Capítulo 2

—Inger Johanne, tienes que despertarte.

La voz parecía lejana y comedida. Inger Johanne despertó agitada de un sueño tan profundo que, durante los primeros segundos, no comprendía dónde se encontraba. La habitación estaba oscura y fresca, y solo recordó al percibir el olor a sus propias sábanas.

—¿Qué hora es? —preguntó con un bostezo mientras se incorporaba en la cama.

—Las cinco y media —contestó su madre desde el vano de la puerta—. Si sigues durmiendo, vas a trastocar el ritmo del día y la noche.

—¿Las cinco y media? ¿Las cinco y media? ¿De la tarde?

Apartó violentamente el edredón. Cuando se percató de que estaba desnuda, se volvió a tapar, aunque su madre ya se había ido. Sintió un desagradable dolor de cabeza, acompañado de una presión en los ojos en cuanto las atrocidades de la noche se colaron de nuevo en su consciencia.

—Las cinco y media, Inger Johanne —se repetía a sí misma—. Dios mío…

Había dormido durante nueve horas. Todo el día. Si su madre no la hubiera despertado, habría dormido al menos tres horas más; eso es lo que le pedía su cuerpo pesado y desganado cuando volvió a zambullirse en la cama. En realidad, se había sentido agotada últimamente. Cansada y lenta. Quizás estaba enfermando.

Yngvar. Ya debería de haber vuelto a casa.

Las niñas. Deberían de haber llamado.

Ya deberían de haber llamado…

—¡Yngvar! —dijo en voz alta intentando levantarse por segunda vez.

Durante un instante pensó en ducharse, pero recordó que había tomado un largo baño justo antes de acostarse. Se apresuró, por el contrario, a buscar ropa interior limpia en un cajón medio abierto y se puso unos vaqueros que encontró tirados en el suelo antes de recoger un jersey algo mugriento del cesto de la ropa sucia que había detrás de la puerta. Pensó que debería volver a hacer deporte. Había engordado el último par de semanas. Los pantalones le quedaban demasiado apretados y el sujetador le oprimía.

—¿Yngvar?

—No está —voceó su madre desde la cocina—. Pero ha llamado. No podía dar contigo y tuvo el juicio suficiente para llamar al teléfono fijo. Está bien.

Por supuesto que estaba bien, pensó Inger Johanne, irritada. No le preocupaba Yngvar. Quería que él mostrara preocupación por ella después de todos los mensajes que le había dejado en su contestador.

Desde el salón llegaba el aroma de café recién hecho. Sacudió su cabello con ambas manos antes de entrar en el salón arrastrando los pies descalzos y aceptar la taza que le ofrecía su madre.

—Gracias. ¡Joder, cuánto he dormido!

En un acto reflejo se estremeció ante el reproche que se le avecinaba. Su madre detestaba todo tipo de palabrotas, incluso las más ligeras.

—Te habrá venido muy bien —dijo, sin embargo—. ¿Leche? La he calentado.

Inger Johanne arqueó las manos alrededor de la ardiente taza y se acercó a la ventana.

—No, gracias. Me parece que, en este momento, necesito tomarlo solo. ¿Alguna novedad?

Asintió levemente con la cabeza mientras miraba al televisor, que emitía algún programa del canal estatal con el volumen apagado.

—Muchas —dijo la madre de modo conciso—. Demasiadas. Puedes ver el resumen en el telediario de las siete.

—¿Y entonces, tú has podido dormir?

—Un poco.

—Pero, mamá, tienes que…

—A mi edad una apenas necesita dormir. ¡Ya lo verás! Saqué a Jack de paseo. Un paseo bastante largo, en realidad. Está más anquilosado que yo, pero nos defendimos bien. Además, tenía unos recados que hacer.

—¿Has salido? No me he enterado de nada, mamá, debo de haber…

—Ten —dijo y le entregó un teléfono móvil.

—¿De quién es?

—Tuyo. El viejo se había roto, ¿no? En realidad no me está permitido comprarte un…

Su madre agitó el nuevo Android con un gesto alentador.

—¡Cógelo, anda! El amable joven del centro comercial Storo me dijo que, en realidad, deberías haber firmado tú misma…, y esas cosas, pero esta tragedia tan terrible parece haber hecho algo con la gente. No hubo problemas. Le llevé tu viejo móvil y él ha cambiado la tarjeta DIM y te ha preparado todo.

—La tarjeta SIM —corrigió Inger Johanne—. Gracias. Muchísimas gracias, mamá.

Le sobrevino una tremenda náusea en el instante en que fue a coger el nuevo teléfono inteligente. El mareo provocó que se tambaleara. Su madre apenas tuvo tiempo de arrebatarle el teléfono cuando la taza de café, prácticamente llena, impactó contra el suelo. Inger Johanne se llevó una mano a la boca y salió corriendo hacia el cuarto de baño.

—Te traeré un poco de hielo y una toallita —oyó decir a su madre.

—No —jadeó ella. Cierto recuerdo le produjo unas arcadas tremendas.

—¡¡No!!

Falló. El vómito, muy fluido y agrio, chorreó por todo el asiento bajando por el exterior de la taza. Corría en pequeños y lentos arroyos hasta que se detuvo en las baldosas del suelo. Aquello le volvió a dar arcadas. No le quedaba nada más dentro del estómago. Con una mano se apoyó contra la pared e intentó levantarse cuidadosamente para no desmayarse.

—No puede ser —susurró colocando prudentemente una mano alrededor de su pecho derecho.

Inger Johanne tenía cuarenta y tres años y jamás se había sentido más joven de la edad que tenía. Al contrario, muchas veces le extrañaba la concepción juguetona y pragmática de la vida que mostraba Yngvar, que hacía tiempo que había cumplido los cincuenta, cuando la existencia parecía ser demasiado abrupta. Él siempre había sido mucho más joven que ella. Más flexible. Inger Johanne lo necesitaba de esa manera, quería que fuera así, y a medida que crecían los niños cada vez le resultaba más fácil sonreír por las bobadas que se hacían entre sí, aunque realmente nunca tomaba parte en ello. Para ella, los hijos implicaban angustia y preocupación, así como un amor tan inmenso que a veces amenazaba con ahogarlos tanto a ellos como a sí misma.

No podía ser real.

—Tenía que producirse una reacción —dijo su madre para consolarla a la vez que introducía un cubito de hielo entre sus labios—. Después de un día tan horrible. Chupa el hielo un poco antes de lavarte los dientes. Está muy fresquito y es bueno. ¿Ya has acabado? Déjame limpiar esto, si tan solo…

—No, mamá. Ya lo hago yo.

Su antigua madre la habría apartado y se hubiera arrogado el derecho de frotar el baño. Su madre actual, aquella mujer a la que Inger Johanne aún no conocía bien, dio un paso atrás, se acarició ligeramente el cabello y dijo con tranquilidad:

—He limpiado cosas peores por ti y por tu hermana. También por mis nietos. Pero, evidentemente, no quiero meterme donde no me llaman. La oferta sigue en pie si cambias de opinión. —Y luego una sonrisa, una irreconocible sonrisa carente de exigencias, antes de cerrar la puerta y volver al salón, todavía con un tintineante vaso de cubitos de hielo en la mano.

—Mamá —susurró Inger Johanne inaudiblemente—. Vuelve.

A las ocho y media de la noche, el flamante teléfono nuevo chirriaba sin que nadie identificara el tono. Incluso Jack levantó la cabeza desde su lugar habitual bajo la mesa del salón aguzando los oídos, llenos de intriga. Hasta el cuarto tono, Inger Johanne no se percató de que alguien estaba intentando dar con ella. El dependiente de la tienda de telefonía no había transferido su lista de contactos al nuevo Android y el número que aparecía resultaba desconocido.

—Diga —contestó a modo de tentativa.

—Tienes que venir —respondió llorando una voz femenina.

—Diga —repitió Inger Johanne—. ¿Con quién estoy hablando?

—¡Soy yo! —gritó al otro lado del teléfono—. ¡Ellen! Tienes que venir, Inger Johanne. ¡Se han llevado a Jon! ¡Han venido y se han llevado a Jon!

Se cambió el teléfono a la otra mano.

—Debes calmarte —dijo—. No podré entender nada de lo que me estás diciendo si no dejas de gritar.

A un sollozo le seguía un ataque de tos que se transformó en un llanto más atenuado.

—Han detenido a Jon —balbuceó Ellen—. Hace varias horas que vino un policía para detenerle. ¡Seguramente le han encarcelado, Inger Johanne! A Jon, que nunca ha…

—Estoy segura de que no está en prisión. ¿Por qué iba a…?

—¡Creen que ha matado a Sander!

—Evidentemente no pueden creer que ha…

—¡Sí! Vino el policía de ayer, el policía ese flaco y feo de ayer, y sin más…

El resto desapareció tras el llanto.

—Escucha —dijo Inger Johanne mientras levantaba la mano en un gesto tranquilizador como si Ellen pudiera verla—. Cálmate de una vez. Voy para allá. ¿Me oyes? Tardaré tan solo entre diez y quince minutos en llegar. ¿Te parece bien?

Aún se oía un llanto al otro lado.

—¿Te parece bien, Ellen?

Su voz adoptó entonces un tono más serio.

—Sí. Bien. Gracias.

Se cortó la línea.

—Vaya, ¿de qué se trata? —preguntó su madre, todavía con los ojos pegados a la pantalla del televisor donde las mismas absurdas imágenes de un asesino en serie se repetían una y otra vez.

—Era Ellen. Estaba bastante histérica.

—No me extraña, claro. Perder a un hijo en esas circunstancias, y en medio de todo esto que… —Su madre levantó la mano apuntando al televisor—. A cualquiera le sacaría de quicio.

—Dice que han detenido a Jon.

Al fin su madre apartó la vista de la pantalla y se volvió hacia Inger Johanne.

—¿Detenido? —dijo con una risa seca y lacónica—. ¡No puede ser! Primero, porque la policía ya tiene bastante de lo que ocuparse, y no tiene sentido perder el tiempo en tratar de identificar una muerte por accidente. Tú misma decías que el tal Sander era un niño muy rebelde. Decías que era uno de esos niños DTHA.

—THDA —corrigió Inger Johanne.

—Además es imposible que ya hayan realizado el informe de la autopsia. Si ni siquiera es posible en circunstancias normales, menos ahora, con todo lo que está pasando.

De nuevo agitó la mano apuntando a la pantalla del televisor.

—¡Caray! —murmuró Inger Johanne—. ¿Tú qué sabes sobre autopsias?

—Yo también veo la tele, querida. Veo series de detectives y ese tipo de cosas. Es que no se emite nada más por las noches cuando no puedo dormir, ¿sabes?

Una sonrisa fugaz, casi indulgente, recorrió su rostro como si hubiera admitido algo inaudito. Inger Johanne examinó su rostro sin contestar. Su madre había envejecido visiblemente en muy poco tiempo. Aunque seguía arreglándose, ya no se esforzaba tanto en parecer el ama de casa impecable que había sido durante toda su vida adulta. El maquillaje era más ligero y su aplicación era un tanto más descuidada. Su cabello, que desde que Inger Johanne tenía uso de razón, se lavaba y moldeaba cada viernes en la peluquería de la señora Gundersen, sita en la calle Blåsbort, y que luego permanecía durante el resto de la semana colocado como un perfecto casco alrededor de la cabeza, se había ido cayendo de alguna manera y ya no era capaz de ocultar el fino y rosado cuero cabelludo. Durante toda su vida había empleado todas sus energías en cuidar su aspecto, a su marido y a sus hijos, en ese orden, hasta que llegaron los nietos y su vida cobró un nuevo sentido.

