despacho. Dos torres de expedientes llenaban el extremo izquierdo del escritorio. En el derecho había un montón bastante menor de casos que consideraba concluidos. No había aumentado especialmente a lo largo del día.

Cuando comenzó su sustitución de verano, le resultaron bastante divertidos los casos relacionados con el tráfico. La gente daba las explicaciones más insólitas por haber infringido las reglas de tráfico. Unos pocos se ponían furiosos con solo pensar que podían perder el carné de conducir, pero la mayoría prefería la estrategia inversa: hacer la pelota, engatusar, llorar y lamentarse. Al parecer, perder el carné de conducir era para muchos peor que la cárcel o tener que pagar unas cuantiosas multas. Henrik los comprendía bien. Él había crecido en un pueblo donde apenas había conexiones de autobús. Uno se sentía como un mierdecilla dependiente de los padres hasta el día que cumplía los dieciocho y la DGT le declaraba adulto.

Ahora se aburría.

En el fondo, todos los casos eran muy similares. Además, se trataba, por lo general, de gente bastante corriente: auditores, profesores, fontaneros y ancianos que ya no eran capaces de leer las señales.

Henrik no quería dedicar su carrera a hacerle la vida imposible a la gente normal. Quería perseguir los delitos de los criminales. Aquella semana escasa en la que había podido husmear en un caso de verdad le había recordado por qué quería ser policía desde un principio. Quería velar por el cumplimiento de la ley y el orden, y proteger a las víctimas indefensas. Cuando con doce años decidió ser detective, no se imaginó aquello.

Abrió con desánimo un expediente.

Un hombre de cincuenta y cuatro años pillado en un control de radar a 147 kilómetros por hora en la E6, a la altura de Alnabru. Algo bastante grave tratándose de una zona en la que no se permitía circular a más de 100 kilómetros por hora, pensó Henrik girándose hacia el ordenador para redactar una citación para un interrogatorio. Una infracción de ese tipo podría ser motivo suficiente para poner a aquel tipo entre rejas.

Sonó el teléfono fijo. Henrik lo observó durante un instante antes de levantar el auricular. Carraspeó intentando fingir una voz más grave.

—¡Agente de policía Holme!

—Hola —dijo una voz al otro lado—. Me llamo Elin Foss. Me has pedido que me ponga en contacto contigo.

La profesora de apoyo de Sander, recordó Henrik de inmediato. Había un débil eco en la línea; tras su voz se oía un fino y desagradable pitido.

—¡Sí! Pues… Parece como si estuvieras muy lejos.

—Así es. En Australia. Siento no haberte llamado antes, pero quería esperar a poder telefonear desde un fijo, desde casa de unos amigos. Estoy de vacaciones y llamar desde el móvil es muy caro, y…

La voz desapareció entre desagradables sonidos.

—¿Oiga?

—Estoy aquí —repuso ella casi gritando—. Dijiste que se trataba de Sander Mohr. ¿Qué le pasa?

Henrik no supo muy bien qué contestar. En el mensaje que le había dejado en el contestador tras su visita a casa de Haldis Grande no dijo nada de que Sander hubiera muerto. No parecía correcto comunicarlo en un breve mensaje de voz. Elin Foss había sido la profesora de apoyo de Sander durante varios años y tal vez sintiera cariño por el chico. En realidad no debía estar hablando con ella en absoluto. Debió remitirla al nuevo investigador. Sander Mohr ya no era asunto suyo.

—Ya que estás en casa de unos amigos, quizá tengas acceso a Internet —dijo él en voz alta.

—Sí.

—¿Tienes un ordenador y tienes instalado Skype?

—¡Sí, a ambas cosas!

Se produjo un fugaz y desagradable retraso en la línea.

—¿Me puedes dar tu nombre de usuario de Skype y después te conectas? Creo que será mejor para los dos.

—Elinfossekall —apuntó ella, que lo tuvo que deletrear dos veces.

Henrik colgó el teléfono y abrió su portátil. Tardaron dos minutos en establecer contacto. Elin Foss no era ni de lejos tal como se la había imaginado.

—Hola —dijo él débilmente.

—¡Buenas! —contestó la mujer.

Henrik imaginaba que las profesoras de apoyo en la enseñanza pública eran jóvenes no cualificadas. El hecho de que estuviera de viaje en Australia confirmaba su idea de que Elin Foss tendría unos veintitantos años, que llevaría el pelo teñido de negro y, tal vez, un piercing en la nariz y un tatuaje en el cuello.

—Estoy un poco ansiosa por saber de qué va esto. —Sonrió mirando directamente a la cámara—. ¡No estoy acostumbrada a hablar con la policía!

Tenía el cabello entrecano recogido en una especie de moño. Era difícil determinarlo, puesto que él la veía de frente. Era risueña y delgada, y tenía como mínimo cincuenta años. Quizá más. La imagen no era de la mejor calidad, pero creyó ver signos evidentes de que aquella mujer estaba bien entradita en años. La nariz era alargada, un poco encorvada y muy afilada, puesto que la sombra de la lámpara colocada a su lado dividía el puente de la nariz como un cuchillo. Llevaba una camiseta rosa de tirantes en la que Henrik percibió unos brazos algo flácidos. Además, lucía un notable bronceado y la piel que se le extendía desde el cuello hasta el profundo escote era irregular y estaba repleta de manchas propias de la vejez.

—¿Ahora no es invierno en Australia? —preguntó él.

—Estoy en Cooktown. —Ella sonrió—. En el norte. Para nosotros, los noruegos, esto es pleno verano.

De repente se llevó a la boca una mano alargada con las uñas cortas.

—¿Esto tiene que ver con los atentados terroristas? Todos mis familiares me han mandado mensajes y no creo que conozca a nadie que…

Sus ojos se dilataron al acercarse un poco más a la cámara.

—Pues no —respondió Henrik rápidamente—. ¡Para nada! —Bajó la mano suspirando con fuerza—. Como ya he mencionado, se trata de Sander Mohr —continuó Henrik—. Ha muerto.

Elin Foss no reaccionó. En absoluto. Se quedó totalmente quieta mirando a la cámara con una pequeña y aliviada sonrisa.

—¿Estás ahí? —preguntó Henrik, gesticulando un poco con la mano colocada delante de la cámara.

—¿Qué has dicho?

—¿Estás ahí?

—Sí. Pero ¿qué has dicho antes de eso?

—Que Sander Mohr ha muerto.

Continuó totalmente quieta. Parecía que la imagen se había congelado. Henrik iba a comprobar una vez más la conexión cuando ella se puso ambas manos delante de la cara.

—No es verdad —dijo medio sofocada—. No puede ser verdad.

—Sí. Lamento tener que comunicártelo de esta manera.

