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Por aquella época, cuando sucedió lo del autobús en un país a miles de kilómetros del suyo, a Fernando Balmori le llegó la noticia de la muerte de Lea, su ex esposa. Eso lo complicó todo. Hacía siete años que Lea y él se habían separado, en realidad no se veían mucho; no tenían hijos, no tenían perros, solo una casa que era de Lea y un coche que también era de ella. Había sido su actual pareja, Odell, un empresario noruego más joven, quien lo llamó para decírselo. No se extendió demasiado en los detalles, algo relativo al páncreas; se limitó a contárselo y a explicarle brevemente que, siguiendo las instrucciones dejadas por ella misma, había sido incinerada sin ningún funeral; dejó dicho igualmente que un par de días más tarde se diera la noticia a todo el mundo, a la prensa, a sus fans, porque aunque ya se había retirado de la canción seguía teniendo fans, y a su ex marido, o sea a él, y eso era lo que el noruego estaba haciendo con su llamada. Balmori se entristeció por los dos. Le unía a Odell el mismo desconsuelo, en cierto modo la misma memoria.

En el hipotético caso de que Fernando Balmori (cuyo verdadero nombre completo es Fernando K. Balmori, como siempre se ha visto obligado a decir) hubiera conocido la historia, breve y veloz, de lo que sucedió en ese autobús, la habría filmado mientras sucedía. Por eso era director de cine, o lo había sido. La filmaría, además, muy morosamente. Pero como no conoció la historia mientras sucedía, habría tenido que reconstruirla. Del mismo modo habría filmado con lentitud la muerte de Lea, por mucho que le doliera hacer eso, aunque estaba seguro de que ese instante último de Lea dejaría de serle doloroso si lo filmaba; solo se sentiría una máquina de absorber la realidad. Cuando ponía el ojo en el objetivo se producía un efecto anestésico en él, neutralizador. Pero tampoco conoció el hecho en su preciso momento, y no se veía capaz de reconstruir una muerte, y menos aún esa. A decir verdad, ya no soportaba las reconstrucciones, eso sería inventar, hacer ficción, y ya no se creía la ficción. Buscaba la realidad, pero la realidad no sobrevivía en el ecosistema tóxico e hiperpoblado de las ficciones. Esa fue la primera revelación que le supuso el dolor por la muerte de Lea.

Y sin embargo, en ambos casos habría intuido que solo sería posible la reconstrucción.

Balmori habría visto las dos historias, la del autobús y la de la muerte de Lea, primero en su cabeza, claramente, y luego las habría filmado. ¿No era eso lo que suele decirse que hacen los directores de cine, que tienen la película en la cabeza, como si los ojos proyectaran hacia dentro? A Fernando Balmori le sucedía exactamente así. Por eso, hipotéticamente, enseguida habría sabido dónde poner la cámara, en qué planos se estructuraría la secuencia, qué movimientos de cámara aplicar: un travelling largo, en suspense, de los pasos de los policías por el suelo del autobús, dejando un rastro de barro con sus botas, insertando un plano detallado de las partículas húmedas de barro, profundizando más y más, haciendo que la cámara llegue a ser un microscopio; o el breve pero lento travelling por todo el cuerpo de Lea, desde los pies de la cama hasta los ojos cerrados; más otro plano de la boca cerrada de Lea, la boca que Odell y él han besado, una línea aún carnosa que ha exhalado su último aliento, y otro plano de la boca abierta, reveladora, del policía serbio que pronuncia por el móvil las escuetas palabras tan ansiadas. Quizá ambos hechos habían sucedido en el mismo momento, a la misma hora. Para él, de haberlos filmado, ese autobús sería mucho más, como mucho más sería también el volumen del cuerpo muerto de Lea. Serían el último plano fijo. Porque eran un símbolo, o un hachazo de verdugo, o un fundido a negro definitivo. En cualquier caso, eran el final de la película.

La muerte de Lea no guardaba la menor relación con aquel autobús, ni con la guerra de Bosnia, ni siquiera con la vida que Balmori llevaba entonces, ya que estaban divorciados y se llamaban por teléfono muy de vez en cuando, pero fue un suceso que a Fernando le dolió extraordinariamente. Desconocía, además, que estuviera gravemente enferma, por eso aquella muerte lo sumió en un estado de shock como jamás había tenido en cualquier otro tiempo, ni siquiera cuando falleció su madre, su única familia. Lo vació por dentro, pero también lo lanzó al mundo exterior. Esa fue la complicación.

Adquirió en ese momento la ligereza de quien da un salto inicial.

A partir de entonces, apenas dos semanas después, empezó a viajar en trenes por Europa en busca de algo que ya tocaba recomponer de una vez por todas y que no podía eludir por más tiempo. Algo que, en cierto modo, afectaba al resto de su vida por vivir y que tenía que abordar sin dilación: saber quién era él y cuál era el mundo real al que pertenecía. La muerte de Lea le había abierto el camino.

Por tanto, en la gélida noche del primer día de febrero de 2010, lunes, Fernando K. Balmori, director de cine, tomaba nuevamente un tren nocturno, nuevamente un tren hacia el corazón de Europa, el tren-hotel que iba desde Madrid-Chamartín hasta París-Austerlitz. Pero su intención no era quedarse en París, sino ir más lejos, ir hasta Londres, y luego desde allí a Dublín y luego las Hébridas. Esa será su meta. Quería coger el Eurostar que pasaba por debajo del Canal de la Mancha. El tren-hotel que ahora lo conducirá a París se llamaba Elipsos, pero no sabía a qué respondía ese nombre tan oscuro como pretencioso. Salía a las 19:00 h. Recorrido: Valladolid, Vitoria, Poitiers, Futuroscope (de pronto recordó que ahí había concluido alguna famosa etapa del Tour, le gustaba mucho el ciclismo), Blois, Orleans, Juvisy y, por fin, París. Llegará a la Gare d’Austerlitz a las 8:31 h. Viajará en preferente, compartimento individual, con ducha.

Una hora antes sería fácil imaginarlo como un hombre apresurado al que se le había ido el tiempo en su casa haciendo nimiedades, demasiado confiado. Cuántas cosas mínimas pasaban constantemente y cómo había que revelarlas a la mirada porque se escondían entre los pliegues de la realidad, se asombraba Balmori. Volvía a repasarlo todo. Le agobiaba la sensación de olvidarse alguna cosa antes de salir de viaje, sobre todo olvidarse de lo que debía meter en su caja metálica que había dejado aparte.

Cuando llamó al taxi ya era un poco tarde y Balmori no vivía cerca de la estación; luego el conductor se demoró más de la cuenta eligiendo un recorrido erróneo; discutieron, elevaron la voz y Fernando creyó de veras que perdería el tren. Además, el trayecto le estaba revolviendo las tripas y al llegar a Chamartín se encontraba bastante mareado. Y encima le dolían los oídos desde la semana pasada.

Una vez en la estación, apenas faltaban ocho minutos para que saliera el tren. Si por fin estaba pasando por el escáner de equipajes, donde amablemente lo apremiaban, era por casualidad; un poco más y el Elipsos habría partido sin él. Notó los dedos entumecidos de tirar con fuerza del asa extensible de la maleta.

Por fortuna, no era mucho su equipaje. Balmori solía ser un hombre austero. Una maleta blanda, grande, azul, con ruedas. Una mochila ligera, de cuero, muy flexible. Una cartera de goma del tamaño del ordenador portátil que se adaptaba a su forma como un guante y que si lo deseaba le cabía en la mochila. Y la cámara, una Canon, que llevaba colgada al cuello casi siempre desenfundada.

Caminaba con esas cosas a buen paso por el andén, pero iba agitado. El revisor de la zona de preferente se dio cuenta y lo saludó con una ceremoniosidad paródica en la puerta del vagón, inclinando la cabeza. Aún había tiempo, aunque poco, parecía decir con su gesto; le pidió que lo siguiera y al llegar al compartimento que le correspondía le dio una llave; luego le informó del horario del vagón-restaurante. ¿Quería hacer ya una reserva? Sí, la hizo, pero a desgana, aún tenía el mareo en el estómago, maldito taxi cabrón. El revisor apuntó en su libreta el número del compartimento: era el n.º 7. Balmori vio en ese momento a otros pasajeros acomodándose en sus respectivos cubículos cuyas puertas estaban abiertas. No reparó mucho en ellos, ni observó su aspecto, le daban igual. El tren iba completo, le informó el revisor al irse, de nuevo ceremonioso, y le recordó la hora de la cena. Luego, mientras tanto, él vendría a abrirle la cama.

Una vez dentro, miró por la ventanilla, pero, antes que las vías de los demás andenes, vio su reflejo (como la mujer del autobús, como el hombre que respondía al nombre de Dragan, como cualquier persona que viaja) y reconoció el rostro de quien estaba ahí reflejado: era el de K., ese hombre que, según su apellido, también era él.

La cara alargada, la tez oscura, el pelo castaño corto y ralo echado hacia atrás, la redondez aguda de los pómulos, ojos algo húmedos y vivos, arrugas en la zona de los ojos y en la frente, manchas de la edad que se abría paso con devastadora evidencia, la barba descuidada de varios días, la expresión impostada y melancólica, el imperceptible gesto refractario de escasa amabilidad, la cara de alguien que actúa pero habla poco. Se reconocía, claro, y al minuto dejaba de reconocerse, por eso no se miraba mucho cuando veía su reflejo en los cristales. Es más, huía de él.

Ubicó el equipaje en el compartimento, cómodo pero angosto, y abatió la cama-litera. Sacó de la mochila un cedé de Felix Mendelssohn, un pequeño libro, más bien un breviario, bastante ajado, titulado Las mejores citas de V. I. Lenin, y una caja metálica, plana, no muy grande, del tamaño de ese mismo libro. Era una caja antigua y un tanto abollada, con la estampación de la publicidad de un hotel suntuoso de los años treinta del siglo pasado. Estaba entre las cosas de su madre. La puso sobre la colcha blanca y la miró unos segundos como si esperase que algo fuera a suceder. Enseguida la abrirá.

Cuando se subió a ese tren, Balmori de ninguna manera podía pensar en Radovan Karadzic, ni siquiera sabía suficientes cosas del fugitivo serbobosnio, puede que incluso las pocas que sabía las hubiera olvidado, siendo la mayor parte tal vez inconexos titulares de noticias de prensa, imágenes de televisión zapeadas; no tenía la menor idea aún de que ese viaje, en cierto modo, lo llevaría hasta él. Porque en ese instante solo abría una caja.

En esta ocasión, su destino final era Dublín —vía Londres, le excitaba la experiencia de atravesar el Canal por un túnel— porque quería filmar unos planos (o hacer unas fotos, ya que su cámara réflex le permitía hacer ambas cosas) para la película documental que estaba realizando desde hacía mucho tiempo, a raíz de la muerte de Lea. Lo llamaba documental pero en realidad no sabría definir como documental lo que era ese ingente material filmado de manera gregaria: ¿un extraño monstruo de imágenes desordenadas?, ¿una colección heterogénea de momentos aleatorios?, ¿las casillas de su juego de la oca particular (porque había decidido ver Europa como un tablero de mesa, con cubiletes, fichas, trampas y ventajas)?, ¿la reconstrucción de un mundo perdido, tal vez un museo de recuerdos que no le pertenecían? Todas esas definiciones acertaban y erraban por igual.

En Dublín, por ejemplo, quería hacer unas tomas de un lugar concreto de Sandycove, la Torre Martello, hoy museo, donde Joyce arranca su Ulises, y en Londres otra del más conocido aún Buckingham Palace Museum, la sede de la Monarquía por excelencia, durante el cambio de guardia. Los mundos enfrentados de católicos y protestantes, algo muy europeo que iría al apartado «Guerras de religión» previsto en su película.

Pero no extrajo de la caja ninguna imagen ni ningún objeto referentes a esos lugares. Al menos por ahora. En cambio, sacó al azar otras cosas, de las muchas que había dentro: unos tickets usados que conservaba de recuerdo. Uno, blanco, era el de un parking de una ciudad de Francia, cuyo nombre no se indicaba, pero podía equivaler a cualquier parking de cualquier ciudad de la Unión Europea: aide-mémoire, ponía, y luego una fecha con solo las referencias temporales de semana-día-hora-minuto. Recordatorio puntualísimo. Pero, ¿de cuándo? ¿De qué mes, de qué año? ¿Iba Lea en esa ocasión con él?

Todo era un recordatorio incompleto. Todo ayudaba a la memoria, pero de manera subjetiva, interesada. Eso era precisamente su caja, una memoria selecta y arbitraria, algo personal.

Los otros dos tickets eran amarillos y pertenecían al Musée Flaubert, Ville de Rouen, 2 F cada uno. No había fechas en ellos, pero no importaba: procedían de un viaje que hizo con Lea muchos años atrás, para un documental de la cadena de televisión en la que Fernando trabajaba entonces. En casa, cuando preparaba el viaje minuciosamente, los había metido en la caja, pero no lo hizo para recordar a Lea —para eso llevaba incorporadas sus canciones—, sino porque Flaubert le recordaba más a Europa. ¿Por qué cogió esos tickets? O mejor aún: ¿por qué los encontró después de tantos años?

La caja también poseía el tiempo, por así decir.

O: la caja poseía cosas de otro tiempo. Y no todas suyas.

Se dispuso a hacer lo que hacía siempre desde que empezó a invertir todo su dinero en esa extraña película-viaje en la que se había embarcado: situar los objetos en un lugar cualquiera, descontextualizados, y filmarlos o fotografiarlos en ese contexto nuevo. Pensaba que había algo de surrealista en el resultado, cuando luego lo veía y lo montaba en el ordenador. Así que esta vez, como acostumbraba, colocó los tickets sobre la ventanilla del vagón que daba al andén, los sujetó en la pequeña ranura formada entre el marco y el cristal, y se puso a hacer fotos. Muchas fotos rápidas, de primer plano o de plano largo, abarcando el espacio estrecho del corredor del moderno coche-cama.

Primero fotos de los tickets del Museo Flaubert de Rouen. Luego del aide-mémoire del parking (quizá también de Rouen, no lo recordaba). La gente, al fondo, pasaba por delante del objetivo de la cámara. Eran imagen también. El tren se disponía a partir, ya era la hora (¿faltaban solo dos minutos?). Balmori esperó porque quería captar ese movimiento de salida. Notaba la vibración en el cristal, temía que los tickets se cayeran pero se sostuvieron. Se alejó un poco y tiró unas fotos mientras aguardaba para grabar.

Entonces se acercó al cristal y formó un poco de vaho con su aliento. Escribió una letra, la de su apellido: siempre garabateaba la K antes de Balmori. Era su firma.

De repente, mientras dibujaba la letra, y ya con el tren a punto de arrancar (sí, faltaban dos minutos), alguien pasó corriendo por delante, se detuvo titubeante y miró hacia donde él estaba, pero esa persona iba con demasiada prisa, parecía más bien suplicar una indicación. Sin embargo, cruzaron la mirada un segundo sin verse. Balmori oyó al revisor decir algo, tal vez dirigiéndose a ella. Había poco movimiento ya en el andén, solo los pasajeros rezagados en apuros y algún guardia de seguridad. La noche había caído y la gente iba abrigada aquel primer día de febrero, invernal y ventoso.

La persona que había pasado y lo había mirado (o había mirado más bien la K trazada por él en el vaho) era una joven con un gorro de lana verde, un abrigo de pelo de camello color cereza, zapatos planos deportivos marca Reebok, morados, una larga bufanda burdeos también de punto, y las mejillas sonrojadas. Así la construyó la imaginación de Balmori, al verla de refilón. No reparó, en cambio, en sus gafas de pasta negra ni en sus pantalones de pata de gallo. Pensó que había gente que llegaba con más retraso que él. La joven estaba muy azorada y se esforzaba por arrastrar su maleta, que la frenaba una y otra vez porque le faltaba una rueda. Iba cargada también con dos grandes bolsos de mano y un tercero, en bandolera, más pequeño. Pero Balmori dejó de fijarse en ella al desaparecer del cuadro; la cámara se encendió en REC y él se concentró en la filmación. De hecho, uno o dos minutos después de que aquella joven pasara por la ventanilla, el tren se puso en marcha. Él supuso que habría subido al convoy, pero no podría jurarlo. Por otra parte, su preocupación en ese momento era filmar aquellos tickets viejos pegados a una ventana, detrás de la cual había otro mundo ajeno a ellos, pero del que ahora, de pronto, ya formaban parte indisoluble. Poco a poco se iba borrando el dibujo urbano. Si la joven había subido al tren, sería la última pasajera en hacerlo.

¿No escribió Proust que la más embriagadora novela de amor es la guía de los ferrocarriles, porque informaba de todas las horas a las que podrían ir a reunirse los amantes? Bonito pero ridículo en este siglo. Para Balmori, si Proust viviera hoy, creería que la mejor novela de amor posible sería un chat. Lo que ya no había en ningún sitio físico y, sin embargo, seguía existiendo en el imaginario de Balmori, era el espectro no muy lejano de la mitología del tren: el maquinista de locomotora, con gorra, siempre tiznado de negro, la «cabina de enclavamientos», donde se bloqueaban los cierres de las vías de paso, las grandes volutas de vapor envolviendo las locomotoras, el andén febril que se disminuía lentamente en la distancia, los maleteros, los pitidos de las locomotoras, la carbonilla en el ambiente, los agudos silbidos de la máquina irrefrenable, el zumbido continuo de los condensadores de las máquinas eléctricas, la solemne partida de los grandes expresos... Todo lo que en las estaciones modernas ya había dejado de existir. Su idea de la identidad europea pasaba por todas las películas que había visto de trenes recorriendo el continente de arriba abajo: hubo un tiempo en que Europa era solo una tupida y enmarañada red de ferrocarriles. Y un paisaje.

¿Quién era él? ¿Era un museo? Y Europa, ¿era un museo? ¿Un gigantesco museo del ferrocarril, quizá? En verdad, a veces tenía la sensación de que ambos lo eran. Porque estaba convencido de que un museo era un mundo donde ya todo había ocurrido antes una vez.

Sin embargo, se limitaba a aceptar que era un mero hombre de cine.

Había hecho películas, ya no era joven precisamente, y precisamente empezó muy joven, tanto que ni se acordaba; pronto cumplirá cincuenta y ocho años. También había hecho documentales. Y mucha publicidad. Pero sobre todo había trabajado como realizador televisivo hasta que lo despidieron, poco antes de la muerte de Lea, en un reajuste de personal, según dijeron. No le importó demasiado, no le faltaban recursos para poder mantenerse. Había tenido algún éxito, le habían dado varios premios, alguno sonado. Pero desde hacía unos años estaba desaparecido para la profesión, sus colegas no sabían mucho de él, creían a lo sumo que estaba rodando en América, aunque era un rumor que nadie podía confirmar. Tampoco él era muy sociable con sus colegas, a quienes ponía a parir con frecuencia y consideraba fatuos y adocenados; también guardaba algún rencor latente hacia los críticos, ineptos todos. ¡Menudos idiotas! Antes, en el libro de Las mejores citas de V. I. Lenin, había subrayado una: «¿Acaso es esencial una cronología de las personas? ¡No!» En el fondo, hacía tiempo que acariciaba su ausencia como un autoexilio. ¿Lo percibiría alguien? Lo dudaba. Para algunos jóvenes el nombre de Fernando K. Balmori era una incógnita, cuando no una laguna absoluta: aquel tipo, ¿cómo se llamaba, vive todavía, qué ha hecho últimamente, cuándo vimos su última película, no es el que se casó con aquella cantante?, se preguntarían muchos.

Se incrementaba así en Balmori el sentimiento de extravío, porque nadie sabía dónde estaba ni qué estaba filmando, si es que acaso se dedicaba todavía a ello. Solo un puñado de amigos mantenía al día la relación con él, pero siempre había sido así, siempre hubo unos pocos fieles a su lado; por otra parte, ese puñado de amigos no pertenecía al mundo del cine, sino que, por un extraño azar, todos practicaban la medicina. Esa era la naturaleza lupina de Balmori, alguien que vivía realmente solo, sin nadie, sin familia (su única familia se desvaneció cuando murió su madre), concentrado en su insólito universo, con la complicidad de unas amistades que podían pasarse varias semanas, incluso meses, sin tener noticias suyas y sin que eso les preocupase lo más mínimo.