Inger Johanne pensó que su madre ya era demasiado mayor para volver a ser abuela.

«Yo ya soy demasiado mayor para empezar de nuevo»; intentó no pensar mucho en ello.

Tal vez estuviera equivocada del todo. Era posible que otros cambios corporales hubieran aparecido algo pronto. El dolor, las náuseas y la intranquilidad podían tener otras causas. Algo contagioso, tal vez.

—¿Me dejas tu coche? —preguntó—. Creo que debo pasarme por la casa de Ellen y averiguar de qué se trata. Yngvar tiene el Volvo, y el viejo Golf está ya para pocos trotes.

—Por supuesto —dijo su madre, sorprendida—. ¿Quieres que me quede aquí?

—Sí —asintió Inger Johanne sin pensarlo bien.

Vaciló un momento antes de añadir:

—Al menos hasta mañana. Hasta que sepa algo más de Yngvar. Ha estado bien poder hablar con las niñas esta noche, pero no me quedo tranquila hasta que sepa más de Yngvar. ¿Te parece bien?

—Sí. Por si acaso, traje el neceser y alguna muda cuando salí esta mañana, pero solo si de verdad quieres —contestó, y volvió a mirar a la pantalla fijamente—. Mis llaves están colgadas en el gancho que hay junto a la puerta de entrada —prosiguió con un leve temblor de voz—. Pensé que era lo mejor. He empezado a liarme un poco. Con las llaves… y esas cosas. He llegado a la conclusión de que es mejor que todo esté en su sitio.

«Como si mi madre no hubiera vivido según el lema “cada cosa en su sitio” durante toda la vida», pensó Inger Johanne mientras se dirigía al pasillo. Cuando llegó a la puerta, se detuvo. Un vago dolor en los pechos le hizo introducir un pulgar dentro del sujetador y tirar cuidadosamente de él. En un breve instante sintió emanar su propio olor corporal de un jersey que había creído más limpio de lo que estaba en realidad. Se lo quitó mientras se dirigía al dormitorio para buscar otro. Jack se levantó y se acercó rígido hacia ella mientras meneaba el rabo de un lado a otro para coger después un calcetín sucio del suelo. Siempre llevaba algo en la boca cuando iban de paseo. Era una señal de que debía tener sangre de labrador en su extremadamente heterogéneo pedigrí.

—Quédate aquí —dijo Inger Johanne con firmeza tirando del calcetín para que lo soltara de la boca—. Y no toques nada.

Déjà vu.

Lo mismo que les había dicho a Ellen, Jon y Joachim la noche anterior.

Se deslizó un jersey de color verde botella por la cabeza y se quedó, una vez más, de piedra.

Habían modificado algo, tal y como ella había intuido el día anterior. Habían eliminado, añadido o trasladado algo. Había cierto cambio, aunque no muy grande, en el salón, en el recibidor, en el cuarto de baño o en la cocina. Era imposible darse cuenta de lo que era.

Probablemente no tuviera ninguna importancia, se dijo para consolarse antes de irse.

En un pequeño despacho de la calle Grønlandsleiret 44, Jon Mohr miraba fijamente la pared. Su alargado rostro parecía hinchado y tenía los ojos enrojecidos sobre unas bolsas de piel flácida. Humedecía los labios sin cesar. Su mano derecha jugueteaba con una hilacha que había suelta en el reposabrazos.

—Entiendo que esto es duro para ti —dijo el joven policía de uniforme demasiado grande y una solitaria estrella en la charretera—. Pero tal y como lo está pasando tu mujer, lo mejor sería interrogar a los testigos aquí en la comisaría de policía. No creo que hubiésemos llegado a ninguna parte con ella a nuestro alrededor, por así decirlo. Además, como comprenderás, debemos esclarecer lo ocurrido…, ya que se trata de un asunto policial, quiero decir.

Jon no respondió. Seguía mirando fijamente a un punto de la pared, justo a la izquierda por encima del joven funcionario.

—Bueno. Vamos a ver. Yo soy el agente de policía Henrik Holme…

Sus dedos corrían rápidamente por el teclado del ordenador colocado en una mesa auxiliar.

No sabía muy bien qué se podía esperar. En realidad, nunca había interrogado a nadie que acabara de perder a alguien. Para ser sinceros, no había realizado muchos interrogatorios.

Tal vez unos cinco en total, y todos relacionados con el exceso de velocidad.

Tenía calor.

Se sentía algo desconcertado.

Bastante mal se hubo sentido ya el día anterior cuando de repente le dijeron que fuera solo a Grefsen para arreglar un asunto sobre un maldito accidente. En la academia, claro, había aprendido alguna que otra cosa sobre reacciones motivadas por el dolor, pero la histeria de Ellen Mohr sobrepasaba todo lo que se hubiera podido imaginar. Tenía que estar bastante loca antes, pensó Henrik para sí, cuando la vio echando espuma por la boca, gritando y agarrándose al destrozado cuerpo del niño. En principio le pareció buena idea interrogar tranquilamente al padre lejos de ella.

En la academia había aprendido que a todos los extraños les producía bastante inseguridad el simple hecho de traspasar el umbral de la puerta de una comisaría de policía. Este era su entorno natural, el territorio de la policía, y eso en principio le otorgaba alguna ventaja. Sin embargo, no lo sentía así, probablemente porque nunca había puesto sus pies en aquel despacho prestado antes de encontrarse en él intentando aparentar ser un policía profesional. Le daba igual. No era necesario jugar con ventaja. Después de todo, tan solo había un pobre padre destrozado y lloroso al otro lado de la mesa. Acabaría con este asunto de la manera más delicada y elegante como fuera posible; solicitaría la autopsia en algún momento y, por último, se cercioraría de que algún juez le diera carpetazo como lo que era: un asunto no punible.

Henrik no quería trabajar en un accidente doméstico.

Quería trabajar en la «catástrofe».

—Bueno —repitió mientras intentaba atrapar la mirada de Jon—. Primero anotaremos todos los datos personales y procederemos pasito a pasito. Jon Mohr, ¿es ese tu nombre completo?

El hombre sentado en la silla para invitados asintió brevemente con la cabeza. En voz baja informó sobre su fecha de nacimiento y su dirección.

—¿Profesión? —preguntó Henrik.

Por fin, el otro hombre soltó los reposabrazos y colocó ambas manos sobre su regazo.

—Gerente y socio de Mohr & Westberg S.A.

—¿Qué es eso?

—Una agencia de comunicación.

—Una agencia de publicidad, pues.

—No. Una agencia de comunicación. Ayudamos a organizaciones, instituciones e individuos a tratar estratégicamente cualquier tipo de comunicación, en especial ante las autoridades. Pero también en relación con los medios de comunicación.

Sonaba mecánico, como si soltara una lección aprendida de memoria.

—Justo —dijo Henrik dejando descansar las manos junto al teclado—. En otras palabras: una agencia de publicidad.

—No.

—Y el nombre del fallecido es… El nombre completo del niño es Sander Sebastian Krogh Mohr, ¿correcto?

—Solo utilizamos Sander. Sander Mohr.

—Nacido el 17 de mayo de 2003, ¿correcto?

—Sí.

Henrik sonrió vagamente.

—Cumpleaños en el Día Nacional. Vaya rollo…

Jon seguía con la mirada congelada en la pared que había detrás del policía. Sus ojos habían comenzado a humedecerse, pero no emitía ningún sonido.

—Bueno —dijo aclarándose la garganta—, sería buena idea que me contaras lo que sucedió. Con tus propias palabras.

Elevó las cejas haciendo un gesto con el que le invitaba a hablar.

—¿Por dónde he de empezar? —preguntó Jon con un tono apenas audible.

—¿Por dónde has de empezar? —El policía se mordió el labio inferior y se sonrojó una vez más—. Pues…

Se rascó el pescuezo y tiró del cuello de la camisa ya abierto. Por fin, Jon le miró directamente. El policía tragó saliva.

—Nunca lo has hecho antes.

—¿Hecho el qué?

—Esto. Interrogar a un testigo.

—Por supuesto que sí —respondió el agente Holme mientras el sonrojo se extendía desde las mejillas hacia el cuello—. ¡Un montón de veces!

—Tal vez. Pero nunca en un caso relacionado con la muerte de alguien.

—En cierto modo tienes razón, pero…

—Sander tenía TDHA —dijo Jon en voz alta—. Básicamente era de carácter hiperactivo e impulsivo.

—Pues sí.

Los dedos del policía recorrían el teclado.

—Además era un niño grande y robusto, como pudiste comprobar. Tenía una fuerza considerable. Era un reto constante. No siempre se… Sander no se cuidaba muy bien a sí mismo. Debíamos tener cuidado. Constantemente. Tener cuidado. Tener cuidado.

Las palabras se convirtieron en susurros.

—Justo.

Desde la habitación contigua se oía el zumbido constante de un televisor, o tal vez de una radio. Estaba lo suficientemente alto como para molestar, pero demasiado bajo como para que se pudieran distinguir las palabras. Henrik se preguntaba si debía entrar y pedirles que bajaran el volumen de lo que estuvieran escuchando.

—Sander tomaba medicinas —dijo Jon en voz alta antes de que el agente de policía se decidiera—. Ritalina. Tenía algún efecto. Pero, a veces, se escaqueaba. No quería esas pastillas. Nos engañaba. Se las ponía debajo de la lengua y luego las escupía. Encontrábamos continuamente esas pequeñas pastillas en lugares donde… —Inspiró con fuerza, intentando retener un sollozo—. No comprendo… Realmente no entiendo por qué. Experimentó una notable mejoría con esos medicamentos. Estaba más calmado…, más concentrado, de algún modo. Mejoraban su existencia y la nuestra. Especialmente la de… Especialmente la de Ellen.

—Ajá. ¿Era ella la que sufría las consecuencias la mayoría de las veces?

—¿Sufrir las consecuencias?

Por primera vez durante el interrogatorio, Jon dio señales de estar irritado. Las arrugas sobre el arco de la nariz se hicieron más visibles y se incorporó un poco en la silla.

—¡No se habla de «sufrir las consecuencias» cuando se trata de tu propio hijo! Pero Sander era inquieto desde que nació, y ya que nos podíamos permitir que Ellen no trabajara, estuvimos de acuerdo en que la mejor solución era que…

—¿No trabajara? —le interrumpió Holme—. Suena a que suponía bastante trabajo cuidar a Sander y esa casa tan grande y…

—¡Pues no lo decía con esa intención! —le interrumpió Jon. Su rostro oscureció—. ¡Te advierto que no he dormido ni un segundo desde las cinco y media de la mañana de ayer! He perdido a mi único hijo en un terrible accidente hace veinticuatro horas, mi esposa está totalmente destrozada…

Se inclinó tanto hacia él que Henrik dejó rodar su silla un poco hacia atrás, aunque los separara un enorme escritorio.

