2. Hacia dónde vamos y hacia donde deberíamos ir

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HACIA DÓNDE VAMOS

Y HACIA DÓNDE DEBERÍAMOS IR

«Nuestra tesis es que la idea de un mercado autorregulado implicaba una utopía total. Tal institución no podría existir durante largo tiempo sin aniquilar la sustancia humana y natural de la sociedad; habría destruido físicamente al hombre y transformado su ambiente en un desierto».

KARL POLANYI

Los partidos políticos en el poder han puesto en marcha desde hace décadas medidas de política económica que han llevado a la ya analizada creciente distancia entre ricos y pobres, entre los de arriba y los de abajo. Y han justificado esas medidas a partir de un ideario muy concreto, denominado como neoliberal. El neoliberalismo ha servido de coartada para justificar la anulación de instituciones y leyes que habían estado vigentes desde la segunda guerra mundial y que aseguraban un Estado del bienestar más igualitario. Tales instituciones y normas habían sido una conquista de los movimientos obreros y de la ciudadanía en general —sin olvidar el contrapeso que ejercía entonces la URSS, que obligaba a las élites económicas a ceder poder ante el temor de que la desigualdad fortaleciera los movimientos comunistas—, y su desmantelamiento viene siendo progresivo desde los años setenta y ochenta.

La crisis, que hubiera podido ser un punto de inflexión para detener ese proceso e invertirlo para poder lograr más conquistas sociales, está siendo usada, por el contrario, como excusa para imponer una vuelta de tuerca más. El neoliberalismo ha salido triunfante de nuevo de esta crisis en su nivel político, y amenaza con llevar a la sociedad a un nuevo orden social donde la inmensa mayoría de los ciudadanos estarán desprotegidos de la dinámica antihumana del sistema económico.

Ante esa posibilidad conviene poner encima de la mesa una alternativa viable y realista que configure el programa político con el que los de abajo podremos contraatacar. Todo lo cual requiere una fundamentación seria y rigurosa de un programa de economía política, aspectos en los que los economistas críticos estamos trabajando continuamente.

LA GRAN ESTAFA DE LA CRISIS ECONÓMICA

Para muchos, incluso entre la izquierda, debería dejar de utilizarse la palabra «neoliberalismo». Según esta visión, el neoliberalismo es un concepto más ideológico que teórico, y sobre todo más político que económico. No es útil y tiene más de panfletario que de riguroso. A pesar de esa renuencia explícita por tantos, se trata, sin embargo, de un término ampliamente extendido y aceptado incluso por bastantes de quienes lo critican.

Neoliberalismo como ideología y como configuración económica

Para la mayoría de los economistas críticos y las corrientes de pensamiento económico alternativo, la crisis estructural de los años setenta marcó el inicio de una nueva etapa que se ha convenido en llamar «neoliberal». Hablamos entonces de un cambio en la configuración de la economía capitalista, que desde el final de la segunda guerra mundial y hasta los años setenta había estado gestionada a partir de un ideario obtenido de las enseñanzas del economista John Maynard Keynes. Esa etapa del capitalismo, apellidada «dorada» entre otras cosas por la inexistencia de crisis graves y por responder a un círculo virtuoso de crecimiento de salarios y crecimiento económico, entró en crisis y abrió la puerta a una nueva forma de comprender la sociedad.

El neoliberalismo es evidentemente una ideología, con un proyecto más o menos definido de cómo tiene que ser la sociedad, y sus bases pueden encontrarse en Friedrich Hayek o Milton Friedman. Pero el neoliberalismo es también la configuración resultante de aplicar un determinado tipo de políticas, las que fueron inspiradas por aquella ideología. El capitalismo no se articula siempre de la misma forma y sus instituciones cambian (las relaciones entre capital-trabajo, entre Estado-trabajo y otras) bien como respuesta a su propia dinámica (como se suele postular desde la teoría marxista) o bien como resultado de políticas concretas (como afirman los teóricos poskeynesianos).

Podemos explicar el neoliberalismo a partir de la óptica de clases, como el proyecto de las clases más ricas para recuperar unos espacios de poder político y económico que perdieron tras la segunda guerra mundial. El neoliberalismo puede entenderse como una nueva fase en la evolución del capitalismo en la que se establece una alianza o compromiso social entre los propietarios de empresas (especialmente las financieras) y los directivos para recuperar todos los ingresos que habían perdido en la anterior configuración política. Alcanzado el poder político se reducen los impuestos que pagan los más ricos, se liberalizan los movimientos de capital y se toleran los paraísos fiscales, se desregulan los mercados de trabajo para permitir mayores beneficios empresariales y, en definitiva, se incrementa la capacidad de los más ricos para imponer sus normas y modelo de sociedad. Desde entonces los salarios se mantienen estancados o retroceden y las condiciones de trabajo sólo empeoran, en contraposición con la mejor situación de la otra parte de la sociedad. Muchos de los datos que confirman esta dinámica para España los hemos podido ver en páginas anteriores.