De repente apartó las manos de su cara y golpeó la mesa que tenía delante. Debió de chocar un poco con el ordenador portátil, porque la imagen se agitó con fuerza.

—Déjame adivinar —dijo con voz excesivamente alta—. ¿Se cayó de un árbol? ¿O fue de la bici? ¿Se cayó por una puta escalera o algo así?

Henrik pensó que, para estar tan entradita en años y ser una empleada de la enseñanza pública, su lenguaje era bastante rudo.

—Se cayó de una escalera desplegable que había en su propio salón. En su casa, quiero decir.

La mujer empezó a llorar. Volvió a esconder el rostro entre las manos y se inclinó hacia delante, de tal modo que Henrik solo podía verle la parte superior de la cabeza. En ese momento pudo comprobar que, en efecto, llevaba un anticuado moño de pelo canoso cogido con unas horquillas.

—Lo siento de veras —dijo él intentando hallar algo más que decir.

—¡Joder, joder, joder! —Resopló y se levantó de repente de la silla—. ¡No puedo creérmelo! —exclamó.

Se le soltó una horquilla; un grueso mechón de cabello cayó sobre una de sus orejas.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Henrik.

—¡Ese niño llegaba al colegio con lesiones cada dos por tres! Si no era un ojo morado, era una fractura de brazo. O un pie con el que apenas podía caminar. O quemaduras en los brazos, una muñeca hinchada… ¡Dios mío! Aunque Sander tenía TDHA, ¡cualquier persona sensata podía entender que no todo era tan perfecto como parecía en aquel palacio de la calle Glad!

—Ahora no sé si te estoy entendiendo…

—Sander Mohr no estaba bien en casa, ¡te lo juro! Allí sucedían cosas que…

Elin Foss le recordaba a una vieja hippie. Incluso llevaba el símbolo de la paz alrededor del cuello. Empezó a calcular la edad que debía de tener para haber sido una jovencita durante la verdadera época hippie. Alrededor de los sesenta. De hecho podría encajar, pensó. Flores, paz y tarta de crema para todos; amor a los niños y, por decirlo de una forma suave, un lenguaje pintoresco. Por otro lado, parecía bastante irascible. Tal vez se tratara de una vieja y marchita camarada del Partido Comunista de los Trabajadores…, de las que aún no habían perdido la fe.

En ese momento respiraba con dificultad, con la boca abierta. Henrik aprovechó la ocasión:

—Te refieres a que, de algún modo, fue objeto de…

—¡Sí! —sollozó ella—. No todas las lesiones que sufrió ese niño fueron accidentales. ¡Me apuesto todo lo que quieras! No es que tenga mucho, pero, aun así… Nunca pensé que diría esto a la pasma, pero alguna vez tiene que ser la primera: ¡no dejes que ese tipo se te escape! ¡No dejes que el padre de ese niño te enrede para librarse de haber…!

—Espera un momento —la interrumpió Henrik levantando la mano derecha—. ¿Quieres decir que sospechabas desde hace tiempo que Sander era víctima de maltrato?

—Sí. ¿Conoces a su padre?

La mujer dejó de llorar al fin.

—Pues sí —respondió, y asintió con la cabeza—. Pero yo…

—Un tipo desagradable. Sombrío. Huraño. Yo le caía fatal. Aunque tengo una buena relación con Ellen, él intentó deshacerse de mí varias veces.

—He hablado con Haldis Grande y ella no dijo nada de que intentaran deshacerse de ti. Al contrario, afirmó que los padres habían peleado mucho para conseguirle a Sander una profesora de apoyo.

—¡Sí, para conseguir una profesora de apoyo! ¡Pero cuando me consiguieron a mí fue otro cantar! Además… —Intentó colocar el mechón suelto detrás de la oreja—. Haldis Grande —dijo, desanimada.

—Sí. ¿Qué pasa con ella?

—Que piensa demasiado bien de la gente. Es la persona más bondadosa del mundo. Es increíblemente buena con los niños. La quieren mucho. Sander también. Haldis es enorme, apacible y cariñosa. En realidad es más cuidadora que profesora. En mi opinión, eso no tiene importancia en educación primaria. A los niños les viene bien. Lo único que se les puede achacar a las personas como Haldis Grande es que son… ingenuas. Demasiado ingenuas.

—¿Hablaste alguna vez con ella sobre tu sospecha?

—Eso no tenía sentido alguno. Haldis y yo somos casi de la misma edad, pero muy… diferentes, podría decirse.

Henrik asintió con la cabeza y tragó saliva.

—La gente como Haldis cree en el sistema —prosiguió Elin Foss con algo de despecho en la voz—. Ella cree que las cosas funcionan. Cree en el Partido Laborista, en la jerarquía en la escuela y en el 17 de Mayo. Cree en… —Puso los ojos en blanco exageradamente y se golpeó la frente—. ¡El terrorista ese, por ejemplo! Estoy segura de que Haldis en el fondo opina que, en realidad, no es un malvado ni un enfermo mental. No comprende que esto tenía que pasar en la medida en que permitamos que los putos racistas se expresen por doquier. Seguro que cree que el tipo no habrá recibido suficiente amor durante su infancia. Que habrá sido ignorado.

El propio Henrik había tenido en secreto ese tipo de pensamientos.

—¿No sería lo natural hablar con ella sobre una sospecha tan grave?

—No.

—¿No?

—No la conoces. Yo sí.

Henrik sintió que su fascinación por aquella roja de avanzada edad iba en rápido descenso. Si decía la verdad y había estado convencida de que algo iba mal en la familia Mohr, no solo era reprochable que nunca hubiera dado aviso al respecto…, sino que, directamente, era un delito.

—Por eso hice caso omiso de ella —dijo Elin Foss—. Acudí directamente al director.

Henrik carraspeó e inclinó la cabeza hacia un lado.

—¿Eh? —soltó él.

—Acudí al director.

—¿Con qué?

—Con un mensaje escrito en el que expresaba mi preocupación. Dos veces. La primera vez hace aproximadamente un año y medio, en torno a las Navidades del año 2009. Luego esta primavera. Sander llegó al colegio con el brazo escayolado. Debió de haber sido hacia el mes de abril, más o menos. Cuando le pregunté qué había pasado, le quitó importancia; se encogió de hombros, como siempre.

—¿Cómo…? ¿Qué dijo?

—No lo recuerdo bien. Ah, sí… —Se humedeció los labios. La transferencia de datos retrasó todos los movimientos haciéndolos lentos. Al ver aquel pausado gesto, Henrik también se lamió los labios, inconscientemente—. Meras bagatelas —dijo ella—. Decía eso a menudo. Meras bagatelas.

—¿Y qué hizo el director?

—Nada. Ni una mierda.

—¿Estás segura?