—No creo que nadie en el mundo entero se lo pueda imaginar —gruñó Jon haciendo que una fina nube de saliva se extendiera por la superficie de la mesa—. Nadie puede imaginarse lo que es perder a tu propio hijo en un absurdo, terrible y atroz…

Se quedó sin palabras. Se hundió lentamente en la silla sujetándose el rostro con ambas manos hasta que los nudillos se le volvieron blancos.

—Es trágico, pero hay demasiadas personas que sí se lo pueden imaginar en estos momentos —dijo Henrik en voz baja mirando fijamente su ordenador—. La diferencia es que, en ese caso, se sabe quién es el autor del delito.

Jon retiró las manos y se le quedó mirando fijamente. Incrédulo y al límite de la repulsa, su boca se puso a temblar a la vez que achinó los ojos con rostro lloroso. El agente Holme meneó un poco la cabeza y levantó el dorso de sus manos con gesto conciliador.

—Relájate —dijo.

—¿El autor del delito? —gruñó Jon—. ¿Qué demonios quieres decir con el autor del delito? ¡Sander se cayó de una escalera! ¡De una escalera desplegable que estaba en nuestro salón! ¡No había nadie más allí en el momento que ocurrió! ¿Qué cojones estás insinuando?

—Nada —repuso el agente Holme con toda la calma de la que fue capaz. Sudaba a chorros. Carraspeó y cogió impulso—: Supongo que entenderás que la muerte de tu hijo entra en la categoría de muerte sospechosa, aunque eso no significa…

Levantó las manos otra vez, en esta ocasión para evitar que Jon Mohr le interrumpiera. El hombre parecía dispuesto a dar un salto. Su rostro estaba rojo y húmedo.

—No significa que sospechemos absolutamente nada —aclaró Holme—. Por ahora. Pretendemos esclarecer los hechos. Vamos a realizar los interrogatorios que procedan, solicitaremos un informe de la autopsia y la técnico forense estudiará con más detenimiento los datos que recogió esta noche. En definitiva, vamos a evaluar toda la información que encontremos. Finalmente, cuando hayamos llevado a cabo todo esto, concluiremos. ¿De acuerdo?

Ahora se sentía más satisfecho consigo mismo.

El hombre sentado en la silla para invitados parecía un poquito más calmado.

Henrik Holme, agente de policía de veintiséis años, había sido capaz de tranquilizar a un hombre desesperado de mediana edad justo antes de que el tipo se dispusiese a sacarle los ojos.

La cosa iba bien.

Desde que salió de la academia de policía hacía pocas semanas y tuvo la suerte de hacer una sustitución de verano en el Distrito Policial de Oslo, había estado metido sobre todo en asuntos de tráfico. Aunque este caso tampoco fuera digno de un detective maestro, al menos era más interesante que las tareas que le habían sido designadas hasta el momento. Además lo zanjaría con rapidez. Lanzó una sonrisa alentadora a Jon Mohr, antes de poner el dorso de las manos sobre la mesa para concluir:

—A menos que lleguemos a la conclusión de que el niño fue en realidad maltratado hasta morir, el hospital os entregará el cuerpo para que se celebre el funeral. No se necesitará mucho tiempo.

Aquella fue una forma de expresarse un poco desafortunada, llegó a admitir para sus adentros antes de que se produjera el estallido. El padre del niño se levantó tan bruscamente que la silla volcó y golpeó contra la pared que había detrás de él. En un único movimiento suave dio la vuelta al escritorio, agarró con la mano izquierda la silla donde estaba sentado el agente de policía y levantó el puño derecho para golpearle.

—¡Mi hijo ha muerto! —gritó—. Ha muerto, ¿lo entiendes? ¡En un accidente! ¡En un terrible e innecesario accidente! Si crees que un novato como tú puede ponerse a insinuar que mi esposa o yo…

El puño salió disparado y, milagrosamente, se detuvo de repente a un par de centímetros de la barbilla de Henrik.

—¿No entiendes nada? —susurró Jon con voz ronca—. ¿No sabes nada de pena, desesperación y dolor?

El agente Holme sentía su aliento contra su propia boca, algo rancio, con un toque de regaliz. Aquello le hizo reponerse de la sorpresa del inesperado ataque y empujar la silla hacia atrás. En un santiamén se levantó colocando las manos en una posición intermedia entre la protección y el ataque, como si fuera un boxeador.

—Siéntate —dijo con toda la firmeza de que fue capaz.

La voz le temblaba, pero el otro hombre parecía demasiado alterado como para darse cuenta. Deseaba pedir ayuda ante todo. Había gente por todas partes, así que, en cuestión de segundos, alguien vendría.

Aunque aquello fuera un poco embarazoso.

Este era su primer caso de verdad.

—¡Siéntate! —ordenó, esta vez con un tono de voz más alto.

—Ni de coña —le respondió el otro entre dientes—. ¡Ni de coña hablaré más contigo!

Se giró bruscamente y se dirigió hacia la puerta. Con la mano puesta en el picaporte se dio media vuelta.

—Si piensas denunciarme por agredir a un funcionario público, ya te puedes ir olvidando. De hecho, no te he tocado. Ni un pelo. Eso es lo que yo llamo…

Tragó saliva violentamente y levantó un largo y delgado dedo índice.

—Es lo que yo llamo controlar los impulsos —concluyó con voz ronca, y se marchó.

La puerta se quedó abierta de par en par, y el agente de policía Henrik Holme no oyó otra cosa que el sonido de los estrepitosos latidos de su propio corazón.

Pasaron varios segundos antes de que se atreviera a bajar los brazos.

Cuando Ellen K. Mohr se llamaba simplemente Ellen Krogh todo el mundo la adoraba.

Era como si estuviera envuelta en polvo de estrellas.

El hecho de estar cerca de ella marcaba la diferencia entre ser algo o ser nada. Cuando era niña no había sido la habitual reina de la escuela infantil. No se dedicaba a maquinar intrigas. No jugaba con la inseguridad de los demás niños, sino que les proporcionaba confianza en sí mismos. Ellen Krogh ni tiranizaba ni reinaba; era quien tomaba la mayoría de las decisiones porque el entorno así lo deseaba. El reinado de la delicada niña dotada de una particular belleza infantil fue extraordinariamente largo. A medida que todos iban creciendo, pasar el rato con Ellen Krogh significaba una sólida subida por la tambaleante escalera del mercado amoroso. Los chavales, más tarde hombres, se sentían atraídos por ella con tanta fuerza que, cuando la propia reina los rechazaba, se conformaban con las damas de honor.

Además era buena estudiante.

Justo después del bachillerato empezó a estudiar Odontología. Terminó los estudios sin repetir ninguna asignatura y se hizo cargo de la clínica privada de una tía abuela tan solo tres años después de licenciarse. A los veintisiete años poseía un negocio boyante con seis empleados y ganaba más de un millón de coronas al año.

Eso fue hacía ya quince años. Inger Johanne se puso a cavilar sobre en qué momento justo se cayó del trono.

Tal vez la transformación se produjera con el cambio de nombre.

Nadie del instituto se hubiera imaginado que finalmente sería Jon Mohr quien se quedara con Ellen Krogh. Jon era flacucho y alto, y además de ser pésimo en los juegos de pelota, se limitaba, por lo general, a relacionarse solo con los suyos. Ninguno de los que tenían alguna importancia se había fijado en él hasta que, con diecisiete años, ganó un concurso internacional de escritura con el flamante ensayo: «Rubbish and b*** shit: the limitations of oral communication».

Ganó un premio de cincuenta mil coronas, fue entrevistado por el diario Aftenposten y desapareció de la lista de anónimos de la escuela para siempre. Aquello tampoco suponía una gran diferencia, puesto que el chico seguía sintiéndose más a gusto en el pequeño círculo de compañeros encorvados y empollones que construían ordenadores, se reventaban las espinillas y leían a Jens Bjørneboe.

Para sorpresa de todos decidió estudiar Derecho. Algo le ocurrió en el momento de poner el pie en la universidad. Ya no era prisionero de la despiadada jerarquía adolescente del instituto. Su vida tuvo un nuevo comienzo y lo recibió con los brazos abiertos. Estudiar Derecho le venía muy bien. Tenía agilidad mental, era lo suficientemente conservador y, ya en el segundo semestre, fue elegido miembro del consejo estudiantil. Los catedráticos comenzaron a fijarse en él. Durante el segundo curso escribió otro largo ensayo titulado: «Catorce consejos para estudiantes que quieren sobresalir sin mover exactamente más de dos dedos o cómo esconder el hecho de que no sabes ni una mierda». Repartió gratuitamente el folleto entre todos aquellos que lo quisieran. Todos lo querían, y la mayoría de ellos se morían de risa. Jon Mohr se había convertido en el reyezuelo de la facultad y hasta empezaba a ser resultón para las mujeres.

No obstante, nunca llegó a licenciarse en Derecho.

Ya cuando cursaba el tercer año, le ofrecieron un trabajo de mucha pasta en la principal agencia de relaciones públicas de Noruega, en una época en la que el sector estaba tan en auge que no se vislumbraba la cima. Tras cuatro años de experiencia se llevó a los mejores compañeros y a la mayor parte de la lucrativa clientela de la compañía y empezó su propio negocio.

Y conoció a Ellen.

De nuevo, solía decir. Había estado enamorado de ella desde secundaria, como tantos otros. La diferencia era que ahora ella también se había fijado en él.

Debió de haber sido más o menos ese el momento en que las cosas cambiaron, pensó Inger Johanne mientras aparcaba el Polo de su madre en el exterior del doble garaje de la calle Glad. Al menos debió de haber sido el principio del extraño proceso en el que Jon florecía, y Ellen, lentamente, al principio casi de forma imperceptible, se iba transformando en otra.

La puerta de entrada estaba entreabierta.

—¿Hola?

Inger Johanne echó un vistazo por la puerta del recibidor.

—Entra —dijo Ellen, que bajaba corriendo las escaleras desde el segundo piso.

Llevaba un jersey rojo y unos pantalones vaqueros, con los pies desnudos introducidos en un par de Crocs negros. Inger Johanne se sintió incómoda al ver el rostro ligeramente maquillado con pintalabios recién aplicado. Ella, por su parte, se había saltado todo ese ritual a sabiendas de que iba a ver a un ser humano compungido, que probablemente iría en chándal.

—¡Aún no sé nada de Jon! —dijo Ellen, jadeante—. He intentado llamar a Gabriel Grossmann, pero no logro dar con él.

—Hola —la saludó Inger Johanne—. ¿Quién es Gabriel Grossman?

—El abogado. ¡El abogado de Jon!

Ellen no hizo ningún ademán de darle la bienvenida.

—Supongo que se trata de un abogado profesional —dijo Inger Johanne—. Además, estoy bastante segura de que solo han citado a Jon para el interrogatorio. En cuanto la policía…

—¡El agente de policía vino aquí! ¿No podía haber llamado y ya está? No se interroga a la gente un sábado por la noche, ¿verdad? No si no se considera que es algo muy grave, que…

Al fin, la fachada se vino abajo. Empezó a llorar escondiendo su rostro tras el antebrazo un momento antes de que, de repente, avanzara tres pasos y se abrazara al cuello de Inger Johanne.