Con todo, F. K. Balmori no era un hombre infeliz, sino un buscador, un ser curioso e interrogativo. Nunca temió la aventura.

Se preguntaba a veces si Europa sería algo más que balnearios, catedrales, asilos, bancos en crisis, monarquías, museos, ecologistas recalcitrantes, burócratas mezquinos, banderas gigantescas, parques temáticos para turistas, televisión basura, corrupción y miedo en las calles; si sería algo más que esos ancianos que veía acompañados de inmigrantes que los cuidaban; esos ancianos que iban al lado de su cuidador como perros fieles; ancianos que eran ya perros fieles, con correa, sin opciones ni libertad, solo con una tarjeta de crédito, una cuenta bancaria, un álbum de fotos, un cerebro confuso y una muerte a la vuelta de la esquina. Este era el club Europa, al que él pertenecía muy a su pesar.

Pero Balmori, ahora, en ese tren a París, tenía la mente en blanco, mientras esperaba sentado en la cama abatible de su compartimento n.º 7 la hora de acudir al vagón-restaurante. Después de haber filmado los tickets, los devolvió a la caja y se sintió vacío (le ocurría cada vez que filmaba), aunque lo invadía un sentimiento artesanal que lo llevaba a manosear la cámara mecánicamente y a limpiarla con un trozo de felpa, como un soldado su arma. La muerte de Lea —la ex que pasado el tiempo había vuelto a irrumpir como una kamikaze, a la que ya no veía, de cuya historia ya no formaba parte, a quien no sabía si amaba aún— lo había vaciado. Solo le motivaba viajar, moverse, trasladarse. Era lo más viejo de la historia de la humanidad: contra el dolor, ponerse en movimiento.

Llevaba una cámara Canon 650D réflex. Hacía más de año y medio que viajaba por Europa con esa cámara, viajaba por Europa buscando a Europa. Se convencía de que trataba de encontrar algo que había perdido, y eso ya en sí mismo era positivo. Lo llamaba rebeldía. Así se animaba. Aunque Balmori no sabía decir si el perdido y rebelde era él o era la Europa que había desaparecido de su vista y de su mente.

Por eso filmaba lo que filmaba.

En su caja metálica viajaban pequeñas cosas, pequeños objetos, referencias que había ido acumulando K. (también llamado Balmori) sin saber para qué. Eran minúsculos atisbos. Eran insignificantes e intransitivos recuerdos. Cosas al azar, aleatorias. Esta vez había metido cosas nuevas en la caja (la memoria, como se refería a ella en ocasiones); en realidad, la caja era un cúmulo de rastros, vinculados a él o vinculados a Europa, o a los dos a la vez, porque se sentía como Europa, unido a su destino también. Aunque tal vez se estuvieran separando y él notase ya la fractura, la desconexión.

Para cualquier otra persona, los objetos de esa caja metálica serían fruslerías. Para Balmori (también llamado K.) eran una punta de iceberg. Carecían de importancia en sí, salvo para él. Podría hacer una historia de Europa con todos los objetos que acumulaba en esa caja. Una historia no muy extensa. En eso consistía su película. Primero empezó haciéndolo tontamente, pero luego quiso darle un sesgo serio a esa acción ritual. Empezó a filmar y a fotografiar esos objetos nimios. Así, de repente descubrió que estaba realizando una filmación de huellas excéntricas, como si trazara el itinerario de un juego que conducía a una salida o a un final de partida. Hacía, por tanto, un documental de pequeños rastros, y de pequeños restos, también.

Esa salida hacia París era un viaje que Balmori había hecho muchas veces más, últimamente. Si quería ir al norte, solo tenía ese camino. Prefería los trenes a los aviones, no veía la necesidad de ahorrar tiempo, ahora que nada le urgía demasiado. En el avión solía viajar tenso, quizá porque sabía, como todo el mundo, que en un avión la muerte era una posibilidad segura, pero en un tren solo era una probabilidad remota. Aunque hubo un tiempo no muy lejano en que no fue así. Entonces los trenes llevaban tropas, y los trenes traían heridos, y había también trenes que transportaban gitanos y judíos por toda Europa como un fluir de vida hacia su exterminio. Unos y otros eran trenes de carga. En esos trenes el yo se atrofiaba. También hubo trenes de carga, en los años noventa, que llevaron musulmanes bosnios al matadero por tierras de Europa. Y de esa época también había constancia documental de cuando Mladic, el jefe del estado mayor de Radovan Karadzic, dio la bienvenida a tropas serbias y serbobosnias en una estación, cierto día de verano del año 1995; muchos de esos hombres bajados de los trenes se disponían a ir a un pueblo llamado Srebrenica.

De nuevo el asunto del nombre. Siempre lo habían llamado Balmori a secas, o Fernando Balmori, sin la K del primer apellido. La K era una incógnita en su vida. Sabía que solo decía la mitad de quién era, pero esa mitad de su identidad siempre había quedado a oscuras. Esa K del apellido de su padre permanecía como una herida y como un interrogante, el mismo interrogante doloroso que era su propio padre, como la puerta cerrada de la Manderley de Rebeca. Su padre murió sin que Fernando lo hubiera podido conocer nunca, porque murió poco antes de nacer él. Eso contaba, al menos, su particular leyenda privada. Fue como una transmisión directa de herencia genética: una vida por otra. Cuando él nació, su padre ya había muerto, pero este ya había abandonado a su madre, con la que se había casado en secreto. O eso le dijo ella. Durante años, Fernando siempre firmó sus películas, sus cheques, sus autógrafos, sus contratos, sus documentos, como F. K. Balmori, imitando probablemente a algún director famoso, alimentando el hechizo literario de la K. Sin embargo, nunca pudo desmarcarse del todo de la pegajosa sensación de ser medio extranjero.

Por eso, en el fondo, le gustaba creerse perseguido. Era una extraña tendencia, una rara propensión. Decían que los lobos se sienten constantemente así por instinto, aunque nadie los acose, y a él le gustaban los lobos. Qué idiotez, pensaba a veces, si fuera de veras perseguido tendría miedo, pero en realidad reconocía que su vida sería más intensa. Todo viaje sin destino era, para él, una huida, o la copia de una huida. Y uno huía porque lo perseguía alguien, quien fuera o lo que fuera, personas, ideas o fantasmas del pasado; incluso uno huía de sí mismo. Pero, ¿de qué huía Balmori? No lo perseguía realmente nadie ni huía realmente de nada. Como les sucedía a los lobos —se repitió Balmori camino del vagón-restaurante—, olfatear la amenaza, real o ficticia, era la pista que debía seguir.

Cuando Balmori llegó al vagón-restaurante y se detuvo en la puerta, ella ya estaba allí, delante de él, esperando su turno, impaciente como si hiciera una larga cola. Ambos aguardaron de pie a que el camarero los ubicase. Inevitablemente los pondrá juntos en la misma mesa porque todo el espacio del restaurante estaba ocupado. No había demasiado ruido; sin embargo, comprobaron de un vistazo que el vagón estaba lleno de personas cenando y charlando, en el inicio tal vez de sus escapadas de amor, de sus viajes de negocios o de sus periplos de turistas. Ninguno iba con una misión, como ellos. Porque ella también se había embarcado en ese viaje con un fin.

La joven lo saludó con la cabeza y él respondió con un gesto parecido, de sonrisa formal. En ese momento Balmori reconoció en ella a la mujer del andén a la que había fotografiado un minuto antes de que el tren partiera. Mismo abrigo color cereza, mismo gorro de lana verde que le eran ligeramente familiares. Se la imaginaba más alta.

El camarero les preguntó si viajaban juntos. Los dos lo negaron al unísono. Balmori le previno que tenía una reserva y el camarero lo verificó en la lista, luego le pidió que lo acompañase, e hizo lo mismo con la joven, que no tenía reserva. El camarero les dijo que no había otro sitio más que al fondo del vagón, en la última mesa, en la que solo había media ventanilla por coincidir con un mamparo. La ventaja era que la mesa estaba vacía, no había nadie en los cuatro asientos tapizados en rojo. La joven eligió ponerse en el sentido contrario a la marcha, de espaldas a la pared y mirando hacia los demás comensales. Balmori se sentó enfrente. Los dos miraban a la vez por la media ventanilla, hacia el crepúsculo donde las masas oscuras de la noche les devolvían su propia imagen.

Se cercioró de nuevo. En efecto, la recordaba más de lo que creía, era la misma joven que pasó por el andén con el gorro de lana cuando trataba de fotografiar los tickets de su caja. Tendría alrededor de veintiocho o treinta años. Escaso maquillaje; ojos perfilados por una línea negra muy leve. Las gafas le daban un aire interesante, enigmático, aunque los pómulos rosáceos delataban un pasado rural; resaltaban las pupilas verdosas pese a ser morena de pelo y de piel. Al quitarse el gorro, una parte de su cabello se adentraba por la frente como una península; tenía una marcada raya natural. Su rostro era ovalado y armónico, de una belleza original, pero la barbilla era ancha y poseía la nariz grande y fina, como a él le agradaban. La mirada dimanaba un brillo interior de innata inteligencia. Le recordó a alguien, pero no supo en ese momento a quién en concreto, quizá a alguien que conoció una vez de manera efímera, alguien que le gustó y cuyo recuerdo lo visitaba tardíamente. Se cruzaron la mirada un par de veces. Los dos sentían mutua curiosidad. Era evidente que no podrán eludir la conversación. Aunque fue ella la que se adelantó.

Al ver la cámara Canon que Balmori había depositado sobre la mesa, pegada al frío cristal de la ventanilla, ella le preguntó si era fotógrafo.

No exactamente, y añadió Balmori que no dejaba de ser curioso que estuvieran ahora juntos, en ese momento, porque ella había salido en una foto suya. ¿Quería que se la mostrase? Claro. A ella le encantaría verla. Le acercó la pantalla de la cámara. Estaba la foto y lo que había grabado cuando el tren partía. Ella aparecía ahí con gesto apresurado, apenas en un rincón del recuadro, pero se la identificaba perfectamente. La joven no demostró demasiado interés, se limitó a forzar la sonrisa y a hacer un comentario sobre la necesidad que tenía de coger ese tren.

Balmori vio en ese momento la llave junto al móvil y la cartera de mano. Era la del compartimento n.º 2. Dedujo que iba en preferente. Al decirlo, ella levantó la llave sujeta con dos dedos y la hizo oscilar. Él sacó la suya. Estaba un poco más atrás. En el n.º 7. Se presentaron. Él le dijo su nombre (pero solo la versión convencional: Fernando Balmori, sin la K). Ella se llamaba Sidonie Maudan y era francesa. Hablaba bien español porque había vivido unos años en España, en Barcelona.

¿Por qué le dijo antes que no era exactamente fotógrafo?

Porque no lo era, aunque hacía miles de fotos, sobre todo últimamente. Era una larga historia y ahora no pensaba contársela. En realidad, hacía cine. Era eso que llamaban un cineasta, pero, la verdad, no sabía si esa era una palabra válida para definir su profesión. A ella le sonó interesante, le apasionaba el cine, aunque supuso que como a todo el mundo.

Sidonie confesó que estaba hambrienta. Qué se podría comer ahí. Balmori tenía la carta del menú abierta cuando Sidonie se la indicó con la mirada. Él se la pasó, no creía que lo que sirvieran fuese para tirar cohetes, pero serían benévolos. Ella tomará el pescado; él, el ragú de verduras. Entonces le preguntó si podía hacerle una foto.

¿Una foto? ¿Aquí, ahora?

Sí, ahora, aquí mismo.

¿Para qué, una foto?

Sinceramente, Balmori no lo sabía todavía. Hacía fotos de lo que iba encontrando en su viaje. ¿Como todos los turistas? Pero no, no era como todos los turistas. Él no era en absoluto un turista. No eran fotos para la familia ni para el recuerdo. Él no tenía familia y sospechaba de los recuerdos.

Sidonie le dijo que preferiría que no se la hiciera.

Él insistió: podía borrarla después, si no le gustaba. Todo era digital.

Ella no creía en las fotos, estaba segura de que robaban el alma, como decían los esquimales. Además, ahora media humanidad hacía fotos constantemente, sin parar, era una plaga. En ese momento le preguntó si él no sería uno de esos.

¿De quiénes? ¿De los de esa media humanidad que hacía fotos sin parar?

No, no se trataba de esos, sino de los que hacían fotos para intentar ligar o así. Primero que si vestidas, luego que si desnudas.

No, Balmori no era de esos, aclaró.

Sidonie, para distender un poco la incomodidad que había creado su insinuación, explicó que no tenía nada en contra de que la gente ligase como quisiera, era muy libre, pero a ella le parecía un poco patético.

Balmori quería pensar que tampoco era de esa media humanidad que hacía fotos todo el tiempo, aunque tal vez no fuera mala idea ser siempre como los demás y dejarse llevar todo el tiempo. Ahora compro coches, ahora hago fotos, ahora voto derecha, ahora voto izquierda, en bloque, como uniformados. Ella dijo que nunca votaba.

A continuación, después de una pausa, la conversación se reanudó por el lado de los destinos de sus viajes. ¿Iba él hasta París? No, iba a Londres. ¿Y ella? Ella vivía en París. Aunque en esta ocasión ni siquiera pasará por su casa. Mañana mismo se irá para La Haya en cuanto llegue a la estación de Austerlitz.

De pronto, Balmori pareció asombrado, no daba crédito a las palabras de Sidonie que acababa de oír. Comprendió que algo que lo perseguía desde hacía muchos años lo había alcanzado por fin súbitamente. Todo su cuerpo tradujo en ese gesto de estupefacción una inevitable incredulidad. Sidonie esbozó una mueca de extrañeza, ignoraba por qué reaccionaba así ese hombre. Quizá no tendría que haberle hablado con tanta confianza. Además, debería ser más discreta con el destino final de su viaje, nunca se sabía dónde acechaba un peligro o un inconveniente. Sin embargo, le preguntó si le había dicho algo inoportuno u ofensivo. No, nada de eso, pero a Balmori el hecho le resultaba sorprendente porque su padre había nacido en La Haya.

Estaba ahí, dentro de Balmori. La imagen nunca se había desvanecido. Era una casa de ladrillo con adornos vegetales (¿o eran animales?) de piedra en los dinteles de los balcones, y en la puerta principal, y en los marcos de las ventanas; estas eran ojivales, tenían una columnita en la mitad dividiendo la hoja en dos y parecían góticas. También eran de piedra las líneas de los lienzos de la fachada, como nervaduras verticales y horizontales. El inmueble se alzaba sobre cuatro pisos más una quinta planta con buhardillas rematadas en picudos torreones de pizarra y una azotea. Para los niños siempre fue un castillo fantasmagórico. El segundo piso, el más amplio y burgués (¿viviría él allí?), presentaba un largo ventanal corrido, saledizo como una almena, con vidrios de colores en la parte superior de los cristales. En la ciudad la conocieron como Het Fantastisch Huis, La Casa Fantástica. En la planta baja, a pie de calle, había —aunque ya seguramente no, los dueños huyeron al acabar la guerra— una relojería alemana, una tienda de sombreros «de París» y una confitería-pastelería, con obrador de pan, venta de hielo y un escaparate lleno de tartas, regentada por tres mujeres idénticas, trillizas, dueñas de todo el edificio. La casa formaba una esquina afilada como la proa de un buque gigantesco; enfrente había un colegio y un pequeño parque, y a un lado del parque, una iglesia y una oficina de correos. La Fantastisch Huis parecía una casa aislada porque a su alrededor, por detrás, había un solar vacío, fruto de los bombardeos, con una tapia repleta de carteles publicitarios. La madre de Balmori siempre le describía así el lugar donde vivió su padre toda su vida, donde debió de morir, donde ella lo conoció y donde probablemente él fue concebido. Un lugar que quizá ya no existiera así, si es que alguna vez había existido como su madre lo recordaba. Un lugar que había ido creciendo monstruosamente en la imaginación de Balmori, madre e hijo, hasta deformarla.

Durante la cena, Sidonie se quitó el jersey, el vino que había pedido la sofocó un poco y tenía calor; llevaba debajo una camiseta con la frase All you need is love en letras plateadas que para Balmori actuó como una revelación. En ese momento, no pensó en los Beatles, solo en la frase de la camiseta, como si se tratara de una frase universal, bíblica, primitiva como el primer átomo de la primera célula. All you need is love: su madre y su padre yaciendo juntos en algún sitio de la Casa Fantástica, la casa de la familia de él; ella es muy joven y está asustada, él un poco menos; están abrazados, hacen el amor en su cuarto (inimaginable para Balmori), es un día que no hay nadie en la casa, o quizá lo hacen en la trastienda de la pastelería, tarde, cuando ya han cerrado el negocio, sobre unos sacos blancos cerca de la máquina del hielo y del gran embudo de amasar. All you need is love: las trillizas viven y vivirán allí solas durante toda su vida, aunque no se puede decir que estén solas tres personas juntas, salvo que sean, como son en realidad, las réplicas unas de otras, tres mujeres de las que Balmori no sabía nada en absoluto y que en una vida normal habrían sido sus tías, que eran de hecho sus tías, pero tan desaparecidas y remotas, tan nunca vistas, que podría asegurarse que habían muerto para él. All you need is love: es la canción que Lea tararea, mirando por la ventana, en un pueblo costero de Menorca, desnuda, mientras le da la espalda y se apoya en la repisa de la ventana por la que entra el sol del Mediterráneo, y él admira desde la cama, desnudo también, la belleza del cuerpo de su mujer.

Cada vez que ponía las cosas frente a la cámara, quería montar una secuencia que le llevase a sentir lo que sintió antaño, o a sentir algo que aún no había sentido todavía y que era el motor de sus viajes: lo que estaba ahí delante, esperándolo.

Le explicó a Sidonie el porqué de las fotos y el porqué de esos viajes, aunque no le habló todavía de su ex esposa Lea: esa muerte era demasiado íntima. Le pidió, en cambio, permiso para sacarle una foto a esa frase de los Beatles en su camiseta. No saldría su cara, no tenía de qué preocuparse, solo quería esas letras; tampoco le pedirá que se desnude después, se lo juraba. Sidonie sonrió. Accedía, pero sentía que le subía el rubor por el rostro. Nunca le habían pedido algo así. Balmori, no obstante, aguardó unos minutos antes de preparar la cámara.

Como él no había vuelto a referirse a La Haya ni a su padre, Sidonie cambió de tema. Le contó que era periodista, que había estudiado español en Francia, que había vivido un tiempo en Barcelona y que tuvo un novio argentino. Balmori, en reciprocidad, describió por encima, sin profundizar demasiado, su profesión. Le habló del cine que había hecho, un cine que ya no se veía. Ella quiso halagarlo diciéndole que no era tan mayor y manifestó más interés por el cine de Balmori, pero él prefería no hablar de sus películas. No recordaba la última vez que las volvió a ver.

Sidonie le reveló que su sueño profesional era el periodismo televisivo, trabajar en una redacción de noticias de una cadena de televisión, ir lejos, tal vez como corresponsal de guerra, estar en medio de los conflictos. Era lo más directamente conectado con la realidad que conocía.

Balmori preguntó por qué. ¿Porque la imagen garantizaba la existencia de la realidad? Eso era precisamente lo que él dudaba.

Ella, por supuesto, no pensaba así. Si no se veía, es decir, si no se mostraba, la realidad no existía.

Para él, en cambio, era la eterna duda sobre si seguía existiendo la silla cuando nadie la miraba.

