En la mesa del rincón más alejado de la cervecería «Heininger», donde podías ver a todo el mundo y todo el mundo podía verte, sentado bajo el agujero de bala escrupulosamente conservado en el enorme y dorado espejo, André Szara se esforzaba por mostrarse encantador mientras trataba de silenciar una voz interior que le ordenaba silencio, y que marchara a casa.
Novato en el grupo de habituales de la mesa del rincón, y por tanto centro de la atención de todos, propuso un brindis.
—Bebamos por el amor…, por los amores desesperados… de los días de nuestra infancia.
Hubo apenas unos segundos de duda (Dios, ¿es que iba a romper a llorar antes del coro de aprobaciones?) Pero no, no hubo lágrimas; Szara se peinó con los dedos el largo mechón de cabello negro caído sobre su frente y mostró su sonrisa vulnerable. Entonces, todos se dieron cuenta de lo muy acertado del brindis, de lo muy acertado que era él, ese ruso emotivo, a aquellas horas, bien pasada la medianoche, con su corbata gris acero y camisa castaño pálido, no era que estuviese borracho, sólo se mostraba íntimo y atrevido.
Allí estaba. Su mano, bajo el mantel, descansaba cálida sobre el muslo de Lady Ángela Hope, pilar de la noche parisina y mujer a la que le habían aconsejado que evitase. Con la mano libre sostenía la copa de champán de borde dorado y bebía «Roederer Cristal», gracias a la atención de un camarero solícito que llenaba su copa cada vez que él hacía el gesto de beber. Sonreía, reía, decía cosas divertidas, y todos, absolutamente todos, pensaban de él que era maravilloso: Voyschinkowsky, «el León de la Bolsa»; Ginger Pudakis, la esposa inglesa del rey de los embutidos de Chicago; la condesa polaca K, la cual, cuando tenía alguna intriga amorosa, organizaba ingeniosas fiestas para sus amigos; el terrible Roddy Fitzware, loco, malo y peligroso de conocer. De hecho, todos ellos, diez a última hora, estaban pendientes de sus palabras. ¿Era por sus modales, un poco más eslavo de lo conveniente? Quizá. Pero no le importaba. Fumaba y bebía como un demonio afable y decía, «para un borrachín, el mar llega sólo hasta las rodillas» y otros dichos rusos, tal como acudían a su cabeza, casi siempre ridiculizándose, pero haciéndose querer.
Sin embargo —era más eslavo de lo que los otros creían—, la voz interior no quería callar. Detente decía—: Esto no te interesa; vas a sufrir, y a arrepentirte, te atraparán. Pero no la escuchaba. No porque estuviera equivocada; de hecho, él sabía que tenía razón, pero prefirió ignorarla.
Voyschinkowsky, inspirado por el brindis, contaba una historia.
—… Mi padre me llevó al campamento gitano. ¡Imaginad, de noche, tan tarde, y a un sitio así! Yo no tendría más de doce años, pero cuando la muchacha empezó a bailar…
La pierna de Lady Ángela se apretó más bajo la mesa, una mano apareció en medio de la atmósfera de humo, y un chorro de champán cayó en su copa. ¿Qué otro vino, había preguntado alguien sobre el champán, puedes oír?
Como Lady Ángela Hope, la cervecería «Heininger» era famosa. En la primavera del 37 había sido el escenario de lo que los parisinos llamaron después «une affaire bizarre»: la sala principal fue rociada de balas de ametralladora, asesinaron al maître búlgaro en el lavabo de señoras y un camarero misterioso, el que decía llamarse Nick, desapareció poco después. Semejantes sucesos, tan violentamente balcánicos, habían dado una gran popularidad al local; la mesa que todos querían era la que estaba debajo del espejo, con un solo agujero de bala; de hecho, era el único espejo que había sobrevivido. Por lo demás, era una cervecería como otra cualquiera, con sus bigotudos camareros que corrían entre las banquetas de felpa llevando bandejas con cangrejos de río y salchichas a la plancha. Todo tenía un aire perverso fin de siècle. Mientras, la nieve de febrero caía mansa en las calles de París y los taxistas procuraban defenderse del frío.
En cuanto a Lady Ángela Hope, era famosa en dos círculos muy diferentes; en el de la multitud nocturna de aristócratas y nuevos ricos, de todas las nacionalidades y de ninguna, que llenaban determinadas cervecerías y locales nocturnos; y otro, más oscuro quizá, que la seguía con igual interés, y quizá mayor entusiasmo. Su nombre surgió ya en una de las primeras charlas de Goldman, cuando éste sacó un expediente de la caja fuerte de Stefan Leib en Bruselas. Tanto el predecesor de Szara como Annique Schau-Wehrli habían sido «probados» por Lady Ángela, «conocida por tener contactos informales con los centros británicos de espionaje en París». Era tal como se la habían descrito, cuarentona, sexy, rica, mordaz, promiscua y, casi siempre, muy asequible; anfitriona e invitada infatigable que conocía a «todo el mundo». «Seguramente vas a conocerla —le dijo Goldman—, pero tiene las peores amistades. Mantente alejado de ella».
A pesar de Goldman.
Szara sonrió para sus adentros. Lástima que Goldman no pudiera verlo ahora, con la prohibida Lady Ángela apretándose a su lado. Bueno, pensó, es el destino. Tenía que suceder, y ha sucedido ahora. Sí, puede que hubiera algún tipo de alternativa, pero la única persona en su vida que entendía de alternativas, sabía dónde se ocultaban y cómo encontrarlas, se había ido.
Esa persona era Abramov, por supuesto. Y el 7 de febrero, en una pradera detrás del «Hôtel du Vaz», en Sion, Abramov había dimitido de su cargo. No sabía con exactitud cómo había sucedido; pero había estado atando cabos, y tenía una buena idea de qué podía haber sido.
Sospechaba que Abramov había intentado influir en Dershani con las fotografías tomadas en el jardín de la casa de Puteaux. El asunto no funcionó. A sabiendas de que sus días estaban contados, habían seguido el consejo que Szara le dio en la playa de Arhus y preparó la operación final: su propia desaparición. Dispuso la reunión del «Hôtel du Vaz», en Sion (propiedad, según dijeron a Szara aquella noche, de una empresa tapadera del departamento extranjero del NKVD), lo que le daba un motivo legítimo para salir de Moscú. Se inventó un agente suyo en Lausana que necesitaba sesenta mil francos franceses. Esto hacía que Goldman fuese el lógico tesorero en Bruselas, y el viaje de Szara a Sion el método adecuado de entrega. Con el dinero, Abramov pensó que podría empezar una nueva vida; la operación era sencilla y estaba bien montada, pero no funcionó.
¿Por qué? Szara veía dos razones: Kranov, de quien él sospechaba que era un espía del Directorio en la red OPAL, pudo haber alertado a las unidades de seguridad cuando advirtió que una mano desentrenada y vacilante había operado el telégrafo en Moscú. Cada operador tiene una firma característica, y era probable que Kranov, formado para ser sensible a cualquier cambio, hubiera reaccionado ante la torpe pulsación del mensaje de Abramov.
Aun así, Szara creía que Goldman era la posibilidad más interesante. Los chismorreos de la red decían que el rezident se había visto involucrado en una operación de bribones —algo muy diferente de lo habitual en las actividades de la OPAL—, durante la cual una joven había sido raptada de una pensión en París. Y cuando Szara habló con Schau-Wehrli y le describió a los agentes que más tarde encontró aquella noche en el «Hôtel du Vaz» —sobre todo al que respondía al nombre de guerra de Dodin, un hombre corpulento, bajo y grueso, de manos rojas y rostro de carnicero—, ella tuvo una ligera reacción. Aunque luego hizo como si no supiera nada, pero él había visto una sombra en sus ojos, estaba seguro.
Por medio de Kranov o de Goldman —o quizá de los dos—, la Sección especial del Departamento Extranjero tomó cartas en el asunto: envió a Maltsaev a París para que vigilara a Szara cuando éste fuera a reunirse con Abramov y averiguara si era su cómplice, e incluso si iba a escapar con él. Szara cayó en la cuenta de que su instintivo rechazo ante la personalidad de Maltsaev le había llevado a responder de una manera neutral y fría a la punzante ofensiva del otro y eso, probablemente, era lo que le había salvado la vida.
Enterraron a Abramov al borde de la pradera, bajo las ramas cargadas de nieve de un abeto, removiendo el helado suelo con palas mientras sudaban bajo la fría luz de la luna. Fueron cuatro, además de Maltsaev; dejaron sus rifles de caza suizos apoyados en el tronco de un árbol cercano, se quitaron los abrigos y trabajaron con sus holgados trajes de lana, maldiciendo mientras cavaban. Esparcieron nieve sobre la tierra removida y regresaron al hotel vacío; hicieron fuego en la chimenea de la planta baja y charlaron y fumaron los «Belomor» de Maltsaev, sentados en las sillas de pino artesanales. Szara participó en todo, hizo su turno con la pala y cargó con el peso de Abramov cuando lo metieron en el hoyo. No tuvo elección, y durante un rato formó parte del grupo. Hablaron de lo que se podrían comprar en Ginebra antes de regresar a Kiev y de otras operaciones, algo en Lituania, algo en Suecia, aunque lo hacían con la cautela que la presencia de un extraño les imponía. La única ceremonia para Abramov fue una silenciosa plegaria de Szara, y éste tuvo buen cuidado de que sus labios no se movieran al pronunciarla. Pero ya en aquel momento, en la oscura pradera, él planeaba otros funerales.
Por la mañana temprano, en el andén de la estación del ferrocarril, mientras esperaba el tren de París, Maltsaev no tuvo reparos en hablarle claro.
—Lo normal en estos casos es darle el mismo viaje al cómplice, sea inocente o no. Pero, de momento, alguien cree que debes seguir vivo. Personalmente no estoy de acuerdo, en el fondo eres un traidor, pero hago lo que me mandan. Lo que ha sucedido es una buena lección para ti, Szara, piénsalo. Ser inteligente quizá no sea tan inteligente como tú crees. Fíjate donde ha terminado Abramov. La culpa es de sus padres: tenían que haberle hecho estudiar violín, como a los demás.
Llegó el tren. Maltsaev, después de una inclinación de cabeza y un gesto con la mano señalando la puerta del compartimiento, le dio la espalda y se alejó.
Mientras miraba a Voyschinkowsky a través de la mesa, y fingía escuchar la historia de la niñez de aquel hombre, Szara entendió, por primera vez, la cadena de sucesos que habían acabado por conducirlo a la noche del 7 de febrero. Todo empezó con las relaciones amorosas entre Lötte Huber y Sénéschal y, a partir de ahí, había seguido como movido por el destino hasta la conclusión final. Inevitable, pensó. El champán le hacía ver claro; lo desvelaba, al contrario del vodka, que lo entumecía. Podría decirse, pensó, que la afición de un oficial nazi por la salsa roja de frambuesa había provocado, dos años más tarde, la muerte de un agente del espionaje ruso en una pradera suiza. Sacudió la cabeza para disipar sus pensamientos. Recuerda, se dijo a sí mismo, estas cosas hay que hacerlas con el corazón frío.
Voyschinkowsky hizo una pausa para tomar un largo sorbo de champán. «El León de la Bolsa» había alcanzado ya los sesenta; su rostro largo y apagado, estaba marcado por unos ojos enrojecidos crónicos y las bolsas oscuras bajo ellos de una larga vida de insomnes. Se decía que era uno de los hombres más ricos de París. Tenía un acento húngaro muy pronunciado y una profunda voz ronca.
—¿Qué se habrá hecho de ella? —le preguntó.
—Pero, Bibi —intervino Ginger Pudakis—, ¿hicisteis el amor?
—Sólo tenía doce años, querida mía.
—¿Y qué?
La boca de Voyschinkowsky se torció en un gesto de amargura.
—Le vi los senos.
—¿Y eso fue todo?
—Permíteme que te diga que un hombre como yo, que ha llevado una existencia variada y cosmopolita, nunca ha vuelto a vivir un momento como aquél.
—Oh, Bibi —suspiró ella—, ¡qué triste!
Lady Ángela acercó su boca al oído de Szara.
—Diga algo inteligente, ¿quiere?
—No es triste. Sino agridulce. Me parece una historia perfecta.
—Muy bien dicho —aprobó Roddy Fitzware.
Luego fueron a un local nocturno a ver el baile apache. Una joven bailarina, con la falda recogida y anudada alrededor de la cintura, resbaló sobre el pulido pavimento en dirección a los espectadores y dio, involuntariamente, con el afilado tacón de su zapato en el tobillo de Szara. Éste se sobresaltó y vio, a través del maquillaje negro y violeta, una ráfaga de horror en el rostro de la joven; luego, su compañero, vestido con la tradicional camisa de marinero, acudió junto a ella para llevársela. Ahora me han herido en la línea del deber, pensó, y deben darme una medalla, pero no hay país que lo haga. Estaba muy borracho y se rió en voz alta de sus pensamientos.
—¿Lo han apuñalado? —preguntó serena Lady Ángela, con evidente alegría.
—Un poco. No ha sido nada.
—Qué hombre tan, pero tan agradable es usted.
—Ah.
—De verdad. La próxima semana, ¿vendría a cenar conmigo, un tête-à-tête?, ¿sí?
—Sería un honor, querida señora.
—Pueden suceder cosas misteriosas.
—Para eso vivo.
—Espero que venga.
—Acierta. ¿Habrá un violinista?
—¡Santo Dios, no!
—Entonces iré.
La cena fue en «Fouquet», en un comedor privado con cortinas de color verde oscuro. Querubines dorados pintados sonreían desde las esquinas del techo. Sirvieron dos vinos, langostinos con alcachofas y rodaballo. Lady Ángela Hope llevaba un vestido ceñido de resplandeciente seda roja y el cabello del color del latón bruñido, recogido hacia arriba, sujeto por dos mariposas de diamantes. Szara pensó que su presentación era ingeniosa: fascinante, seductora, pero absolutamente intocable; la culminación de la cena en privado era… que tenía que cenar en privado.
—¿Qué debo hacer con mi casita en Escocia? Tiene usted que aconsejarme.
—¿Hay algo que no va bien?
—Podría ir bien, podría ir mal. Este hombre horrible, un Mister MacConnachie si usted quiere, me escribe para decirme que la comisa del noroeste se ha deteriorado por completo, y…
Szara estaba decepcionado, hasta cierto punto. Además de que sentía curiosidad, al instinto callejero que conservaba de Odesa le hubiera complacido la conquista de una aristócrata inglesa en una sala privada de «Fouquet». Pero desde el principio había comprendido que aquella noche era para los negocios, no para el amor. Cuando mataban el tiempo con el café, una discreta llamada sonó en el marco de la puerta, a un lado de la cortina. Lady Ángela se puso afectadamente los dedos en el centro del pecho con gesto afectado.
—¿Quién podrá ser?
—Su marido —respondió Szara con acritud.
Ella contuvo la risa.
—Hijo de puta —dijo en inglés.
Su tono aristocrático hizo de la palabra un poema, y Szara tuvo la impresión de que era el término más afectuoso de que ella era capaz, o, al menos, el único que podía dedicarle. A pesar de todo, la encontraba espléndida.
Roger Fitzware salió de detrás de la cortina. Su manera de moverse indicaba que ya no era el Roddy algo afeminado y terriblemente divertido que tanto adoraba la gente de la «Cervecería Heininger». De baja estatura y muy bello, con su cabello castaño rojizo caído sobre la noble frente, llevaba traje de etiqueta y fumaba un puro pequeño.
—¿Estoy de trop?
Szara se levantó y le estrechó la mano.
—Encantado de verle —fue su saludo en inglés.
—Mmm —fue toda la respuesta de Fitzware.
—¿Te quedas con nosotros? —preguntó Lady Ángela.
—¿Quieren que pida una silla? —dijo Fitzware para no ser… descortés.
—No hace falta —contestó Lady Ángela. Se levantó, rodeó la mesa y besó a Szara en la mejilla—. Un hombre muy muy agradable. Debe telefonearme… muy pronto.
Y desapareció tras la cortina.
Fitzware pidió coñac «Biscuit» y hablaron de cosas triviales durante un rato. Szara, estudioso de la técnica, vio con gran satisfacción profesional cómo se comportaba Fitzware; la gente del espionaje, con independencia de su origen, tiene mucho en común siempre, como los que coleccionan sellos o los que trabajan en un Banco. Pero la manera de enfocar las cosas, cuando llegó el momento, no le causó sorpresa, porque resultó ser la misma que los Servicios rusos preferían, crear un motivo aceptable y solicitar la traición al mismo tiempo.
Fitzware llevó la conversación como un consumado maestro.
La situación de los porteros en París —y hablando de eso era muy divertido: su casa de apartamentos sufría bajo la bota de un tirano feroz, un vrai dragon, con sus ochenta años y una voluntad de hierro— condujo a la situación política en París, y aquí Fitzware reconoció implícitamente las preocupaciones de su interlocutor citando, con expresión severa, el lema que se veía escrito por todas las paredes y puentes, Vaut mieux Hitler que Blum, la preferencia fascista por los nazis y el rechazo a Léon Blum, el socialista judío que desde hacía un año presidía el Gobierno. Luego fue el momento de hablar de la situación política en Francia, seguida de inmediato polla situación política en Europa. Con eso, la mesa estaba puesta y sólo faltaba que se sirviera la comida.
—¿Cree usted que puede haber paz? —preguntó Fitzware. Sacó un purito, y ofreció otro a Szara. Éste lo rechazó y encendió un «Gitane».
—Por supuesto —contestó Szara—. Si la gente de buena voluntad está dispuesta a aunar esfuerzos.
Y eso fue suficiente.
Fitzware había enseñado su banderín de señales y Szara le había contestado. Fitzware dedicó un momento a girar la copa de coñac en su mano y después de aspirar el cigarro exhaló una larga bocanada de humo. Szara le concedió tiempo para que celebrara su victoria; para cualquiera del oficio, el reclutamiento era la gran victoria, quizá la única. Ahora ya se había acordado que ambos trabajarían juntos por la paz. ¿Y quién no? Los dos sabían con la misma seguridad de que cada día sale el sol, que habría guerra, pero eso se hallaba fuera de lugar.
—Los británicos estamos terriblemente confusos —dijo Fitzware, fiel a su papel—. Temo que no sepamos las verdaderas intenciones de la Unión Soviética con respecto a Polonia. O con respecto a los países bálticos o a Turquía. La situación es compleja, un polvorín a punto de estallar. ¿No sería tremendo que los ejércitos europeos se pusieran en marcha por un simple malentendido?
—Debería evitarse —aprobó Szara—. A toda costa. Usted cree que vamos a pagar, como en 1914, el precio de la ignorancia.
—Por desgracia, el mundo no aprende.
—No. Tiene usted razón. Parece que estamos condenados a repetir nuestros errores.
—A menos, claro es, que tuviéramos el conocimiento, la información, que permitiera que estas cosas la resolvieran los diplomáticos. En la Liga de las Naciones, por ejemplo.
—Ésa sería la solución ideal.
—Bien —dijo Fitzware radiante—. Opino que todavía hay una oportunidad, ¿no le parece?
—Sí, creo que sí. En cuanto a mí, la información crítica en este momento se refiere a lo que ocurre en Alemania. ¿Está usted de acuerdo en eso?
Fitzware no contestó de inmediato; se limitó a mirar como si estuviera hipnotizado. Se había dejado llevar por una falsa pista al suponer que la información de Szara se referiría a las operaciones soviéticas de espionaje, políticas o lo que fuera. Ahora tenía que cambiar de área por completo. Las ofertas de secretos soviéticos eran en muchos casos, provocaciones o cebos, intentos de enredar a un Servicio Secreto rival para engañarlo o para que revelaran sus propios recursos. Había que ir con pies de plomo en estos casos. Una oferta de secretos alemanes, viniendo de un ruso, debía de ser algo sólido. Fitzware se aclaró la garganta.
—Sin duda alguna.
—Para mí, la clave de una solución pacífica a las dificultades existentes pasaría por un conocimiento mutuo del armamento, en especial de los aviones de combate. ¿Qué opina al respecto?
Szara vislumbró en los ojos de Fitzware el brillo fugaz del júbilo, como si una voz gritara en su interior: «¡Bailaría desnudo sobre mi jodido pastel de cumpleaños!». Fitzware se permitió un civilizado gruñido.
—Hum, bien, sí por supuesto que estaría de acuerdo.
—Con discreción, Mr. Fitzware, es perfectamente posible.
Así contestaba a una pregunta no planteada: Fitzware no estaba en comunicación con la Unión Soviética, ni iba a meterse en el cerrado laberinto de las iniciativas diplomáticas que siguen al espionaje. Estaba en comunicación con André Szara, un periodista soviético que operaba por su cuenta. Ése era el significado de la palabra discreción. Fitzware reflexionó con cuidado; el asunto había llegado a un punto delicado.
—Condiciones —dijo escueto.
—Siento un gran temor por la cuestión palestina, en especial por la sesión de la Conferencia de Saint James.
El aire triunfante de Fitzware desapareció por completo. Szara no podía haberle planteado un tema más espinoso.
—Hay áreas más fáciles en las que trabajar —replicó.
Szara inclinó la cabeza con el fin de dar tiempo a Fitzware para que se recuperara.
—¿Puede ser más específico? —dijo Fitzware por fin.
—Certificados de emigración.
—¿Auténticos?
—Sí.
—Por encima del límite legal, supongo.
—Por supuesto.
—Y, ¿a cambio?
—Determinación de la producción mensual de bombarderos del Reich. Basada en la fabricación total de cables de estampación en seco que se emplean para ciertos controles no electrónicos de los aviones.
—Mis jefes querrán saber la razón por la que usted asegura «total».
—Mis jefes creen que es así. Son, con independencia de lo que uno pueda pensar, unos jefes competentes, muy efectivos.
Fitzware suspiró, mostrándose de acuerdo.
—Supongo, querido amigo, que no querrá algo más simple a cambio…, dinero, por ejemplo.
—No.
—Otro coñac entonces.
—Encantado.
—Todavía queda mucho por hacer, y no puedo prometerle nada de momento. Como es costumbre, ya me comprende.
Fitzware apretó el botón de la pared para llamar al camarero.
—Lo comprendo perfectamente… —dijo Szara. Hizo una pausa para terminar su coñac—. Pero debe saber que el tiempo es muy importante para nosotros. La gente se está muriendo. El Reino Unido necesita amigos, tenemos que hacer que esto funcione de alguna manera. Si ustedes salvan vidas de los nuestros, nosotros salvaremos vidas de los suyos. Seguro que eso es la paz del mundo, o algo malditamente parecido.
—Bastante parecido —dijo Fitzware.