Caracterización del neoliberalismo

El neoliberalismo se impuso primero en Estados Unidos y en Reino Unido, aunque se experimentó previamente en el Chile de Pinochet, y su aplicación es muy distinta entre los países del mundo. No obstante, el patrón es el mismo y los efectos más similares que diferentes. Ésa es la razón por la cual analizar el neoliberalismo estadounidense es especialmente útil, por ser la forma canónica del proyecto, para comprender esta nueva configuración. Para David Kotz[19], el neoliberalismo tiene una serie de características principales.

En primer lugar, la desregulación del comercio y las finanzas, tanto en su nivel nacional como internacional. En segundo lugar, la privatización de muchos servicios otrora brindados por el Estado. En tercer lugar, la cesión por parte del Estado de su compromiso de regular activamente las condiciones macroeconómicas, especialmente en lo referente al empleo. En cuarto lugar, una brusca reducción en el gasto social. En quinto lugar, la reducción de los impuestos aplicados a las empresas y familias. En sexto lugar, los ataques desde el gobierno y las empresas a los sindicatos, desplazando el poder a favor del capital y debilitando la capacidad de negociación de los trabajadores. En séptimo lugar, la proliferación de los trabajos temporales sobre los trabajos fijos. En octavo lugar, la competición desenfrenada entre las grandes empresas, en relación a un entorno menos agresivo propio de la configuración de posguerra. Y en noveno y último lugar, la introducción de principios de mercado dentro de las grandes empresas, particularmente en lo referente a las remuneraciones de los directivos y los trabajadores de más poder.

Esta caracterización es, como puede intuirse, adecuada para describir los desarrollos recientes en prácticamente todo el mundo capitalista. Y es la combinación de estas características la que da lugar a una serie de efectos que el propio David Kotz enumera también: creciente desigualdad, incremento de la importancia del sector financiero y sucesión de grandes burbujas de activos.

A mi entender el uso del concepto neoliberalismo está plenamente justificado, tanto en su concepción ideológica como en su concepción económica. Como advertimos, la economía no es un compartimento estanco de la política, sino parte necesaria de ella y los economistas tenemos, en mi opinión, un doble papel por cumplir. El de describir, o más bien revelar, la realidad que nos rodea y el de concienciar a una población a la que se le ha privado de las herramientas fundamentales para saber cómo quieren organizarse como sociedad.

LA UTOPÍA LIBERAL

El llamado sentido común invita normalmente a pensar que las políticas encaminadas a fortalecer el libre mercado son las más adecuadas para generar prosperidad y crecimiento. Sin embargo, esa concepción está contaminada por la hegemonía cultural y económica del neoliberalismo, y no se sustenta sobre ningún hecho concreto. El llamado sentido común, de hecho, no es sino la manifestación desordenada de la ideología dominante en un determinado momento.

A continuación vamos a ver por qué el objetivo último del neoliberalismo no puede funcionar y por qué los intentos de llegar hasta él no hacen sino generar estallidos sociales que conllevan el riesgo de graves conflictos sociales e incluso bélicos.

La década perdida

Los planes de ajuste que están aplicando Grecia, Portugal, España y otros recuerdan necesariamente a los planes de ajuste que el Fondo Monetario Internacional (FMI) impuso a los países latinoamericanos en la década de los ochenta. Aquellas reformas fueron entonces un absoluto fracaso en lo que se refiere a sus propósitos oficiales, y las consecuencias resultaron especialmente dramáticas en términos tanto económicos como sociales. La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) consideró a posteriori aquellos años como una década perdida, y el Premio Nobel Joseph Stiglitz llegó a decir que «la reforma no sólo no ha generado crecimiento, sino que además, por lo menos en algunos lugares, ha contribuido a aumentar la desigualdad y la pobreza»[20].

El detonante de la crisis de los países latinoamericanos fue lo que algunos economistas han llamado «el Golpe de 1979», y que consistió en una subida espectacular de los tipos de interés por parte de la Reserva Federal —el banco central de Estados Unidos—. Aquella medida tuvo una consecuencia inmediata: el crecimiento exponencial de las deudas contraídas en dólares por los países en desarrollo. Solamente en 1979 la deuda externa de los países en desarrollo se multiplicó por dos, del 8 por ciento al 15 por ciento y en 1987 estaba ya en el 39 por ciento de la producción[21].

