1. Endeudados y en paro. ¿Qué ha pasado aquí?
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ENDEUDADOS Y EN PARO.
¿QUÉ HA PASADO AQUÍ?
A finales del año 2012, la economía española tenía una tasa de paro superior al 25 por ciento y un nivel de endeudamiento para el conjunto de la economía (es decir, Administración pública, hogares y empresas) del 366 por ciento sobre el Producto Interior Bruto (PIB). Un desolador panorama que plantea un horizonte cada vez más negro para la mayoría de la población. No obstante, a estas alturas ya prácticamente todos los analistas comparten la idea de que lo que estamos viendo son las dramáticas consecuencias de tantos años de burbuja económica basada en la construcción y en el crédito fácil. En cualquier caso, la pregunta que todos nos hacemos ahora es: ¿cómo podemos salir de este atolladero?
Los Gobiernos europeos han iniciado una serie de políticas denominadas de ajuste o estructurales, con las que se espera que las economías como la nuestra salgan de la crisis. En todo caso, no estamos ante un problema circunscrito a España, sino que otros países, especialmente Portugal y Grecia, están padeciendo crisis de la misma naturaleza con la misma severidad. Y la estrategia económica, impuesta desde las instituciones supranacionales europeas, es la misma para todos.
Hasta ahora no hemos logrado ver la luz al final del túnel, y de hecho cada vez la situación se agrava más. Tras más de cinco años de ajustes, la economía de Grecia está peor que antes y sin visos de que en algún momento pueda levantar cabeza. Todo parece indicar, desgraciadamente, que nuestros Gobiernos nos empujan en la misma dirección. Y el destino es terrorífico, pero el viaje no lo es menos. Los desahucios se multiplican hasta el punto de que la media alcanza actualmente los quinientos diarios, mientras que el hambre y la miseria se expanden a la misma velocidad que una importante parte de la población cae en la pobreza. La generación más joven se encuentra en muchos casos desesperanzada y desesperada; tanto es así que la emigración se presenta como la única forma de lograr encontrar trabajo, en un país con una tasa de desempleo juvenil superior al 50 por ciento.
Pero todos estos fenómenos no son nuevos en la historia de la humanidad, y siempre han existido fórmulas para escapar de estas situaciones tan dramáticas. Sin embargo, toda política económica implica consecuencias no sólo en la economía, sino también en la sociedad, la política y el poder. Y sin duda, es importante comenzar a cuestionarlo todo con objeto de encontrar la solución a tan triste situación. Pero nada de ello tendría sentido si no se hiciera con el rigor adecuado.
Tenemos el deber moral y científico de acercarnos al problema actual, que no es estrictamente económico, desde el rigor. No podemos limitarnos a buscar soluciones basadas en la frustración y las emociones derivadas de ésta —por otra parte, lógicas—, sino que necesitamos comprender cómo funciona nuestro sistema económico para descubrir cómo hemos llegado hasta aquí y también cómo salir. En definitiva, se requiere un compromiso con la verdad. No olvidemos que, al fin y al cabo, la verdad es siempre revolucionaria en un mundo plagado de mentiras.
EL SISTEMA CAPITALISTA Y EL CRECIMIENTO ECONÓMICO
«El capital es el flujo vital que nutre el cuerpo político de todas las sociedades que llamamos capitalistas, llegando a veces como un goteo y otras como una inundación, hasta el último rincón del mundo habitado. Gracias a ese flujo, quienes vivimos bajo el capitalismo adquirimos nuestro pan cotidiano, así como nuestras viviendas, automóviles, teléfonos móviles, camisas, zapatos y todos los demás artículos necesarios para mantener nuestra vida cotidiana. Mediante ese flujo, se crea la riqueza que proporciona los muchos servicios que nos sustentan, entretienen, educan, reaniman o restablecen, y, gracias a los impuestos sobre él, aumentan su poder los Estados; no sólo su poderío militar, sino también su capacidad para mantener un nivel de vida adecuado para sus ciudadanos. Si se ve frenado o, peor aún, si se interrumpe o bloquea, nos encontraremos con una crisis del capitalismo en la que la vida cotidiana no puede proseguir de la forma acostumbrada».
DAVID HARVEY[1]
Aunque la noción de crisis se ha convertido en un lugar común, pues todo el mundo quiere «salir de la crisis», es dominante aún la confusión general acerca de lo que es realmente una crisis económica. Y por más que se publican libros y libros sobre las diferentes crisis actuales (crisis financiera, crisis económica, crisis de la deuda, crisis ecológica…), la incertidumbre se mantiene. No es extraño, pues las distintas escuelas de pensamiento de la ciencia económica ofrecen diferentes interpretaciones de lo que está pasando y, por consiguiente, también de lo que se debería hacer para acabar con la crisis.
En todo caso, crisis es interrupción. Concretamente, interrupción del ciclo productivo. Esto quiere decir que se han detenido los mecanismos por los cuales nuestras economías producen bienes y servicios. Dichos mecanismos son los que permiten crear puestos de trabajo y producir bienes materiales cada vez mejores desde el punto de vista técnico. Por lo tanto, lo que se ha detenido ha sido el proceso de avance económico, de crecimiento económico. Y sin crecimiento económico no hay creación de empleo, lo cual constituye la principal preocupación de la mayoría de los españoles.
Entender cómo funciona el ciclo productivo, con el propósito de encontrar la forma de reactivarlo o transformarlo, es la tarea propia de los economistas[2]. Tanto Marx, el más feroz crítico del capitalismo, como Keynes, su ferviente defensor, consideraron de máxima utilidad los esquemas elaborados por el primero para entender el ciclo productivo. Hay que recordar que, de hecho, aunque Marx es más conocido por ser coautor del Manifiesto comunista junto con Engels, su obra cumbre se titula El capital, precisamente porque es un profundo y largo estudio del sistema económico capitalista. Y nosotros, con objeto de dotarnos de una adecuada herramienta para comprender nuestra economía, vamos a seguir esos esquemas, igual que hicieron Keynes y Marx.
El ciclo del capital y sus crisis
En una economía capitalista, el ciclo productivo está descrito por el proceso D-M-D’, llamado ciclo del capital, que representa en abstracto el proceso por el cual una empresa obtiene dinero (D), produce mercancías (M) y luego las vende por una cantidad de dinero superior a la inicial (D’). La diferencia entre D’ y D es el excedente económico. Pensemos, por ejemplo, en una empresa de automóviles que hace una inversión inicial (D), produce coches (M) y luego los vende a cambio de más dinero (D’). Si se quiere que, en el futuro, la sociedad pueda disfrutar de mejores coches o que aumente el número de trabajadores, la clave está en que los beneficios obtenidos se dediquen a la inversión. Así, el dueño de la empresa de automóviles no se queda con el beneficio, sino que lo dedica a ampliar la capacidad productiva. En términos de nuestro esquema, esto significa que, cuando la empresa recibe D’, dedica ese dinero a reiniciar el ciclo productivo de tal forma que ahora será D’-M-D”, siendo D” mayor que D’. Y así sucesivamente.
Por supuesto, el ciclo del capital no puede reproducirse sin que al menos se «espere una ganancia», es decir, las expectativas acerca de D’ serán una condición necesaria para que el ciclo funcione. Si uno cree que D’ va a ser más pequeño que D, por la razón que sea, no va a invertir el dinero y por lo tanto no contratará trabajadores ni comenzará el ciclo productivo. Dicho de otra forma, nadie invierte mil euros si espera recibir de vuelta sólo ochocientos. Por eso, el papel de la rentabilidad es crucial en el sistema capitalista, dado que sólo lo que es rentable proporciona incentivos para que los empresarios inviertan. Si éste es el proceso que mueve la economía capitalista, se trata de un sistema dinámico y siempre en evolución. Así pues, el principal elemento de una economía capitalista, aunque no el único, es la ganancia.
Este ciclo productivo que hemos explicado es el que se ha roto en la economía en su conjunto. No es la primera vez que ocurre en España ni se trata de algo que sólo ocurra en nuestra economía. Por el contrario, la historia del capitalismo es la de sus continuas crisis. No obstante, no todas las crisis son iguales; el ciclo productivo puede romperse por muchos sitios y por muchas razones diferentes. Vamos a ver algunas posibilidades que ayudan a comprender el funcionamiento de una economía capitalista.
En primer lugar, la crisis puede darse al comienzo del ciclo por falta de financiación. En las economías desarrolladas, lo normal es que los empresarios no tengan dinero propio suficiente para acometer proyectos de gran envergadura. En ese caso se recurre a los mercados financieros (desde el préstamo hasta las emisiones de títulos como bonos y obligaciones, pasando por las acciones). Cualquier crac financiero, o ruptura del canal que permite que llegue financiación al ciclo productivo, llevará a una interrupción del ciclo. Estamos entonces ante una crisis financiera, que se traslada a la economía real debido a lo que se suele llamar «cierre del grifo crediticio». Otra cuestión distinta, en la que no vamos a entrar, son los motivos por los cuales se puede producir la crisis financiera.
En segundo lugar, este ciclo puede romperse a la hora de obtener las materias primas o de contratar a los trabajadores necesarios para producir. Imaginemos que, antes de comenzar a reproducir el ciclo, el empresario se da cuenta de que los materiales que necesita no están disponibles o se han encarecido demasiado. Por ejemplo, el trigo o el petróleo. Si faltan, el ciclo no podrá reproducirse de ninguna forma y sobrevendrá una crisis. En el caso de que sean demasiado caros, la expectativa de ganancia será menor y, por lo tanto, es posible que el empresario no quiera arriesgarse a iniciar el ciclo, lo que también producirá una crisis. Entre las soluciones a las que, a lo largo de la historia, se ha recurrido para superar este tipo de crisis, destacan las invasiones militares a áreas geográficas ricas en los recursos necesarios.