El tiempo variable y desapacible de principios de marzo fue testigo de la seria negociación entre Szara y Fitzware. «Llámelo como quiera —diría más tarde Szara a De Montfried—, pero aquello fue un regateo burdo». Fitzware tocó todas las melodías tradicionales: que los jefes de Szara querían algo por nada; que los mandarines de Whitehall[15] eran un puñado de locos, incapaces de ver nada; que él, Fitzware, estaba por completo del lado de Szara, pero que abrirse camino entre la maleza burocrática era algo increíblemente frustrante.
Buena parte de la negociación tuvo lugar en la cervecería «Heininger». Fitzware se sentaba con Lady Ángela, Voyschinkowsky y toda la pandilla. Alguna vez, Szara se les unía; otras, se iba a cenar con alguna de las chicas del café. Se encontraba con Fitzware en el servicio de caballeros, donde susurraban de prisa los tiras y aflojas, o se salían un rato a la acera para respirar un poco de aire fresco. Una o dos veces charlaron en un rincón durante las reuniones sociales que se organizaban en los apartamentos de los demás del grupo. En este tiempo, Szara se dio cuenta que ser judío dificultaba el regateo. Fitzware se mostró siempre correcto, pero hubo momentos en que a Szara le pareció vislumbrar de la clásica actitud en el otro algo: ¿por qué sois gente tan difícil, tan avara, tan testaruda?
Y, por supuesto, los jefes de Fitzware trataron de hacer con Szara lo mismo que el Directorio había hecho con el doctor Julius Baumann. Querían saber con quién estaban tratando en realidad, necesitaban tener una idea del proceso, ¿de dónde viene la información? Más, denos más (Y ¿por qué sois gente tan avara?).
Pero Szara fue como una roca. Sonreía a Fitzware con tolerancia, a sabiendas de que el inglés iba de pesca, en busca de más información; su sonrisa decía somos del mismo gremio, amigo mío. Por fin, Szara hizo una digresión: esta negociación no es nada, admitió quejoso ante Fitzware, si se compara con los tratos con los franceses, que tienen a sus propias comunidades judías en Beirut y Damasco. Aquello pareció dar resultado. Nada como un rival, en el amor y en los negocios, para estimular el deseo.
Hicieron el trato y se estrecharon las manos.
Las cifras de Baumann, desde el 1 de enero de 1937 hasta febrero de 1939, supusieron un pago inicial de quinientos certificados de emigración, cifra superior a los doscientos ofrecidos por Fitzware, pero inferior a los setecientos solicitados por Szara. Ciento setenta y cinco certificados al mes fue lo estipulado a cambio de la información que se entregara a partir de entonces. El Libro Blanco permitiría setenta y cinco mil entradas legales hasta 1944, quince mil al año, mil doscientas cincuenta al mes. La entrega de información alemana de Szara permitiría aumentar esa cantidad en un catorce por ciento. Así viven las matemáticas de los judíos, pensó.
A pesar de que una y otra vez se repitió que debía llevar esa operación con la cabeza fría, no exagerar su pequeña victoria, pensara lo que pensase de ella, no pudo evitar que sus visitas al estanco de la esquina fueran mucho más frecuentes, que los ceniceros rebosaran, que tuviera que llevar más botellas vacías al cubo de la basura del patio, que su factura del bar subiera de golpe, que tomara aspirinas y que necesitara echarse litros de agua en los ojos al levantarse por la mañana.
Había demasiadas cosas en qué pensar: una, en el invisible servicio de contraespionaje soviético, que servía para evitar que personas como él hicieran precisamente lo que estaba haciendo; otra, en el posible chantaje, que apareció el día en que Fitzware quiso saber cómo operaban los soviéticos en París y amenazó con denunciarlo si rehusaba cooperar; una tercera, en la gran probabilidad de que la información de Baumann fuera, de hecho, facilitada por el Servicio de Inteligencia del Ministerio de Exteriores del Reich, y estuviera intoxicando los cálculos británicos sobre el armamento alemán. ¿Qué sabrían ellos por otras fuentes?, se preguntó. Se enteró antes de lo que esperaba.
Durante esa época, Szara encontró consuelo en los lugares más insospechados. Descubrió que Marzo tenía un buen clima para el espionaje. Algo relacionado con los cielos grises surcados de veloces nubes o las lluvias primaverales golpeando en su ventana debió de infundirle valor, quizá porque un clima turbulento no deja tiempo para pensar en otras cosas. Los partidos políticos de la derecha y de la izquierda salían cada día a los bulevares, gritaban sus consignas, ondeando sus banderas, y los periódicos parecían frenéticos con sus gruesos titulares negros de cada mañana. Los parisienses tenían una cierta expresión en el rostro: labios apretados, cabeza algo inclinada hacia un lado, cejas enarcadas. Querían decir, ¿dónde nos lleva todo esto? e implicaba, a nada bueno. Eso se notaba a cada momento, en aquella primavera de 1939 en París.
Entretanto, De Montfried se había autonombrado agente encargado oficial. No era un Abramov, ni tampoco un Bloch; pero tenía una larga experiencia en los negocios y creyó que sabía por instinto, cómo debía comportarse un agente secreto. Esto dio lugar a momentos extraordinarios en la silenciosa biblioteca de temas ferroviarios del Club Renaissance. De Montfried ofreciéndole dinero —«Por favor, no sea excéntrico con estas cosas; es sólo un medio para un fin»— que Szara no quería tomar. De Montfried en el papel de madre judía, abrumando con emparedados de pescado ahumado a un hombre que apenas podía mirar una taza de café. De Montfried con un paquete con quinientos certificados de emigración en sus manos, haciéndose el estoico con lágrimas de placer en los ojos. Nada de eso importaba. Los días de Abramov y Bloch no volverían; Szara había estado dirigiendo las operaciones de OPAL demasiado tiempo como para no saber qué hacer con sus propios asuntos, ahora que se había presentado la ocasión. Esto incluía no querer conocer demasiados detalles que no fueran de su directa incumbencia.
Pero De Montfried dijo lo suficiente para que la imaginación de Szara pusiera el resto. Pudo verlos, quizás un cirujano oftalmólogo de Leipzig con su familia o un viejo rabino vacilante de la comunidad hasid berlinesa; y también cuando subían al barco, y luego, cuando veían desaparecer la costa alemana en el horizonte. La vida para ellos sería difícil, más que difícil, en Palestina. Quizá lo que los camisas pardas nazis habían empezado, lo terminaran las bandas de comandos árabes; pero, por lo menos, tenían una oportunidad, y eso era mejor que la desesperanza.
Los agentes británicos le proporcionaron toda la parafernalia acostumbrada: un hombre en clave, CURATE, una señal para citas de emergencia —la misma llamada telefónica de «número equivocado» que algunas veces usaron los rusos— y un contacto con el nombre de Evans en clave. Era un hombre delgado, de unos sesenta años, por su parte casi segura un oficial retirado del Ejército, muy posiblemente del servicio colonial; vestía con trajes azules a rayas y llevaba un paraguas plegado; un elegante y pequeño bigote cuidado y el cuerpo erguido siempre como una vela. Los contactos se hacían por la tarde, en los grandes cines cercanos a los Campos Elíseos: en silencio intercambiaban ejemplares doblados de Le Temps que se colocaban en el asiento vacío entre Szara y su contacto británico.
En silencio, salvo en una ocasión, una sola frase, pronunciada por Evans a través del asiento vacío, y convenientemente amortiguada por el zapateo de un grupo de bailarines de Busby Berkeley en la pantalla.
—Nuestro amigo quiere que sepa que las cifras que usted le dio han sido confirmadas, y que le está agradecido.
Nunca más volvió a oír la voz de Evans.
¿Confirmadas?
Eso quería decir que Baumann estaba diciendo la verdad; su información había sido autentificada por otras fuentes que informaban a los servicios de Inteligencia británicos. Y eso quería decir…, ¿qué? ¿Que el doctor Baumann había traicionado una operación funkspiele de los alemanes, por su cuenta y riesgo y porque sí? ¿Que el jefe de Marta Haecht se equivocó y no era Von Polanyi el que estuvo almorzando con Baumann en el «Kaiserhof»? Szara podía seguir haciéndose infinidad de preguntas; del mensaje de Fitzware llegarían a deducirse multitud de conjeturas. Pero no había tiempo para eso.
Szara tuvo que apresurarse para regresar a su apartamento, escondió ciento setenta y cinco certificados debajo de la alfombra, a la espera de poder entregarlos aquella noche a De Montfried; tuvo una reunión en el Marais, en el distrito Tercero, a las cinco de la tarde; luego se dirigió hacia la Place d’Italie para una treff con Valais, el nuevo jefe de grupo de la red SILO, poco después de las siete.
La reunión del Marais tuvo lugar en un pequeño hotel, en una habitación oscura donde había una mesa cubierta de un tapete grasiento. Una semana antes, habían ofrecido a Szara su propio certificado de emigración a Palestina.
—Es la puerta de escape para salir de Europa —le dijo De Montfried—. Puede llegar un momento en que usted no tenga otra elección.
Szara había rehusado, cortés pero firme. Sin duda, había alguna razón para que hiciera eso, pero no quiso darla. Lo que sí pidió a De Montfried fue una segunda identidad, una buena, con un pasaporte válido que pudiera enseñar en cualquier frontera que quisiera cruzar. Su intención no era escapar sino, simplemente, como cualquier depredador eficiente, ampliar su radio de acción. De Montfried, cuyos favores Szara nunca aceptó, sintió la alegría de poder ayudarle.
—Nuestro zapatero remendón —dijo usando la jerga para referirse al falsificador— es el mejor de Europa. Y ya me ocuparé de que se le pague: eso no debe discutírmelo siquiera.
El remendón no tenía nombre; un hombre gordo, grasiento, con finos rizos cepillados hacia atrás desde una fuente despejada. Llevaba una camisa blanca manchada, abotonada en las mangas y daba vueltas lentamente por la habitación, mientras le hablaba con un francés cuyo acento Szara no supo localizar, quizás algún lugar de Centroeuropa.
—¿Ha traído usted una fotografía?
Szara le alargó cuatro fotos de pasaporte que se había hecho en un estudio. El remendón chasqueó la lengua, eligió una y le devolvió las restantes.
—Yo no guardo archivos. Para eso tendría usted que ir a la «bofia». —Mantenía un pasaporte francés entre el grueso dedo índice y el pulgar—. Esto, esto, no lo ve usted todos los días. —Se sentó y puso el pasaporte abierto sobre la mesa; empezó a quitar la fotografía ayudándose de una esponja mojada en un disolvente químico. Cuando la tuvo arrancada se la dio, todavía húmeda, a Szara—. Jean Bonotte —dijo.
El hombre que le devolvía la mirada desde la foto era vanidoso, con unos ojos oscuros que captaban la luz. Tenía barba de diablo, que empezaba en las estrechas patillas, bajaba bordeando la mandíbula y luego subía para unirse al bigote, el tipo de barba, muy recortada, que es necesario recortar a diario con las tijeras.
—Parece majo, ¿no?
—Sí.
—No tan majo como él se creía.
—¿Italiano?
El remendón se encogió de hombros en un elocuente gesto.
—Nacido en Marsella. Cualquiera sabe. Pero ciudadano francés. Eso es lo importante. Viniendo de por allí abajo, siempre se puede decir que se es italiano o corso o libanés. Por allí se es de donde se dice.
—¿Por qué es tan bueno el pasaporte?
—Porque es real. Porque Monsieur Bonotte no llamará la atención de la Guardia Civil española en el momento en que usted baje del transbordador en Algeciras. Porque Monsieur Bonotte no volverá a llamar la atención de nadie, como no sea la del diablo, pero la Policía no sabe nada de eso. Legalmente está vivo. Este documento es legal, de una persona viva. ¿Entiende?
—Pero está muerto.
—Del todo. De qué sirve hablar de esto. Esté seguro de que nos ha dejado, y ningún campesino francés lo va a desenterrar. Por eso digo que es tan bueno el pasaporte.
El remendón recuperó la fotografía, le prendió una esquina con una cerilla y contempló cómo la llama azul y verde consumía el papel antes de dejarlo caer en un plato.
—Nacido en 1902. O sea, treinta y siete años. ¿Le va bien? Cuanto menos tenga usted que cambiar, mucho mejor.
—¿Qué le parece a usted? —preguntó Szara.
El remendón echó un poco la cabeza hacia atrás, debía de padecer hipermetropía, y se lo quedó mirando.
—Seguro. ¿Por qué no? La vida es dura algunas veces y eso se nota en el rostro.
—Entonces déjelo como está.
El remendón empezó a pegar la fotografía al papel. Cuando hubo acabado, se fue hasta un escritorio y volvió con un estampador, una máquina de franquear que impresiona en el papel las letras en relieve.
—Esto es auténtico —dijo con orgullo.
Colocó la máquina sobre el ángulo preciso de la foto y luego deslizó un trozo de cartón encima de la parte de la página ya grabada. Presionó con fuerza durante unos segundos y luego retiró el estampador.
—Esto es para impedir que se falsifique —explicó sin apenas una sonrisa. Devolvió el estampador al escritorio y cogió un sello de goma, un tampón, una pluma y un pequeño tintero de tinta verde—. Tinta del Gobierno —explicó—. Para ellos es gratis; para mí, demasiado cara. —Se concentró en su tarea y puso el sello con firmeza en un lado de la página—. Se lo estoy renovando. —Mojó la pluma en el tintero y firmó en el lugar señalado por el sello de goma—. El prefecto Cormier en persona —dijo. Aplicó un papel secante sobre la firma, la miró con ojo crítico y sopló para asegurarse de que la tinta estaba seca. Entregó el pasaporte a Szara—. Ahora le he convertido en ciudadano francés, si no lo es ya.
Szara ojeó, una a una, las páginas del pasaporte. Estaba bastante usado, con varias entradas registradas en Francia y visitas a Tánger, Orán, Estambul, Bucarest, Sofía y Atenas. El domicilio de Bonotte era la rue Paradis, en Marsella. Comprobó la nueva fecha de expiración, marzo de 1942.
—Cuando le toque renovarlo, sólo tiene que dirigirse a cualquier comisaría de Policía en Francia y decir que ha estado viviendo en el extranjero. Una Embajada francesa en un país extranjero, sería mucho mejor. ¿Conoce al hombre que le ha enviado a usted aquí?
—No —contestó Szara. Sabía que De Montfried no habría hecho directamente el contacto.
—Da lo mismo —dijo el remendón—. Usted es un caballero, diría yo. ¿Está contento?
—Sí.
—Úselo con salud. Si yo fuese usted, me sacaría una caríe d’identité, diga que la ha perdido, y la tarjeta de sanidad y todo lo demás, pero eso depende de usted. Oh, no eche mano al bolsillo, todo está arreglado.
Eran más de las seis cuando salió del hotel. El andén del Metro de St.-Paul estaba abarrotado de gente. Tuvo que abrirse paso a empujones cuando el tren llegó; una vez dentro, con las apreturas, se vio aplastado contra la espalda de una joven que, por su manera de vestir, debía de ser administrativa o secretaria. Cuando el tren se puso en marcha, ella dijo algo desagradable que Szara no captó bien, pero recibió el aliento de olor a salchicha, que seguro había comido en el almuerzo. Delante de sus ojos estaba el sitio del cuello que la muchacha había olvidado empolvarse. Le pidió excusas, y ella le contestó con una jerga que no entendió. Cuando la muchedumbre de la estación del Hôtel-de-Ville se agitó y empujó para entrar, Szara se vio aún más apretado contra ella.
—Pronto estaremos casados —le dijo, en un vano intento de aliviar la situación. Ella no encontró divertido el comentario y desvió la mirada con gesto de ignorarlo.
Después de hacer un transbordo, llegó a su parada, Sèvres-Babylone, ascendió la rue du Cherche-Midi a la carrera y subió a su apartamento. Aunque tenía el tiempo muy justo, no podía ir al encuentro de Valais con un segundo pasaporte en el bolsillo. La portera le dio las buenas noches a través del ventanillo mientras él pasaba a toda prisa hacia la puerta del oscuro patio. Subió a zancadas los tres tramos de escalera, dejó la puerta abierta con la llave puesta en la cerradura, escondió el pasaporte de Bonotte bajo la alfombra, junto a los certificados, y regresó a la escalera. La portera levantó un ceja cuando lo vio pasar tan ligero, apenas molesta y sorprendida; aunque, por lo general, no aprobaba aquellas prisas.
Regresó a la estación de Sèvres, después de sortear a su paso amas de casa que volvían del mercado y de haber tropezado con la correa de un perro tendida entre un caballero aristócrata y su galgo italiano, invadiendo la acera.
El Metro iba aún peor cuando eran cerca de las siete. A Valais se le tenía prohibido esperarlo durante más de diez minutos; si él se retrasaba, tenían que acudir a la cita de seguridad del día siguiente. El primer tren que paró mostró una impenetrable muralla de abrigos oscuros al abrirse la puerta, pero se las arregló para entrar en el siguiente. Después de un transbordo en Montparnasse, sin apenas tiempo para asegurarse de que no lo seguían, salió de la estación un minuto después de las siete, dobló la primera esquina a la carrera, y después deshizo el camino andado. Era una maniobra muy burda, pero lo único que podía hacer en el escaso margen de tiempo que le quedaba.
Treinta segundos antes del límite entró en la tienda de ropas femeninas —largas hileras de vestidos baratos y una atmósfera cargada de perfume—, justo al lado de la Place d’Italie. La propietaria de la tienda era la novia de Valais, una mujer bajita y frescachona, con el cabello rizado a la permanente, teñido de alheña y labios pintados de color carmesí. Szara no podía imaginar qué atracción existía entre una mujer así y Valais, un abogado contemplativo y fumador de pipa. Ella tenía unos pocos años más que él, y era dura como el acero. Szara iba sin aliento cuando entró, en la trastienda. La cortina del vestidor estaba descorrida, y vio a una mujer que, en bragas, trataba de meterse en un vestido color verde guisante que no lograba hacer pasar de la cabeza y de los hombros.
Valais lo esperaba en un pequeño obrador donde se hacían los arreglos. Cuando Szara entró estaba a punto de marcharse, ya tenía el abrigo abotonado y los guantes puestos. Levantó la mirada de su reloj, apretó la pipa entre los dientes y le estrechó la mano. Szara se dejó caer en una silla delante de una máquina de coser, y apoyó los pies en el pedal.
Valais se entregó a una larga, detallada y cuidadosa descripción de su actividad durante los anteriores diez días. Szara quiso prestarle atención, pero su mente volvía a lo que Evans le había dicho en el cine aquella tarde; luego se encontró pensando en la mujer de la que tan cerca había estado en el Metro. ¿Había sido ella la que se había apretado contra él? No, creía que no.
—Y luego está lo de LICHEN —continuó Valais, mientras esperaba una respuesta de Szara.
¿Quién diablos es LICHEN? Szara pasó por un momento terrible, con la mente en blanco. Al final lo recordó: la joven prostituta vasca, Hèlene Cauxa, casi inactiva durante los dos últimos años; pero que, a pesar de ello, cobraba su estipendio cada mes.
—¿Qué hace ahora? —preguntó Szara.
Valais puso una cartera de negocios negra sobre el soporte de la máquina de coser.
—Ella…, ah, estuvo con un señor alemán en el bar de cierto hotel al que va algunas veces a tomar una copa. Él le hizo una proposición, que ella aceptó. Se fueron a un hotel más barato, allí cerca, donde suele llevar a sus clientes. El alemán olvidó su cartera, y ella me la ha traído.
Szara la abrió. Estaba llena de libritos del tamaño de un folleto, casi doscientos, atados con una cuerda. Cosido con clip en la cubierta del que estaba encima había un papel donde aparecía la palabra WEISS escrita a lápiz. Sacó uno de los libritos del fajo y lo abrió. En el lado izquierdo de la página había frases en alemán, a la derecha, las mismas frases en polaco:
¿Dónde está el alcalde (el jefe) del pueblo?
Dígame el nombre del Jefe de Policía.
¿Es agua potable la de este pozo?
¿Han venido soldados por aquí hoy?
¡Manos arriba o disparo!
¡Rendíos!
—Pidió más dinero —añadió Valais.
La mano de Szara se dirigió a su bolsillo en un gesto automático. Valais le dijo cuánto y Szara lo contó, diciendo para sus adentros que tendría que recordar después cuánto había sido y olvidarlo de inmediato.
—WEISS debe de ser el nombre de la operación —dijo a Valais—. Significa «blanco».
—La invasión de Polonia —aventuró Valais. Chupó la pipa haciendo ruido y una nube de humo se elevó hasta el techo del obrador. De la parte delantera les llegó el timbrazo de la caja registradora. ¿Habría comprado la mujer en bragas el vestido verde guisante?
—Sí —repuso Szara—. Esto está destinado a los oficiales de la Wehrmacht que serán trasladados desde sus agregadurías en París, aunque son unos pocos en cualquier caso, de vuelta a sus unidades en Alemania antes del ataque. También para la Abwehr, el Servicio de Inteligencia militar. Aun así, siguen siendo pocos. Quizás estén destinados a otras ciudades, además de París.
—Más penalidades para los polacos —dijo Valais—. Y eso pone a Hitler en la frontera con la Unión Soviética.
—Si tiene éxito —replicó Szara—. No menosprecies a los polacos. Además, Francia y el Reino Unido han garantizado la frontera polaca. Si los alemanes no se andan con cuidado, pueden arrastrar a todo el mundo, como en 1914.
—Están demasiado confiados —suspiró Valais—. Tienen una fe inquebrantable en ellos mismos. —Fumó un rato su pipa—. ¿Has leído a Salustio, el historiador romano? Habla con verdadero temor de las tribus germánicas. Cuenta que, en invierno, los fineses buscan el tronco hueco de un árbol para dormir, pero los germanos se acuestan totalmente desnudos en la nieve. —Sacudió la cabeza al pensarlo—. Yo soy oficial de la reserva, no sé si usted lo sabe. En una unidad de Artillería.
Szara encendió un cigarrillo y maldijo en polaco: psia krew, sangre de perros. Ahora, todo se iba derecho al infierno.
De nuevo en el Metro, ahora con la cartera. Otra vez subiendo las escaleras del edificio en la calle du Cherche-Midi. Cuando se miraba al espejo y se peinaba el cabello hacia atrás con los dedos, descubrió una mancha blanca de yeso en la hombrera de su gabardina, se habría rozado contra una pared en algún sitio. Comenzó a cepillarla, pero sin éxito. Puso la cartera en el fondo del armario y se marchó. Se encontraba ya a mitad de la escalera cuando se volvió y subió de nuevo. Entró en el apartamento, recogió el montón de certificados de emigración que tenía debajo de la alfombra y los metió en su propia cartera antes de salir por segunda vez.