Desde hacía dos años Sidonie trabajaba para una agencia de noticias internacional, se amoldaba a lo que salía o a lo que le pedían. Al hablar de su trabajo, fue ambigua sobre su cometido en La Haya, de hecho estaba preparada para eludir la respuesta franca cuando llegase la inevitable pregunta sobre el sentido ulterior de este viaje como periodista, pero por fortuna La Haya no salió más en la conversación y Balmori no le hizo la pregunta. A él, Sidonie le parecía una joven despierta, con un rostro luminoso y vitalista, la dulzura atisbada en su mirada, una mujer que le inspiraba ternura y desconcierto por igual. Sin embargo, no pudo sustraerse a la certeza de que tenía un naufragio melancólico en algún recodo de su mente royéndola por dentro.

Ella deseaba saber más cosas acerca de él. Por ejemplo, qué hacía antes de hacer documentales. En aquellos años previos, Balmori trabajaba en la tele. Pero no en lo que ella querría trabajar. No tenía ese valor. Lo suyo era algo más sereno. Como dirigir programas, así de simple. Cualquier cosa que le encargaran, concursos, debates, dramáticos, etcétera. Él era de los que indicaban dónde poner la cámara y qué cámara pinchar. Daba órdenes, hacía de realizador. No era muy creativo y nada comprometido. Era un empleo y nada más. Aunque reconocía que era cómodo. Aparte, estaban las películas. Pero no hizo muchas. Solo siete. Sidonie podría conseguirlas, si quisiera, estaban en DVD. Al final dejó la tele porque le aburría. Demasiado cómodo todo aquello, tal vez. Quería hacer algo más personal. Pero lo que le estaba diciendo no era cierto, la estaba engañando: confesó finalmente que dejó la tele porque lo despidieron. Un despido siempre ayudaba a decidir, eran hechos consumados, alguien ya había decidido por ti, un alivio, etcétera.

Sidonie dejó claro que no soportaba que la engañasen. Jamás.

Él se excusó diciendo que era una petite blague. ¿Y ella? ¿A qué había ido ella a Madrid?

A ver a un amigo, aunque la respuesta fue evasiva, suavemente cortante, antes de desviar la mirada hacia un SMS que acababa de entrar en su móvil.

En ese preciso momento, cuando ella miró unos segundos la pantalla del teléfono, Balmori cogió la cámara y le hizo la foto. Sidonie frunció el ceño, no se irritó, solo estaba contrariada sin abandonar la sonrisa.

Más de año y medio viajando por Europa al azar. En ese tiempo filmó esas imágenes de recuerdos minúsculos que sacaba de su caja metálica en los lugares donde había estado, y siempre evitando la carcoma del desánimo. Según su código privado, las llamaba «apuntes visuales sin destino conocido» (AVSDC era como figuraban en el archivo que había abierto en el portátil). También las llamaba «representaciones».

Imágenes desordenadas de un barrio de Cracovia, donde una vez rodó parte de una película, un documental sobre sinagogas de Europa, en el gueto de Kazimierz antes de que La lista de Schindler lo pusiera de moda. ¿Por qué esa vez no puso sobre la puerta de la sinagoga el ticket del parking con la frase aide-mémoire?

Imágenes de Gierloz, un lugar cercano a Ketrzyn (también llamado Rastenburg), donde estaban las ruinas-museo de la Wolfsschanze, la Guarida del Lobo, el cuartel general secreto de Hitler: la foto de Balmori era de la placa dorada que había en el hotel Wycieczkowy, emplazado ahora donde estuvo antaño el destacamento de guardia de las SS.

Imágenes tomadas desde una barcaza turística por el Danubio, en Ulm, de la misma sala de fiestas donde Lea dio un pésimo recital, bastante bebida, en 2001, el último año de su carrera, interpretando de nuevo la recurrente imitación de Mina, su sosias, a la que se parecía tanto, un local hoy cerrado que estaba detrás de la casa natal de Einstein (pequeño museo).

Imágenes del Danubio en Bratislava, sucesión de fotos por calles antiguas hasta llegar al cementerio de Slavín, donde estaban enterrados más de dos millares de soldados del Ejército Rojo, fotos de sus rostros en las lápidas, fotos de las flores de plástico, de otras fotos, a su vez, de medallas pegadas junto a la foto del joven enterrado.

Imágenes filmadas de la sede de Austrian Airlines, en Schwechat, cerca de Viena: dentro de esas oficinas de la compañía aérea bajaba un ascensor transparente, en su interior, a la vista de todos —aunque solo Balmori estaba grabando—, un hombre y una mujer se besaban apasionadamente desde el piso séptimo u octavo hasta la planta baja, un largo beso envidiable.

Imágenes de un viejo urinario cubierto de pintadas en griego en la plaza Eleftheria de Tesalónica, un buen lugar para asumir que la fortuna y la gloria no eran de este mundo.

Imágenes de Europa que aguardaban en el ordenador de Balmori su momento y su lugar precisos para cuando llegase, si alguna vez llegaba, el montaje final de su película. Y ahí —lo supo al tenerla delante— había de encajarla a ella como fuera.

¿Querría verlas alguna vez?

Entonces, pensó fugazmente Sidonie, ¿era verdad? ¿Este extraño individuo acabaría pidiéndole que se desnudase?

En el vagón-restaurante, Sidonie había observado varias veces a dos hombres sentados tres mesas más allá de la suya. Parecían eslavos o balcánicos y comían en silencio. Le dijo a Balmori que uno de ellos, totalmente calvo, tenía un rostro apuesto pero anodino; en cambio, el otro llevaba una coleta y se parecía mucho a Sterling Hayden, el actor, aunque de aire más taciturno. Admitió que eso la agradaba, porque Sterling Hayden era un mito mayor para ella. A Balmori se le volvió a iluminar el rostro y rió con asombro ante la segunda coincidencia de la noche: era su actor preferido de toda la vida. A Sidonie, además, le gustaba porque también era el preferido de su padre, quien lo admiraba porque Hayden había sido todo un hombre de acción. Vivió en París, donde se compró o alquiló una péniche en el Sena.

Esta coincidencia unió a Balmori y a Sidonie con simpatía, como si se rompieran ciertas barreras formales. Balmori entonces la invitó a ver una película de Hayden en su compartimento, antes de dormir. Sidonie no dudaba ya de que estaba flirteando con escasa gracia. Él, como torpe remate, añadió que podía elegir el compartimento. Ella hizo como que titubeaba por un instante, no querría parecerle descortés, pero al final rechazó la invitación. Balmori se limitó a alzar los hombros en señal de indiferencia.

Mientras tanto, Sidonie reparó brevemente en que uno de los dos hombres, en concreto aquel al que había definido como apuesto (por contraposición al otro, clasificado como taciturno), se había levantado y se había ido. En cambio, el doble de Sterling Hayden permanecía sentado comiéndose un flan. Desvió la mirada.

Creyó que lo mejor sería despedirse, ya era tarde. La cena había acabado hacía rato, la sobremesa se prolongaba. Sidonie, por si no se veían por la mañana al llegar a su destino, le tendió a Balmori una tarjeta con su nombre. Allí estaba todo: Sidonie Maudan, periodista free-lance agregada a AFP (Agence France-Presse), 13 Place de la Bourse, París, una página web, varios teléfonos, un email. Era la oficina, no la casa, matizó. Si quería saber la dirección particular, tendría que escribirle un email antes. Balmori le garantizó que lo haría, y a continuación rebuscó en su cartera, confiando en hallar una tarjeta suya. La encontró; era la última que le quedaba, estaba un poco manchada en los bordes y no parecía muy nueva. Sidonie la cogió igual, el aspecto la traía sin cuidado.

Al cabo de unos minutos, el apuesto regresó y volvió a sentarse. En todo momento ninguno de los dos hombres había mirado hacia donde ellos se encontraban. Sidonie no le dio ninguna importancia a esa desaparición temporal. Qué motivos podría tener. Qué tenían que ver con ella. En cambio, se fijó en la tarjeta. ¿Y esta K, antes de Balmori? Era de Kuiper. Ese era su primer apellido, o al menos eso le habían dicho.

La K, en efecto, era de Kuiper. Balmori, a su manera, renunciaba y no renunciaba a nombrar la mitad de su origen: 1) renunciaba, porque ese apellido siempre figuraba como una simple inicial misteriosa y oscura; y 2) no renunciaba, porque nunca hizo desaparecer del todo su rastro. Por tanto: Kuiper, así era como se apellidaba su padre. Como Kuiper se llamaba la confitería-pastelería de la Casa Fantástica, o eso creía recordar su madre. Como por Kuiper respondían las trillizas que regentaban ese negocio. Pero para Balmori, en realidad, ese apellido fue siempre fundamentalmente otro: el mismo que el del ciclista Hennie Kuiper, el gran campeón holandés de los años setenta y ochenta nacido en Denekamp. Se lo dijo a Sidonie, pero ella no sabía de quién se trataba: ella había nacido en 1980. No fue ese un gran año para Kuiper, solo ganó el Gran Premio de Valonia. Hennie Kuiper, el ciclista, fue el primer Kuiper (aparte de él) de quien Balmori tuvo noticia concreta, con cuerpo y cara reales. Algo regordete, sonrosado, no muy alto, un tipo simpático. Cuando Balmori supo de su existencia, ya tenía veintitrés años, y el ciclista apenas si tenía tres años más que él. Lo debió de ver en la tele o en la prensa deportiva, su pasión por esa época. Al oír el nombre del ciclista, fue plenamente consciente del cuerpo y de la cara posibles de su padre, el Enigma Número Uno. Gracias a su afición por el ciclismo, los ciclistas eran para él seres especiales. Hennie Kuiper pasó a ser un ser especial y familiar para Balmori. Fabuló sobre una identidad de repuesto, por así decir, una especie de prótesis imaginativa para reconstruir a su padre desconocido. Le puso el rostro de aquel Kuiper campeón del mundo, cuya imagen con la camiseta del Frisol tenía clavada en la pared de su dormitorio (a la que luego se irían añadiendo otras: una con la clavícula rota con la camiseta a franjas del Ti-Raleigh, otra con la del Sigma). Fue por aquel entonces, siendo él ya mayor, cuando su madre le mostró la única foto que tenía de su padre. No guardaban ningún parecido, aunque Balmori se empeñó en encontrarle un ligero aire común.

Sidonie se levantó de la mesa. Eran casi los últimos. No se fijó, pero en ese mismo momento los dos hombres, el idéntico a Sterling Hayden y el Apuesto, hicieron lo mismo, cualquiera diría que premeditadamente, e iniciaron la salida del vagón-restaurante, en el que ya no quedaba nadie. Balmori y Sidonie se despidieron con un saludo de buenas noches, sin darse un beso, solo la mano. Regresó cada uno a su compartimento, aunque Balmori, lobo solitario, se entretuvo todavía unos minutos fotografiando el hueco vacío del asiento en que ella se había sentado. Lo hizo para que transcurriera un poco de tiempo.

Luego, en el pasillo, al llegar a la altura del compartimento n.º 2, correspondiente al de Sidonie, pegó la oreja a la puerta. Le había parecido oír el leve gemido discontinuo de un llanto que procedía del interior. Quizá la causa estaba en el mensaje que ella había recibido en el móvil. Pero decidió que era mejor ocuparse de sus propios asuntos y siguió adelante.

En cuanto llegó a su compartimento, volvieron a dolerle los oídos. Buscó las gotas que llevaba en su pequeño botiquín de mano, se echó tres con el dosificador y enseguida sintió el alivio. No tenía sueño aún y se entretuvo mirando en el ordenador algunas cosas que había filmado en uno de sus viajes anteriores: ahora sobre la pantalla de plasma aparecía una carta que su madre le había enviado cuando estrenó su primera película en el festival de Venecia; hacía de eso veintisiete años. Era más bien una nota manuscrita, muy breve, lo que llaman una esquela: solo tres líneas y la firma «Mamá». Felicitaba a su hijo con amor, lo llamaba «mi rey», le auguraba muchos éxitos y le pedía los recortes de la prensa. Balmori, para filmar la nota, la había metido entre unos naipes, y, tras parecer que los hubiera estado barajando, surgía luego, casualmente, entre dos comodines con aspecto de bufón loco.

Fue entonces cuando llamaron a la puerta. Enseguida oyó la voz de Sidonie, pero urgida, rota. Evidentemente, algo le había sucedido.

Quizá lo que le llevó a abrir aquella puerta fue el recuerdo intempestivo de su padre que había tenido esa noche en el tren, por culpa de esa joven que le había hecho pensar otra vez en una ciudad llamada La Haya y en una Casa Fantástica que nunca había visto, lo que desde luego no estaba en sus planes ni remotamente. A veces la realidad se vuelve exótica.

Sidonie no entró cuando él abrió el compartimento, sino que permaneció en la puerta, paralizada. Era obvio que no se encontraba bien, algo la había alterado, quizá la cena le estropease el sueño o le doliese el estómago. Lo que estaba claro era que no venía a ver una película de Sterling Hayden, como por un instante creyó Balmori; su natural dulzura se había trocado en miedo en ese rostro antes luminoso. Con nerviosismo, casi sospechosamente espantada, le rogó que la acompañase a su compartimento. Algo había ocurrido y quería mostrárselo, y además le suplicaba que no la dejase sola después de lo que había visto. Balmori se inquietó, no podía negarse, pero no preguntó nada por cautela, pese a no comprender a qué se debía esa angustia. No llevaba la cámara cuando fue detrás de ella con paso sinuoso.

En el compartimento n.º 2 estaba todo revuelto, la ropa y los demás objetos de Sidonie se amontonaban por el suelo, caóticos y desordenados, sacados de la maleta que había sido forzada; había algunos papeles dispersos, unos libros con las hojas dobladas, aplastadas más bien, unas tijeritas abiertas, unos guantes, cedés partidos en cuatro pedazos o retorcidos, el contenido de los bolsos vertido sobre la cama, una barra de labios triturada en el piso. No habían rajado el colchón, sino pinchado aleatoriamente en varios puntos, como si hubieran usado un punzón. No debieron de hallar lo que buscaban, porque aparentemente no había nada que no hubieran tocado o roto. Habían agotado el espacio o se les fue el tiempo. Por suerte no encontraron el ordenador. Lo había escondido muy bien, dijo Sidonie, indicándole un lugar inverosímil en la litera abatible donde lo había camuflado.

No sabían qué hacer, ni sabían quién pudo haber sido el autor o autores de ese desmán. Balmori no era capaz de articular palabra, sentía que debía mantenerse a flote en medio de una situación inesperada. Entraron para robar, de eso no cabía duda, balbuceó pensativo, como si se enfrentase a un jeroglífico. Trató de ingeniárselas en ayudar a Sidonie a remontar la sorpresa y el sobresalto, incluso esperaba que ella llorase, pero solo sugirió avisar al revisor cuanto antes, era lo más seguro.

Ella se negó, arguyendo que quizá el revisor fuera cómplice de los ladrones, un grupo organizado que robaba a pasajeros cuyo comportamiento él, el revisor, habría estudiado previamente. Pero en ese caso, para Balmori estaba claro que el revisor habría elegido una presa más jugosa. Sidonie lo dudaba. Tal vez actuasen por intuición. Las apariencias siempre eran engañosas. Ella podría llevar joyas escondidas, dinero, mucho dinero, quién podría saberlo. O drogas. Todos éramos un misterio, hoy en día. Balmori debió asentir, ella tenía razón, todos podían ser víctimas potenciales de un robo como ese. Probablemente todos ocultábamos mucho más que lo que se veía, dijo.

Sidonie le dio las gracias por haberla acompañado a su compartimento. Estaba mucho mejor y se sentía más segura por estar él allí. La noche se había vuelto horrible. Balmori miró para otro lado, un tanto ruborizado pero también levemente receloso por tanto agradecimiento. De esa joven solo sabía lo que rezaba en su tarjeta: meros datos. Era imposible, e ingenuamente absurdo en este tipo de trenes, que el revisor estuviera compinchado. Sugirió decididamente llamarlo ya. Pero Sidonie, casi suplicante, insistía en guardar silencio, aduciendo que la cosa podría ser peor, si trataban de denunciar el asunto. Podrían atacarlos en París, al llegar; apuñalarlos en la misma estación delante de todo el mundo. Se daban casos así.

Balmori, en cambio, no lo creía, sonaba demasiado a película para ser cierto, en su opinión. Prefería argumentar una explicación más verosímil: no se arriesgarían a practicar estos robos más que con un pasajero y no en todos los trenes, elegirían a alguien al azar, actuarían rápido, lo harían cuando supieran que ese pasajero tardaría en volver al compartimento, mientras estaba cenando, por ejemplo, y luego, una vez saqueado el cubículo, los ladrones se escabullirían entre el pasaje, tal vez incluso arrojasen el botín en un punto convenido del trayecto, mientras ellos permanecían en el tren hasta llegar a Austerlitz. Peligroso, sencillo, esporádico.

Entonces Sidonie le reveló, como de paso pero midiendo las palabras, que fue víctima de un hecho similar hacía unas semanas, en su ático de la rue Santos-Dumont, donde vivía en París. Lo habían registrado todo, y habían ocasionado bastantes destrozos en el piso; los muebles, los libros, los discos, el ordenador, todo reventado, volteado, incluso habían vaciado las botellas y, para colmo de lo absurdo, habían rasgado los sobres de sopa instantánea. Fue la portera quien le telefoneó a España, cuando vio la puerta abierta y las cosas por el suelo. Tuvo que hacer un viaje relámpago desde Madrid solo para arreglar el desaguisado sin levantar sospechas. Tampoco avisó entonces a la policía. ¿Para qué? Su intuición le decía, como ahora, que no sería buena idea hacerlo, consideró que quizá se arrepentiría. En esa ocasión, no tuvo tanto miedo, asumió que eran meros ladrones. ¿Y ahora por qué vuelve a repetirse lo mismo otra vez? Era obvio que buscaban algo y no lo habían encontrado todavía. Ella se temía que no descansarán hasta encontrarlo. Era consciente de esa posibilidad.

Inevitablemente, en ese momento Balmori se vio en la obligación de preguntarle cuál era la razón de su viaje a La Haya; intuía que la clave del peligro en que ella se encontraba gravitaba en torno a ese viaje y a esa ciudad. Se situó frente a ella y la miró fijamente a los ojos. Lamentaba la pregunta, pero no tenía más remedio que darle una explicación veraz. ¿Tenía que ver todo esto con su trabajo?

Sidonie bajó la vista; sospechaba que sí, no podía dejar de admitirlo, pero ignoraba realmente qué podían estar buscando. Él le pidió entonces que no se anduviera por las ramas y le dijese la verdad.

La única explicación que podía darle era que iba al juicio de Radovan Karadzic, no había otra explicación. La agencia consiguió una credencial para ella. Había estado investigando sobre la guerra de Bosnia y quería escribir unos artículos sobre lo que hizo Karadzic. Mientras se lo decía, Sidonie le devolvió la mirada con dureza o impertinencia.

Karadzic. Aparecía por fin el nombre del criminal de guerra más buscado de los últimos tiempos. Ella llevaba un tiempo investigando sobre él para un reportaje de la AFP. Era su oportunidad. Aunque no se le escapaba que, como ella, habría muchos más periodistas de todo el mundo, se temía.

Karadzic. Ya estaba detenido y ahora lo juzgarán. Buena noticia dentro de la mala noticia que era su existencia. Sidonie, no obstante, no sabía si saldrá en el juicio toda la verdad. Nadie lo podía saber, y eso era lo que a ella más le interesaba.

¿Y ellos, quienesquiera que fueran, qué buscaban? ¿Algún documento, fotos, cintas grabadas? ¿Por qué iban detrás de ella?

La verdad era que no lo sabía y ni siquiera podía imaginarlo. Ante la reticencia de Balmori, persistía en decir que solo querían meterle el miedo en el cuerpo, y que era posible que lo hicieran también con otros periodistas, para desanimarlos. Para Sidonie, era una advertencia, pero eso no significaba que no debiera tener miedo.