Por otra parte, también podría fallar la contratación de los trabajadores, bien porque se trate de una economía de pleno empleo (y todos los que quieran trabajar lo estén haciendo), bien porque sencillamente no hay gente que quiera trabajar en determinados sectores. Desde la perspectiva histórica, esta otra modalidad de crisis se resuelve con una subida de salarios para atraer trabajadores, mediante el fomento de la inmigración o simplemente con el recurso a la represión para forzar a la gente a trabajar.
En tercer lugar, el ciclo productivo puede romperse en el ámbito de la producción, es decir, cuando ya hay dinero invertido en la empresa. Por ejemplo, las huelgas, los boicots o los sabotajes pueden interrumpir el proceso productivo e impedir que se complete. Desde una perspectiva histórica, estas crisis se han resuelto mediante la represión policial o a través de procesos de negociación entre las partes enfrentadas en el conflicto laboral.
Por último, el ciclo productivo puede romperse al final, es decir, en el momento de intentar vender la producción. Cuando no hay nadie a quien venderle los productos, el mercado se ha cerrado o ha dejado de existir. Si, por ejemplo, nuestra economía basa su crecimiento en vender a un país que entra en guerra, o que se ha aislado internacionalmente, nos quedamos sin clientes para nuestra producción. Como no podemos venderla, no podemos transformar M en D’, y entramos en crisis. Lo mismo ocurre si nuestra economía depende del mercado interno, esto es, de los salarios de la gente que vive en el país. Si los salarios caen y, en consecuencia, la gente se empobrece, no se podrán vender las mercancías y se producirá una crisis. Históricamente, estas crisis se han resuelto de dos formas. La primera es la expansión a nuevos mercados —es la estrategia preferida del capitalismo, que se ha extendido por todo el globo, y casi nunca pacíficamente— y la segunda, a través del incremento del poder adquisitivo de los trabajadores.
Pensemos en el conocido fenómeno de la obsolescencia programada, es decir, la estrategia empresarial consistente en elaborar productos que cada vez duran menos tiempo. Ya descrito el ciclo del capital, podemos comprender por qué las empresas hacen eso. La razón es que, si no están vendiendo continuamente lo que producen, no pueden generar beneficios ni conservar a sus empleados. Por eso a ninguna empresa le interesa vender un producto que dure cincuenta años, aunque tecnológicamente sea factible elaborarlo. Lo que le interesa a la empresa es vender sin tregua. Para ello se recurre a dos métodos fundamentales. El primero, de índole psicológica, consiste en mentalizar al consumidor para que se convenza de que el artículo que posee está anticuado y debe sustituirlo por otro nuevo (es el caso evidente de la ropa y de la tecnología). El segundo es la mencionada obsolescencia programada, esto es, la limitación técnica de la vida del producto (como las impresoras, por ejemplo) para que pronto deje de ser útil y haya que sustituirlo. El objetivo siempre es el mismo, es decir, vender nuevos productos para evitar la quiebra de la empresa (que necesita reinvertir beneficios ad nauseam).
Explicado esto, puede ser gráficamente interesante pensar en el capitalismo como en una bicicleta. Cuando uno monta en bicicleta, sabe que no puede dejar de pedalear si quiere seguir encima del vehículo. Si por cualquier razón se deja de darle al pedal, la bicicleta se desestabiliza y se corre el riesgo de caer al suelo y hacerse daño. En cierto sentido ésta es una analogía precisa de cómo funciona nuestra sociedad en el plano económico. Vivimos en un sistema económico que, como hemos descrito, opera de tal forma que el crecimiento económico hace las veces de pedal de bicicleta. Si en algún momento no hay crecimiento económico, el sistema se desequilibra y corre el riesgo de romperse en pedazos. Y como mínimo, y dependiendo de la duración de la crisis, se mostrará incapaz de crear empleo y de mejorar la capacidad productiva de una economía.
Nuestro momento actual es el de haber tocado suelo —además, de bruces—. Efectivamente, como economía nos hemos caído de la bicicleta y, tras comprobar durante algunos años la magnitud de nuestras magulladuras, nos encontramos reflexionando sobre cómo volver a montarnos en el vehículo para continuar el viaje. Todos nos preguntamos cómo reactivar el crecimiento económico, es decir, cómo podemos volver a pedalear. Ése es el tema de debate, no porque tengamos especial interés en montar en bicicleta, sino porque ya sabemos que, dentro del actual sistema económico, el crecimiento es un requisito indispensable para crear empleo y mejorar el bienestar material de la ciudadanía.
¿Por qué no nos caímos antes?
Ahora bien, puesto que el capitalismo es un sistema económico con enormes contradicciones en su dinámica interna, y sujeto a tantas posibles crisis, parece complicado no estar de acuerdo con Shaikh[3] cuando afirma que «la pregunta verdaderamente difícil de contestar respecto a esta sociedad [capitalista] no es por qué llega a desintegrarse, sino por qué continúa operando».
De hecho, hasta ahora ese ciclo del capital, ese flujo de sangre, había funcionado bien en España. Nuestro país crecía económicamente, se creaba empleo y como consecuencia de todo ello se incrementaba el bienestar material de la sociedad (infraestructuras, servicios públicos, etcétera). La sociedad estaba subsumida en una dinámica de estabilidad que prometía durar para siempre. Tanto se pensaba así que, en enero de 2007, el propio presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, anunció públicamente que España superaría en pocos años en PIB per cápita a una potencia económica como Alemania. Como ya sabemos, aquellos pronósticos fracasaron, pues el estallido de la burbuja inmobiliaria y la actual crisis echaron esas esperanzas en saco roto. Pero nos falta averiguar cómo pudo funcionar correctamente el sistema hasta ahora. Si los fundamentos eran tan débiles como al final se ha mostrado, ¿cómo es posible que se mantuvieran durante tanto tiempo?
Para responder esta pregunta, debemos comenzar matizando y diciendo que el capitalismo, aunque tiene una lógica y una dinámica específica de funcionamiento, no se cristaliza de una forma perfecta en cada economía nacional. Diversos factores económicos, históricos, culturales y sociales dotan de rasgos propios a las economías nacionales, las cuales, a pesar de ser todas capitalistas, tienen sus propias singularidades. Por esa razón no es lo mismo lo que ocurre en Alemania, Francia, Italia, Grecia o España, a pesar de que todos son países capitalistas. De la misma forma, la dinámica interna de cada economía viene marcada por el modo de participación en el sistema capitalista mundial, es decir, por cómo se relacionan comercialmente unas economías con otras.
Dicho de otra forma, todas las economías capitalistas obedecen al mencionado ciclo del capital y a la lógica de funcionamiento que conlleva —la necesidad de crecer económicamente y, por lo tanto, de encontrar espacios de rentabilidad—, pero las piezas del sistema pueden articularse de forma diferente para conseguirlo. Ésta es la razón por la que en el conjunto de las economías capitalistas percibimos distintas estructuras económicas, cuyos fundamentos debemos estudiar para averiguar qué se encuentra detrás del crecimiento de cada economía en particular.
No entender esto puede provocar importantes malentendidos. Por ejemplo, es frecuente escuchar que la solución está en calcar el modelo de otros países que a priori responden económicamente mejor que el nuestro. Se argumenta a veces que, si a Alemania le va bien y tiene tasas de desempleo mucho más bajas, podría ser una buena idea copiar su modelo. En muchas ocasiones este razonamiento se usa de forma parcial e interesada, para justificar determinadas políticas —como la reforma laboral— a partir del argumento de que «otro país ya lo hizo». Pero se olvida, muy a menudo, que lo importante es analizar el todo, es decir, cómo se articulan todas las piezas entre ellas para garantizar que en cada espacio nacional pueda haber crecimiento económico. Porque cada estructura económica, esa articulación de las piezas, es tan diferente que lo que a una economía le resulta adecuado para crecer económicamente para otras puede ser desastroso.
La historia ofrece muchos ejemplos de que los modelos no son exportables a otros países con la misma facilidad con la que se describen y analizan en el papel. La antigua Unión Soviética, por ejemplo, sufrió las desastrosas consecuencias de intentar imponer su propio modelo de crecimiento en países cuyas estructuras sociales y económicas eran muy distintas. El problema nace cuando se piensa que todos los países han de seguir la misma línea de desarrollo, sin atender a las particulares configuraciones que son producto de la historia de cada país.
EL MARCO INSTITUCIONAL DE LA UNIÓN EUROPEA
«La mejor política industrial es la que no existe».
CARLOS SOLCHAGA,
ministro de Industria (1982-1985)
y de Economía (1985-1993)
Cada economía crece, como hemos apuntado, a partir de determinadas singularidades históricas, geográficas, sociales, culturales… Esto es fácil de ver. El desarrollo tecnológico o la actitud cultural hacia el trabajo no pueden ser las mismas en países que han sufrido guerras recientes, como Irak; en países de tradición religiosa protestante, como Alemania; en países hasta hace poco absolutamente aislados, como Albania; en países que han sufrido duras y recientes dictaduras militares, como España, Portugal o Grecia; en países con abundancia de recursos naturales tan valiosos como el petróleo o el gas, como Noruega o Rusia, y en países con capacidad militar para imponer sus acuerdos comerciales y políticos, como Estados Unidos. La travesía de cada país por la historia ha sido notablemente diferente. En consecuencia, la explicación de por qué unos crecen más que otros no se puede reducir a un solo factor.