Las calles estaban llenas de gente: parejas que iban a cenar fuera, personas que regresaban del trabajo. El viento era muy fuerte y hacía remolinos de polvo y papeles. La gente se sujetaba los sombreros y tenía un gesto crispado en el rostro; oleadas de nubes de color ocre se deslizaban por el cielo nocturno. Tenía que ir en Metro hasta Concorde, y luego tomar la línea de Neuilly. Desde allí caminaría una media hora hasta encontrar un taxi. Era casi seguro que llovería. Había dejado el paraguas en el armario. Llegaría tarde al Club Renaissance, con el aspecto de una rata ahogada, y la mancha de yeso en el hombro. Agarró con fuerza la cartera con sus ciento setenta y cinco certificados dentro. ¿Se había apretado la chica contra él? ¿Un poco?
Cuando Szara entró en la biblioteca, De Montfried leía un periódico. Levantó la mirada. Su rostro estaba rojo de ira.
—Va a marchar contra Polonia —dijo—. ¿Sabe usted lo que eso significa?
—Creo que sí.
Szara se sentó sin esperar a ser invitado. De Montfried dobló el periódico con gesto solemne y se quitó las gafas de leer. A la media luz de la pequeña sala, sus ojos tenían el color del lodo.
—Tanto alboroto y delirio por la pobre y sufrida minoría alemana de Danzig. Eso es lo que significa.
—Lo sé.
—Dios mío, los judíos de Polonia viven en el siglo IX. ¿No lo sabía usted? Son…, cuando el hasid oye hablar de la posible invasión, se pone a bailar de contento: mientras peor sea la situación más seguro está de la llegada inminente del Mesías. Entretanto, la cosa ha empezado ya, los mismos polacos han empezado ya. Todavía no hay pogroms, pero sí palos y cuchillos; las pandillas andan incontroladas por Varsovia.
De Montfried calló y miró airado a Szara. Su rostro mostraba dolor; pero, al mismo tiempo, tenía la expresión del hombre importante con derecho a pedir explicaciones.
—Yo he nacido en Polonia —dijo Szara—. Sé como es aquello.
—Pero ¿por qué está vivo ese hombre, ese Adolfo Hitler? ¿Cómo se puede permitir que viva?
Dejó el periódico doblado sobre una mesita de marquetería. La hora de la cena en el club se acercaba y Szara pudo oler el asado de buey.
—Lo ignoro.
—¿No se puede hacer nada?
Szara no contestó.
—Una organización como la de ustedes, tan capaz, con tantos recursos… No puedo entenderlo.
Szara abrió la cartera y entregó el paquete de certificados a De Montfried, el cual los cogió con mirada ausente.
—Tengo otro compromiso —dijo Szara con la mayor amabilidad posible.
—Perdóneme. —De Montfried sacudió la cabeza como para aclarársela—. Siento esto como una enfermedad. No puedo evitarlo.
—Lo entiendo —dijo Szara, y se levantó para irse.
Vuelta a la rue du Cherche-Midi. Cambio de carteras. Szara se hundió en la ventosa noche y se encaminó despacio a la casa de la rue Delesseux. Pensó que el Directorio querría tener los folletos en sus manos y tendrían que enviarlos a Moscú con un correo especial. Pero creía que lo mejor era transmitir el contenido del texto y el nombre codificado WEISS lo antes posible. Empezó a cambiar de líneas de Metro; en esa ocasión observó todas las medidas de seguridad. No había línea directa a la rue Delesseux. En la estación de la Chappelle había una pelea. Quizá entre fascistas y comunistas, no lo sabía. Una multitud de trabajadores, todos con gorras, entremezclados, algunos caídos en el suelo con el rostro ensangrentado, dos sujetaban a otro contra la pared mientras un tercero lo golpeaba. El conductor no detuvo el tren, que pasó lentamente a lo largo de la estación mientras los pasajeros miraban por las ventanillas. Los gritos y las maldiciones se oían por encima del ruido producido por el tren; uno de los obreros fue arrojado contra el vagón en marcha y se dio un fuerte golpe; los pasajeros lo vieron y algunos se alarmaron y gritaron. Luego, el tren se perdió en la oscuridad del túnel.
Schau-Wehrli estaba trabajando en la rue Delesseux. Szara le entregó un folleto y permaneció en silencio mientras ella lo repasaba.
—Sí —dijo pensativa—, todo apunta a lo mismo. Mis comisarios en Berlín, que trabajan en los ferrocarriles alemanes, piensan igual. Han oído comentar que se han pedido análisis de las líneas que van a la frontera polaca. Eso quiere decir trenes con tropas.
—¿Cuándo?
—Nadie lo sabe.
—¿No será un farol?
—No, no lo creo. Lo fue con los checos, pero no ahora. La producción industrial alemana está cumpliendo con sus objetivos, la maquinaria de guerra se encuentra a punto.
—¿Y qué vamos a hacer?
—Sólo Stalin lo sabe, y a mí no me lo cuenta.
Ya pasaba bastante de la medianoche cuando Szara llegó por fin a su casa. No había podido comer en ningún sitio; pero hacía tiempo que el apetito lo había abandonado, sustituido por los cigarrillos y la adrenalina. Sólo tenía frío, y se sentía sucio y agotado. Había una bañera de cinc en la cocina; abrió el grifo del agua caliente para ver si quedaba alguna. Sí, aquella noche había alguna cosa buena en el mundo, un baño, e iba a dárselo. Se quitó la ropa y la tiró sobre una silla, se sirvió un vaso de vino tinto y buscó en la radio hasta encontrar algo de jazz americano. Cuando la bañera estuvo hasta casi el borde de agua, se metió en ella y se apoyó en la espalda, bebió un poco de vino, dejó el vaso en la parte ancha del borde y cerró los ojos.
Pobre De Montfried, pensó. Tanto dinero y qué poco podía hacer, por lo menos así era como lo veía. Casi lo había humillado en la biblioteca; estaban tan furioso que los certificados, conseguidos a un precio que él no podía imaginarse, parecía como si no les diese importancia. ¡Oh, los ricos! ¿Habría alguna chica disponible en el café todavía? No, era muy tarde. Había una a la que podría telefonear, muy comprensiva, decía que le gustaban las aventuras nocturnas. No, pensó, mejor dormiré un poco. Se interrumpió la música y la voz de un hombre anunció las noticias. Szara quiso alcanzar la radio con el brazo extendido, chorreando agua sobre el suelo de la cocina, pero el aparato se encontraba demasiado lejos. Así que tuvo que oír que los mineros estaban en huelga en Lille, que el ministro de Economía había rechazado todas las acusaciones, que la niña desaparecida en los Vosgos había sido hallada, que Madrid seguía resistiendo, con las facciones luchando en cada lado de la ciudad sitiada. Stalin había pronunciado un importante discurso político y había calificado la actual crisis de «Segunda Guerra Imperialista». Había asegurado que «no permitiría que la Rusia Soviética fuese arrastrada al conflicto por los agitadores de la guerra, acostumbrados a que otros les saquen las castañas del fuego», y atacó a las naciones que querían «encender la ira de los soviéticos contra los alemanes, envenenar la atmósfera y provocar un conflicto con Alemania sin razón aparente».
Luego volvió la música, saxofones y trompetas desde algún lugar de baile, en Long Island. Szara reposó la cabeza en el borde de la bañera y cerró los ojos. Stalin pretendía que el Reino Unido y Francia estaban conspirando contra él, maniobrando para que combatiera contra Hitler mientras ambos países esperaban para luego echarse encima del vencedor, debilitado. Quizá fuese así. Los que mandan en esos países son aristócratas, intelectuales y ministros graduados en las mejores Universidades. Stalin y Hitler eran la espuma de las cloacas de Europa, que flotaban en la superficie. Bien fuera como fuese, habría guerra. Y a él lo matarían. Lo mismo que a Marta Haecht. Y a los Baumann, a Kranov, a los agentes que lo sacaron de Wittenau la Noche de los Cristales, a Valais, a Schau-Wehrli, a Goldman y a Nadia Tscherova. A todos ellos. El agua se enfriaba con demasiada rapidez. Sacó el tapón del desagüe y dejó que la bañera se vaciase un poco, luego abrió el grifo del agua caliente y se tendió boca arriba.
En Londres, en la cuarta planta del 54 de Broadway —supuesta sede de la «Minimaz Fire Extinguisher Company»—, los agentes del MI6 analizaban el producto CURATE, lo comparaban con la información procedente de otras fuentes, luego lo enviaban a los expertos en espionaje en pequeñas oficinas distribuidas por toda la ciudad. Viajaba en coche y en bicicleta, por mensajero o por tubo neumático, a veces bajaba a largos y húmedos pasillos, en ocasiones entraba en salas decoradas y calentadas con fuegos de troncos. El producto llegaba recomendado. La confirmación de los datos de la manufactura de cables por Alemania se facilitaba de un manera independiente, y más adelante, el número de bombarderos producidos se obtenía de los pedidos de las fábricas, en el mismo Reino Unido, por la tecnología de no interferencia que protegía las bujías de aviación, y por ingenieros y hombres de negocios que tenían contratos legítimos con la industria alemana. El material llegaba, por ejemplo, al Centro de Espionaje Industrial, que desempeñaba un papel clave en los análisis de la capacidad alemana para mantener una guerra. El centro había alcanzado una gran importancia y estaba relacionado con el Subcomité de Planes Conjuntos, el Subcomité de Inteligencia conjunta, el Subcomité de Presión sobre Alemania y el Comité de Objetivos Aéreos.
La historia de CURATE llegó mucho más arriba, algunas veces de manera extraoficial, y entró en los recintos de Whitehall y del Foreign Office, y desde allí, se extendió por todas partes. Siempre había alguien más que había oído hablar de aquello; el conocimiento era poder, y a la gente le gustaba que se supiera que tenía información secreta, porque eso hacía que parecieran importantes; información secreta, pero no secreta para ellos. Simultáneamente, en lugares muy distintos de los Servicios, en los despachos que se ocupaban de los asuntos coloniales, fue como si les hubiera picado un enjambre de avispas cuando los tipos del espionaje aparecieran metiendo las narices en su territorio. El Mandato Británico de Palestina era su dominio y —por amor a los árabes, por amor a los judíos o por odio a los dos grupos— el alboroto que armaron los certificados de emigración legítimos fue feroz y sangriento. Y se discutió.
Así que la gente tuvo que saber algo de ese CURATE; un ruso en París que alimentaba con aquel extraño bocado al león británico a cambio de que apartara un poco su zarpa. Y algunos de los que estaban al tanto se indignaron en privado. Para empezar, la pasión de sus corazones ardía en otra dirección. Cuando se graduaron en Cambridge, se entregaron por entero a los hombres idealistas y progresistas, a los hombres de buena voluntad y conciencia del Kremlin. Quién hizo el trabajo exactamente, es difícil de decir —Anthony Blunt o Guy Burgess, Donald MacLean o H. A. R. Philby, u otros desconocidos; todos ellos participaron en los intercambios de información de las burocracias diplomáticas y del espionaje—; pero uno de ellos, o varios, pensó que lo mejor era contárselo a alguien, y no dejó de hacerlo. Una charla durante una cena en un club privado o un mensaje en el buzón ciego de la tapia de un cementerio. El caso fue que el nombre en clave CURATE y los perfiles de lo que podía significar empezaron a llegar al Este.
No llegaron solos —muchos otros hechos y toda clase de rumores tenían que llegar primero—, ni tampoco con mucha rapidez; no sonaron las alarmas. Pero sí arribó a Moscú y, poco después, al despacho adecuado en el departamento adecuado. Pasó a manos de gente cautelosa, superviviente de la purga, que vivía en peligro entre dos aguas, los depredadores arriba y las presas abajo; gente que se movía con cuidado y circunspección, que sabía que hay veces que es mejor dejar escapar un pez demasiado gordo para su red porque pueden verse arrastrados por él hasta el fondo del mar. Ya había sucedido en otras ocasiones. Al principio se contentaban con una simple investigación, con el intento de averiguar quién era, dónde estaba, y por qué actuaba. Las decisiones se tomarían a su debido tiempo, y en la forma debida. Se dice que los del contraespionaje son voyeurs por naturaleza. Les gusta mirar lo que ocurre, porque cuando el momento final llega, hay que salir de la sombra y echar la puerta abajo; lo divertido se acaba en esos momentos, se cancelan los archivos, los engranajes empiezan a chirriar, y entonces hay que volver a empezar todo de nuevo.
Una mañana, a principios de mayo, los periódicos de París dieron una escueta noticia del cambio de ministro de Exteriores soviético: M. M. Litvinov había sido sustituido por V. M. Molotov.
Algunos leyeron la noticia redactada debajo del titular; la mayoría, no. Eran las horas recuperadoras de la primavera; París se mostraba frondoso y suave, lleno de muchachas, la vida parecía renacer eternamente, la luz de la mañana bailaba en platos y tazas del desayuno y el rayo de sol que entraba en las habitaciones las convertía en pinturas de la escuela flamenca. Los diplomáticos soviéticos iban y venían. Nadie quería preocuparse.
André Szara, fiel a su conciencia, eternamente dividida, hizo las dos cosas: leyó el artículo y no sintió preocupación alguna. Pensó que la noticia debía de estar incompleta, pero eso no era nada nuevo. M. M. Litvinov era, en realidad, Maxim Maximovich Wallach, un judío gordinflón, caballero de la vieja escuela en su fuero interno, intelectual minucioso, miope y aficionado a la lectura. ¿Cómo había podido durar tanto tiempo? V. M. Molotov, en realidad Vyacheslav Mijailovich Skryabin, había cambiado su nombre por una razón muy diferente. Igual que Djugashvili se convirtió en Stalin, Hombre de Acero, Skryabin se convirtió en Molotov, el Martillo. Por lo tanto, pensó Szara, entre los dos harán una espada.
El trivial comentario de Szara resultaría la verdad exacta más adelante. Pero tenía muchas cosas en qué pensar aquel día. Le esperaba mucho que hacer aquí y allí, y no era menos sensible que cualquier otra persona, hombre o mujer, de París a los aires de la primavera, así que el significado de la noticia no le llegó muy adentro y no llegó a sus oídos, el ruido que la pieza final de la compleja maquinaria producía al acabar de ajustarse. Sí que oyó el canto de los pájaros, y a la vecina cuando sacudía la ropa de la cama antes de airearla en el alféizar de la ventana y también oyó al afilador, que tocaba su campana de aviso en la rue du Cherche-Midi. Pero eso fue todo.
Adolfo Hitler la oyó, por supuesto, pero eso fue porque tenía las orejas levantadas entonces. Más tarde diría: «El cese de Litvinov resultó decisivo. La noticia me llegó como un cañonazo, como la señal de que la actitud del Kremlin con respecto a las potencias occidentales había cambiado».
Los Servicios de Inteligencia franceses la oyeron, aunque es probable que no como un cañonazo, y el 7 de mayo hicieron saber que a menos que Francia y el Reino Unido ejercieran una gran presión diplomática, Alemania y la Unión Soviética firmarían un tratado de no agresión al acabar el verano.
El 10 de mayo, Szara fue llamado a Bruselas.
—Vamos a tener que llegar a un acuerdo con Hitler —le informó Goldman con pesar y disgusto—. Culpa maldita del mismo Stalin: las purgas han debilitado al Ejército hasta tal punto que no se puede pensar en participar en una guerra y ganarla. No de momento. Por lo tanto hay que comprar tiempo, y la única manera de hacerlo es con un tratado.
—¡Santo Dios! —exclamó Szara.
—No hay más remedio.
—Stalin y Hitler.
—Los partidos comunistas europeos no se van a sentir muy felices, a nuestros amigos en Norteamérica no les va a gustar, pero ha llegado el momento de que aprendan un poco de política realista. Muchos de aquellos que se retuercen las manos y los que lloran se irán a la carrera. Les daremos un beso de despedida, no los necesitamos. Los que se decidan a permanecer fieles serán los verdaderos amigos, gente que sabe ver las cosas como nosotros las vemos, así que no hay mal que por bien no venga. Desde 1917, la construcción de un Estado socialista nos ha costado sudor y sangre; no podemos permitir que todo eso lo arrastre la corriente porque los idealistas iluminados lo quieran así. Las fábricas, las minas, las granjas colectivas: ésa es nuestra realidad, y haríamos un trato con el mismo diablo si fuera preciso para salvaguardarla.
—Evidentemente, es lo que vamos a hacer.
—No hay otra salida. Casi todos los Servicios Secretos extranjeros lo tienen muy claro, y el público lo sabrá este verano, en julio o en agosto. Eso nos deja algo de tiempo para hacer el trabajo.
—No es mucho tiempo.
—Es el que hay, y a él debemos atenernos. Lo primero y más importante, nuestras redes. No pierdas el tiempo con los mercenarios, trabaja con los creyentes. Ponlos al corriente de la vida secreta de las alturas, donde se cuecen las decisiones estratégicas. Los nazis nunca serán amigos de nadie, tampoco nuestros; pero necesitamos tiempo para armarnos antes de enfrentarnos con ellos y ése es el precio que tenemos que pagar. Si alguien no acepta esta línea, debo ser informado. ¿Has entendido esto?
—Sí.
—Nada cambia con nuestros informadores alemanes. En la guerra luchamos contra nuestros enemigos, en la paz, contra nuestros amigos. Así que ahora vamos a tener una especie de paz, pero las operaciones continuarán como antes. Queremos, en estos momentos más que nunca, saber cómo van los alemanes, qué piensan, qué proyectan, su capacidad y sus despliegues militares. Los tiempos son peligrosos e inestables, André Aronovich, y es ahora cuando las redes han de trabajar al máximo de su capacidad.
—Si tenemos una… una desgracia. Si cogen a alguien, ¿qué ocurrirá entonces?
—Dios no lo permita. No creo que el Referat VI C vaya a enviar a todo el mundo a su casa a cuidar del jardín; tampoco vamos a hacerlo nosotros. La mejor manera de ocuparse de lo que tú llamas «una desgracia» es tomar las medidas necesarias para que no ocurra. ¿Contesta esto tu pregunta?
Szara torció el gesto.
—Segundo, ocúpate de tus relaciones personales. «Pobre de mí, el mundo es terrible, ¿qué se puede hacer?, ¿cómo podremos hallar la paz?». Tiene que haber un compromiso, alguien que quiera moverse un milímetro sin que el otro suponga que es para hacerle daño. Sólo la Unión Soviética es lo bastante fuerte para hacer eso. Deja que los británicos y los franceses lleven sus espadas y cañones de un lado para otro nosotros intentamos aliviar la presión de Hitler en la frontera oriental, intentamos firmar acuerdos comerciales y llevar a cabo intercambios culturales, deja que los bailarines hagan la guerra entre ellos, intentamos vivir juntos en un mundo donde todo no es como desearíamos. ¡No más movilizaciones! ¡No más 1914!
—¡Bravo!
—No te pases de listo. Si no estás convencido de ello, nadie te creerá. Así que búscate una salida.
—¿Y los polacos?
—Demasiado tozudos para vivir, como de costumbre y como siempre. Defenderán su honor, harán bonitos discursos y una mañana se despertarán hablando alemán. No hay nada que hacer con los polacos. Han elegido su propio camino. Bueno, ya veremos.
—¿Tienen que renunciar a Danzig?
—Renuncia a tu hermana. Tú y yo, sentados aquí, en esta tiendecita, da la casualidad de que nos enteramos que, puestos en marcha, los bombarderos alemanes convertirán a Varsovia en un infierno. Ésa es la realidad. Ahora, orden número tres, coge tu ingeniosa pluma y ponte a trabajar. Prueba con uno de esos periódicos intelectuales franceses que te dan dolor de cabeza y empieza a establecer el diálogo. Si hubiese alguna manera de ponerse de acuerdo en el tema —ya sabes, escribiendo lo que te he dicho—, todo seria perfecto. Pero no podemos aspirar a tanto; cada escritor bajo la luz del sol tiene su opinión sobre ese tema; pero, al menos, puedes guiñarles un ojo. Por ejemplo, ¿qué necesita hacer el socialismo mundial para sobrevivir? ¿Están las vías diplomáticas realmente agotadas? ¿Podría haber sido evitado el baño de sangre en España si todo el mundo hubiese tenido un poco la voluntad de negociar?
»Los doctrinarios marxistas te van a crucificar, eso por supuesto, ¿pero y qué? Lo importante es que la discusión se centre en la reivindicación de un territorio. Tienes la probabilidad de que alguien salga en tu defensa, siempre lo hay, no importa lo que digas. Y si no es así, cuando la gente se te acerque en una reunión y te diga que se está dando la espalda a Lenin, tú necesitas tener las respuestas adecuadas: recuerda que la Unión Soviética es la esperanza de una Humanidad progresiva, y el único remedio permanente frente al fascismo. Pero has de sobrevivir. Stalin es un genio, y este pacto será la obra de un genio, un paso diplomático bilateral para evitar el golpe destructor. Y en el momento en que el pacto se haga público, eso es lo que quiero leer firmado por ti, sin que tenga que obligarte a venir a Bélgica. ¿Está todo claro?
—Oh, sí —contestó Szara—. El Reino Unido y Francia quieren la guerra para satisfacer sus aspiraciones imperialistas. La Unión Soviética está sola en la búsqueda de la paz. Entre líneas, con un guiño y un codazo en los riñones, que el astuto zorro viejo del Cáucaso está haciendo lo que tiene que hacer para ganar tiempo. Ya nos las veremos con Hitler cuando estemos preparados. ¿No es esto, poco más o menos?
—Exactamente. No estás solo en esto, claro. Todos los escritores soviéticos echarán una mano, es probable que pongan algo en escena, en Moscú, dentro de noventa días. Por cierto, tu participación me la han ordenado directamente. «Tienes a Szara contigo, ¡ponlo a trabajar!», éstas fueron las palabras exactas que me dijeron. Se trata de un enorme esfuerzo. Han puesto a Molotov para que negocie con Ribbentrop, el ministro de Exteriores alemán, por si no lo veías claro. No íbamos a enviar a un judío, pequeño y gordo, a tratar con los nazis, ¿no te parece?
—Política realista, eso es lo que has dicho.
—Ésa es la palabra. Por cierto, te sugiero que tengas la maleta preparada junto a la puerta. Si la situación evoluciona de la manera que pensamos, existe la posibilidad de que tengas que viajar en cuanto te lo digamos.
—¿Para asuntos del OPAL?
—No, no. Como el periodista Szara, la voz de la Unión Soviética que habla desde tierras extranjeras. Creo que debieras celebrarlo con una gran cena, André Aronovich. Veo un gran futuro profesional para ti.
El nombramiento de Molotov —en la superficie sólo una pieza del negocio de la diplomacia en el momento en que sobraban piezas— indujo a París y, evidentemente, a otras capitales europeas, un cambio de posiciones.
