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Me grabó muchas veces más de las que yo imaginaba.

Lo descubrí cuando entré en la habitación de K. mientras él dormía. No lo hice a propósito ni tampoco sé si realmente dormía, pero no se movió mientras estuve allí. Llamé a la puerta, volví a hacerlo, no hubo respuesta. La empujé porque estaba entreabierta, quizá él quisiera que entrara. El caso es que lo hice, pasé y K. parecía dormir de lado sobre la cama, vestido.

En la mesa frente al balcón que daba al Barberini estaba el portátil encendido y mi rostro llenaba toda la pantalla, bien grande. Alcé las cejas. No pude evitar sentir curiosidad. Me acerqué y de nuevo me hipnotizaron las imágenes, pero esta vez no eran de trenes, esta vez eran de mí. Ahí estaba yo en decenas de fotos y de breves grabaciones que acababan inesperadamente, como en las películas de aficionado. Me veía filmada en todas las posturas y situaciones, en primeros planos, en planos medios, de cuerpo entero, sola o en mitad de la muchedumbre, despierta, dormida, asustada, risueña, mirando a la cámara y ajena a la cámara, acariciando a mi loro, cogiendo del brazo a Bruna, besando en la frente a Frédéric, pegada a un envarado Madi, abrazada a Sisi en la pick-up de mi padre, sentada en el fondo de un taxi. En muchos de esos momentos no me había percatado de que K. me estuviera filmando o fotografiando. Entre todas esas imágenes, no había ninguna de Yuri, claro. Y menos aún de Jergovic. Eso prohibido.

Vi también la foto de ayer, de cuando deambulábamos por Prati sin decir ni una palabra, aún con el impacto frío de las revelaciones de Jergovic de los días pasados. K. se había encaminado intencionadamente hacia un bar, el Antonini, en via Sabotino, en cuya puerta insistió en hacerme esa foto. ¿Por qué ahí?, pregunté. Porque daba la casualidad de que ahí, precisamente ahí, Lea lo había dejado, nueve años atrás. Los dos habían discutido bajo la lluvia de marzo y ella le dijo que no quería volver a verlo. K. le replicó con algo parecido, agriamente. Se insultaron. Se dijeron adiós. En medio de la calle y en medio de la lluvia Lea se fue para siempre. Él entró esa vez en el Antonini, el primer bar que vio. Entonces solo salió de allí cuando se supo verdaderamente borracho y fue a dar a un jardín donde se quedó dormido como un vagabundo. Pero, ¿por qué me hacía ahora una foto a mí, allí, en la puerta de ese bar? K. alzó los hombros. Para él era algo irrelevante, lo que importaba era poner una imagen nueva sobre una imagen vieja; avanzar, de eso se trataba. Era su método particular de progresión, por así decir. Y yo era lo que ahora progresaba en su vida.

Luego, como K. seguía sin moverse, vi en una esquina de la pantalla el archivo AVSDC, donde estaban todas las fotos que hacía a los objetos de su cajita metálica. Yo ya conocía algunas de las fotos. El propio K. me las había enseñado. Pero ahora, al abrir más carpetas de ese archivo, lo que me disponía a hacer era una flagrante invasión de su mundo. Ante mí se desplegó una sucesión vertiginosa de lugares irreconocibles, de absurdos montajes en los más insospechados escenarios europeos. ¿Era posible que aquella cúpula fuera de Moscú? ¿Ese callejón era de Atenas? ¿Aquel tren iba a Oslo? ¿Esa nieve era de Bucarest? ¿Esa playa estaba cerca de Oporto? ¿El reloj borroso pertenecía a Madrid? ¿El río que batía contra el puente era el Óder? Transmitían riesgo y derrota, no sé por qué.

De repente, cuando ya me había propuesto dejar de husmear, vi un archivo con el nombre de «Nur». Me quedé inmóvil, con el índice apoyado sobre la tecla sin atreverme a pulsarla. Sabía que no debía hacerlo. Eché otro vistazo hacia la cama, donde nada había cambiado. Quizá estuviera yendo yo demasiado lejos, no tenía ningún derecho de mirar las fotos de aquella albanesa con la que K. pasó la noche en Berlín. Me estaba entrometiendo en su intimidad. Pero la pulsé.

Inusitadamente, apareció una imagen que me era familiar. Era la foto de una de las vacas que los braceros de Frédéric subieron al camión del matadero, aquella mañana en Auvers. Y luego, al pasar a la siguiente foto, esta también era de otra vaca, o quizá de la misma. Pasé más fotos y en adelante todas las imágenes eran de vacas fotografiadas durante aquellos días, similares unas a otras. Un rebaño de fotos de vacas idénticas. Había también de otros animales. Las había de perros, por ejemplo. Reconocí a los de la granja Maudan, pero otros eran callejeros. Había algunas de ovejas y corderos. Luego las fotos empezaron a ser solo imágenes de cabezas de animales, cabezas vivas. De cabezas de vacas y de corderos. Y más adelante aún, lo que había, de manera sistemática, eran únicamente fotos de los ojos húmedos de las vacas. Ni rastro de la mujer que pudiera ser esa Nur. Cerré el archivo de inmediato y salí de la habitación sin que K. se diera cuenta de mi presencia, a menos que estuviera fingiendo.

Prati era uno de esos barrios estériles, de clase media, con casas altas y elegantes, alejado de los turistas. Era un buen sitio para caminar a solas, sin demasiado ruido, incluso para sentarse en alguna terraza con poca gente. En el Antonini, la tarde anterior, yo había querido hablar con K. de Jergovic, después de su abrupta desaparición. Lo que él nos había referido seguía oprimiendo mi pecho con una angustia de la que ya no podía escapar. Desde la última vez que lo vimos en el Da Nino, K. y yo no habíamos intercambiado entre nosotros ni una palabra sobre el asunto. Era demasiado brutal, había que asimilarlo en silencio y a solas. Pero de eso hacía ya dos días. Dos días en los que el teléfono no había vuelto a sonar proponiendo una nueva cita.

No comprendía por qué el serbio había dejado su revelación inconclusa. Me daba mala espina.

Cierto que Jergovic no me parecía en absoluto un charlatán; si acaso, podía parecerme un hombre consciente de tener una bomba en las manos que estaba pidiendo a gritos que se la quitasen, pero también tenía algo de esos apostadores locos al todo o nada, y no iba a venderse a cualquier precio. Quizá jugaba con nosotros a un juego cuyo sentido se me escapaba. Si era así, era obvio que pretendía sacar alguna ventaja.

No volver a tener noticias de Jergovic ni de Zana convertía en humo todo lo que nos había relatado. Cero. Sin el informe ni la cinta (solo contaba con la transcripción en aquel papel doblado), en realidad, todo lo que tenía era ficción. No había pruebas. Empezaba a inquietarme el hecho de haber sabido lo del tráfico de órganos y sus implicaciones políticas y no poder demostrarlo de ninguna manera. Cero también como periodista. Desde esta perspectiva, el atroz relato de Jergovic parecía más una hipótesis fantasiosa, tremendista incluso, pero de escaso valor en el juicio de La Haya. Al hacerlo público, tan solo serviría para hacer justicia a las mujeres violadas, solo a ellas, y solo moralmente. Un reconocimiento sentimental, una palmada en la espalda y luego nada, la vida seguía su curso. Me sentía una inútil al pensar que no podría hacer nada más por ellas.

Al menos esperaba una copia del informe que Jergovic redactó, de un puñado de fotos, de los datos concretos, de las listas que él dijo haber elaborado con las entregas de los órganos y con los médicos que habían actuado. Etcétera.

Pero no llegaba ese etcétera. Jergovic, las pruebas, Zana, todo parecía un espejismo. ¿Lo habríamos soñado, K. y yo? Eso me desesperaba. Creo que recorríamos juntos aquellas calles vacías de Prati arriba y abajo solo para engañar a la desesperación.

Por su parte, K., como ausente, me hablaba de Lea mientras nos perdíamos sin rumbo por el barrio. Me confesó que hubo muchos hombres en la vida de Lea, a unos los descubrió con ella y a otros los imaginó. A unos pocos los conoció cara a cara, de otros muchos solo supo de oídas. Los ciertos y los inventados. Porque los hombres inventados daban más miedo, decía, se adueñaban de los celos. Entonces, por alguna extraña asociación de ideas a raíz de hablarme de los hombres, en plural, empezó a hablarme de su madre. De Lea pasó a Renata.

¿Cuántos hombres había habido en la vida de Renata?

Muchos también. De golpe los recordó claramente. Y eso lo paralizó. Era un recuerdo profundo, difuso, muy lejano, que afloraba con la nitidez temible de un sonido que crecía. Había comprendido de pronto que Lea había sido en su vida el recambio de su madre: de una había pasado a la otra simbólicamente, sin transición. K. me hablaba de ello parado en la acera, mirando hacia delante, hacia el vacío, estupefacto y ensimismado, como quien había caído en la cuenta de algo fundamental que lo cambiaba todo en la arquitectura de su biografía. Y aunque me hablaba a mí, a veces tenía la sensación de que K. creía que estaba solo.

Sí, lo recordaba, lo recordaba por fin.

Había hombres en su infancia, sí, había hombres que entraban y salían de su casa cuando él era muy pequeño. Veía sus sombras. Comía melón en la cocina, oía ruidos de puertas, había silencio y aroma a colonia en el pasillo y él, K., veía de vez en cuando su silueta. Ese era su recuerdo más hondo. Luego, siendo un adolescente, algunas personas malintencionadas decían que Renata se había ganado la vida como prostituta cuando vino del extranjero, cuando regresó con un niño en brazos. K. había olvidado esas comidillas, esos cuchicheos a media voz que se extinguían cuando él aparecía o volvía la cabeza para escuchar los rumores sin alcanzar a distinguir las palabras exactas. Nunca les dio crédito.

Llegó a fabular, en cambio, una versión propia de la historia que le contaba su madre, pero sin embargo muy distinta de la que aventuraban las voces maledicentes: a saber, que ese Kuiper, cuyo apellido sin duda llevaba, era en realidad un alemán que se había cambiado el nombre (¿no había unos relojeros alemanes en La Casa Fantástica?), un huido de la guerra, un impostor como era el propio Karadzic, alias Dragan Dabic, alguien que embarazó a Renata para tener una identidad legal nueva, una tapadera. Más tarde, algo salió mal, el alemán desapareció o murió realmente, qué más daba, y Renata, que se resistiría a aceptarlo, falsificó de algún modo, pagando un alto precio tal vez, los papeles para legalizar a su hijo en el registro civil. Por eso, para K. su familia holandesa fue siempre un misterio al que nunca se había enfrentado, porque nunca se había sentido urgido por ello. Además, no eran de la misma rama familiar que el ciclista Hennie Kuiper y por tanto a él ya todo le daba igual. Pero, claro, aquella no era más que otra versión de las muchas posibles.

Especulaciones al margen, lo único cierto para K. era que su madre se había casado con alguien que se apellidaba Kuiper, como figuraba en los documentos oficiales, y que luego su fallecimiento lo borraba definitivamente de las vidas de ella y de su hijo sin dejar rastro. Tal vez esa K de su apellido fuera la huella de una enorme contrariedad, la de ser madre soltera en un mal momento. Pero ahora, el recuerdo de esas figuras masculinas, altas y oscuras, con sombrero, que entraban y salían de vez en cuando de su casa cuando era un niño venía a incrementar la confusión. Se preguntaba quién era él como hijo, y quién era ella como madre, y también quiénes eran esos hombres que nunca se quedaban y siempre vio de espaldas.

Pero, maldita sea, para mí la pregunta era otra: ¿dónde estaba Jergovic, qué lo había asustado? Vivíamos en el presente, la historia nunca se detiene, nadie mira para atrás, joder.

En esos días en blanco, K. averiguó por su cuenta que Karadzic adoraba la poesía. La poesía movía el mundo, solía decir él, más que el dinero. En una de las entrevistas para una televisión extranjera que concedió durante la guerra, cuando era presidente de su ficticia República Srpska, se definió como un «alma poética». ¿Qué quería decir con eso de «alma poética»?, replicó el periodista. El otro contestó, enigmáticamente, que era lo mismo que decir «restitución». Él escribía para restituir; actuaba con alma poética porque de ese modo restituía lo que faltaba, lo que debía existir y ya no existía. ¿De qué coño estaba hablando?, parecía preguntarse el periodista por el gesto que debió poner, ya que Karadzic se vio obligado a añadir a su respuesta que la restitución no era extraña al pueblo serbio, sino una característica de su identidad. Eran, efectivamente, un pueblo de poetas.

Yo sabía que Dragan Dabic también se había definido en uno de sus artículos como un alma en comunión poética con la naturaleza.

El periodista no soltaba su presa: en Montenegro era de todos conocido que la familia de Karadzic había sido reprimida durante la guerra por los partisanos comunistas de Tito. ¿Estaba restituyendo el rencor, con sus poemas? No, no, respondía Karadzic, un poeta restituye valores perdidos. La patria es un valor, el rencor no. Pero nadie se libra de los sentimientos, ¿no cree usted?