No obstante, al ser los países mencionados economías capitalistas, deben satisfacer al menos los requisitos que hemos apuntado en el epígrafe anterior. Y el más básico es que han de garantizar espacios de rentabilidad, es decir, han de habilitar las condiciones para que a los empresarios les interese invertir su dinero y de esa forma pueda reproducirse el ciclo del capital. Esto significa que, más allá de sus particularidades históricas, todas esas economías deben articular sus propias piezas para permitir que haya crecimiento económico.
En el caso de España, el mayor cambio institucional de las últimas décadas, en términos económicos y de modelo de crecimiento, ha sido su incorporación a la Unión Europea.
El papel secundario de España
España se incorporó a la Unión Europea en 1986, aunque su petición se había formalizado ya en 1977. Con aquella entrada, se dio inicio a la libre circulación del capital, lo que forzó a las empresas españolas a competir con las de los países vecinos. Dado el retraso económico que sufrían países como España, Grecia y Portugal en cuanto a desarrollo tecnológico, fundamentalmente por haber padecido duras dictaduras militares, la batalla competitiva fue en realidad una masacre de los países menos desarrollados perpetrada por los que lo estaban más. Las empresas no competitivas, como las españolas, empezaron a ser desplazadas del tablero de juego.
En compensación, los países menos desarrollados recibieron importantes cantidades de fondos estructurales. El objetivo no era modernizar sus industrias, sino sencillamente mejorar las infraestructuras para abaratar los transportes y las redes de comunicación europeas.
No obstante, con la firma del Tratado de Maastricht, en 1992[4], España aceptó duras condiciones macroeconómicas, inspiradas en el ideario neoliberal, que acentuaron el proceso de desindustrialización. La industria española se mostraba cada vez más incapaz de competir con la de países como Alemania y, en consecuencia, hizo pivotar su crecimiento sobre otros sectores, como el de la construcción. Basten algunos datos para comprobarlo. En 1997 la industria generaba el 21 por ciento del valor añadido de toda la economía, mientras que en 2007 esa parte se redujo al 17 por ciento. En contraposición, la construcción se convirtió en el sector con mayor crecimiento: pasó de representar un 7 por ciento en 1997 a un 12 por ciento en 2007. Por otra parte, el conjunto de la industria española sólo mantuvo un 7,5 por ciento de la cifra de negocios total de la Unión Europea, frente al 26,1 por ciento de Alemania y el 12,9 por ciento de Francia[5].
Esto quiere decir que las características singulares de la economía española quedaron limitadas, en última instancia, por su modelo de inserción en la Unión Europea. Fueron las condiciones económicas y de competencia, que España aceptó, las que determinaron el modelo productivo del país y, concretamente, su progresiva desindustrialización. Al partir de esas premisas, lo único que faltaba determinar era qué sector podría proporcionar rentabilidad suficiente para mantener tasas de crecimiento que permitieran crear empleo. Y ahí es donde entra la construcción y, muy particularmente, la burbuja inmobiliaria.
Para comprenderlo mejor, pensémoslo en términos de rentabilidad y de ciclo del capital. Imaginemos que soy un empresario que hasta ahora invertía en la industria y obtenía un 30 por ciento de beneficios. Ahora que entran otros competidores en la partida (provenientes del resto de Europa), con mejor tecnología y capacidad para vender más barato que yo, mis beneficios pueden convertirse fácilmente en pérdidas. Así, opto por invertir en otros sectores que sean rentables. Si la tasa de beneficio del sector de la construcción es del 50 por ciento, como es lógico y racional, preferiré dedicar mi dinero a invertir allí. Esto es, a grandes rasgos, lo que ha pasado con la economía española: invertir en el sector de la construcción era mucho más atractivo que hacerlo en cualquier otra cosa. Y, concretamente, era más rentable que invertir en un sector industrial que no podía vencer en la lucha competitiva contra el resto de Europa.
La construcción se convirtió así en un sector atractivo para el capital, tanto español como extranjero. Ante la llegada de tantos fondos europeos para financiar carreteras, ferrocarriles y aeropuertos, así como ante la creación de una burbuja inmobiliaria que parecía no explotar nunca, el sector de la construcción se convirtió en un buen sitio para invertir y obtener muchos beneficios.
Pero si el sector de la construcción era rentable, era precisamente porque el ciclo del capital se lograba completar. Es decir, porque no sólo se daba el fenómeno de que las empresas y administraciones construían viviendas e infraestructuras, sino que también había quien las compraba. Por lo tanto, de algún lado tenía que salir el dinero que permitía comprar esas casas y pagar esas autovías.
El modelo de crecimiento simbiótico
La respuesta a ese interrogante nos la ofrecen otros países de la Unión Europea y sus modelos de crecimiento. Por ejemplo, países como Alemania también tienen economías capitalistas que necesitan completar su propio ciclo del capital. Su forma de hacerlo, dado que en estos casos sí poseen industrias competitivas, es vendiendo los productos al exterior, de modo que necesitan que otros países como España tengan dinero para comprar. Así, los coches alemanes se vendían a familias españolas que los compraban con dinero prestado de la propia Alemania. Parece estrambótico, y hasta cierto punto sin duda lo es, pero es fácil de entender una vez que hemos comprendido el ciclo del capital.
En Europa se han creado modelos de crecimiento simbiótico entre los países del centro y los de la periferia. Mientras los países del centro de Europa han basado su crecimiento en la exportación de bienes y servicios, los periféricos han crecido gracias a la demanda interna y al endeudamiento privado. Esto significa, en esencia, que España exporta menos de lo que importa y que a Alemania le ocurre al revés. Estas dinámicas se han propulsado enormemente tras la llegada del euro, lo que revela que la estructura de la Unión Europea y la moneda común profundizan los desequilibrios internos.
Como hemos apuntado, el menor desarrollo de la economía española se ha traducido en una estructura productiva más precaria pero también de menor intensidad tecnológica. De hecho, en las últimas décadas España ha conseguido fortalecer la mayoría de los productos que más contribuían a la cuenta comercial hasta la década de 1990: los agrícolas (vegetales, frutas y aceite). Sin embargo, se produce un cambio de signo en el sector automovilístico y un empeoramiento del saldo negativo de otros productos como los vehículos de cilindrada media, los combustibles, la industria farmacéutica, la maquinaria y la aeronáutica[6]. Esto significa, como recuerda el Consejo Económico y Social de España, que «las exportaciones se orientan en mayor medida hacia productos de contenido tecnológico bajo y medio»[7].
Por el contrario, la situación en Alemania es inversa en términos comerciales. Este país ha mostrado una cuenta corriente en la balanza de pagos con un superávit creciente, lo que se explica por una especialización inicial en segmentos productivos de más alta gama y contenido tecnológico y por el abaratamiento relativo de las importaciones gracias a procesos continuados de deslocalizaciones de industrias de bienes intermedios[8]. A diferencia del caso español, Alemania registra superávit de forma permanente en el conjunto de los productos de alta tecnología. La industria del automóvil, la calderería, la industria farmacéutica, la aeronáutica y las telecomunicaciones son los sectores que más contribuyen a la generación de superávit[9].
Todo ello significa que las empresas alemanas obtienen ingresos que son compartidos con los bancos alemanes. Es decir, los bancos alemanes que han prestado dinero a las empresas alemanas se benefician también de la buena marcha de las exportaciones germanas, en primer lugar, porque reciben intereses por los préstamos y, por otra parte, porque las ganancias se depositan en esos mismos bancos. En definitiva, los bancos alemanes se encuentran finalmente con nuevos ingresos y dinero ocioso.
¿Y qué hacen los bancos alemanes con ese dinero? Pues, por la lógica capitalista, no tienen más remedio que moverlo para conseguir más ganancias, de modo que lo prestan a otros sujetos económicos. En términos generales, lo han prestado a los países del sur de Europa, entre ellos a España. Esta transferencia de dinero es la que explica que la balanza de pagos cuadre: el superávit de la cuenta financiera compensa el déficit de la cuenta corriente. Dicho de otra forma, la economía española importa más de lo que exporta y necesita dinero para pagar esa diferencia, y ese dinero es el que le presta el sistema financiero internacional (y particularmente el de origen alemán).
Ha de tenerse presente que la forma en la que el sistema financiero alemán presta a la economía española es múltiple. Puede prestar a través de inversiones extranjeras directas (llegada de empresas), por medio de inversión en cartera (compra de acciones o títulos como bonos y obligaciones) o mediante préstamos. En España han sido determinantes las dos últimas formas.
En todo caso, el sistema financiero español (bancos y cajas de ahorro) se endeuda porque necesita dinero para prestar a las empresas españolas. Al fin y al cabo, ése es su negocio y su forma de mantener su ciclo del capital. Asimismo, las empresas necesitan mantenerse productivas, porque, de lo contrario, entran en crisis y el sistema no puede mantenerse. Como hemos explicado, las empresas españolas se han centrado en el sector de la construcción y en otros sectores internos. Pero, como la desigualdad en España —medida como participación salarial en la renta— es muy alta[10], las empresas españolas enfrentan además una crisis de demanda interna. Es decir, en el conjunto de la economía hay poca capacidad de consumo. La dificultad para mantener el ritmo de consumo es creciente, lo que hace peligrar la reproducción del ciclo del capital. Por esa razón se recurre a una actividad relativamente ficticia: la burbuja inmobiliaria.