—Homicidio —dijo sollozando tras unos segundos—. Creen que Jon ha asesinado a Sander.

—Por supuesto que no lo creen —contestó Inger Johanne acariciando ligeramente la estrecha espalda de su amiga.

Olía a recién duchada; bajo el jersey suave, su columna vertebral parecía un cordón de perlas de madera.

—Seguramente solo vino para…

—¡Ese maldito policía lo dijo!

Ellen soltó su cuello tan súbitamente como lo había abrazado. Retrocedió un par de pasos tambaleándose. El rímel se corrió y se pegaron restos de pintalabios en el jersey de Inger Johanne.

—Lo dijo cuando Jon quiso saber por qué era necesario que el interrogatorio se llevara a cabo tan pronto —profirió llorando—. Dijo… —Inspiró hondo y alzó los hombros en un convulsivo intento de sobreponerse—. Dijo exactamente: «Nunca se sabe en casos así. Cuando mueren niños, debemos averiguar si puede tratarse de maltrato».

Sus ojos se abrieron aún más.

—Escucha —dijo Inger Johanne suspirando de forma audible—. El policía ese es tremendamente inexperto. Ya lo comprobaste anoche.

—¡Yo anoche no comprobé nada! —gritó Ellen, que se desplomó lentamente hasta quedarse en cuclillas con las manos cruzadas alrededor del cuello—. Solo comprobé que Sander había muerto. Mi hijo ha muerto, Inger Johanne. Se cayó de una escalera y yo…

El llanto se convirtió en un prolongado aullido. Inger Johanne sintió cómo su piel se le encogía y, de hecho, no tenía ni idea de lo que iba a hacer. Intuía que Ellen estaba fuera de sus cabales y, probablemente, sería inútil afrontar la histeria con sensatez.

—Pero yo sí me fijé en lo que sucedía —replicó con calma—. Y lo más llamativo de ese policía es que apenas es aún policía. Créeme. No obstante, ha ido a la academia y habrá aprendido algunas cosas. Algo que aprenden allí es que siempre ha de investigarse la muerte de un niño para…

Los gemidos resultaban insoportables.

Inger Johanne se sentó en el suelo apoyada en una rodilla. Colocó a modo de tentativa una mano sobre el hombro de Ellen.

Cuando Ellen Mohr todavía era Ellen Krogh, era una mujer con formas. Con los años había adelgazado, y finalmente se había vuelto flaca. Tres abortos involuntarios casi la habían agotado antes de ser capaz de dar a luz a un hijo con la ayuda de una clínica de fertilidad finlandesa. Sander pesó 4,850 gramos cuando lo sacaron con cesárea, y aquello fue como si el resto del cuerpo de Ellen, que había sido tan exuberante en tiempos, desapareciera con él. No obstante, hacía deporte cuatro veces por semana, durante todo el año, y con el tiempo se iba asemejando a una corredora de maratón. Fibrosa, fuerte y escuálida. La mano de Inger Johanne podía sentir su clavícula tensa como un palo.

—Solo es mera rutina —dijo ella en voz baja intentando establecer contacto visual—. ¿No podríamos subir al salón y hablarlo?

Los prolongados gemidos se desvanecieron. Ellen se levantó lentamente y titubeando. Pasó el dedo índice por debajo de los ojos sin que sirviera para nada, ya que el rímel le dibujó unas bolsas negras sobre los tensos y elevados pómulos.

Sin decir nada subió por la escalera. Inger Johanne la seguía.

El salón estaba recogido. Habían desaparecido todos los indicios de la fiesta que se había preparado el día anterior. La mesa del comedor estaba desnuda, con excepción de un frutero de vidrio multicolor lleno. A través de las puertas de una vitrina que había junto a los ventanales que daban al suroeste, Inger Johanne observó que habían vuelto a colocar todas las copas en su sitio, alineadas en la estantería en una fila de altura ascendente. Las pequeñas flores de adorno de la noche anterior habían desaparecido. Las decoraciones florales de mayor tamaño, dispuestas en dos jarrones iguales, se habían renovado con más rosas del jardín y estaban colocadas en ambos extremos de la repisa de la chimenea.

—Jon puso orden anoche —aclaró Ellen, como si inmediatamente percibiera que Inger Johanne estuviera asombrada porque alguien fuera capaz de pensar en poner orden después de lo que había pasado—. Ninguno de los dos hemos podido dormir. Yo daba vueltas sin parar, pues me sentía muy inquieta, pero ya conoces a Jon.

Realmente no, pensó Inger Johanne.

—Es tan racional —seguía Ellen—. Siempre quiere aprovechar cada instante del día. Hasta la comida está en el congelador y todo. Jon es tan…

Dejó hundir su cuerpo en uno de los sillones colocados cerca de las ventanas.

—Ni siquiera nos enteramos de lo del acto terrorista. No hasta que llegó la madre de Jon esta mañana y nos lo contó todo.

—Quizás haya sido lo mejor —dijo Inger Johanne sentándose en una silla—. De verdad, es un fin de semana horroroso. ¿Has dormido algo?

—Un poco. Este mediodía. Helga, la madre de Jon, trajo unas pastillas para dormir. Helga es tan… práctica. Igual que Jon.

Ellen cogió el móvil de una pequeña mesa auxiliar que había entre las dos. Era evidente que no contenía ningún mensaje, ya que negó con la cabeza y lo volvió a dejar airadamente con un golpe seco.

—Ojalá que Jon regrese a casa —dijo lloriqueando, y se llevó las manos a la cabeza—. ¡No aguanto esta incertidumbre!

Inger Johanne intentó acomodarse mejor en el gran sillón.

—¿No puedes contarme qué pasó realmente mientras esperamos sus noticias? Si tienes fuerzas, claro.

—¿Me prometes que no detendrán a Jon?

—¿Prometer?

—¡Sí! Casi eres policía, Inger Johanne. A menudo has ayudado a Yngvar en casos complicados. Hasta el periódico se ha hecho eco de ello. ¡Me tienes que prometer que vas a demostrar que no ha hecho nada malo! No soporto la idea de perder primero a Sander y luego…

—Estoy muy lejos de ser policía —la interrumpió Inger Johanne con la esperanza de evitar un nuevo ataque de histeria—. Soy investigadora, Ellen. Lo sabes bien. No puedo prometer nada en absoluto. Pero si me cuentas lo que pasó realmente al menos podré…

No sabía lo que podría. Probablemente nada. De todos modos, lo más importante era calmar a Ellen. Jon llegaría a casa en breve, e Inger Johanne podría volver a la suya, con sus propias preocupaciones.

—No había nadie aquí —dijo Ellen de modo pausado.

Su voz vibraba débilmente y no pudo continuar.

—Bueno. ¿Quieres decir aquí en el salón o en la casa?

—Jon bajó para despedirse de su madre.

—¿Helga? ¿También estuvo aquí ayer?

—Sí. Es tan bondadosa. Si no fuera por la ayuda que nos ha brindado, no sé cómo hubiera salido todo. Es muy buena con Sander. Preparar una fiesta con él en medio es un suplicio, es…

Se protegía los ojos con la mano.

Parecía avergonzada.

—Le dije a Helga que ibas a venir para que ella se pudiera marchar.

—¿Dónde estabas tú?

—En la cocina. Creo.

—¿Crees?

—Quiero decir…

De repente juntó las manos en el regazo y comenzó a hacer frenéticamente circulitos con los pulgares.

—No sé si estaba en la cocina cuando se cayó. Pero venía de allí cuando le encontré. Joachim también acababa de salir. Le había pedido…

—¿Joachim? ¿También estuvo aquí? Quiero decir, ¿en ese momento?

—No. Lo recuerdo mal. Sí… ¡No! Estuvo aquí, pero bastante más temprano, por la mañana casi. Iba a volver para ir al cine con Jon y Sander. Después iban a salir a cenar y jugar con los videojuegos en casa de Joachim. Joachim es muy bueno con Sander.

Estaba claro que muchos eran buenos con Sander, pensó Inger Johanne.

—Oí a Jon abajo en el recibidor, cuando Helga se marchó —dijo Ellen.

Comenzó a morderse una uña larga y bien cuidada del dedo índice.

Aunque aquella noche de verano también era gris y el cielo amenazaba con romper a llover en cualquier momento, las vistas que tenían en frente eran espectaculares. Inger Johanne imaginó que sería posible ver hasta Dinamarca en un día claro, pero siempre le había asombrado la arquitectura de la casa. En la primera planta estaba el enorme salón con su propio comedor, una salita para la televisión y, además, un espacioso aseo para invitados. En la planta baja estaban los dormitorios y la cocina, justo al fondo del recibidor. Es verdad que también era grande y que tenía una mesa para las comidas diarias, pero, a pesar de todo, quedaba demasiado lejos del comedor, según el gusto de Inger Johanne.

Evidentemente era por las vistas, pensó por primera vez cuando estaba sentada detrás de aquellos cristales de doce o trece metros de ancho. Desde aquí eran aún más espectaculares, y por eso los salones acaparaban toda la planta.

—Entonces había mucha gente aquí, en torno al momento de…, de la muerte.

—Sí. No, en realidad, no sé… Sí. Yo estaba en la cocina. Jon estaba en el recibidor y entró directamente a su despacho, creo, tras marcharse Helga, cuando yo subí con las servilletas. Creo que podría decirse que fue el último toque antes de…

Se detuvo con un suspiro apenas audible. Los ojos estaban secos, como si ya no le quedaran fluidos corporales. Colocó su mano derecha sobre su mejilla en un movimiento suave, como para consolarse a sí misma. Ya casi se había mordido la uña del dedo índice entera.

Inger Johanne casi había perdido el contacto con Ellen cuando estuvo viviendo en Estados Unidos con unos veinte años. Su amiga no sabía nada de los catastróficos sucesos que la habían obligado a regresar a casa; de hecho, solo los había compartido con Yngvar al cabo de muchos años. Jamás se los había contado a nadie más. Pero Ellen al menos había intentado llegar a ella.

Ellen, que en aquel entonces todavía se apellidaba Krogh y era la líder de una pandilla de un centenar de amigos, no dejó que Inger Johanne se encerrase en sus estudios. Ellen la sacaba de forma literal de la pequeña habitación de alquiler en Majorstua, a veces tan brutalmente que Inger Johanne se negaba en redondo, irritada. Pero su amiga no se daba por vencida. A través de Ellen, Inger Johanne regresó finalmente, y de verdad, a su país de origen. A través de ella conoció a Isak, el despreocupado padre de Kristiane, un hombre tan alegre que su matrimonio estaba condenado al fracaso.

Ellen siempre la había tratado bien, pensó Inger Johanne, hasta que su vida se torció por completo con el tercer aborto y ya apenas fue capaz de tratarse bien a sí misma.

Inger Johanne miró el reloj de soslayo.

—O sea, ¿que fuiste tú quien le encontró? —preguntó tapando el reloj con la manga del jersey de la forma más discreta que pudo.

—Sí. Subí allí… —con una mirada de reojo apuntó innecesariamente hacia la escalera—… y enseguida le vi. No se movía.