Al cabo de unos segundos en los que recorrió con la mirada el compartimento lleno de cosas, como si se tratara de un mercadillo barato, Balmori musitó desalentado, incrédulo de vivir lo que estaba viviendo, que Karadzic llevaba una K, como él. Sidonie lo miró extrañada antes de comprender. Luego añadirá que esa K no era la K de ningún ciclista, por desgracia, sino de un genocida. Y además, durante trece años Karadzic la había borrado por completo de su nombre.

¿Por qué creerla? Balmori desconfiaba, podía ser una trampa, nadie le garantizaba que no fuese una elaborada maquinación para envolverlo; siempre convenía pensar en el revés de la trama. ¿Y si la víctima de ese engaño, de ese robo, era él mismo? ¿Y si hubiera pasado a ser objetivo de un grupo de estafadores, de desvalijadores, que trabajaban en grandes trenes nocturnos? Se imaginó que los cómplices de esa joven de apariencia grácil y encantadora lo arrojaban del tren. Cómplices de verdad, y no el revisor precisamente, como ella había sugerido. No era nada extraño que un hombre fuera arrojado desde un tren en marcha, podía ocurrir, y hasta tal vez ocurriera más de lo que se decía. Era un mito de todos los viajes en tren y sus peligros. Incluso algunos eran arrojados del tren por capricho, como en la novela de Gide Los sótanos del Vaticano, donde el protagonista tiraba a otro del tren solo por el desafío personal de hacerlo, ese extraño regusto del crimen perfecto porque jamás llegarán a sospechar de él. O también, en El amigo americano, de Patricia Highsmith, cuando lo hace Ripley en un tren que iba hasta Hamburgo. Esa tentación de expulsar a alguien en marcha podría ser irresistible, era algo muy europeo, se dijo.

Ante esa lúgubre hipótesis, dudaba si ofrecerle a Sidonie que pasase la noche con él en su compartimento, para que estuviera más segura. Temía que todo fuese realmente como empezaba a parecerle, un montaje, y que al final el perjudicado, o algo peor, fuera él. Pero lo cierto fue que, cuando de pronto Sidonie abrió decididamente la puerta de su compartimento y lo invitó a salir, la vio demasiado desvalida, demasiado sincera y amedrentada. Ella tratará de poner orden a todo esto. Se lo agradecía otra vez. Reconocía que la había ayudado mucho que él estuviese a su lado en esos momentos. Balmori dio dos pasos en dirección al pasillo evitando pisar algún objeto. No sabía si sería mejor quedarse o llevársela consigo. Ella le dio un beso en la mejilla.

Salió cerrando suavemente la puerta tras de sí, sin ofrecerle a Sidonie la opción que se había instalado en su cabeza, como un deseo irresponsable: ven, ven conmigo el resto de la noche, acompáñame y déjalo todo como está, ven, mañana lo arreglaremos todo, la mañana de mañana está aún muy lejos. Pero tampoco ella se lo pidió, era valiente, lo que le tranquilizaba con respecto a las intenciones que pudiera albergar en su contra o a que todo fuese una treta para embaucarlo. Bastante extraña estaba siendo ya aquella situación. Mejor meterse en sus propios asuntos, como ya había decidido antes; mantener el distanciamiento, no traspasar la línea de la neutralidad. Acababa de comprender que tal vez el gemido de llanto que oyó al otro lado de la puerta, cuando regresaba del vagón-restaurante, estuviera relacionado con la desolación que en ese momento sentía Sidonie por encontrarse de golpe, por segunda vez en su vida, y en tan poco tiempo, con todo brutalmente desordenado.

Lea Minardi. Así se llamaba la ex mujer de Balmori. Lea Minardi, la cantante de la voz quebrada, la reina del grito melancólico. Era italiana, de Formello, en el Lazio. La prensa de los setenta la llamó la Pantera, porque todo el mundo decía que era una descarada imitación de Mina Mazzini, la gran Mina, a quien llamaban la Tigresa y que arrasaba en San Remo año tras año. Pero Balmori no creía en absoluto que Lea Minardi fuese solo una imitación de la otra cantante; eso la rebajaba. Aunque le gustaba mucho Mina. Hasta el punto de que ahora, en su nuevo viaje, Mina iba en la caja, por así decir. Llevaba siempre algún cedé con sus canciones, o metidas en el iPod.

En ese momento, como si cruzara la invisible frontera con su propio mundo, olvidó el descalabro de Sidonie y se centró en sí mismo. Sacó de la caja dos cedés de Mina, uno titulado I discorsi y otro Quando tu mi spiavi; los situó sobre la almohada y los fotografió. Seguía siendo una infidelidad hacia Lea, aunque hubiera muerto.

Lea no pudo remontar las críticas y dejó la canción cuando las cosas no le iban del todo tan mal. Cantaba Sarà per te, la canción favorita de Balmori, como la propia Mina, exactamente como ella. A veces las confundían, cuando las oían. Llegaron a decir que en realidad la plagiaba. Aquello era demasiado. Pero se lo pedía el público, para eso la contrataban. Hasta Balmori, que tenía las dos versiones de las canciones, no era capaz de distinguir una de otra. Él nunca acertó a decirle lo que pensaba al respecto. Sabía que ella no quería ni oír hablar de esa dependencia.

Además, para infortunio de Lea, las dos se parecían: misma altura, mismo óvalo en el rostro, mismos ojos profundos, misma nariz, misma fogosidad imprevisible, misma delgadez. Eran hasta del mismo año, 1940. Pero Lea era, de las dos, la doble, no la original: cuando Lea tenía diecisiete años era como Mina con diecisiete años. Ahí empezó todo, fue entonces cuando todo el mundo celebraba el parecido como una virtud. Qué magnífica coincidencia. A Dios gracias, decían, las dos serán ricas y famosas. Al principio, su familia la presentaba a concursos de imitación de cantantes y de actores, en festivales regionales cada vez mayores. Luego, todo se duplicó: la voz de sus veintidós años era la misma de Mina con veintidós años, el estilo elegido por Lea era el que Mina había elegido, incluida la ropa, y un productor discográfico le hizo una prueba, ¡con canciones de Mina y con canciones nuevas! En 1968 grabó un disco que incluía, de los nueve registros, seis versiones de Mina, ni más ni menos. También a Lea empezaron a llamarla urlatrice, aulladora, como a su modelo. No le fue mal al comienzo de su carrera, pero luego se volvió dañinamente asimétrica con respecto a la Tigresa: esta se hizo un mito, Lea una artista azarosa, estrella de circuitos secundarios, sombra decadente.

Como ocurrió con la carrera de muchas cantantes italianas, terminó viniendo por España con frecuencia, donde Balmori la conoció en 1982. Fue en una fiesta de gente de la televisión; esa noche Lea cantó La pioggia di marzo y Se tu non fossi qui de nuevo exactamente como Mina las habría cantado, y él se enamoró de ella, por la voz, por las canciones o porque en otra vida habría amado a Mina desesperadamente. Pero también porque Lea era Lea: aquella mujer que entonces tenía cuarenta y dos años era una mujer muy bella, frágil y furiosamente salvaje, condenada a sufrir y a fracasar, hecha para quemarse en una pasión breve y luego, enseguida, ser olvidada.

Le sacaba doce años a Balmori. La conoció a la edad, más o menos, en que Sidonie lo había conocido a él. Había pasado una vida desde aquel entonces, reconocía cuando trataba de recordarla, y una vida tan intensa como frenética. Hasta que cayó en manos del noruego Odell, un buen tipo para Balmori. Quizá con él fue feliz, siendo ella misma. En cierto modo, Balmori llevaba también el vacío anímico de su muerte, de la que habían transcurrido casi dos años, pero había olvidado ya muchas cosas de Lea. No perfilaba con nitidez su rostro, al tratar de imaginársela; se le confundían las imágenes con otras imágenes que había visto de Mina, en la televisión o por Internet, y se figuraba que en realidad a quien amaba de verdad era a Mina en el cuerpo de Lea. Del cuerpo de Lea recordaba, en cambio, el olor de su sexo. Si Sidonie y él hubieran hablado de amor en el vagón-restaurante, se lo habría dicho con estas palabras esa noche: el amor se olvida, se olvida del todo, se olvida para siempre, salvo el sexo. Pero en ningún momento habían hablado de amor. Además, podría ser su hija.

¿De regreso a casa? Sintió Balmori que esa pregunta sin respuesta lo asaltaba de pronto y no podía apartarla de su cabeza. ¿A qué casa? La pregunta era retórica y la casa de la pregunta, simbólica; sin duda, era una manera de hablar, porque su casa física, la real, estaba en Madrid y hacía varias horas que ya había quedado atrás.

Ahora el tren avanzaba en la noche sin luna, helada, por los campos europeos. Pasaba por estaciones silentes, a tal velocidad que no se veían ni las luces del andén fugaz, ni los relojes de las fachadas. En alguna estación se habían detenido, no fue consciente, aunque tal vez dormitase cuando eso ocurría, porque el silencio era el mismo dentro del compartimento. Si la marcha se ralentizaba, podía divisar la forma de los coches parados en los pasos a nivel con barrera. Veía jefes de estaciones vigilantes. Más lenta la marcha en tramos con obras. Luego el convoy aceleraba como crecía un placer enloquecido. Algunos pasajeros se amarán en los compartimentos contiguos, algunos gritarán. Un disco rojo, otro disco rojo más, siempre rojos, breves, vertiginosos (desde donde él estaba no podía ver los discos verdes, ya eran rojos cuando él pasaba por delante de ellos). El cambio de agujas (se hacía electrónico ahora) conducía el tren a merced del trazado de la vía por medio de una red de desviaciones, porque el tren era la fatalidad inevitable que se abría camino. También cruzaban pasos a nivel sin barreras, ruleta rusa para alcohólicos y suicidas. Balmori había leído que el rebufo de los trenes podía atraer hacía sí un cuerpo que estuviera a orilla de la vía, produciendo el mismo golpe seco que una caída desde un séptimo piso. Por otra parte, permanecía en su olfato esa mezcla incómoda de aroma a plástico y a herrumbre de los vagones modernos. En el corazón de Balmori anidaba el sentimiento desalentador que provocaban los trenes, tanto al verlos pasar como al ir en ellos, un sentimiento fantasmagórico.

Pensaba en la joven Sidonie a la vez que pensaba en Lea, cuyas facciones empezaba a olvidar, mientras algunas luces lejanas se divisaban al fondo, cuando pasaba por una estación dormida: la de Blois, la de Tours, quién sabía. Eran las tres de la madrugada, una hora maldita en la que Balmori seguía sin conciliar el sueño.

Entonces volvió a sobresaltarse; pero esta vez no era en la puerta donde lo reclamaban, sino en el móvil, que sonó generando alarma. En la pantalla, a la vez que vibraba, Balmori leyó: «oculto». Oyó la voz de Sidonie y se acordó de que él mismo le había dado su tarjeta donde estaba ese número. Notaba que al otro lado la voz que hablaba volvía a tener miedo. Sidonie, llorosa, estaba aterrada. Ven, por favor, te lo ruego, era lo que oía.

Una vez más, desconfió unos segundos antes de decirle que iría enseguida. Se vistió rápidamente. Cuando llegó, tocó suavemente en la puerta y ella la abrió con excesiva precaución. Al ver que era él, se lanzó a su cuello a abrazarlo, liberándose de la tensión. Balmori apenas podía moverse, experimentaba el absurdo de no saber cómo agarrar un cuerpo tan frágil y tan terso. Sidonie recuperó la firmeza de su voz y le contó precipitadamente que le había ocurrido algo espantoso. Él le pidió que se calmase. ¿Cómo fue? Se quedó dormida, por lo visto, pese al susto que aún tenía por el extraño asalto a su equipaje. Pero al cabo de una hora o así, la despertó un ruido, una presencia mejor dicho, de la que percibía inequívocamente el aliento de una respiración. No era un sueño. Enseguida se hizo evidente una silueta negra perfilada contra la ventanilla. Al querer inquirir impulsivamente quién estaba allí, Sidonie no pudo gritar (se había quedado sin habla), y el hombre salió corriendo. No cabía duda de que se trataba de un hombre porque, al abrir la puerta y huir, lo vio nítido en cuanto la claridad invadió el pequeño espacio. Le pareció que era, además, calvo. Seguro que cuando entraron la primera vez, los ladrones dejaron inutilizado el pestillo interior para así poder volver cuando ella estuviera dormida. Todo muy enigmático.

Sidonie se reafirmó: buscaban el ordenador. Quienesquiera que fuesen, se habían arriesgado mucho. ¿Tan importante era ese ordenador suyo? Ella no lo creía. No contenía nada que pudiera interesar a nadie. Al menos todavía. Solo querían asustarla, obligarla a dejar el asunto. Balmori pensó otra vez, por un instante, en los personajes de Gide y de Highsmith que eran arrojados desde el tren en marcha, sobre todo cuando Sidonie dijo que, por un segundo, creyó que el tipo, cuando estaba a contraluz en la ventanilla, se abalanzaría sobre ella y pondría sus manos en su garganta. Casi lo sintió. Si quisieran primero matarla y luego buscar tranquilamente entre sus cosas, lo habrían hecho. Pero Balmori era consciente de que eso solo pasaba en la ficción, como bien sabía él.

Sin embargo, seguía desconfiando de Sidonie, la veía demasiado fantasiosa. Aunque era innegable que estaba muy asustada; se aferraba con crispación a Balmori, como si temiese que fuera a marcharse. Tranquila, tranquila, estoy aquí, a tu lado, no me iré. Ella apretó su brazo con más fuerza. Incluso quiso bajarse del tren, preguntó si había alguna parada próxima. La había habido, sí, replicó Balmori, pero sabía que en adelante ya no. Sidonie no se encontraba bien, había vomitado en el lavabo. No se alarmó en exceso, le pasaba a menudo. En esta ocasión tampoco quiso poner una denuncia ante la policía, prefirió evitarla. Estaba segura de que todo guardaba relación con su trabajo, pero no sabía en particular con qué. Esa era su desazón. Alguien no quería que ella llegase hasta La Haya, aunque desconocía el motivo, repitió otra vez este discurso invariable. Aún temblorosa, cogió el ordenador, miró a Balmori y le suplicó que lo olvidase todo, en el preciso momento en que Balmori se disponía ya a avisar al revisor, quien, como sería lógico, avisaría a los gendarmes para que los esperasen al llegar. Tal vez en la estación pudieran detener a alguien todavía.

Al pensar en ese alguien, se hicieron los dos la pregunta sobre si deberían sospechar o no de los dos tipos que vieron en el vagón-restaurante, el que era como Sterling Hayden y el otro, el Apuesto, pero no contaban con ninguna prueba ni ningún indicio. No sabían en qué vagón del tren irían ahora. Ni siquiera podían garantizar que no se hubieran bajado ya en alguna estación. Y si no lo habían hecho y seguían en el tren, todo indicaba que eran realmente peligrosos.

Sidonie le dijo en ese momento que tenía que ir como fuera a ese juicio en La Haya. Era una historia un poco complicada. Creía que podría aportar algo, pero aún no sabía qué exactamente. Mientras hablaba, estuvo asiendo con fuerza el ordenador contra su pecho. Se aproximó aún más a Balmori y le suplicó al oído que, por favor, la sacara de allí.

Sidonie pasó lo que restaba de noche en el compartimento de Balmori. Él se la había llevado para protegerla y ella se dejó llevar porque así lo deseaba. Los dos se contarán sus vidas y dormitarán a intervalos, recostados mientras esperaban la luz del amanecer en pocas horas. Ella se había cobijado entre el tórax y el hombro de Balmori y este la rodeaba con su brazo. A veces, la joven le susurraba que tenía los pies helados y él se los frotaba para calentárselos. Sidonie se sintió reconfortada y le besó la mano con naturalidad; se diría que lamiera como un animalillo agradecido. Balmori había visto, en cierto momento, un fulgor en la mirada de ella. Y fugaces como ese fulgor, su feminidad y su sensualidad.

Hasta que no se quedó dormida del todo, él no pudo observarla lo suficiente para saber si el modo como apoyaba la cabeza o como dejaba caer los brazos para dormir eran sus gestos habituales. Pero la miraba como si siempre la hubiera visto dormir así. Le pareció de pronto estar contemplando a una niña que había crecido demasiado.

Balmori extrajo de la caja un indicador de «Por favor, no molestar» perteneciente al Ledra Marriott Hotel de Atenas, donde en 1983 o 1984 Lea cantó y vació el bar hasta la madrugada. Lea tuvo aquel cartelito colgado del pomo dos días seguidos y por supuesto nadie la importunó. Era verde pastel y estaba en griego:

(Parakaló men enogleite).

Ahora, en el tren, después de ponerlo en la puerta del compartimento por fuera, como una defensa protectora, Balmori le hizo una foto. Luego, regresó al interior junto a Sidonie, acurrucada sobre la litera como una gata, y la grabó a ella, confiada y exhausta. Será la primera vez que aparezca en su película el primer plano de un rostro de mujer.

El año que nació Sidonie, Kuiper terminó segundo en el Tour. Aquella grande boucle de 1980 la ganó Zoetemelk, por fin, después de haber quedado en segundo lugar los dos años anteriores, en los que había reinado Hinault, a quien ya apodaban El Caimán. Si ganó Zoetemelk, fue debido a la retirada de Hinault por culpa de una caída en la etapa de Luchon. Para Kuiper, en cambio, ese segundo puesto en aquel Tour supuso un flaco consuelo por su humillante derrota de ese mismo año, cuando el propio Hinault le sacó nueve minutos de ventaja en la clásica Lieja-Bastogne-Lieja, un día de nevada que calaba hasta los huesos. Kuiper cumplía siete temporadas de profesional, corría entonces en las filas del Peugeot y no era la primera vez que concluía segundo en el Tour. Ya en 1977 había quedado por detrás de Thévenet, y en toda su vida llegaría a acariciar varias veces el maillot amarillo sin llegar a enfundárselo. Cuando se retiró, en 1988, había corrido doce tours. Era un ciclista guapo y resistente con destellos eléctricos, que lo hacían remontar situaciones de hundimiento en las que parecía que iba a echarlo todo por la borda. Entonces era cuando dejaba clavados a sus rivales. Pero nunca pudo con El Caimán, como bien sabía Balmori.

En 1980 murieron Sartre, Peter Sellers, John Lennon. Pero lo que realmente marcó a Sidonie fue venir al mundo el mismo año en que se despedía de la vida Josip Broz Tito. Ese día, Yugoslavia, un país montado por el viejo partisano con piezas que no encajaban, empezó a deshacerse por las costuras.

Los padres de Sidonie, él campesino francés (Frédéric Maudan) y ella farmacéutica alemana (Bruna Raabe), estaban separados desde que ella tenía un año. Él vivía en Auverssur-Oise, cerca de París, y ella en Berlín. Bruna Raabe era entonces, y todavía lo era hoy, tenazmente comunista (Balmori, aficionado a las apuestas, apostaría unos cuantos euros a que Bruna suscribiría cualquiera de las frases del libro de citas de Lenin que llevaba consigo, incluso a que se las sabría de memoria). Bruna había vivido siempre en el Berlín Este voluntariamente, incluso en los tiempos de Honecker en que a muy pocos privilegiados se les permitía marchar al extranjero, y ella, por comunista convencida y respetada, gozaba de ese privilegio; sin embargo, no lo usó casi nunca, o lo usó las pocas veces en que decidió ejercer de madre con Sidonie, que vivía en Francia, y por poco tiempo. Bruna Raabe había nacido allí, en un Berlín siniestro, bajo el gobierno del antiguo ebanista Walter Ulbricht, tres años antes de la creación del Muro. Su infancia fue ese muro de hormigón con alambradas y la amenaza permanente a punto de abatirse. Los Raabe, no obstante, siempre vivieron bien. Al acabar la guerra, arrendaron la vieja apotheke de Helma Riemschneider, donde Bruna había trabajado de niña y adolescente. Pero al acabar la escuela secundaria, su padre, Andreas Raabe, comunista también, la mandó a París a estudiar Farmacia.