Las empresas españolas encuentran en la burbuja inmobiliaria una vía de escape para seguir generando beneficios (esquivando así el obstáculo de la insuficiencia de demanda interna). Dicha burbuja inmobiliaria es favorecida por la regulación legal y los bajos tipos de interés de la eurozona (que permiten que los préstamos sean más atractivos). De esa forma, las empresas españolas pueden alimentarse de una actividad muy rentable. Pero se trata de una actividad que es también muy inestable y que, en última instancia, depende del endeudamiento.
Mientras existe la burbuja inmobiliaria, el sistema funciona correctamente y el ciclo del capital se mantiene sin interrupción. Evidentemente, las asimetrías comerciales se profundizan año tras año, pero los economistas convencionales y los ministros de Economía como Solbes aseguran que esas cuestiones ya no importan en el marco de la zona euro.
Con la burbuja en funcionamiento, las empresas españolas que se movían alrededor de la construcción generaban miles de empleos nuevos cada mes, que proporcionaban salarios a los trabajadores, que éstos utilizaban para comprar productos importados. Esas importaciones favorecían a Alemania, entre otros socios comerciales, lo cual alimentaba el ciclo de ambos países. El dinero circulaba por el esquema de relaciones internacionales… Hasta que estalló la burbuja inmobiliaria y el esquema se interrumpió. El consumo y la inversión cayeron y las empresas españolas no tuvieron forma de generar nuevos beneficios. Los trabajadores españoles se quedaron sin trabajo y tanto ellos como las empresas y los bancos se encontraron enormemente endeudados con el capital financiero alemán e internacional.
No obstante, para que todo esto fuera posible, no sólo era una condición que la Unión Europea limitara el modelo productivo, haciendo imposible cualquier opción de modernización industrial, sino que había que disponer de las leyes adecuadas en el propio marco institucional español. Efectivamente, aquí la clave la encontramos en cómo se ha ido regulando la vivienda a lo largo de la historia reciente de nuestro país.
Los orígenes institucionales de la burbuja inmobiliaria
Hoy es común pensar en España como un país de propietarios de viviendas, pues es lo que efectivamente predomina. Sin embargo, no siempre fue así. El censo de 1950 refleja, por ejemplo, que el 50 por ciento de las viviendas eran de alquiler. Esa modalidad era hegemónica en las grandes ciudades, pues alcanzaba el 94 por ciento de las viviendas en Madrid y el 95 por ciento en Barcelona[11].
El hacinamiento también era habitual por entonces. Ese mismo censo revela que había en España más familias que viviendas y que aproximadamente unas trescientas mil familias compartían espacios habitacionales. Así las cosas, la dictadura franquista buscó formas de solucionarlo con objeto de evitar altercados sociales en la calle. Una de las medidas consistió en proporcionar subvenciones e incentivos a las empresas que crearan un stock de viviendas de alquiler barato para sus propios trabajadores. Por otra parte, a los ayuntamientos se los habilitó para recalificar y reclasificar terrenos con facilidad, con el fin de ofrecer ventajas a las empresas que desearan construir en sus municipios. Comenzaba de esa forma una estrecha relación entre el poder político municipal, con capacidad de modificar la naturaleza legal de los terrenos, y el poder empresarial. Una relación que habitualmente termina en pelotazos urbanísticos.
Tras la Transición, se instó a las empresas a vender todo su stock de viviendas de alquiler barato, en muchos casos a los propios inquilinos, y se profundizó la vinculación entre el poder local y un poder económico tanto extranjero como nacional (de las viejas oligarquías franquistas que se enriquecieron).
Desde entonces, los poderes políticos locales han estado cada vez más estrechamente vinculados a los empresarios del territorio. Empresarios que, por otra parte, mantienen un comportamiento de tipo rentista desde tiempos inmemoriales. Así, los pelotazos inmobiliarios y los macroproyectos no rentables (como aeropuertos, parques temáticos o extensas autovías) han servido para generar empleo y riqueza (en términos de PIB), a la vez que proporcionaban inmensos beneficios a los propietarios de las empresas y a los concejales corruptos. La banca, participada por las grandes empresas constructoras e inmobiliarias y propietaria a su vez de ellas, ha formado parte del modelo. Aunque han sido las cajas, administradas por personal muy bien remunerado y políticamente adscrito —directa o indirectamente—, las entidades más volcadas en este modelo.
De hecho, las cajas de ahorro se transformaron progresivamente, a golpe de ley, para que dejaran de lado su naturaleza original[12] y fueran calcando el modelo especulativo de los bancos. La diferencia estribaba en que, mientras los bancos tenían una orientación internacional, con participación en los mercados financieros más globalizados, las cajas solían vincularse a la actividad local y territorial. Además, mientras los bancos podían financiarse emitiendo acciones u otros títulos financieros, las cajas sólo podían atraer ahorros de los ciudadanos o inventar nuevas fórmulas, que finalmente pusieron en marcha con muchos engaños (como las participaciones preferentes)[13].
La vinculación entre las cajas de ahorro y las empresas de la construcción que participaban en la burbuja inmobiliaria fue mediada por la élite política municipal, que tenía la capacidad de recalificar terrenos, pero también de facilitar la concesión de los préstamos. Se daban todos los ingredientes para mantener una estructura rentista funcional para el desarrollo de la burbuja inmobiliaria.
En definitiva, con la entrada de la financiación europea y con las nuevas condiciones económicas, los procesos ya vigentes en el franquismo en relación con el urbanismo se profundizaron y multiplicaron. La historia económica ha demostrado que en España se conjugan elementos semifeudales con otros modernos. Rasgos heredados de la estructura política y económica franquista y rasgos modernos propios de un capitalismo desarrollado. Y es en este contexto en el que hay que inscribir el desarrollo económico español y el papel de las entidades financieras, muy concretamente el de las cajas de ahorro.
La transición política no supuso una ruptura con todos los elementos anteriores, pues no se la combinó con una transición económica. Como consecuencia de ello, las viejas oligarquías franquistas, enriquecidas tras la guerra, mantuvieron su poder económico aun en el marco de la democracia. Un poder muy provincial, vinculado al territorio y a una estructura económica muy poco desarrollada industrialmente.
La burbuja inmobiliaria se había convertido así en el pedal de nuestra economía, en el motor que permitía que España pudiera crear empleo y seguir incrementando el bienestar material a través del consumo.
LA BORRACHERA DE LA ECONOMÍA ESPAÑOLA Y LA MONTAÑA DE LA DEUDA A PAGAR
«La compra de un piso programa a largo plazo un incremento del nivel de ahorro, y eso es muy bueno».
CRISTÓBAL MONTORO,
ministro de Hacienda, 2002[14]
«Yo les diría que las familias en España han incrementado su endeudamiento, nos hemos acercado a la media europea, pero se han endeudado para adquirir un activo, que es la vivienda, en un porcentaje superior al 90 por ciento. Por tanto, desde ese punto de vista, estaría tranquilo. No pienso que exista burbuja inmobiliaria».
LUIS DE GUINDOS,
secretario de Estado, 2003[15]
Gracias a estas configuraciones institucionales y a la existencia de una vía de escape como la burbuja inmobiliaria, la economía española creció al 3,63 por ciento de media anual entre los años 2000 y 2006, una cifra muy superior a la media alcanzada en las décadas anteriores[16]. Como hemos apuntado, ese crecimiento económico permitió una creación de empleo y una expansión del consumo sin precedentes en la historia española. La tasa de desempleo, que había estado siempre por encima del 10 por ciento en nuestro país, alcanzó un mínimo histórico de un 8,3 por ciento en el año 2007. La década de 2000 fue, sin duda alguna, el momento de oro de la economía española.
Cuando todo se desplomó, la mayoría de los economistas y políticos se echaron las manos a la cabeza preguntándose por las razones de tamaño desastre. Pocos lo habían advertido antes y muchos lo habían ignorado o directamente negado. En 2003, por ejemplo, el entonces ministro de Hacienda —y actualmente repetidor en el cargo—, Cristóbal Montoro, afirmó que la burbuja inmobiliaria era una invención de la oposición[17]. Otros gobernantes, como Rodríguez Zapatero, lamentaron más tarde no haber pinchado la burbuja cuando hubieran podido hacerlo[18].
Pero ¿por qué iban esos economistas y políticos a ignorar una situación que conllevaba un riesgo tan importante para nuestra economía? ¿Acaso por maldad? ¿Quizá por ignorancia? ¿O simplemente por interés?
En realidad, las burbujas económicas operan como el conocido juego infantil de la patata caliente, en el cual cada jugador tiene que responder una pregunta mientras suena música de fondo. Si un jugador acierta la respuesta, le pasa un objeto, generalmente una patata, a otro. En el momento en que termina la música, aquel que tenga entre sus manos el objeto será el que pierda. Del mismo modo, en el proceso de gestación de una burbuja económica no pierde nadie hasta que se detiene la música o, lo que es lo mismo, estalla la burbuja. Por esa razón, los diferentes gobernantes preferían negar la existencia de la burbuja o incluso mantenerla a pesar de ser conscientes de su peligro. El ciclo político dura cuatro años, y lo que a la mayoría le preocupaba era cómo ganar las siguientes elecciones, para lo cual era imprescindible beneficiarse de la expansión de la burbuja inmobiliaria.