Encogió sus hombros desnudos e intentó sujetar el mechón suelto. Cuando levantó los codos, Henrik se percató de que no se depilaba las axilas. Intentó respirar con calma al recapitular:

—¿Así que el director recibió dos mensajes escritos que manifestaban la preocupación de uno de sus empleados y no hizo nada de nada?

—¡Lo primero que debería haber hecho era hablar conmigo! No supe ni jota. Así funcionan las cosas, ya sabes. El director de escuela más cobarde de la Tierra no va detrás de un hombre como Jon Mohr. Un hombre con cierta posición. Nadie corre detrás de un tipo así. Así es como funciona el sistema, ¿verdad?

Le echó una mirada desafiante antes de soltarse todo el pelo con un movimiento de cabeza suave y circular. Después miró sorprendida su propia pantalla. Estaba vacía.

Henrik ya estaba saliendo por la puerta.

—En realidad, Sander y Kasper nunca fueron íntimos —dijo Marianne Kaspersen sirviendo más cantidad de un té con un olor tan intenso a fresas que llenaba toda la habitación—. No eran muy amigos, la verdad. Kasper tiene otros compañeros de clase mucho más cercanos, pero como Ellen y yo somos viejas amigas, al final no me pareció bien negarme.

—¿A qué? —preguntó Inger Johanne.

—A que nos visitara de vez en cuando. No con frecuencia. Tal vez una vez al mes. Al fin y al cabo iban a la misma clase y los padres de los niños tenemos bastante contacto. Pero ¿con qué frecuencia? —Entrecerró los ojos ligeramente, como si estuviera reflexionando—. Sí. Más o menos, una vez cada cuatro semanas.

Kasper Kaspersen, de ocho años de edad, sonreía a Inger Johanne desde una inmensa fotografía colgada en la pared, por encima del sofá del chalé de la calle Kapell. Estaba con sus dos hermanas mayores, todos igual de rubios y con los mismos ojos azules, en una especie de gimnástico simulacro de juego con un fondo blanco como la cal, con las piernas y los brazos estirados en todas las direcciones y mirando directamente a la cámara. Entre los tres había un schnauzer enorme con la boca abierta, la lengua rosada y la cabeza ladeada. Una de las chicas llevaba un gato negro sobre el hombro. Inger Johanne sintió una vaga aversión al cuadro que mostraba un idilio artificial que, con toda probabilidad, se esfumaría caóticamente al segundo de haber tomado la fotografía.

—¿Qué quieres decir con que eran muy distintos? —preguntó ella.

Marianne moqueó ligeramente y colocó una servilleta bajo la nariz.

—Alergia a la artemisa —dijo ella—. Cada año estoy peor. Mi hermana, la que está casada con un musulmán, lo pasa fatal. Con la artemisa, quiero decir. ¡No con el musulmán!

Rio con aquella risa con la que se enfrentaba a todo y a todos. Marianne era la chica menos aplicada de su clase en el instituto, al límite de lo que Inger Johanne consideraba, en su fuero interno, una lerda. No obstante, Marianne siempre había sido importante en la pandilla de Ellen en aquel entonces, cuando esta aún se llamaba Ellen Krogh y era feliz. Marianne aceptaba la vida según le venía. A trancas y barrancas logró aprobar los exámenes del instituto, principalmente gracias a su encanto, y a los veintitrés años se casó con un electricista emprendedor. El matrimonio parecía inquebrantable y Thor Kaspersen continuó tratando a Marianne como si fuera de vidrio artesanal. Sus dos hijas ya eran adolescentes, mientras que Kasper había llegado como una especie de postre para la vida conyugal, causando gran alborozo en toda la familia. El niño era encantador, aplicado y muy guapo. Las hermanas también. A los tres les había tocado el gordo en la lotería de los genes: el aspecto físico de su madre y la ágil cabeza y las habilidosas manos de su padre.

Marianne se refería a su cuñado como «el musulmán», e Inger Johanne se hubiera tomado de otra forma esa apelación si hubiera venido de otra persona, pero ahora sonreía y meneaba la cabeza ligeramente.

—¿En qué consistía esa diferencia entre ambos? —repitió—. Entre Sander y Kasper…

—En diez kilos. —Marianne rio entre dientes antes de ponerse súbitamente seria haciendo una dramática mueca con sus ojos dilatados—. ¡Disculpa! Estoy de broma. Kasper es bastante pequeño, como sabes, y Sander era bastante… grande.

—Sí —asintió Inger Johanne—. Era un niño grande y robusto. Pero no me refiero a eso exactamente.

—Kasper es más… tranquilo. Quiero decir, es un niño y todo eso, bien lo sabe Dios. Kjerstin y Karina eran mucho menos activas a su edad. Es buen futbolista, le gusta el juego salvaje. Pero con Sander, de algún modo, todo era diferente.

Inger Johanne advirtió que casi todo en aquel salón era en realidad azul. Las paredes eran blancas, con algunos elementos en rosa pálido, como los de un cojín o una vela, pero los sofás eran de un color azul frío y estaban separados por una mesa de cristal colocada sobre una alfombra azul celeste. Sobre la mesa del comedor colgaba una lámpara azulada y los tres óleos de las paredes estaban compuestos por varios tipos de matices, desde el azul ultramar hasta un color azul claro y transparente. Incluso la ropa que los niños llevaban en la sobredimensionada fotografía era azul con todos sus matices diferentes. Marianne trabajaba a tiempo parcial como ayudante de enfermería y, obviamente, tenía mucho tiempo libre.

—Sigo sin entender en qué consistía la diferencia —dijo Inger Johanne mientras cogía una botella de vidrio de agua mineral Farris—. Los niños de esa edad son bien distintos, ¿no? En todos los aspectos. Intento captar lo que verdaderamente… caracterizaba al niño. No me refiero a que fuera ruidoso. Muchos niños lo son. Tampoco a que fuera tan activo. Tampoco es el único. Pienso más en…

Se sirvió agua de Farris en un bonito vaso azul mientras reflexionaba.

—Era como si constantemente pusiera a prueba a los adultos —dijo de repente Marianne.

Inger Johanne alzó la mirada.

—¿Y?

—Todos los niños necesitan de vez en cuando alguna reprimenda —dijo Marianne—. Los míos también, evidentemente. En particular Kasper. Siempre se habla de cómo los niños desafían los límites, pero yo he llegado a la conclusión de que, en realidad, solo los están buscando. ¿No crees? Si los límites están muy claros, los niños, en general, se portan bien. Sander parecía querer ir cada vez más allá…, pero siempre mirando de reojo al adulto, o los adultos, que había cerca. Era como si nunca supiera dónde estaba el límite. Tenía un poco de… nervioso. ¿Entiendes?

—¿Como si estuviera asustado, quieres decir?