Allí estuvo con una beca que concedía el PCF a estudiantes de países del Este, y allí conoció a Frédéric, furtivamente tosco y vestido siempre de pana fina, que había dejado el campo por la universidad (y por el Partido). Fue durante el último año de sus respectivas carreras, en la redacción de L’Humanité, donde Frédéric y Bruna colaboraban desinteresadamente limpiando las oficinas en horario nocturno. Cada noche, cuando se quedaban solos, follaban en un atiborrado cuarto trastero donde había una fotocopiadora que lo ocupaba todo, más unas cajas apiladas con folletos y pasquines, y, sobre todo, muchas pancartas con la hoz y el martillo y eslóganes políticos, enrolladas unas sobre otras. Encima de ese mullido lecho, Bruna se quedó embarazada de Sidonie. Sin embargo, no se casó con el bueno de Frédéric Maudan; este, abrumado por la responsabilidad, suspendió su último curso de Derecho y careció de ánimo para continuar con los estudios y con la ideología.

Los dos jóvenes decidieron vivir juntos, pero en el campo; regresaron a la granja familiar de los Maudan, en Auvers, donde unos meses más tarde Bruna dio a luz a Sidonie (la llamaron así por su abuela paterna, matriarca de la familia). Los Maudan eran campesinos hasta donde podían recordar; generación tras generación, se habían dedicado a arar la tierra y a criar vacas; además, eran de origen alsaciano, por lo que recibieron a Bruna con los brazos abiertos; siempre había repartidos por la casa algunos libros en alemán, de cuando los bisabuelos emigraron al interior, por lo visto, obras de Goethe, de Kleist y de los hermanos Grimm. Aquello no era suficiente para Bruna Raabe, quien, al cabo de un año, se volvió a Berlín sola y sin su hija. La abandonó con Frédéric, no podía pensar, necesitaba, como ella repetía sin cesar, «el aire de la Historia», y sus universales ideas comunistas casaban mal con el terruño y el estiércol de vaca. No volverá a ver a su hija hasta diez años más tarde, ya con el muro de Berlín derruido y el porvenir incierto.

Se presentó de improviso en Auvers y, tras un ligero ajuste de cuentas afectivo, se llevó a Sidonie a Berlín, a pasar una larga temporada con ella. Pero era obvio que ambas no dejaban de ser unas extrañas, una para la otra, y la convivencia no fue fácil. Empezó a llamarla Sid; Frédéric, en cambio, la llamaba cariñosamente Sidou. Pero Sidonie solo era Sidonie y respondía solo por Sidonie. El vínculo madre-hija no funcionó como esperaban las dos, la Alemania de la reunificación pasaba por tensiones internas que alteraban los nervios de la Bruna Raabe comunista. Acabó yendo a un psiquiatra y casándose con él. Sidonie regresó al poco tiempo con su padre, aunque a partir de aquel momento, ahora que ya no había ni muro ni comunismo, empezó a viajar a Berlín con cierta frecuencia, para ver a su madre en las vacaciones de verano, por las navidades o en los cumpleaños. Porque era su madre. Fría y adusta, extravagante y sectaria, pero su madre al fin y al cabo.

Con los años, la relación se hizo más cálida. Bruna se divorció del psiquiatra y adquirió la propiedad de la farmacia en la que seguía trabajando, cercana al antiguo Checkpoint Charlie, aunque por esos años era ya una nueva farmacia en un edificio totalmente moderno; la vieja farmacia fue derribada en el 85. Pero, tanto la vieja como la nueva, para todo el mundo fue siempre la apotheke de Helma Riemschneider, único negocio limítrofe entre los barrios de Mitte y Kreuzberg, donde en cierta ocasión Himmler en persona compró caramelos de menta (pero eso no era más que un rumor que Bruna desmentía con vehemencia, pese a que en la época nazi la farmacia aún no pertenecía a los Raabe). Bruna siguió siendo comunista, sin arrepentirse de haberlo sido desde siempre, y se convirtió así en una rareza; incluso tuvo que pasar una breve depuración administrativa, porque había gente dispuesta a testificar en su contra. Decían que tenía un oscuro pasado en la Stasi. Pero, como replicaba Bruna a la defensiva, ¿quién estaba libre de sospecha en aquellos años de guerra fría? Seguro que también Markus Wolf o Werner Grossmann, los gerifaltes de la Stasi, compraron en más de una ocasión caramelos de menta en su farmacia, pero de eso nadie hablaba. Ni hablaría.

Bruna y Frédéric habían nacido en 1958, tenían la misma edad, pero no eran el uno para el otro. Parió a Sidonie con veintidós años, demasiado joven para enterrarse en una granja y demasiado idealista para dejar oxidar las armas de la lucha de clases. Ya había escrito Lenin (y Balmori lo llevaba marcado en su libro de citas sin entenderlo muy bien): «Cada cosa concreta, cada algo concreto se halla en diferentes, y casi siempre contradictorias, relaciones con todo lo demás, ergo, es ello mismo y es otro.»

Balmori y Sidonie cayeron en la cuenta de que ambos tenían un origen similar: los dos procedían de un padre y una madre de nacionalidades distintas, y también de unos padres y madres que habían hecho poca o ninguna vida en común. Aquella coincidencia les hizo intuir que sus historias, en el fondo, habían sido demasiado complejas. Tal vez sus vidas habrían adoptado otra forma si cualquiera de las variantes familiares se hubiera podido modificar (misma nacionalidad de padre y madre, largos años de felicidad conyugal, alegres aniversarios en familia, etcétera). Pero la realidad era que hoy sus historias sonaban a naufragio.

Un poco antes de que el tren se detuviera, el gran letrero blanco con letras azules sobre el viejo muro de piedra indicaba: París Austerlitz. Al llegar a la estación, bajaron del vagón de preferente y se mezclaron con la riada de pasajeros. Trataban de identificar entre ellos a los dos individuos sospechosos que vieron la noche anterior, pero había demasiada gente y demasiada prisa. Deseaban verlos tanto como temían hacerlo, por eso se situaron a escasa distancia de unos gendarmes. No sabían qué podría ocurrir si se encontraban con ellos cara a cara. Probablemente nada. Pero prefirieron evitar esa confusión que suponía toda llegada a un andén y buscaron un lugar desde el que observar con mayor seguridad. Entre la gente no vieron a nadie que se pareciese a Sterling Hayden, sin embargo vieron demasiados rostros anodinos, como el segundo hombre. Balmori y Sidonie alzaban el cuello para otear mejor, aunque era inútil, los sospechosos no estaban por la zona o habían salido ya de la estación. El río humano los obligó a abandonar la búsqueda cuando se vieron empujados hacia el exterior del vestíbulo de llegadas.

La primera sensación térmica al aire libre fue de un frío intenso bajo un cielo de plomo. La gélida humedad de París los recibía como la hoja de un cuchillo. Había hielo en los charcos. El recinto de llegadas estaba prácticamente lleno de autobuses puestos en fila, taxis ordenados en una sinuosa cola y coches de alquiler de varias marcas separados por vallas. La ciudad producía un zumbido como en un panal y el exceso de cláxones y ruidos disonantes, como el de las ambulancias en las proximidades de la Salpêtrière, avisaba de que la mañana hacía mucho que empezó.

Sidonie apretó de pronto el brazo de Balmori y se dejó caer sobre un banco de piedra. Inesperadamente se sintió bastante mal, como si fuera a desvanecerse, y tuvo que respirar hondo, con un ritmo pautado, pero su gesto no era de dolor, más bien de ahogo. Estaba muy pálida; su frente era un campo de gruesas gotas de sudor. Pensó que el desmayo sería inminente, incluso perdió el conocimiento unos segundos, al cerrar los ojos. Balmori se alarmó y se quedó paralizado. Enseguida reaccionó y le dio unas palmadas en las mejillas. Sorprendentemente, no había nadie a su alrededor en esos momentos. No comprendía muy bien qué le sucedía. Sidonie, vuelta en sí, era consciente de que se le había nublado la vista, pero no se asustó: ya le habían advertido de que eso podía ocurrirle; lo que tenía que hacer era serenarse. Los sucesos de anoche habían debido causarle esa bajada de tensión. Necesitaba descansar un minuto para recuperarse del súbito mareo. Al poco rato, todo volvió a ser normal, pero seguía aturdida. No se encontraba muy bien, la verdad. Ya se había desmayado otras veces, últimamente. Balmori la cogió por los pies y se los levantó unos palmos. Tal vez así se le pasase. Entonces Sidonie lo tranquilizó y le dijo que no era nada, tan solo estaba embarazada de pocos meses.

En cuanto lo hubo dicho, se echó a llorar de repente. Quizá pensó en su madre como Balmori pensó también en la suya. Las historias se repetían, fue lo que cruzó por las mentes de ambos como un pensamiento fácil, fugaz, inevitable. Pero enseguida su llanto se tornó una risa nerviosa que contagió a Balmori. Estar embarazada era algo bueno, dijo él, había que alegrarse por ello. Sidonie asintió, aunque más bien parecía expresar desconcierto. Lo había sabido en Madrid y seguía en la idea de que lo que le estaba ocurriendo le era más bien ajeno. Sin embargo, se rió de angustia, porque era lo que le faltaba precisamente ahora, la ironía de ser madre. Tendría que cuidarse. Debería comer algo. Deberían comer algo los dos, ella y Balmori, pero solo imaginar la comida le daba náuseas. Le rogó que la metiera en un taxi; pasará un rato en casa antes de tomar su tren para La Haya. Le vendrá bien descansar y cambiarse de ropa.

Pero Balmori no quería dejarla así. De pronto estaba preocupado por ella. No podía evitar pensar en lo de anoche. Temía que la asaltasen otra vez. Sidonie sacudió la cabeza. No, no volverá a pasar. Pero podía dejarla en casa. En el fondo le agradecía el último esfuerzo de acompañarla hasta allí. Balmori aceptó mientras le rogaba que se tomase el asunto en serio. En ese momento advirtió con toda lucidez que ella estaba realmente indefensa.

Balmori corrió a buscar un taxi. A los pocos minutos vino con uno; ella se había puesto de pie y se había aproximado a la calzada para esperarlo en el bordillo de la acera, demostrándole que ya estaba mucho mejor. Aun así, la ayudó a montarse en el coche. Irá con ella, la dejará en la puerta de su casa, no le costaba nada. Sidonie le daba una y otra vez las gracias, aunque una vez dentro del taxi, hizo recuento de lo poco que sabía de ese hombre: apenas conocía que estaba filmando un maniático documental, que hacía extrañas fotografías y que luchaba con hacer visible la K de su apellido. Solo eso. ¿Quién era en realidad? Poco importaba, porque había sido muy generoso al vivir con ella la experiencia de la noche en el tren. No hacía ni veinticuatro horas que había sabido de su existencia y desde entonces no había pasado ni una hora sin él. Quizá necesitaba distanciarse, tomar perspectiva.

Al salir de la estación por el bulevar de l’Hôpital, el taxi giró a la izquierda, dejando atrás el Sena y Quai d’Orsay; cruzó por el hospital de la Salpêtrière y se adentró por un caos de circulación lenta y estridente en dirección al cementerio de Montparnasse, que dejó a la derecha (adieu Gainsbourg, adieu Baudelaire, adieu Soutine, adieu Beckett, adieu Dreyfus, adieu Maupassant). Ella le sugirió al taxista que fuese por la rue de l’Ouest y continuase por la rue Vouillé, antes de entrar por la calle donde ella vivía. Durante el trayecto le dijo a Balmori que prefería quedarse sola. Él lo entendió perfectamente, no pensaba otra cosa, además no querría que ella se sintiera incómoda, teniéndolo allí como un extraño enfermero. A Balmori le dio la impresión en ese momento de que, en realidad, eran personas muy distintas, de generaciones casi dispares en todo. Eso no tenía que ser necesariamente malo, supuso. ¿Cómo le podía agradecer lo que había hecho por ella?, preguntó Sidonie. Quizá se volvieran a encontrar alguna otra vez. Entonces verían juntos una de esas películas de Sterling Hayden. Sin duda que lo harán. Él la llevará. Lo prometía.

Sidonie vivía en el 44 de la rue Santos-Dumont, en Convention, el distrito XV. El barrio era de clase media liberal, con el encanto de una vida social de buena vecindad, pequeños comercios y cafés políglotas; un barrio residencial y tranquilo, sin turistas, un tanto esnob, multiétnico y renovado, de casas no muy altas y fachadas irregulares, viejas y recientes; sobresalían altos árboles por encima de algunos tejados, que delataban frondosos jardines en los patios interiores, con cerezos y moreras; en ciertas calles solitarias el empedrado de adoquines parecía descuidado a propósito y por las rendijas crecía un tímido y vigoroso musgo.

Su casa era la casa de al lado de la que tenía Brassens cuando vivía (había un parque cerca que llevaba su nombre). Por lo que respectaba al piso de Sidonie, su dueña, la hija de un arquitecto que se había ido a San Francisco, convirtió el ático en un loft casi neoyorquino. Se lo había arrendado barato. Mientras hablaba refiriendo los avatares de su casa, la risa de Sidonie se volvía franca y la convertía de nuevo en la niña que Balmori vio acurrucada en el tren. Sobre todo su expresión se tornó feliz cuando habló de la portera que hacía las veces de casera y asistenta. La mujer cuidaba del inmueble y cuidaba de Sidonie como una madre. Ella fue quien la recibió cuando la vio apearse del taxi y la ayudó con el equipaje. Se llevó las manos a la cabeza al ver la maleta abierta y medio rajada. Preguntó qué había sucedido, pero Sidonie le contestó con una convincente evasiva. Luego se dirigió a Balmori, que había bajado la ventanilla, y se dieron la mano, aunque ella se la retuvo un instante y le besó imperceptiblemente el envés de la palma.

Cuando Sidonie entró en el portal y cerró la puerta, Balmori no continuó hacia la estación del Norte, de donde partían los trenes que cruzaban el Canal, sino que despidió al taxi y subió caminando por la calle de enfrente, la rue Franquet. Estaba hambriento; al llegar a la esquina con Rosenwald, entró a desayunar en un bistró que hacía chaflán, Le Grand Pan, con dos escuálidas mesas a la puerta pero con un enorme calefactor. El camarero le preguntó qué iba a tomar. Balmori pidió una cesta de tres croissants y un café y se sentó allí a esperar.

Era un sitio bastante visible e indiscreto. Echó un vistazo a su alrededor. Aparte de vehículos aparcados, al otro lado de la calle había una tienda magrebí de productos de limpieza, pero también vendían revistas y productos halal envasados. Junto a ella, estaban abriendo una tienda de animales, y un poco más allá una oficina inmobiliaria que también parecía ser un club social de squash. Desde donde estaba sentado sacó una foto a esa parte de la calle.

Recapacitó por un instante sobre lo que hacía ahí, en ese mundo ajeno y en ese café del nada céntrico distrito XV de París, cuando debería estar dentro de unas horas camino de Londres, en el cómodo asiento de primera clase de un tren de lujo. ¿Acaso iba a esperar a que llegasen los dos tipos de anoche para llamar a la policía en cuanto los viera merodear? ¿Se había vuelto un centinela de esa joven?

Encendió el ordenador y tecleó la web que figuraba en la tarjeta de Sidonie: sidoniemaudan.com. Vio por Internet su currículum, bastante corto. Vio fotos numeradas por años de sus muchos viajes Francia-Alemania, ida y vuelta, fotos de su infancia en la granja de Auvers, fotos antiguas de unos jóvenes con una niña que era ella, y que luego aparecían, por una súbita aceleración temporal, convertidos en mayores con esa misma niña, pero transformada ya en la Sidonie que él conocía; seguramente serán sus padres, Bruna y Frédéric, tal como se los había imaginado hacía unas horas. Vio fotos de jóvenes actuales, desconocidos para él, novios, amigos, colegas, su mundo; se preguntó si alguno de ellos sería el padre de la criatura que estaba esperando. Se bajó algunas de esas fotos para incluirlas en su película, desconocía aún ni dónde ni por qué. Vio también unos artículos que ella había escrito sobre la guerra de Bosnia. Había dos sobre Radovan Karadzic, publicados en Figaro. Los leyó detenidamente. Hablaban de horrores de los que Balmori ya había tenido escasa noticia en otro momento. Hablaban de violaciones. Uno de los artículos contaba la detención de Karadzic en un autobús, a las afueras de Belgrado.

Mientras tanto, pidió más croissants y otro café y se puso los auriculares para oír el disco de Mendelssohn, llamado también Mendelssohn-Bartholdy, que llevaba en la mochila. Se abstrajo transportado por esa música que lo habitaba. Amaba a Mendelssohn, siempre lo había amado desde la primera vez que oyó sus cuartetos. No entendía por qué Mendelssohn era menos conocido que Mahler, por ejemplo. Pero Mahler era conocido debido a Visconti y a su película Muerte en Venecia (una película, en su opinión, detestable, dicho fuera de paso) y Mendelssohn no tenía ninguna película. Quizá en su gusto por Mendelssohn también influyera el impacto que le causó la Gruta de Fingal, en las Islas Hébridas, cuando vio esa enorme oquedad gigantesca que había en la costa de la isla de Staffa, y que inspiró a Mendelssohn su magistral obra Las Hébridas. La pieza de Mendelssohn duraba apenas once minutos, pero él la ponía repetidas veces. Los sonidos del mar en esa gruta sobrecogían, lo sabía muy bien. Ahora Balmori quería volver allí de nuevo y filmar la fabulosa cueva de boca ovalada. Hasta ayer esa era la meta de su viaje.

Pero para su sorpresa, levantó la cabeza y frente a él vio a Sidonie.

Se había cambiado de ropa, ahora llevaba un vestido de flores diminutas y unos leggings de lycra, pero el mismo abrigo. Lo había visto entrar aquí y lo entendió como una premonición. Le dijo que, por favor, se quedase un día más en París. Fue lo único que le dijo. Había bajado desde su piso en Santos-Dumont hasta el bar Le Grand Pan (donde la conocían y ella saludó al marcharse) tan solo para decirle eso. Doscientos metros de ida y otros doscientos metros de vuelta. Claro que podría haber utilizado el móvil, como hizo en el tren, cuando casi le imploró que fuera a su compartimento, pero ahora se lo estaba pidiendo frente a frente. Antes de que Balmori pudiera reaccionar, ella ya se había ido, había vuelto a su casa. Cuando él la miró atónito mientras ella hablaba allí de pie, ya no le pareció una niña, sino de nuevo la mujer sensual y envolvente que en realidad era.

A los pocos minutos sonó el móvil. Era la voz de Sidonie. En casa había sitio de sobra, decía.

¿Por qué se había ido, hacía unos minutos?, preguntó él.

Le dio vergüenza decírselo a la cara.

Curiosa invitación, pero se las arreglará en un hotel. Eso quería decir que se quedaba un día más. Podrá filmar así algunas cosas y de paso visitar a un amigo en París al que no veía hace bastante tiempo. Se quedará, sí.

Entonces podrán ver juntos la película de Sterling Hayden, porque Sidonie había pospuesto un par de días su viaje a La Haya. La película que tenía Balmori era La jungla de asfalto. A Sidonie le parecía de las mejores.

¿Había otra mejor?

En ese momento recordó Balmori que su amigo era médico. Podría ser buena idea que ella le hablase de sus desmayos. Sidonie guardó silencio, meditó la respuesta; por un minuto, había olvidado su estado físico, era obvio que se sentía recuperada ante la expectativa de una velada de cine con ese hombre que conocía desde hacía apenas un día. Aceptaba finalmente acompañarlo mañana a ver a su amigo, no creía que eso la perjudicase. Se interrogó de qué podría conocer Balmori a ese médico. Se trataba de un griego con el que hizo un documental sobre ciclismo. Él fue campeón de Grecia, en su juventud. Sidonie, divertida por la revelación, se quedó con ganas de preguntar si había habido alguna vez ciclistas en Grecia.

Una hora más tarde, Balmori se había citado para el día siguiente con su amigo Estriatis Sinopoulos, a quien no veía desde hacía diez años. Luego fue a buscar un hotel para pasar la noche. Tenía todo el día por delante.