Pero, cuando la burbuja estalla, hay que comenzar a sufrir las consecuencias. Y aún hoy, y probablemente por mucho tiempo más, estamos pagando facturas en forma de desempleo, quiebras empresariales, extensión del hambre, incremento de la desigualdad y empobrecimiento generalizado de la población. Por esto predomina la visión según la cual los españoles habríamos vivido por encima de nuestras posibilidades y ahora tendríamos que aceptarlo acríticamente y hacer nuestra particular penitencia.
Algunos han vivido por encima de sus posibilidades
Efectivamente, desde que comenzó la crisis, es común escuchar en los debates una manida frase que asegura que los españoles hemos vivido por encima de nuestras posibilidades. De forma paralela, se insta a que «esto lo arreglemos entre todos», citando el lema de una campaña que las cámaras de comercio lanzaron al comienzo de la debacle económica. Tanto se han repetido ambas ideas que muchos, incluso entre los más críticos, las han asumido e interiorizado como verdaderas. Sin embargo, no hay nada más alejado de la verdad.
Es cierto, por ejemplo, que la economía española como un todo está profundamente endeudada con el exterior. Esto quiere decir que nuestro país ha podido disfrutar de crecimiento económico y creación de empleo gracias a que teníamos un modelo basado en las deudas, las cuales a su vez sostenían la burbuja inmobiliaria. Así, al sobrevenir la crisis, nos quedamos en el paro y con la cartera llena de deudas con otros países como Alemania. Pero ahí no termina el relato.
A finales de 2012 España debía un 366 por ciento del PIB. ¿Eso es mucho o es poco? Para aclararlo, es bastante común hacer comparaciones. Este método permite ver que España es uno de los países más endeudados del mundo, si bien no es, desde luego, el líder en ese ranking. Por ejemplo, Japón debe un 511 por ciento de su PIB y el Reino Unido, un 494 por ciento. Por otra parte, en una situación parecida a la nuestra se encuentran también Francia e Italia, con una deuda sobre el PIB del 349 por ciento y 310 por ciento, respectivamente. Está claro, visto lo visto, que el problema del endeudamiento no se limita a España.
En todo caso, la distribución de las deudas españolas difiere mucho entre bancos, empresas, hogares y la Administración pública. Los datos señalan, por ejemplo, que el sector público es responsable de un 20,5 por ciento de la deuda total española. A las empresas financieras corresponde otro 20,5 por ciento del endeudamiento; a los hogares, un 22,4 por ciento, y finalmente a las empresas no financieras, un 36,6 por ciento. Parece obvio que la mayor parte del pastel de las deudas es de las empresas no financieras y no del Estado, como a veces se piensa erróneamente.
Sin embargo, si medimos el endeudamiento respecto al PIB, observamos que, en el año 2007, al inicio de la crisis, las deudas de la Administración pública eran del 50 por ciento del PIB, mientras que las de las familias rozaban el 100 por ciento y las de las empresas alcanzaban el 200 por ciento. Es decir, si asumimos que el PIB es una medida aproximada de la capacidad de ingreso —y por lo tanto también de pago— de cada sujeto económico, podemos decir que las que más se han arriesgado han sido las empresas, seguidas por las familias y finalmente por el Estado.
Pero, cuando hablamos de la deuda de estos grupos de agentes económicos (bancos, empresas, hogares y Administración pública), metemos en el mismo saco elementos muy diferentes entre sí, porque no es lo mismo una familia de renta baja que una familia de renta alta, ni tampoco un municipio de 1000 habitantes que otro de 100 000, por ejemplo. Estas grandes agrupaciones son útiles para hacer comparaciones muy generales. Pero si buscamos aproximarnos al problema de una forma más detallada y precisa, tenemos que analizar estos grupos atendiendo a las particularidades de los agentes que los conforman. Esto es importante, porque puede haber familias muy endeudadas y otras que no se hayan endeudado en absoluto, por lo que sería incorrecto decir que el grupo de «familias» es deudor en tal cuantía. En ese caso nuestro análisis no sería preciso, lo que podría conducirnos a extraer conclusiones equivocadas. En definitiva, estaríamos incurriendo en una falacia, es decir, en una argumentación hilada de forma errónea. Concretamente, en la falacia de la generalización apresurada o la muestra sesgada.
De hecho, en 2008 (una vez ha estallado la burbuja) el 50,1 por ciento de los hogares españoles tenía algún tipo de deuda. El resto (el 49,9 por ciento) no estaba endeudado. Por lo tanto, ya tenemos aquí un dato que echa por tierra la manida frase de «todos los españoles hemos vivido por encima de nuestras posibilidades», porque la mitad de las familias españolas había adecuado sus gastos a sus ingresos durante la burbuja inmobiliaria y no había recurrido a tomar prestado dinero de ningún tipo. Decir que «todos los españoles se habían endeudado» es una conclusión errónea derivada del análisis del sector de las familias como un todo homogéneo, y no como un conjunto heterogéneo.
Lo mismo ocurre si tomamos la agrupación de «Administración pública» y miramos las partes que la componen (municipios, diputaciones, Administración central, etcétera). Por ejemplo, la lista de municipios españoles que no han contraído ningún tipo de deuda es interminable. Y aunque algunos hayan contraído deudas, su cuantía (en términos relativos de deuda sobre población) es ridícula si es comparada con algunos grandes municipios españoles (especialmente Madrid, Málaga, Zaragoza y Valencia). Y sin embargo, hay analistas que abogan por la supresión de los municipios pequeños esgrimiendo la necesidad de disminuir gastos. Esto no es más que un error grave que se comete por confundir (interesadamente o no) el todo con las partes.
En cuanto al sector de «empresas», ocurre otro tanto. Hay empresas que no solamente no tienen ningún tipo de deuda, sino que disponen de una gran cantidad de dinero líquido acumulado. Y entre las que sí han contraído deudas, el 95 por ciento del total son grandes empresas —aquéllas con más de 250 empleados—, que suponen menos del 0,153 por ciento de todas las empresas españolas, y que se endeudaron masivamente alrededor de dos conceptos: la vivienda y la diversificación internacional. Meter a este conglomerado de empresas tan heterogéneo en un mismo saco no es más que un ejercicio impreciso e inexacto que da lugar a numerosas confusiones.
Es fácil deducir, por tanto, que esa creencia extendida de que todos nos hemos excedido durante la burbuja inmobiliaria (y que por lo tanto todos tenemos que hacer un sacrificio) no es tan cierta como parece a simple vista. Y esto deberían tenerlo muy en cuenta aquellos gobernantes que se escudan en la manida frase de «todos hemos vivido por encima de nuestras posibilidades» para redistribuir entre toda la población los costes de la crisis.
Pero, si no se han endeudado todos, ¿quiénes, cuánto y por qué sí lo han hecho?
Ya se ha comentado algo al respecto, pero ahora se profundizará en ello y especialmente en la agrupación de las familias (que es la más heterogénea de todas). Analizamos este grupo clasificando a los distintos hogares en función de su renta. Para ello ordenamos a las familias españolas de mayor a menor renta, lo que queda reflejado de forma abstracta en la barra gris de porcentajes del siguiente dibujo. De esta forma, los hogares de mayor renta quedan en la parte superior de la barra y los de menor renta, en la zona inferior.
Porcentaje de hogares con algún tipo de deuda. Distribución por renta.
Fuente: Elaboración propia a partir de datos de la Encuesta Financiera de las Familias (2008) del Banco de España
Como vemos, si nos centramos en el 20 por ciento más pobre de las familias, sólo el 16,5 por ciento de ellas presentaba algún tipo de deuda a finales de 2008. En la siguiente quinta parte de menos ingresos, esa proporción alcanzaba el 42,3 por ciento. Para el resto de las familias, el porcentaje oscila entre el 61,2 por ciento y el 68,5 por ciento. Existe una gran diferencia entre el 60 por ciento más rico de los hogares y el 40 por ciento más pobre (y a su vez, dentro de ese 40 por ciento, también hay grandes variaciones). Dentro del 40 por ciento más pobre, muchas menos familias han recurrido al endeudamiento que en el caso del 60 por ciento más rico. Esta diferencia se vuelve abismal si comparamos la quinta parte más pobre de las familias con la quinta parte más rica. Estos resultados tampoco van en la línea del manido mensaje que nos responsabiliza a todos por igual del sobreendeudamiento español. Los datos revelan que las familias más pobres han recurrido bastante menos al endeudamiento que las más acaudaladas.
Pero no todas las formas de endeudarse responden a los mismos motivos. No es lo mismo que una familia se endeude para comprar su vivienda habitual en un contexto de disminución salarial y aumento vertiginoso de los precios inmobiliarios, que lo haga para adquirir una propiedad inmobiliaria distinta de la vivienda principal y luego aproveche para venderla cuando los precios suban. En el primer caso, la familia se ha visto obligada a endeudarse para optar a la propiedad de su vivienda (derecho fundamental recogido en la Constitución española); en el segundo, se trata de una operación de especulación inmobiliaria. Parece evidente que la responsabilidad o culpabilidad relacionada con el endeudamiento difiere mucho en ambos casos.
Pues bien, olvidemos ahora todos aquellos hogares que no se han endeudado y centrémonos en los que sí lo han hecho. En el siguiente gráfico, se ordenan los hogares endeudados de mayor a menor renta y se señala qué parte de esa deuda se ha destinado a la compra de una vivienda habitual.
Porcentaje de deuda de los hogares destinada a la compra de vivienda habitual. Distribución por renta.