Sentimientos... En 1975, el mismo año en que Hennie Kuiper ganaba el Campeonato del Mundo de Ciclismo en Yvoire, Karadzic estudiaba poesía en la Universidad de Columbia. Se las apañaba bien con el inglés. Amaba a Walt Whitman «con sentimiento». Decía a sus amigos, al regresar orgulloso a Yugoslavia, que de todos los poetas del mundo prefería a Whitman, pero que él solo estaba capacitado para copiar a Trakl. Sin embargo, su verdadero escritor de referencia era Dobrica Cosic, un político nacionalista. Quiso imitarlo en política y en literatura. Podía ser su padre. Lo reverenciaba.

Dragan Dabic, en sus cursos de medicina natural, también acostumbraba a citar versos de Whitman, Trakl y Cosic.

Karadzic nunca pasó de ser un poeta bastante mediocre. En realidad, sus amigos Marko Vesovic y Nikola Koljevic le corregían los poemas, casi siempre oscuros y mal escritos. Su primer libro de poemas se titulaba El arpón colérico y era de 1968. En el tercero, de 1990, La Fábula Negra, había un poema titulado «Una granada de mano matutina».

Granadas que terminó por hacer explotar, consideró K. para sí, muy seriamente. Por lo menos una granada de mano cada día como desayuno.

Se inscribió en el Sindicato de Escritores. Pero todo el mundo comentaba lo mal poeta que era, incluso se reían a su paso y aludían a él como «el Psicopoeta», lo que agudizaba su resentimiento. Se compadecía de sí mismo por incomprendido. Entonces, ¿no hay rencor en sus poemas?, había insistido una vez más aquel periodista. No, no, eso jamás, jamás. Pero naturalmente Karadzic mentía. A menudo escribía poemas en inglés con este único verso: «I am misunderstood / I am misunderstood / I am misunderstood.» En 1994 acariciaba la restitución de un orden en el que él sería un gran poeta, el mayor, y en el que todos lo proclamarían como tal, enormemente admirado, ya sin ningún malentendido.

Pero, claro, las cosas fueron muy distintas.

Pasó un día más. A la noche siguiente, llamó Zana por fin. Tenía que vernos.

Fue en el Museo de las Ánimas del Purgatorio. Era un sitio extravagante y reducido, ubicado en el lateral del Sacro Cuore del Suffragio, una iglesia a pocos metros del Palacio de Justicia, frente al Tíber. No podía haber elegido Zana un lugar más simbólico. Convinimos la cita a primera hora, en cuanto abriesen. Pero K. y yo llegamos temprano.

Había urracas y gaviotas por el cielo.

En el interior, del otro lado de las vitrinas, se mostraban extraños indicios de fe: las supuestas improntas de quemaduras que las almas del Purgatorio habían dejado en libros y ropa cuando se aparecían a sus familiares, suplicándoles que pagaran las misas, que las sacasen de ese inhóspito vacío, donde purgaban sus pecados en medio de la Eternidad. Los fantasmas dejaban de recuerdo unas evidentes huellas de fuego. La cámara de K. las recogió: un devocionario, una camisa y un gorro de noche, los tres exponían la marca quemada de una mano. K. estaba fascinado en su incredulidad. Incluso yo olvidé por un instante el motivo por el que nos encontrábamos allí.

Media hora después, surgió por la puerta una mujer demacrada. Era Zana, casi irreconocible. Apretaba entre sus dedos un cigarrillo apagado. Había perdido su fortaleza de los días anteriores, ya no era la mujer dura que protegía a Jergovic. No llevaba el pelo recogido, sin embargo los labios pintados resaltando sobre la blancura de su piel la hacían hermosa.

Sin saludar ni cerciorarse de si estábamos solos, dijo con una voz neutra y débil que todo había terminado. Luego, al mirar a su alrededor, agregó con la misma voz que se arrepentía de haber elegido un sitio tan pequeño, donde quizá no pudiéramos hablar. Pero allí no había nadie más que nosotros. A continuación, tomó aire y volvió a repetir que todo había terminado.

¿Qué era lo que había terminado?

Todo lo que nos había conducido hasta allí. ¿O es que no comprendíamos? No más Jergovic, no más revelaciones escandalosas, no más dolor.

Hacía tres días que Jergovic había sido atacado y apaleado hasta dejarlo medio muerto, inconsciente en mitad de la calle con la cabeza abierta. Conmoción cerebral, dijeron los médicos. Aún seguía en coma.

No me lo creí.

¿Y el informe, las cintas y todo lo demás? ¿Dónde estaban las pruebas que necesitábamos? ¿Querían dinero? ¿Se trataba de dinero? En ese caso tendría...

Ella no podía darnos nada, interrumpió. Menos aún sin el consentimiento de Jergovic. No respondió a lo del dinero. Solo me traía un sobre amarillo con una carta de petición de ayuda o de protección, para el fiscal. También incluía un pendrive en el que Jergovic contaba ante una cámara lo mismo que nos había contado a nosotros, palabra por palabra. Fue grabado por Zana con anterioridad, en previsión de que ocurriera lo que había sucedido, el ataque. Yo dudaba de sus intenciones, pero cogí el sobre amarillo.

Resolví acabar con aquello enseguida. ¿Por qué no me decía la verdad de una vez? ¿No resultaba evidente que habían optado por hablar directamente con Heinz y conseguir esa inmunidad que tanto deseaban?

Según Zana, aunque hubieran tomado esa decisión, el caso irrefutable era que Jergovic había sido atacado y los médicos no sabían si sobrevivirá.

K. y yo pedimos ir a verlo al hospital, pero ella insistió en que eso era imposible; había estado la policía, habían hecho preguntas. Les caería encima la prensa como moscas. Dios, ¿por qué no la creíamos?

Si era la prensa, mejor que mejor, exclamé. ¿Acaso Zana no comprendía que hacer pública toda esa información podría salvarles la vida?

Todavía no había garantías, nadie se había comprometido, repetía Zana una y otra vez, ninguna autoridad se había pronunciado a su favor, aquello era un asqueroso pulso para exhibir a un serbio más dentro de su jaula en la feria de La Haya. Quizá fuese buena idea llamar a Heinz, después de todo, aunque de hecho él tampoco daba señales de vida.

Se empezó a frotar las muñecas nerviosamente. Quería volver junto a Jergovic cuanto antes. Estaba a punto de explotar. Su instinto le decía que lo más sensato era huir de allí, incluso salir de Roma como habían salido de Zúrich, pero no podía abandonar a Goran. Si es que realmente estaba en coma, porque yo seguía dudándolo.

Luego trató de serenarse y de recuperar la frialdad. Dijo que dejaría correr la voz de que Goran había muerto. Así acabarían de una vez con las especulaciones y temores de sus enemigos. No había otra manera.

¿Y cuáles eran sus enemigos realmente?, pregunté. Sin esperar su respuesta, no titubeé en decirle que pensaba que estaban haciéndome un chantaje. Yo no podía garantizar nada si no me daban pruebas. Solo el fiscal podría protegerlos.

Pero a Zana le traía sin cuidado lo que yo pensara. Goran estaba en coma. Esa era la pura verdad. Me entregaba ese sobre porque así lo habían decidido previamente. Por su parte, yo podría pudrirme en el infierno o irme a la mierda, ¿comprendía?

Pero de inmediato me pidió que la disculpase. Todo aquello la superaba.

La miré a los ojos. Eran unos ojos en los que hacía mucho que había anochecido para siempre. Por un segundo vi en esos ojos negros los ojos de los animales que había visto en el ordenador de K. ¿Y si yo me equivocaba y ella estaba diciendo la verdad? Algo no me había quedado claro, una pieza no encajaba. ¿Por qué le causaba dolor a Zana lo que contaba Jergovic? ¿Por qué Zana había dicho antes, al llegar al museo, esa palabra, por qué dijo «no más dolor»?

Tuve una repentina iluminación. Le pregunté si ella había estado también allí.

¿Allí?

En el deshuesadero.

Me pareció que al otro lado de las vitrinas las huellas de fuego de los fantasmas del Purgatorio ardían y se hacían más hondas sobre los objetos.

Tardó en llegar la respuesta.

Sí.

K. dirigió su mirada fulgurante hacia ella. Sintió algo parecido al respeto.

He aquí su historia: Zana había sido violada con quince años. Estuvo en el deshuesadero de pollos, pero no llegó en el convoy de las mujeres de Pale. Ella venía de una granja de Foča, era campesina. La habían secuestrado en la carretera. Unos soldados. Iban como locos. Le habían hecho cortes en los muslos y los pechos. Le habían arrancado mechones de pelo. La habían violado durante una semana. Perdió la cuenta de los que eran. Se había quedado muda a raíz de aquello. No había gritado en medio de la humillación. Goran Jergovic la había recogido cuando se fue de allí y la llevó a su casa. Cuando pudo hablar, le contó a él lo que había vivido en esa nave industrial. Muchas cosas que nos reveló Jergovic o que estaban en su informe provenían de la experiencia de Zana. Por ella decidió Jergovic sacarlo todo a la luz, correr el riesgo.

No era malo, dijo Zana sacudiendo la cabeza. Al revés, era muy bueno. Pero había que conocerlo.

Entonces la creí.

¿Quiénes habían atacado a Jergovic?

Dos hombres. Fue por la zona de San Lorenzo, donde ellos vivían. De hecho, se dirigían a su casa. Había una manifestación contra un desalojo o quizá contra el Papa, no iba con ellos. De pronto, se produjo una batalla campal. Había encapuchados y policías por todas partes, salidos de la nada; algunos habían quemado neumáticos y los habían atravesado en la calle. El humo negro no dejaba ver muy bien. En la confusión, muchos trataron de meterse en los locales abiertos o salir de allí por las calles adyacentes. Eso era lo que se disponían a hacer Jergovic y Zana cuando, de repente, dos hombres se acercaron a cara descubierta y lo golpearon a él en la cabeza con algo duro, lo golpearon varias veces, con fuerza. Querían hacerle el mayor daño posible, tal vez matarlo. No eran antidisturbios ni de la secreta. Sabían perfectamente a quién buscaban, a quién golpeaban, incluso Zana creía que uno dijo su nombre, «Goran». Ella no pudo hacer nada. La empujaron hacia atrás, el humo la ahogaba. Todo fue muy rápido. Tres, cuatro golpes secos. Trac, trac, trac. Así sonaron en los oídos de Zana, pese al estruendo del ambiente. Recordaba haber visto antes a aquellos dos hombres en otra ocasión, pero no recordaba dónde ni cuándo, en todo caso le habían parecido entonces dos turistas que reían o bromeaban entre ellos, dos turistas rudos e inofensivos que apretaban con las manos latas vacías de Coca-Cola. Ya no eran muy jóvenes. Uno de ellos era calvo y el otro se parecía a un actor que había visto en alguna película de la tele, pero no sabría decir en cuál.

Para Zana, Goran Jergovic no había sido un mal hombre. Si la hubiera dejado en el antiguo deshuesadero para que corriera su suerte como en una ruleta rusa —y perfectamente podría haberlo hecho—, hoy no estaría viva. Jergovic no pudo evitar las violaciones, claro, pero cuando acabaron se la llevó consigo y a nadie le extrañó. La cuidó en su casa. Fue un buen hombre en medio del horror.

De Dragan Dabic leí algo parecido. Muchas personas dirían lo mismo de él. No era una mala persona. Al contrario, era apacible hasta la bondad, podrían jurarlo. Simplemente había que conocerlo como lo conocían ellas, igual que sucedía entre Zana y Jergovic. Sin duda, Dabic pasaba por callado y hermético con los extraños, pero cuando estaba en confianza era locuaz, cercano, y tenía la sentenciosidad de un sabio.

Lo del bondadoso Dabic podría ser hasta un cuento de hadas. Hablaba con las plantas.

Quien habla con las plantas suele ser piadoso. Eso decían sus vecinos del Bloque 70, en Novi Beograd, por ejemplo. Muchos eran chinos en ese barrio cada vez más chino; lo tenían por un célebre curandero, experto en las Cuatro Naturalezas y los Cinco Sabores, y acudían a él con sus niños y sus ancianos, porque dijo que había estudiado en China y ellos lo dieron por hecho. Sus consejos curaban, sus palabras eran saludables, demostraba humildad.

Él mismo llegó a creerse que realmente era ese Dragan Dabic que todos admiraban y no un impostor. Empezó a soltarse y a publicar en inglés artículos de medicina alternativa en la revista Healthy Life. Hablaba de las virtudes curativas de determinadas hierbas, y de las propiedades energéticas de ciertas combinaciones fitoterapéuticas que él había inventado. A raíz de su detención, una revista alemana publicó en un reportaje que muchos de los entrevistados de su entorno, la mayoría habitantes de Novi Beograd, lo tenían en general como alguien culto, tolerante, amable, un hombre muy positivo. Era imposible que él fuese Karadzic. Y si era Karadzic, entonces tal vez Karadzic no fuera tan malo como decían. La revista incluso le atribuía a Dabic los textos naturistas de un blog titulado «El salto del sapo» en los que firmaba solo como Dr. DD, aunque la foto que aparecía era inequívocamente la suya. Incluso Bohdan, el novio de mi madre, había leído durante una época las recomendaciones de aquel individuo de pelo cano y barba blanca, con pinta de santón o profeta hindú. Decía cosas sensatas, según Bohdan. Una vez, en ese mismo blog, dejó escrita una pista que nadie supo ver, cuando explicitó que los males de Europa eran la enfermedad y el pecado. Lo mismo que había repetido mil veces Karadzic, cuando salía en la televisión de Pale. Desde luego, no parecían esas las palabras de un genocida envenenador de mentes. Mi madre, o Bohdan, o incluso Frédéric estarían de acuerdo en ese diagnóstico sobre Europa. K. probablemente no.