El FMI salió en su ayuda condicionando la asistencia financiera, es decir, los préstamos, a la aplicación de unos duros programas de ajuste inspirados en la ideología neoliberal. Los Planes de Ajuste Estructural (PAE) giraban en torno a cinco ejes claramente delimitados: el ajuste fiscal, haciendo más regresivos los sistemas impositivos mediante aumentos de la base imponible o reducción de tipos; la liberalización comercial, reduciendo las barreras comerciales; las reformas del sector financiero, liberalizando y desreglamentando; las privatizaciones, transfiriendo empresas y servicios de naturaleza pública a manos privadas; y la desregulación laboral, flexibilizando las normas de contratación y posibilitando nuevas formas de relaciones entre empresarios y trabajadores[22]. De forma directa o indirecta todas esas medidas tenían como objetivo recuperar la tasa de ganancia, para lo cual era requisito indispensable reducir los costes, y de entre ellos el más importante de todos: el salario.

Las reformas neoliberales llevaron a un pobre crecimiento económico, a la expansión de la pobreza y la marginalidad, al incremento de la desigualdad, a una mayor volatilidad de las inversiones, a más crisis financieras y a la desaparición de la mayoría de los mecanismos para luchar contra esos fenómenos adversos, debido a la pérdida de poder de los Estados. Tal fue el transcurrir de los acontecimientos que al final la mayoría de los países latinoamericanos tuvieron que cambiar radicalmente su concepción de las políticas económicas, abandonando en mayor o menor medida el neoliberalismo.

En 2008, en los inicios de la crisis financiera internacional, los países europeos respondieron con medidas de estímulo económico y de índole keynesiana. El objetivo era reactivar la economía a través del gasto público, pero se hacía desde las instancias nacionales (el presupuesto de la UE es de un muy reducido 2 por ciento) y con la camisa de fuerza del Pacto de Estabilidad y Crecimiento que prohíbe a los países miembros superar la frontera del 3 por ciento bajo riesgo de penalizaciones económicas. Las medidas no se mantuvieron suficiente tiempo y el entramado económico-político de la Unión Europea pasó a la primera fase de sus planes de ajuste. Las medidas de estímulo económico y la caída de los ingresos como consecuencia de la crisis bancaria habían provocado el crecimiento de los déficits y del endeudamiento público, y ahora acabar con esos dos fenómenos económicos se iba a convertir en la tarea de la UE. La UE asumía el papel que el FMI había tenido en América Latina en la década de los ochenta.

En efecto, la UE y el FMI, que participa también en los fondos de rescate europeos, condicionan la asistencia financiera a unos duros planes de ajuste que son también de inspiración neoliberal y resultan ser prácticamente calcados de los aplicados en América Latina. Privatizaciones, rebajas salariales, retroceso del poder del Estado y un interés concreto en «ganar competitividad».

No cabe ninguna duda de que los planes de ajuste conducirán a un nuevo escenario de regresión social en el que se incrementará la pobreza, la desigualdad, la inseguridad laboral y también la ciudadana, como ocurrió en América Latina. Pero además también es seguro que serán otro fracaso en sus objetivos formales, puesto que el problema último no es de deuda pública sino de desequilibrios comerciales y de distribución del ingreso. En definitiva, como ya indicamos en un artículo al respecto[23], lo que hace falta es más coordinación europea, más regulación laboral y financiera —con banca pública—, un estímulo por la vía de la demanda (mayor distribución del ingreso y gasto público), reformas fiscales progresivas y un programa amplio de planificación económica que aspire a corregir los desequilibrios y a cambiar el modelo económico en su conjunto.

El neofeudalismo

Todas estas reformas amenazan con establecer un nuevo orden social al que algunos autores han convenido en llamar neofeudalismo[24]. En este orden social habrá una pequeña élite que tendrá todo el control político y económico sobre los recursos, medios de producción, acceso a la educación, cultura y al poder político, y donde sin embargo la mayoría vivirá en una economía de sumisión y supervivencia.