El mismo Szara se encontró con que tenía que hacer cosas incomprensibles para él, pero que, de cualquier forma, estaba obligado llevar a cabo. Tal como Goldman había sugerido, se preparó para viajar en cualquier momento. Subido en una silla, bajó la maleta que tenía sobre el armario, le quitó el polvo y pensó que necesitaba algo más. La maleta, con doce años ya, su cuero granulado de color ocre con una raya castaña, había visto los penosos días de servicio en Pravda. Estaba gastada, desteñida, llena de arañazos…, parecía un refugiado con ella. Lo único que le faltaba era llevarla atada con una cuerda. Así que se fue a una tienda de maletas, pero no le gustó lo que había, o demasiado moderno o de muy poca calidad.
Un día pasó delante de una tienda de artículos de cuero por encargo, en el distrito Séptimo —sillas y botas de montar en el escaparate—, y entró sin pensárselo dos veces. El dueño era húngaro, un artesano nada tonto vestido con una bata, las manos endurecidas y nudosas con tantos años de cortar el cuero y coserlo. Szara le explicó lo que quería, una especie de maletín de viaje, como el de un médico, de una forma pasada de moda pero sufrida, hecho con un cuero resistente. El húngaro asintió con la cabeza, le mostró algunas muestras, y le dio un precio asombroso. A pesar de eso, Szara estuvo de acuerdo. Nunca había necesitado tanto un objeto como ése. Oh, y una última cosa: algunas veces tenía que llevar papeles de negocios confidenciales, y con la clase de gente que se encuentra uno en los hoteles hoy en día… El húngaro lo comprendió perfectamente, y añadió que Szara no era el único cliente que sentía tales preocupaciones. El doble fondo tradicional era tan viejo como Maricastaña, pero resultaba muy efectivo si estaba bien hecho. Aseguró que le haría un segundo panel que encajara con precisión en el fondo, y allí podría poner los papeles, entre los dos. El artesano le dijo que estaban más seguros que si se cosía. No es tanto para los empleados de hotel de dedos ligeros, ¿me entiende?, porque el maletín tendrá una excelente cerradura, sino más bien…, cómo le diría…, para cruzar fronteras. La palabra quedó flotando en el aire unos segundos. Luego, Szara dejó una cantidad de dinero como depósito y prometió regresar en junio.
Una semana más tarde pensó que si necesitaba salir de viaje, no era conveniente que el pasaporte de Jean Bonotte se quedara en el apartamento. No solían robar por allí; pero aun así, alguna vez ocurría, sobre todo cuando la gente se ausentaba durante mucho tiempo. Y de vez en cuando el NKVD podía enviar a un par de técnicos, sólo para mirar si había algo que ver. Guiado por estos pensamientos abrió una cuenta a nombre de Bonotte, para lo que usó el pasaporte como identificación, en una oficina de la «Banque du Nord», en el bulevar Haussmann, y luego alquiló una caja de seguridad donde dejó el pasaporte. Tres días más tarde, en una bella mañana de junio, volvió al Banco y metió un sobre con doce mil francos en la caja, sobre el pasaporte. ¿Qué estás haciendo?, se preguntó a sí mismo. En realidad, lo ignoraba; sólo sabía que se sentía incómodo, de una manera indefinible, como el perro que aúlla el día antes de una tragedia. Algo, en alguna parte, lo estaba avisando. Sus antepasados quizá. Seiscientos años de vida judía en Polonia, llenos de presagios, señales, portentos e intuiciones. Su propia existencia le probaba que era el descendiente de unas generaciones que habían sobrevivido cuando otras no pudieron; quizás había nacido ya con el instinto de saber cuándo iba a correr la sangre. Algo le apremió: Esconde dinero. Unas noches más tarde, la misma le dijo: Ármate. Pero, por el momento, no le hizo caso.
Fue un mes extraño, aquel junio. Sucedió de todo. Un grupo de checos emigrados, que vivía en el pueblo de Saint-Denis, en el llamado Cinturón Rojo de París, se puso en contacto con Schau-Wehrli. Eran comunistas que habían huido cuando Hitler se apoderó en marzo de lo que quedaba de Checoslovaquia, y el contacto con OPAL se hizo a través del aparato clandestino del Partido Comunista francés. El grupo estaba recibiendo información por medio de la escritura secreta que iba en el reverso de los sobres de Banco, que contenían los recibos del dinero que ellos habían enviado por correo a Praga y Brno para mantener a sus parientes. Empleaban tinta invisible preparada en un laboratorio de química de la Universidad. Como ocurría con los clásicos, zumo de limón y orina, el mensaje se revelaba aplicándole una plancha caliente. La información era muy variada, e incluía órdenes de batalla de la Wehrmacht, efectivos y armamento de las unidades alemanas, datos financieros (al parecer robados por las mismas empleadas del Banco que preparaban los sobres), y también información industrial, pues casi todos los famosos talleres de maquinaria checa se dedicaban ahora a la producción de armamento para el Reich.
Ese grupo exigía una atención muy especial. Estaba compuesto por personas, todas ellas relacionadas entre sí por lazos familiares; aunque motivadas por el odio a los nazis, consideraban que su contribución era un negocio, y sabían el valor de ese tipo de espionaje. Tres de los miembros del grupo de Saint-Denis tenían ya experiencia en esos asuntos. Ellos habían formado una red en Checoslovaquia, después de que Hitler se apoderara de los Sudetes, con el propósito de ayudarse a sí mismos y a sus familias cuando se instalaran en Francia. Las dos empleadas de Banca eran hijas de dos hermanas, por tanto, primas carnales, y sus respectivos maridos trabajaban adquiriendo información a través de amistades con las que se relacionaban en clubes deportivos. Una red semejante, ya instalada y con un funcionamiento eficaz, era algo casi demasiado bueno para que fuese verdad. Por ello el Directorio de Moscú, si bien sentía la codicia del producto, también recelaba de un posible engaño por parte del Referat VI C de contraespionaje, y exigió una excepcional dedicación del tiempo de Schau-Wehrli, por lo que Goldman transfirió la red RAVEN a la custodia de Szara.
Movió la cabeza con gesto grave cuando le encomendaron la nueva tarea, pero la idea de trabajar con Nadia Tscherova no le desagradó. En modo alguno.
En la rue Delesseux repasó los archivos de RAVEN, que incluían los informes más recientes de Tscherova en su formato original: un aristocrático ruso literario, impreso en letras menudas sobre tiras de película que habían pasado la frontera escondidas en las hombreras de Odile, y luego habían sido reveladas en la habitación oscura del ático. Los informes anteriores estaban reescritos al pie de la letra y archivados por orden.
Szara los leyó lleno de asombro. Después de la tensa aridez del doctor Baumann y de la precisión legalista de Valais, era como una velada en el teatro. ¡Qué ojo tenía esa mujer! Penetrante, malicioso, irónico, como si Balzac se hubiera reencarnado en una emigrada rusa en el Berlín de 1939. Leídos seriamente, los informes de RAVEN constituían una novela de tema social. La vida de Tscherova se componía de pequeños papeles en malas comedias, cenas íntimas, reuniones animadas y fines de semana en casas de campo cercanas al bosque bávaro, con monterías del jabalí durante el día y brincos en la cama durante la noche.
Esa mujer inspiraba los más tiernos sentimientos en Szara, aunque sospechaba que era una especialista en provocarlos y pretendió leer aquellas liaisons intimes, nunca consumadas del todo, con indiferencia. Pero no pudo. Ella le había dicho la verdad aquella noche en su camerino: se protegía de lo peor y no le conmovía lo que sucediera a su alrededor. Esa invulnerabilidad no premeditada aparecía en todos los informes, y Szara, por encima de cualquier otra cosa, se sintió divertido. Ella poseía algo de la mentalidad masculina en estos asuntos; caracterizaba a los pretendientes medio borrachos y vacilantes y sus complicadas demandas con una delicada brutalidad que provocaba la carcajada. Por Dios, pensó, ella no es mejor que yo mismo.
Tampoco perdonaba a sus subagentes. A Lara Bronzina la describía como «la clase de poema espectral y melancólico que los alemanes de un cierto nivel adoran». El hermano de Bronzina, Viktor Bronzin, actor en seriales radiofónicos, tenía, según ella, «cabeza de león y corazón de periquito». Y de Anton Krafic, el maestro de baile, escribía que «cada mañana estaba sentenciado a vivir otro día». A Szara le resultó fácil imaginarlos —el lánguido Krafic, Bronzin el leonino, la terriblemente sensible Bronzina— maquinando fraudes cada vez más divertidos al amparo de la sociedad nazi.
Y Tscherova no ahorraba detalles. Durante un fin de semana pasado en un castillo cercano al pueblo de Traunstein, entró en un cuarto de baño después de medianoche y «descubrió a B [inicial de BREWER, Krafic] bebiendo champaña en la bañera con Bruckmann, Hauptsturmführer de la SS, el cual llevaba puesto un sombrero con velo y se había pintado los labios». Por el cielo, ¿qué habrá hecho el Directorio de esto?, se preguntó Szara.
Cuando miró los archivos de salida, encontró la respuesta: Schau-Wehrli había reprocesado el material para hacerlo digerible. Así, su cable referido a la descripción de RAVEN sobre el divertido baño, decía solamente: «BREWER informa que el Hauptsturmführer de la SS BRUCKMANN ha sido visto hace poco de maniobras con su regimiento en un terreno pantanoso de marismas cercano a los lagos Masurianos en Prusia Oriental». Otro indicador, observó Szara, de la invasión de Polonia, donde se podían encontrar terrenos semejantes.
Un archivo rico y provechoso.
Repasó todo hasta el final, y terminó su tarea la tarde del solsticio de verano, el día en que se dice que el sol descansa. Agradable idea. Tenía algo de ruso. Como si el universo se detuviera un momento para reflexionar y se tomara un día de asueto. Le pareció sentir el tiempo frenando su marcha: el clima, luminoso y soleado, sin ningún propósito; el gorjeo, que se desvanece, de un pájaro posado en el balcón vecino; Kranov, que codifica en su mesa y tararea una melodía rusa; y desde la planta baja, el tintineo de la campanilla sobre la puerta del tabac cada vez que la abría un cliente.
Entonces oyeron el zumbido de alarma situado al lado de la mesa de Kranov; una señal de peligro que funcionaba cuando se apretaba un botón que había debajo del mostrador del estanco. Unos minutos más tarde, una llamada sonó en la puerta, al pie de la escalera, una puerta que había al fondo de la tienda oculta por una cortina.
Szara, al igual que Kranov, no tenía la menor idea de lo qué debían hacer en un caso así. Los dos se quedaron inmóviles, sentados como dos liebres sorprendidas en un campo invernal. Estaban literalmente rodeados de material acusatorio —archivos, informes, documentos robados, y el mismo radiotelégrafo, con su antena sabiamente comunicada con el ático a través de la inutilizada chimenea—. No había forma de librarse de todo aquello. Podían correr escaleras abajo y escapar por la puerta trasera o saltar las tres plantas y romperse los tobillos; sin embargo, no hicieron ninguna de las dos cosas. Eran las tres y media de una luminosa tarde de verano y no había la más mínima sombra que sirviera para ocultarlos.
Así, continuaron sentados, hasta que oyeron un segundo golpe en la puerta, quizá algo más perentorio que el primero. A Szara no se le ocurrió nada, entonces bajó la escalera y abrió la puerta. Allí había dos franceses, esperando con ademanes corteses. Eran franceses de una cierta categoría: vestían trajes veraniegos color canela de corte conservador, camisas de tejido ligero y corbatas de seda que, aunque no eran el último grito, no estaban pasadas de moda. Llevaban las alas de sus respectivos sombreros inclinadas con el mismo ángulo. Szara se dio cuenta de que pensaba en ruso: ¡Dios mío, los sombreros están aquí! Los dos hombres tenían la típica coloración que el francés de mejor humor suele adquirir después de la comida; una ligera mancha rosada en las mejillas certificaba que el asado había sido bueno y el vino no demasiado malo. Se presentaron y entregaron sus tarjetas de visita. Eran, decía en ellas, inspectores de incendios. Sólo querían echar una breve ojeada, si no era demasiada molestia.
Inspectores de incendios no eran.
Pero Szara tuvo que seguirles el juego y les indicó que entraran. Mientras subían hasta la tercera planta, Kranov había quitado la manta que cubría la ventana y con ella había tapado la radio, con lo que la había convertido en una curiosa giba oscura sobre una vieja mesa, de la cual salía un cable que subía por la pared y desaparecía por un agujero del techo camino del ático. El mismo Kranov debía de estar en un armario o debajo de la cama de Odile, en el apartamento de la segunda planta —uno de esos lugares inspirados que siempre se encuentran en medio del pánico—; pero, de momento, estaba invisible. Los franceses apenas miraron, no apartaron la manta, casi ni hablaron.
—Tanto papel en una sala tan pequeña como ésta… Han de llevar cuidado con sus cigarrillos. Quizá debieran tener un cubo de arena en un rincón —dijo uno de ellos.
Con el dedo índice se tocaron el ala del sombrero y se marcharon. Szara, con la camisa húmeda de sudor en las axilas, se dejó caer en una silla. De alguna parte del piso de abajo le llegó el ruido de un batacazo y una maldición: Kranov se esforzaba por salir del sitio en el que se había metido. Una comedia, se dijo Szara a sí mismo, una comedia. Se presionó las sienes con las palmas de las manos.
Kranov, entre jadeos y juramentos, tiró de la manta, la arrojó a un rincón y envió a Goldman la señal de desastre. Durante las dos horas siguientes, se cruzaron mensajes y Kranov se pasó todo el tiempo garabateando columnas de cifras que codificaran las respuestas a las preguntas de Goldman. En alguna parte, Szara estaba seguro de eso, los franceses tenían un receptor y tomaban nota de todos los números que crujían a través del aire estival.
El intercambio de mensajes acabó; para entonces, Szara se dio cuenta de que el juego no había terminado en realidad, de que la red no estaba destruida. No del todo. Era evidente que habían sido advertidos, tal vez por el Deuxième Bureau —el Servicio Secreto diplomático y militar—, utilizando agentes de la Prefectura de Policía de París o de la Direction de la Surveillance du Territoire, la DST, el equivalente francés del FBI estadounidense. La advertencia tenía dos partes:
La primera era: Sabemos lo que ustedes están haciendo.
Esto no sorprendió a Szara una vez que tuvo el tiempo suficiente para reflexionar sobre lo ocurrido. La Policía francesa ha insistido siempre, desde que Fouché sirvió a Napoleón, en saber con exactitud lo que sucede en su país, en su capital sobre todo. Que utilizaran para algo lo que sabían, era cuestión muy diferente —podía haber decisiones políticas de por medio—, pero eran escrupulosamente cuidadosos en seguir cuanto ocurría, barrio por barrio, pueblo por pueblo. Por eso, que conocieran la existencia de OPAL no constituía una gran sorpresa.
Desde su punto de vista, no les hacía ningún daño que los rusos espiaran a Alemania, el enemigo tradicional de Francia. Podían haber recibido con creces su compensación por dejar las manos libres a OPAL, compensación consistente en un refinado producto de espionaje. Siempre ha sido provechoso hacer la vista gorda.
Pero la segunda parte de la advertencia era muy seria: Si lo que ustedes intentan en realidad es convertirse en aliados de Alemania, podemos decidir que sus días estén contados, porque semejante alianza dañaría los intereses de Francia, y no vamos a permitir que eso suceda. En consecuencia, caballeros, ahí tienen ustedes a un par de inspectores de incendios, y se los enviamos con la mayor cortesía y consideración, que es lo que siempre se hace antes de que el fuego verdadero comience.
Estamos seguros que ustedes sabrán comprenderlo.
La operación OTTER terminó en julio. Ya no sabrían más del doctor Baumann. Así que el trueque de información a cambio de certificados de emigración de aquel mes fue el último. La señal para una reunión que Szara envió a De Montfried fue contestada de inmediato.
Arrancó a De Montfried de su casa de campo, en château cerca de Tours. Vestía traje color crema, camisa azul pálido y una pequeña corbata de lazo. Dejó con gran cuidado su sombrero de paja sobre la mesa de marquetería de la biblioteca, cruzó las manos y miró a Szara expectante. Cuando éste le dijo que la operación se había acabado, De Montfried se cubrió el rostro con las manos, como si estuviera muy cansado. Permanecieron sentados mucho rato sin decir palabra. Afuera reinaba la opresiva calma de una larga y vacía tarde de verano.
Szara sintió piedad por él, pero no encontró palabras de consuelo. ¿Qué decir en ocasiones como ésa? El hombre había descubierto que era menos poderoso de lo que él había creído. A pesar de ello, Szara sabía que, para De Montfried, la vida cambiaría poco. Continuaría dando la misma imagen ante el mundo, rodeado de lujo, alternando en los círculos más altos de la sociedad francesa; el altanero «Club Renaissance» seguiría siendo el lugar donde, para su satisfacción personal, se conservaría una biblioteca dedicada al ferrocarril. Desde luego era digno de envidia. Sólo casi al final de su vida había conocido los límites de su poder. Consciente de ser un hombre rico e importante, De Montfried había intentado influir en los acontecimientos políticos y, aprovechando la experiencia de Szara en este terreno, había tenido éxito. Simplemente, no entendía lo bien que lo habían hecho. Simplemente, no entendía que él se hubiera impuesto en un mundo donde la palabra victoria suele escucharse en muy raras ocasiones.
Él y Szara, juntos, habían sido responsables de la distribución de mil trescientos setenta y cinco certificados de emigración al Mandato de Palestina. Como éstos cubrían a individuos y familiares, y eran tan valiosos, dieron lugar a matrimonios y a adopciones, algunos de una sola noche, con lo que las vidas salvadas alcanzarían quizá las tres mil. ¿Qué decía de eso?, se preguntó Szara. Tú, maldito loco, tú que quieres salvar el mundo, ¿has aprendido lo que cuesta salvar tres mil vidas? No, no podía decirle eso. Y de haberlo hecho, se habría equivocado. El verdadero precio de aquellas vidas tenía que ser pagado todavía, y resultaría mucho más alto, para Szara y para otros, de lo que cualquiera de ellos se imaginara en aquel momento.
De Montfried dejó caer pesadamente sus manos sobre los brazos del sillón y echó la cabeza hacia atrás con el rostro ensombrecido por el fracaso.
—Entonces, esto se ha acabado.
—Sí —dijo Szara.
—¿Se puede hacer algo? ¿Cualquier cosa?
—No.
Por supuesto que Szara lo había pensado. Aunque pensado no era la palabra exacta: su mente había barajado infinidad de historias, había buscado desesperadamente una solución, cualquiera. Pero sin ningún resultado.
Opinaba que Evans le dijo la verdad aquella tarde en el cine: que el Servicio Secreto británico tenía medios para comprobar las cifras por otras fuentes. Eso quería decir que no podía mentir así como así, ofreciendo cifras que parecieran lógicas. Lo sabrían. No al principio; durante un mes o dos se las arreglaría bien, y un mes o dos significaban otros trescientos cincuenta certificados, setecientas vidas por lo menos. Y ese número de vidas bien valía la pena de una mentira, Szara opinaba así. Pero era peor que eso.
Al principio, cuando se puso en contacto con los británicos, él creía que sus cifras era falsas, que formaban parte de un plan del contraespionaje alemán. No importaba. Pero, desde entonces el mundo había cambiado bajo sus pies: Alemania iba a invadir Polonia, mientras que la Unión Soviética iba a firmar un tratado que dejaba aislados al Reino Unido y a Francia. Las cifras falsas que entregara ahora podrían ser la causa de varios acontecimientos: desvirtuar los esfuerzos armamentísticos británicos de manera imprevisible, ayudar a los nazis, costar miles de vidas, decenas de miles, en cuanto los bombarderos de la Luftwaffe despegaran. Y esas setecientas vidas se perderían.
—¿Ha hablado ya con ellos? —preguntó De Montfried.
—Todavía no.
—¿Por qué no?
—Esperaba la posibilidad de que a usted y a mí, sentados aquí, se nos ocurriera algo, o descubrir algo, tal vez encontrar otro camino, la posibilidad de que usted pudiera prescindir de mí y tuviera otros recursos que yo desconozco, quizás información de alguna clase que pudiera sustituir la mía.
De Montfried negó con la cabeza.
Hubo una larga pausa, ambos en silencio.
—¿Qué va a decirles? —preguntó De Montfried por fin.
—Que ha habido una interrupción en la fuente; que deseamos continuar hasta que pongamos un nuevo sistema en funcionamiento.
—Y ¿aceptarán eso?
—No.
—¿Ni siquiera durante un mes?
—Ni siquiera eso. —Szara calló unos instantes—. Sé que resulta difícil de entender, pero es como no tener dinero. Lenin aseguró que el grano era «la divisa de las divisas». Eso lo decía en 1917. Para nosotros, y ahora, se puede decir que el espionaje es la divisa de las divisas.
—Pero estoy seguro de que usted conoce otras cosas, muy interesantes.
—Para la gente con la que trabajo eso podría funcionar. Pero para lo que pedimos a cambio, estoy seguro de la otra gente: el MI6 tuvo que luchar mucho, y sólo la importancia de lo que nosotros ofrecíamos les permitió ganar la batalla. No creo que vayan a empezar la guerra de nuevo por un material distinto que yo pudiera ofrecerles. Estoy seguro. Si fuese de otra manera, de verdad que lo intentaría.
Poco a poco, De Montfried comenzó a recuperar fuerzas para enfrentarse con lo inevitable.
—Me resulta muy duro admitir el fracaso, pero eso es lo que ha ocurrido: hemos fracasado.
—Nos hemos detenido, sí.
De Montfried se sacó del bolsillo interior de la chaqueta una cartera de piel y una pluma estilográfica, quitó el capuchón de ésta y empezó a escribir una serie de números de teléfono en el reverso de una tarjeta de negocios.
—Me localizará en alguno de éstos —dijo—. Casi nunca dejo de estar en contacto con mi despacho (su número es el que ha estado utilizando hasta ahora) pero he añadido algunos más, donde se me pude localizar. Por lo demás, dejémoslo como hasta ahora, simplemente diga Llama Monsieur B. Daré instrucciones para que se me avise de inmediato. De día y de noche, en cualquier momento. Todo cuanto poseo está a su disposición si lo necesita.
Szara se guardó la tarjeta en el bolsillo.
—Nunca se sabe lo que puede ocurrir. Esperemos que sea lo mejor.
De Montfried asintió con expresión de tristeza. Szara se levantó y le tendió la mano.
—Adiós.
—Sí —dijo De Montfried al tiempo que se levantaba para estrechar aquella mano tendida—. Que tenga mucha suerte.
—Gracias —contestó Szara.