—No sé si asustado exactamente, pero, por lo menos, desconcertado. Como si los límites de su vida a veces estuvieran aquí… —señaló un punto en el aire con la mano derecha— y otras veces allá.

La mano izquierda dibujó una línea en otro punto diferente.

—Para nada es mi intención criticar a Ellen y a Jon, pero no debió de ser fácil para Sander. Y su comportamiento resultaba algo confuso para los demás niños. Al menos lo fue para Kasper. Simplemente le resultaba un poco agotador pasar el tiempo con Sander.

Inger Johanne toqueteó un cojín del sofá. Hacía una eternidad que no se sentía tan desorientada. La semana anterior, la abuela paterna de Sander había intentado contratarla como detective para demostrar que el padre no había matado al niño. Aquel mismo día, la abuela materna había querido que demostrara lo contrario. Además, alguien le había mandado un mensaje anónimo para engancharla al caso. No tenía la menor idea de quién podía ser. Apenas había pensado en el SMS antes de que Agnes Krogh abandonara la calle Hauge e Inger Johanne tuviera finalmente la sensación de que debía hacer algo.

Desde aquel fatídico viernes, hacía ya diez días, había intentado establecer la mayor distancia posible entre el destino de Sander Mohr y el suyo. Hasta aquel día no se dio cuenta de que era imposible. No podía olvidar el vídeo que le había mostrado Agnes. Al menos su sonido. Después de verlas por segunda vez, las imágenes no resultaron tan malas. El niño había cogido un berrinche inusual. Se había tirado al suelo, poniéndose pesado y rebelde. Coger y llevárselo no era necesariamente algo malo.

No obstante, sus gritos eran insoportables.

Sander era un niño al que ella había conocido, aunque no muy bien, y existían demasiados puntos de contacto entre los dos como para darle la espalda. La falta de claridad respecto al accidente la atrajo hacia él. Y, de algún modo, se sintió más cerca de Sander. Yngvar e Inger Johanne se conocieron hacía más de diez años durante una investigación policial de la que ella se empeñó tenazmente en no formar parte. Desde entonces siempre se resistía cuando él, con indirectas, la invitaba alguna tarde que otra a compartir unos misterios de los que no quería saber nada.

Sin embargo, jamás fue capaz de resistirse.

Esta vez estaba completamente sola. La aversión había aumentado. Había tardado más tiempo.

Hablar con Marianne había sido un impulso, tal vez relacionado con alguna intuición y, por tanto, nada desdeñable. De una manera u otra, tenía que acercarse a Sander para conocerle mejor. A sus ojos seguía siendo un crío grandote y temerario. Ningún niño era poca cosa, y por algún sitio tenía que empezar.

—Pero dibujaba increíblemente bien —dijo Marianne de repente.

—Eso tengo entendido.

—Tienes que ver esto. Solo un momento.

Marianne se levantó y salió del salón. Inger Johanne vació el vaso de agua con gas e intentó acomodarse en el sofá. Le dolía la espalda después de las labores de jardinería del día anterior. Le preocupaba el leve dolor de la zona lumbar.

—Mira —dijo Marianne con una sonrisa mientras volvía a sentarse antes de extender sobre la mesa un dibujo de gran tamaño—. ¿Has visto alguna vez algo tan bonito? Sander lo dibujó el otoño pasado. Debí dárselo a Ellen, pero al final se quedó por aquí. Ya sabes cómo es.

El papel era del formato A3. Inger Johanne lo colocó sobre su regazo y se puso bien las gafas.

Sander había dibujado un dormitorio en un recuadro grande situado en medio de la hoja. Sobre una amplia cama de matrimonio con sábanas rojas se veía sentado a un niño rubio y sonriente. Junto a la cama había unas mesillas de noche, dibujadas con tal detalle que incluso mostraban un despertador digital con números rojos, la figura de un barco y un par de libros. Sobre la cama había colgado un cuadro con una ballena sumergiéndose y cuya amplia cola se extendía fastuosamente sobre el agua formando una cascada de gotas.

—Increíble, ¿no?

Marianne sonrió y se inclinó hacia delante con la cabeza ladeada, como si no se cansara de mirar aquel hermoso dibujo.

—Sí —murmulló Inger Johanne—. Es… maravilloso.

El niño que aparecía en el dibujo llevaba un peluche en sus brazos. Era verde y tenía pinta de ser un cerdito. Aunque el cuadro tenía la inconfundible impronta de un dibujo infantil, había algo insólito en las perspectivas. El dibujo no era plano ni unidimensional. Los libros de la mesilla de noche yacían en posición horizontal, con una visión tridimensional que, según Inger Johanne, no era propia de un niño de siete años. Incluso la cama tenía profundidad; Sander la había dibujado en primer plano, mayor que el fondo cercano a la pared.

—Incluso ha dibujado a Batman —apuntó Marianne inclinándose aún más sobre la mesa para apuntar con el dedo—. Decía que ese era su pijama favorito.

Inger Johanne asintió, ausente.

Dejó de examinar la escena del dormitorio. Le llamaba más la atención el marco. En torno al cuadro ligeramente rectangular se desplegaba un campo negro de unos ocho o diez centímetros de amplitud. Sander había pintado por aquí y por allá con tanta fuerza que había llegado a perforar el papel.

—Debe de ser una especie de cielo nocturno —dijo Marianne al ver el dedo índice de Inger Johanne acariciando con cautela la franja negra—. ¿Ves las perforaciones? Seguramente sean estrellas. Al menos eso parecen cuando lo cuelgas en una pared blanca.

Se reclinó, colocó una pierna sobre la otra y dobló las manos alrededor de las rodillas.

—Debo dárselo a Ellen y Jon. Tal vez no ahora, sino una vez transcurrido algo de tiempo. Sander era un verdadero artista. Ya sabes lo que dicen: los artistas a veces están un poco… ¡chalados! ¡Tal vez el mundo haya perdido un futuro Edvard Munch! ¡Uf! No quería…

Inger Johanne no la escuchó. Continuó dejando que los dedos recorriesen el grueso trazo alrededor del dibujo. Parecía que había empleado diferentes lápices de colores. El tacto viscoso delataba el empleo de ceras, pero en la parte pintada de negro se hallaban muchos trazos aún más oscuros, finos y violentos, como realizados por un rotulador fino o un bolígrafo. Podía ser de las dos cosas. Sander había empleado todo el color negro que tenía a su alcance, como si le resultara imposible lograr que el marco en torno al agradable dormitorio deviniera lo suficientemente lúgubre y oscuro.

—Ellen y Jon tendrán un montón de dibujos de Sander —dijo sin alzar la mirada—. ¿Me lo podría quedar?

—¿Tú? ¿Por qué? No conocías muy bien a Sander. Tú misma has dicho que solamente le veías una o dos veces al año.