En su blog había algo similar a una máxima: La felicidad consiste en hacer lo que hace la mayoría. Llevar la contraria puede volverlo a uno un tanto desgraciado, por eso ninguna planta lleva la contraria.

De todo lo que había escrito Dragan Dabic, era lo que más se parecía a un poema.

¿Y ella qué sabía de Dabic, de su detención?

Zana miró su reloj.

Lo que todo el mundo supo luego, cuando la policía lo anunció a bombo y platillo y creció el morbo en la prensa, dijo.

Ya. Pero yo quería su versión, lo que les había llegado a ella y a Jergovic.

Estaba inquieta. Expulsó el aire por la nariz con fuerza. Seguía siendo una campesina.

Según ella, no era nada extraño lo que hizo Dragan Dabic el día que lo detuvieron. Para empezar, no era alguien que se escondiese. Bien mirado, la inmensa mayoría pensaría que por qué tendría que hacerlo. Bajo la identidad de Dabic no tenía nada que ocultar. Pero había ciertas incógnitas que se despejaron en los meses siguientes, cuando, bajo su verdadera identidad, ya estaba en La Haya. ¿Por qué frecuentaba esa ruta de Novi Beograd a Batajnica? ¿Quién había en la última parada de aquel autobús? Probablemente una mujer, un romance más, como así era.

Se llamaba M. S., pero por orden judicial tan solo habían trascendido sus iniciales. Tenía unos cuarenta años, era puericultora y había conocido a Dragan Dabic hacía solo tres meses y medio. Le pareció un hombre interesante y sano. Se le daban bien los trucos de magia. Le enseñó alguno y le curó el insomnio.

Ese día había quedado en Batajnica con M. S. en casa de ella. Primero la recogería allí, pasarían la tarde juntos y luego los dos tomarían el autobús de vuelta a Novi Beograd para cenar en casa de Dabic, donde ella se quedaría a dormir. Todo muy normal, ella frecuentaba aquel piso, los vecinos la saludaban, nada nuevo. Él se había encargado de la cena. Trucha en escabeche y pulpo marinado. Le gustaba mucho el pulpo. Coció también una bolsa de espaguetis chinos. Lo dejó todo listo en la parte superior del frigorífico. Luego, en Batajnica, compraría con M. S. un vino blanco búlgaro.

Siempre que Dabic salía de casa, fuese donde fuese, iba con su maletín y sus frascos de hierbas. Así aumentaba su naturalidad. Se ponía un sombrero panamá, lo que le daba un aspecto mucho más notorio. Pensaba que un disfraz llamativo sería más eficaz que un disfraz discreto. ¿Quién iba a sospechar de un exhibicionista?

Quizá mientras guardaba la comida envuelta en plástico protector y limpiaba el fregadero notaba lo duro que era hacerse las cosas uno solo, cocinar, comprar, coser, planchar. No lo hacía por gusto. Aplicaba un espíritu de disciplina, de camuflaje militar. No deseaba una asistenta, además no lo consideraba prudente, y dudaba de que la soportara, aunque fuera china, del barrio. De estas cosas hablaba con M. S., a la que veía de vez en cuando y con quien de vez en cuando se acostaba.

Había algo insondable en Dabic, pero su voluntad de disolución le llevaba a hacer una vida normal, pese a su apariencia llamativa. En ciertas cosas se mantenía incorregible. Se sabe que había tenido más escarceos con otras alumnas del centro naturista de medicina alternativa donde él impartía sus cursillos y sus conferencias. A menudo lo veían ligar con mujeres de la misma edad que M. S., las mayores. Siempre les caía simpático, ninguna hablaba mal de él.

La primera vez que contactó con M. S. fue en un picnic que dieron en el centro. A veces su propia hija Sonia se hacía pasar por alumna para ver a su padre. Con el aspecto que él tenía, nadie que estuviera vigilándola sospecharía de él, de tan irreconocible como estaba. Sonia, de ese modo, hacía de portavoz del resto de la familia, quizá también de sus correligionarios. Fue precisamente Sonia quien se la presentó.

Dabic acudió a la parada del autobús a las 12:35 con el tiempo justo y el aire rutinario.

Alguien diría luego que lo oyó tararear una canción de los ochenta. Pero solo él podía saber que también rumiaba un artículo para Healthy Life sobre el karma y las hierbas que llaman de la risa, como los hongos hilarantes de Chengdu.

Unas horas antes, las dotaciones del BIA implicadas en el operativo del asalto tomaban posiciones. Hacía casi medio año que venían siguiéndolo como sospechoso número uno. La operación requería un día como ese, en que todo estuviera suficientemente maduro, aunque si fallaban no sería la primera vez en todos esos trece años de búsqueda. La orden salió del presidente serbio en persona. Tenía que ser ese 18 de julio, tenía que actuarse de inmediato, él estaba confiado, contaban con que no podría escapar de un autobús rodeado de coches en medio de una carretera secundaria y en el que penetrasen por sorpresa cinco agentes armados. Así que lo que hicieron fue manipular los semáforos para que el autobús llegara a tiempo al punto elegido. Y llegó. Fue detenido a las 13:04.

No lo delató nadie. Él mismo se había confiado en exceso. Los servicios secretos dieron con su rastro por culpa de su propia vanidad. La pista que siguieron fue un pago mediante transferencia cuya cuenta bancaria correspondía a SSSS, empresa o persona que figuraba en una dirección de Novi Beograd. Cuando fueron a investigarla, los agentes comprobaron que eran las señas del naturópata Dragan Dabic, bastante conocido en círculos alternativos.

La clave de su detención estuvo en esas famosas cuatro SSSS que él, siendo Radovan Karadzic, había puesto de moda muchos años atrás. Alguien perspicaz en el BIA lo dedujo. Las palabras salvación y salvar formaban parte del lenguaje bélico del 93, porque la obsesión de Karadzic en esa época consistía en «la salvación de los serbobosnios» por encima de todo. Se inventó una consigna que se repetía sin cesar por aquel entonces, hasta que pasó a estar proscrita: Samo Sloga Srbina Spasava (Solo la unidad puede salvar a los serbios). Dragan Dabic las escribió en el remite de sus cartas y en la cartela del buzón de su casa. Un error demasiado sutil, demasiado soberbio. Esa persona perspicaz que trabajaba en el BIA, presionada por la falta de resultados, acabó por reparar en ello, quizá porque fue capaz de pensar que si ella misma tuviera que disfrazarse para que no lo reconociera nadie, lo haría también debajo de una montaña de pelo blanco.

Esto era todo. Zana se fue apresuradamente, espantando a las gaviotas. Se le hacía tarde.

Volvimos al hotel y me encerré en mí misma.

No vi a K. hasta la noche. Quizá no salió de su habitación o quizá buscara los escenarios de su amor con Lea. Yo pasé el resto de la mañana en la bañera. Me di un largo baño de dos horas. No tenía que sentir miedo y sin embargo lo sentía. Miedo por el hijo que llevaba en mi vientre. A todas las madres les pasaba, pero yo, además, no podía eludir que la amenaza era real. Y hacía más de un mes que se había instalado a mi alrededor. Había que salir de allí, había que dejar Roma. Inmersa en un mar de espuma de jabón, me planteé abandonar aquel asunto de las violaciones y de Karadzic. Sin embargo, el juicio se iba a reanudar en los próximos días y eso tampoco lo podía eludir. Era real. Desde France-Presse estaban tratando de ponerse en contacto conmigo, pero no quise responder a sus llamadas hasta tener noticias más concluyentes de Jergovic. Finalmente, cuando me sequé y me vestí, hablé con mi redactor jefe, un hombre paternal. Le dije que contara con que estaría allí el día del juicio. No se preocupó, solo me preguntó si lo tenía todo cubierto en cuanto a lo económico. Sí, sí, lo tenía. ¿Cómo pude hablar de dinero, si me invadía la ansiedad? Además, esos días habían vuelto las náuseas y los mareos. Si cerraba los ojos era peor.

Pero debía estar en La Haya, no podía faltar, iba a ser mi oportunidad. No me había atrevido a contarle a mi jefe lo que sabía, podría ocurrírsele la idea de mandar a otro periodista más avezado en mi lugar, o podría tomarme por loca, por una de esas periodistas que exageran las cosas para darse luego más protagonismo, había demasiada competencia en la profesión. Eso, si no les daba por considerarlo un secreto de Estado. Al fin y al cabo, se mire como se mire, Francia estaba implicada.

El miedo ascendía. Sabía que K. quería protegerme, acompañarme, cuidarme; era muy noble su sentimiento, me daba confianza. Pero K. todavía seguía magullado a causa de la paliza de Yuri y los moratones en la cara y en el brazo aún eran evidentes. Desde cierto punto de vista, hacíamos una pareja razonablemente vulnerable.

Al pensar en mi hijo caí en la cuenta de que Zana podría haberse quedado embarazada de cualquiera de los soldados del deshuesadero. ¿Había tenido un hijo? ¿Viviría ese hijo ahora con otra familia? ¿Habría abortado ese hijo que odiaría y amaría por igual? Me pregunté cómo habría sido su embarazo. Qué miedo se puede tener cuando ya se ha pasado por todo el miedo posible. Saber eso se convirtió en algo crucial para mí.

Traté de imaginar qué sentiría alguien que decía «Hay que aferrarse a un día más con vida», como me dijo una de aquellas mujeres violadas supervivientes de Pale a las que entrevisté. Algunas, ojos brillantes y media sonrisa resignada, cogidas de la mano entre sí, me explicaron que abortaron para sobrevivir, conscientes de que para ellas era como amputarse un miembro gangrenado. Eran tus hijos y no lo eran, decían. Una madre normal no podría entender eso. Pero, añadían, te invadía esa desolación que quedaba cuando algo muy valioso se te había escurrido de las manos, algo que tenías que haber sujetado con todas tus fuerzas y de pronto se te había ido para siempre. Nadie podría comprenderlas jamás, se lamentaban en torno a una mesa con fruta, en Sarajevo, reunidas por mí casi en clandestinidad. Estaban arrinconadas, aquellas mujeres, ocultas a la vista de los demás, repudiadas por los hombres de su familia. Otras muchas no. Pero todas eran inocentes.

Esa tarde llamé de nuevo a Zana. Sorprendentemente, se puso al teléfono.

Me dijo que Goran Jergovic seguía mal, por desgracia nada había cambiado, ella estaba en vilo a los pies de su cama. Había pedido la custodia de un policía, pero no lograba justificarlo muy bien; aludió tímidamente a que eran refugiados políticos. Lo consideraron una reivindicación poco creíble. Se exponían demasiado.

¿Por qué la llamaba? ¿Había novedades?

No por mi parte. En realidad, solo quería despedirme.

Ella se mostró decepcionada. Si había descolgado el teléfono, me dijo, había sido porque creía que yo le ofrecería algo, que había hablado con el fiscal.

No, no se trataba de eso. Quería decirle otra cosa, algo personal, quería decirle que estaba embarazada.

No se inmutó. No dijo nada. Respiraba al otro lado. No esperaba que yo le saliera con esas.

También lo estuvo, ¿verdad?, aventuré al cabo de un rato.

Qué importaba eso ahora. La voz se le debilitó de golpe.

A mí me importaba, dije.

Fue en el pasado. Mejor así. Dios lo quiso.

Al decir Dios, parecía que estuviera escuchando al bueno de Madi.

¿De qué seguía teniendo miedo Zana?

De los soldados. Aunque no recordaba la cara de ninguno. Siempre creía que iban a volver. Y, de hecho, habían vuelto: los que golpearon a Goran eran también una especie de soldados.

Tuve que asumirlo. Seguro que eran los mismos que me seguían a mí. Ahora, de repente, eso me unía mucho más a Zana. La comprendía. Aunque yo nunca había pasado por su dolor, por ese «un día más con vida». Yo también era campesina, aunque mimada, quizá burguesa, una niña con carrera, y no sabía lo que era tener miedo, le confesé, pero ahora lo tenía por mi hijo, que empezaba a existir en mi cuerpo, pero sobre todo en mi mente.

Su silencio era un modo de asentir. Quién sabe si de despreciarme.

Solo quería decirle que no me iré muy lejos, si me necesitaba. Tenía mi móvil. Esperaré su llamada.

Gracias.

Recogimos el equipaje cuando atardecía y partimos hacia la estación. No tenía sentido permanecer en Roma por más tiempo. Un tren nos llevará a París de nuevo, camino de La Haya. Mi cuerpo experimentaba el agotamiento de ese viaje infinito de hacía varias semanas. Tenía la sensación de que siempre había estado viajando camino de La Haya, como K., aunque por motivos opuestos.

Caían algunos copos de nieve sobre Roma, eso hacía más tristes la hora, la luz, las ideas. Rudo invierno en Europa, decían los meteorólogos.