Esa misma tarde, la tarjeta fue a reunirse con el dinero y el pasaporte de Jean Bonotte.
La operación OTTER terminó de pronto, y de mala manera.
Odile debió de haber activado una señal de emergencia desde Berlín, porque Goldman convocó una reunión especial, que tendría lugar en cuanto ella descendiera del tren. A Szara y a Schau-Wehrli se les dijo que fueran a Arion, en Bélgica, un pueblo con minas de hierro al lado de la frontera luxemburguesa, a pocos kilómetros de la ciudad francesa de Longwy. Hacía calor y todo estaba sucio en Arion. El humo producido por el carbón de los hornos cubría las calles con una capa de hollín; la puesta de sol era oscura, de un anaranjado triste, y el aire nocturno tenía una quietud mortal. La reunión se celebró en una vivienda obrera, cerca del centro del pueblo; el hogar de un agente del Partido, un minero al que se le pidió que fuese a pasar la noche con unos familiares. Una vez los postigos cerrados se sentaron en la exigua sala, envueltos en los olores de la ropa sudada y la comida hervida.
Odile estaba excitada, su rostro tenía una palidez desacostumbrada, pero no le faltaba su proverbial determinación. Cinco minutos antes se había bajado de un tren local procedente de la frontera alemana. Goldman estaba allí con otro hombre al que Szara no conocía, un ruso bajo y fuerte, de edad mediana, con el cabello rubio ondulado y unas gafas de cristales tan gruesos que distorsionaban sus ojos. Al principio Szara pensó que era asmático: su respiración les llegaba como un ronquido audible. Una vez sentados, Szara advirtió que el hombre lo estaba mirando y mantuvo su mirada, pero el otro no desvió la suya. Se puso un cigarrillo entre los labios, rascó la cabeza de una cerilla con la uña del pulgar y encendió el cigarrillo con la llamarada. Sólo entonces desvió el rostro hacia Odile. Mientras sacudía la cerilla para apagarla, Szara observó que llevaba un reloj grande de oro en la muñeca.
Cuando Szara y Schau-Wehrli llegaron, Odile había contado ya su historia a Goldman y a su acompañante y había entregado el mensaje de Baumann. Goldman se lo pasó a Szara.
—Échele un vistazo.
Szara cogió la tira de papel, pasó por encima de la serie de números y descifró una breve frase al final del papel: Debe usted saber que los rumores de un próximo acercamiento entre Alemania y la Unión Soviética han producido indignación en miembros de la clase diplomática y militar.
—¿Cuál es tu opinión? —preguntó Goldman.
—¿Mi opinión? —repitió Szara—. Parece como si tratara de darnos información adicional. Se lo hemos estado pidiendo durante meses. ¿Existen tales rumores?
—Quizás. Entre la clase de gente que menciona, podrían ser algo más que rumores —contestó Goldman—. Pero ¿cómo puede saberlo Baumann?, ¿con quién habla?
—Lo ignoro —respondió Szara.
—Por favor —dijo Goldman volviéndose a Odile—, cuéntenos de nuevo lo ocurrido.
—Siempre limpio el buzón por la mañana temprano —empezó Odile—, cuando las criadas llegan para trabajar a la vecindad. Fui hasta el muro por el bosquecillo; después de asegurarme de que no me vigilaban, pasé la mano por encima del muro y busqué hasta que di con la piedra suelta, luego saqué el papel y me lo guardé en el bolsillo del impermeable. Como no había ningún mensaje de la red me fui al poste de teléfonos para girar el clavo torcido y, así, dar el acuse de recibo. Me habría alejado unos diez pasos cuando una mujer salió de entre los árboles. Tendría unos cincuenta años, llevaba un vestido casero y parecía muy excitada y nerviosa. «Lo han cogido», me dijo en alemán. Hice como si no supiera de qué me hablaba. «Está en un campo, en Sachsenhausen —prosiguió— y sus amigos no pueden ayudarlo». La miré y eché a correr. «Dígales que tienen que ayudarle», oí que decía a mis espaldas. Caminé muy de prisa, pero ella me siguió; luego se detuvo y desapareció entre los árboles. No vi cómo lo hizo, pero cuando unos segundos después miré por encima de mi hombro, ya no estaba. Oí el ladrido de un perro, un perro pequeño, en alguna parte del bosque. Me fui hasta la estación del Ringbahn, en Hohenzollem-Damm, me metí en el lavabo público y allí escondí el mensaje en mi hombrera. Una hora más tarde salí de Berlín en un tren de cercanías. No vi en el tren a nadie que me pareciera extraño, ni me sucedió nada fuera de lo normal.
—¿Amigos? —se extrañó Schau-Wehrli—, ¿que sus amigos no pueden ayudarle?, ¿se refería a la comunidad judía?, ¿a los abogados?, ¿a quiénes?
—O a socios de su trabajo —intervino Szara en voz baja—. Gente de empresas alemanas con los que tenía tratos…
—Lo importante es —lo interrumpió Goldman— si ha sido arrestado como judío. O como espía.
—Si lo hubiesen cogido en su labor de espionaje, también se hubieran llevado a Odile —intervino Schau-Wehrli—. Y estaría en manos de la Gestapo, lo cual significa el edificio Columbia, no en el campo de Sachsenhausen.
—Quizá —dudó Goldman—. Es difícil saberlo.
—¿Se le puede ayudar? —preguntó Szara.
—Eso es cosa del Directorio, pero sí, ya se ha hecho antes. De momento, los agentes de Berlín intentarán ponerse en contacto con él en el campo para que sepa que estamos enterados de lo ocurrido, y que vamos a sacarlo de allí. Hemos de ayudarle a que resista el interrogatorio. ¿Crees que podrá?
Szara tuvo la sensación de que la vida de Baumann dependía de su respuesta.
—Si hay alguien que pueda resistirlo, es él. En el aspecto psicológico es un hombre fuerte. Físicamente…, ahí la cosa cambia. Si cada interrogatorio dura mucho, puede morir en uno de ellos.
Goldman hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
—¿Hubo algo durante tu entrevista con él en Berlín que explique lo de «las clases diplomáticas y militares» o la referencia de su esposa a los «amigos»? ¿Son, quizás, unos y otros los mismos?
—Podría ser —mintió Szara—, pero no puedo decirlo.
—¿Es ésa tu respuesta? —preguntó el hombre de las gafas.
Szara lo miró de frente. Los ojos detrás de las gafas eran acuosos y sin vida.
—Mi respuesta es no. Nada me dijo que pueda explicar ninguna de las dos cosas.
Cuando regresaron a París en una serie de trenes de cercanías, tuvieron que hacerlo en compartimientos separados. Eso dio tiempo a Szara para reflexionar mientras los sombríos pueblos del nordeste de Francia pasaban por la ventanilla.
Se sintió viejo. Era otra vez el asunto con Nadia Tscherova, aunque peor. Se sentía atormentado por lo ocurrido con Baumann, y por su participación en la destrucción de aquel hombre, aun cuando lo visto en la Kristallnacht justificaba con creces lo que habían hecho juntos. Un sacrificio de guerra. Una posición de ametralladora que se ha dejado aislada para retrasar el avance enemigo por la carretera mientras la retaguardia se retira. Todo eso está muy bien, hasta que te das cuenta de que el hombre de la ametralladora eres tú. Pensó, sin avergonzarse por ello, que quizá fuera mejor que Baumann muriera. Una muerte serena. Misericordiosa. Pero su instinto le dijo que eso no sucedería. Baumann estaría aterrorizado, exhausto, hundido y humillado, pero seguía siendo fuerte. Aquel viejo gran hombre tenía el alma templada.
Era natural que el tratado germano-soviético lo explicara todo. Desde el principio, el Servicio de Inteligencia de Von Polanyi, se había hecho cargo en el Ministerio de Exteriores alemán, del acercamiento al apparat soviético: se había abierto un canal de comunicaciones. Quizá las cifras de producción de Baumann eran intercambiadas por información procedente del otro lado, pero por otro camino completamente diferente. En este mismo momento, especuló, se estaba diciendo a un ruso en Leningrado que interrumpiera sus contactos con cierto capitán de un transbordador finlandés. Así se hacían las cosas, se acordaban y se mantenían. Te tendremos informado acerca de nuestra producción de bombarderos, le dijeron a alguien en 1937. En secreto, por medio del espionaje, porque nuestros países y nuestros líderes, Hitler y Stalin, a los ojos del mundo, se detestan. En las cuestiones oficiales somos enemigos mortales, pero en provecho mutuo debemos mantener ciertos entendimientos. De esa manera, razonaba Szara, los británicos confirman las cifras de Baumann, porque él no estaba controlado por el contraespionaje nazi, la oficina de Schellenberg, en el Referat VI C.
Al cabo de un mes se revelaría al mundo el pacto entre Hitler y Stalin. Por eso habían cancelado la operación Baumann ya que, a partir de ese momento, no era necesario la comunicación por esa vía. Esas cifras viajarían por télex de un Ministerio de Exteriores a otro Ministerio de Exteriores. Entretanto, alguien —no Von Polanyi, según lo que Frau Baumann había dicho a Odile— había decidido arrojar a Baumann al Sachsenhausen. Su manera de dar las gracias, eso era evidente.
No, se dijo Szara para sus adentros, no puedes pensar de esa manera. Los alemanes hacen las cosas por alguna razón. Quizás era su forma de decir ahora sal de Alemania, judío. He aquí un pequeño sabor desagradable que te ayudará a recordar que has de tener la boca cerrada.
Quizá, siguió pensando, sólo quizá. Algo de lo dicho por Goldman sobre Sachsenhausen era esperanzador, como si pudiesen conseguir sacar a Baumann de allí y él lo supiera ya.
¡Oh, pero cuánto sabe ese pequeño hijo de puta tan listo! Ha estado olisqueando alrededor de la verdad. Que los «amigos» y los «diplomáticos» eran una misma persona, y que el «usted» significaba Szara y nadie más. ¿Que era lo que Baumann había intentado en realidad? Eso requería tiempo para pensarlo, pero había una pepita de oro enterrada entre esas palabras, algo que quería dar a Szara, un regalo a su agente encargado del caso. ¿Por qué? Porque conocía a Szara, y, a pesar de las incesantes órdenes y los apremiantes requerimientos para que obtuviera más información —requerimientos desatendidos, órdenes ignoradas—, Szara no lo había abandonado ni tampoco traicionado. Ahora decía: Por favor ayúdame, y yo te ayudaré.
Además, el otro, el de las gafas, ¿quién era?
¡Oh, Rusia, qué extraños hijos tienes!, se dijo a sí mismo.
Y ahora tenía que seguir las órdenes de Goldman, las recibidas un mes antes en Bruselas, y repetidas al salir de Arion: escribe algo. Tenía que ir a casa y ponerse a la tarea. De todo aquello que no quería hacer, ésa estaba casi al comienzo de la lista. En estos días turbulentos, las personas de buena voluntad deben de estar haciéndose algunas preguntas difíciles. Cierre la ventana, deje fuera el ruido de las multitudes desfilando por las calles y encárese, sin rodeos y sin emoción, con el problema: ¿Cuál puede ser el futuro del socialismo en el mundo de hoy? ¿Cómo sobreviviría mejor?
En una fiesta celebrada en casa de un intelectual había conocido a un editor. ¿Cómo se llamaba? Un gallito de pelea subido en lo alto de su pequeña revista como en un gallinero. «Ven a verme, André Aronovich», le había dicho con tono suave. ¿Cómo es que tú, impertinente pegajoso, pensó Szara entonces, te crees tan listo que te diriges a mí tuteándome? Ah, pero mira por dónde, aquí llega el destino para darte una patadita en el trasero, y el gallito va a tener lo que quería, una buena ración de maíz en su corral. ¿Iban a pagar a Szara por eso? ¡Ja! Quizás un pobre almuerzo: «Yo siempre pido el especial del día, André Aronovich, te lo recomiendo». ¿Sí? Bien, me parece que yo comeré el pavo en salsa dorada.
Lo mejor era estar preparado, pensó. Ya había recogido su maletín en la tienda del húngaro del distrito séptimo y esperaba su orden de ponerse en camino de un día para otro. ¿Adónde lo enviarían?, se preguntó.
Se despertó como en un sueño. Por un momento no estaba en ninguna parte, extraviado en algún lugar que no conocía; pero, como en un sueño, eso no importaba, no había nada que temer. Estaba echado encima de su impermeable, en el desván de un granero. Hasta él subía el olor dulce del heno recién cortado. Muy por encima de su cabeza vio el techo del granero, plateado y suavizado por el tiempo, con la luz incipiente apenas brillando entre las rendijas donde las tablas se habían separado. Se sentó y se encontró de cara a una gran ventana abierta —como eran en estos casos, dispuesta para desde los carros descargar el heno con las horcas dentro del desván—. Se arrastró para mirar afuera y vio que hacía poco que había amanecido: un rayo de sol cruzaba el campo segado, y dejaba ver los jirones de niebla que ascendían desde el suelo. Junto al camino de arena apisonada se erguía un majestuoso roble; sus hojas emitían un suave susurro movidas por ese ligero viento que siempre se levanta con las primeras luces.
Había tres hombres en el camino. Hombres de sueño. Llevaban zapatos y polainas negros, largos abrigos negros y sombreros de anchas alas negros. Los tres con barba y largos mechones rizados bajo las alas del sombrero. Debían de ser hasidim, de camino a la shul. Sus rostros eran blancos como el yeso. Uno de ellos se volvió y lo miró, sin curiosidad ni provocación, una mirada que reparaba en que un hombre estaba asomado a la ventana del granero; luego enderezó el gesto y se alejó por el camino. No hacían ruido al caminar y, por fin, como espíritus albinegros de un sueño, se desvanecieron.
Polonia.
Su mente volvió poco a poco a la realidad. El día anterior, cuando quiso recordarlo, le vino roto en imágenes fragmentadas y borrosas del viaje. Había volado hasta un campo de aviación, cerca de Varsovia, en un aeroplano de ocho plazas, que rebotó en una superficie de alquitrán rugosa al aterrizar. Había espesos bosques en tres de los cuatro lados del campo, y se maravilló de que aquello fuera el aeropuerto principal de la ciudad. Durante todo el día estuvo sin saber con certeza dónde se hallaba. Tomó un taxi. Un tren…, no dos trenes. Todo un paseo en carro en un día caluroso. Un perro que gruñía con un sonido profundo de su garganta sin dejar de mover el rabo al mismo tiempo. El encuentro con un buhonero en un camino. La creciente sensación de que nunca llegaría a ningún sitio a tiempo para nada, de que estaba donde estaba, de que los viajeros duermen en los graneros. Una mujer anciana, con un pañuelo alrededor del arrugado rostro, le dio la bienvenida. Luego hubo un ratón, la luna, los lentos y flotantes sueños de cuando uno duerme en un lugar desconocido.
Se apoyó en la gastada madera del marco de la ventana y contempló cómo se abría el día. Todavía quedaba un cuarto de luna, blanca sobre el sombrío azul del cielo matinal. Un mar de nubes tormentosas se movía hacia el Este con los bordes teñidos de rojo por el sol naciente. Mientras miraba, la luz rompía aquí y allí entre las nubes; un pino apareció en el horizonte, y un campo de centeno se vistió de verde. Podía recordar esa luz espectral y cambiante, el húmedo olor de la tierra al amanecer, el graznido de los grajos mientras volaban siguiendo la curva del ribazo. Ya había vivido una vez en esa parte del mundo, hacía mucho tiempo, y en ocasiones había contemplado mañanas parecidas, cuando era un niño que despertaba antes que nadie para no perderse ni uno sólo de esos milagros. Se vio a sí mismo, arrodillado en una cama, delante de una ventana, con una manta sobre los hombros. Vio el sol remontando una colina en una mañana al final del verano.
—Eh, el de arriba, pan[16], ¿todavía está dormido?
Asomó la cabeza por la ventana y miró hacia abajo. Una anciana lo llamaba desde el patio. Se mantenía derecha con la ayuda de un bastón, como una pequeña y bien asentada pirámide, con abrigos y chaquetas por arriba y anchas faldas por debajo. Los perros de la mujer, uno grande de capa marrón y otro pequeño, blanco y negro, permanecían a su lado y, como ella, lo miraban con las cabezas levantadas.
—Véngase a la casa. Le daré un café. —Se volvió cojeando, sin esperar respuesta. Los perros retozaron a su alrededor, olisquearon los arbustos, levantaron una pata, y se desperezaron, apretando la tierra con las patas delanteras extendidas.
Camino de la casa, Szara vio que la mujer había dejado dos cubos grandes de madera junto al pozo y, como cualquier vagabundo que no merece el pan que se come, comprendió que ella quería que le llevara el agua adentro. Primero se quitó su camisa de París, maniobró el mango de la chirriante bomba y se lavó con borbotones de agua helada que caían al canalón. Tiritando con el aire del amanecer se frotó con la camisa para secarse, luego se la puso de nuevo y con los dedos se peinó hacia atrás el húmedo cabello. Cuando se enjuagó la boca, el agua tan fría hizo que los dientes le dolieran. Después llenó los cubos y entró tambaleándose en la cocina, resuelto a no derramar ni una gota de agua en el suelo. La casa era un viejo edificio de piedra, techo bajo, una estufa de barro cocido, cerca de la pared, y en ésta, un gran crucifijo y ventanas con cristales. El olor del café era intenso en el aire cerrado de la cocina.
Se lo sirvió en una taza de porcelana china —parecía ser que ya no quedaban platos— que debía de tener más de cien años.
—Gracias, matrushka —dijo y bebió un primer sorbo—. El café es muy bueno.
—Siempre lo tomo. Cada mañana. —La anciana lo dijo con orgullo—. Excepto cuando hay guerras. Entonces no se consigue, ni por todo el dinero del mundo. Por lo menos en estos alrededores.
—¿Dónde estoy?
—¿Dónde está usted? ¡Toma, en Podalki!, ¿dónde iba a estar? —cloqueó.
Sacudió la cabeza ante tal pregunta y luego se acercó a la estufa. Con la falda agarrada para protegerse las manos, retiró una sartén de pan del horno y la puso al lado de la taza de café de Szara. Luego se fue a la despensa y volvió con un cuenco de queso blanco cubierto con un paño. Le puso un cuchillo y un plato delante, y se retiró al lado de la estufa mientras él comía. Szara hubiera querido pedirle que se sentara a su lado, pero sabía que eso ofendería su sentido de la propiedad. Ella comería cuando él hubiese terminado.
Partió una humeante rebanada de pan y la cubrió con queso blanco.
—Oh, qué bueno está esto —alabó Szara.
—Tiene que caminar hasta la ciudad —dijo ella—. Hasta Czestochowa.
—No, voy a Lvov.
—¡Lvov!
—Así es.
—Santa Madre de Dios, Lvov. ¡Eso está muy lejos de aquí! —exclamó horrorizada por la distancia que Szara tenía que recorrer—. Es un lugar de Ucrania, ¿lo sabía?
—Sí.
—Dicen que está en Polonia, pero yo no lo creo. Ha de ir con cuidado con su dinero por aquellos sitios.
—¿Ha estado usted allí, matrushka?
—Quién, ¿yo? —La idea le provocó risa—. No. Los de Podalki no vamos por allí.
Cuando hubo terminado con el desayuno puso unos pocos zloty bajo el borde del plato. De vuelta al desván del granero, desplegó el mapa sobre el heno, pero no pudo encontrar Podalki. Uno de los hombres de la «Tass» en París, que había viajado con él en el aeroplano, disponía de un mapa mucho más detallado, pero se separaron al llegar a la estación de ferrocarril en Varsovia. No le costó ningún trabajo encontrar la Czestochowa. Si ésa era la ciudad algo importante más próxima, había debido de cruzar el río Warta el día anterior, aunque el hombre que llevaba el carro lo había llamado de otra forma y no era más que una ancha y lenta corriente de agua, poco profunda al final del verano. El hombre lo había llevado por un pequeño sendero, y Szara cruzó el río en el transbordador de un viejo judío con un parche en un ojo. Tenía una balsa y un mecanismo de tracción con un cable del que tiraba hasta alcanzar la otra orilla. El barquero le dijo que, con paciencia y suerte, el sendero acabaría por llevarlo a Cracovia.
—Desde allí puede ir a donde quiera —le dijo el hombre mientras se guardaba en el bolsillo la exigua tarifa y se encogía de hombros, como si se preguntara por qué alguien se molestaba en ir hasta allí.
Szara plegó el mapa, lo devolvió al maletín, se puso el sombrero de fieltro y se colgó la chaqueta del hombro. Cuando abandonaba el granero, la anciana y sus perros sacaban la vaca a pastar. Le dio las gracias de nuevo, ella le deseó un viaje seguro y le hizo la señal de la cruz para que lo protegiera en su jornada. Después, él empezó a descender el estrecho y arenoso camino que lo conduciría a Podalki.
Tardó veinte minutos en llegar. No había gran cosa. Unas pocas casas de madera dispersas a los dos lados de una calle polvorienta, un hombre con el cráneo afeitado y bigote de Caballería, con las mangas arremangadas por el calor del día y los pulgares asidos a los tirantes, apoyado en el dintel de la entrada de lo que Szara tomó por la tienda del pueblo. Había un pequeño ghetto judío al otro lado de Podalki: mujeres con pelucas, un hasid con la yalmurke[17] prendida del cabello cortaba leña en el patio de su casa, niños pálidos de cabello rizado que lo miraban con ojos vivaces, de reojo, mientras pasaba. Luego, Podalki desapareció y otra vez se encontró solo en la vasta estepa polaca, en medio de campos infinitos que alcanzaban hasta los bosques del horizonte.
Anduvo y anduvo, el calor del sol cada vez era más fuerte, el maletín, más pesado; empezó a sudar. Los campos a ambos lados del sendero estaban vivos; los insectos zumbaban, el oscuro musgo de la tierra desprendía un cierto olor, a podrido y a renuevo, dulce y rancio al mismo tiempo. De vez en cuando, un grupo aislado de abedules blancos surgía al lado de un arroyo, con sus delicadas hojas parpadeando al menor soplo del viento. Desde esa perspectiva, su vida en la ciudad le pareció frenética y absurda. Lo acuciante del trabajo y la irritante ansiedad del mismo parecían artificiosas. Era increíble que se tomara tantas molestias por algo tan sin sentido, códigos y papeles, intercambio de paquetes en los cines, quién había comido con quién en un hotel de Berlín… ¡Qué locura! Giraban a su alrededor como el niño con los ojos vendados de un juego infantil. A principios de agosto, alguien había irrumpido en una lavandería en seco de las afueras de París y había robado los uniformes de los agregados militares polacos. Se armó un gran alboroto: reuniones, mensajes por radio, preguntas sin respuestas, respuestas sin preguntas.