Fuente: Elaboración propia a partir de datos de la Encuesta Financiera de las Familias (2008) del Banco de España
En esta ocasión, cada estrato de hogares presenta una proporción diferente. La proporción de deuda destinada a la compra de una vivienda habitual aumenta conforme disminuye la renta. Así, entre el 40 por ciento más pobre de las familias endeudadas, el 73,4 por ciento de la deuda contraída ha sido utilizada para comprar una vivienda habitual. En el otro extremo, en el 10 por ciento más rico de las familias esa proporción disminuye hasta un 42,2 por ciento. El gráfico permite concluir un mayor peso de la deuda para adquirir una vivienda principal entre las familias de menores recursos que entre las más adineradas.
El siguiente gráfico analiza la proporción de deuda destinada a la compra de propiedades inmobiliarias distintas de la vivienda principal, actividad estrechamente vinculada con la especulación inmobiliaria.
Porcentaje de deuda de los hogares destinada a la compra de otras propiedades inmobiliarias. Distribución por renta.
Fuente: Elaboración propia a partir de datos de la Encuesta Financiera de las Familias (2008) del Banco de España
En esta ocasión, el porcentaje aumenta en función de la renta de los hogares, y con una intensidad más notoria que la anterior en el caso del 20 por ciento de las familias más ricas. Este tipo de deuda representa el 11,1 por ciento de toda la deuda contraída por los hogares situados por debajo del percentil 40. En el caso de los tramos ubicados entre el percentil 40 y el 60, el 14 por ciento, y en los situados entre el 60 y 80, el 18,5 por ciento. Para los dos últimos deciles, la ratio es de 33,3 por ciento y 42,8 por ciento, respectivamente. Estos datos reflejan que endeudarse para adquirir propiedades inmobiliarias distintas a la vivienda principal tiene mucha más importancia en las familias más ricas (concretamente las situadas en el estrato del 20 por ciento más rico).
En definitiva, este análisis detallado saca a relucir varias cuestiones que antes permanecían ocultas. En primer lugar, pone de manifiesto que las familias de menor renta se han endeudado menos que las de renta media y alta. En segundo lugar, revela que las familias de renta media y baja han recurrido al endeudamiento fundamentalmente para comprar una primera vivienda, lo que apunta a la necesidad de adoptar esta decisión a tenor de los elevados precios inmobiliarios y la progresiva pérdida de capacidad adquisitiva. Es decir, muchos de estos hogares no tuvieron más remedio que acudir al endeudamiento para poder disfrutar de una vivienda en propiedad. En tercer lugar, una buena parte del endeudamiento contraído por los hogares más ricos (especialmente los situados en el estrato superior) ha sido utilizado para la compra de propiedades inmobiliarias distintas de la vivienda principal, lo cual revela que estas operaciones respondían a motivaciones caprichosas y no a necesidades de primer grado. Nótese, además, que estas actividades impulsaban el precio de la vivienda al alza, lo que empeoraba la situación de quienes se endeudaban no para especular con las viviendas, sino para residir en ellas.
Así pues, no todos hemos vivido por encima de nuestras posibilidades. Más bien podemos afirmar que son los más ricos los que han vivido por encima de nuestras posibilidades, puesto que su creciente endeudamiento —con motivos de especulación inmobiliaria y financiera— ha sido socializado por los distintos Gobiernos nacionales y actualmente lo estamos pagando la mayoría con altas tasas de paro y menores ingresos para hacer frente a unas deudas muy inferiores. Los trabajadores y las pequeñas y medianas empresas de este país estamos pagando la borrachera de unos pocos, muy adinerados, que además se las están arreglando para salir de la crisis aún más ricos.
¿Cómo afrontar el pago de las deudas?
Todos somos conscientes de que hacer frente a una deuda de un 366 por ciento sobre la capacidad de ingresos es, ante todo, una tarea hercúlea. Sólo el hecho de intentarlo conlleva enormes sacrificios que, sin duda, afectan radicalmente al estilo de vida e incluso a la forma de relacionarse con los demás. Pero, desgraciadamente, no parece que haya alternativa, porque, a fin de cuentas, ¿qué es lo que puede hacer uno cuando debe una cantidad tan elevada de dinero?
La respuesta, en la que en principio todo el mundo estará de acuerdo, es que lo único que se puede hacer es ajustarse el cinturón, como suele decirse coloquialmente. La alternativa a no pagar es resignarse a que venga la fuerza pública y nos embargue todos nuestros bienes y rentas. De modo que, para evitarlo, hay que tratar de recortar los gastos y, en la medida de lo posible, incrementar los ingresos. Si fuéramos nosotros los que debiéramos esa cantidad, está claro que pensaríamos y actuaríamos así.
Pero es obvio que nadie siente placer pagando los intereses de la deuda o la deuda misma —de hecho, la sensación es la opuesta—, sino que se hace precisamente para quitarse el problema de encima lo antes posible. A nadie le gusta vivir con una deuda pendiente como si fuera una espada de Damocles que en un determinado momento puede caer encima de nuestras cabezas. Y ahí está la clave de la cuestión: lo que la gente espera es que, tras pagar la deuda, podamos vivir como antes, es decir, con nuestros gastos e ingresos de siempre. En esencia, el duro proceso de devolver la deuda se nos presenta como un tránsito necesario hacia una situación de regreso a la normalidad.
Este razonamiento al que acudimos cuando se trata de pagar las deudas individuales es el que los Gobiernos utilizan para vender la necesidad de recortar gastos y subir los ingresos con objeto de poder saldar las deudas del Estado. Pero ¿estamos ante la misma situación? En apariencia sí. La similitud es tal que en cierta medida podría decirse que lo que hacemos cuando nos encontramos individualmente en esos casos es lo que en economía se llama reformas estructurales, es decir, cambios importantes que tienen el objetivo de adecuar la vida cotidiana a una nueva situación financiera más precaria y difícil.
No es casualidad entonces que el presidente del Gobierno español, Mariano Rajoy, insista una y otra vez en que, para salir de la crisis (y volver a la normalidad), hay que asumir la «realidad» y aceptar que el camino de los sacrificios es el único posible para garantizar que cumplimos con las obligaciones y compromisos económicos de nuestro país con los acreedores. Esos sacrificios son la receta que nos presentan para resolver el problema del endeudamiento.
Así, desde las instituciones europeas y los Gobiernos nacionales, se nos dice que es hora de ajustarse el cinturón para poder devolver lo que debemos. Además, nos insisten en que no sólo es una cuestión de responsabilidad legal —hay que cumplir los contratos—, sino que también es un compromiso moral —hay que pagar lo que se debe—. Si no se acometen dichas reformas, nos amenazan, devendrá el caos. Y para evitar tamaño desastre se rebajan los sueldos, se privatizan las empresas públicas, se resta poder a los sindicatos, se suben los impuestos y se deteriora la calidad de servicios públicos fundamentales como la sanidad y la educación.
Los efectos económicos y sociales de estas recetas sobre la actividad productiva y la ciudadanía son conocidos y bastante terribles, pero el Gobierno intenta hacer creer que son medidas temporales y necesarias. Pero precisamente dice eso debido a que sabe que los ciudadanos piensan que esa actitud es la normal, porque es lo que ellos harían en caso de encontrarse en una situación individual análoga a la que vive el país. Si uno se ajusta el cinturón para pagar sus deudas personales, cabe deducir que el país debería hacer lo mismo para pagar las suyas. Así, Rajoy intenta hacer creer a los ciudadanos que, pasado un tiempo de sacrificio, recuperaremos la calidad de vida de antes y se restituirán todos los servicios públicos perdidos en época de vacas flacas. El discurso lógico parece impecable.
Sin embargo, la teoría económica demuestra que pensar que lo que es razonable para un miembro de la sociedad lo es también para la sociedad al completo, eso que parece tan lógico, en realidad es una grave falacia. Tanto es así que hasta tiene nombre propio: la falacia de la composición. Pero es más, la historia económica revela que, en todas las ocasiones en las que se han intentado aplicar medidas de recortes similares a las propugnadas por Rajoy, la situación no ha hecho sino empeorar. De hecho, la prueba más reciente es que, tras cinco años de recortes y austeridad en Grecia, el país tiene previsto seguir decreciendo un 4,5 por ciento en 2013 y cada vez tiene más dificultades para pagar una deuda creciente. ¿Cómo es posible que lo que es sensato para un individuo sea un error garrafal para un país?
Supongamos que tengo una deuda pendiente de 100 000 euros y cobro 24 000 euros al año (2000 euros al mes). Si dedico la totalidad del sueldo a pagar dicha deuda y no guardo nada para comer, vestir y otros gastos básicos, necesitaré algo más de cuatro años (4,17 años) para devolverla íntegramente. Si hago ese considerable sacrificio, debería poder disfrutar de nuevo de ese sueldo transcurridos los cuatro años. Ésa sería mi esperanza, al menos.
Pero, si por alguna razón el Gobierno me baja el sueldo a 1500 euros al mes o me sube los impuestos, y por lo tanto pierdo poder adquisitivo, cada año tendré menos dinero para pagar la deuda. Así, tardaré 5,5 años en pagar lo que antes pensaba pagar en cuatro. Dicho de una forma técnica, antes debía el 417 por ciento sobre mi ingreso anual y ahora debo el 555 por ciento.