En el taxi, palpé el sobre amarillo dentro de mi bolso, para cerciorarme de que seguía ahí. Intentaré hablar con el fiscal, usaré la fuerza de la agencia, hablaré con mi redactor jefe, hablaré con otros periodistas. No me callaré. Pero, ¿y las pruebas?, me dirán todos, con cara estupefacta y chasquido de dedos. Solo poseía una especie de lista de la compra.

En resumidas cuentas, no había nada que negociar con ellos. Asumí que por ahora tendría que renunciar a demostrar los hechos del deshuesadero y del tráfico de órganos de aquellas mujeres, tal como nos lo contó Jergovic. De ese modo, aunque yo lo escribiera en mil artículos, no podría inculparse a nadie.

Lo consideré un fracaso. Y una huida. Abandonaba a Zana.

Aunque existía una mínima posibilidad de que aquello no fuera verdad. ¿Cómo sabía yo que Jergovic no había mentido? Podía haber manipulado los hechos para salir exculpado de toda aquella mierda.

Entonces K. se hizo algunas preguntas que me concernían.

Uno: ¿No me había parado a pensar que tal vez me estaban utilizando en una enorme operación de cortina de humo, una planificada confusión general culpando a todo el mundo para librar a ciertos conocidos estadistas de su responsabilidad en esa turbia historia? Dos: ¿Qué me diría la antigua asesora de Asuntos Exteriores Martine Cormac si me presentase en su oficina, caso de que diera con ella, y le dijera lo que sé? Tres: ¿Vivirá ella aún? El primer ministro Pierre Bérégovoy se suicidó entonces. ¿Fue por ese motivo? Nadie lo sabrá. Sí, ya lo veía venir: Cormac me diría que, desde su punto de vista, salvaron el mundo, el buen mundo, y que si tenía algo que objetar acudiera a los tribunales. Sin pruebas, claro. Al final sería, como en las malas novelas, un asunto de banderas y naciones y señas de identidad, un asunto de patriotas. Y tenía razón. ¡Qué disparate! Y cuatro: ¿Por qué Heinz, quienquiera que fuese el que estuviera detrás de esa voz, no hablaba con su gobierno y salvaba a Jergovic no solo de los nuestros, sino sobre todo de los suyos? Es más, ¿por qué no lo había hecho ya?

Quizá yo no formulaba las preguntas adecuadas. Quizá yo, inútilmente, solo me compadecía de Zana.

En el último minuto traté a la desesperada de contactar con ella, preguntarle si Jergovic había recuperado la consciencia, incluso hacerle la última propuesta de que ella misma se presentase en el Tribunal como testigo. Yo la acompañaría. Pero K. me hizo ver que ella nunca haría eso, que ella nunca dejaría solo a Jergovic, en su estado. Daba igual, Zana no se puso al teléfono.

En la estación Termini me asustó verlos de nuevo allí. Eran los dos hombres habituales. Cierto que no estaban cerca, pero no cabía duda de que eran ellos. Nos seguían otra vez. ¿No cejaban nunca, esos perros de presa? Ojeaban unos horarios, mascaban chicle, observaban con indolencia los culos de las chicas, se sumían en la masa. Uno de los dos, aunque lejos, alzó la mirada y la cruzó con la mía; puede que me reconociera, sin embargo, movió la cabeza para otro lado. Eran los mismos que habían aplastado el cráneo de Jergovic, los mismos con los que hablé en el tren a Berlín, los mismos que habían destrozado mi casa. Ahora Jergovic estaba entre la vida y la muerte. Chocaba verlos entre los ejecutivos uniformados de Armani, todos jóvenes lameculos con sus trajes gris oscuro y sus corbatas rojas. Pero los dos hombres apenas si reparaban en ellos.

Eran los asesinos. Esperaban. Miraban. Parecían tranquilos, como pacientes cazadores.

¿Nos habrán visto con Zana, en el Museo del Purgatorio? Tal vez sí y tal vez no, poco importaba: ellos eran la amenaza, les bastaba con tenernos bajo su dominio y que nosotros lo supiéramos. En cualquier momento, cuando menos lo pensáramos, podían asestar el golpe. Trac, trac, trac. Con la cabeza abierta.

Cazadores, sí.

Sacamos billete para dos trenes, en el Artesia y en el Blu-Express. Era nuestra única esperanza de despistarlos. Había unos diez minutos de diferencia. En el último segundo cambiaríamos de tren. Optamos por el Blu-Express que salía a las 22:10. Pero no sabíamos si ellos también montaron en ese tren que nos sacaba de Roma hacia París, porque en ningún momento les vimos hacerlo. ¿Eligieron el otro, subieron en el anterior?

Otra vez un mismo compartimento. Lo cerramos y trancamos la puerta. No saldríamos de él en todo el trayecto. Otra vez la extraña complicidad a solas. Casi todo el tiempo estuvimos callados. Los sonidos que provenían del pasillo eran escasos y sospechosos. Nos pasamos el viaje escuchando el disco de Felix Mendelssohn, el único que llevaba K. Me acurruqué junto a él en la litera y hundí mi cabeza en su pecho. Por primera vez tenía la sensación de que a su lado nada malo nos podía pasar ni a mi hijo ni a mí.

Esa noche me contó K. que Hennie Kuiper nunca entró en París con el maillot amarillo. Nunca ganó el Tour. Pero en cambio, en el 83, cuando yo tenía tres años, salió desde París para imponerse en Roubaix a ciclistas como Moser y Madiot, aunque esa era una carrera diferente. Él me hablaba de ciclismo y yo fingía interés. K. me dijo también que, al igual que yo, Hennie Kuiper era campesino y había nacido en una granja. De niño, todos los días iba en bici a la escuela.

Aquel 24 de febrero en que nuestro tren llegó puntualmente a las 8:10 a la estación de París Bercy, una subestación de la Gare de Lyon, París fue para mí más sórdido y frío que nunca. Las calles estaban cubiertas de nieve. Mi ciudad era áspera, rebosaba desolación, como la vez que con diez años me arrancó mi madre de los brazos de Frédéric y me llevó con ella a Berlín. K. dijo que le recordaba el comienzo de Bob le Flambeur, la película que él habría querido rodar más que ninguna otra en el mundo. Yo no había visto esa película, o quizá sí.

Dudamos si ir a mi casa o a la de Sinopoulos. Optamos por no poner en peligro a su viejo amigo griego. Tampoco pasaríamos por mi casa, quizá la vigilasen. ¿Qué sería de mi loro?, me pregunté. Confiaba en la portera.

Mejor ir directamente a la Gare du Nord. Quedaban unas horas para que saliera el tren a Ámsterdam. Buscaríamos un bar en los alrededores mientras tanto, eso rebajaría la tensión acumulada. Me pesaban los párpados. No habíamos probado bocado desde el día anterior. Tenía el estómago revuelto. Deseaba tumbarme y estar durmiendo cuarenta y ocho horas seguidas. Alguna vez lo había hecho, con somníferos. Era como estar dentro de un largo sueño continuo en el que vas abriendo puertas. A K., en cambio, hacía tiempo que habían dejado de dolerle los oídos.

La Gare du Nord estaba en la otra punta de la ciudad. Fuimos en metro, línea 1 hasta Châtelet y luego línea 4 en dirección Clignancourt. Once estaciones llenas de gente. En cada una de ellas miraba hacia atrás y siempre me parecía ver a nuestros perseguidores. Pero nunca eran ellos, aunque seguramente no estarían muy lejos.

Escogimos el Moussambani porque tenía dos puertas y había mucha gente entrando y saliendo. Era un pequeño bar de africanos en la rue Dunkerque, al lado de un kebab y un multicine. Había ido por allí alguna vez, cuando salía con Yuri.

Lamentaba ser un incordio, le dije a K., pero necesitaba sentarme un momento. Mis sienes palpitaban. No me encontraba bien. K. me tomó por la cintura y me aupó a un taburete de la barra; me abrigó subiéndome el cuello y pasó su mano por mi hombro. No era la primera vez que lo hacía, incluso lo repetía a menudo. Me gustaba. Los hombres hablan así en ocasiones.

Llegaba la hora desabrida en que al bar, que no había cerrado en toda la noche, acudían los espectros convocados por una idéntica soledad. A un lado de la puerta, un magrebí de la edad de Madi, con un hurón al hombro, perdía euros sin parar en una tragaperras ruidosa y le daba golpes con el puño, impasible. Cerca, un grupo de negros jugaba a los dados sobre una mesa minúscula y se empujaban unos a otros como si no hubiera nadie más que ellos. Otras personas desayunaban en silencio, solas, en la barra. Ninguno nos mirábamos y todos nos reconocíamos. Quien más quien menos arrastraba hasta allí algún secreto, o una mala racha o un trabajo con horario canalla. ¿Se había dado cuenta K. de que últimamente frecuentábamos mucho ese mundo fantasmal, sucio y fronterizo, que nacía junto a las estaciones?

Fantasmal sí lo era para él.

Sonaba un viejo disco de Papa Wemba en la radio del bar y me dejé llevar por la música. K. echó un vistazo a un ejemplar de Le Monde arrugado que había en la barra con una foto de Sarkozy y Merkel dándose un beso. Eso era amor, ¿eh?, dijo el camarero negro indicando con la barbilla al periódico. Pero K. no le respondió; enseguida se olvidó del ingenioso camarero porque se quedó cautivado mirando el gran póster de un hombre negro que había a sus espaldas en la pared: Eric the swimmer, ponía debajo. K. me contó su hazaña. Era Eric Moussambani, el nadador guineano de 100 metros de los Juegos Olímpicos de Sidney que no sabía nadar y braceó como un novato pese a ser la primera vez que competía en una piscina. Casi se ahoga, pero logró terminar. Lo aclamaron como a un héroe. El bar se llamaba así en su honor.

K. sacó la cámara y les hizo una foto a los dos, al póster y al camarero. Este último sonreía y señalaba con el dedo la imagen del nadador. Me di cuenta de que luego me hizo otra foto a mí. La gente de la barra se apartó amablemente cuando la hizo.

Era absurdo, pero hasta mediodía, París fue solo aquel pequeño bar africano de serrín en el suelo y cristalera empañada. El mundo se había detenido de verdad. Pero ojalá no estuviéramos allí ninguno de los dos.

Trenes.

A las 13:00 cogíamos un Thalys PBA (París Bruselas Ámsterdam) de máquina granate.

A las 15:18 entrábamos en Rotterdam. Allí transbordamos de la vía 9 a la vía 6, donde esperamos una hora y media por avería del Intercity Hispeed, que salió finalmente a las 16:55.

A las 17:25 llegamos por fin a La Haya. Prácticamente era ya de noche y una ventisca de nieve azotaba la ciudad.

En Europa siempre nos hemos creído las historias que hablan de ogros y monstruos ocultos que salen de repente de sus guaridas y masacran salvajemente a las personas inocentes. Somos miedosos y ciegos, no hay ni ha habido nunca ningún monstruo cruel en Europa. La gente como Karadzic es gente como tú y como yo. Es buena gente. Somos un museo de buena gente. Eso era lo verdaderamente terrible. ¿Cuándo había dicho esto K.? ¿En un tren? Lo recordé de golpe.

Lo llevaron a la cárcel de Scheveningen, en La Haya, donde aún sigue. A la hora en que nuestro taxi cruzaba por sus inmediaciones en medio de la nevada más cruda en veinte años, Karadzic, imperturbable, daba vueltas por la celda de quince metros cuadrados, arriba y abajo, arriba y abajo. La habían dotado de ciertas comodidades, como un ordenador personal, televisión, ropa limpia, calefacción, armario, un pequeño recinto con lavabo e inodoro. Casi un apartamento. Tampoco la cárcel era exactamente una cárcel punitiva, sino un centro de detención provisional, donde había un gimnasio, una cancha de tenis cubierta, un futbolín, una cocina, una enfermería completa en previsión de infartos y suicidios y una sala de ergoterapia. Le leí a K. el dossier que se había repartido a la prensa, en el que se indicaban todas esas cosas.

Bonito basurero, dijo.

Imaginé que cada mañana, a las siete, en cuanto abrían las celdas, Karadzic, ya levantado y vestido, salía a dar un paseo al aire libre, hacía unos pocos ejercicios y acudía a un oficio religioso antes de desayunar fruta y café. Luego estudiaba y preparaba su defensa, ensayaba la mejor actitud para desarmar a los testigos, gente con rencor. De tarde en tarde interrumpía su concentración para darse a pequeñas diversiones, como pintar un conejo de escayola cuyo molde él mismo había fabricado en el taller ocupacional para matar el rato. Llevaba un año y medio haciendo allí la vida de un jubilado en un geriátrico.

No siempre fue así de sumiso. Al poco tiempo de internarlo en el centro de detención de Scheveningen, había proclamado a los cuatro vientos que su detención en aquel autobús fue realizada con violencia. En otro momento, por esas fechas, delante de la prensa, aprovechó para calificarla incluso de extrema violencia. No entendía por qué le habían puesto una bota en la cara contra el suelo del autobús, lo que le produjo escoriaciones, ni por qué las esposas eran de un tamaño tan pequeño, causándole algunos cortes. Un agente le había apretado el brazo hasta dejarle la marca morada de los dedos, lo que derivó en un doloroso hematoma. Incluso le tiró con fuerza del pelo, y no para comprobar si era una peluca. Otro agente le propinó un codazo intencionadamente en el abdomen, una vez entrados en el interior del coche que lo condujo por todo Belgrado hasta el lugar secreto donde lo mantuvieron internado tres días. Si eran vejaciones para amedrentarlo, no comprendía aquella actitud en absoluto, decía muy enfadado, él era un patriota en época adversa, un desgraciado de la Historia del gran pueblo serbio y exigía sus derechos.