Pero eso no fue nada comparado con lo que vino unos días después, el 23 de agosto, cuando se anunció el pacto entre Hitler y Stalin. El infierno era poco para castigar aquello. Llantos, gemidos y rechinar de dientes. Todo ocurrió como Goldman lo había anticipado, los idealistas se retorcieron las manos y se golpearon el pecho. Muchos quedaron literalmente aturdidos; recorrían las calles de París y hacían dolidas y solemnes declaraciones: «He decidido romper con el Partido». Incluso hubo suicidios. ¿De qué se creían que iba el juego?, ¿de filosofía?
Oyó el crujido de ruedas de un carro tras él y el «clop-clop» de los cascos. El carro, conducido por un joven, llevaba una gran montaña de heno. Szara se apartó a un lado del sendero para dejarle paso, andando entre los surcos del borde de un campo.
—Buenos días, pan —saludó el muchacho al pasar.
Szara le devolvió el saludo. La tufarada del caballo le llegó envuelta en el aire cálido del día.
—Bonito día tenemos —dijo el muchacho—. ¿Quiere que lo lleve un rato?
El carro no frenó del todo, pero Szara tomó impulso y se aupó al borde de madera, junto al conductor. El caballo aflojó la marcha perceptiblemente.
—Ah, Gniady, no me hagas esto —dijo el muchacho, chasqueó la lengua y sacudió las riendas.
Avanzaron durante un rato en silencio; luego apareció un sendero de dos rodadas entre los cultivos y el muchacho tiró de la rienda izquierda para desviar al caballo. Szara dio las gracias al chico y descendió del carro. A caminar otra vez, se dijo. Ahora me toca a mí. De tanto en tanto, veía hombres y mujeres que trabajaban en los campos. La cosecha acababa de empezar y por cualquier sitio aparecía el reflejo luminoso de las hoces. Las mujeres trabajaban con las faldas recogidas en la cintura, destacando sus blancas piernas desnudas sobre los tallos de trigo o centeno.
Szara sabía que alguien se iba a enfadar mucho por haber desaparecido así de su vista, peor para él. ¡Que se vayan al diablo y rabien en el infierno! Estaba harto de amenazas. Había despertado a la realidad y, en cuanto a ellos, ya podían arreglárselas lo mejor que pudieran para seguir con su mundo soñado. Por encima de su cabeza, el cielo se extendía hasta el universo, el azul de la mañana fue palideciendo y enturbiándose a medida que el día avanzaba. Muy hacia el sur apareció la chata y oscura forma de una hilera de montañas, con un penacho de nubes rozándola, un anuncio de tormenta para la húmeda noche que se avecinaba. Esto era lo que existía: la estepa, el inmenso cielo, el trigo, la arena apisonada del sendero. Durante un momento fue parte de todo aquello, formó parte de la Naturaleza, no más, no menos. Ni siquiera sabía qué día era. Había salido de París el 30 de agosto, aunque para sus cuentas fue el 29, cuando tomó el taxi para ir al aeropuerto de Le Bourget porque eran las tres de la madrugada, todavía «noche avanzada». El largo día que vagó por el este de Polonia había sido, de hecho, el 30. Marcaba el final del verano.
Ya sabía que éste, en realidad continuaría todavía durante algún tiempo, hasta bien entrado setiembre, cuando la cosecha ocupara a casi todo el mundo en el campo, cuando la gente dormía en el surco para poder empezar a trabajar al alba. Por las noches se sentaban en corro y hablaban en voz baja, incluso hacían un pequeño fuego si tenían ya un terreno segado, y las parejas se perdían en las sombras para amarse. Pero para él, el verano había terminado su curso. Tenía el sentido del tiempo adquirido en su infancia, cuando iba a la escuela, y el final de agosto era el final de la libertad; igual que había ocurrido en su niñez, suponía que aquello seguía siendo lo mismo. Qué raro, pensaba, que se sintiera libre con el verano acabado. 31 de agosto de 1939, ésa era la fecha oficial. La comprobó una vez más para asegurarse. Sí, ésa era la fecha. Mañana, quizá, volvería a ser «él mismo», con su personalidad oficial, el periodista André Szara que viaja en tren, escribe cosas y hace lo que todos esperan que haga.
Pero, de momento, era un viajero solitario en el estrecho camino que iba a Czestochowa, y disfrutaba de la libertad perfecta del último día del verano.
Llegó a Czestochowa a última hora de la tarde, gracias al trayecto hecho en un antiguo vehículo que transportaba pepinos para los mercados de la ciudad. Tomó un tranvía que lo dejó en la estación del ferrocarril y allí compró un billete para Cracovia, donde podría tomar otro tren hasta Lvov.
—Lo llamamos el tren de la medianoche de Lvov —le explicó el digno empleado de taquilla—. También decimos, sin embargo, que el amanecer en la ciudad de Lvov es muy bello.
Szara sonrió al apreciar la característica ironía polaca que llevaba el comentario. Las dos ciudades estaban separadas por más de trescientos kilómetros. Con aquello quería significar que no esperaba que el tren saliera puntual de Cracovia, que la locomotora era muy lenta o las dos cosas a la vez.
En el restaurante del otro lado de la calle, frente a la estación, se preparó para el viaje; comió sopa fría de remolacha, pan de centeno con mantequilla dulce, un filete de buey hervido, una guarnición de rábanos picantes que hacían saltar las lágrimas y varios vasos de té. Tenía el cuerpo dolorido de haber dormido en el desván del granero y de los kilómetros recorridos a pie por el fino polvo del camino. Pero la cena lo reconfortó, y dormitó en el compartimiento de primera clase hasta poco después de las ocho, hora en que el tren de las 6.40 para Cracovia salió traqueteando de la estación. La noche cayó rápidamente sobre el campo de Czestochowa y al sur, en la línea del horizonte, vio los destellos del cielo iluminado por los relámpagos de una gran tormenta, y contó hasta tres y cuatro rayos seguidos. Dos horas más tarde estaban en Cracovia.
Había pasado mucho tiempo desde que fue estudiante en su Universidad, pero prefirió permanecer en la estación hasta que el «tren de medianoche de Lvov» saliera. El empleado de la taquilla de Czestochowa había dicho la verdad, el tren salió con mucho retraso; algunos de los compañeros de compartimiento lo abordaron después de las dos de la madrugada. Vio pasar las calles de Cracovia iluminadas por farolas de gas, el cementerio Zydowsky, el puente del ferrocarril sobre el Vístula; después dormitó una vez más hasta que los comentarios de los otros pasajeros lo despertaron. Al parecer, el tren había tomado una vía secundaria y los viajeros trataban de ver lo que ocurría a través de la ventanilla; luego, de repente, hubo un frenazo. Aquella parada no le pareció normal. Se oyeron gruñidos furiosos y algunos, para enterarse de lo que pasaba, bajaron el cristal de la ventanilla tratando de ver a través de la oscuridad. Un hombre, con el uniforme de los ferrocarriles, se acercaba por las vías con un farol en la mano; los pasajeros lo llamaron y le preguntaron que qué ocurría, pero no les hizo caso. El compartimiento estaba a oscuras; Szara encendió un cigarrillo, se reclinó en el mullido respaldo del asiento y se dispuso a esperar. Otros pasajeros siguieron su ejemplo. Oyó el crujido de papel de periódico cuando alguien desenvolvió un bocadillo y el murmullo de una joven pareja. También el sonido de un violín desde un vagón de tercera clase. Minutos más tarde, un tren del Ejército, que avanzaba con gran lentitud pasó por la vía de al lado. Pudo ver a los soldados asomados a las ventanillas y de pie en los pasillos; algunos iban sentados en los estribos de las puertas, balanceando las piernas. Szara vio los puntos brillantes de los cigarrillos encendidos.
—Van al norte —dijo una mujer sentada frente a él—. Lejos de la frontera. Quizá se haya arreglado la crisis con Hitler.
Un hombre sentados junto a ella encendió una cerilla para iluminar la primera página del periódico de la noche.
—Tiros en Danzig, ¿lo ve? Yo diría que se dirigen hacia allí.
El revisor apareció en el pasillo y abrió la puerta del compartimiento.
—Señoras y caballeros, me temo que he de rogarles que bajen del tren. Por favor.
Este aviso fue recibido con gran indignación.
—Ya, ya —dijo el hombre en tono comprensivo—, pero ¿qué quieren que haga? Les diría las causas si las supiera. Estoy seguro de que todo se arreglará en seguida.
Tenía un bigote caído y unos ojos dolientes que le daban la apariencia de un perro spaniel. Se fue al siguiente compartimiento y un joven lo siguió.
—¿Llevamos el equipaje?
—¿Para qué? —dijo, pero se corrigió de inmediato—. O quizá sí. No estoy seguro; lo dejo a su criterio, mis buenos señores.
Szara bajó su maleta de la red sobre la ventanilla y ayudó a los demás pasajeros a bajar el equipaje.
—Le diré… —empezó el pasajero del periódico en tono forzado, pero luego pareció que no tenía nada que decir. El tren se fue vaciando poco a poco; los pasajeros, medio dormidos, tuvieron que saltar a un terraplén de hierbas y quedarse cerca del borde de un terreno cubierto de maleza.
—Y ¿ahora qué? —dijo Szara al hombre del periódico.
—Le aseguro que no lo sé. —Hizo una ligera reverencia y extendió su mano—. Goletzky. Negocio de jabones.
—Szara. Periodista.
—Vaya. Usted tiene que saber lo que está ocurriendo.
—En absoluto —replicó Szara.
—¿Escribe en los periódicos de Cracovia?
—No. He estado en París los últimos meses.
—Qué suerte. Yo ya me daría con un canto en los dientes si pudiese ir a Varsovia una vez al año. Lo normal es que me mueva por las provincias del sur. Jabones perfumados para la gente rica, pastillas amarillas pasadas de moda para los campesinos, la fórmula especial del doctor Grudzen para las jovencitas, y poco más. Eso es lo vendo.
—¿Qué cree que harán con nosotros? —preguntó Szara. Miró su reloj—. Son más de las cuatro. —Miró hacia el este y vio un pálido resplandor en el horizonte. Bostezó.
En la parte delantera, la locomotora desprendió un largo siseo de vapor y luego se oyó el lento movimiento de los pistones al ponerse en marcha.
—¡Oh, no! ¡Se va! —El grito salió de todas las gargantas. Algunos pasajeros empezaron a saltar dentro de los vagones, hasta que se dieron cuenta de que el tren permanecía quieto, que sólo la locomotora era la que se marchaba.
—Vaya, hay que decir que esto está pero que muy bien —dijo Goletzky con enfado—. Han desenganchado la máquina y nos dejan aquí, en la oscuridad, entre Cracovia y Dios sabe dónde.
Los pasajeros se dieron cuenta de que la cosa iba para largo y se sentaron cabizbajos sobre las maletas, en espera de que alguien de la compañía de ferrocarriles se acordara de ellos. Quince minutos después, la locomotora reapareció —tenían la palabra del revisor de que era la misma—, pero arrastraba el tren militar en dirección opuesta. El maquinista saludó con la gorra, como un gesto compasivo o como una señal secreta, conocida sólo por los de su profesión; los soldados iban cantando con voces que resonaban nítidas en el aire de la madrugada. Por último reculando ignominiosamente apareció la máquina que originalmente arrastrara el tren militar.
—O sea, que lo que nos tiene aquí parados son las maniobras del Ejército —comentó Goletzky.
A Szara no le gustó nada aquello, mas no puso el porqué. Desechó el sentimiento de irritación que surge del cansancio. Algunos de los pasajeros volvieron a sus asientos en los vagones. El revisor hizo un último intento para disuadirlos.
—En realidad, señoras y caballeros… —dijo, mientras sacudía la cabeza ante tanta anarquía.
Otros permanecieron afuera y quisieron convertir lo ocurrido en una fiesta. Alguien consiguió encender y mantener un fuego, y el olor a ajo de las salchichas asadas llenó el ambiente. Varios se agruparon alrededor del violinista. Y otros más se aventuraron por los campos en busca de intimidad, o para aprovechar la oportunidad de ver el paisaje.
El ronroneo de un aeroplano atrajo la atención de todos. Volaba en la oscuridad, no podían verlo, quizá hacía círculos. De pronto, el ruido del motor se oyó mucho más fuerte, y el chirrido mecánico alcanzó lo alto de la escala y aumentó en un instante.
—¡Se va a estrellar! —exclamó la joven que ocupaba el mismo compartimiento que Szara.
Su voz tembló de miedo mientras levantaba el rostro, demudado, hacia el cielo. Se persignó y sus labios musitaron algo. Goletzky y Szara se pusieron de pie al mismo tiempo, como si una fuerza misteriosa hubiese tirado de ellos. Alguien dio un grito.
—¿Corremos? —preguntó Goletzky.
Pero era demasiado tarde para hacerlo: el ruido se convirtió en un pitido irresistible que dejó a los pasajeros paralizados donde estaban. El avión salió de la oscuridad en una fracción de segundo. Szara vio las esvásticas en las alas. Algo hizo que se tambaleara hacia un lado, entonces la bomba estalló.
La onda expansiva lo alzó del suelo, lo tuvo por un instante suspendido en el aire y luego lo lanzó contra el terraplén. Szara sintió que la fuerza del impacto le movía los dientes y los huesos de un lado del rostro; dejó de oír, aunque había un siseante silencio. Cuando abrió los ojos, no entendió nada: la mitad de la derecha del mundo era más alta que la izquierda, como una fotografía rota y unida luego sin encajar las dos mitades. Se asustó mucho y se puso a guiñar los ojos, frenético, en un desesperado intento de recuperar la visión normal, cuando trozos y fragmentos de cosas empezaron a caer sobre él; instintivamente se protegió la cabeza con el antebrazo. Luego, algo se movió dentro de cabeza y pudo ver con claridad. Hizo un esfuerzo para incorporarse, mientras se palpaba la ropa, temeroso de lo que fuera a encontrar, pero obligado a mirar. Sólo halló polvo, trozos de tela, hojas, y una mancha en la solapa de su chaqueta. Goletzky estaba cerca, sentado, con la cabeza entre las manos. Vio al revisor en el fondo del terraplén, inmóvil, con la cabeza hundida en la tierra. Tenía los pies descalzos y una línea roja le bajaba desde un talón. Szara buscó a la joven pero no pudo verla por ninguna parte. Una mujer de más edad, a la que no pudo reconocer, el cabello revuelto, llorando a raudales, con medio vestido destrozado, clamaba al cielo. Por como movía los labios y por la furia de su gesto, Szara pensó que estaba gritando, pero no pudo oír nada.
Primero lo llevaron al hospital de la ciudad de Tarnów. Estuvo sentado en un pasillo mientras las monjas enfermeras cuidaban de los heridos. Para entonces había recuperado el oído casi por completo. Para entonces había recuperado su maleta milagrosamente; la había llevado al pasillo un soldado que preguntó si alguien sabía de quién era. Para entonces sabía que los alemanes habían atacado Polonia hacia las cuatro de la madrugada. Los soldados polacos, decían los alemanes, había ocupado una estación de radio alemana en Gleiwitz, matado a algunos soldados y difundido una proclama incendiaria. Pensó que aquello no era más que la clásica provocación simulada. En ese momento supo dónde habían ido a parar los uniformes polacos robados en París. Cuando le llegó el tumo, un médico lo vio y dijo que quizá tuviera una contusión violenta. Si sentía náuseas, tendría que someterse a vigilancia médica. Si no, podría continuar su viaje.
Pero ésa no era toda la verdad. Al salir, un joven teniente le dijo, cortés, que determinadas autoridades, ahora en Nowy Sacz, deseaban hablar con él. ¿Estaba detenido? De ninguna manera, sólo que alguien del hospital había informado al Estado Mayor del Ejército que un periodista soviético había sido herido en el ataque a la línea férrea entre Cracovia y Lvov. Y que un tal coronel Vyborg deseaba discutir con él de ciertos asuntos en el cuartel general de Nowy Sacz. El joven teniente se sentiría honrado de escoltarlo hasta allí. Szara sabía que no tenía sentido resistirse; y el teniente lo llevó en un viejo automóvil checoslovaco, aunque todavía útil, y lo dejó sano y salvo una hora más tarde en Nowy Sacz.
El teniente coronel Anton Vyborg, a pesar de su apellido escandinavo, parecía un descendiente de la rancia nobleza polaca. Szara pensó que el nombre podría remontarse a las guerras medievales entre Polonia y Suecia, cuando, como en todas las guerras, hubo familias que se encontraron luchando en el bando equivocado. Cualquiera que fuese la historia, había algo del caballero báltico en el porte de Vyborg; era alto, esbelto, de labios delgados, de unos cuarenta años, pensó Szara, con arrugas entretejidas alrededor de sus estrechos ojos y un cabello pálido y corto, al estilo de los oficiales de Caballería. Y como tal, llevaba botas altas de piel flexible y pantalones de montar. Pero, a diferencia de un oficial de Caballería, su chaqueta del uniforme colgaba del respaldo de su silla, llevaba el cuello desabotonado, la corbata floja, y la camisa arremangada. Cuando Szara entró en el despacho, el oficial estaba fumando un cigarro, y en el gran cenicero de metal se veían las colillas de muchos otros. Su apretón de manos fue de acero, y miró duramente a Szara con sus fríos ojos azules cuando se presentaron. Luego, después de hacer un juicio rápido e intuitivo, se volvió cortés, envió a su asistente por café y panecillos, y mostró lo que probablemente era —así lo pensó Szara—: la mitad genial de una personalidad con dos aspectos muy diferentes.
Mientras esperaba a que su asistente regresara, el coronel Vyborg fumó satisfecho, la mirada clavada en el espacio, en aparente paz con todo el mundo. Era el único que hacía eso, porque por la puerta abierta se veía a los demás oficiales, que pasaban presurosos con los brazos cargados de archivos mientras los teléfonos no dejaban de sonar. La sensación general era de movimiento frenético, casi de pánico. Hubo un momento en que un oficial joven se detuvo junto a la puerta, asomó la cabeza y dijo: «Obidza», que sólo podía ser el nombre de un pueblo pequeño. El coronel Vyborg hizo el mínimo gesto de haberse enterado, una cortés y casi irónica inclinación de cabeza, y el hombre juntó los talones y se marchó corriendo. Szara oyó cómo daba la noticia a otro en alguna parte del vestíbulo, «Obidza». Vyborg lanzó una larga bocanada de humo al aire, se levantó de repente, se acercó a la ventana y miró hacia el patio. El despacho —obviamente temporal: el letrero de la puerta decía «Asesor Fiscal»— estaba en el Ayuntamiento de Nowy Sacz, una imponente monstruosidad, reliquia de los tiempos del Imperio Austro-Húngaro, cuando Galicia fue provincia de Austria. Vyborg permaneció largo rato observando lo que sucedía en el patio.
—Ahora estamos quemando los archivos —dijo.
Lanzó una significativa mirada a Szara y levantó una ceja, pero no parecía interesado en saber lo que un periodista pudiera pensar de tales sucesos. Volvió a sentarse a su mesa.
—Quizá fuese mejor que empezáramos nuestra discusión sin el café; hoy nada funciona como es debido, incluido el viaje de mi asistente a la panadería. ¿No le importa?
—En absoluto.
—Bien, veamos. Si un periodista soviético ha logrado sobrevivir a los dos últimos años, significa que no es tonto. Seguramente usted sabe con quién está hablando.
Szara había supuesto desde el principio que Vyborg era el director o el segundo de una unidad de Inteligencia militar.
—¿Una… oficina de Inteligencia? —terminó diciendo.
—Sí, exactamente. Usted, señor Szara, bajo el punto de vista legal, es neutral desde la pasada semana, desde el 23 de agosto. Como ciudadano soviético, usted, oficialmente, no es amigo ni enemigo de Polonia; por tanto, voy a proponerle un trato que puede resultar interesante para ambos. Por nuestra parte, quisiéramos saber qué hace usted aquí. Sus papeles están en orden, y presumimos que se le ha asignado una tarea específica. Nos gustaría saber qué interés tiene Pravda en enviarlo aquí, una semana después de que la Unión Soviética firmara un tratado, que es lo mismo que la nota necrológica de este país. A cambio me aseguraré de que se le proporcione un transporte que lo saque de esta región, por cierto, estamos a sesenta kilómetros al norte de la frontera, y haremos cuanto esté en nuestras manos para que llegue a Lvov, si es allí adonde quiere ir.
»Ésta es la oferta. Usted puede, por supuesto, rechazarla. La promesa alemana de no agresión le alcanza a usted personalmente, sin duda, y quizá prefiera quedarse con ellos. Si es así, no necesita irse muy lejos o puede seguir aquí, en Nowy Sacz, y en dos o tres días ellos vendrán a por usted. Incluso antes. Por otro lado, quizás usted quiera irse de inmediato. En cuyo caso le diría a mi ayudante que lo acompañara hasta la estación del ferrocarril, o lo más cerca que pueda, según la multitud lo permita. Miles de personas de los alrededores han venido hasta aquí tratando de salir como sea, y parece que los trenes no funcionan. Pero, bueno, usted puede elegir lo que guste. ¿Cuál es su decisión?
—Me parece una oferta aceptable.
—Dígame entonces la naturaleza de su trabajo en Lvov.
—Quieren saber algo de la vida diaria de las minorías nacionales en Polonia oriental: rusos blancos, ucranianos, judíos, lituanos…
—Quiere decir minorías nacionales perseguidas. En la antigua provincia rusa.
—El encargo, coronel Vyborg, no es ése. Quiero que tenga en cuenta que se me pidió que hiciera este viaje algunas semanas antes de que se supiera lo del pacto entre la Unión Soviética y Alemania. En otras palabras, no me han enviado a una guerra para que escriba una historia sobre la vida de campesinos y sastres. Yo no sé lo que mis editores tienen en la cabeza; ellos me envían a un sitio y yo hago lo que me dicen. Quizás es que no tienen nada de nada en la cabeza.
—La alegre, vieja y anárquica Rusia: la mano derecha nunca sabe lo que hace la izquierda. ¿Algo así?
—¿Y qué no se diría de Rusia? Al final, todo es verdad.
—Usted, de hecho, es polaco.
—De una familia judía procedente de Polonia. He estado en Rusia desde que era un adolescente.
—Entonces, permítame que me corrija: un polaco típico.
—Algunos dirían que no.
—En efecto, tiene razón. Pero otros les contestarían diciendo mierda de caballo.
Vyborg tamborileó con sus dedos sobre la mesa. Un hombre de aspecto solícito con un uniforme extremadamente arrugado, una especie de profesor bamboleante con gafas, apareció en la puerta y se quedó allí, dudoso, carraspeando de vez en cuando.
—Anton, perdóname, pero están en Obidza.