Eso es lo que pasa cuando el Gobierno aplica políticas de austeridad como las de ahora: que empobrece a los trabajadores y de paso se empobrece a sí mismo. Los recortes impuestos por el Gobierno afectan negativamente al empleo y a los ingresos de las familias y las empresas. Cuando el Gobierno deja de contratar trabajadores (porque congela las oposiciones) o empresas (porque reduce la inversión pública), se pierden muchos sueldos e ingresos empresariales. En este segundo caso, las expectativas de beneficio caen y a las empresas no les resulta interesante invertir y contratar más trabajadores. De hecho, dado que ya no trabajan para el Gobierno, no necesitan trabajadores y los despiden. Los despidos se convierten en menor consumo agregado, porque quien deja de cobrar o quien ha sufrido una bajada en su salario compra menos en las tiendas. Las menores compras dan lugar a más despidos, y así sucesivamente. Es un círculo vicioso que se conoce como recesión.
Al fin y al cabo, los ingresos de un Estado dependen fundamentalmente de los impuestos, pero éstos a su vez dependen de la actividad económica. El Estado recaudará más cuantos mayores salarios tengan los trabajadores (impuesto sobre la renta), cuanto mayor sea el nivel de beneficios de las empresas (impuesto sobre sociedades) y cuanto más consumo haya en la economía (impuesto sobre el valor añadido). Así que, en momentos de bonanza económica, los ingresos del Estado serán elevados. Pero, si un Gobierno recorta en lo que le permite obtener impuestos, está tirando piedras a su propio tejado.
El resultado final de toda esta historia es que, tras las políticas de austeridad aplicadas por los Gobiernos, el propio Estado, las familias y las empresas disminuyen progresivamente sus ingresos y no consiguen cumplir sus compromisos. Cuando las familias no logran pagar sus deudas, por carecer de ingresos para hacer frente a las mensualidades que les exige el banco, suelen perder todas sus posesiones y quedarse en la calle o a merced de que alguien pueda acogerlas. Cuando son las empresas las que se encuentran sin posibilidad de seguir pagando, sencillamente quiebran y el banco se queda sus activos (propiedades inmobiliarias, por ejemplo). Sin embargo, cuando son los bancos los que tienen dificultades para pagar sus deudas (fundamentalmente porque ni familias ni empresas les pagan a ellos), siempre son ayudados y rescatados. De esa forma pueden seguir pagando las deudas. ¿Por qué esa discriminación?
La dictadura de los acreedores
Antes explicamos que el modelo de crecimiento simbiótico que operaba en el seno de la Unión Europea se sustentaba en que los países del centro, como Alemania, prestaban dinero a los de la periferia para que pudieran seguir manteniendo sus economías a flote. Al estallar la crisis financiera y pincharse la burbuja inmobiliaria, lo que quedó fue un reguero de deudas.
Al comienzo, el sistema financiero español sorteó la crisis como pudo, pero en última instancia sus beneficios dependen de que exista actividad productiva. En un primer momento, los planes de estímulo del Gobierno (como por ejemplo el famoso Plan E) permitieron volver a obtener beneficios en la actividad productiva gracias a un desembolso de dinero público. El Gobierno pagaba salarios a los trabajadores de las obras públicas y éstos podían usarlos para ir devolviendo sus deudas, con lo que los bancos vivieron días de alivio.
Pero cuando el Gobierno decidió cambiar el rumbo de la política económica, en torno a 2010, el dinero dejó de llegar a la actividad productiva y el sistema financiero vio secarse sus ingresos. Las empresas dejaron de tener beneficios y comenzaron a tener pérdidas, así que despidieron trabajadores y quebraron. El sistema financiero se quedó con los negocios de las empresas de la construcción y con todas las que iban quebrando, pues al fin y al cabo éstas debían mucho dinero a los bancos, pero siguió siendo incapaz de remontar la situación. Sólo algunos bancos internacionalizados (como BBVA y Santander) encontraron una forma de obtener beneficios en el extranjero para ir compensando la terrible situación. Las cajas de ahorro se hundieron irremediablemente en pérdidas, al secarse sus ingresos y deber una cantidad importantísima de dinero.
Entonces apareció el Estado de nuevo, que se prestó a salvar al sistema financiero español a costa de una mayor exposición propia al sistema financiero internacional, especialmente alemán. El propio Estado tuvo que pedir prestado en el mercado de deuda pública para poder pagar los rescates y, cuando esa situación ya se hizo insostenible, tuvo que pedir a la Unión Europea que le prestara el dinero a cambio de reformas radicales. Poco a poco, el Estado fue transformando las deudas privadas en deudas públicas y la exposición del sistema financiero español se convirtió en exposición del Estado español. Lo que en su día fueron beneficios privados se transformó finalmente en pérdidas públicas.
De esa forma, el resultado final se reconfiguró en una nueva relación de dominio del sistema financiero alemán sobre el Estado español y sobre los sujetos económicos españoles. El sistema financiero alemán, aprovechando su control político de las redes institucionales —la llamada troika: Comisión Europea, Banco Central Europeo y Fondo Monetario Internacional (FMI)— y un contexto ideológico favorable a sus tesis (el neoliberalismo), se prestó a condicionar toda la política económica a un solo objetivo: garantizar que sus bancos recibieran el dinero comprometido. La devolución de las deudas, privadas y públicas, se convirtió en la prioridad absoluta.
Ante la presión del sistema financiero alemán, los partidos políticos dominantes en los países periféricos (pues estos procesos, además de en España, se repiten en Portugal, Grecia e Italia) cedieron y pusieron todos los recursos económicos, e incluso las instituciones, al servicio del pago de la deuda al sistema financiero internacional. En España esa presión se materializó en la reforma de la Constitución de agosto de 2011, llevada a cabo por el Gobierno del PSOE con el apoyo del PP. Dicho de otra forma, devolver el dinero a los bancos internacionales se convirtió por ley en algo más importante que pagar la educación, la sanidad y otros servicios públicos.
Esa subordinación política tenía varios fundamentos. El primero buscaba garantizar que ningún banco quebrara y todos fueran rescatados. Al fin y al cabo, mientras llegara dinero a los bancos españoles podrían devolver lo que debían al sistema financiero internacional. El segundo fundamento era garantizar que la propia deuda pública se pagara, aunque fuera el resultado de rescatar a los bancos. Y el tercero, que veremos más tarde, permitir que estas políticas fuesen una extraordinaria palanca para transformar el modelo de crecimiento y el modelo de sociedad de los países del sur.
Según los datos del Banco Internacional de Pagos (BIS, por sus siglas en inglés), el sistema financiero español tenía, a comienzos de 2012, un total de 571 519 millones de dólares en deudas pendientes de pago con otros bancos internacionales. No obstante, esta cifra es bastante inferior a la que se daba a finales de 2010, cuando la deuda total alcanzaba los 706 065 millones de dólares. En todo ese tiempo, los bancos han pagado deudas gracias a las devoluciones de deuda de otros sujetos (empresas y familias) y también gracias a las ayudas y rescates recibidos.
Estos datos demuestran que la mayor parte de la deuda actual del sistema financiero español tiene su contraparte en los bancos alemanes (139 191 millones) y franceses (115 261), los cuales juntos poseen casi el 45 por ciento de la deuda total. Es decir, los bancos alemanes y franceses son los principales acreedores del sistema financiero español y, en consecuencia, los principales interesados en que las deudas se devuelvan.
Así se explica en gran parte el llamado «rescate al sistema financiero español». Este «rescate» únicamente consiste en proporcionar recursos al sistema financiero español para que haga frente a sus deudas, aplicando como condición duros procesos de reestructuración interna. Así, no se trata realmente de un rescate al sistema financiero español, sino al sistema financiero alemán y al francés. Porque determinados componentes de nuestro sistema financiero son recortados por el camino, tales como los trabajadores, los accionistas e incluso los estafados por las acciones preferentes.
Pero hay una cuestión aún más interesante desde el punto de vista de la economía política, que emerge cuando hacemos dos preguntas que van al corazón del problema: ¿debemos pagar estas deudas?, y ¿son éstas nuestras deudas?
A cualquier economista convencional escandalizaría la propuesta de no pagar e incluso la de no asumir como propias estas deudas. Puede ser que hasta los no economistas valoren muy negativamente la falta de moral de quien reniega de un compromiso asumido previamente. Pero lo cierto es que las deudas no se pagan siempre —la historia económica está llena de siglos de impagos y reestructuraciones de deuda— ni han de ser asumidas por partes que no fueron las mismas que contrajeron el préstamo —el concepto de deuda odiosa o ilegítima.
El liberalismo económico siempre ha sido una ideología justificativa de determinadas políticas económicas, pero es poco consistente en la práctica. De hecho, lo verdaderamente liberal sería asumir que, dado que los bancos españoles están en quiebra —y no pueden pagar por sí mismos sus deudas—, aquellos que les prestaron también habrían de sufrir pérdidas por haber hecho una inversión ruinosa. De otra forma, como ocurre en la actualidad, existe el llamado «riesgo moral»: cualquier banco alemán puede prestar a los bancos españoles, aunque sepa que es para apostar en un casino, porque sabe que siempre serán rescatados.
La cuestión no puede analizarse, en consecuencia, en términos exclusivamente microeconómicos. Ha de estudiarse el contexto macroeconómico e institucional para poder dar una respuesta satisfactoria y eficiente a este problema tan inmenso.
Y tenemos que hacernos las preguntas adecuadas: ¿tiene sentido que los bancos alemanes que se arriesgaron prestando a bancos españoles, y ganaron tantos beneficios por ello, no tengan pérdidas ahora que se demuestra que fracasaron al elegir a quién prestar? ¿Tiene sentido, por otra parte, que las deudas de las entidades financieras tengan que ser pagadas por los trabajadores en forma de recortes sociales y económicos?