Insistía en que tenía un pacto de inmunidad y que ese pacto se había quebrado inmoralmente por el lado de los vencedores. Un pacto con los norteamericanos. Él convino con ellos en que guardaría silencio, se retiraría de la vida pública con la máxima discreción y lo dejarían en paz. La única condición era que tendría que abandonarlo todo, incluida su identidad, ser otra persona con otra vida. ¿Y no era eso a lo que se había dedicado hasta conseguirlo? ¿No se había atenido escrupulosamente a la parte del pacto que le correspondía? El hombre al que habían apresado ya no era Radovan Karadzic, sino otro hombre llamado Dragan Dabic. ¿Nadie se daba cuenta de eso? ¿Qué más querían? ¿Por qué ahora lo trataban de criminal de guerra, cuando en realidad él nunca había sido tan importante, decía, él solo había sido una especie de empleado de Milosevic, o de embajador a lo sumo? ¿No lo llamaban en la prensa europea su títere, su bufón, su muñeco? ¿Por qué los norteamericanos no cumplían el pacto? Era muy reprobatoria, su política.

Por su parte, K. había llegado a la ciudad donde su padre nació y donde también murió. El viaje que había iniciado hacía más de un año, tras la muerte de Lea, había encontrado su destino inesperado: había ido a parar a su propio origen. Y de eso yo tuve a medias la culpa. Le había pedido que viniera conmigo, en efecto, pero él había aceptado.

Sin embargo, inevitablemente, la historia de K. no me pertenecía. No éramos una pareja, nunca lo podríamos ser. Por eso, al llegar aquí, él insistió en ir a un hotel diferente del mío. No quería dar la apariencia de lo que algún malpensado podría sospechar, por si eso me perjudicaba de algún modo. Pero yo sabía que la verdadera razón era que deseaba estar completamente solo. Gracias al taxista, encontró uno económico en la Wagenstraat, el Gracht Hotel. Estaba ubicado en una calle bastante alejada del Promenade, que en cambio estaba cerca del Tribunal Penal y pagado a mi nombre por France-Presse.

En el Promenade estaría segura, me dijo para tranquilizarme, habría alojados muchos más periodistas, conocería a varios de ellos, me hallaría en mi salsa, no correría ningún riesgo. Me dejé convencer. Ahí empezamos a separarnos como quien inicia una mudanza a desgana. Él tenía una búsqueda privada que hacer en esa ciudad. Yo no. Le deseé buena suerte.

Entonces, ¿de regreso a casa?, se preguntó K. cuando por fin se quedó a solas. Era la segunda vez que se hacía esa pregunta en menos de un mes; no se la había hecho jamás en toda su vida y ahora pretendía dar con la respuesta. ¿Se podía regresar a un lugar en el que nunca se había estado? Pero Renata lo había preparado para ello desde que era un niño.

Cuando murió su padre, K. estaba aún en el vientre de su madre. Cuando tenía cinco años, en Madrid, su madre se cambiaba de casa por cuarta vez. Cuando tenía seis años veía sombras de hombres que le tocaban la cabeza en la cocina, donde se detenían unos instantes frente a su madre y hablaban brevemente. Cuando tenía once años su madre le regaló una cámara de fotos Werlisa semiautomática. A los trece se subió a una bicicleta que le estaba grande. A los quince años quiso ser como Roger Pingeon. A los diecisiete, como Eddy Merckx. A los dieciocho perdió la virginidad. A los veinte hizo una película de cuarenta minutos. Ninguna de esas cosas pudo contárselas a su padre.

Porque K. quería a su padre.

De alguna manera lo quería, al Desaparecido, al Imposible.

Aunque todo el mundo sabía que era un sentimiento artificial, nacido en una mente que necesitaba forjar el recuerdo de un padre cariñoso que jamás había existido. Recordar era amar, le decía Renata. ¿Cómo se podía querer a un padre del que no había en casa ninguna foto? Solo cobraba entidad en la voz de su madre. En la boca, para ser exactos: durante muchos años, todo lo que concernía a Kuiper provenía de los labios rojos de su madre. Llegó a creer K. que su padre era en realidad la boca de su madre.

Renata le había inculcado pacientemente ese amor por Kuiper. De niño, lo arrimaba a su lado en la cama y le decía que el amor estaba en la sangre, y que él, K., llevaba la misma sangre que su padre. Consiguió fabricarle una vida a ese fantasma paterno, a pesar incluso de la falta de curiosidad de su hijo, porque lo cierto era que K. no le preguntaba casi nunca por su padre. Prefería idealizarlo solo, de hombre a hombre. Aun así, Renata lo abrumaba sin venir a cuento con todo tipo de detalles acerca de su progenitor, tales como la ropa que usaba, si le gustaba más el tweed que el lino, o lo que más le solía apetecer para comer, o su color favorito, que siempre coincidía con el de K., o la música que escuchaban juntos, o las frases de él que recordaba como leyes salomónicas: Kuiper siempre decía esto, Kuiper siempre decía lo otro. Ella se lo inventaba casi todo, claro. Y K. recreaba a partir de esas frases atribuidas a su padre la personalidad de un ser a quien no había conocido pero que veía muy nítidamente, si cerraba los ojos.

Sí, Renata lo preparó siempre para el regreso.

Su madre le proporcionaba datos que no tenía más remedio que aceptar como dogmas de fe: era bueno, era alto, era amable, era dulce, era fuerte, era impulsivo, era ingenioso. Era un pastelero ciego genial. Le describió hasta las estrías del bastón que usaba, hecho de nogal, delgado, sutilísimo al contacto con los objetos y delicado con las vibraciones. Y su sombrero borsalino. Y su pitillera de alpaca. Y su bufanda de fieltro roja. Y su cinto de piel de serpiente. Y su peculiar manera de atarse los cordones de los zapatos. Y lo mismo que hacía con el bello Kuiper, Renata lo hacía con sus tías, las trillizas Kuiper, venenosas, y con La Casa Fantástica, inmensa, hasta que su hijo se lo conociera todo y a todos de memoria, como si siempre hubiese estado allí, en la ciudad de su padre, al lado de aquel hombre que probablemente se llamara Robert. Que nadie pusiera en duda que pertenecía con todas las de la ley a ese mundo. Y ahora él por fin estaba allí.

Perdimos un día entero yendo y viniendo a la sede del tribunal, en el número 1 de Churchillplein. Allí desconocían si el fiscal acudiría hoy, nos dijo una funcionaria de la primera planta, con seca amabilidad; tampoco había nadie de su despacho y además no habíamos concertado una cita previa, no podían hacer favoritismos, etcétera. Si queríamos intentarlo más tarde, dentro de unas dos horas, no nos garantizaba nada pero tal vez tuviéramos mejor suerte. Mientras tanto, nos remitió con cierto desdén al registro oficial de pruebas y documentos, aduciendo que estos días previos a la reanudación había bastante revuelo. Cualquier elemento nuevo tenía que ser sopesado con calma en otro contexto, quizá en otra fecha, en definitiva, precisaba de un proceso de verificación muy escrupuloso. Como dijo la funcionaria, no había ninguna prisa, el juicio final no iba a acabar tan rápido.

En el registro nos atendió una joven agobiada de trabajo que estaba sustituyendo a la titular del registro, de baja porque su hijo había cogido el sarampión. Justificaba así su envaramiento en aquel puesto. El problema era que no teníamos nada que registrar, salvo nuestra voluntad de darle al fiscal una información verbal. La joven lo concibió como un testimonio y en consecuencia debía pasar por la aprobación previa de la fiscalía, que era de donde precisamente veníamos. Deberíamos volver a la oficina de la acusación, allí nos tomarían las declaraciones pertinentes. Volvimos, por tanto, a la fiscalía a la hora que la funcionaria nos dijo. No había nadie, ni siquiera la funcionaria. La puerta estaba cerrada y todo el mundo había ido a comer. Desistimos por ese día. Aquello fue kafkiano.

Hasta la mañana siguiente no di con alguien que se pusiera al teléfono y que comprendiese el alcance de lo que le estaba contando. Tenía una información que en la prensa podría ser todo un escándalo, pero sobre todo en el tribunal podría significar la incoación de cargos nuevos, nuevas diligencias. Había testigos y habría que protegerlos. Había que exhumar cadáveres. Había responsables y habría que dar con ellos, quizá investigarlos. Al otro lado del teléfono la voz de un joven arrogante que comenzó aseverando que el fiscal no concedía entrevistas, ya que para ello existía un departamento de prensa, asentía a cada frase mía con exasperante neutralidad. No me prestaba atención. Reaccionó cuando le dije que el director de mi agencia acudiría directamente al juez Kwon y que no dudase de que la prensa destacaría la falta de colaboración de la fiscalía. Eso tendría una interpretación política. Rodarían cabezas, la suya la primera. Después de unos segundos de duda, me dijo que me llamaría en una hora, necesitaba hacer una consulta. La llamada fue puntual: me citó a las doce.

K., más melancólico que nunca, se quedó en el pasillo cuando yo entré. Quien me recibió con un saludo cordial no era el fiscal Brammertz, tampoco era el joven arrogante con el que había hablado por teléfono esa misma mañana. Era una mujer que se presentó como asesora de la fiscalía. Su nombre era Loan Ngyai, vietnamita.

¿Me importaba que dejase la puerta abierta?

No, no me importaba.

¿Me importaba que grabase nuestra conversación?

No. Podía hacerlo si lo creía conveniente.

¿Podría considerar mi deposición como una confesión?

No, no se trataba de eso.

¿Podía considerarse como un testimonio? En ese caso mandaría venir a una taquígrafa.

No era un testimonio, al menos por ahora. Venía a informar de un hecho relativo al caso.

La asesora de la fiscalía escuchó con suma atención mi relato y tomó esporádicas notas. Le hablé del intérprete Goran Jergovic, le expliqué quién era, qué informe había elaborado, cuándo y para quién, le hablé de la violencia sexual sistemática, de las mujeres violadas del deshuesadero de pollos de Pale, de los asesinatos, de la red de tráfico de órganos, de las implicaciones políticas de las fuerzas humanitarias, del ataque del que Jergovic fue víctima estando en Roma, donde ahora permanecía inconsciente; le hablé de Zana, le conté su historia. Le entregué el sobre amarillo que ella me dio, ahí estaba todo. Por último, cité a Heinz, el contacto clave en todo esto, un agente retirado alemán cuyo nombre sería falso. Si lo veía oportuno, otros periodistas podían darle las mismas referencias de Heinz, aunque no tenían la misma información que yo. Goran Jergovic y su acompañante, Zana, esperaban un gesto del Tribunal Penal, no sabían si llamarlo perdón, amparo o cobertura. Había que actuar, porque yo misma estaba amenazada, perseguida, acosada.

Cuando terminé, la ayudante Ngyai solo preguntó si esos hechos guardaban relación directa con la causa IT-95-5/18 abierta contra Radovan Karadzic.

Contesté que, hasta donde podía imaginar, sí.

¿Se le podía considerar responsable directo o indirecto?

Directo, no.

Ok, dijo, aunque ellos no eran la policía, tal vez se investigara lo que yo le acababa de contar. Pero tenía que comprender que todos los días llegaban personas con revelaciones extraordinarias, salvajes incluso, sin aportar ninguna prueba de ellas. Era precisamente mi caso, aunque reconocía que en mi versión existía una singularidad excepcional: lo del tráfico de órganos. Además, había testigos y el hecho era sumamente delicado. No obstante, no podían prometer nada sin pruebas.

Las tenían en Roma. Si es que Zana y Jergovic aún vivían allí, añadí. Mejor dicho: si es que aún vivían. Punto.

Aunque me comprendía, replicó Ngyai, no creía que mi tono cínico ayudara mucho a avanzar en el asunto. A continuación, quiso saber quién era K., el hombre que estaba en la puerta, y qué papel desempeñaba en mi relato.

Me limité a indicar que me acompañaba, aunque traté de buscarle una identidad convincente, sin hallarla. No le iba a decir que era un antiguo director de cine que viajaba por Europa haciendo fotos sin forma a un mundo que ya no existía. Por eso volví a repetir que tan solo me acompañaba.

La asesora Ngyai hizo un gesto de incomprensión. ¿Era entonces un guardaespaldas o algo así?

No, solo hacía fotos, en realidad no era eso lo único que hacía. Hacía cine. Hacía una película.

¿Una película sobre la guerra de Bosnia?

No, hasta donde yo sabía. Una película sobre animales, más bien.

Ngyai seguía sin ver la relación. Los golpecitos de sus dedos entre sí evidenciaban impaciencia.

Zanjé al asunto diciéndole que él estaba al corriente de todo lo que nos había confesado Jergovic. Podría ser utilizado como testigo. Era alguien muy valioso, por eso estaba allí conmigo.

