8

Jack salió a pasear por el jardín la mañana de su segundo día en la clínica. Estaba ojeroso y se sentía cansado. No había conseguido dormirse otra vez después de la pesadilla. Caminó hasta el lago y se quedó unos minutos de pie frente a las tranquilas aguas, esforzándose por recordar alguna cosa —lo que fuera— de su vida anterior. Le habían dado referencias, informaciones, datos. Pero en nada de ello encontraba un hilo que seguir para escapar del laberinto de su amnesia. Le contaron que era periodista, reportero de sucesos en un periódico de Albuquerque. Que vivía en las afueras, que tenía un viejo Ford Mustang restaurado, que era aficionado a la natación y al baloncesto…

Pero nadie fue a verle al hospital, se recordó otra vez, como le había dicho al doctor Engels. No tuvo ni una sola visita. Cuando preguntó por sus familiares le dijeron que ninguno estaba ya vivo. Asumió que era soltero, porque de lo contrario habrían aparecido su mujer y quizá también algún hijo. No tenía por qué estar casado, pero era inaudito que ningún amigo le hubiera visitado. Todo el mundo tiene algún amigo. ¿Por qué él no? Siempre que planteó esa cuestión en el hospital le contestaron con evasivas. Lo había notado y le perturbaba. ¿Qué era lo que no querían contarle? ¿Sería él alguna clase de desalmado incapaz de tener un solo amigo? ¿O le mentían por su propio bien, porque no le convenía aún ver a nadie? Al parecer, eso iba a tener que descubrirlo por sí mismo.

Jack acabó sentándose en uno de los bancos de piedra que bordeaban la orilla. Al poco apareció el suspicaz hombre con el que se había topado el día anterior, nada más llegar a la clínica. Se le acercó despacio y se sentó junto a él. Sólo cuando ya estaba a su lado preguntó:

—¿Le importa…?

—No, en absoluto —dijo Jack.

Ambos estuvieron un buen rato en silencio. Jack habría hablado de habérsele ocurrido qué decir. Fue el otro quien lo hizo, aunque de un modo enigmático.

—Dentro de poco. Dentro de poco…

—¿Qué?

—Aunque nadie me crea, yo voy a descubrir la verdad.

—¿A qué se refiere?

El hombre hizo una pausa. Sus ojos se dirigieron hacia Jack y recobraron una expresión normal. Un segundo antes reflejaban el brillo de la demencia.

—Mi nombre es Anthony. Anthony Maxwell, escritor.

—¿Es usted escritor?

—De cuentos infantiles. Eso es lo que me han dicho. Pero yo, la verdad, no lo recuerdo. «Lo que debes hacer y lo que no, lo aprenderás con Bobby Bop».

Jack se sobresaltó al oír esa frase, dicha con voz de falsete, imitando a la de un niño. ¿Cuentos infantiles?, pensó. A aquel tipo le pegaba más la novela negra. O mejor, los libros de terror. Era siniestro y no dejaba de mirar a todas partes, desviando continuamente los ojos de un sitio a otro como si estuviera buscando algo. Su diestra quedó tendida hacia Jack. Éste la cogió con cierto reparo y recibió un apretón recio, más fuerte de lo que esperaba.

—Jack Winger.

—Encantado.

—¿A qué se refiere con lo de descubrir la verdad? ¿Qué verdad?

—Sí, la verdad. Nada es más importante que la verdad. Usted llegó ayer, ¿no es cierto? Le he estado observando. También quiere saber la verdad. —Los ojos de Maxwell volvieron a mostrar un brillo insano—. El final de mi sueño se acerca. Lo noto. Ya falta poco, sí. El tiempo se acaba. Quedan pocos días…

—¿Su sueño? —preguntó Jack—. Perdone que le interrumpa.

Maxwell levantó una mano y negó con la cabeza.

—No se preocupe… Lo entiendo —dijo, sin que Jack supiera qué quería decir con eso—. Es un sueño recurrente que el doctor Engels me ha… Tengo el mismo sueño desde que desperté en un hospital. Estuve allí ingresado antes de que me trajeran aquí. Me contaron que sufrí un ataque en mi propia casa. Alguien entró, supongo que para robar, y lo descubrí al volver. Me clavó un cuchillo de mi cocina. De mi propia cocina. Tiene gracia, ¿eh? —No tenía ninguna, y la gélida sonrisa de Maxwell lo confirmaba—. Los médicos me dijeron que estuve varios minutos sin riego sanguíneo en el cerebro. Es lo que se supone que causó mi amnesia. No recuerdo nada, pero sueño lo mismo cada noche desde entonces.

La idea que surgió en la mente de Jack era absurda. Resultaba imposible que el sueño del hombre fuera igual al suyo. Pero tenía que preguntarle.

—¿Puedo saber con qué sueña?

Eso hizo regresar la expresión desconfiada que Jack había visto en Maxwell la primera vez, cuando se cruzaron en el edificio de la clínica.

—No sé si debo. Ellos escuchan, ¿sabe, Jack? Siempre están escuchando. Puedo oírlos por las noches. Susurran por los pasillos.

—Ya —dijo Jack, a falta de algo mejor que contestar.