—Y aquella escalera…

—La había ido a buscar él mismo. Normalmente está en el trastero que hay detrás del cuarto de baño.

De nuevo señaló la dirección con el dedo. Esta vez con un breve movimiento de cabeza, como si Inger Johanne nunca hubiera estado allí.

—Sospecho que planeaba pintar el techo. Hace tres semanas estuvimos en la basílica de San Pedro, en Roma, y casi se partió el cuello observando con detalle la decoración. —Una pequeña sonrisa acarició su rostro, la primera que Inger Johanne había visto desde su llegada—. Deberías ver su cuarto. Cuatro coches con nubes de humo en la parte trasera. En el techo. Sobre su cama. A Sander le gusta mucho pintar. Es lo único que realmente le mantiene concentrado durante un rato.

Inger Johanne le devolvió la sonrisa.

Permanecieron en silencio tanto tiempo que Inger Johanne se preguntó si Ellen se había quedado dormida. Sus ojos estaban cerrados y su aliento era lento y calmado.

—¿Ellen? —dijo en voz baja a modo de tentativa.

—No estoy dormida.

—Bueno.

—Estaba muerto. Lo vi enseguida.

—¿Cómo?

—Esas cosas se saben, simplemente.

«En realidad, no», pensó Inger Johanne.

—De acuerdo —dijo.

—La forma en que estaba tendido. No respiraba. Estaba muy quieto, terriblemente quieto.

—Me alegro de que no estuvieras sola —dijo Inger Johanne.

—¿Cómo? —preguntó Ellen abriendo los ojos.

—Que Jon estuviera aquí. Imagino que… ¿gritaste? ¿Te oyó?

—Sí. Bueno. Casi enseguida vino aquí. Creo. No estoy segura del todo. ¿No estaba en el despacho?

—Eso fue lo que dijiste.

—Claro.

Ellen pasó los dedos de ambas manos por su cabello tirando hacia atrás con tanta fuerza que durante un instante sus ojos quedaron arqueados.

—¡No lo recuerdo todo! —exclamó, otra vez con aquel tono estridente—. Helga se acababa de ir, yo subía con las servilletas y vi a Sander muerto al lado de la…, ¡la maldita escalera desplegable! ¡Jon me agarró! Intentó agarrarme y yo…

—O sea, que estaba aquí en ese momento.

—¿Quién?

—Jon.

—Sí, subió justo detrás de mí. Ya te dije que…

De repente se levantó y se colocó frente a Inger Johanne. El salón estaba en penumbra y la noche estival se aproximaba al otro lado de las ventanas. El resplandor de una lámpara de la terraza rodeó a Ellen con un halo e hizo que su rostro pareciera lúgubre e indescifrable.

—¡No creas que lo hizo Jon! Yo llegué primero. Lo…, lo juro, Inger Johanne, llegué con las servilletas, y Jon debió de oír mi grito, porque vino corriendo justo detrás, y me abrazó y me confortó y…

—Tranquila. Es normal no recordar todos los detalles tras experimentar un trauma así. De esa forma funciona el cerebro cuando…

—No dejes que detengan a Jon —dijo Ellen. Su voz sonaba ahora tan distorsionada a causa del dolor que a Inger Johanne se le puso la piel de gallina—. En ese caso no tendré nada. Nada, Inger Johanne. Ni hijo, ni trabajo, ni marido, ni dinero. Nada.

—En serio, debes intentar calmarte —insistió Inger Johanne levantándose lentamente.

—Tal vez sea mejor que te acuestes. ¿Te queda alguna de esas pastillas para dormir que trajo tu suegra?

Ellen asintió fugazmente con la cabeza.

—Él no lo hizo —balbuceó ella—. La policía cree que lo hizo Jon, pero…

Se oyó un portazo. Aquel sonido sordo y pesado indicó que se trataba de la puerta de entrada.

—¡Jon! —exclamó Ellen en lo que parecía más un grito que una llamada.

Pasos ágiles en la escalera.

—¿Por qué está todo tan oscuro? —preguntó Joachim.

La decepción hizo que Ellen se desplomara.

Nuevos pasos. Esta vez más pesados.

—Jon —susurró Ellen.

—Enciende alguna luz —contestó Jon, malhumorado—. Estás completamente a oscuras.

Inger Johanne carraspeó y se inclinó hacia delante desde el sillón, para dejarse ver.

—¿Eres tú? —dijo él de un modo inexpresivo—. Me preguntaba qué hacía ese coche delante del garaje.

Atravesó la habitación y cogió un mando a distancia de color blanco. La luz comenzó a manar del techo; al principio como si se tratase de un proyector, luego se fue atenuando hasta quedar en una luz nocturna dorada. Con el mismo dispositivo encendió alguna que otra lámpara de mesa en varios puntos de la habitación.

—Joachim y yo tenemos que trabajar —dijo brevemente.

—¿Trabajar? Pero…

Ellen se levantó y se volvió hacia el marido. Pasaba la mano fútilmente sobre los muslos, una y otra vez.

—¿Qué tal fue con la policía?

—No especialmente bien. Deben de haber contratado al idiota ese a través de Manpower o alguna otra empresa de trabajo temporal.

—Pero eres…

—Al parecer, jamás había hecho otro interrogatorio en su vida, ni de coña.

Inger Johanne también se había levantado. Ya eran las diez menos cuarto, y Ellen ya no estaba totalmente sola. Al menos no físicamente. Sin embargo, al verla allí de pie, cada vez parecía más abandonada.

Y, sobre todo, parecía que se iba a desmoronar de nuevo.

—¿Por qué tienes que trabajar ahora? —preguntó apenas logrando mantener la voz—. Estaba muy preocupada y pensé que podríamos…

—Hay un tema complicado que debe aclararse antes del lunes —interrumpió Jon.

—Los negocios no se detienen solo porque…

Inger Johanne comenzó a andar hacia la escalera. Intentó evitar mirar a los dos hombres quitándose las gafas y limpiándolas con la parte inferior de su jersey. Debió haber abrazado a Ellen, pero el ambiente era tan tenebroso que no pensaba más que en salir de allí.

—Gracias —le oyó decir a Jon.

No obstante, se volvió en cuanto alcanzó la escalera y volvió a ponerse las gafas.

—¿Cómo? —La pregunta escapó de su boca.

Jon se dirigió a Ellen. Se detuvo a medio camino.

—Gracias por venir a ver a Ellen. Supongo que ella te llamó al tardar yo tanto.

—Bueno. Sí.

—Tenía que pasarme por la oficina al regresar de la comisaría. Obviamente debí haber llamado. Gracias.

Parecía tener diez años más de los que tenía. Sin embargo, le recordaba al chaval del instituto que conoció hacía mucho tiempo. Su espalda estaba inclinada y sus hombros se prolongaban oblicuamente en dos brazos demasiado largos que colgaban con languidez a los lados. A pesar de que hacía algo de frío, el sudor dibujaba grandes círculos bajo sus axilas.

—Debemos comenzar ya —dijo Joachim—. No tengo fuerzas para continuar hasta muy entrada la noche.

Su joven compañero parecía tan fresco y recién arreglado como cuando llegó la noche anterior. Los vaqueros eran los mismos, pensó Inger Johanne, pero ahora se había puesto una camisa de algodón recién planchada y de un blanco reluciente. Lo único que distorsionaba la imagen del chaval veinteañero de aspecto perfecto eran los calcetines blancos que asomaban por sus mocasines marrones. Al igual que el día anterior, permanecía apoyado en la repisa de la chimenea y jugueteaba con un llavero grande.

—Solo hasta medianoche —aseguró.

Resultaba incomprensible que Jon necesitara trabajar ahora, apenas veinticuatro horas después de la muerte de su único hijo, en una noche de sábado en pleno mes de vacaciones. Tampoco parecía ser capaz de hacerlo. Por otro lado, las reacciones ante una pena eran bastante imprevisibles. Inger Johanne echó otra mirada en la dirección a Ellen. Estaba sentada con el rostro vuelto hacia la ventana y el horizonte de color gris oscuro, con las manos colocadas lánguidamente en cada brazo del sillón y con los ojos cerrados.

—Bueno —dijo Inger Johanne—. Hasta luego.

«Llamadme si necesitáis algo», debió añadir.

No lo dijo.

Los que residían en la casa no eran los únicos marcados por la muerte del niño. Hasta el mismo carácter de la propia casa parecía haber cambiado. Incluso las flores frescas parecían muertas; rebosaban coloridas y exageradamente relucientes, como si fueran de plástico barato. Quizá no fuera tan acusada la escasez de juguetes. Pese a todo, allí iba a celebrarse una gran cena el día anterior. Sin embargo, parecía que la casa ya había eliminado todo rastro de Sander, un chico que siempre iba a todas partes con sus cosas.

La escasez de fotografías familiares en las paredes, incluso en la cocina y el recibidor, se debía a que tenían más que suficiente con manejar al chico en vivo y en directo, según había explicado Jon en alguna ocasión. Él se reía, y muchos se reían con él, pero Inger Johanne ya reaccionó con cierto asombro en aquella ocasión.

La ausencia de recordatorios físicos de Sander era dolorosa. Indecente, pensó.

Saludó echando una ligera mirada en dirección a Ellen y bajó silenciosamente por la escalera. El recibidor era enorme y muy poco noruego; se trataba de una habitación vagamente rectangular de unos treinta metros cuadrados. En conjunto, las seis puertas interiores de roble eran idénticas, excepto la que conducía a la habitación de Sander. Cuando dejó a la familia Mohr la noche anterior, la puerta todavía rezumaba vida con el nombre del chico en letras grandes y coloridas. Ahora habían desaparecido. La madera de la puerta era algo más pálida allí donde había estado resguardada de la luz durante ocho años. El nombre de Sander aún se podía leer, aunque a duras penas.

Inger Johanne se detuvo. Oyó la conversación en voz baja entre Joachim y Jon, procedente del primer piso. Ellen no dijo nada. Tal vez se había quedado dormida, pues debía de estar completamente agotada.

En un arrebato, Inger Johanne se dirigió a la puerta de Sander. El suelo de gruesas tablas de roble no crujía en absoluto, algo bien distinto del parqué de Maxbo que Yngvar había colocado el año pasado, lo que imposibilitaba caminar de puntillas por ningún lugar de la calle Hauge.

Sintió cómo le subía el pulso levemente al poner una mano a tientas en el picaporte. Estaba bien engrasado y no hacía ruido, lo que le permitió abrir la puerta con suma facilidad. Un débil olor a algo que reconoció como pintura le acarició la nariz. Dejó la puerta entornada.

Una lámpara encendida que había sobre la mesilla de noche esparcía por la habitación una luz cálida y dorada.

Inger Johanne soltó el picaporte como si de pronto le hubiera dado la corriente. Amontonadas junto a una de las paredes había dos pilas de cajas, tres en cada una. Habían quitado las sábanas, las fundas del edredón y las almohadas. El edredón y dos almohadas yacían dobladas al pie de la cama, que tenía la forma de un coche rojo de Fórmula 1. El enorme escritorio situado debajo de la ventana estaba vacío, con la excepción de una caja grande de plástico sellado con cinta adhesiva ancha. Alguien había escrito en la cinta adhesiva con un rotulador rojo: «Ejército de Salvación».