Miré hacia la puerta. K. continuaba de pie, al otro lado del pasillo, ajeno a nuestra conversación sobre él. En los últimos días, desde que hablamos con Jergovic, se había vuelto un tanto oscuro, callado, como si maquinase algo, lo intuía; las embarazadas éramos muy intuitivas. Él también estaba bajo el efecto traumático de las mujeres violadas de Bosnia. Conocer lo que conocíamos nos hacía sentirnos asqueados del mundo que nos rodeaba. A veces decía que los europeos éramos una especie que merecía perecer. Lo decía sin clemencia.

La asesora de la fiscalía apagó la grabadora digital y se guardó el sobre amarillo. Me pidió mis datos personales y profesionales. Me agradeció que hubiese acudido al Tribunal con una información de esa clase. Aunque no fuera lo más ortodoxo, creía estar en condiciones de asegurarme que abrirían una investigación formal, y si, en calidad de periodista, deseaba escribir cualquiera artículo o reportaje sobre esos hechos, me rogaba que hiciera especial mención al espíritu colaborador de la fiscalía en un asunto de semejante alcance. Se hablaría con los gobiernos implicados. Si me necesitaban, me llamarían, no debía dudar de ello. Al igual que al fotógrafo que me acompañaba. Nada más podía hacer por mí.

Se levantó de la mesa, me tendió la mano y me rogó que si, en adelante, había modificaciones o ampliaciones con respecto a lo que le había contado, por favor, se pusiera en contacto con ella. Me dio su número de móvil. De lunes a domingo, dijo, esbozando una insólita y leve sonrisa. El fiscal y todo su equipo me estaban muy agradecidos. Buenos días. Y se fue. Solo oía los latidos de mi corazón. Y los de mi otro corazón, más abajo.

Al salir del Tribunal los vi llegar. Caminaban despacio.

De inmediato supuse que sucedería lo que más temía. Trac, trac, trac. Cuando atacaron a Jergovic, Zana dijo que no los vio venir, que fue demasiado rápido. Pero ahora yo los veía venir. Eran ellos. Imaginé que Zana debió de sentir lo mismo que yo sentía en ese momento cuando los soldados avanzaban hacia ella en el deshuesadero de pollos, quince años atrás, también tranquilos y sin apresurarse. Debió de sentir que iba a desaparecer, que dolería.

La mañana era inclemente y el viento frío cortaba la piel. Llovían literalmente chispas de hielo. Pero no tiritaba de frío. Tuve náuseas y apenas había desayunado después de una mala noche. Me sobrevino una arcada. Me agarré con fuerza al brazo de K. y le señalé la presencia de los dos hombres que nos perseguían.

Venían hacia nosotros sonrientes, como unos amigos que por fin nos habían encontrado. Los reconocí, eran el Apuesto y el doble de Sterling Hayden, los mismos con los que hablé en el coche bar del tren. Cuando estuvieron a nuestra altura, frente a nosotros, nos saludaron y nos mostraron en sus palmas de la mano, discretamente metidos en la manga, las puntas de unos cuchillos de monte.

Nos conminaron a que los acompañásemos. El Apuesto fue delante de nosotros y Hayden detrás. No había nadie más por la zona. Llegamos hasta un paso subterráneo que desembocaba en Zeestraat, temporalmente inutilizado por obras, como indicaba un letrero, donde olía a gasolina. Se me pasó por la cabeza que tal vez fueran a quemarnos vivos.

Estaba muerta de miedo. Miré a K., que no se atrevía a devolverme la mirada. En cambio, me resistía a pensar en la muerte. Recordé, por el contrario, algo relativo a los cuchillos: en casa de Dragan Dabic hallaron una colección de armas blancas.

Les pregunté si era verdad que los serbios coleccionaban cuchillos. Eso los desconcertó.

Proseguí. Se lo pregunté una vez en el tren y se lo preguntaba otra vez ahora, ¿venían a matarme?

El doble de Sterling Hayden ya no sonreía.

¡Silencio!

Me abofeteó y luego me empujó contra la pared y me obligó a arrodillarme. Quise balbucir un ruego.

¡No, por favor!

Hubo un golpe sordo, como cuando se golpeaba un saco. Noté el cuerpo de K. contra el mío, empujado a su vez por el Apuesto cuando trató de resistirse. Cayó a mi lado hincado de rodillas. Me sujetó la mano con fuerza. Tosía. También pronunció una súplica.

¿Qué iban a hacer? ¡No, no, no!

Fueron unos segundos aterradores. Solo oíamos el ruido de los coches, los pasos precipitados de algunos transeúntes por el respiradero del subterráneo, la respiración de los dos hombres a nuestras espaldas. La gravilla levantada del suelo de hormigón se me clavaba en la rótula y no me estaba quieta. Pero lo que me ocurría era que temblaba. Temí que nos degollaran. Les habría sido fácil.

Pero empezaron a hablar.

Sabían que estaba embarazada, dijeron. Suponían que querría tener mi hijo y ser feliz con él el resto de mi vida. ¿No era así?

Sí, lo quería con toda mi alma, contesté.

Eso estaba muy bien en su opinión, la maternidad significaba algo muy sagrado. Dependía de mí, por tanto, tener ese niño. Lo mejor sería que me olvidara de ciertas cosas.

¿A qué cosas se refería?, insistí.

¿Los tomaba por idiotas? Dijeron entonces que al principio nos seguían para llegar hasta determinada persona. No pronunciaron su nombre. Luego nos seguían para que no hablásemos a nadie de esa determinada persona, ¿entendíamos? En cuanto a mí, dijeron que me mintieron en el tren: sabían muy bien quién era yo, dónde vivía, dónde estaba mi casa, qué había en cada estante de mi loft, de qué color eran las plumas de mi loro. Tenían orden de no dejarme en paz una temporada. ¿Entendía?

K. y yo habíamos bajado la cabeza.

Sí, entendíamos perfectamente la amenaza.

K. intentó cambiar la conversación: ¿Y Jergovic?

¿Jergovic? ¿De quién hablaba?, preguntó burlonamente el Apuesto. No sabían nada de ningún Jergovic. El doble de Sterling Hayden dijo que conoció de niño a un payaso que se llamaba así, Jergovic. ¿Era él? Se rieron a carcajadas.

Estaban mintiendo, seguro.

Tendríamos que demostrarlo. Ellos solo sabían de payasos.

¿Y Zana?, pregunté yo.

Otra payasa que... Iba a decir algo más, cuando su compañero lo mandó callar.

Estuvo con ella, ¿no era así? La había reconocido, ¿verdad, hijo de puta?

No hubo respuesta. El empujón contra el suelo fue violento, llevaba odio, y me derribó. Di con la frente en el hormigón y saltaron mis gafas. K. me levantó, trató de rebelarse, pero le dieron una patada en los riñones. Luego nos obligaron a volver a la posición inicial, de rodillas contra la pared.

Experimenté un escalofrío cuando la punta de su cuchillo recorrió mis nalgas haciendo un dibujo. Luego me lamió una oreja. Luego apartó el cuchillo. Su aliento en el cuello me llevó a Zana.

Ya estaba bien, exclamó el Apuesto, se acabó el juego: les gustaba esta ciudad tan limpia, querían dar muchos paseos por ella, quizá se cruzasen más veces con nosotros, no querían sorpresas. No nos molestarán si no les dábamos motivo, ¿entendíamos? Nos veremos por aquí. O en otra parte. Siempre estarán en alguna parte en que estemos nosotros, ¿entendíamos? Cuando menos lo esperásemos, surgirían. Igual que a nosotros, también a ellos les encantaba viajar en tren.

El mensaje estaba claro y nosotros lo habíamos recibido.

Uno de ellos le entregó a K. la cámara que le habían robado en Berlín. No la habían tocado, pero había desaparecido la tarjeta de memoria.

Lo único que debíamos recordar era que estábamos advertidos, así de sencillo. Dicho eso, se fueron caminando tranquilamente, dejándonos a nosotros arrodillados en el subterráneo, desolados, como las víctimas que aguardan con resignación el tiro de gracia.

Al final, todo se resumía en una amenaza.

No me desmayé, pero se me aceleró el pulso. Me aparté unos metros para vomitar a solas. Noté la mano de K. en mi espalda sudorosa. Me estaba acariciando. Noté que también él temblaba todavía. Los dos nos abrazamos asustados. ¿Me sentía mejor? No, a decir verdad me encontraba hecha una mierda, lo mismo que él. Entonces dijo que se alegraba de que nos tuviéramos el uno al otro.

Por la noche, me despertó el viento que silbaba por la rendija de una ventana mal cerrada. No, eso era imposible. Lo que me despertó fue una incómoda sensación de humedad. Temí que fuese una hemorragia, pero era la certeza de algo inconcebible, como si mi cuerpo se hubiera disociado de mi ser: me había meado en la cama. Me había meado de miedo entre sueños. ¿Zana se mearía a menudo en la cama? ¿A los treinta años?

El 28 de febrero, la víspera de la reanudación del juicio, era domingo. La ciudad se paralizaba más de lo que la paralizaba el invierno. Deduje que no habría nadie en el Tribunal, por eso telefoneé a Loan Ngyai a su móvil. Recordé sus palabras: de lunes a domingo. Marqué dos veces, la asesora parecía renuente a contestar; finalmente lo hizo y, cuando supo lo ocurrido, me recomendó denunciarlo a la policía. Me recordó, de paso, delicadamente que ellos no eran esa clase de institución. Me disculpé, irritada por su frialdad. Solo quería demostrarle que estaba realmente en peligro. Quizá debí seguir su consejo, quizá debí ir a una comisaría y describir las caras de aquellos dos asesinos, y a la vez destapar todo el asunto. Pero me quedé en el hotel, compadeciéndome de mí misma y dudando.

Una estupidez pasó por mi cabeza: matarlos yo.

Aunque luego la abrumadora cascada de obstáculos que hacía inviable esa venganza me devolvió a la realidad.

Permanecí la mayor parte del día en mi habitación del Promenade. La soledad sería el mejor remedio para recuperarme de la agresión. Cierto que me sentía humillada, pero ni por asomo tenía ningún derecho a compararme con Zana, cómo podía ni pensarlo, a mí no me habían violado aquellos hijos de puta.

K. no me llamó en toda la mañana. Lo consideré una buena decisión. Nos estábamos implicando demasiado. De algún modo, La Haya suponía un final de trayecto. Preferí dejarlo solo, como otras veces. Sé que cuando no estábamos juntos, K. vagabundeaba por la ciudad en busca de La Casa Fantástica, Het Fantastisch Huis. No me extrañó que quisiera hacerlo por su cuenta, no veía cómo podría ayudarlo yo. Por otra parte, cada uno tenía sus propias preocupaciones. Me concentré en las mías. La más importante era hablar varias veces con la agencia. Les previne que tal vez les diese una exclusiva. Estupendo, dijeron, ¿corroborable? Podrían jurar que sí. También durante todo el día intenté localizar a Zana y a Heinz, saber de Jergovic, tener alguna noticia suya. Los resultados no fueron muy alentadores: seguían sin ponerse al teléfono.

Finalmente, al caer la tarde, salí. No podía seguir recluida, sentada sobre la cama con las piernas recogidas bajo el mentón y llorando todo el rato. Era enfermizo.

Busqué a K. en su hotel, sin éxito.

De regreso, traté de animarme bebiendo una copa en el bar del hotel. El encuentro con los dos hombres que nos asaltaron, me decía a mí misma, había servido para algo, de ahora en adelante sabíamos que nos dejarían en paz, salvo que nosotros los provocásemos. Pero ¿qué podíamos hacer, más allá de hablar con aquella asesora de la fiscalía? En realidad, la amenaza se refería a mí. Alguien no quería que yo sacara a la luz todo aquel asunto, y no precisamente para salvaguardar a Karadzic. Este ya estaba perjudicado, el juicio se ponía en marcha, la condena flotaba en el ambiente. No, lo que pretendían era que el escándalo no salpicara a quienes ya habían reconstruido sus vidas y eran nobles y destacados ciudadanos, por muy culpables que hubieran sido en otra época. ¿Quién pensaba en aquellas mujeres destrozadas? En el fondo, partes de sus cuerpos habían servido para salvar a alguien, ¿no? ¿Qué mal había en ello, en cierto modo? No se daban cuenta de que esa amenaza solo podía insuflarme más coraje para escribir mis artículos.

A K., en cambio, siempre lo vieron como alguien pasajero. Y eso era, un hombre de paso. No daría problemas.

Ahora, cumplida a medias la amenaza de los dos asesinos, aunque resultara extravagante decirlo, la vida se había vuelto cotidiana, recuperaba la rutina. Era como si tuviera que convivir con una enfermedad crónica: dejas de pensar en ella. Pero Zana aún seguía en mi cabeza. Y toda la triste historia que sabíamos. Me venía bien olvidarme de ello durante un rato delante de una copa de coñac y mirando pasar a la gente despreocupada mientras mi mano daba vueltas en círculo sobre mi vientre. Deseaba la normalidad.

Al día siguiente, K. pasó a recogerme con mucha antelación para ir juntos al juicio. Conocíamos el lugar, habíamos estado allí dos días antes. La sesión empezaba a las nueve y preveíamos una gran expectación y afluencia de gente, por lo que quisimos ser de los primeros. Pasamos un control de detector de metales a la entrada del Tribunal. Poco después, nos esperaba un segundo control antes de entrar en la Sala de Audiencias 1, donde iba a tener lugar la reanudación del juicio. Estaba lleno. Nos sentaron separados, ni siquiera mi credencial facilitó las cosas. A mí me pusieron en la segunda fila, a K. en la quinta; sin embargo, los dos estábamos en el flanco de la izquierda, enfrente de donde unos minutos más tarde se sentará Karadzic de perfil. Entre él y nosotros mediaba una pared de cristal ahumado que aislaba por completo al público asistente de los protagonistas del juicio.