No había duda. Aquel hombre estaba mal de la cabeza, además de amnésico. Maxwell se le acercó todavía más y miró a su alrededor antes de hablar de nuevo.

—Tiene que jurarme que no va a contárselo a nadie…

Jack asintió, aunque ya estaba arrepentido de haber preguntado.

—No puede romper su promesa, Jack. Ya sabe lo que les pasa a los niños malos que mienten…

Hubo una nueva pausa. Muy larga. Jack pensó que tal vez Maxwell esperaba una respuesta, pero éste continuó.

—Que van al infierno, Jack. Eso les pasa… En mi sueño aparece un niño de unos diez años. Está en un parque de atracciones. Su madre lo ha dejado solo un instante. Él la está esperando. Un hombre se le acerca y le dice algo. Veo que está vestido de payaso, pero no consigo distinguir su cara ni oír lo que dice. El niño sabe que no debe hablar con extraños. Su madre se lo ha dicho un millón de veces. Pero todos los niños del mundo saben que los payasos son sus amiguitos. Incluso le da al niño unos globos amarillos. Su mami y él se habían hecho una foto con ese payaso un poco antes. El caso es que el niño acaba yéndose con él y montando en su coche. Debería tener miedo, correr, huir de allí… Pero no lo hace. Monta en el coche y luego…

Otro silencio.

—Luego veo un campo junto a un río, rodeado de árboles. Es de noche. La luna está en cuarto creciente. Aquel hombre, el payaso, está tocando al niño. Le hace daño, le pega y le grita. Le quita la ropa y… ahí termina el sueño.

Jack se sintió sucio sólo por haber escuchado aquel sueño repugnante. Era infinitamente peor que el suyo. Y el modo en que Maxwell lo contaba, usando a veces expresiones que sólo utilizaría un crío, ponía los pelos de punta.

—¿Y sabe qué es lo peor, Jack?

Era difícil imaginarlo.

—Que el niño de mi sueño soy yo. Es como si estuviera dentro de su cabeza, y pudiera saber lo que piensa y verlo todo con sus propios ojos.

También Jack parecía estar dentro de la joven nigeriana que asesinaban en su sueño. Era una gran coincidencia, desde luego. Pero no quería ni imaginar que su pesadilla pudiera tener la menor relación con la de Maxwell.

—¿Se la ha contado al doctor Engels?

—Se la he contado, sí. No quería, pero acabé haciéndolo. Todos acabamos contando nuestras pesadillas.

—¿Qué es lo que ha dicho?

—Que no quería hacerlo, pero…

—No, después de eso. ¿Qué quiere decir con que todos acaban contando sus pesadillas?

—Todos los pacientes de la clínica tienen una pesadilla que se repite. Cada uno la suya.

El doctor Engels le había explicado que todos los pacientes sufrían amnesia severa. Resultaba algo extraño, pero admisible. Sin embargo, lo que Maxwell le estaba diciendo simplemente no podía ser cierto.

—Pero… eso es imposible —dijo Jack en voz alta.

Maxwell ignoró el comentario y volvió a su letanía inicial.

—Voy a descubrir la verdad… Ahora tengo que irme. Estoy escribiendo un diario de mi estancia aquí y debo seguir mi rutina. La rutina tiene mala fama, pero ayuda a aprovechar las horas del día. El doctor dice que no puede interpretar mi sueño todavía. Que hay que esperar a que se complete. Pero no me fío de él. No me fío de nadie… ¿Cuál es su pesadilla, Jack? Cuéntemela.

Había una avidez desagradable en las palabras de Maxwell. Eso le hizo a Jack contener su impulso de hacer lo que le pedía. No quería compartir su sueño con aquel sujeto. Una especie de intuición le decía que no lo hiciera. En lugar de eso, Jack decidió preguntarle por algo que había mencionado al principio de su inquietante conversación.

—Antes ha dicho que el tiempo se acababa, que quedaban pocos días. ¿A qué se refiere?

Maxwell le miró con desdén.

—¿Y por qué voy a decírtelo? —De repente le tuteaba—. Tú no me has contado tu pesadilla.

Otra vez parecía un niño. Daba la impresión de estar a punto de decir «chincha y rabia» o algo similar. Jack no quería hablar más con ese tipo.

—Déjelo, es igual.

—Me he equivocado contigo. Eres igual que los otros.

Maxwell se levantó del banco y se dirigió al camino que llevaba al edificio principal, ceñudo y sin despedirse.

Jack casi respiró de alivio al quedarse otra vez a solas. Cerró los ojos. La luz del sol atravesó sus párpados, tornándose roja como la sangre. Ante las aguas cálidas, acunado por su murmullo y el piar de algunos pájaros, intentó relajarse y olvidar lo que Maxwell le había contado. Estuvo así durante algunos minutos, pero no sirvió de nada. Se sentía incómodo e intrigado. Se inclinó hacia delante, cogió una ramita del suelo y empezó a trazar con ella dibujos aleatorios en la tierra suelta. Sin que se diera cuenta, los dibujos se transformaron en números.

Cuando se levantó para regresar él también al interior de la clínica, los borró con el pie. Ni siquiera entonces se fijó en la cifra que él mismo había grabado en la tierra suelta del jardín: 27.143.616.