Había un armario entreabierto. Pudo observar que también estaba vacío.

Inger Johanne presionó una mano contra su pecho. Alzó la vista hacia el techo. Era blanco y estaba recién pintado, pero solo le habían dado una mano de pintura. Aún se podía divisar el contorno de otra cosa debajo de aquella capa blanca: el dibujo de cuatro coches grandes, todos dotados de vehementes halos de humo gris.

Desaparecerían completamente tras otra mano de pintura.

Aún no habían transcurrido dieciocho horas desde la muerte de Sander, y aquel niño ya estaba a punto de esfumarse por completo.

—¡Chis! —susurró la madre de Inger Johanne con el dedo índice en los labios.

Todavía estaba en bata y zapatillas, a pesar de ser las diez y cuarto.

Tenía el rostro limpio y brillaba por la crema de noche grasa. Encima de los hombros llevaba una piel de gato en la que tenía una fe ciega desde que Inger Johanne tenía uso de razón.

—¡Yngvar está dormido!

Un intenso sentimiento de alivio hizo que Inger Johanne respirara sonoramente y se apoyara en la pared situada en el pequeño y angosto hueco de la escalera que conducía al piso de la primera planta del dúplex de Tåsen. Probablemente, su madre había oído llegar el coche, ya que había bajado para encontrarse con ella.

—Está exhausto —prosiguió su madre medio susurrando—. Apenas pude obligarle a comer algo. Solo iba a quedarme hasta que llegara, pero como ya me había preparado, pensé…

Su mirada mostraba inquietud y duda al mismo tiempo.

—Naturalmente que te quedarás hasta mañana —dijo Inger Johanne—. ¿Qué ha estado haciendo?

—No lo quiso decir. Apenas dijo nada. Parecía totalmente…, totalmente «pasado». ¿No lo llamáis así? Pero…

La madre acercó una mano hacia su mejilla. Sin embargo, la retiró enseguida cuando Inger Johanne echó la cabeza a un lado en un movimiento casi imperceptible.

—¿Qué te pasa, cariño? Estás muy…

—Ha sido un día agotador, solo eso. Un día totalmente horrible. He de admitir que yo también estoy bastante pasada. Aunque me haya tirado casi todo el día durmiendo.

Inger Johanne pasó a hurtadillas por delante de su madre y subió la escalera. Se detuvo un momento ante una de las numerosas fotografías familiares que decoraban la pared desde el suelo de la planta baja hasta el techo de la planta primera. Una desdentada, frágil y rubia Kristiane le sonreía, a sus siete años; llevaba a Sulamit, ya bastante destartalado, en los brazos.

—Esta foto es muy bonita —dijo en voz baja.

Su madre se había detenido detrás de ella en la angosta escalera.

—Sí. Pero esa es casi mejor. Aquí se parece mucho a ti.

Su madre señaló una fotografía de Kristiane sacada hacía solo un par de meses. Estaba sentada en el borde de un banco del jardín, con los pies colgando. Sus ojos grandes y azules como el agua parecían mayores por la seriedad de su alargado rostro. A causa del viento, su cabello formaba una aureola alrededor de su cabeza. Tenía diecisiete años, pero era tan pequeña como una frágil niña de trece.

—No se parece mucho a mí que digamos. Pesa la mitad que yo, supongo.

Inger Johanne prosiguió hacia la primera planta.

Su madre la seguía.

—Si no me necesitas… —susurró—. Creo que me voy a acostar.

—Cambiaré las sábanas de la cama de Kristiane —dijo Inger Johanne.

—No hace falta. Puedo dormir en la cama de mi propia nieta por una noche.

—No, voy a…

—Saqué a Jack a las nueve y cuarto. Servirá por esta noche. Buenas noches, tesoro. Espero de veras que puedas dormir.

Esta vez Inger Johanne no se apartó cuando su madre le acarició la mejilla con un gesto ligero como una pluma. Por el contrario, sonrió débilmente y colocó su mano sobre la de su madre.

—Que duermas bien tú también.

Durante un segundo o dos sus miradas se cruzaron. Kristiane tenía los ojos de su abuela materna, llegó a pensar Inger Johanne. La misma forma y el mismo color, y ahora, durante los últimos seis meses, los mismos repentinos destellos de resignación inconsolable.

—Te he preparado algo de comida —le dijo su madre—. Si no la quieres, puedes volver a meterla en la nevera. Puedo comérmela mañana temprano.

Aunque intentaba andar muy ligeramente, el suelo crujía al caminar por el pasillo y abrir con cautela la chirriante puerta de la habitación de Kristiane. El olor a crema hidratante y pasta dentífrica se dejaron notar un instante. Se oyó un débil trajín detrás de la puerta cerrada antes de que la casa quedara en un silencio absoluto.

Inger Johanne pegó una oreja contra la puerta de su propio dormitorio.

Apenas se percibía un ronquido tenue y regular cuando contenía la respiración. Su deseo de despertar a Yngvar y hablar con él sobre todo lo que les había sucedido fue durante un instante tan fuerte que dirigió su mano hacia el picaporte. Sin embargo, la retiró enseguida y se introdujo a hurtadillas en el salón con cocina americana, dejando la puerta cautelosamente cerrada. Su madre lo había recogido todo. Jack estaba tumbado bajo la mesa del salón y dormía; apenas movió las orejas cuando ella le saludó con un susurro. Todas las superficies estaban vacías y limpias; debían de haber limpiado el suelo con una aspiradora: la cocina parecía preparada para una exhibición. Inger Johanne no podía entender cómo su madre había tenido tiempo de hacer todo eso. Solo había estado fuera una hora y media. Lo único que había era un plato con dos sándwiches. Uno de paté rústico, champiñones tibios y una loncha de beicon crujiente; el otro con jamón y piña sobre una hoja de lechuga.

Todo estaba cubierto con una película de plástico. Junto al plato había un vaso de vino tinto. También estaba cubierto con un plástico.

—Mamá —susurró Inger Johanne, que de repente se dio cuenta de lo hambrienta que estaba.

La comida sabía a los años setenta. Aquella infancia de sábados con los sándwiches de mamá.

No podía recordar la última vez que había disfrutado tanto de un par de rebanadas de pan comidas con cuchillo y tenedor, tal como a su madre le hubiera gustado. Inger Johanne comía despacio entre pequeños sorbos de vino. La idea del posible embarazo le hizo vacilar un segundo, pero por el momento la apartó de su mente con indulgencia.

Todavía se estremecía por haber experimentado la silenciada existencia de Sander. Había logrado marcharse de su habitación justo en el momento en que Joachim y Jon bajaban por la escalera. Supuso que para ir al despacho de Jon. Se limitó a musitar un nuevo hasta luego antes de abrir la puerta principal y salir corriendo.

Sulamit seguía en la parte superior de la escalera de piedra.

Le tentaba la idea de coger el coche de bomberos y llevárselo, como si sintiera algún tipo de obligación de cuidarlo secretamente. En vez de ello se agachó para ocultarlo más bajo las hojas de rododendro.

La habitación de Sander la había sublevado más de lo que estaba dispuesta a comprender.

Pinchó con el tenedor el último trozo de sándwich.

En el futuro, incontables habitaciones de chicos y chicas iban a quedar vacías a lo largo de toda Noruega, pensó mientras masticaba lentamente. Intactas, con un disipado aroma de jóvenes ya inexistentes.

Mausoleos de vidas que nunca llegaron a florecer del todo. Madres y padres que de vez en cuando entrarían, tocarían alguna que otra cosa y sentirían un roce de presencia, el contacto con algo que debería seguir existiendo.

Sander se hallaba en cajas de plástico y cartón, con un nombre que la luz pronto borraría por completo de la puerta maciza de roble oscuro.

Yngvar le había contado cómo conservó durante una eternidad la ropa sucia de su mujer después de que ella y su joven hija murieran en un accidente año y medio antes de conocer a Inger Johanne. Había dormido durante meses con un jersey de algodón de su mujer colocado sobre la almohada…, hasta que ya no olía a nada. Luego lo lavó y lo guardó junto con el resto de la ropa en cajas de las que era incapaz de deshacerse. Cuando se mudó con Inger Johanne todavía tenía varias cajas de cartón llenas de objetos que habían pertenecido a Elisabeth y a Trine. «Son para Amund —murmuró cuando los colocaba en un lugar seco y seguro de la buhardilla—. Solo era un bebé cuando su madre murió. Necesita algo para recordarla. Y a su abuela».

Amund ya había cumplido trece años y quería a su abuelo materno más que a nada en el mundo, pero sentía un interés muy limitado por la ropa vieja de mujer y los juguetes de niña de los años ochenta. Aun así, las cajas seguían en la buhardilla.

Inger Johanne masticó el último trozo de sándwich y cubrió su rostro con las manos.

No pudo haber sido Ellen.

Ellen no pudo haber hecho que Sander se esfumara. Estaba demasiado descompuesta, demasiado abatida, destrozada y fuera de sí. Apenas era capaz de tenerse en pie y ni siquiera podía mantener una conversación. La sistemática limpieza de las cosas de Sander parecía, de repente, pura maldad. Inger Johanne advirtió que estaba sujetando los cubiertos con fuerza. Estupefacta, intentó relajarse.

Tampoco pudo haber sido Jon.

Jon quería a su hijo. Estaba segura de ello. No los había visto juntos con frecuencia, y a veces le disgustaba la manera en que, constantemente, se metía con el niño. No obstante, siempre lo hacía con una sonrisa seguida por una risotada con la que el padre le alborotaba el pelo. En una ocasión, en una reunión familiar —sería un par de años antes, en una fiesta de verano con niños y adultos—, Sander se cayó de la cama elástica. La vasta motricidad del chico no guardaba proporción con lo que se le podría ocurrir hacer: al intentar dar una voltereta, cayó contra la red de seguridad, tras lo cual topó contra el suelo por una hendidura. Jon estaba sentado junto a Inger Johanne. Su mirada y la angustia que expresó al levantarse bruscamente e ir corriendo hacia el niño le decían mucho más sobre los suplicios por los que pasaban Ellen y Jon que todas las quejas de Ellen.

Los dos padres querían a Sander.

Aun así hicieron que se evaporara.

Resultaba incomprensible que tuvieran fuerzas para ello.

Inger Johanne se puso tensa. Oyó algo lejano y cercano a la vez. Su oído se había agudizado tras diecisiete años de aflicciones. Ladeó la cabeza para localizar el sonido.

Alguien lloraba.

Inger Johanne soltó los cubiertos y se levantó con todo el sigilo que pudo. Se dirigió al dormitorio como si bailara una danza absurda, silenciosa y lenta, una danza en la que intentaba pisar las zonas del suelo que sabía que no crujían.

Se quedó helada cuando, con la boca abierta y la respiración entrecortada, se detuvo delante del dormitorio para escuchar.

—Yngvar —susurró al fin abriendo la puerta—. Soy yo.

Cerró la puerta y dio los tres pasos que la separaban del borde de la cama.

—¿Qué te pasa? —dijo en voz baja a la vez que colocaba por debajo del edredón una mano en la espalda de él.