Según avance la privatización del resto de empresas públicas el control de las mismas pasará a manos de esa pequeña élite. De esa forma, incluso el sector de los medios de comunicación se verá afectado, quedando el control de la llamada «industria de creación de opinión pública» definitiva y totalmente en manos de los de arriba. La educación y la sanidad, servicios a los cuales será más caro acceder, actuarán como un filtro que impedirá que los más desfavorecidos puedan aspirar a formarse y ascender mediante el ascensor social. El panorama del mercado de trabajo y las condiciones laborales dejarán expuesta a la mayoría de los trabajadores a los deseos arbitrarios, y de maximización de beneficios, de los grandes empresarios. Las pequeñas y medianas empresas caerán ante un empobrecimiento generalizado de la ciudadanía, de modo que sólo saldrán ganando las grandes empresas que exportan su producción y que son también propiedad de una minoría de la población. Crecerá, en cualquier caso, la desigualdad y la pobreza y, en definitiva, se avanzará hacia un escenario de regresión social mucho más amplio y global.

Pero el camino no será fácil para quienes aspiran a establecer ese nuevo orden social. Como sabemos por las experiencias históricas, la transición a esas nuevas situaciones es muy tormentosa y prácticamente imposible en términos sociales. Como decía Polanyi, cualquier avance en eso llamado «mercado-libre» es contraproducente porque genera distorsiones sociales y empuja a la gente a protegerse sea como sea (la naturaleza del ser humano no es la de ser una mercancía). Para Polanyi, la desregulación agresiva y los avances ultraliberales son la antesala del fascismo, ya que éste último nace como intento social de protegerse ante los excesos de extender el libremercado.

Como veremos más adelante, el camino hacia ese nuevo escenario conllevará un incremento de la frustración social que podrá canalizarse finalmente de distintas formas. Es labor de la izquierda, en mi opinión, saber leer la jugada y actuar de modo que esa rabia sea conducida de forma que la aspiración sea superar el actual sistema económico y político.

LA IMPORTANCIA ECONÓMICA DE LA DESIGUALDAD

La desigualdad y la pobreza son los factores que mejor explican los estallidos sociales. No obstante, la desigualdad no es sólo un problema moral, sino también económico y, además, muy grave. La desigualdad es la que lleva a la crisis, y para salir de esta crisis y evitar otras nuevas en el futuro lo que necesitamos es un replanteamiento general de la economía, con medidas concretas destinadas a recuperar la soberanía ciudadana y a iniciar una senda de crecimiento económico basado en una alta participación salarial.

El punto de partida

Hay que partir de un hecho económico básico: actualmente vivimos en un sistema económico, el capitalismo, cuya lógica interna genera continuamente desigualdad y pobreza. Como ya hemos explicado, de lo que el empresario se queda de la renta una parte se destina a inversión (que permite comprar mejor maquinaria, invertir en nuevas tecnologías, o para contratar mejores trabajadores) y otra se destina a consumo improductivo (pago de intereses, royalties, impuestos y dividendos).

Es fácil ver que dada esa estructura distributiva en la que el empresario es quien decide cómo distribuir, la desigualdad en el tiempo tiende a crecer incesantemente. Para los economistas neoliberales esto no es un gran problema, ya que, aunque crezca la desigualdad, según su criterio lo que importa es el bienestar material en términos absolutos. Es decir, que crezca la brecha entre ricos y pobres no es problema siempre y cuando los pobres tengan cada vez mejores condiciones materiales. Y ellos aseguran que eso es un proceso automático llamado trickle down o «efecto goteo» que lleva a que, dado que los empresarios cada vez son más ricos, también invierten más dinero y de esa forma contratan más trabajadores y mejoran la capacidad productiva de una economía. Es decir, su visión de la sociedad es la de unos empresarios que determinan a la baja la parte salarial y al alza la parte empresarial, pero cuya parte no se la quedan ellos sino que la reinvierten automáticamente mejorando las tecnologías y contratando más y más trabajadores.

Vamos a establecer ese argumento como punto de partida. En efecto, una sociedad prospera en términos económicos siempre y cuando haya inversión. La inversión permite mejorar la tecnología, contratar más trabajadores, incrementar la eficiencia y, en definitiva, aumentar la capacidad productiva de una economía (podemos producir más, en menos tiempo y de mejor calidad). Y para que eso sea así el empresario debe quedarse una parte suficiente de la renta, porque si todo se queda en salarios no habría dinero suficiente para invertir. En economía se dice que hay un trade-off entre el pago de los salarios y el nivel de beneficios. Si los salarios son demasiado elevados se estrangula la capacidad del beneficio de iniciar procesos de inversión.

Por esa razón, los neoliberales proponen siempre moderación salarial. Su objetivo, al menos el teórico, es reducir los salarios y aumentar la parte empresarial, ya que dicen que así se estimula la inversión. Eso es lo que ha pasado en los últimos años.