Un hombre —Dix Handley, así se llama— conduce durante toda la noche hasta el amanecer, tiene prisa por llegar, en realidad le urge mucho llegar, por eso acelera, se le acaba el tiempo, lleva una bala en el hígado y se está desangrando, suda y a ratos se le nubla la vista; a su lado, la mirada angustiosa de Doll, la mujer que lo ama y a la que él ama, esconde el presagio un final sin esperanza; huyen de un atraco de brillantes que no ha salido bien; Dix detiene el coche al llegar al cercado de una granja, sale del auto dando tumbos, va hasta donde pastan unos caballos y se derrumba delante de ellos, mirando al cielo, muerto. Dix ha regresado por fin a casa, en su Kentucky natal, entre los caballos de su infancia. Así terminaba La jungla de asfalto, que en francés se llamó Quand la ville dort, título por el que la conocía Sidonie.

La promesa se había cumplido. Vieron la película en su piso, en el loft de aire neoyorquino amplio y despejado, con un gran ventanal de estilo invernadero; sin embargo, todavía los rastros del registro pasado (ella no lo quería llamar asalto) eran visibles, como lo delataba un llamativo desorden en las cosas. Había libros y ropa a la vista, varios paraguas, gabardinas, cómics de Cathy Malkasian, libros de Prévert y Gavalda, discos de Coltrane, Sonny Rollins, Benjamin Biolay y Mozart desperdigados por el suelo, el Petit Robert y el Larousse en sendos atriles de pie, una cesta con ropa interior al lado de una pila de periódicos viejos junto a una silla de cocina con ropa tendida y otra con ropa planchada: toda la casa era un inmenso armario, en suma, «un espacio libre de secretos», como indicaba el cartel que Sidonie había puesto en la entrada. También volaba un loro suelto por la enorme habitación.

¿Tenía una herida amorosa? Eran más de las diez y media de la noche y apenas hacía un día que se conocían cuando ella se lo preguntó a Balmori así, a bocajarro, al acabar de ver juntos la película en la que Sterling Hayden daba vida a ese Dix Handley, perdedor. Primero, en el tren, Sidonie le hizo pensar en su padre, ahora salía el asunto de Lea.

¿Tenía una herida amorosa? Dicha así, la pregunta era intencionada por su parte, Sidonie no lo ocultaba, pero resultó inesperada para Balmori, sin conexión con la historia del film de Huston, al menos eso creía. Tal vez a ella las escenas finales le hubieran sugerido automáticamente la pregunta tal cual la había formulado, buena como excusa para entrar en ese territorio siempre pantanoso en la vida de un hombre recién conocido que eran los sentimientos.

Pero Sidonie tal vez no esperase una respuesta tan directa y sin rodeos por parte de Balmori. Sí, afirmó mirando la pantalla apagada del televisor. Y añadió que perduraba una herida amorosa sin cerrarse en su alma (fue consciente de estar diciendo la palabra «alma» por primera vez en su vida, una invocación etérea sin demasiado sentido real para él), una herida sin curarse siquiera. Le dijo que era una herida que tenía que ver con su mujer. O mejor dicho su ex mujer. Pero el nombre de Lea Minardi no le sonaba a Sidonie, por mucho que hubiera sido una cantante de éxito. Murió hacía casi dos años. Vino en la prensa de toda Europa. Aunque tal vez solo fuese en la de España, o solo en la de Madrid, Balmori no sabía calcularlo.

Cuando Lea murió, ellos llevaban ya siete años separados; como era lógico, entre ellos no hubo ninguna clase de despedida, ella no mandó avisarlo mientras estuvo enferma, no quedaban rescoldos del pasado por avivar. Sin embargo, para Balmori, la ausencia de Lea, como ex esposa y como ex amante, todavía seguía siendo algo sin resolver en su cabeza. Ahora se ahorró adrede emplear de nuevo la palabra alma. No había dicho «en su alma», sino en su cabeza. Demasiado espiritual, y él no era precisamente espiritual. Pero tampoco estaba resuelto en su alma, esa era la verdad. Porque en realidad Balmori amó a Lea hasta el final, incluso más de lo que ella lo amó a él, quizá, y ahora estaba incapacitado para amar nuevamente. Se había liberado de esa sensación absorbente y corrosiva. Quizá lo único que le pasaba era que estaba tan muerto como Dix ante los caballos.

De Lea había dos cosas que la definían, dos aspectos que Balmori conocía muy bien y de los que no hablaba nunca, por demasiado íntimos. Sin embargo, de pronto se disponía a hacerlo ahora con una extraña como Sidonie, porque extraña seguía siendo pese a haber pegado el cuerpo de ella al suyo, echada a su lado en el sofá en que habían visto la película de Sterling Hayden.

Una de las características de Lea era que inspiraba lujuria como otras mujeres inspiraban ternura o rechazo. Había en cada gesto de Lea una aureola envolvente de carácter lujurioso que remitía directamente al deseo carnal sin paliativos: su ropa, su carmín, su manera de caminar y de cruzar las piernas, su sedosa inminencia en la proximidad, su modo de apoyarse en las caderas, sus curvas, su boca ligeramente abierta, esa mirada intrigante que sabía lanzar a voluntad, su imponente presencia estática.

La otra cosa era que la fidelidad no iba con ella. Para empezar, Lea tenía una natural propensión a coquetear con todos los hombres, inocentemente sin duda, pero también equívocamente, porque ellos percibían algo así como una especie de invitación al viaje, de canto de sirena irresistible, y enseguida creían sentirse reclamados tan solo como machos. Actuaban en consecuencia, llevándosela a la cama. Además, el coqueteo de Lea no era tan inocente, siempre había, tarde o temprano, algún hombre nuevo en su vida, mientras encadenaba sin ruptura la relación con el anterior. De eso, Balmori tardó un tiempo en darse cuenta, y cuando lo supo, al principio no le importó. Prefirió ponerse una venda en los ojos, jugar a ser al menos el número uno, el «oficial», aunque aquella actitud de Lea fue desesperándolo poco a poco, hasta enloquecerlo. Luego llegó el divorcio. Pero él siguió amándola, incluso después de haberse separado.

Al principio la buscaba por Madrid, por los lugares y locales donde habían estado juntos; en cada calle creía que se toparía con ella, ensayaba incluso lo que le diría; iba y venía con la esperanza de encontrarla, vagaba sin reconocerlo por las zonas en donde suponía que Lea podría aparecer, sola o en compañía de otros. Pero le confesó a Sidonie que dejó de hacer aquello porque de pronto se dio cuenta de que, incluso sabiendo ya que había muerto, había continuado buscándola por las calles durante un cierto tiempo, como si no hubiera asimilado todavía que únicamente perseguía su fantasma. La noticia de su muerte le llegó por la última pareja de Lea, un buen tipo, según Balmori, un noruego, que le contó cómo murió porque él insistió en querer saberlo. Cuando se quedó a solas, le dolió como jamás creería que algo pudiera dolerle tanto. Le dolía físicamente. Pero también lo liberó de la última atadura con ella.

Soltó amarras, esa es la expresión, le dijo a Sidonie. Desde entonces se habían sucedido los viajes, esa caprichosa película que filmaba, esas fotos extravagantes, los trenes, etcétera. Pero esta parte de la historia Sidonie ya se la sabía.

¿Y ahora?, preguntó Sidonie.

Ahora nada.

Ella le pidió de repente que se quedase en casa, él se sintió halagado, pero rechazó la invitación; poco después de acabar la película se despidieron. Balmori volvió al hotel que había tomado en la rue Falguière (el Nouveau-Martin, 60 euros sin desayuno, por Montparnasse), un hotel más bien de segunda, correcto para gente de paso. No estaba muy alejado de la casa de Sidonie (por eso lo había elegido, por si regresaban los dos hombres), pero no era exactamente la casa de Sidonie. Además, suponiendo que se quedara a pasar la noche, no era sexo lo que buscaba.

A la mañana siguiente, fueron en metro desde Convention, línea 12, hasta Concorde, y allí hicieron transbordo en la línea 1 para bajarse en Bastille. Durante ambos trayectos estuvieron de pie, junto a la puerta, uno frente a otro. Balmori notó que Sidonie estaba más pálida y más delgada que la primera vez que la vio. Al salir del metro, caminaron todavía un trecho sin decirse demasiado. Ella apenas si había abierto la boca hasta ese momento. Estaba algo cambiada, sin duda no parecía la misma de anoche. Desde que llegó a Le Grand Pan, donde se habían citado para ir juntos a la casa de Sinopoulos, Sidonie no dio muestras de buen humor. Más bien su semblante lucía de nuevo descompuesto cuando Balmori le miró a la cara. No fue cordial en los saludos; pidió tan solo un té, sin croissants, y se refugió en beberlo a sorbos.

Con las primeras frases, él comprobó que se encontraba explosivamente al borde de la emoción, sensible, impaciente incluso, como si quisiera irse enseguida de dondequiera que estuviese. Tenía los ojos enrojecidos, irritados tal vez de haber llorado o de haber dormido mal. Sin embargo, parecía haber escogido cuidadosamente el maquillaje, muy leve, y el perfume, también sutil y envolvente. Su cuerpo se estaba revolucionando y eso pasaba factura en los primeros meses de embarazo, dijo Balmori para sus adentros. Las huellas eran visibles. Pensó también que quizá no debería haberse ido a su hotel, sino haber pasado la noche con ella para evitar que sintiera miedo, pero su casa no tenía muchas opciones para la privacidad, todo estaba a la vista, y, además, no le gustaban particularmente los loros sueltos. Le ponían nervioso. Por otra parte, Sidonie ya no era una niña, aunque a veces a él se lo pareciese. Ni que llevara con ella mucho tiempo.

Pero no solo eran los cambios hormonales; también estaba lo otro intangible, la amenaza surgida en el tren. Era imposible no permanecer inquieta ante lo desconocido que la acechaba. De pronto, pasado el paréntesis que fue la tarde anterior, con la película de Sterling Hayden que vieron juntos en un insólito semiabrazo en el sofá, como hicieron en el tren, ahora se imponía la evidencia de su verdadera situación: alguien la acosaba, alguien trataba de asustarla, luego estaba en peligro. Era natural que sintiera un poco de angustia. Seguro que Sidonie no había podido olvidar en toda la noche que estaba en el punto de mira de aquellos dos tipos siniestros con oscuras intenciones. La realidad, esa mañana, había debido de caerle encima como una losa, y así la encontró Balmori, un poco deprimida. Sin embargo, y eso no lo podía saber él, lo que la estaba minando por dentro no era el desánimo, sino la rebeldía. Pese a todo, había elegido no dejar traducir su irritación. Su máscara era de distancia.

De camino a casa de Sinopoulos, pasaron por la Place des Vosges, donde Balmori encendió su Canon y filmó algo para sus «Apuntes visuales sin destino conocido»: el toldo de un café que hacía esquina llamado Café Hugo, cuya existencia captó su atención. Luego echó mano a la caja metálica y sacó un ticket del Dublin Writers Museum, fechado en un día de verano de 1992 (el verano de su décimo aniversario con Lea, un verano feliz), y le pidió a Sidonie que lo sujetara con la punta de los dedos mientras él lo fotografiaba con la fachada del contiguo Musée Victor Hugo como fondo. Capturaba museos con sus imágenes. Luego fotografió los dedos de Sidonie y a Sidonie entera.

Sobre si lo que llevaba en esa caja tenía o no que ver con su película, Balmori guardó silencio. Aunque en el tren le contó algo de su proyecto, Sidonie no debió de entender nada, por eso quería ahora saber más. Pero tampoco había hecho preguntas entonces. Tan solo sonrió. Ahora, en cambio, a Sidonie le surgían las preguntas. Volvió a la carga. ¿Eran una especie de colección o algo así, esas cosas? Algo así. Ella dedujo que era una caja para sacar cosas pero no para meterlas, y acertó, como en una adivinanza, si bien Balmori, cuando pensaba en esa caja, se decía que era una especie de Europa en miniatura, más bien. Era largo de explicar y a él no le apetecía hacerlo en ese momento. Mejor otro día.

Sidonie añadió: ¿Una Europa propia?

Sí, eso era, más o menos, concluyó Balmori.

Sin apenas mover los labios, Sidonie le pidió que le dejase ver la caja. Balmori dudó, en el fondo había sido hasta ese momento un objeto estrictamente privado, pero finalmente, tras meditarlo, se la pasó. Podía abrirla si quisiera, no contenía nada de valor. Sidonie alzó las cejas sorprendida. Le parecía bonita. Entonces torció el cuello para leer lo que había escrito con rotulador indeleble en la tapa de la caja: Europe Museum, open here. Obedeció y la abrió. Lo que había en su interior, en efecto, carecía de interés para ella, ni siquiera comprendía qué significaba esa mezcla de objetos, fotos y tickets revueltos. La cerró de nuevo y se la devolvió bruscamente a su dueño con indiferencia. Al hacerlo, él se esperaba una mínima sonrisa, que no se produjo; en cambio Sidonie dijo: Es curiosa tu Europa en miniatura, no cabe nada en ella.

Estriatis Sinopoulos vivía en el 27 de la rue Saint-Claude, en el Marais. En realidad era su vivienda particular y también su consulta, bastante completa, aunque él trabajaba por las mañanas en una clínica en Chaillot. Había insistido en recibir en casa a su viejo amigo Balmori y a esa joven con la que iba. Además estaba solo, su mujer y sus hijos habían viajado a Atenas esa semana.

Cuando Balmori lo llamó por teléfono el día anterior, no tardó en reconocer su voz y su acento, en aquella mezcla de francés, inglés y español con que los dos se entendían. Cuando Balmori le expuso el motivo de su llamada, le confesó también a su amigo Estriatis que no conocía demasiado a la chica, o que más que conocerla, la intuía, pero creía que necesitaba algo de ayuda. Sinopoulos se alegró de la llamada, luego le dijo que en casa tenía de todo y que no sería necesario pasar por Chaillot; además, no había otra manera de verlo, si no, por eso se tomó el día libre.

Los citó a las once de la mañana, con la esperanza de almorzar juntos después. Pulsaron el timbre con puntualidad. Estriatis Sinopoulos les abrió la puerta esbozando un amplio gesto de alegría. Los dos amigos se abrazaron, se vieron bien, se dijeron que estaban igual que la última vez que se encontraron. Aunque mentían los dos: Sinopoulos estaba calvo pero no estaba precisamente gordo, sin embargo le había crecido la papada y el estómago era un poco más prominente de como Balmori lo recordaba. Él, a su vez, tenía unas bolsas en los ojos que el griego nunca le había visto, y un hundimiento de la mirada propio de la fatiga o la tristeza. Los dos hombres se dieron un largo abrazo. Estriatis era, por cierto, el único que despejaba la K y lo llamaba abiertamente Kuiper.

Sidonie se fijó, maravillada, en que había varias salas y en todas, alrededor, había decenas de fotos de ciclistas dentro de todo tipo de marcos, y en la mayoría de ellas aparecía un hombre como Sinopoulos pero con casi cuarenta años menos. Debía de haber más de trescientas. Ya había perdido la cuenta, pero Sinopoulos no las tenía numeradas porque se las conocía de memoria. Casi todas las fotos eran de ciclistas, salvo las de la familia. La mayor parte de las fotos eran de cuando corría. Algunos ya habrán muerto.

Estriatis Sinopoulos había sido un gran campeón de ciclismo, uno de los pocos ciclistas griegos con reconocimiento europeo, junto con Theodoros Pelekanos, con quien rivalizó en algunas carreras durante varios años. Eran el tándem heleno por excelencia. Hasta que Pelekanos se abrió la cabeza al caer por un precipicio en la Vuelta al Peloponeso del 77, el mismo día de julio que Thévenet ganaba su Tour. Sinopoulos se bajó ese año de la bici y dejó de correr para siempre. Luego se hizo médico, y más tarde se fue de Grecia.

Era un poco mayor que Balmori y había llegado a coincidir con Hennie Kuiper en alguna carrera, cuando el holandés estaba en sus inicios. Compartía con Balmori la preferencia por aquel primer Kuiper tan elástico, aunque por muy distintas razones. A veces, Sinopoulos había tratado de copiar el estilo de Kuiper, elegante y resistente, dotado de una astucia franca, incluso ingenua. Se aficionó al ciclismo por cualidades como esas, aunque en realidad su verdadero maestro (como de toda esa generación) fue, un poco antes, Eddy Merckx, un ciclista radicalmente distinto a Kuiper, letal y ambicioso, y quizá por eso el monstruo mayor de ese deporte. Cuando Balmori conoció a Sinopoulos para hacer el documental sobre el ciclismo «invisible» de Europa, el de los grandes nombres ignorados de ciclistas griegos, rumanos, polacos, estonios, yugoslavos, rusos, sintieron ambos una extraña conexión gracias al nombre mágico de Hennie Kuiper. Se hicieron amigos y se vieron muchas veces más, casi siempre durante los viajes que Sinopoulos hacía a Madrid o a Roma, donde Balmori también pasaba largas temporadas con Lea.

Años atrás, en una de aquellas ocasiones, Balmori le hizo a Estriatis una confesión falsa que el griego se creyó a pies juntillas. Le mintió diciéndole que ese Kuiper que veía en los medios de comunicación, campeón del mundo, dos veces vencedor del Alpe d’Huez, con un palmarés de 81 victorias, tan parecido a su padre (en su deformada visión, porque solo lo era en el apellido), se trataba en realidad de un pariente lejano, un primo, algo que por cierto nunca había tenido de verdad. Le solía decir a Sinopoulos que cualquier día iría a verlo y a presentarse como tal ante su primo. Todo lo que hacía aquel Hennie Kuiper lo celebraba Balmori. Era un asunto cercano, un éxito familiar. Tal vez hubiera llegado a creérselo, en su búsqueda de unas raíces que penetraban en su imaginación hasta la Casa Fantástica y su ensoñada pastelería.

Sinopoulos dirigió una mirada amigable a Sidonie. Les ofreció algo de beber pero los dos rehusaron. Querían ir al grano, aunque no podían evitar los preámbulos de la cortesía. Sidonie ni siquiera se sentó y Balmori daba vueltas mirando los muebles y las fotos mientras hacía alguna alusión a las imágenes enmarcadas. Sinopoulos entendió que no habían ido a almorzar, como él pretendía. Era preciso ir directamente al asunto real de la visita. Sidonie se limitaba a esperar órdenes, tímidamente. Sinopoulos, con una leve indicación, la precedió por un corto pasillo hasta llegar a su gabinete. Mientras tanto, Balmori se quedó en el salón contiguo, rodeado de más fotos aún; se figuró que estaba en un invernadero fotográfico, como si la familia Sinopoulos hubiera decidido vivir en una especie de álbum de recuerdos copioso y feliz.

En su gabinete, en el que todo era blanco y luminoso, Estriatis Sinopoulos auscultó a Sidonie, le tomó el pulso, le palpó delicadamente el abdomen sobre la camilla en la que le había pedido que se tendiera. Ella se bajó un poco el pantalón y se levantó la blusa, dejando la piel al desnudo. Notaba la fría mano que Sinopoulos extendía por su vientre con suavidad. Le rogó, mientras tanto, que le hablase de sus menstruaciones, de su regularidad, luego le pidió que le diera detalles sobre sus mareos, sobre su régimen alimenticio. A continuación, le preguntó por sus padres: primero por la salud de su madre, después por la de su padre. Los aspectos genéticos podían dar origen a cuestiones inesperadas, como impensables malformaciones. Ella se quedó estupefacta. Sinopoulos, al saber que su padre vivía cerca de París, en Auvers, abrió mucho los ojos y le dijo que era muy probable que lo conociera. Sidonie no lo creía, era un campesino y siempre había sido un campesino, aunque de joven vivió en París, pero en esa época Sinopoulos corría encima de una bici por Grecia. Insistió: él viajaba mucho a Auvers, tenía debilidad por la historia del doctor Gachet, el de Van Gogh, pensaba incluso escribir una biografía sobre él, un libro de aficionado, claro. Además, a su esposa, Eleni, que también era médico, le interesaba mucho la pintura.