Estaba tumbado boca abajo, con una almohada que le cubría la cabeza.

Su llanto era extraño y sobrecogedor. Inger Johanne se acurrucó en la cama. Él le dio la espalda cubriéndose el rostro con los brazos, resoplando y sollozando débilmente mientras ella intentó abrazarle sin éxito. Era enorme. Se había vuelto inmenso, ancho y pesado. Estaba acurrucado como un niño, presionando la almohada contra su boca hasta que soltó un gañido y se quedó sin aliento.

—¿Qué te pasa? —repitió una y otra vez hasta que al fin comprendió que Yngvar no podía contestar.

—Dios mío —murmuró el hombre mayor colocando la mano izquierda alrededor de su enjuta nuca.

La indumentaria verde del hospital reflejaba que había estado trabajando sin cesar durante más de veinticuatro horas. Llevaba las gafas tan al borde de su alargada y curvada nariz que amenazaban con caerse cuando se masajeaba la nuca con movimientos brutales y rudos.

—Y esto solo es el comienzo. ¿Hemos convocado a suficiente personal?

Una mujer mucho más joven, vestida de calle y con su rubio cabello recogido en una coleta, dio un suspiro sonoro.

—Todo bicho viviente —respondió—. Patólogos, radiólogos, radiógrafos. Expertos en huellas dactilares. Dentistas también. La gente estaba claramente dispuesta a interrumpir sus vacaciones.

—Faltaría más —dijo el hombre con un bufido—. Hay miles de seres humanos en este país que lo están pasando bastante peor que nosotros en este momento. ¿Qué hora es?

La mujer echó una mirada al enorme reloj que había en la pared, detrás del viejo patólogo.

—Casi la una y media —repuso ella tras lanzar un suspiro—. He mandado a la mayoría a casa. Todos necesitan descansar al menos cinco horas antes de mañana.

—Hoy —le corrigió el catedrático de modo áspero—. Técnicamente ya es domingo.

Al fin dejó su nuca y flexionó la cabeza de un lado a otro.

—Jamás me he arrepentido tanto de negarme a aceptar la jubilación a los sesenta y siete años —dijo desanimado, apoyándose contra la blanca pared mientras empujaba las gafas un poco hacia arriba con el dedo índice.

—Nunca te vas a jubilar —dijo la mujer sin una sonrisa en el rostro—. Nos vas a fastidiar a todos hasta que te mueras.

—Cosa que podría suceder en cualquier momento —suspiró él—. Al menos, así es como lo siento ahora. Vaya asunto. Vaya asunto más jodido.

Esto último se convirtió en un susurro.

Permanecieron en silencio. La chica apenas había cumplido los treinta y le quedaba toda una vida para llegar al nivel profesional de su mentor, pero por una causa u otra le llevaba ventaja. Las malas lenguas insinuaban que estaba enamorado de ella, pero la chica sabía que no era así después de verle por casualidad junto con su hija en el exterior de un cine hacía seis meses. Las dos mujeres, de edad similar, se parecían muchísimo. Además, ella creía que le gustaba que no le hiciera la pelota como la mayoría, que intentaba mantenerse en buenos términos con uno de los talentos más ilustres de todo el hospital general.

Durante un momento cerró los ojos y apoyó la cabeza contra la pared.

—Ese niño —dijo la mujer al cabo de un rato.

—¿Qué niño? —preguntó sin cambiar de postura.

—Ese que entró anoche. Nos limitamos a dejarlo ahí tumbado. No tiene nada que ver con los actos terroristas. Una caída de una escalera, creo. Un accidente doméstico espantoso que ha quedado un tanto relegado con esta…

El médico abrió los ojos, ladeó la cabeza y la miró fijamente por debajo de sus arqueadas cejas.

—Con esta catástrofe —se aventuró a concluir—. He realizado un TAC cerebral. Fractura de cráneo. Hemorragia intracerebral con irrupción en los ventrículos. También había indicios de desplazamiento de línea media. Además tenía una severa fractura de codo, aunque esto no pudo haberlo matado. Pobrecito.

—¿Todo eso como resultado de una caída?

—Pues no lo sé, pero si uno tiene mala suerte y cae sobre algo duro, entonces…

El catedrático dio un paso alejándose de la pared y volvió a mover la cabeza de un lado a otro.

—El niño también tenía dos incisivos rotos —prosiguió la mujer—. Uno de ellos…

Carraspeó tapándose la boca con una mano contraída en un ligero puño.

—Seguía allí dentro. En la boca, quiero decir.

—Saca un análisis de sangre —le ordenó él—. Sigue el procedimiento. Pero hazlo de manera breve y simple. Rellena el certificado de defunción y, si no averiguas más de lo que ya sabes, señala lo habitual, «muerte sospechosa», y lo mandas todo a la policía. Que ellos hagan un seguimiento del asunto. Su tarea es llegar a una conclusión.

Sus labios se estrecharon en una sonrisa hosca.

—Lo ocurrido hoy en la zona de los ministerios tan solo ha sido un anticipo —dijo en voz baja.

—Mañana, cuando se desaloje la isla de Utøya, será peor. Quiero que nos concentremos al cien por cien en la tremenda tarea que tenemos por delante. Termina con el niño tan pronto como puedas.

Giró sobre sus talones y se marchó.

—De acuerdo —respondió la mujer dejando deslizar la cola de caballo por su mano derecha—. Lo haré esta misma noche. Así ya habremos terminado con él.

El sueño desapareció con la misma brutalidad con la que le había noqueado hacía pocas horas.

Solo eran las seis de la mañana del domingo 24 de julio cuando Jon Mohr abrió los ojos y sintió que su pulso era demasiado rápido. Sus oídos zumbaban después de un sueño en el que se hallaba acurrucado en una pequeña habitación que disminuía cada vez más a su alrededor. Unas altísimas paredes de metal se estrechaban más y más mientras él divisaba un menguante cielo cuadrado que no lograba alcanzar. Cuando ya no le era posible respirar y descubrió, además, que la pared tenía pinchos, se despertó.

Estaba tumbado boca arriba, con los brazos colocados a los lados, las piernas un tanto despatarradas y un horrible dolor de cabeza que le hizo gañir en cuanto se levantó. Ellen dormía profundamente. Había tomado un somnífero. O tal vez dos, sospechaba. Se había mostrado extrañamente nerviosa la noche anterior, cuando la sorprendió en el baño con la puerta sin cerrar. Ahora parecía tranquila, acostada de lado, con su oscuro y graso cabello peinado hacia atrás y embadurnado de una especie de bálsamo que, según decía, era la razón por la que su cabello seguía siendo su principal activo a sus cuarenta y tres años. Además, claro está, de su delgado cuerpo; un cuerpo bien entrenado y fibroso del que se sentía muy orgullosa, aunque la lactancia y el ejercicio habían consumido sus senos. Y su trasero, tan garboso en tiempos, se había resecado hasta quedarse en nada.

Resopló en cuanto puso los pies en el suelo con un balanceo.

Salió del dormitorio, descalzo y desnudo, arrastrando los pies. En el baño vació la vejiga mientras se contemplaba en un enorme espejo engastado en la pared. La luz estaba apagada; la aurora, que se antojaba aún más opaca a través de las ventanas de vidrio arenado, le hacía parecer un espectro. A pesar de haber pasado quince días de vacaciones en Italia hacía tan solo un par de semanas, su piel parecía pálida, casi azulada. Tenía el rostro consumido y los ojos sanguinolentos. Se hizo una mueca a sí mismo en el espejo.

Levantó el puño sin pensar. Lo observó un momento en el espejo con una mirada de soslayo antes de incrustarlo con todas sus fuerzas en la superficie de cristal de dos metros cuadrados. Se rompió casi sin hacer ruido. Todos los trozos de cristal se quedaron pegados a la pared, pero en el lugar del impacto se extendía una estrella puntiaguda cuyo tamaño aumentó cuando volvió a incrustar su puño en el cristal.

—Sander —pronunció imperceptiblemente con los dientes apretados—. Sander.

La sangre le corría por la mano.

Agarró el rollo de papel higiénico y enrolló un pedazo alrededor de la herida. La hemorragia era tan fuerte que tuvo que gastar casi la mitad del rollo antes de aventurarse a limpiar las manchas del lavabo y del suelo.

En realidad, lo peor no era estar tan asustado como estaba.

Lo peor era estar solo.

Con un cuarto de rollo de papel higiénico liado alrededor de su mano derecha, salió desnudo del baño y se dirigió al pasillo. Pasó junto a numerosos armarios con ropa femenina demasiado cara, fue al recibidor y, sin vacilar, entró en la habitación de Sander.

A alguien se le había olvidado apagar la lámpara de la mesilla de noche. La amarillenta luz le hizo cerrar la puerta. El hecho de estar allí, en esa habitación semivacía, con los objetos de su hijo agrupados por cajas, las cortinas azules con coches de carreras que se movían débilmente con la corriente de la ventana entreabierta, le hizo pensar que todo saldría bien. Que todo había sido solo un sueño. Que podía dar marcha atrás en el tiempo —algunos años o meses, algunas semanas o quizá tan solo unos días— y comenzar de nuevo.

Con cautela se tumbó en la cama cubriéndose con el desnudo edredón.

La sangre había traspasado el papel higiénico. Se lo arrancó y tapó la herida con la boca hasta que el empalagoso sabor a hierro le entumeció la lengua. Su mano no paraba de sangrar. Se dio por vencido. Se acurrucó debajo del edredón frío cerrando los ojos mientras la sangre seguía fluyendo encima de un colchón que, de todas maneras, se iba a tirar.

Podría despertar a Ellen, pensó; la podría sacar cuidadosamente de su sueño medicado con una taza de café; podría hacerle el amor hasta que despertara y contarle todo. Podrían compartir el secreto, tal y como siempre compartían todos los secretos. Todavía había amor entre ambos, al menos retazos de él, de lo que una vez había sido cuando él la conquistó delante de las narices de todos aquellos que pensaban que la merecían más que él. Se la seguía mereciendo. La necesitaba, y ella también lo necesitaba a él. Así era y así había sido siempre.

Era demasiado tarde, pensó súbitamente, y se levantó.

Sacó una cubeta de pintura de debajo de la cama. La brocha estaba en un cartón de leche abierto y lleno de agua, en el fondo de uno de los armarios vacíos. Con los dedos presionó las cerdas para escurrir el líquido y mojó la brocha en la pintura blanca. Goteaba un poco, pero le dio igual. Debía utilizar un rodillo, pero no tenía ninguno. No importaba. Jon pintó el techo con la mano izquierda, dando enfurecidas pasadas mientras frecuentemente se lamía la sangre de la derecha, borrando así las últimas huellas de los frescos del techo dibujados por su hijo: cuatro magníficos coches con nubes de humo saliendo de la parte posterior y con bocadillos que contenían las letras ROOAM seguidas de tres signos de admiración.

Nunca era demasiado tarde, pensó cuando todo quedó de color blanco y todo su cuerpo desnudo estaba manchado de pintura. Nunca era demasiado tarde y Jon no se quiso dar por vencido. No era de los que se daban por vencidos. Él era de los que tenían cuidado.

Siempre lo había tenido.