—Eso me han dicho —dijo Vyborg.
—Bien, entonces, vamos a…
—¿Recoger nuestras máquinas de cifrado y marcharnos? Sí, supongo que hay que hacerlo. Le he pedido a Olensko que se encargue. Dile que empiece, ¿quieres?
—¿Tomarás el mando?
—Te veré en Cracovia. Primero voy a llevar a nuestro corresponsal de guerra ruso a que vea el frente.
—¿Corresponsal de guerra? —El hombre estaba asombrado—. ¿Tan pronto? —Miró a Szara sin comprender—. ¿Van a publicar una crónica de esta guerra? —siguió preguntando con voz incrédula—. ¿«Cincuenta divisiones alemanas atacan Polonia»? Hombre, hombre, no. Quizás: «Unas unidades alemanas defienden con heroísmo sus fronteras cincuenta kilómetros dentro de Polonia».
Vyborg soltó una amarga carcajada.
—Quién sabe —dijo con resignación—. Eso puede que haga pensar al viejo «Kinto». —El nombre empleado para designar a Stalin hacía referencia al bandido de una canción, un personaje divertido del folklore georgiano. Szara se rió al escucharlo—. ¿Lo ves? —dijo Vyborg triunfal—. Está de nuestro lado.
Sentados en el asiento trasero de un coche abierto del mando militar, Szara y Vyborg se dirigieron apresuradamente hacia el sudoeste. El chófer de Vyborg era un sargento corpulento, con el cabello muy corto, bigote de león domesticado y una nariz abultada y venosa de un color casi púrpura. Maldecía sin parar en voz baja mientras sorteaba los obstáculos, cruzaba sembrados cuando era necesario y se abría paso a través de los trigales. La carretera era una pesadilla. Los refugiados iban hacia el norte, cargando en sus espaldas, o en carritos, sus pertenencias. Algunos seguían tras su ganado o lo conducían atado con una soga. Cuatro personas transportaban a un hombre enfermo en una cama. Entretanto, las unidades militares polacas —Infantería a pie, Artillería tirada por caballos y carros de municiones— intentaban dirigirse hacia el sur. El coche dejó atrás un carro incendiado con dos caballos muertos atados a las riendas.
—«Stukas» —dijo Vyborg fríamente—. Un arma para aterrorizar.
—Lo sé —dijo Szara.
Siguieron ascendiendo por la polvorienta carretera llena de baches que subía por las colinas, hacia el lado polaco de los Cárpatos. El aire se hizo más fresco, el paisaje ondulado se fue difuminando a medida que la luz del día caía. Szara tenía un horrible dolor de cabeza; los saltos producidos por las duras ballestas del coche eran una tortura. No se había recuperado de la explosión de la bomba como había creído. Tenía un sabor metálico en la boca y sentía como si una hilera de finas agujas se le clavaran en la piel a un lado de la cara. El coche giró hacia el oeste, encarando una puesta de sol teñida de rojo por el humo y la calina, la clase de cielo que se ve al final del verano cuando los bosques arden. Según le dijo el coronel Vyborg, la carretera seguía la hondonada de un río. El Dunajec.
—Todavía conservamos la orilla oeste —dijo—. Al menos la teníamos cuando salimos de Nowy Sacz. —Sacó un grueso reloj de bolsillo y lo miró atentamente—. Puede que ya no —añadió tranquilo—. Desde el punto de vista militar, no tenemos grandes esperanzas. Quizá puede hacerse algo a nivel diplomático, incluso ahora. Enfrente hay un millón y medio de alemanes, tanques y aviones; nosotros no llegamos a un tercio de ese número y nuestra fuerza aérea es casi inexistente. Pilotos valientes, sí; pero aviones…
—¿Podrán resistir?
—Tenemos que resistir. Los franceses y los británicos pueden venir a ayudarnos. Por lo menos han declarado la guerra a Alemania. Pero necesitamos tiempo. Y pase lo que pase, es preciso que la verdad se sepa. Eso dice la gente siempre cuando muerde el polvo, ¿verdad?, «que la verdad se sepa».
—Haré lo que pueda —repuso Szara en tono quedo. En los rostros de la gente de la carretera había visto algunas veces expresiones de pesar, miedo o ira, pero a él le había parecido, sobre todo, que eran de estupor y desvarío, que en las miradas había perplejidad y cansancio más allá del sentimiento. No podía permanecer impasible viendo a los refugiados. Sus ojos guardaron la imagen de los que adelantaba el coche, uno por uno, uno tras otro.
—Un esfuerzo —dijo Vyborg—. Es todo lo que le pido. —Calló mientras adelantaban a un sacerdote que administraba los últimos sacramentos al borde de la carretera—. Aunque lo más probable es que las cosas se pongan de tal forma que nos maten. ¿Y para qué? A la Unión Soviética no le pesará ver el final de Polonia.
—¿Es posible un acuerdo?
—No lo creo. Como uno de nuestros líderes ha dicho: «Con los alemanes arriesgamos nuestra libertad, con los rusos perderemos nuestra alma». Aun así, puede que llamar la atención del Politburó sobre lo que los alemanes están haciendo vaya en su propio interés. No es imposible.
Cuando Szara oyó el ruido del avión apretó los puños. Los ojos de Vyborg escrutaron el cielo. Se inclinó hacia delante y puso una mano en el hombro del sargento.
—Vaya despacio, sargento. Si nos ve, atacará.
El «Stuka» salió de una nube herida por el sol; el corazón de Szara latió con más fuerza cuando oyó el acelerado chirrido del motor.
—¡Pare! —gritó Vyborg.
El conductor dio un violento frenazo. Saltaron del coche y corrieron por la cuneta de la carretera. Szara se aplastó contra el suelo cuando el avión se acercó. Dios me salve, fue su pensamiento. El ruido del avión en picado creció, mezclado con aterrorizados relinchos de caballos, gritos, chillidos, tableteo de ametralladoras, un estallido como un latigazo sobre su cabeza y luego el temblor de la tierra al caer la bomba. Cuando el sonido del motor se perdió en la lejanía, se sentó. Había apretado tanto los puños que se había clavado las uñas en las palmas de las manos, y le sangraban. Vyborg soltó una maldición. Sacó los cigarros rotos del bolsillo de la pechera. En la carretera, una mujer se había vuelto loca; la gente corrió tras ella por un campo gritándole para que se detuviera.
Al anochecer, la columna de refugiados fue a menos y luego desapareció por entero. El paisaje se quedó desierto. Cruzaron un pueblo a toda prisa. Algunas de las casas habían ardido; otras se veían con las puertas de par en par abiertas. Un perro ladró frenético cuando su coche pasó. Szara cogió la maleta, sacó un pequeño cuaderno de notas y empezó a escribir. El conductor sorteó el cráter de una bomba y maldijo en voz alta. Vyborg le ordenó guardar silencio. Szara apreció el gesto, aunque, en realidad, aquello no importaba. Los alemanes bombardean objetivos civiles, escribió. No, no publicarían eso. Los polacos sufren después de que el Gobierno rehúse un compromiso. Garrapateaba las palabras con rapidez, temeroso de que Vyborg pudiera leer lo que escribía. Un nuevo tipo de guerra en Polonia: La Luftwaffe ataca objetivos no militares.
No.
No había nada que hacer. La inutilidad del viaje lo entristeció. De alguna manera era algo natural. Muerto en suelo polaco mientras hacía el gesto inútil de escribir una necrológica que dijera la verdad. De pronto supo con exactitud lo que era Vyborg: un personaje polaco de las páginas de Balzac. Szara lo miró a hurtadillas. Había encendido el trozo de un cigarro y pretendía estar perdido en sus pensamientos mientras su escritor escribía y viajaban a las trincheras. Sí, un romántico provocador. Puro coraje, frío ante los peligros de cualquiera que fuese la pasión que en ese momento lo dominaba. Hombres así —las mujeres, eran peores aún— habían destruido Polonia con bastante frecuencia. Y la habían salvado. Las dos cosas eran verdad, dependía del año que se eligiera. Y el gran secreto, pensó Szara, y que Balzac nunca había comprendido: los judíos polacos eran igualmente malos. En su fe eran inamovibles, sin importar la forma que tomara: hasidismo, sionismo o comunismo. Todos estaban ardiendo, y eso lo compartían con los polacos a partes iguales; era lo que tenían en común.
¿Y tú?
Yo, no, se contestó Szara.
El conductor frenó de repente y se apartó a la derecha de la estrecha carretera. Un convoy de tres ambulancias arrastradas por caballos avanzaba con lentitud en dirección opuesta.
—Ya nos estamos acercando —dijo Vyborg.
El coche emprendió la subida de una montaña cuya ladera estaba cubierta de árboles. Szara pudo oler el aroma penetrante y dulzón de la savia después de un largo día de calor. La noche refrescó con rapidez, un seto de árboles se erguía a cada lado de la carretera. Disponían de poca luz para avanzar y los faros delanteros estaban astillados. El sargento buscaba con la mirada clavada en la oscuridad y frenaba en seco cada vez que dejaba de ver la carretera al coger una curva o dar un giro. Sin embargo fueron observados. Por dos veces, una avanzadilla de la artillería de la Wehrmacht vio una luz que se movía en la carretera montañosa, y probó suerte: un zumbido bajo, apagado, un destello en el bosque, un crujido ahogado y luego el sordo estampido del cañón alemán resonando entre las montañas.
—Fallado —dijo Vyborg con mordacidad cuando el eco se disipó.
Una vez más, Szara se despertó al alba.
Envuelto en una manta, sobre el suelo sucio de un refugio arruinado de pastor, cuello, muñecas y tobillos rociados de keroseno para protegerse de los piojos. Desde la cabaña, un puesto de observación artillería en apoyo del batallón que se mantenía en la orilla oeste del Dunajec, podía ver un estrecho valle entre el río y la ladera del bosque, un pueblo destruido e incendiado por los cañones alemanés, un sector del río, los pilares de madera que habían servido de sostén a un puente volado y dos fortines de cemento construidos para defender el cruce. El observador no tendría más de dieciocho años, un joven teniente movilizado sólo tres días antes que aún vestía el traje que llevaba puesto en su oficina de seguros de Cracovia. Se había agenciado una gorra de oficial y llevaba las insignias en los hombros de una camisa blanca muy sucia; la chaqueta la tenía cuidadosamente doblada en un rincón del habitáculo.
El teniente se llamaba Mierczek. Alto, rubio, severo, buen hijo de alguien, monaguillo de su parroquia, sin duda, y soldado ahora. Un poco asustado por la presencia de un coronel y de un corresponsal de guerra, hizo cuanto pudo para que estuvieran cómodos. Un preocupado comandante de Infantería los había recibido la noche anterior y los había conducido hasta el puesto de observación. Szara lo describió en sus notas como el tipo guerrero de 1914 o poco antes: feroz, brillante, rostro rojo; quejoso por no disponer de suficiente munición y cañones de campaña. Nos dio pan, tocino, té y un trozo de un pastel de pasas duro que su esposa le había hecho antes de salir para el frente. Lleva un anillo complicado, ¿noble?, ¿masón? No se alegró al vemos. «No sabemos lo que ocurrirá. Tendrán ustedes que arreglárselas lo mejor que puedan». Frente a ellos, elementos del XVIII Cuerpo del Ejército XIV de la Wehrmacht al mando del Generaloberst List. Los avances desde el norte de Eslovaquia han utilizado los pasos del Jablunkov y del Dukla. Algunas unidades alemanas avanzaron más de veinticuatro kilómetros el primer día. Con independencia de lo que aquí ocurra, podemos quedar copados. Una perspectiva deliciosa. La fuerza aérea polaca bombardeada en tierra durante las primeras horas de la guerra, según el coronel V.
El diminuto valle fluvial en los Cárpatos era una maravilla al alba: un cielo estriado de rojo, bancos de niebla contra la ladera, una luz suave sobre el gris pizarra del río. Pero ningún pájaro. Las aves habían huido. A cambio, un profundo silencio, y el incesante y apagado zumbido de los cañones lejanos. Mierczek estuvo mirando durante largo rato a través de un agujero en el tejado de la parte trasera del refugio, buscaba nubes en el cielo mientras rezaba en silencio por la lluvia. Pero el calendario de Hitler había sido perfecto: la cosecha alemana estaba recogida ya y la población no se vio tan afectada porque se llamara de repente a los campesinos a servir en el Ejército. Las infames carreteras polacas, que se convertirían en lodo de diabólica consistencia en cuanto las lluvias otoñales empezaran, estaban secas; y los ríos, la única defensa natural de la nación, iban escasos de agua y con poca corriente.
El ataque alemán empezó a las cinco. Szara y Vyborg miraron sus relojes cuando los primeros obuses cayeron en el pueblo. Mierczek dio vueltas a la manivela del teléfono de campaña e hizo contacto con la contrabatería polaca instalada en la linde del bosque encima del pueblo. Mirando atentamente con sus prismáticos, localizó las bocas de fuego en un punto del bosque, al otro lado del río, luego consultó un mapa hecho a mano cuyas coordenadas estaban trazadas a lápiz.
—Buenos días, mi capitán —dijo Mierczek al teléfono con tono respetuoso. Szara oía una voz al otro extremo de la línea afectada por el crujido de la electricidad estática. El observador continuó—: Están en L de Lodz-veinticuatro, señor. —Siguió mirando por los prismáticos y consultó otra vez el mapa—. Creo que al sudeste del enrejado, señor.
Vyborg pasó sus propios prismáticos a Szara, que vio el pueblo con toda nitidez. Un remolino de polvo ascendía en el aire. Luego, la fachada de una casa en una calleja se desplomaba, seguida de una nube de polvo y humo. Unas llamas incipientes lamieron una viga rota. Desvió los prismáticos hacia el río y después hacia el lado alemán, pero apenas pudo ver nada.
Los cañones de campaña polacos abrieron fuego, las explosiones produjeron un humo ocre por encima de las copas de los árboles. Szara vio que una lengua de fuego se elevaba en el bosque ocupado por los alemanes.
—Dos puntos a la izquierda —dijo Mierczek al teléfono. Esperaron, pero nada sucedió. Mierczek repitió sus instrucciones. Szara podía oír una voz excitada en medio del carraspeo causado por la estática. Mierczek sostuvo el auricular contra su pecho y habló en tono confidencial.
—Algunas de nuestros obuses no explosionan.
Cuando los cañones polacos reanudaron los disparos, Szara vio la llamarada naranja de nuevo, pero esta vez en otro sitio. Mierczek informó de esto. Dos hombres con camisas oscuras y las mangas arremangadas corrían por el pueblo de casa en casa. Desaparecieron durante un buen rato. Luego volvió a verlos, con una forma gris sobre una camilla.
Cada vez le costaba más a Szara ver algo; la capa de humo era tan espesa que las formas y las sombras de los objetos sólidos se difuminaban. Los destellos de la Artillería alemana parecieron cambiar de posición…, no podía ser, pensó, que hubiera tantos en el bosque. Luego una ametralladora polaca empezó a disparar desde uno de los fortines. Szara dirigió los prismáticos hacia el extremo de la orilla del río y vio centenares de formas grises, hombres que corrían agachados, salían de los bosques y se tiraban cuerpo a tierra. El fuego de la fusilería polaca empezó a repiquetear desde las casas del pueblo. Un depósito de municiones polaco fue alcanzado por un obús, la explosión sonó desigual, se elevó una enorme nube, ondulante como un torbellino, y blancas estrellas brillantes cayeron al río, trazando arcos de humo en el cielo. Mierczek no dejó de informar ni un solo momento, pero el fuego defensivo de los polacos parecía no surtir efecto. Por fin, el coronel Vyborg intervino.
—Creo, teniente, que lo que usted intenta localizar es la batería de un tanque. Parece que han talado árboles en los bosques para que los tanques los crucen.
—Pienso que tiene razón, señor —dijo Mierczek. Cuando comunicaba esta información su rostro se puso tenso, pero siguió transmitiendo hasta el final. Luego, en un gesto inconsciente, se mordió el labio inferior y cerró los ojos por un instante.
—Han alcanzado la batería —murmuró.
Szara miró más allá de los bosques polacos, pero apenas pudo ver nada a causa del humo. Vyborg se asomó al rectángulo irregular que servía de ventana abierto entre las vigas de madera.
—Deme los prismáticos —pidió a Szara. Miró durante unos segundos—. Zapadores —explicó y devolvió los prismáticos a Szara.
Las tropas alemanas estaban en el río, protegidas por los pilares de madera del derribado puente, y disparaban con pistolas contra las puertas de los fortines. El zapador alemán más cercano al lado polaco iba sin camisa, su rosado cuerpo destacaba contra el agua gris. Se echó a nadar de repente desde detrás de uno de los pilares con una soga cogida entre los dientes. Dio unas brazadas largas y poderosas, soltó luego la soga que se alejó flotando mientras él volvía nadando de espaldas a favor de la corriente. A su espalda, otros soldados tiraron a su vez de la soga hasta el pilar donde el nadador había estado. Algunos se alejaron a nado, pero fueron remplazados por otros.
—¿Oiga? ¿Capitán? ¿Oiga? —Mierczek llamó por el teléfono. Dio vueltas a la manivela y lo intentó otra vez. Szara ya no oyó el carraspeo de la estática—. Creo que la línea se ha cortado. —Cogió unos alicates de una bolsa caqui y desapareció corriendo por la puerta baja.
Su trabajo consistía, como Szara sabía, en seguir la línea hasta que encontrara la rotura, repararla y volver. Durante un segundo, Szara vio el blanco de su camisa a su izquierda, hacia la batería, pero en seguida se desvaneció en medio de la densa humareda que salía de los árboles.
Szara enfocó los prismáticos en el pueblo. Casi todas las casas estaban ardiendo. Vio salir de una de ellas a un hombre que corrió hacia los bosques, pero cayó de rodillas y quedó tendido en el suelo después de dar unos pocos pasos. Cuando Szara volvió a mirar al río, los zapadores habían avanzado dos pilares más, y nutridos grupos de alemanes disparaban desde detrás de los que tenían ya ocupados. El fuego era cruzado. En las viejas y alquitranadas maderas, como por arte de magia, surgían marcas blancas, de las astillas que saltaban. Había veces que un soldado alemán caía hacia atrás, pero en seguida otro lo sustituía en la línea. Un poco más abajo del río se veían destellos procedentes de la primera fila de árboles. Szara se fijó allí con atención, y vio algo con la forma de un gran barril silueteado contra el tronco de un pino destrozado. Sólo pudo divisar una masa redonda debajo del barril. Sí, pensó, Vyborg había acertado, era un tanque. Un grupo de infantes polacos salió del bosque debajo del refugio, tres de ellos con una ametralladora y peines de municiones. Intentaban ganar una posición con un campo de fuego que les permitiera batir los pilares del río. Avanzaron agachados, atropellándose, uno perdió el casco, pero los tres consiguieron situarse en una depresión de arena entre la orilla del río y un grupo de alisos. Vio los destellos de la ametralladora al disparar. Enfocó los pilares y observó cómo el pánico cundía entre los alemanes mientras algunos de ellos caían. Se sintió arrebatado por el entusiasmo, hubiera querido gritar y dar ánimos a los servidores de la ametralladora. Pero cuando volvió a enfocarlos, sólo quedaba un hombre disparando, el cual, de pronto, se cubrió el rostro con las manos, se echó hacia atrás y cayó de espaldas. Con lentitud logró darse la vuelta; entonces comenzó a arrastrarse y, se dirigió hacia el bosque.
El teléfono de campaña recobró la vida de súbito cuando el crujido del auricular empezó a dejarse oír de nuevo. Vyborg lo cogió.
—Aquí su puesto de observación —dijo. Se podía oír una voz del otro lado de la línea que gritaba—. No sé dónde está —siguió Vyborg—. Fue a reparar la avería; hasta que regrese, yo le dirigiré el fuego. ¿Hay algún oficial ahí? —Szara oyó la negativa—. Muy bien, cabo, pues coja usted el mando. Hay tanques en los bosques al norte de usted, en la linde. ¿Puede disparar una sola andanada, corta? En el río también sirve. —Hubo una respuesta y Vyborg miró el mapa que Mierczek se había dejado—. Muy bien, cabo. Mi consejo es cuadrante M28.
Szara fijó los prismáticos para ver el impacto de la línea de tiro que Vyborg había dicho; pero un grupo de alemanes, que había alcanzado la orilla oeste del río y corría hacia los árboles, lo distrajo.
—Han cruzado —advirtió a Vyborg.
—Os habéis quedado cortos —dijo éste al teléfono—; subid un par de grados.
Szara miró hacia la puerta al tiempo que se preguntaba dónde estaría Mierczek, y pensó que ya no regresaría. Vio los destellos de las ametralladoras desde posiciones en el pueblo y por encima. Eran los polacos que disparaban contra un flanco de ataque que los alemanes habían establecido en el bosque. Cinco tanques «Panzer» salieron de entre los árboles y ocuparon el arenal del río, después avanzaron por la orilla y formaron un ángulo que les permitiría disparar contra las fuerzas polacas del pueblo. Szara descubrió con los prismáticos al soldado de la ametralladora que había intentado alejarse de la playa. Permanecía inmóvil sobre la arena.
—¿Cabo? —llamó Vyborg por el teléfono.
A última hora de la tarde estaban cerca del pueblo de Laskowa, no lejos del río Tososina, sin saber a dónde ir después, posiblemente cortados por el cerco de la Wehrmacht, pero vivos, casi de milagro.
Habían escapado del escenario de la cabeza de puente alemana sobre el Dunajec por cuestión de minutos. El coronel Vyborg había tenido la precaución de dejar el coche oficial, con el sargento para que cuidara de él, en lo alto de la carretera, antes de entrar en el pueblo. Si lo hubiese dejado en el pueblo, a esas horas estarían prisioneros o, más probablemente, muertos. Cuando la resistencia polaca decreció, la Infantería alemana cruzó el río en balsas de troncos y aisló a un pequeño grupo polaco que quedaban en unas pocas posiciones al extremo del pueblo. Entonces, los alemanes exigieron la rendición. Los polacos, a sabiendas de lo que les esperaba, se negaron. Vyborg vio el inicio del ataque final con sus prismáticos, luego, no queriendo presenciar aquello, los guardó en su estuche de cuero y apretó los broches para cerrarlo. Buscaron su camino a través de la maleza de la ladera; hubo momentos en que estuvieron expuestos al fuego alemán y oyeron el silbido de las balas entre las ramas, pero el bosque fue una defensa efectiva y se libraron de los tiradores alemanes.