Como ya hemos visto, el milagro español es la otra cara de la moneda del milagro alemán, y viceversa. Un modelo simbiótico en el que ambas partes se necesitan y ambas son responsables en un sentido agregado. Y decimos agregado porque, si se escarba en la superficie, se descubre que los únicos beneficiados con este modelo han sido las grandes oligarquías de uno y otro país, mientras que, para la mayor parte de la población de ambos países, este modelo sólo ha supuesto recortes en sus condiciones de vida.
¿Son legítimas las deudas?
En la película Los edukadores de Hans Weingartner, una de las protagonistas, Jule, es desahuciada por no haber atendido a tiempo los compromisos de pago de una deuda de 100 000 euros. La joven había sido responsable de la colisión entre su vehículo, que conducía sin seguro, y el coche de lujo de un multimillonario. Tras el juicio, que acaba confirmando su culpabilidad, Jule comprueba que le resulta imposible liberarse del peso de la deuda y sus intereses si no es buscando un trabajo nuevo y dedicándose en cuerpo y alma, durante los siguientes años, a lograr los ingresos necesarios.
La joven Jule está obligada a pagar la deuda porque, en Alemania, como en la mayoría de los países actuales, el Estado se rige por un sistema de leyes que se ha convenido en llamar —como más adelante veremos, demasiado generosamente— un «Estado de derecho». Y es precisamente en aplicación de dichas leyes que un juez ha dictaminado que la joven ha de asumir una deuda de 100 000 euros con el señor millonario. A partir de ese momento, la relación social entre Jule y el millonario está mediada por una cantidad muy precisa y que además está amparada por el imperio de la ley. Ello quiere decir que, si Jule desobedece en algún momento, obliga al Estado a poner en marcha mecanismos que aseguren que es penalizada. Por ejemplo, en caso de incumplimiento, el Estado podría embargar todos los bienes y rentas de Jule para garantizar, en la medida de lo posible, que el millonario reciba su dinero. No cabe duda, por lo tanto, de que la joven está atrapada y no tiene más remedio que ajustarse el cinturón y cumplir estrictamente lo marcado por la ley.
No obstante, imaginemos por un momento que la deuda no existe como consecuencia de un accidente y un juicio posterior, como en el caso narrado en la película, sino que sea el resultado de una transacción comercial entre ambas partes. Por ejemplo, supongamos que el millonario le ha vendido el coche a Jule por valor de 100 000 euros y le ha permitido empezar a pagar varios años después. En este caso, si se observa, la deuda y la relación cuantitativa entre ambos es exactamente la misma que antes. Y de nuevo, si cuando llega el momento de pagar los 100 000 euros Jule no tiene el dinero, el Estado tendrá que proceder a intentar obtenerlos por la vía de los embargos. Esto es así porque el contrato entre Jule y el millonario también estaría reconocido y amparado por el llamado Estado de derecho.
La diferencia fundamental entre este segundo caso y el anterior es que ahora la deuda se ha convertido en una relación impersonal entre dos partes. Y, como tal, pasa a ser comercializable. Podría ocurrir, y de hecho así sucede a menudo, que el millonario vendiera su derecho de cobro de 100 000 euros a una tercera parte, por ejemplo a un banco. Jule seguiría debiendo esa misma cantidad, pero no al millonario, sino al banco. Si, retorciendo un poco más el asunto, el banco decide vender ese derecho de cobro a una empresa extranjera o a cualquier otro sujeto económico, también puede hacerlo. Y así sucesivamente.
Lo importante, y lo que queremos destacar, es que Jule sigue debiendo la misma cantidad con independencia de a quién se la deba. La relación es absolutamente impersonal, pero también completamente precisa. Ello conlleva que la deuda se desligue de su origen, esto es, ya no importa en absoluto si la deuda fue producto de la venta de un coche o de una casa o si sencillamente fue un préstamo para pagar otras deudas pendientes. De la misma forma, la deuda también se separa de la ética y de cualquier atisbo de moralidad, es decir, a ninguna de las partes y tampoco al Estado le importa si la deuda es justa o injusta. Lo único que interesa es, en definitiva, qué cantidad precisa se debe, en qué condiciones (tipos de interés, plazos…) y a quién hay que pagar.
En realidad, todo tipo de deuda es susceptible de ser traspasada a otra persona, empresa o país. Una deuda es, en última instancia, un título financiero, y como tal puede ser comercializado en los mercados internacionales. En nuestra economía global, las compras y ventas de títulos financieros están a la orden del día, y se han disparado en volumen en los últimos treinta años gracias al desarrollo tecnológico y a toda la red informática derivada de él. Al fin y al cabo uno puede realizar transacciones con sólo un par de clics de ratón, siempre buscando las mejores formas de obtener beneficios. En este contexto, y volviendo a nuestro ejemplo, el resultado final bien podría ser que el derecho de cobro de la inmensa deuda de la joven Jule, que vive en Alemania, lo tenga un fondo japonés que invierte los ahorros de unos pensionistas. Todo esto, por supuesto, sin que los despreocupados pensionistas japoneses conozcan en absoluto a Jule y menos aún sus particulares condiciones de vida.
La deuda se presenta, por lo tanto, como una fría cifra y una impersonal relación que, sin embargo, encierra una oscura red de relaciones económicas y sociales entre diferentes espacios geográficos y entre diferentes personas que no se conocen. Precisamente, esto explica que hayamos acabado aceptando barbaridades éticas que en otras condiciones rechazaríamos enérgicamente.
¿Quién invertiría conscientemente sus ahorros en prestar dinero a un tipo de interés de un 15 por ciento a niños pobres de África? Ante esa posibilidad prácticamente todo el mundo se plantearía si dicha operación es o no es ética. Por extensión, nos preguntaríamos en cada momento si las deudas son justas y deben pagarse o si, por el contrario, son injustas y debemos reconsiderar su devolución. Pero, cuando vamos a invertir nuestros ahorros en un fondo de inversión, gestionado por el banco de la esquina y a cuyo director conocemos de toda la vida, no somos conscientes de dónde está realmente nuestro dinero. Puede que, efectivamente, esté prestado en condiciones terribles a países pobres o que se haya dedicado a desarrollar nuevas armas que se venderán para las guerras en otras partes del mundo.
Decíamos, en todo caso, que la falta de ética se debe a la impersonalidad de las deudas. Veamos ahora un ejemplo real que refleja este hecho.
En 1979 el Gobierno de Rumanía prestó al de Zambia 15 millones de dólares para financiar la compra de tractores rumanos que servirían para mejorar la eficiencia de la actividad agrícola del país africano. Sin embargo, veinte años después, en 1999, Zambia seguía siendo un país muy pobre, con una esperanza de vida de cuarenta y dos años e ingresos inferiores a dos dólares diarios para más del 40 por ciento de sus ciudadanos. Dadas esas penosas condiciones, el Gobierno de Zambia se declaró incapaz de hacer frente a los compromisos de la deuda, lo que obligó a que ambos países se sentaran en la mesa para renegociar las condiciones financieras. Finalmente llegaron a un feliz acuerdo, por el cual la deuda se redujo a un nivel razonable de sólo tres millones de dólares.
Sin embargo, antes de cerrar el trato, se incorporó un nuevo jugador a la partida. Un grupo de abogados y economistas estadounidenses había creado unos años antes la empresa Donegal International, enmarcada en la figura conocida como «fondos buitres de inversión» y registrada en un paraíso fiscal[19]. La empresa convenció al Gobierno de Rumanía para que aceptara la compra del derecho de cobro de la deuda por cuatro millones de dólares.
Como consecuencia de ese trato, Zambia le debía desde entonces el dinero pendiente, que sumaba ya casi 30 millones de dólares en concepto de nominal e intereses, no a Rumanía, sino a la empresa Donegal International. Y ésta, con mayor capacidad financiera y mejor equipo técnico, llevó a Zambia a los tribunales tras denunciar a su Gobierno por impago. Finalmente, los tribunales internacionales dictaminaron en 2007 que Zambia tenía la obligación de pagar a Donegal un total de 15,5 millones de dólares, para lo cual el país debía acometer tantas reformas económicas —es decir, recortes— como fueran necesarios con objeto de recaudar el dinero.
Este caso ilustra cómo las deudas se compran y venden de tal forma que lo único que importa es su cuantía económica. Pero el de Zambia no es, desde luego, un caso aislado, sino más bien uno más entre muchos. Más recientemente, en julio de 2012, la entidad financiera española Bankia vendió unos 800 millones de euros en deudas impagadas por particulares y pequeñas y medianas empresas a varios fondos buitres. Eso significa que un particular que haya contratado antes de la crisis un préstamo con Bankia —antes Caja Madrid y Bancaja— puede que desde el verano de 2012 deba ese dinero a una empresa extranjera y no al banco con el que suscribió el préstamo.
Precisamente por todo ello, y porque nos hemos acostumbrado a tratar todas las deudas por igual de forma impersonal, como sociedad hemos dejado de pensar en si devolver una deuda es algo justo o injusto. Es decir, hemos olvidado que son relaciones sociales y que todas las deudas tienen un carácter ético que puede y debe ser analizado más allá de la óptica de la legalidad. Como ya hemos dicho, tendemos a asumir acríticamente que lo legal, lo que se adecúa a las leyes, es necesariamente equivalente a lo justo y deseable.