Lo que los neoliberales suelen dejar de lado es que hay otro trade-off entre el consumo improductivo y la inversión. Es decir, que aunque la parte empresarial crezca a costa de la salarial, todavía queda saber qué ocurre con esa parte empresarial. Puede que se distribuya entre los accionistas (dividendos) o bien puede destinarse al pago de intereses a los bancos o también puede, ahora sí, invertirse para crear empleo. Esto es muy importante, pues en los años de hegemonía neoliberal la inversión ha sido muy reducida y sin embargo lo que ha crecido ha sido el reparto de dividendos y el pago de intereses a las entidades financieras, es decir, el consumo improductivo. La consecuencia de todo ello es que, aunque la parte empresarial ha subido, eso no ha repercutido en mayor inversión y mayor creación de empleo, es decir, que no se ha cumplido el trickle down. En el año 2009, por ejemplo, el 50 por ciento de la renta empresarial se destinaba a dividendos, el 20 por ciento a beneficios y el resto se reinvertía. Es decir, cuando los beneficios se han incrementado, la mayor parte se ha destinado a repartírselo entre los propietarios y no a reinvertir.

La caída de la parte salarial y la crisis de demanda

En economía no todo es tan sencillo como se pretende hacer creer con afirmaciones del tipo «la moderación salarial nos sacará de la crisis». Este argumento es bastante fácil de entender, y cualquier empresario sabe que si baja salarios tendrá más dinero para invertir. El problema viene cuando hablamos de una economía en su conjunto, que en realidad es lo que nos interesa. Y es que entonces tenemos que hablar de lo que en economía se llama «falacia de la composición» y que demuestra que lo que es bueno para intereses individuales no es necesariamente bueno e incluso puede ser perjudicial para el interés colectivo.

En efecto, un empresario puede querer que los salarios de sus trabajadores bajen y así pueda él tener más dinero para invertir y mejorar su empresa. Pero a la vez querrá que el resto de trabajadores de otros empresarios cobren más, porque a alguien hay que venderle los productos. Sin embargo, como el sistema económico es caótico lo que sucede en realidad es que todos los empresarios proponen la bajada de salarios, lo que hace que todos los trabajadores en conjunto cobren menos y por lo tanto tengan menor capacidad de compra conjunta. Entonces los empresarios en su conjunto también venden menos e incluso pueden tener pérdidas porque antes vendían a los trabajadores de otras empresas… a los cuales también les han bajado los sueldos. El sistema entra en crisis a través de lo que se llama una «crisis de demanda».

Cuando se produce una crisis de demanda lo primero que deja de comprarse son los bienes duraderos (electrodomésticos y coches, por ejemplo) y los bienes de lujo, ya que son los que se necesitan menos. Las empresas de esos sectores empiezan a tener pérdidas y despiden a trabajadores, lo que agudiza el problema porque también esos trabajadores dejan de consumir en otras empresas. La crisis se extiende y al final invade toda la economía.

La salida que suelen proponer los neoliberales a ese problema es proporcionar dinero y facilidades a las empresas, para que inviertan. Se bajan los tipos de interés y se da dinero a mansalva, pero no funciona nunca si la crisis es de esta naturaleza. Y a esa situación se la llama en economía «la trampa de la liquidez», porque por más que bajes los tipos de interés ninguna empresa quiere invertir… ya que aunque lo haga no podrá vender lo que produzca.

La salida histórica a este tipo de crisis es vía estímulos de la demanda por parte del Estado, es decir, del gasto público, como ocurrió con el New Deal estadounidense de los años treinta. El Estado inicia proyectos productivos para poner a trabajar a la gente desempleada. Como esos nuevos trabajadores reciben dinero también consumirán y podrá invertirse el proceso de antes: las empresas volverán a vender y a invertir. A veces el Estado crea empresas públicas, inicia proyectos pagando a las empresas privadas o incluso simplemente sube las prestaciones por desempleo (que tienen el mismo efecto que un salario: sirven para comprar).

Diferentes formas de crecimiento

No obstante, es posible escapar a estos «problemas» de agregación de intereses individuales. Por ejemplo, pagando salarios dentro del país pero vendiendo los productos fuera del mismo[25]. Ello permite que por muy bajos que estén los salarios de los trabajadores las empresas puedan seguir vendiendo y obteniendo beneficios y el país pueda seguir creciendo. En efecto, eso es lo que ha ocurrido con el extraordinario crecimiento de China y otros países, orientados a la exportación.