—Aun así me gustaría tenerlo. Dentro de un tiempo se lo daré a Ellen. ¿Te parece bien?

Marianne se encogió de hombros.

—Ya que insistes tanto. —Sonrió—. Pero ¿para qué lo quieres?

Inger Johanne se levantó del sofá haciendo una mueca provocada por los dolores de espalda.

—Solo quiero mirarlo con más detenimiento.

Se llevó el dibujo al pasillo con la esperanza de que Marianne se olvidase de él al cabo de diez minutos. El cuadro de Sander la conmovió como no habían logrado ninguna de las abuelas del niño.

—¿Crees que podremos organizar más adelante la cena para recordar viejos tiempos? —preguntó Marianne en voz alta—. Sería divertido que todas las chicas nos reuniésemos de nuevo.

Inger Johanne la oyó cuando bajaba por el pavimentado acceso al aparcamiento, pero hizo como si nada. El schnauzer, atado a una cuerda situada entre el asta de la bandera y la casa, le ladró con rabia hasta que se metió en el coche y se marchó a casa.

—He oído el rumor de que eres un artista con las maquetas. ¿Es cierto?

Henrik sospechó que se trataba de una pregunta trampa y no contestó. Intentó con tenacidad permanecer quieto. Su hermana le había dicho que parecía aún más infantil cuando se retorcía en la silla. Además, tenía la mala costumbre de hacer temblar el muslo derecho cuando estaba nervioso. En este momento, toda su autodisciplina se centraba en mantener la calma. Había algo aterrador en la voz de Tove Byfjord. Era tenue y controlada, pero con un tono afilado que le provocaba ardores y le daba ganas de mear. Probablemente estaba furiosa.

Lo mejor era no decir nada de nada hasta que no tuviera más remedio.

—¿Es correcto? —repitió ella.

En ese momento no tuvo más remedio.

—Sí. Bueno. Soy bastante habilidoso.

Su boca esbozó algo que, al parecer, iba a ser una sonrisa. Sus pequeños y afilados dientes le hacían parecer un pez voraz y el muslo derecho de Henrik comenzó a temblar descontroladamente.

—Dime un ejemplo de algo que hayas construido.

Henrik carraspeó y tragó saliva.

—Justo ahora estoy con el Taj Mahal —susurró él.

—¿Cómo?

Tove Byfjord colocó los brazos sobre el escritorio y se apoyó sobre ellos.

—¡El Taj Mahal! —repitió Henrik con voz más alta—. Una obra maestra india del siglo XVII construida por…

—¡Sé muy bien lo que es el Taj Mahal! Todo el mundo lo sabe. ¿Cómo lo construyes?

—¿Que cómo lo hago? Bueno…, primero necesito muchas fotografías muy detalladas, desde todos los ángulos. A poder ser, también una vista aérea.

Tove Byfjord, irritada, sacudió la mano.

—¡Está claro que entiendo que necesitas saber cómo es algo si vas a hacer una copia de ello! Lo que quiero saber es qué haces cuando comienzas la construcción.

Henrik no pudo entender qué tenía que ver su hobby con el caso de Sander Mohr. Había ido a ver a Byfjord para hablarle de la conversación con Elin Foss. La fiscal cerró la puerta, hizo que se sentara en la silla de un empujón y se quedó escuchando durante un largo rato sin decir palabra. De repente salió con aquella pregunta sobre sus maquetas.

Aquello le aterró más que si le hubiera echado una bronca. Era justo lo que esperaba y para lo que se había armado de valor. No lograba entenderlo. Se sentía al borde de un ataque de ansiedad y pánico. Había transcurrido demasiado tiempo desde la última vez que tuvo que buscar en su memoria todas las estrategias, reglas, ejercicios de respiración y diversos trucos que había practicado durante toda su adolescencia para evitar este tipo de ataques o, al menos, aplacarlos.

—Necesito una lámina sobre la que poder construirlo todo.

Apenas le salía la voz.

—Y un lugar donde pueda estar tranquilamente durante muchos meses mientras trabajo con la maqueta.

Byfjord asintió.

—Luego dibujo un boceto con las proporciones exactas. En el boceto tengo que elaborar el armazón. Un soporte para las fachadas, por decirlo de algún modo. Hay que hacerlo de manera muy sistemática, pues cuando se montan las fachadas es importante que las ventanas no se… —Miraba fijamente a la mesa mientras hablaba, pero el silencio de aquella mujer le hizo alzar la mirada un instante—. ¿Se refiere a eso? Lo que hago cuando…

—Limítate a continuar.

—Una vez terminada la maqueta, las ventanas han de… Al mirar por las ventanas o por otros orificios de las fachadas el armazón debe permanecer oculto.

—Así pues, ¿eso quiere decir que el armazón supone gran parte del trabajo?

—Mmm…

Él asintió bajando la mirada.

—Cuando la maqueta está acabada, los soportes interiores y el armazón deben quedar lo más ocultos posible. Es la propia maqueta lo que va a impresionar a la gente. Pero sin armazón, no hay maqueta. ¿Lo he entendido correctamente?

—Sí.

—¿Y eso lo haces bien?

—Bastante. Llevo mucho tiempo haciéndolo. Desde los cinco años, más o menos.

—Y, entonces, ¿por qué no has aprendido nada?

—¿Cómo?

—¿Por qué… no has… «aprendido ni una mierda en todos estos años»?

Henrik sintió que su respiración se aceleraba demasiado. Sentía pinchazos en las puntas de los dedos y de los pies y se estaba mareando. Su corazón palpitaba con tanta fuerza que se estaba haciendo a la idea de que iba a morir; ya, en ese momento, iba a morir. Le caían las lágrimas. Una náusea atroz le impedía tragar la pegajosa saliva que tenía en la garganta.

—Hola —dijo Byfjord con una voz totalmente distinta y que parecía muy lejana—. ¿Te encuentras bien? ¿Henrik? ¡Henrik!

De repente se encontró sentado sujetando con la mano derecha una bolsa de plástico delante de su boca. Byfjord estaba de cuclillas junto a su silla con una mano puesta sobre la que él tenía libre.

—Tranquilo —dijo repetidas veces—. Respira larga y profuuundamente.

Se sintió aliviado. Su corazón se sobrepuso. Consiguió tragar de nuevo, a pesar de que la lengua aún se le antojaba demasiado grande y reseca. Retiró la bolsa de plástico de la boca e hizo un par de inspiraciones profundas y refrescantes.

—No debe enfadarse tanto conmigo —dijo él mientras notaba cómo le caían las lágrimas.

Deslizó rápidamente el dorso de la mano por los ojos.

—Disculpa —repuso ella levantándose sin soltarle la mano—. De verdad. No sabía que tú…

—Tenemos que dirigirnos el uno al otro de un modo más agradable, aquí en casa —dijo él en voz baja—. Nunca he entendido de qué sirve…

Ella le soltó la mano y regresó tranquila a su silla.