La sala era alargada como una góndola. En el extremo de la derecha se ubicaba el equipo fiscal y la acusación. En el extremo de la izquierda, la defensa. Y más allá de la defensa, en su último estrado junto a una pequeña puerta, el acusado, en solitario. En la parte central se disponían los jueces y, de cara a ellos, había un lugar específico para los testigos, que accedían por la puerta diametralmente opuesta a la de los acusados.

A las 9:01 entró Karadzic, que había exigido asumir su propia defensa. Delante de él, en otra fila, se sentó su ex abogado inglés, Richard Harvey, quien, por mandato del Tribunal, sería su consultor. Karadzic llevaba en la mano unos papeles y un portamapas cilíndrico, así como un librito pequeño que no llegué a identificar. Iba vestido con un traje gris oscuro que no parecía en absoluto nuevo, sino más bien bastante raído. Estaba claro que la ocasión no merecía estrenos para él. Su mechón de siempre, la cara afeitada, el gesto terrible. Cualquiera diría, pensé, que no había pasado el tiempo, que Dragan Dabic no hubiera existido jamás, que este no fue más que una máscara hueca durante trece años, el paréntesis de un disfraz bajo el cual, inalterable, permaneció siempre Karadzic sin que el tiempo hiciera mella en él.

Vi que era más alto de como me figuraba. Brillaba una lluvia de caspa sobre sus hombros. Parpadeaba mucho. Aunque era contradictorio, el hombre que estaba allí parecía impaciente.

Entró a continuación el equipo fiscal, entre quienes reconocí a la asesora vietnamita. Cuando tres minutos más tarde los jueces, encabezados por su presidente, el juez O-Gon Kwon, hicieron su aparición en la sala, todo el mundo, incluidos nosotros, se puso de pie.

Hubo un súbito silencio. Comenzaba el juicio.

Ese primer día la sesión fue breve. A las 13:30 todo había terminado. Entre medias, Karadzic negó los cargos nuevamente, dijo que expondría la pura verdad, que se demonizaba en su persona a toda Serbia como país criminal, que las cifras de muertos estaban hinchadas, que su derrota significaba el triunfo del islamismo en Europa, que los gobiernos eran cómplices de esa atrocidad, que los verdaderos asesinos eran los musulmanes y los croatas, y, en fin, que él era víctima de enemigos y traidores, pero no de la justicia. Estuvo impertinente, desafiante. Sacó unos mapas de Sarajevo y de Pale que describió con monótono detalle. Habló todo el tiempo de sí mismo en tercera persona. Al acabar, nadie había creído al rey de las mentiras.

No sabría decir en qué momento K. salió de la sala. Cuando se levantó la sesión, ya no estaba entre el público. No lo vi hasta veinticuatro horas más tarde.

Me lo encontré en la calle, la noche del segundo día del juicio, a hora avanzada. K. no había ido al Tribunal. Yo tomaba un sándwich en el Café Spinoza, en Javastraat, un café moderno en el que todo era metálico y frío y donde solían recalar los periodistas noctámbulos. Lo vi al otro lado de la luna del escaparate, con semblante aturdido, parado en la calle sin saber hacia dónde ir. Otra persona que no fuera yo tendría la impresión de que K. era alguien que estaba completamente solo y perdido.

Salí. Lo llamé. Vino hacia mí. Me sujetó por los hombros, se alegraba de verme. Creo que me buscaba, en cierto modo, pero parecía abstraído, ensimismado.

¿Había ocurrido algo?

Me reveló lo que había hecho. Me lo contó fríamente. Había ido a la Casa Fantástica, sí, había dado con ella o con lo que quedaba de ella, porque no esperaba que existiera, eso ya se lo había dicho su madre. Había ido allí y había conocido la verdad.

Fue por azar.

Por la mañana cogió la cámara, su mochila ligera y salió a caminar por esa ciudad desconocida que albergaba su secreto. En el Ayuntamiento, después de consultar los archivos, le habían dicho que no tenían ningún edificio registrado con el nombre de Fantastisch Huis. No se desalentó. Sus pasos lo condujeron hasta la zona de Zusterstraat, por cuyas calles, estos días pasados, preguntando a unos y a otros, consiguió saber que hubo una casa llamada así. Pero las casas de la zona eran totalmente modernas; le recordaban a esas ornamentadas tartas de nata que ponían en las bodas.

Vagó por esas calles inútilmente buscando la planta de un edificio en forma de buque.

¿Sería por allí por donde vivió y trabajó Renata hacía sesenta años? Tenía tan pocos datos... Hasta el presente, había dado la espalda a su historia e ignorado esta ciudad, como se ignoran los cuentos de hadas que nos cuentan las madres. Sin embargo, nada estaba ya como quizá estuviera a finales de los años cuarenta. El paso del tiempo lo había transformado todo hasta desfigurar cualquier descripción que su madre le hubiera hecho.

Caminó por allí mucho tiempo, morosamente. Buscaba un indicio, el menor testimonio le valdría. Se detuvo a cada poco. Preguntó en todas partes. A veces no lo entendían. Entró en las tiendas y locales comerciales. Era una tarea imposible, pero K. no podía dejar de intentarlo.

Entonces tuvo suerte. Dio con una mujer que conocía a un hombre que había vivido siempre por allí: su suegro. Con naturalidad, le señaló al anciano de gabardina azul que estaba sentado enfrente, a pocos metros de la orilla del canal Buitenom, donde paseaba a diario con su perro.

K. vio al perro y al hombre. Se acercó hasta él. Debía de tener más de ochenta años. Se llamaba Stanislas. En otro tiempo se dedicó a las mudanzas. Hablaron. Por supuesto que aquel anciano la conocía; toda la gente de su edad conocía muy bien La Casa Fantástica.

Era una casa de ladrillo, en forma de barco, sí. Con adornos vegetales en sus ventanas de ojiva, en efecto. K. revivía la cantinela de su madre, cuando rememoraba una y otra vez aquella casa. El anciano le dio otros detalles. Había también adornos con tulipanes de escayola en los techos de las habitaciones. Y columnas de estuco con tritones regordetes tallados. Y unos faunos en los capiteles. Se decía incluso que, en el interior, en la pared de una de las habitaciones, Van Gogh llegó a grabar «Feliz Año 1882» y a pintar un perfil de mujer a lápiz, pero muy pocos lo debieron de ver. Quizá fuera un rumor.

El anciano tiró del perro y se puso en marcha haciendo un gesto para que K. lo siguiera.

¿Adónde iban?

¿No quería conocer el lugar exacto?

K. asintió. Los dos fueron caminando por cuatro o cinco calles y atravesaron un bulevar. No se hallaba muy lejos, si seguían esa orilla del canal. Al ver la cámara, Stanislas creyó adivinar que K. buscaba imágenes para un reportaje. Él no lo desmintió. De pronto, al cabo de unos minutos, el anciano se detuvo a la puerta de un inhóspito bloque de la FBTO Verzekeringen, la compañía de seguros.

Estaba justo ahí, señaló con el dedo.

El lugar era irreconocible. Transitado por gente apresurada hablando por el móvil, con maletines y bien vestida, era una pequeña explanada de oficinas y bancos. La casa resistió los tiempos duros de la guerra, cuando los bombardeos del 45, dijo Stanislas, luego construyeron otros edificios colindantes hasta que en los ochenta modificaron por completo la fisonomía de la zona. Ni siquiera la calle existía ya, se le cambió el nombre, se integró en otra mayor, se transfiguró como calle, por así decir, explicaba Stanislas. K. buscó con la mirada la plaza ajardinada, la estafeta de correos, la escuela que Renata le describía de niño, pero no había ni rastro, todo eso había desaparecido.

¿Había llegado al origen, al punto exacto del inicio de sí mismo? No se atrevía a aceptarlo. ¿Qué hacía allí? Algo inestable podría romperse todavía más en su pasado. Dio unos pasos. Fue calle abajo. Volvió calle arriba. El anciano no dejaba de mirarlo, sin comprender sus intenciones. Pero no tenía intenciones. Esperaba un milagro.

¿Había entrado él en La Casa Fantástica alguna vez?

Sí, alguna vez, respondió Stanislas. Hacían fiestas.

Luego añadió que la derribaron en 1958. La casa fue la última de todas en ser derruida, dada su naturaleza, dijo finalmente.

¿A qué se refería con lo de su naturaleza? ¿No era una pastelería?

No, no era una pastelería. La Casa Fantástica era un burdel.

¿Qué? ¿Cómo decía?

Exactamente lo que le acababa de decir, un burdel. Él había ido allí de joven, de eso estaba bien seguro.

K. se quedó sin habla, y casi sin aire. Aquello era incomprensible para él. Luego sintió un profundo abatimiento. Algo muy poderoso lo arrancaba de su propia vida.

No podía ser verdad, ese viejo estaba completamente confundido, mezclaba recuerdos desordenados como todos los viejos. La casa que él buscaba era un edificio increíble, en forma de barco, con tiendas elegantes, cuyas propietarias eran unas trillizas.

Sí, las trillizas Kuiper, dijo el viejo Stanislas, con una sonrisa malévola. Eran muy famosas. Y muy malas. Él no se confundía de edificio, no hubo otra Fantastisch Huis en toda la ciudad.

K. habría querido reírse más que nada en el mundo. Era todo tan grotesco. Pero en cambio experimentaba una tristeza tan honda que le bloqueaba los músculos faciales. Lejos de reírse, le brotó sola la pregunta más temible, la pregunta sobre su madre.

¿Recordaba Stanislas haber conocido en aquella época a una española, una española llamada Renata Balmori?

No, el anciano no recordaba el nombre de ninguna española en concreto, porque había varias.

¿Varias?

Sí, tres o cuatro. ¿Por qué?

K. rehusó contestar a esa pregunta que podría arrastrarlo a un laberinto inabarcable sobre la presencia de su madre en aquella casa y a lo que se dedicaba. En cambio, hizo otra: ¿recordaba Stanislas si las trillizas tenían un sobrino?

Vagamente lo recordaba, sí. Decían que era ciego. Aunque no de nacimiento. Pero murió muy joven.

¿Recordaba, por casualidad, cómo se llamaba?

No, lo sentía, no conocía su nombre. Stanislas no creía haberse cruzado con él en ninguna ocasión. ¿Era alguien importante?

En realidad, nunca había llegado a saberlo, musitó K.

¿Alguien de su familia, quizá?

Quizá.

Adivinó que todo concluía ahí, no había nada más que buscar, así de simple. Se sentía enormemente cansado, triturado. Le hizo una foto al viejo, le dijo que era para una revista o algo así, le dio las gracias por todo y se despidió de él. A partir de ese momento, estuvo caminando sin rumbo fijo por el barro y la nieve sucia de la ciudad hasta que, mecánicamente, entró en un cine. Ponían Bande à part, de Godard. Ya la había visto, no se concentró en la película, no podía contener el ruido que inundaba su mente. Al salir fue cuando yo lo encontré parado en la acera y desorientado frente al Café Spinoza.

En medio de la calle, K. me enseñó la foto del anciano. Era real, por si me cabía alguna duda. No quería hablar más de ello por ahora. Me rogó que lo llevara al hotel, pero estaba en blanco, había olvidado en cuál se hospedaba.

Para K., el mundo pasó a ser ese día como el granulado nevoso de un televisor.

¿Y cómo fue? ¿Supieron las trillizas Kuiper que Renata esperaba un hijo? ¿La obligaron a abortar? ¿Ella se negó? ¿Sabían que era un hijo de su sobrino? ¿O era de otro hombre, de un cliente tal vez? ¿Sabían que su sobrino estaba enfermo? ¿Qué hacía caridad casándose con ella, embarazada a saber de quién, consciente de que le quedaba poco tiempo de vida? ¿Acaso su sobrino amaba de verdad a aquella joven española hasta ese punto? ¿Y ese cliente innominado era también holandés? ¿Fue alguien que no volvió nunca más por la Fantastisch Huis? ¿Empezaría su apellido también por una K.?

En cuanto a Renata, debió de llegar a La Haya en 1949 o 1950 con aquella amiga, Lucía, que la introdujo en ese mundo. O quizá fuera al revés, y ella introdujera a Lucía en la prostitución. ¿Y Kuiper? ¿Sería su verdadero padre, o solo un buen muchacho que le dio su apellido al hijo de una de las chicas de sus tías? Probablemente esa sería la razón de que las trillizas protegieran tanto a su sobrino, ciego y enfermo, casado en secreto con una puta advenediza. Sería también la causa por la que Renata jamás regresó. ¿Cómo habría muerto Kuiper? ¿Cuál sería la última palabra que salió de su boca? Eso nunca lo supo Renata. A K. solo le dijo que murió habiendo deseado conocer a su hijo. Renata nunca añadió nada nuevo a esa versión, sin duda inventada.

¿Sería capaz de perdonar ahora? ¿Y a quién habría que perdonar?