En el caso de China los salarios se han mantenido bloqueados en un nivel muy bajo —gracias a que el poder político reprime con dureza cualquier estallido social— y la parte empresarial ha crecido enormemente. Además, como son empresas dirigidas por el Estado y con objetivos muy planificados, casi todos los beneficios se han destinado a reinversión. Eso ha producido un crecimiento económico extraordinario que ha durado decenas de años. Es un modelo de crecimiento basado en el poder de compra del resto de países.

Las políticas que PP y PSOE han propuesto para salir de la crisis son, de hecho, un intento por aproximarnos a este modelo de crecimiento. Al hablar de moderación salarial lo que se está buscando es que España pueda vender más barato sus productos en el extranjero. Quieren crecer vía exportaciones. Es, de hecho, una consigna de la Unión Europea que los dos partidos mayoritarios han hecho suya. Puede decirse, por lo tanto, que el futuro de España según los grandes partidos es la chinarización. Porque para poder competir con países que venden barato tienes que vender tú también barato, todo lo cual requiere condiciones laborales similares a las que existen en China.

No obstante, aunque China y otros países puedan escapar a la lógica de que bajos salarios lleva necesariamente a la crisis, la economía como un todo no puede escapar. Puesto que no todos los países pueden hacer la estrategia China, por pura lógica: lo que unos exportan lo importan otros, y viceversa. O lo que es lo mismo: no todos los países pueden ser exportadores. Por eso el debate sobre la competitividad es un timo: el debate es una invitación a participar en una carrera donde no tenemos ninguna opción de ganar.

La opción deseable es un crecimiento dirigido por los salarios, es decir, fortalecer la participación salarial (y reducir la empresarial) para que la economía pueda crecer sin necesidad de deteriorar las condiciones laborales. Puede parecer que lo que estoy diciendo ahora es contradictorio con lo que planteaba antes sobre el trade-off entre parte salarial y parte empresarial, pero no es así. Que los salarios suban hace que la parte empresarial baje, en efecto, pero eso no significa que disminuya la inversión. Por varias razones. La primera, que, como hemos anticipado, esa parte empresarial puede no estar dedicándose a inversión sino a consumo improductivo, lo que significa que aunque baje no se vea afectada la inversión. Es más, dado que al subir los salarios crece la demanda de productos y eso mejora las expectativas de negocio, la inversión puede crecer. La segunda, vinculada con lo anterior, que, si bien las empresas ven sus beneficios caer en el reparto distributivo, pueden ver compensada esa caída por el incremento de las ventas. Eso hace que el crecimiento de los salarios lleve a mayor crecimiento económico, más que a menor crecimiento.

HAY QUE ESCLAVIZAR A LAS FINANZAS

Sabemos que la crisis financiera derivó en una crisis económica como consecuencia de que las entidades financieras encargadas de financiar la actividad productiva dejaron de hacerlo por temor a empeorar el estado de unos balances contables ya muy deteriorados por activos tóxicos. Activos tóxicos que recibían ese nombre porque aunque el precio de mercado era formalmente muy alto en realidad carecían de valor real y tarde o temprano tendrían que contabilizarse como pérdidas.

El cierre del grifo crediticio condujo a la paralización del consumo y de la inversión en las distintas economías nacionales, y en España además hizo estallar definitivamente su particular burbuja inmobiliaria. Una burbuja que había sido posible gracias a que las entidades financieras prestaron cantidades ingentes de dinero, obtenido en los mercados financieros, como préstamos de otros bancos, emisión de bonos y titulización… Durante todos estos años el crédito privado ha sido la gasolina de un modelo productivo que ahora está completamente agotado y que en su caída ha llevado a tasas de paro socialmente insostenibles.

Para intentar revertir la crisis los Estados europeos tuvieron que acometer desembolsos masivos de dinero público. Por un lado aprobaron rescates financieros a las entidades con problemas e incluso en muchos casos las nacionalizaron al completo. Además, llevaron a cabo programas de estímulo económico consistentes en crear empleo público y así frenar todo lo posible la caída del consumo y de la inversión. Todo ello llevó al incremento del gasto público.

Por el lado de los ingresos los Estados se vieron en dificultades propias de un momento de crisis económica. Debido a que actualmente la mayoría de los ingresos públicos provienen de los impuestos y que tales impuestos están asociados a la renta, al beneficio o al consumo… al caer todas esas variables los ingresos públicos también cayeron.