—Ahora te encuentras mejor, ¿verdad?

—Sí, claro.

—Verás, lo de la maqueta es porque, si te das cuenta…, en fin, acabas de describir una sólida investigación policial. ¿No lo ves? La maqueta terminada representa lo que vamos a presentar en los tribunales. Para que aguante hasta que se dicte sentencia tenemos que haber erigido unos sólidos cimientos. Eso no se hace de la noche a la mañana. Hay que hacerlo a conciencia. Existen reglas sobre cómo se debe llevar a cabo. Tenemos que dar un paso tras otro, colocar piedra sobre piedra, por decirlo de algún modo. Puede resultar aburrido, no saldrá a relucir cuando todo haya concluido, pero, no obstante, es decisivo para que el caso se sostenga.

—Entiendo.

—¿Lo entiendes de verdad?

Ella parecía más frustrada que enfadada, pero él no se atrevió a toparse con su mirada cuando añadió:

—Si no hubiera sido por… —miró de reojo la puerta y deslizó los dedos de su mano derecha por el cabello—, entonces esta investigación tuya no hubiera empezado tan mal. No te deberían haber enviado a la calle Glad. Jamás debieron haber permitido que corrieras de aquí para allá con esos… interrogatorios tuyos, si es que se pueden llamar interrogatorios. Coges el metro a Grorud, un taxi a Vinderen y conversas con testigos claves por…

—Skype —murmuró él al ver que ella vacilaba.

—Skype. Desde Australia. ¿Sabes cuándo volverá esa mujer a casa?

—No.

—¿Se lo preguntaste?

—No. Pero al menos sé cómo puedo volver a localizarla.

—No vas a localizarla. No deberías haber hablado con ella para nada. Me vas a dar todos los datos que tienes y luego te olvidarás de este asunto, ¿vale?

La fiscal volvió a inclinarse hacia él, pero en esta ocasión su postura resultaba más maternal que agresiva.

—Tienes que desistir, Henrik. ¿De acuerdo? Desistir. Si otros testigos o partes implicadas, o sabe Dios quién, se ponen en contacto contigo, debes remitirles a otras personas.

Él permaneció completamente quieto. Por fin había logrado controlar incluso su muslo.

—¿Entiendes? —repitió ella.

Él la entendió.

El problema fue que ella no le entendió a él. Tove Byfjord no había visto la fotografía de Sander colgada en la pared de la casa de la abuela paterna. Seguramente no sabía lo que suponía ser niño cuando el mundo entero iba mal ahí fuera y el único lugar luminoso y seguro era la mesa de la cocina de casa, con su chocolate caliente y sus charlas sobre braquiosaurios y otras criaturas extinguidas hace mucho tiempo y, por tanto, inofensivas. Tove Byfjord tenía una mirada firme, una lengua afilada y unas tetas de las que era imposible apartar la vista. Nunca la habían acosado en el patio del colegio. Él la reconoció, a pesar de la diferencia de edad, de la misma forma que siempre reconocía a todos los reyes y reinas de la infancia, los triunfadores de la época en la que pensaba que la vida era un ejercicio eterno consistente en escabullirse, mantener la cabeza agachada y buscar mil trucos contra la ansiedad. Tove Byfjord no sabía nada sobre la necesidad que tenía un niño de poder acurrucarse en la cama de alguien por la noche, la seguridad de acostarse junto a un hombre adulto y fuerte que olía a bosque y tenía los brazos más robustos del mundo. Tove Byfjord siempre se las había apañado sola; así era ella. Podía verlo, puesto que durante toda su vida había visto a gente como ella.

—Sander no estaba bien en casa —dijo, tozudo—. Los niños no deben vivir de esa manera. No podemos abandonar un caso como este.

—No vamos a hacerlo, como comprenderás.

Percibió que ella estaba volviendo a impacientarse y se levantó.

—De acuerdo —dijo él—. Pero espero que alguien se ponga en contacto con el director bien pronto. Si Elin Foss dice la verdad, estamos ante un escándalo.

—En eso estoy de acuerdo —asintió ella—. Lo haremos tan pronto como podamos. Pero estamos en pleno verano, los colegios están de vacaciones y encima tenemos ese…

—Ese «otro» caso —completó Henrik, que se marchó ligeramente asombrado por haber sido capaz de mostrarse sarcástico.

—Yngvar…

Inger Johanne pronunció su nombre susurrando, aunque su intención era despertarlo. Él gruñó algo que ella no entendió y se volvió de espaldas. Era la una menos veinte. Como de costumbre, Yngvar había caído rendido en la cama después de la comida. Durmió más de lo que consideraba posible para una persona adulta. Había regresado a casa sobre las ocho, había comido, se había dado una ducha y luego se había acostado. Todo en un silencio casi absoluto. El sueño era una vía de escape, supuso Inger Johanne. Le dejó que huyera. La cena estaba preparada cuando él llegó. Comió solo. De vez en cuando, ella daba un paseo nocturno con Jack después de preparar la comida y, normalmente, él ya se había quedado dormido cuando ella regresaba a casa. Vivían vidas paralelas, sin las niñas y todo lo que les solía unir a las trivialidades cotidianas. Sin embargo, paradójicamente, se sentía más cercana a él que desde hacía mucho tiempo. Podía ser la mirada que él le echaba al subir la escalera torpe y cansado; la suavidad de sus manos en cuanto rozaba de forma leve sus hombros al pasar por el sofá donde ella se encontraba sentada dando la espalda mientras leía absorta un libro. Inger Johanne le echaba de menos, pero había una gratitud tácita en esas pequeñas señales, una silenciosa solidaridad que ambos necesitaban. Por lo menos ella.

—Yngvar —repitió un poco más alto—. Despierta, por favor.

Desorientado, él intentó esforzarse por salir del edredón y del sueño.

—¿Qué hora es? —farfulló él.

—Es de noche. Pero tienes que ayudarme.

De pronto parecía muy espabilado.

—¿Algo va mal? Las niñas… ¿Dónde están las niñas?

En un movimiento tan repentino que la sorprendió, se levantó y permaneció desnudo, de pie.

—¡Todo va bien! —gritó ella—. ¡Yngvar! ¡No le pasa nada a nadie!

Entonces se despertó de verdad. Resopló. Inclinó los hombros, hundió la barriga y bostezó un rato antes de incorporarse para dejarse caer de nuevo en la cama.

—Joder —murmuró—. Debo de haber estado soñando.

—Solo quería hablar contigo.

—Tengo que dormir. En serio. Tengo que dormir.

—Necesito ayuda.

—¿Para qué?

Se incorporó apoyado en el antebrazo y cogió el vaso de agua que había en la mesilla de noche.