Sidonie no se inmutó, repitió que era improbable que conociera a su padre, últimamente no venía ni siquiera por París. Decidió volver al asunto por el que estaba en ese despacho, tumbada sobre esa camilla. Sinopoulos, entre capcioso y sonriente, certificó que estaba embarazada. No era ningún problema ni ningún misterio. La vida se abría paso, solo eso. Le dio la enhorabuena. Para Sidonie, por su parte, no era nada nuevo, ya sabía que estaba embarazada. Fue Balmori (o Kuiper, como él prefiriera llamar a su amigo) quien había insistido. Sinopoulos, al ver su resistencia interior a aceptar su nuevo estado, le explicó que ahora le convenía un reposo lo más absoluto posible. En pocas palabras: debía estarse quieta en casa sin moverse demasiado, por un tiempo, al menos, si no deseaba perder a la criatura.

Cuánto tiempo, era todo lo que ella quería saber. No había oído lo de criatura, dicho por Sinopoulos con toda intención.

Cuatro o cinco días, una semana tal vez, si no, habrá riesgos, incluso para ella. Sidonie, no obstante, fingía no oír y dejó muy claro que no podía esperar ni un solo día. Tenía algo que hacer precisamente en estas fechas, y se trataba precisamente de un viaje, es decir, movimiento, todo lo contrario de lo que le estaba pidiendo ese médico, maldita sea la hora en que aceptó ir a verlo.

Estriatis siguió hablando de los riesgos mientras Sidonie, que había desconectado mentalmente, asentía a las recomendaciones del doctor y volvía los ojos hacia la ventana, donde al otro lado de la calle se erigía el grueso muro pardo de una iglesia cuyo nombre le era desconocido. Parecía que estaba realmente en una clínica.

De regreso en el salón-álbum de fotos, Sinopoulos habría deseado abrir una botella de resinado y brindar por el reencuentro y, quizá, también por el embarazo. Pero ella, de repente, sintió ascender la rebeldía y la irritación que estaban latentes. Lo lamentaba mucho, pero tenía que hacer ese viaje, se lo debía a mucha gente, se arriesgará, dijo mientras se ponía el abrigo rojo y colocaba su bolso en bandolera, del que sobresalía el gorro de lana verde. Le prometió al doctor que trataría de descansar. Le dio las gracias por todo y por nada. No podía decirse que aquella visita hubiera sido lo mejor para ella, y Sinopoulos había estado tajante en los riesgos. Demasiado caos en la mente asediada de Sidonie. Ahora la responsabilidad era suya, ahora la vida de alguien más dependía de ella. La vida de su hijo, tal vez. Las mujeres no hemos llegado tan lejos para pararnos siempre delante del mismo obstáculo, se dijo, enfurecida por dentro pero sin tener claro contra qué o contra quién.

Un embarazo no era una rendición, pensó ella, como si se lanzara a sí misma una advertencia. Daba la impresión de que iba a estallar. Se le habían formado cercos rojos en las mejillas y en la zona de la nariz. Temía la incongruencia, si se dejaba llevar. Adiós. Dio dos zancadas, le tendió la mano a Sinopoulos y salió corriendo escaleras abajo sin mirar a Balmori. Este, que había estado todo el tiempo sentado, mirando con detenimiento una foto de Pelekanos con los brazos en alto en alguna etapa con meta en Tesalónica, se levantó como un rayo para seguirla.

Estriatis Sinopoulos no lograba comprender qué sucedía, pero no importaba, no era momento para explicárselo. Al llegar a la puerta de la casa, Balmori se giró hacia su viejo amigo. Los dos se despidieron con una mirada rápida y furtiva. ¡Lástima, quería haberle hecho una foto!, parecía indicar la expresión de Balmori. Sin embargo, se precipitó hacia la calle. Intuía vagamente que le iba la vida en ese gesto intempestivo, y que había de ir en pos de Sidonie por encima de todo. Costase lo que costase.

Desde la barandilla, inclinado hacia el hueco de la escalera, Sinopoulos llegó a pronunciar el nombre de Lea. Quizá era un postrero intento de mandarle recuerdos. Pero el griego no oyó las palabras de Balmori que, desde el portal, se fundían con el ruido del tráfico mientras le decía que Lea no formaba parte ya de este mundo.

Si alguien hubiera podido entrar entonces en la mente de Balmori, habría asistido al instante en que se veía a sí mismo como un extraño que corría detrás de una joven a la que había conocido hacía apenas cuarenta y ocho horas. Se preguntaba, desconcertado, cómo era posible que lo estuviera haciendo con todas sus fuerzas. No hallaba otra explicación que el hecho de haberla conocido en circunstancias extraordinarias. Eso acortaba los tiempos de una relación, la volvía incluso más intensa y concentrada. Además, las circunstancias lo eran todo, admitió con asombro. Si pudiera fotografiar solo circunstancias, habría dado por fin con la clave de lo que buscaba con su cámara. Aunque en realidad eso era lo que hacía, ¿no?, seguir las circunstancias como un animal perseguía un rastro.

Después de zigzaguear transeúntes por varias calles en dirección al Museo Carnavalet (sin ticket de este en la caja), Balmori alcanzó a Sidonie, que caminaba muy deprisa. La sujetó del brazo y le reprochó que hubiera huido tan descortésmente. Estaba enfadado por su amigo, o representaba estarlo, porque en realidad estaba sorprendido de cómo se había torcido todo. Pero enseguida se dio cuenta de que ese papel de tutor paternal era el que más podía detestar Sidonie, incluso también él lo detestaba. Absurdamente, la estaba riñendo en medio de la calle como si fuera una chiquilla. Quizá debería comportarse de otro modo y estar simplemente a su altura, limitándose a acompañarla sin más, como un cómplice, hasta que ella decidiera hablar. De lo que sea.

Sidonie, sin embargo, parada frente a él, lo miró a la cara durante un largo rato sin decir nada. Sus ojos contenían ira y perplejidad a la vez. Parecía estar preguntándose quién era ese hombre maduro que tenía delante de sus narices y que la interpelaba con dureza mientras le daba pequeños tirones de la manga hacia abajo. Se recobró entonces de una extraña ausencia, un corto vacío mental fruto de la ansiedad. Necesitaría gritar pero se reprimió. Celosa de su independencia y cruel con su salvador de la noche del tren, Sidonie le exigió fríamente que no se metiera en lo que no le incumbía. ¡Cómo se atrevía! Apenas se conocían. Le advirtió que él no era nadie para decirle lo que tenía que hacer.

Balmori estuvo de acuerdo, pero no entendía el motivo de la advertencia, él aún no se había pronunciado. Estaba ahí. Había ido corriendo detrás de ella. ¿Por qué no lo valoraba, por qué no valoraba su entrega? Claro que ese desconocimiento mutuo era la única verdad que realmente los unía. Más la incertidumbre abierta por la amenaza de esos tipos que andaban revolviendo las cosas de Sidonie sin parar. Pero de inmediato ella recapacitó nuevamente, como si acabara de regresar de otro lapso de enajenación, y con un tono amable y sumiso le pidió disculpas. Le rogó que la comprendiera: estaba nerviosa, atemorizada, confusa, solo le quedaba abortar. No tenía otra salida. Todo en su vida, en cierto modo, se había invertido.

Las miradas de la gente que pasaba se volcaban sobre ellos. No se daban cuenta de que, allí parados en medio de la acera, estorbando a los demás, focalizaban la atención de los transeúntes. De pronto él se descubrió tocando maquinalmente las puntas de los dedos de Sidonie al final de sus brazos caídos. Sus cuerpos, además, rígidos y verticales, se enfrentaban uno al otro como sucedía en las despedidas de los amantes. Sin embargo, no lo eran, porque también parecían un padre y una hija revelándose mutuamente un secreto familiar, pero eso nadie lo podía imaginar.

Las circunstancias de nuevo. En ese momento Sidonie le confesó a Balmori que no le había contado toda la verdad.

En realidad no se dirigía a La Haya, como le dijo en el tren, al menos directamente, sino que antes tenía que pasar por Zúrich. Era fundamental que viajara a Zúrich para ver a una persona que poseía una información relevante en el juicio de Karadzic. Intuía su alcance, pero solo lo intuía, no estaba segura. Esa sería la gran baza del gran reportaje que preparaba en varias entregas. Su oportunidad. Tal vez él no lo pudiese comprender. Balmori frunció el ceño. No se tenía por idiota, aunque se encogió de hombros.

Ella continuó. Un periodista español, de Madrid, corresponsal de guerra que trabajaba en el diario El País, la puso sobre esa pista. Había contactado con él a través de Twitter. Tontearon contándose cosas de sus respectivos medios. De golpe, una vez, cuando supo que ella se interesaba por la guerra de Bosnia, el periodista de El País se puso serio. Él había estado allí cubriendo el sitio de Sarajevo. Sidonie no sabía cómo el periodista consiguió su teléfono, pero la llamó unos días más tarde. Le preguntó si ella podría pasarse por Madrid, eso sería lo más seguro para él. Quería contarle algo que le podría interesar, y añadió que especialmente a ella. Cuando le preguntó la razón de por qué a ella, el periodista se quedó callado un buen rato y luego dijo: «Porque eres mujer». Sidonie le contestó que por supuesto iría a Madrid. Fue a verlo al cabo de un par de semanas. Aquel periodista tenía razón, lo que le dijo le interesó mucho. Así que para eso había ido Sidonie a España y por eso le había mentido a Balmori en el tren. Por la seguridad de ambos. Era lógico, sonaba sincero.

Balmori se relajó al escuchar el eco casi suplicante de las palabras de Sidonie. De pronto se sintió más cercano a ella. Descubrió que en realidad esperaba algo parecido a lo que le había contado. Ahora ya no tiraba de la manga de su abrigo sin darse cuenta, sino que era consciente de que le estaba acariciando la mano. Los dedos de ella se dejaban entrelazar inconscientemente por los de él. El desvío a Zúrich era importante, volvió a repetir Sidonie sin apartar sus ojos de los de Balmori, para luego añadir que, sin embargo, podía esperar. Unos días de descanso no le vendrían mal. Tenía más tiempo del que pensaba.

Dos horas más tarde, cumplida la mañana, caminaban sin hablar durante un buen trecho por las inmediaciones de la bulliciosa rue Rivoli. El día había dado un giro inesperado: ni comerían con Estriatis, como él había imaginado, ni él ni Estriatis hablarían de los viejos tiempos. Pero Balmori no se atrevía todavía a dar otro día más por perdido. Al fin y al cabo, no se había marcado una ruta, solo la cámara de fotos lo conducía donde soplase el viento. Y el viento había soplado hacia esa Sidonie Maudan, periodista, que había irrumpido en su vida. Déjate llevar, decía para sus adentros. Finalmente entraron en un bistró de la rue Rosiers, más tranquilo, y se sentaron a tomar algo. Mientras los servían, hizo una foto al letrero azul de la calle. Los dos comían en silencio sopa de cebolla, pan de cereales y ensalada de pastrami con brotes de soja. El vino del lugar era kasher.

Sidonie regresó sobre el asunto de Zúrich después de que Balmori le preguntase por la fecha en que había de presentarse en La Haya. Ella le explicó que, por lo visto, no había aún una fecha determinada para la reapertura del proceso, desde que las sesiones se aplazaron en octubre de 2009. Pero se había comunicado a los medios oficialmente que sería a primeros de marzo de este año. Dado que la agencia solo corría con los gastos de la estancia en La Haya a partir de que el juicio se reabriese, forzosamente Sidonie tenía un mes libre hasta entonces. Por eso podía retrasar su viaje a Zúrich todo lo que quisiera, era consciente de que no pasaría nada. De todos modos, deseaba aclararle a Balmori que no era una mentirosa, tan solo no sabía quién era él de verdad. Y seguía sin saberlo.

Balmori, que la había escuchado con atención asintiendo de vez en cuando para darle confianza, esbozó una sonrisa que parecía decir «Bueno, por lo menos ahora ya sabes quién no soy». Luego, tras dejar transcurrir unos segundos, optó por cambiar de tema. Le dijo que había entrado en su página web y vio su currículum. Vio también las fotos que ella colgó como si formara una especie de biografía en clave, una variante de lo que hacía su amigo Sinopoulos. Balmori no conocía a ninguna de las personas que había en esas fotos de Sidonie. Le dijo que trató de adivinar quiénes eran sus padres, lo que no le había costado demasiado porque ella era la mitad de cada uno. También leyó sus artículos. Le parecieron valientes. Decían cosas que la mayoría de la gente desconocía.

Se preguntaba si quizá no estará en esos artículos la razón de que la estén persiguiendo. Ella seguía dudándolo, estaba convencida de que solo querían asustarla para que abandonase, eso era todo. Cualquiera podría ver que se trataba de una táctica disuasoria de las más violentas, propias de las que siempre habían practicado los serbios, o los rusos, o muchos de los mercenarios de los países del Este, en fin, pagados para sembrar confusión con tal de no verse salpicados en lo de Karadzic.

Cuanto más se retrase el juicio, mejor, pensaba ella, y cuanto más se confirme únicamente lo que la gente ya sabe, pues mucho mejor todavía. Nada de revelaciones insospechadas.

¿Y ella? ¿Iba a hacer una revelación insospechada? Claramente dependerá de su viaje a Zúrich.

Balmori aprovechó también para decirle que se bajó algunas fotos suyas. Tal vez las meta al final en la película, no lo había decidido aún. Esperaba que no le importase.

No le importaba, incluso la halagaba, pero lo único que deseaba era que no citase su nombre. Balmori le garantizó que no lo haría, no tenía por qué preocuparse, no la perseguirán por eso.

Después de comer, permanecieron sentados frente a frente mirando hacia la calle por la que pasaban lentos turistas. De ruido de fondo les llegaba en sordina el fragor de la ciudad. Sidonie cambió, volvió a abismarse dentro de sí misma, no transmitía ninguna emoción. De pronto se diría invadida otra vez por la misma indolencia que tenía por la mañana cuando se planteaba, con un tono de voz desganado, si había valido la pena ir al médico. Se refería a la visita a Sinopoulos. Supuso que sí, aunque ahora tenía una preocupación más que ayer.

De repente, sintió curiosidad por saber si Balmori había tenido hijos. Pero no, no había tenido hijos, nunca se lo plantearon ni Lea ni él. Balmori, además, ignoraba si su mujer quiso tenerlos alguna vez y nunca se lo dijo. Aunque, ¿por qué no habría de decírselo?

Por temor a perderlo a él, quizá, o tal vez por temor a que un hijo la apartase de su carrera de cantante. Las mujeres pensaban en esas cosas, reconocía Sidonie, y eso acababa por dejarles una herida para siempre. En la mesa de la consulta de Sinopoulos vio una foto de su mujer, Eleni, como él la llamó. Era de cuando estaba embarazada de su primer hijo. Mientras él le hablaba, Sidonie miraba la foto. Transmitía una felicidad absoluta.

Sabía Sidonie perfectamente que tener un hijo o no tenerlo era casi un dilema de imposible solución para una mujer que quería ser periodista. Al pensar en ello, su rostro se volvía lívido, le invadía la amargura. La pregunta clave entonces era si lo haría o no lo haría, lo de abortar, porque en realidad estaba jugando a una extraña ruleta rusa sobre ser madre o no serlo. Sí, en efecto, esa era la jodida pregunta, pero no tenía aún la jodida respuesta. Abortar no era ningún asesinato. Emitió un pensamiento que parecía incontrolado y adoptaba la forma de un hondo suspiro. Sin embargo, odiaba la vulnerabilidad ante los demás. La decisión final sería solo cosa suya y quería dejarle claro a Balmori que en esto él estaba fuera. Era una cuestión demasiado personal, y, al fin y al cabo, él no era más que un extraño.

Balmori, por su parte, no pudo evitar pensar si se habría hecho esa misma pregunta Bruna Raabe, la madre de Sidonie, en 1980, cuando se quedó embarazada del sedentario campesino Maudan, o si se la habría hecho su propia madre en su soledad de Madrid, en el 52, después de que la abandonase el pastelero Kuiper. Se le reveló de pronto que tanto él como Sidonie estaban vivos gracias a las circunstancias, no a las decisiones, en cuestión de abortos. Eso también los unía.

Por los artículos de Sidonie que Balmori leyó en su página web, tomó plena conciencia de que Karadzic había sido uno de los hombres más buscados de Europa y del mundo. Quizá todo lo que ella contaba formase parte de «lo que la gente ya sabía de Radovan Karadzic», pero él no estaba tan informado. La guerra de Bosnia del 95 fue algo que no iba con él, ni siquiera le prestaba atención y apenas si se detenía ante las noticias en la tele o en la prensa. En el fondo huía de esa guerra que duró varios años porque le incomodaba profundamente su escenario, tan próximo, y si metía las manos en ella para sentirla y vivirla, vendrían luego el desasosiego y la impotencia a aposentarse en su ánimo. Fueron años de intensa vida con Lea, grandes pasiones y grandes discusiones. No quiso saber nada de guerras por ahí, ya las tenía en su dormitorio. Con el tiempo, acabó siendo la de Bosnia una guerra en sordina que parecía muy confusa (¿quién mataba a quién, en qué consistía eso de la limpieza étnica, cuántos musulmanes teníamos en Europa, de qué religión eran los francotiradores?) y sobre todo muy lejana, aunque sucedía a las puertas de Europa, que era como decir a las puertas de casa. No, no a las puertas: en el corazón mismo.

Uno de los artículos que había publicado Sidonie se titulaba, interrogativamente: «¿Se mostraba despiadado Karadzic?» En el artículo, venía a decir que el psiquiatra serbobosnio era un hombre mucho más intolerante de lo que su rostro o su apariencia pacífica daban a entender. Aunque enseguida matizaba que era un rostro siniestro, propio de quien arrastraba un secreto sombrío. Seguro que sería uno de esos políticos hipercalculadores de naturaleza cambiante, y no consentiría muchas cosas a contrapelo sin propiciar una intervención radical en ellas. Los seres así son especialmente imprevisibles, porque, de puro astutos, nunca están donde se les busca, y nunca se les busca donde sería inimaginable encontrarlos. Al final, fue exactamente así lo que sucedió con Karadzic. Sidonie, en su artículo, casi un reportaje, concluía que «el hombre más buscado de Europa, y tal vez del mundo, fue durante los años de la guerra balcánica un hombre amablemente despiadado, de los que encuentran argumentos penosos y necesarios para infligir el máximo dolor y llevar a cabo las ejecuciones como parte de una purificación nacional, un sumo sacerdote titubeante pero inflexible, un actor en su escena cumbre también. En suma, lo que siempre quiso ser: un redentor».

Acabada la guerra, vencidos los serbobosnios y cuadriculado el país, Karadzic se volatiliza. Mladic, su brazo armado, también. Pero Mladic, en febrero de 2010, aún no ha aparecido; es un militar ultranacionalista, morfológicamente con un biotipo de cariz nazi, tosco y perverso, protegido por la ultraderecha serbia. Sidonie no escribía mucho sobre él en sus artículos. Prefería centrarse en Karadzic. A partir de su desaparición, Karadzic se pasa casi trece años huido de la justicia. ¿Escondido como una alimaña? No, en absoluto; al menos en la mayor parte de esos años. Los primeros, en cambio, son un misterio que ni el BIA ha logrado desentrañar. Sencillamente, de la noche a la mañana, se transformará en otro hombre, en un hombre también «amablemente despiadado», pero a la altura de los tiempos y de las circunstancias: será un curandero, un curandero, además, famoso y muy requerido por su eficiencia, experto en medicina tradicional china, que curará durante años a los chinos que viven en el barrio de Novi Beograd, y no solo a los chinos, también a cuantos le solicitan sus herboristerías, porque se ha convertido en un gurú de la medicina alternativa y da cursos y conferencias por los países limítrofes.