Así pues, la caída de los ingresos y el aumento de los gastos acrecentó el déficit presupuestario. Y para financiar ese desequilibrio los Estados tuvieron que incrementar su endeudamiento exterior, es decir, tuvieron que emitir más deuda pública. Todos los países vieron incrementarse su endeudamiento como consecuencia de la crisis, y no al revés como algunos autores han sugerido en un intento de disociar la responsabilidad bancaria del empeoramiento de la situación fiscal de los países.

Como ya dijimos, la deuda contraída por el Estado genera intereses que hay que pagar regularmente y que habrá que financiar de alguna forma. Dado que la crisis permanece y la situación fiscal del Estado (la relación ingresos-gastos) se mantiene, se ve obligado a endeudarse de nuevo. Además hay que añadir los procesos especulativos, que aumentan la carga de la deuda o hace a ésta menos eficiente. En definitiva, se incrementa el llamado «servicio de la deuda» y se puede entrar en un círculo vicioso del cual es muy complicado salir.

El futuro de la deuda pública

Las medidas de los gobiernos europeos buscan corregir el déficit presupuestario a través de un descenso de los gastos públicos, lo que supondrá un retroceso más del Estado del bienestar, y en cierta medida en un incremento de los ingresos, sobre todo vía impuestos indirectos (que son regresivos porque afectan por igual a ricos y pobres).

Pero ese camino enfrentará riesgos insuperables, ya que el gasto público es un componente de la demanda especialmente importante en períodos de crisis. Si el gasto público disminuye entonces el consumo y la inversión seguirán cayendo y ello profundizará el estancamiento de la economía. El consumo, sin la contribución clave del Estado, caerá, y las empresas no invertirán en un mercado en retroceso, por lo que no se creará empleo e incluso se seguirá destruyendo. Esto, sumado a la errónea reforma del sistema financiero (que al seguir siendo privado seguirá sin abrir el grifo a las medianas y pequeñas empresas, que son las que crean empleo) y las reformas laborales (que precarizarán aún más el trabajo y reducirán en conjunto la capacidad de consumo de la población), conducirá al desastre. Como ya dijimos, es muy probable que los ingresos sigan bajando y por lo tanto la relación que importa (ingresos-gastos) siga deteriorándose. Lo que obligará, por lo tanto, a tener que volver a endeudarse.

El impago de la deuda es una necesidad imperiosa para los países que están atrapados en este círculo vicioso, si bien por supuesto no es la única medida imprescindible. Ya hay muchas organizaciones sociales y partidos políticos de izquierdas reclamando la reestructuración o impago de la deuda. No obstante, una cosa es reestructurar la deuda y otra es impagar la totalidad de la misma. La reestructuración supone diferenciar los distintos contratos de deuda asumidos por el Estado y modificarlos en plazo, en cantidad o incluso cancelarlos parcial o totalmente. Es precisamente esto lo que se está reclamando en los círculos de izquierdas.

La reestructuración dirigida por los deudores (debtorled default), en oposición a la reestructuración dirigida por los acreedores (creditor-led default), supone la realización de una auditoría previa de la totalidad de la deuda controlada por los ciudadanos. Se trata de estudiar qué parte de la deuda es ilegal, inmoral o directamente insostenible. Por ejemplo, puede declararse inmoral cualquier contrato de deuda suscrito por bancos rescatados con dinero público o incluso los de aquellos bancos que han comprado deuda pública con dinero barato prestado por el Banco Central Europeo. En ese caso puede reestructurarse en plazos, en cuantía o sencillamente declarar que no se pagará nunca. Todo con el objetivo de reducir la carga de la deuda.

Por supuesto este proceso tiene costes políticos y económicos importantes. Los mercados financieros (los acreedores: bancos y otros agentes financieros) actuarían conjuntamente para atacar y especular con el país en cuestión. El coste de ver cómo se cierran los mercados financieros puede ser compensado con la reforma fiscal y con el hecho obvio de que los mercados volverán a prestar en el medio plazo en un entorno de crecimiento (los mercados financieros no tienen memoria: sólo tienen la lógica de la ganancia). Por eso sería recomendable que la reestructuración de la deuda formara parte de un plan más amplio y que además estuviera coordinado por, al menos, los países que más lo necesitan. Y estos países son los de la periferia, como Portugal, Grecia o España.

LIBERAR A LA POLÍTICA

Una de las víctimas más graves de esta crisis está siendo la democracia, en todas sus formas. La democracia está siendo duramente golpeada y violada, una y otra vez, al mismo paso que están avanzando las ideas neoliberales en todas partes del mundo occidental.