—Quiero que mires un dibujo —dijo ella.

Vació el vaso antes de volverse hacia ella con gesto irritado.

—¿Cómo? ¿Me has despertado para que mire un dibujo? Son las…

—Es casi la una —contestó ella rápidamente—. Pero esto es importante, Yngvar. De todos modos ya te has despertado. Por favor.

—Bueno, de acuerdo. ¿Qué clase de dibujo?

—Espera.

Salió furtivamente del edredón y se fue corriendo del dormitorio. Cuando regresó unos segundos más tarde, Yngvar ya se había incorporado, había colocado los cojines detrás de la espalda y había encendido la lámpara de la mesilla de noche.

—¿No lo podíamos haber mirado antes de acostarme?

—No estabas…, últimamente no es muy fácil hablar contigo. Además no había pensado molestarte. Pero es que no puedo dormir y pensé que podías…

El rostro de él estalló en una sonrisa que no había visto desde hacía más de una semana.

—Eres guapa —dijo—. ¿Lo sabes?

Ella le entregó el dibujo de Sander y volvió a meterse en la cama. Yngvar buscó torpemente sus gafas de leer en la mesilla de noche y se las colocó sobre la nariz. Acercó la hoja a la luz y lo examinó durante un buen rato.

—Un dibujo infantil —concluyó al fin—. Pero no lo ha hecho ninguna de nuestras hijas. Ragnhild lo dibuja todo completamente plano, visto desde un lado, excepto los seres humanos, a los que siempre retrata de frente. Igual de planos. Aquí hay… —Se subió un poco más las gafas con su dedo índice—. Este niño casi domina la perspectiva en el dibujo —dijo visiblemente sorprendido—. ¿Quién es?

—Luego —repuso ella quitándole importancia—. Quiero saber lo que ves.

—Un niño feliz en una cama de matrimonio —dijo él, obediente—. Un póster de los años noventa o por ahí colgado sobre la cama; una cola de ballena a punto de sumergirse de nuevo. ¡Vaya! ¡Las gotas de agua están muy bien dibujadas! Decididamente, creo que es un niño, y tiene un peluche verde que debe de ser un… ¿cerdito? ¿Los cerditos de peluche existen?

—Yngvar, por favor. ¿Qué es Piglet si no? Bobo. ¿Qué más ves?

—¿Es eso una camiseta de Batman? Bueno, un pijama. Una figura de barco al lado de la lámpara, los números rojos marcan las ocho y media, y la ropa de cama es de color rojo con algún tipo de dibujo. Tres libros. Uno es de… —Giró el dibujo y se lo acercó más a los ojos—. Jo Nesbø. —Sonrió—. El otro es de Tom Egeland. El tercero… —Entrecerró los ojos procurando alumbrar aún más el papel—. ¿Te puedes creer que Jeffrey Archer está bien escrito? ¿Quién diablos ha dibujado esto?

—¿Ves algo más?

—No…

—Sí, mira bien.

Se acarició el puente de la nariz con el dedo índice mientras sacaba el labio inferior.

—En realidad este marco es un poco triste —dijo al fin—. Ya que el niño… Es un niño, ¿verdad?

Ella asintió débilmente.

—Se ha esmerado tanto en realizar el dibujo que es una pena que lo haya estropeado en parte con todo esto negro alrededor. ¡Es tremendo! Mira, ha pintarrajeado tanto que ha roto el papel.

Sostuvo el dibujo contra la lámpara. En varios lugares unos hilos de luz atravesaban todo lo negro.

—¿Cómo lo interpretas? —preguntó Inger Johanne.

—¿Cómo interpreto el qué? —dijo él volviendo a colocar el dibujo sobre el edredón—. ¿El cuadro o el marco?

—Ambas cosas. Todo. Digamos, el dibujo en conjunto…

—Tú eres la psicóloga.

—Y tú eres quien entiende de niños.

Yngvar esbozó una sonrisa y le besó la cabeza.

—Puede tratarse simple y llanamente de un marco fallido —dijo—. Este niño habrá visto algunos cuadros antiguos con marcos anchos y pesados, y querría hacer uno igual.

—¿No sería de oro o algo así? Y con su habilidad para dibujar, ¿no intentaría copiar las tallas?

Yngvar meneó la cabeza de un lado a otro mientras chascaba la lengua levemente.

—Ya. Quizá. Vale. Los marcos ennegrecidos tal vez no sean muy comunes.

—¿Y entonces?

—Entonces nos queda la interpretación más sencilla de todas —dijo Yngvar quitándose las gafas—. Este niño ha dibujado una habitación, un escenario, donde se siente seguro y feliz. Probablemente no sea su casa. Los niños, por lo general, no tienen camas de matrimonio. También es raro que los niños lean a Tom Egeland y Jeffrey Archer. En esta habitación el niño está feliz. El mundo exterior es amenazador, oscuro y horrible. —Empujó el dibujo hacia el lado de la cama donde estaba Inger Johanne—. Y con esto pongo punto final a las banalidades del día. O mejor dicho, de la noche. Realmente necesito dormir, cariño. Lo necesito de veras.

Retiró uno de los cojines de la espalda, apagó la lámpara de la mesilla de noche y se acostó de espaldas a Inger Johanne.

Ella encendió la luz de su lado.

—¿Es Sander? —murmuró Yngvar de modo apenas audible.

—Sí.

—No quiero oír nada. No puedo permitir que me afecte justo ahora. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Inger Johanne se quedó sentada, con el dibujo desplegado ante sí, mientras oía cómo Yngvar respiraba cada vez más lentamente. Cada vez con mayor regularidad. Había visto lo mismo que ella en la pequeña obra de arte de Sander. Deseaba despertarle de nuevo, hablar con él, contarle todo lo que había pasado desde que abandonó la calle Glad aquella noche de viernes de hacía diez días y una eternidad.

El dormitorio del dibujo parecía masculino. Los libros, el empapelado oscuro, la ausencia de fotografías, cremas y tapones para los oídos sobre la mesilla de noche; no podía ser el cuarto de Helga Mohr. La decoración también se alejaba del gusto de Ellen. Inger Johanne sabía además que Jon y Ellen tenían camas de la marca Hästens. Sander habría dibujado sus famosos cuadros. Esta cama tenía cabecera y patas altas.

«Joachim», pensó frunciendo la frente. Ellen decía que se llevaba muy bien con Sander. Resultaba un poco extraño que el niño hubiera pasado la noche en casa de un amigo mucho más joven que su padre. Por otro lado, Ellen y Jon dependían de que les echaran una mano. Agnes Krogh no había mencionado a Joachim, pero, después de todo, hacía varios años que no había mantenido contacto con su nieto.