Joachim Boyer no había dormido.

Cuando volvió de casa de Jon y Ellen a las doce y media de la noche, se sentía demasiado excitado para dormir. Después de media hora en la máquina de remo y una hora de yoga seguida por un baño caliente, finalmente se sintió en condiciones de irse a la cama. Sin embargo, no lograba conciliar el sueño. Demasiados pensamientos, demasiado caos. Consideró durante un buen rato volver a levantarse, pero tenía la cabeza muy embotada y el cuerpo muy debilitado.

Las sábanas estaban húmedas, a pesar de haberlas cambiado hacía tan solo dos días. El edredón le daba demasiado calor, pero tenía frío en cuanto se lo quitaba.

El despertador marcaba las 6.17.

Se dio la vuelta hacia un lado; se lamentó de no guardar somníferos en la casa. En mayo le había pedido a su hermana, que era médica, una caja de Imovane. Puesto que nunca estaba enfermo ni había tenido problemas de sueño hasta ese momento, ella se preocupó. Él usó el trabajo como pretexto, diciendo que tenía mucho que hacer. Además alegó que Anja y él ya no estaban del todo bien. En principio, todo era cierto. Se deshizo de Anja un par de semanas más tarde. Todo lo demás era más grave. Durante cuatro noches tomó un somnífero a la hora de dormir. La indolencia y el sentimiento de no ser amable con su propio cuerpo le hicieron tirar el resto de las pastillas por el retrete. No debió haberlo hecho.

En la mesilla de noche, junto al despertador, había una figura de madera que, poniéndole mucha voluntad, recordaba un barco. Joachim se levantó apoyándose en un codo mientras se acercaba con prudencia a la embarcación. Mediría unos veinte centímetros y tenía la proa demasiado chata. El puente de mando, en realidad un trozo de hormigón que Sander había encontrado en el patio del colegio, estaba mal pegado, torcido, y resultaba demasiado grande.

El niño dibujaba asombrosamente bien, pero en cuanto las figuras se tornaban tridimensionales y había que tallarlas, su habitual torpeza salía a relucir. Cuando llegó el solemne y feliz momento de botar la embarcación en la bañera, la nave volcó súbitamente en la pila, antes de hundirse poco a poco en sus cristalinas aguas. Sander se puso a llorar y permaneció inconsolable hasta que Joaquim le prometió que construirían otra embarcación juntos. Para consolarle le dijo que el barco era tan flamante que, en realidad, debía usarse como objeto de decoración, así que el niño se lo regaló.

La figura resultaba pesada al sostenerla en la mano. La luz del alba, que atravesaba la grieta abierta entre las opacas cortinas y el marco de la ventana, quedó reflejada en la gran cantidad de cabezas de clavo (supuestos ojos de buey) remachadas irregularmente a lo largo de todo el casco.

Joachim olfateó la embarcación.

De alguna manera olía a Sander: la arena, la pintura, todo.

Volvió a colocar súbitamente el barco en su lugar y apartó el edredón para levantarse. Los calzoncillos bóxer se le pegaban a los muslos y, antes de entrar en el cuarto de baño para abrir el agua fría de la ducha, se los quitó.

Sander había muerto, pero, por lo demás, todo saldría bien. Ahora todo saldría bien, pues tenía la situación controlada. Si fuera posible volver atrás en el tiempo, Sander estaría vivo. Joachim se había percatado, lo había visto y debería haber hecho algo, pero en la vida real no existen los botones de rebobinado y las cosas han de suceder como suceden. Dejó correr el agua helada sobre su cuerpo, para despejarse la cabeza y tratar de colocar su cuerpo en el lugar donde siempre debió estar, en su propio lugar.

Todo iría bien. Tenía el control.

Si no hubiera sentido ese maldito miedo.

Tras la enorme catástrofe, parecía que el agente Henrik Holme ya no trabajaba en la comisaría de policía. Cuando en la noche del viernes detuvieron al terrorista, que resultaba que residía en Oslo, Holme quedó como lo que en realidad era: un inexperto sustituto de verano. No pertenecía a otra línea de mando que la que ahora le llevaba a encargarse de una fina carpeta cuyo contenido versaba sobre una muerte que a nadie le interesaba lo más mínimo. En la cubierta ponía: LA LETRADA RESPONSABLE. Seguramente, aquella mujer aún no tenía ni idea del caso.

En realidad, ni siquiera había caso.

Jon Mohr se había comportado como un chalado durante la media hora de interrogatorio de la noche anterior, pero no podía reprochárselo del todo.

A decir verdad, sentado tras el escritorio con una solitaria carpeta, tenía que admitir muy para sus adentros que aquel hombre tenía razón. Jon Mohr no le había tocado. Solo le había asustado, y, además, él debía asumir su parte de culpa. Sus palabras no habían sido precisamente las apropiadas. Fuera como fuera, perder a un hijo debía de ser un suplicio, y dado que ello había sucedido a raíz de un accidente doméstico, los remordimientos suponían con seguridad un fastidio.

Probablemente, la carpeta verde no contenía ningún caso, pero le pertenecía, y era la única que tenía.

En ese momento, sentado en aquel triste e impersonal despacho, no entendía muy bien cómo se le había ocurrido ir a trabajar. Era un domingo por la mañana, y aunque muchos de los que trabajaban en el edificio grande y arqueado de Grønlandsleiret habían sido convocados cuando disfrutaban de sus vacaciones y su tiempo libre, aquello obviamente no le afectaba a él.

Nadie le había dirigido ni una palabra desde el viernes por la tarde.

Henrik abrió la botella de Coca-Cola Light y dio un gran trago. Se había pasado por el Seven Eleven para comprar una bolsa de bollos con trocitos de chocolate. Ya había devorado dos de ellos, pero vio que el tercero tenía un aspecto aplastado muy poco apetecible cuando lo sacó de la mochila. El chocolate le recordaba a algo innombrable, puesto que, en parte, se había derretido pegándose al papel. Echó un vistazo a la lamentable bollería antes de doblarlo todo y tirar la bolsa a la papelera vacía.

Introdujo profundamente el dedo índice en el orificio nasal izquierdo.

La cubierta de la carpeta también servía como listado de los principales documentos. No quedaba bien del todo. No podía rellenarla con ningún inculpado. Tampoco tenía nada que añadir en la casilla de hechos denunciados. ¿Tal vez había cometido un error? Puede que existieran cubiertas especiales para casos como ese; casos de muerte sospechosa que, en definitiva, solo pasaban por la policía para cubrirse de polvo antes de ser sobreseídos como «asunto no punible».

Sabía que el concepto de muerte sospechosa era solo una suerte de cajón de sastre y que normalmente las muertes no eran sospechosas en absoluto. Sobredosis. Suicidio. Ahogamiento. Cosas de esas. Quizás había cogido el impreso equivocado. Para empezar, ni siquiera era él quien, en rigor, lo tenía que rellenar.

De pronto, se sintió muy inseguro y comenzó a hurgar hondamente su orificio nasal.

La cubierta tenía unas casillas para los datos personales, el responsable fiscal y el investigador. Asimismo, había unos espacios para la enumeración y descripción de documentos particulares del caso, con fecha y autoría.

El documento 00 era la cubierta en sí.

El documento 01 era el interrogatorio del «testigo Jon Mohr», redactado por Henrik Holme.

Y ya no había más.

Esperaba que pronto le llegaran los documentos del instituto forense. Así al menos podría incluir un documento 02.

Asuntos de poca monta.

El título de la casilla situada en la parte superior de la hoja era: «Casos relacionados». Las columnas estaban vacías.

Podría comprobar la Strasak, es decir, el registro de procesos penales de la policía, al menos para pasar un buen rato. Aunque no era muy probable que un tipo con ese enorme chalé en Grefsen y dos coches en el garaje tuviera otros procesos penales en marcha. Además, en rigor, este minúsculo caso tampoco afectaba a Jon Mohr, sino a su hijo.

No obstante, accedió rápidamente a la Strasak y tecleó el nombre y el número personal de Jon Mohr.

—¿Cómo? —susurró cuando apareció la imagen en pantalla.

Jon Mohr estaba registrado como inculpado en un proceso penal, leyó mientras oía cómo él mismo tragaba.

«Sospechoso de violación de LITV § 3-3, cf. §§ 2-2 y 17-3, párrafo 2», aparecía en la luminosa pantalla. ¿LITV? Obviamente se trataba de la Ley de Intercambio de Títulos de Valor, y dejó deslizar el dedo por la pantalla. La sección de economía.

Henrik memorizó las referencias de los artículos y salió de la Strasak para acceder de inmediato a la base de datos de las leyes noruegas. Los ojos recorrieron el texto hasta encontrar lo que buscaba. Se recostó triunfante en la silla.

¡Tráfico de influencias!

Jon Mohr era un bandido. Un gandul que estaba siendo investigado por haber intercambiado dinero de manera delictiva. Cierto que en la Strasak no mencionaba hasta dónde se había llegado en el caso ni de lo que trataba en realidad, pero Henrik ya sabía lo suficiente sobre tráfico de influencias como para comprender que un hombre en la posición de Mohr constantemente poseía información que le podría dar buen resultado en la bolsa. Recordó que hubo un caso parecido hacía unos años, con un tipo de una de esas agencias de publicidad. El hombre fue condenado por haber filtrado los secretos profesionales de un colega que, por su parte, compró acciones que posteriormente le proporcionaron unos suculentos beneficios y le permitió entregar una atractiva comisión al publicista en señal de agradecimiento.

Algo así fue, creía recordar Henrik.

Pero una cosa era la delincuencia económica, y otra, el infanticidio, admitió a regañadientes para sus adentros. Por otro lado, el caso de tráfico de influencias podría haber colocado a Jon Mohr en un estado de irritación, nervios e impaciencia. Lo había demostrado con creces durante el interrogatorio de la noche anterior. Tenía la mecha muy corta. Se encendía al instante. Henrik sabía bien que los niños de alrededor de ocho años podían ser un auténtico tormento. Él mismo tenía un primo de esa edad. Algunas veces se sentía tentado de clavar a aquel gamberro en la pared.

El delgado cuaderno que había sobre la mesa, de repente, parecía más interesante.

Tal vez, después de todo, hubiera caso.

Si así fuera, sería un caso real, un gran caso, un caso sobre muerte y asesinato. Era suyo, de Henrik Holme, y él era el único que lo estaba investigando.

Vació la botella de refresco de un sorbo y contuvo un eructo.

Primero quería redactar su propio informe. Al menos le daría más peso a la carpeta, en todos los sentidos de la palabra. Al día siguiente añadiría los documentos del instituto forense. Dependiendo un poco de las conclusiones, pediría permiso al asesor policial para seguir adelante, para trabajar con mayor profundidad, hacer una labor más minuciosa. A él no le detendrían ni una madre histérica ni un padre con trajes elegantes y un Porsche. Sabía que el infanticidio era un campo con enormes cifras negras. Que un indiscutible principiante como él fuera capaz de esclarecer un asunto así supondría un enorme paso para alejarse de los excesos de velocidad y la conducción sin permiso.

—Sander Mohr —susurró golpeando rítmicamente la mesa con la botella de plástico vacía.

Casi se iba creciendo en la silla.