Esto no es nada nuevo. Por el contrario, la democracia siempre ha estado subyugada por la economía. Lo que ahora está variando es la claridad con la que eso se percibe. Decía José Saramago que vivíamos en una burbuja democrática, fuera de la cual no había democracia. Habíamos estado viviendo en un mundo de democracia ficticia en el que en realidad todas las decisiones de importancia las tomaban organismos ajenos al control de la ciudadanía, como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial o los Bancos Centrales. Todo podía funcionar mientras el ciclo económico a ello favoreciera. Sólo algunos «radicales» creíamos que esas palabras eran ciertas y reflejaban el estado real de las cosas. Hoy, en cambio, ésas son ideas que uno puede leer todos los días en los principales periódicos de España.

Por eso es urgente volver a poner encima de la mesa una propuesta alternativa que sea la guía de acción de los movimientos y partidos de izquierdas para una recuperación de la economía y la democracia para las personas.

En primer lugar, necesitamos un sistema fiscal altamente progresivo. Hay dos formas de conseguirlo. La primera, creando una Hacienda Pública Europea común, con un sistema fiscal compartido. La segunda, coordinando las políticas fiscales y obligando a los países miembros a asumir un suelo en sus tipos impositivos y en los diferentes impuestos a aplicar. Hablamos de impuestos a la renta y a la riqueza, pero también a las transacciones financieras. Se trataría de un sistema altamente progresivo para poder recaudar suficiente y para sentar incentivos adecuados que huyan de la especulación financiera y promuevan la actividad productiva.

En segundo lugar, necesitamos un salario mínimo y una política salarial coordinada a nivel europeo. La participación salarial tiene que crecer y recuperar el peso perdido en los últimos años, en contraposición con la participación de los beneficios. Hay que corregir esta dinámica que es la verdadera responsable de la crisis. Ello se puede hacer coordinando políticas salariales y entrando de lleno en la determinación salarial por la vía de fortalecer la centralización de la negociación laboral.

En tercer lugar, necesitamos incrementar la productividad en los países periféricos, en España, Grecia, Italia o Portugal, a través de transferencias fiscales y programas de inversión pública que tengan ese objetivo y la reorientación del modelo productivo. La mejora de los transportes públicos, de las reformas de los horarios de trabajo y de las condiciones laborales se vuelven imprescindibles en este programa.

En cuarto lugar, se reclama un incremento del presupuesto de la Unión Europea, para fortalecer las instituciones europeas. Dichos recursos se destinarían a programas diseñados para crear un escudo social que proteja del desempleo a las regiones más pobres.

En quinto lugar, es urgente la democratización del Banco Central Europeo y la atribución de funciones propias de un verdadero banco central, como las de prestar directamente a los países miembros para acometer sus planes de estímulo y de cambio de modelo productivo. El objetivo central del BCE debe ser el empleo y no tanto la inflación. Además, es necesario abolir el Pacto de estabilidad y crecimiento y constituir un pacto para controlar las deudas privadas.

En sexto lugar, conviene plantear una reducción del tiempo de trabajo, paralela al crecimiento histórico de la productividad. Hay que acomodarse a los límites del planeta reduciendo el impacto del consumo material y ajustando la capacidad de producción a los recursos existentes. Es urgente poner la economía al servicio de las personas, de modo que un reparto del trabajo se hace imprescindible para mantener el pleno empleo en el marco de un nuevo modelo de producción y consumo. Se trata de repartir el trabajo, manteniendo sueldos y reduciendo márgenes de beneficios.

En séptimo lugar, es necesario reorientar el sistema financiero, con banca pública incluida, para garantizar inversiones a largo plazo. La regulación financiera debe ser estricta y deben aplicarse controles de capitales. Debería declararse una zona de autosuficiencia financiera en la Unión Europea, con una total prohibición de las transferencias a paraísos fiscales y una profundización de la democracia en las instituciones económicas. La nacionalización de las entidades financieras permitiría asumir también sus activos financieros y junto con un plan de estímulo público podría servir para que los agentes privados devolvieran sus deudas (ahora a entidades públicas, recuperándose así el dinero).

Y por último, hay que garantizar la titularidad pública en sectores como vivienda, energía, infraestructuras, pensiones, educación y salud. Todos los servicios declarados de primera necesidad deben ser cien por cien públicos y quedar garantizados para toda persona, con independencia de su origen.

Éstos son algunos de los puntos mínimos que son cruciales para caminar hacia un mundo con más equidad y justicia social y que respete los límites del planeta.