¿Escondido como una alimaña?, volvía a preguntarse Balmori. No, sencillamente se había pasado trece años sin la K, sin ser Karadzic. Esa era su ocultación. Reconocía, sin embargo, que él había hecho lo mismo con su K particular, relegada a inicial tan solo. Ambos tenían en común el modo de asumir su identidad mediante esa letra, aunque a Balmori le repugnase solo pensarlo. Ambos evitaron durante largo tiempo el equívoco estigma de esa letra universal. Como lo evitaba Kafka, quien, al igual que Balmori, la tenía por buena y por mala a la vez. Y los tres, Karadzic, Balmori y Kafka, aplazaron la plenitud de la K en sus vidas, pero lo hicieron muy conscientes de ello: los tres huían de algo, aunque cada uno a su modo, por razones distintas y durante temporadas asimétricas. Esto, al menos, reconfortaba a Balmori de toda semejanza.

En un artículo reciente, plagado de datos y nombres de personas y lugares, Sidonie relataba la detención de Karadzic en un autobús de línea regular que circulaba por los alrededores de Belgrado. En el artículo escribía que Karadzic masacró a miles de musulmanes bosnios y también a croatas. Pero su obsesión eran los musulmanes de Sarajevo. Participó o propició una especie de conjura para exterminarlos. En tanto que criminal de guerra ante el Tribunal Penal Internacional para la Antigua Yugoslavia, donde su expediente definitivo se había incoado el 24 de mayo de 2000 con el número de sumario IT-95-5/18, Karadzic fue acusado de «genocidio, exterminio, asesinato, persecución, expulsión, actos inhumanos, actos violentos con finalidad de aterrorizar a la población civil, ataques ilegales contra civiles y retención de rehenes». Fue acusado también de que, por indicación suya, las tropas de Mladic perpetraran la matanza de 7.500 hombres y niños en el enclave de Srebrenica. Estos eran los cargos que figuraban en el proceso que se le abrió en La Haya el 26 de octubre de 2009. Al día siguiente, 27 de octubre, y hasta el día 2 de noviembre las acusaciones fueron leídas pormenorizada y documentadamente por los fiscales Hildegard Uertz-Retzlaff y Alan Tieger, pero in absentia, ya que Karadzic no asistió a esas sesiones preliminares alegando falta de tiempo suficiente para su defensa. Mientras los leía, comprobaba Balmori que, en sus artículos, Sidonie era extremadamente puntillosa con los datos, hasta el límite.

Esa misma noche, Sidonie tomó la decisión de pasar unos días en Auvers, en la granja de su padre, para recuperarse física y anímicamente. Será lo mejor, dijo a la vez que buscaba la aprobación en los ojos de Balmori. Creyó que así les dará esquinazo a los revolvedores de cosas ajenas y, de paso, hará feliz al bueno de Sinopoulos, que solo quería su descanso. Bromeó con ello para anestesiar su preocupación.

Estaban en su loft resguardándose de la lluvia que toda la tarde había vuelto opresivo el ambiente cargado de París. Pero antes había sucedido algo que a Balmori lo maravilló y que tuvo que ver con esa lluvia. Salían apenas del metro de Convention cuando los sorprendió el fuerte aguacero. Mientras él trataba de correr por la calle, ella, en cambio, aminoraba súbitamente el paso. Lo extraño para Balmori fue que, en un momento dado, Sidonie se quedó clavada con los brazos abiertos en medio de la lluvia para dejarse calar como si cumpliera una sentencia inevitable o un rito. Así estuvo muchos minutos, empapándose entre ráfagas de aire sin escuchar las advertencias de Balmori, que fue a guarecerse bajo el pequeño alero de un karaoke. Sidonie parecía ajena al tiempo atmosférico, el clima no la afectaba, llevaba una meteorología interior, cosas así pensó Balmori al verla hacer aquello. Disfrutaba como si la lluvia le limpiara la angustia; de su rostro transitado por surcos de agua que manaban desde el pelo se deducía el relajamiento de un ser que había hallado su medio natural. También pensó Balmori que si él, con todo lo que detestaba la lluvia, estaba allí, bajo la tormenta, mojándose como Sidonie, sería porque de alguna manera se sentía responsable de ella. No se movió hasta que prácticamente dejó de llover.

¿Por qué no iba con ella? Era una granja enorme y preciosa, le dijo. Auvers le gustará. Solo serán unos días, luego podía irse a Londres, como pensaba, o a cualquier otro sitio de este pequeño mundo. Ella lo estaba diciendo, pero él lo estaba pensando. No tenía ninguna prisa por llegar adonde iba (Londres-Dublín-Hébridas), era un viaje aleatorio que en el fondo deseaba que la realidad le revocase. ¿Por qué no aceptar ahora este otro viaje inesperado que se le presentaba? ¿Acaso no presumía desde hacía más de un año de ser un viajero a la deriva por Europa unido a una cámara? ¿Eso era algo para presumir, por cierto? En realidad, este giro podría ser lo que tanto ansiaba, la sorpresa que buscaba. Tal vez, se decía, su película necesitase ser regida por el azar, pero para eso tenía que cerrar antes los ojos y dar el salto. Indispensable.

Habían vuelto a dolerle los oídos.

Iba a Londres, en efecto, pero ahora, ante el ofrecimiento de Sidonie, sopesaba las opciones. 1) ¿Se quedará con esa joven que, aunque la acababa de conocer, parecía que siempre había estado presente en su vida? La observaba mientras deambulaba por el loft, jugaba con el loro, toqueteaba unos lápices de colores, se servía una bebida, caminaba descalza con exquisita feminidad o se arropaba una chaqueta de punto sobre un pijama gris de una talla excesiva. ¿Era una mujer o una niña? ¿Le importaba eso? Ella le preguntó si había tenido hijos. Si hubiera tenido alguno, sería de su misma edad, seguramente. 2) No obstante, ¿por qué no elegía ya, de una vez por todas, tomar el Eurostar para cruzar el Eurotúnel y hacer el viaje previsto de antemano? No tendría más que ir corriendo hasta la estación del Norte, pasando antes por el Nouveau-Martin para pagar la cuenta de las dos noches de hotel, y sacar un billete para el último tren. ¿A qué estaba esperando? La única razón que se le ocurría era la de tratar de protegerla. O de seguir haciéndolo. Demasiadas cosas se agolpaban en su cabeza.

Recapacitó y se convenció de que, pasara lo que pasara, él debería estar a su lado. Las palabras de Sidonie, a su manera, sonaron a «No me dejes sola». No podía hacer como que no existía una amenaza alrededor de ella y, por qué no, quizá de él también. Los dos individuos del tren los vieron juntos y tal vez se figuren que él y Sidonie eran amantes, o le confundan a él con otro periodista camino de La Haya. Pero se resistía: ¿por qué razón había de estar aquí y no en cualquier otro lugar? A no ser que, si se volvía a producir, se sintiera perfectamente capaz de detener por la fuerza la amenaza de los dos matones, más bien dispuestos a todo, a la luz de los resultados. Recordaba que le parecieron más jóvenes que él. Nadie podría asegurar, además, que todo aquello no acabara mal, con alguien herido, tal vez él mismo. O algo peor. Pero, por otra parte, carecía de una idea muy elaborada de su futuro inmediato, y más aún del lejano, tan borroso.

En resumen: esa granja en Auvers le pareció el mejor sitio adonde ir.

Balmori se fijó en la colección de discos de vinilo en la que no había reparado hasta entonces. Centenares de discos. Se levantó del sofá y se acercó hasta el mueble donde estaban ubicados junto a un tocadiscos de los de antes. La empezaron los padres de Sidonie. Los que lo revolvieron todo pisotearon también algunos, rompiéndolos en varios pedazos y haciéndolos inservibles.

En ese instante, el loro se posó dócilmente en el hombro de Sidonie y escarbaba en su pelo aún húmedo. Balmori encendió la cámara y grabó a Sidonie acariciando el vientre del loro. Luego decidió fotografiar lo que iba a fotografiar en Londres-Dublín. Una vez sacado de contexto, qué más daba dónde lo grabase. Su plan inicial era ir a Dublín, y desde allí tomar un barco que lo llevara hasta el norte, hasta más allá de Irlanda, a las Hébridas escocesas. Pero ahora había cambiado de idea: ¿por qué no optar por Sidonie? También era una isla, en cierto modo.

Situó el ticket de Sandycove, con fecha del 16 de junio de 2004, casi pegado sobre un disco de Mina que había encontrado rebuscando en el estante. No lo recordaba. Se trataba de Ormai, un single raro de 1977 con solo dos canciones: «Giorni», cara A, y «Ormai», cara B. De pronto, sonrió para sí emitiendo un sonido nasal: a veces las cosas nos traían mensajes ocultos insospechadamente lúcidos. Cayó en la cuenta de que «ormai» significaba «ahora», «ya». Lo circunstancial de nuevo, se dijo para sí. Ahora. Ya. Tienes que dar una respuesta. Colocó el disco como fondo de la foto, pero luego le preguntó a Sidonie si antes lo podría escuchar. Imposible. Lamentablemente, no funcionaba el tocadiscos.

De acuerdo, irá con ella.

Sidonie se quedó un instante detenida en lo que estaba haciendo antes de exclamar: ¡Magnífico! El caso era que se alegraba mucho de la decisión de Balmori. Podría hasta llorar de alegría. Le juró que será una perfecta anfitriona campestre. Su padre tenía muchas vacas. El mundo de las vacas era un universo aparte, un tiempo y una filosofía. Las vacas siempre permanecían en quienes habían vivido en su entorno. No era algo romántico y cursi; era un universo rudo y físico. Como ella. Sidonie sabía también que su padre iba a gustarle. Era un buen tipo, franco, natural, demasiado poco para su madre pero todo un rey en el mundo primigenio de las vacas. De pronto, le confesó que se sentía orgullosa de que fuese con ella en este viaje. En cierto modo, era su salvador, ¿no? Le debía más de lo que creía. Sidonie exhibió esa sonrisa tan pletórica que le iluminaba la cara, dotándola de un encanto aún mayor. Balmori acogió su entusiasmo con cierto envaramiento que lo ruborizaba. La otra noche, reveló Sidonie, cuando lo conoció, pensó que solo quería acostarse con ella, con la excusa de hacerle una foto desnuda. Sin embargo, protestó Balmori, él no le hizo ninguna foto desnuda. Ni pensaba hacerlo. Pero le hizo una foto dormida, aunque todavía no se lo había dicho. Recordó Balmori en ese momento que todo lo del tren fue real, no lo había imaginado ninguno de los dos. Habían compartido una experiencia extraña.

En su habitación del Nouveau-Martin, miraba unas imágenes en su ordenador portátil. Se había desnudado por completo pero solo se recostó sobre la cama; antes, se echó unas gotas para aliviar el dolor de oídos, que aún tardará en remitir, y se tomó una aspirina. Estos dolores cada vez eran más frecuentes, tarde o temprano tendría que hacer algo. La habitación era fea y muy estrecha, de forma demasiado rectangular, donde todo era de plástico y con varios tonos de la gama naranja, amarilla, violeta; la decoración, a base de motivos psicodélicos, remitía a los años setenta en las cortinas, la moqueta, la colcha, el papel pintado, incluso el papel higiénico. No había nada en el minibar, en estos hoteles de paso siempre los tenían vacíos. Eran las tres o las cuatro de la madrugada. Había dejado a Sidonie rendida de sueño en su cama. Tal vez no supiera siquiera que él se había marchado. Ahora miraba lo que había grabado otras veces. Ante sus imágenes, la crítica solía decir que su cine era tosco y un tanto rudimentario, y que poseía fuerza pero no era lo bastante sofisticado; por lo visto, era un rasgo pretendido en él. Hubo un crítico que una vez sentenció sobre sus películas: «Se niegan a dar más de lo que parecen estar dando.» Él tenía la impresión de que en eso había un poco de verdad, pero meneó la cabeza y se dijo que ya era hora de acabar con lo acabado, lo acabado era su cine.

Lo consideró una buena idea.

A continuación, en un archivo que había denominado «DARK», vio imágenes de una doble página arrugada de un periódico alemán. Era un ejemplar de Die Welt encontrado en el servicio de caballeros de la Wahnfried, la casa-museo de Richard Wagner en Bayreuth, Baviera. Con un grueso rotulador rojo estaban metidas dentro de un círculo y unidas entre sí las siguientes palabras, todas coincidentes en la misma doble página: «Unión Europea», «moneda única», «tratado», «Schengen», «ratificación», «libre circulación de bienes», «Trichet», «derechos de los gays», «sin papeles», «derechos de animales», «millones de inmigrantes», «Merkel», «turcos», «tribunal», «mujer trabajadora», «campamento ilegal de gitanos», «elecciones». Después de un plano general, en el que pensaba intercalar el rótulo de «Mapa de Carreteras de Europa» o el de «Guía Turística Europea», la cámara había enfocado cada término yendo lentamente de un lado a otro, como un dedo sobre un plano.

Realmente era ya muy tarde. Pronto amanecería. Apagó el ordenador. Luego apagó la luz y se metió en la cama. Al cabo de un rato, le ganó el sueño. Pero enseguida se despertó otra vez, quizá porque habían vuelto los dolores de oídos o porque sintió el frío como una presencia.

¿Qué podría filmar en los lugares en los que, según los cargos de los fiscales, intervino Karadzic? Ante sus ojos, copiados por Sidonie en su web, pronunciaba los nombres uno a uno: Banja Luka, Bijeljina, Bosanski Novi, Bratunac, Brcko, Foča, Hadzici, Ilidza, Kljuc, Novi Grad, Novo Sarajevo, Srebrenica, Pale, Prijedor, Rogatica, Sanski Most, Sokolac, Visegrad, Vogosca y Zvornik. Leía los nombres y le recordaba a uno de esos equipos de ciclistas «invisibles» que grabó en el viejo documental que hizo con Estriatis. O el listado de las etapas de una carrera, por ejemplo la Vuelta a Bosnia-Herzegovina. También sonaban a la letra de una canción étnica. Pero eran solo lugares donde Karadzic y los suyos dejaron miles de muertos. Balmori no sabía qué podría filmar allí. Tal vez los pañuelos de las mujeres.

La familia siempre le fue algo ajeno a Balmori, por eso nunca pensó en tener hijos. En realidad, no fue una elección que dejara solo en manos de Lea: él también la había tomado. Su idea de la familia pasaba solamente por su madre. La familia era ella, Renata. Es decir, toda la familia era ella. Su madre tampoco tenía parientes, todos desaparecieron en la guerra y las secuelas posteriores. Y aunque existiera alguna rama familiar en algún lugar, Renata vivió siempre desgajada de ella.

Renata Balmori, española de Madrid, quizá había decidido abortar, eso nunca lo supo él, pero si lo intentó, luego debió de arrepentirse hasta el punto de pagar el precio de aquella duda dándole un amor obsesivo a su hijo, excesivamente protector y sospechosamente enfermizo. Siempre fue mamá. Era una mujer guapa, pequeña, poco habladora, feliz e infeliz sin ser del todo ninguna de las dos cosas, algo que su hijo siempre admiró en ella. Había sido muy bella de joven, Balmori lo constata en las fotos que conserva de ella. Hablaba por lo general en voz muy baja, siempre cuchicheando o casi, porque aducía una vieja dolencia pulmonar. Era el frío de la posguerra, decía Renata Balmori cuando explicaba la juventud en que perdió a sus padres y casi muere ella misma de una pulmonía nunca cicatrizada. Contaba luego cómo se fue de emigrante con otra chica, cruzando una Europa devastada, hasta que llegó a un bar-restaurante de La Haya regentado por un viejo republicano español casado con una holandesa que se apiadó de su aspecto famélico y decidido. De la otra chica con la que empezó su aventura en el extranjero nunca más tuvo noticia, porque ella no se quedó en Holanda, sino que pasó a Alemania y luego a Dinamarca, donde Renata Balmori perdió su pista después de dos o tres cartas que siempre atesoró. Aquella chica se llamaba Lucía, y en el imaginario de Balmori toda la vida fue lo más parecido a un familiar fallecido y añorado que había tenido jamás.

De aquella pulmonía procedía el bajo diapasón de Renata. Cualquier leve sonido superior tapaba la voz de su madre, sobre todo de mayor, y eso hacía que se perdiera para siempre lo que decía, porque no repetía nunca las palabras que pronunciaba, ni siquiera cuando su hijo se lo pedía. Miraba con dulzura pero guardaba silencio. Lo que fuera, ya lo había dicho. ¿Para qué volver a decirlo? No era culpa suya si otro sonido se imponía. Por eso había que estar escuchándola con mucha atención y hacer el esfuerzo de aguzar el oído.

Siempre conservó Balmori, incluso hoy en París, el recuerdo de su madre estrechándolo en sus brazos a cualquier edad, al menos hasta ser un hombre hecho y derecho, en su primera juventud, cuando trataba de apartarse un poco sin ser indelicado hacia ella pero haciéndole ver a su madre que ya había pasado la edad de las efusiones maternales. Pero siempre les gustaron mucho los abrazos a los dos, quizá porque con ellos certificaban lo que eran: su única mutua familia. Con todo, madre e hijo nunca fueron infelices como madre e hijo. Si lo fueron alguna vez, debió de ser en sus vidas por separado, y siempre a causa de un amor mal cumplido.

Por eso ni siquiera Balmori contaba como familia a su padre, el Gran Ausente, el Gran Europeo, el Gran Irreal.

Para empezar, el nombre de su padre siempre fue algo problemático para él. Nunca lo supo con certeza. ¿Cómo se llamaba en realidad aquel hombre? ¿Quién era ese holandés? ¿Qué significaba ser holandés, qué insólita nacionalidad era esa para un niño que vivía en Madrid como Balmori? ¿De qué extraña ciudad llamada La Haya provenía ese fantasma que él apenas mencionaba a los demás niños en el colegio? Nunca supo el nombre de pila de su padre durante su infancia y su adolescencia, siempre fue Kuiper, el apellido. Así lo llamaba su madre, Kuiper esto, Kuiper lo otro. Hasta la vez en que le enseñó una foto, la única foto que Renata Balmori tenía de Kuiper, y entonces le dijo a su hijo —pero por esa sola vez, ya que jamás volvió a repetirlo— el ansiado nombre: creía recordar que era Robert.

Renata Balmori lo conoció en La Haya en 1951, en el bar-restaurante del republicano español. Renata llevaba dos años trabajando allí cuando entró el guapo y frágil (¿Robert?) Kuiper. La enamoró y tal vez ella lo enamorase a él. Balmori no sabía absolutamente nada de la relación que mantuvieron sus padres. Solo sabía que era pastelero, que, como él, era hijo único, y que vivía en la Casa Fantástica con sus tías trillizas, cuya existencia, de la casa y de las tías, su madre mitificaba en un relato que crecía con los años cada vez más fantaseado, como un cuento de hadas inacabable.

De todos modos, debió de ser una relación poco duradera: enseguida se quedó embarazada y ambos desaparecieron de la vida del otro. Pero él no la abandonó. Asumió su responsabilidad y se casaron en secreto. Sin embargo, cuando las tías trillizas se enteraron de la boda oculta de su sobrino, buscaron a Renata, le dieron una cantidad de dinero suficiente y le compraron un billete de ida para España. No volvió nunca más por aquel país. A ella le dijeron primero que Kuiper, su marido legal, había preferido quedarse en La Haya esperando su regreso con el niño en brazos. O de eso se persuadía Renata a sí misma, para animarse en la soledad de la sórdida España franquista plagada de policías y traidores. Pero lo cierto fue que Kuiper nunca pudo ir a España. Renata recibió una escueta carta enviada por las trillizas en la que le comunicaban con enorme dolor la noticia de la muerte de su sobrino. Y nunca olvidó Renata la frase final de aquella carta, que le transmitió a su hijo años más tarde: «Estabas legalmente casada, ahora eres legalmente viuda.» Sonaba a insulto y a cuentas saldadas. Recibió los papeles de la defunción poco tiempo después, cuando ella ya había dado a luz, porque la noticia había adelantado el parto. Si la muerte de Kuiper era verdadera o falsa, Renata jamás lo quiso averiguar.