Recordó que Joachim parecía afectado por la muerte de Sander. Tal vez había conocido al niño de verdad. Puede que, por fin, hubiera dado con una persona de fuera de la familia que quería a Sander y que podía contar cómo habían sido los últimos años del niño.

Se pondría en contacto con Joachim al día siguiente. No recordaba su apellido, pero lo encontraría en la página web de Mohr & Westberg S.A. Mañana. Dejó el dibujo en la mesilla de noche antes de acostarse y apagar la luz.

—Vamos a tener un bebé —susurró en la oscuridad. Pero Yngvar dormía profundamente.

—¿Crees que vendrá alguien? —preguntó Ellen Mohr tranquilamente, mientras se echaba más vino tinto.

Jon permanecía callado en el vano de la puerta, apoyado en el marco, con los brazos cruzados sobre el pecho. El pijama de seda, de color verde oscuro, parecía casi negro a la tenue luz de la solitaria vela que había sobre la mesa de la cocina. Eran las tres y media. Un nuevo día de verano había comenzado a despuntar tímidamente por el este, pero la habitación todavía permanecía en la penumbra. Faltaba una hora y media para que saliera el sol.

—Estás bebiendo —dijo él inexpresivamente.

—No puedo dormir.

Encendió la luz del techo.

—¿Crees que vendrá alguien? —preguntó ella sin mirarle.

—Es verano —dijo él—. La gente está de vacaciones.

—Encargué una esquela bastante grande, pero al parecer no era posible. Al menos no en el Aftenposten. Todas deben tener una única columna. Así se ha vuelto este país. Todos hemos de ser iguales incluso ante la muerte.

Rio secamente, emitió un sollozo esforzado y alzó la copa.

—Estás farfullando —dijo él.

—No estoy farfullando.

—Di esquela.

—Esquela.

—Ya lo oyes.

—¡No estoy farfullando! —gritó Ellen dando un puñetazo en la mesa—. ¡Estoy hablando del funeral de nuestro hijo!

—Tienes muy mal aspecto. Mírate, Ellen.

Se estremeció con la intensa luz del techo. Estaba despeinada y el albornoz de color claro tenía manchas de vino tinto a la altura del pecho. Alrededor de los labios se dibujaba un borde seco y azulado, y los dientes asomaban descoloridos. Las manos jugueteaban con la etiqueta de la botella, ya medio arrancada, que yacía en la mesa como minúsculas bolitas de papel. Un cigarrillo humeaba desde una taza de café llena de colillas. El aire estaba cargado de humo. Jon se dirigió a la ventana y la abrió.

—¿Cuánto has bebido?

—No sé —murmuró ella—. No puedo dormir.

—¿No puedes ir al médico?

No contestó. Jon cogió una silla y se sentó. La apoyó contra la pared y puso los pies encima de la mesa.

—Está claro que no puedes. Estás borracha todo el tiempo. Eso si no estás durmiendo la mona. No podrás ir al médico en esas condiciones.

Ellen vaciaba la copa como si fuera agua y volvía a rellenarla. La botella quedó vacía del todo y comenzó a golpearla por el fondo antes de dejarla. La venda sucia que envolvía su mano estaba a punto de caerse. Empezó a manosearla.

—¿Crees que vendrá alguien?

Su voz era fina y suplicante.

—Tienes un-millón-cuatrocientos-cincuenta-mil amigos. Imagino que algunos de ellos se dejarán caer.

—Tenía. Antes de morir Sander. ¿Dónde están ahora? ¿Por qué no viene nadie? ¿O llama? ¿Por qué nadie quiere ayudarme?

—Estamos en plenas vacaciones —repitió él, desanimado—. Casi todos nuestros conocidos están en el extranjero. La esquela aún no se ha publicado. Además, muchos han enviado sus condolencias y flores. Y por supuesto, está ese…

Ellen sacudió la cabeza con ímpetu y agitó los brazos como una histérica.

—Si mencionas a ese maldito terrorista…

Jon cerró la boca con un chasquido audible.

Ellen se hundió en la silla. Respiraba con dificultad, con la boca abierta. Al final volvió a enderezarse y comenzó a pasar el dedo índice por la llama ya casi invisible de la vela…, cada vez más lentamente, hasta que se quemó y se metió el dedo en la boca.

—¿Cuándo publicarán la esquela? —preguntó él.

—El miércoles. Mañana.

—Te estás haciendo un lío. Mañana es martes.

—Eres tú quien te haces un lío. Hoy es martes por la mañana y son las… —Alzó la mirada en dirección al horno—. Cero-tres-treinta-y-seis. ¡Vaya, qué borracha estoy!

Una gato maullaba con fuerza en el jardín. Una pesada fragancia estival ahuyentó el viciado tufo a humo de cigarrillo. Ellen tiritó débilmente cuando se arrebujó en el albornoz.

—Esto no puede seguir así —dijo Jon con calma mientras quitaba los pies de encima de la mesa y dejaba caer la silla al suelo—. Necesitamos ayuda. No podemos continuar así, Ellen. Tú no puedes seguir así.

—Sí, vale. Haré un esfuerzo durante el funeral, no te preocupes. Seré una buena esposa. Lloraré a mi difunto hijo de manera limpia y decorosa. No voy a deshonrar a…

Él se inclinó sobre la mesa para intentar cogerle la mano. Ella la retiró tan bruscamente que casi se cayó de la silla.

—¡No tuviste cuidado! —gritó Ellen.

Por primera vez sus miradas se encontraron.

—Ni lo intentes. Te lo advierto. Ni lo intentes.

Jon tragó saliva y se incorporó un poco de la silla.

—¡¿Qué has hecho con nosotros?! —exclamó ella, y gesticuló con la mano izquierda.

El vaso se volcó.

Jon fue hacia la ventana y la cerró.

—Compórtate —dijo él a modo de regañina mientras arrancaba grandes cantidades de papel de cocina de un dispensador colocado en la pared—. ¡Los vecinos te pueden oír, joder! ¡Cállate!

—¡Me importa una mierda! Me la suda lo que los vecinos…

Jon se giró bruscamente. Dio un manotazo tan fuerte en la mesa con el papel de cocina que el vino tinto salpicó. Agarró a Ellen del pelo con la mano izquierda. Lentamente comenzó a inclinar su cabeza hacia atrás antes de levantar el puño derecho para golpearla. Ella ni siquiera intentó ofrecer resistencia.

Al fin se calló.

—No sé quién me da más vergüenza —dijo él entre sollozos—, si tú o yo mismo. ¡No sé quién coño me da más vergüenza! Apostaría por ti. Me has convertido en un… Me has convertido en un…

De repente le soltó el pelo y dejó caer el puño. Las mangas de la chaqueta del pijama casi cubrían sus manos y el pantalón le quedaba demasiado suelto. Tambaleando, dio un paso hacia atrás. Y después otro más.

Y otro más.