Claro que debía de ser duro descubrir que nada era como te habían contado. ¿Cuál era, entonces, la verdad?

Solo haberme conocido era verdad, me dijo K. Y los animales eran verdad. Y este viaje conmigo era verdad.

Había empezado a creer que podría hacer una película con todo esto. ¿No era un hombre de cine? Tenía que filmar, que robar las imágenes como el niño roba lo que quiere volver a ver.

Pero nunca le hizo una foto a su madre, recordó K.

Luego pensó que había un momento en que a nadie le importaba que la propia vida fuera incoherente, ni siquiera a uno mismo. Qué más daba que uno fuera o no mezquino, que admitiera o no crueldades, ruindades, maldades. Qué importaba que uno fuera o no el hombre honesto y fiel a unos principios morales que le reconfortarían con la idea de humanidad, honor y satisfacción que siempre deseó tener de sí mismo. Qué más daba lo que uno hubiera hecho. El espejo del tiempo devolvía el rostro tal como era: viejo y real. El cuerpo verdadero, al final, sería cualquier cosa menos bello. El alma también. En eso consistía todo lo relativo a sobrevivir. Su madre y Karadzic, por ejemplo, en sus respectivas vidas, lo habían tenido siempre muy claro.

Llamé a la puerta de su habitación. Era ya muy tarde. Me abrió más intrigado que precavido. La estancia estaba a oscuras; solo la luz de la pantalla del ordenador sin sonido permitía cierta claridad.

¿Sí?

Había ido a comunicarle la muerte de Jergovic. Apenas hacía unas horas de su fallecimiento. Zana me había telefoneado desde Roma para decírmelo. No ocultaba la acritud en su voz culpabilizadora. No supe qué responderle. Tampoco hubo ocasión. Ella colgó enseguida.

Los dos sentimos esa muerte por lo que se llevaba con él. Aparte de nosotros, tal vez nadie lo supiera.

Sin Jergovic, ¿qué haría yo después del juicio, seguiría adelante?, me preguntó K.

Buscaría a Zana, la convencería, le dije. Ella será el principio, aunque no la podía obligar.

¿Seguiría adelante con mi hijo?

Sí, con mi hijo.

Hubo una larga pausa entre los dos. Consideré obvio que él deseaba estar solo. Aun así, no quería marcharme sin hacerle una pregunta que llevaba dentro desde Zúrich, una pregunta al margen.

Le pregunté si podría llegar a quererme.

Me alzó el cuello del abrigo lentamente, haciéndome sentir una niña. Parecía estudiar mi rostro como si lo reconociera en ese instante.

Sería una locura pensarlo, ¿no?, me dijo a continuación. Además, ningún amor dura tanto como para unir jamás lo que ahora nos unía a los dos. Por suerte y por desgracia.

En efecto, sería una estupidez, asentí. Esas eran las palabras adecuadas.

Lo más extraordinario sucedió al día siguiente, 3 de marzo. Fue durante la intervención del presidente del Tribunal para sopesar la petición de otro aplazamiento por parte del acusado. Karadzic no tenía la palabra, ya que había contado con los dos días anteriores para hacer su alegato inicial. Su intención era boicotear la sesión con alguna argucia. No se le podía dar una tregua, otra tregua no.

Ese día nos dispusieron al revés en la zona del público: a mí me ubicaron en la sexta fila y a K. en la primera. Él estaba flanqueado por una mujer y por un joven. Yo lo buscaba con la mirada, pero él nunca se volvió hacia mí.

Al cabo de una media hora, sentí algo: de dónde provendría ese aire, esa sensación de brisa fresca como cuando te soplan en la nuca, me pregunté a la vez que oía rápidos chirridos de suelas de goma sobre la tarima de madera. Alcé los ojos y vi que un policía se abalanzaba contra K.

Este se había movido con el sigilo de un lobo. Sinopoulos siempre dijo que si hubiera sido ciclista, habría sido un escalador sutil. Se había puesto de pie, había cogido con las dos manos la silla metálica en la que había estado sentado y la había lanzado contra la mampara de cristal, lo que produjo un repentino estruendo que paralizó a todo el mundo a ambos lados. Los jueces, los defensores, los fiscales, el acusado mismo, todo el mundo miró hacia la mampara sin saber en qué punto fijar la vista. Lo mismo ocurrió en la parte del público, donde todos permanecimos petrificados como un coro griego mientras K. golpeaba una y otra vez con la silla metálica en la porción exacta del cristal que daba al estrado de Karadzic. Lo hizo cuatro o cinco veces. Sacudidas sin pausa. Golpeaba y golpeaba hasta casi hacer una raja en el cristal. Un golpe más y lo habría roto. Golpeaba fuera de sí. Había explotado. Reventado. Sudaba de cansancio y de tensión. No era él. Estaba gritando.

Asesino. Asesino. Vengaré lo que has hecho. Pagarás por todo ello. Invadiré tu vida. Te mataré. Yo te mataré.

Etcétera.

Parecía que sus insultos y amenazas no afectaban a Karadzic, quien no oía nada desde donde estaba sentado y miraba el altercado con indiferencia. Lo derribaron primero cuatro policías y luego se sumaron otros cuatro más para reducirlo sin alboroto. ¿Dónde estaba toda esta gente cuando violaban y mataban a aquellas mujeres en el deshuesadero de pollos? Nadie vio otra cosa que un forcejeo, y a continuación un revuelo de voces altas. Más tarde se explicará el altercado a la prensa como la acción desesperada de una venganza personal, o de un perturbado, o de un hombre que quería su minuto de fama.

No obstante, cuando parecía que lo tenían bien sujeto, K. se zafó de uno de los policías y logró hacerse con su pistola. Lo consiguió con extrema facilidad. La tenía en su mano y yo lo veía perfectamente, todos lo veíamos perfectamente. Apuntaba con ella hacia el cristal, hacia donde miraba Karadzic, pero no podía disparar porque tenía el seguro puesto. Y K. no sabía nada de pistolas. Nadie comprendía muy bien lo que sucedía en aquellos pocos y desconcertantes segundos.

Fue un ataque de enajenación furiosa.

Por el amor de Dios, qué estaba sucediendo en la sala.

Otro policía gritó: Terug! Atrás. Un policía más lo encañonó. K., que seguía apretando el gatillo sin que nada ocurriera, se volvió hacia el policía. Este le disparó en un brazo. No se desplomó, pero unos puntos de sangre regaron el suelo.

Recordé que había presentido que él haría algo así cuando bailábamos todos en Berlín, en casa de mi madre, y tuve aquel desmayo que tanto le preocupó. Creo que aquel día, en el Tribunal, K. hizo eso porque comprendió que los animales morían solos en los mataderos, en medio de una atmósfera de desastre y sin piedad.

Después de aquello, en ningún momento me dejaron verlo, ni él preguntó por mí.

Pasaron once meses.

Al cabo de un tiempo, publiqué tres reportajes sobre las violaciones de Pale y el tráfico de órganos. Lo conté todo en ellos, palabra por palabra, fiel a Jergovic, aunque en la agencia no me permitieron reproducir la conversación grabada entre el diplomático inglés y el alemán por considerarse una grabación privada de Martine Cormac, quien, como era de esperar, no autorizó su reproducción. Hubo grandes implicaciones políticas, pero enseguida pasaron desapercibidas por la llegada a Europa de nuevas oleadas de conflictos, y crímenes, y crisis, y nuevos titulares de mil cosas distintas que volvían a imponerse a diario. La guerra de Bosnia quedaba demasiado lejos, nadie quería remover más la mierda. Una vez detenido Karadzic, había que pasar página. Incluso Heinz reapareció brevemente por sorpresa para felicitarme por los reportajes y lamentar que no sirvieran para nada. No había vuelto a tener noticias suyas desde que me puso en la pista de Jergovic. De Zana, en cambio, tampoco él sabía su paradero, ni nunca más se supo. Tal vez viva o tal vez no. Me he propuesto averiguarlo cueste lo que cueste. Cuando ya no importe y esta sea tan solo una historia terrible como cualquier otra, puede que todo salga a la luz, aunque entonces ya solo se considerará una posible versión, un triste relato, una manera parcial de ver las cosas, en definitiva.

Tampoco volvieron a aparecer los dos hombres. Hasta ahora han cumplido su palabra de dejarme en paz.

¿Habría leído K. mis artículos en algún periódico o en Internet, en un tren, en una estación o en un hotel? ¿Habría reiniciado su largo viaje por Europa donde lo dejó: Dublín-Londres-Hébridas? ¿Seguiría encadenando museos en aquella extraña filmación sin sentido? Nunca le dije que a mí no me gustaban los museos. Sé que él los odiaba.

En realidad, mi relación con K. fue muy breve. Pero aquellas semanas parecía que fueran años. Ni siquiera pudimos despedirnos. Tuvieron que llevarlo herido al hospital, donde estuvo en observación, incomunicado bajo custodia. Dos días más tarde, lo detuvieron formalmente y lo acusaron de intento de agresión, resistencia a la autoridad y desacato al Tribunal. El cargo de tentativa de asesinato lo retiraron finalmente.

El juicio contra Karadzic no se interrumpió, la prensa apenas recogió la noticia de la acción de K. No se quería dar publicidad a cosas de chiflados así, víctimas de una obsesión paranoide, decían, por si terminaban disparando en la calle contra un juez o barriendo a balazos una escuela.

Fue sometido a un análisis psiquiátrico. Lo superó: estaba en sus cabales. Le impusieron una pena de seis meses de cárcel o, en su lugar, una multa. Como se declaró insolvente, tuvo que cumplir la pena, pero le fue conmutada debido a la atenuante de trastorno temporal transitorio por estrés agudo que le diagnosticaron. Decía que no recordaba nada, que había olvidado por completo lo sucedido durante aquellas horas. En consecuencia, no podrá acercarse nunca más al ciudadano Radovan Karadzic, por ser calificado de acosador y amenaza peligrosa para el serbio, según estipuló la sentencia. Tampoco podrá entrar nunca en las sesiones del Tribunal. Pero creo que a K. eso le será indiferente: no volverá nunca por La Haya.

¿El cambio en él? No hubo un momento preciso, fueron varios. Se me ocurrían los de aquella mañana en que Madi subió las vacas al camión para llevarlas al matadero, o cuando conoció la matanza de bosnios en el mercado de Sarajevo, o cuando Jergovic nos relató las violaciones del deshuesadero de pollos, o cuando Zana nos habló de sí misma. Todos fueron momentos que cambiaron a K.

Solo podemos hacer un gesto estremecedor y él lo hizo.

Por otra parte, algo empezaba de verdad en mí: di a luz a mi hija en Auvers, en el mismo lugar donde había nacido yo, en la granja Maudan. Me había refugiado allí al calor de Frédéric, de Charlotte y de la familia de Madi. Cuando nació mi hija, mi madre fue a visitarnos a la granja con su pareja. Era la primera vez que volvía a Auvers. Y mi padre le enseñó todas las fotos que tenía de ella. Solo se quedó un día, ni siquiera durmió allí. En cuanto a Yuri, se borró de mi vida para siempre.

Por entonces, le escribí un email a K. mandándole orgullosa varias fotos de la niña. Y luego le mandé otras imágenes de mí como madre. «Imágenes para tu película», le puse. No me contestó.

Hace pocos días, sin embargo, recibí por correo un pequeño paquete de K. Contenía la caja metálica con la inscripción Europe Museum, open here. «Acéptala. Es para ti», decía una nota. Estaba casi vacía: dentro había un pendrive. Era una copia de todo lo que filmó de mí. Me lo debía, según él. Estaba en un archivo con el nombre de «COMIENZO». ¿Cuándo, cómo, dónde había grabado todas esas imágenes mías? Ni siquiera yo lo recordaba. Estaba mucho más delgada y el rostro que en ellas aparecía reflejaba angustia e inquietud. Eran de apenas un año atrás, pero yo había cambiado tanto desde entonces que creía que eran de otra persona. «Dormida estabas preciosa», había escrito K. en la nota pegada a la caja. Las últimas imágenes eran recientes y no eran de mí, sino de una tarjeta de embarque para un vuelo a Nueva York y de unas calles de esa ciudad, donde ahora vivía probablemente. Las interpreté como él habría querido que lo hiciera: Europa quedaba atrás, era el pasado.

Cuando le escribí para agradecerle todo aquello y saber de él, me contestó enseguida. Se preguntaba a menudo si aún podría rehacer su vida, si aún sería posible. Se preguntaba si podría verme.

Claro, le respondí. Lo echaba de menos, en cierto modo. Lo echaba mucho de menos.

Ahora, mientras paseo bajo el gran hayedo centenario de Auvers, miro a mi hija recién nacida. Le he puesto el nombre de Zana. Tan frágil, tan pequeña, tan hermosa, no tiene ni tres meses. Es un animalillo que me busca todo el rato. Al mirarla, me doy cuenta de que hace mucho que ya no pienso en Yuri. Pero pienso en K.

Y me siento fuerte, capaz de todo. Iré hasta el final. Si no ha muerto, algún día la otra Zana se pondrá al teléfono y acabará la huida.

Aunque seamos un fragmento del mundo, un fragmento infinitesimal del mundo, somos el mundo. Nadie nos puede arrebatar esta realidad.