Durante un tiempo, la carretera que cruzaba al pie de los Cárpatos estuvo vacía, luego se encontraron con los restos de un regimiento polaco en retirada procedente de la frontera; soldados exhaustos, rostros y uniformes grises por el polvo, carros cargados de hombres heridos y silenciosos, otros heridos caminaban con ayuda del fusil o apoyados en los compañeros, los oficiales no daban ya órdenes. Para Szara y, evidentemente, para Vyborg, aquello era peor que la batalla del Dunajec. Allí habían visto el valor enfrentándose a una fuerza superior; lo que tenían ahora delante era la derrota del Ejército de una nación. Un grupo de campesinos que cosechaban trigo en un campo dejaron de trabajar, se quitaron las gorras y contemplaron en silencio el paso de las tropas.
El sargento condujo lentamente durante un rato, al paso del regimiento. Luego, hacia el mediodía, las unidades de vanguardia entraron en batalla. Según les informó un teniente a quien Vyborg preguntó, un cuerpo de Ejército alemán, que desde el norte de Eslovaquia se había abierto camino por uno de los pasos de los Cárpatos, se dirigía ahora hacia el Este —un giro de extraordinaria e inaudita rapidez favorecido por los camiones y tanques— para cerrar la bolsa y cortar la retirada a las tropas polacas que iban por la carretera. Cuando se iniciaron los intercambios de morteros y ametralladoras, y el regimiento empezó a organizar la resistencia, Vyborg ordenó al sargento que siguiera una pequeña senda —dos rodadas de carro en el polvo— que cortaba camino a través de un trigal.
Y en ello se les pasó el día.
—Le llevaremos a un telégrafo o a un teléfono en alguna parte —dijo Vyborg, con la mente puesta en la presunta crónica de Szara para Pravda.
Pero la senda serpenteaba por las colinas, sin ninguna prisa por llegar a ninguna parte, se acercaba a innumerables arroyos para abrevar el ganado, pasaba por ocasionales asentamientos campesinos en lo más atrasado del campo polaco, lejos, muy lejos de los hilos telegráficos o de algo parecido. Tan atrasado, pensó Szara, como si se encontraran en el siglo XIV, en una tierra de carros con altos adrales y enormes ruedas de madera desbastada con hachas; campesinas con delantales; el olor profundo de la tierra seca de setiembre, mezcla del estiércol de los cerdos, del dulce heno y del humo de leña.
—Mire lo que hemos perdido —dijo Vyborg.
A media tarde se detuvieron en el polvoriento patio de una granja y compraron pan y salchichas, y cerveza recién hecha, a un campesino asustado que los llamó pan[18] a cada suspiro. Un hombre que llevaba el miedo a los ejércitos en la sangre, al que tuvieron que convencer casi a la fuerza para que cogiera su dinero. Sólo quiero que os marchéis, decían sus ojos mientras sonreía obsequioso. Sólo quiero que os marchéis. Dejadme a mi esposa y a mis hijas —ya tenéis a mis hijos—, perdonadme la vida, siempre os hemos dado cuanto habéis pedido. Tomadlo. Ved que soy un ser humilde, un hombre estúpido que no interesa a nadie. Marchad ahora.
Se detuvieron en un bosque para comer. El sargento puso el coche lo suficiente a cubierto como para que los aviones de observación alemanes no pudieran verlo. Cuando paró el motor, se hizo un silencio profundo, sólo roto por las tres notas del suave canto de un pájaro solitario. El bosque le recordó a Szara una catedral; sentados bajo unos robles altos que filtraban y matizaban la luz, el ambiente evocaba la fresca sombra de una iglesia. Daban ganas de rezar sólo por estar allí. Pero a Vyborg le hizo más daño que beneficio, su humor empeoró por momentos. El sargento terminó el pan y la salchicha y se llevó su cantimplora de cerveza al coche, levantó el capó y comenzó a enredar en el motor.
—No está contento, y lo demuestra a su manera —dijo Vyborg.
Pero Szara, aunque sólo fuera por cortesía, lo hubiera acompañado. Conocía esa oscura profundidad del alma y la temía; era la caída en un infierno privado donde nada se arreglaba, se mejoraba o se solucionaba y que con frecuencia termina mal. Ya lo había visto otras veces. Observó que la solapa de cierre de la pistolera de Vyborg no estaba abrochada. Algo sin importancia, pero no era la clase de oficial que descuidara esos detalles. Sabía que si Vyborg decidía que su honor consistía en pegarse un tiro en un bosque, él no podría decir ni hacer nada, y tampoco detenerlo.
—Usted no puede responsabilizarse de todo esto, coronel —dijo Szara rompiendo el silencio.
Vyborg tardó en contestar. Quizá pensó que no valía la pena molestarse en hacerlo.
—¿Quién entonces? —dijo al fin.
—Los políticos, y Adolfo Hitler sobre todo.
Vyborg se lo quedó mirando con aire incrédulo, mientras pensaba que había elegido al más tonto del mundo para que contara la historia de su nación.
—Señor —le dijo—. ¿Acaso cree que los que usted ha visto forzando el Dunajec eran del Partido Nazi? ¿O es que yo no estaba allí? Si lo que había allí era gente borracha meándose en las farolas, yo no la vi. Vi a Alemania, la eterna enemiga de Polonia; vi alemanes. «Vamos, compañeros, que aquí hay faena y nosotros sabemos hacerla, manos a la obra». Vi a la Wehrmacht, y yo hubiera estado orgulloso de mandarla, cualquier oficial digno de su salario lo hubiera estado. ¿Cree usted que un puñado de tenderos de mierda y de escolares revoltosos, dirigidos por Himmler, el granjero de gallinas, y por Ribbentrop, el vendedor de vinos, pueden derrotar a un batallón polaco? ¿Es eso lo que cree?
—No, por supuesto que no.
—¡Pues entonces!
Vyborg había levantado la voz. El sargento, con las mangas recogidas hasta los codos para trabajar bien en el motor del coche, se puso a silbar.
—Y es responsabilidad personal mía —continuó Vyborg, ya más dueño de sí—. ¿Hay en alguna parte, en algún archivo de Varsovia, un informe firmado por A. S. Vyborg, teniente coronel, que diga que los «Stukas», los bombarderos en picado, podían hacer esto y aquello? ¿Que diga que la Wehrmacht era capaz de cubrir veinticinco kilómetros al día, con el ejemplo de tanques de Infantería motorizada? No hay nada de eso. Vamos a perder esta guerra, vamos a ser subyugados, y la culpa recae en la diplomacia, usted no está del todo equivocado, pero también recae en mí y en mis colegas. Cuando un país es conquistado o sometido por medios políticos, los culpables son siempre los Servicios Secretos; porque si se supone que les está permitido hacer cualquier cosa, tendrían que haber hecho algo. En la vida política, ésa es la ecuación más cruel, pero hay que aceptarla. Si no la aceptásemos, no podríamos continuar con nuestro trabajo.
Vyborg hizo una pausa, bebió la cerveza que le quedaba en la cantimplora y se limpió los labios delicadamente con los dedos. El sargento había dejado de silbar y el pájaro de las tres notas empezó de nuevo su canto, suave y triste. El coronel reclinó su espalda contra el tronco de un roble y cerró los ojos. Estaba muy pálido, advirtió Szara, y cansado, quizás agotado. La fuerza de su personalidad lo había abandonado. La luz difusa del bosque cambiaba el color de su guerrera, que ahora aparentaba ser un traje de lana tupida, cortado por un sastre, y no un uniforme; sus armas al cinto parecían un estorbo. Luego se esforzó por regresar de donde sus pensamientos lo hubieran llevado, se irguió y buscó un cigarro en el bolsillo de la pechera, pero se enfadó al no encontrar ninguno. Cuando volvió a hablar, su voz fue tranquila y resuelta.
—Cada profesión define sus propios fracasos, amigo mío. El paciente del médico que no se recupera, el comerciante que debe cerrar su negocio, el político que dimite de su cargo, el agente del Servicio Secreto que ve su país invadido… Seguramente usted, por su forma de vivir en Rusia, sabe de eso. Habrá tenido, para decirlo de alguna manera, «contactos» con su propio espionaje.
—En muy raras ocasiones —dijo Szara—. Por lo menos a sabiendas. Porque usted no se está refiriendo a la Policía Secreta, que a ésa sí que se la encuentra uno todos los días, de una manera u otra, sino a los que se ocupan de los asuntos internacionales.
—Exactamente. Bien, pues le diré algo: usted se ha perdido una era histórica, un fenómeno. Conocemos el Servicio Secreto soviético, luchamos contra él, y malo sería que no lo conociéramos, y lo que la mayoría de nosotros siente, junto a la lógica indignación patriótica, es quizás un poco de envidia. Vistos en su conjunto, todos sus componentes importantes forman un grupo curioso: Theodor Maly, antiguo capellán castrense húngaro, Eitingon, Sloutsky, Artuzov, Trilisser, el general Shtern, Abramov, el general Berzin, Ursula Kuczynski, conocida por Sonia, ese hijo de puta llamado Bloch y todos los lituanos, polacos y judíos que usted quiera; todos ellos son…, mejor debiera decir que casi todos ellos eran, los mejores en este trabajo. No me refiero a su moral, sus vidas privadas o su entrega a una causa en la que no creo; no, no hay que verlos bajo ese aspecto. Pero en lo que al espionaje se refiere, no los ha habido mejores, y quizá no los haya en el futuro. Supongo que es una lástima; todos ellos fueron víctimas de algún propósito extraño y misterioso que sólo Stalin conocía; al menos es una lástima que usted no haya conocido a unos personajes tan particulares.
—¿Los ha conocido usted?
—No personalmente. Son hombres de papel que viven en los archivos, pero quizás ésa sea su verdadera manifestación. Porque en carne y hueso, ¿qué son? Un hombrecito con gafas que lee el periódico en un bar. Un obeso caballero judío que elige una corbata y engatusa a la vendedora. Un hombre en mangas de camisa y tirantes que aguanta la reprimenda de su esposa por alguna estupidez doméstica. —Vyborg se rió de su imaginación, de su archivo de malhechores cuando los enfrentaba a los problemas de la vida diaria—. Ah, pero en el papel…, en el papel es otra historia. Un embajador comprometido aquí, la desintegración de un poderoso grupo de emigrados allá, la copia de una ingeniosa máquina de cifrado sin que nadie sepa cómo ha sido, un incidente en Bruselas, una desaparición en Praga, y, en seguida, hay que sospechar de una mano hábil en la sombra. En el escenario, el mago dice: Ahora lo ven, ahora no lo ven. Ah, pero queridas señoras, respetados caballeros, habrán de perdonarme, no puedo decirles cómo se hace el truco.
El sonido de un avión que se acercaba interrumpió a Vyborg, el cual levantó la mirada y buscó por entre las ramas de los árboles. Durante un rato, mientras el avión permaneció invisible por encima de las nubes que cubrían el bosque, estuvieron en silencio. Luego el sonido se perdió en la distancia. Vyborg se levantó y se sacudió la ropa.
—Una cosa de la que podemos estar seguros: no es de los nuestros. —Szara también se levantó. Vyborg volvió a mirar el cielo—. Será mejor que nos movamos o la Wehrmacht en una de sus maniobras de pinzas tan inteligentes, nos va a coger dentro y caeremos prisioneros. En la última guerra, la clase de los oficiales respetaba el código de los caballeros, pero esta vez ya no estoy tan seguro.
Siguieron la marcha por un campo resplandeciente con miles de sombras verdes y doradas bajo la calina del final de la tarde. Tres carretas venían en dirección contraria y el sargento, por indicación de Vyborg, se echó a un lado para que los carros pudieran seguir las rodadas del sendero. Judíos polacos —hombres, mujeres y niños—, con la mirada baja al paso de oficiales del Ejército, se dirigían hacia el Este huyendo del avance alemán. Cuando el coche se puso de nuevo en marcha, Szara se dirigió a Vyborg.
—Evidentemente, para éstos no hay código de caballeros.
—Me parece que no. Si las fuerzas alemanas ocupan Polonia, me temo que nuestros judíos van a sufrir. Los que acaban de pasar también lo creen, y yo los comprendo. Pero van hacia el Este. ¿Acaso la Unión Soviética los va a ayudar?
—Rusia hace lo que tiene que hacer —contestó Szara—. La vida no les resultará fácil, pero casi todos ellos sobrevivirán. Al final, Stalin sabrá ya qué hacer con ellos.
—¿En campos de concentración?
—Quizás en batallones de trabajo. No les dejarán que se establezcan y vivan a su manera.
—¿No ama usted a su país de adopción, señor Szara?
—Él es el que no me ama, coronel, y la vida no suele ser cómoda cuando eso ocurre.
—Pero usted podría marcharse y, pese a todo, no lo hace.
—¿Y quién no ha pensado en hacerlo? Soy tan humano como los demás. Pero hay algo en este lugar del mundo que dificulta el dejarlo. No es fácil de explicar, porque el anhelo poético por el cielo y la tierra parecen demasiado poco cuando los chequistas asoman. Y uno se queda. Luego decide marcharse, lo aplaza una semana, y ocurre algo, tendría que ser el jueves, pero ese jueves no puede ser; después de pronto, es lunes, pero ese lunes los trenes no funcionan. Entonces esperan a marzo, y algún decreto nuevo te da esperanzas; llega la primavera en abril, y tu corazón se siente capaz de resistir cualquier cosa. O así te lo imaginas. —Se encogió de hombros y continuó—. Te despiertas una mañana y te das cuenta de que ya eres demasiado viejo para cambiar, demasiado viejo para empezar de nuevo. Entonces, la mujer que está en tu cama se aprieta contra ti porque tiene los pies fríos, y te das cuenta de que no eres tan viejo; después de eso empiezas a preguntarte qué es lo que te reserva el resto del día, y por Dios que sin saberlo, te has vuelto ruso y todo ha pasado sin darte cuenta.
—Yo debería de leer lo que usted escribe —dijo Vyborg sonriendo—. Pero ¿qué clase de ruso es usted si vive en París? ¿O me equivoco?
—No. Tiene razón. Y todo cuanto puedo decir en mi defensa es: ¿qué poeta no ama lo que ama desde lejos?
Vyborg se echó a reír, primero con una risa educada, luego sin tapujos, porque la idea había calado hondo en él.
—Qué vergüenza —dijo—, estamos a punto de perder este país nuestro, tan maravilloso y entrañable. Si no fuera por eso, señor Szara, le aseguro que, por tener el placer de su compañía, yo iría a buscarlo al infierno si fuese preciso.
Aquella noche, Szara descansó echado en una manta junto al coche, tratando de dormir. Era la medicina que necesitaba para el agotamiento, el alma dolida, la supervivencia; pero cuando le venía el sueño, cada cinco minutos, no era el sueño que lo curaba. Toda una zona alrededor de su sien le palpitaba con insistencia, parecía que la tenía hinchada y blanda y temía que algo irremediable le estuviera ocurriendo por dentro. Fue una noche fría y sin estrellas. Habían conducido sin parar, sin que pudieran avanzar mucho por aquel sendero de carros, y sólo se detuvieron al anochecer.
Después de abandonar el robledal, penetraron de súbito en un trigal que parecía infinito, kilómetros y kilómetros de trigo. No encontraron pueblo alguno, tampoco un alma, sólo las espigas maduras con su sordo murmullo al paso del viento de la tarde. Echaron las últimas latas de gasolina en el depósito del coche; necesitarían conseguir más. Szara tenía sueños terroríficos —la genial ironía que les había mantenido la moral durante el día desaparecía durante la noche— y cuando al fin podía dormir, alguien lo perseguía y él no podía correr. El suelo sobre el que estaba echado era duro como la piedra; si se daba la vuelta, el dolor que sentía en el rostro lo obligaba a volver a la posición original. Bastante antes del alba, el ruido de la tormenta lo despertó. Pero cuando se incorporó vio en el horizonte que no se trataba de una tormenta, sino de un resplandor naranja que teñía el negro horizonte nocturno hacia el Este. Durante unos minutos fue el único que estuvo despierto; descansó la cabeza sobre el brazo y contempló lo que sin lugar a dudas era una ciudad ardiendo bajo el fuego de la artillería.
Cuando el sargento y el coronel se despertaron, se unieron a él para mirar el horizonte. Nadie habló durante mucho tiempo. Luego, el sargento se levantó, recogió las cantimploras y se fue en busca de agua. No les quedaba nada para comer ni para beber desde la tarde del día anterior, y la sed empezaba a ser algo que mejor era no mencionar. Vyborg encendió una cerilla y trató de estudiar el mapa porque no estaba seguro de dónde se encontraban.
—¿Podría ser Cracovia la que arde ahí delante? —preguntó Szara.
Vyborg movió la cabeza varias veces para expresar su ignorancia, y encendió otra cerilla.
—Nuestro sendero de carros no figura en este mapa —dijo—. Pero calculo que llegaremos a la vía del tren Norte-Sur en una estación de empalme de algún sitio al noreste de aquí.
Szara cogió el último cigarrillo «Gitane» de un paquete aplastado. Tenía dos más en la maleta, envueltos en una camisa limpia. Pensó en cambiarse de ropa. Había sudado y luego se había secado con demasiada frecuencia, y estaba cubierto por una fina capa de polvo que le hacía sentirse sucio y con picores por todas partes. Demasiado acostumbrado al lujo de París, pensó. Baños, cigarrillos, café y agua fresca cuando uno abría el grifo. En esos momentos parecía un mundo soñado. Según el coronel, Francia había declarado la guerra, lo mismo que el Reino Unido. ¿Iban los aviones alemanes a bombardear sus ciudades? Quizá París fuera un resplandor anaranjado en el cielo.
—No debe de haber agua por aquí cerca —murmuró Vyborg al mirar la hora en su reloj.
Szara volvió a sentarse, esta vez apoyado contra la rueda del coche, y fumó su cigarrillo.
Una hora más tarde, el sargento no había regresado y hacía rato que había amanecido. El coronel Vyborg recorrió un buen trecho del sendero dos veces sin ver a nadie. Por último pareció tomar una decisión: abrió el maletero y sacó un rifle automático. Separó la recámara de su alojamiento delante del gatillo e inspeccionó los cartuchos; después de devolver todo a su lugar, entregó el arma a Szara. Por las marcas se trataba de un modelo «ZH 29», fabricado en Brno. Checoslovaquia; un arma larga y pesada, no mala del todo; el punto de apoyo tras el cañón tenía una protección rugosa de aleación metálica con el fin de que los dedos del tirador no se dañaran con el fuego automático.
—Tiene veinticinco cartuchos y uno en la recámara —le explicó Vyborg—. Está montado para disparar un solo tiro, pero puede mover la palanca que hay detrás de la recámara y disparará en serie. —Volvió a cogerlo y manipuló el cerrojo—. Ya está cargado. —Sacó su pistola de la funda, una automática de cañón corto, y la inspeccionó como había hecho antes con el fusil checo—. Será mejor que nos separemos unos pocos metros, pero iremos siempre a la misma altura; el campo es un mal sitio para andar con armas cargadas.
Siguieron un trecho por el sendero; el coronel se detenía de vez en cuando y susurraba el nombre del sargento. Pero no hubo respuesta. La senda rodeaba una colina en una curva ascendente, y, cuando el sol se acercaba ya al horizonte, encontraron al sargento, al otro lado, a unos doscientos cincuenta metros del coche, en un lugar donde el trigal aparecía aplastado y tronchado. Le habían cortado el cuello. Yacía tendido boca abajo, los ojos muy abiertos y un gesto de furia en su rostro. Sus manos apretaban un puñado de tierra. Vyborg se arrodilló a su lado y espantó las moscas. Las botas del sargento habían desaparecido, sus bolsillos estaban vueltos del revés y cuando Vyborg miró en el interior de su chaqueta, vio que la pistolera que llevaba en la axila estaba vacía. No había ni rastro de las cantimploras. Durante un rato, Szara y Vyborg permanecieron como estaban: Szara de pie, con el pesado rifle en las manos, Vyborg arrodillado junto al cuerpo desangrado en la tierra. Todo estaba en silencio, sólo se oía el lejano retumbar de los cañones y el rumor de las espigas movidas por el viento. Vyborg masculló una palabrota para sus adentros y fue a coger una medalla religiosa del cuello del sargento, pero si la había llevado, también se la habían robado. Por fin el coronel se levantó, con la pistola asida sin fuerza en la mano. Para probar la dureza del suelo, lo golpeó con el tacón de la bota, pero era seco y duro como una roca.
—No tenemos pala —dijo finalmente. Se volvió y echó a andar. Cuando llegó a la altura de Szara añadió—: Siempre pasa esto cuando hay guerra. —Su voz era amarga y fría—. Han sido los campesinos. Han decidido cuidarse por sí mismos.
—¿Cómo es que se han enterado de que estábamos aquí? —preguntó Szara.
—Lo saben —respondió Vyborg.
Todavía con luz del día, vieron las columnas de humo negro de la ciudad en llamas; el sonido de los disparos se hizo más nítido, era como el crepitar de la leña seca al arder. Vyborg se puso al volante y Szara se sentó a su lado. No hablaron durante mucho tiempo. Szara miró la aguja del depósito de la gasolina, que oscilaba justo por debajo del punto medio. Cada vez que subían una cuesta o una colina pequeña, Vyborg detenía el coche antes de llegar a la cima, cogía los prismáticos y hacía a pie el trecho que faltaba. Szara permanecía en guardia, con el rifle dispuesto, detrás del coche. A la cuarta o quinta operación de este tipo, Vyborg apareció justo debajo de la ceja de la colina e hizo señas a Szara con la mano para que se acercara.
—Están al otro lado —le dijo cuando llegó a su altura—. Vaya despacio, péguese al suelo cuanto pueda y no hable; haga señas si lo cree necesario. La gente percibe los movimientos y oye los sonidos humanos.
El sol era abrasador. Szara se arrastró sobre los codos y las rodillas, respirando el polvo, con el rifle atravesado entre los brazos. El sudor le perlaba la frente y le rodaba por las mejillas.
Cuando coronaron la cuesta, Vyborg le entregó los prismáticos, aunque el valle se veía muy bien sin necesidad de ellos. Tenían a la vista la estación de empalme del ferrocarril —tal como Vyborg había pronosticado—, situada junto a un camino polvoriento al pie de una larga y suave pendiente. Una vía única trazaba una curva hacia el oeste, y se unía en la estación de empalme a la doble vía del eje Norte-Sur. La caseta del guardagujas y las palancas de hierro, bajo un cobertizo de madera, estaban a un lado de los dos apartaderos, unos trozos de vía muerta donde un tren podía detenerse mientras otro usaba la salida de la derecha.
El pequeño valle, casi todo de matorrales y arbustos, hormigueaba del gris de la Wehrmacht. La caseta y el aparato del cambio de agujas aparecían protegidos por sacos de arena y una ametralladora; varios oficiales de ferrocarriles de la Wehrmacht, que identificaron como a tales por sus galones en las hombreras cuando los enfocaron con los prismáticos, estaban reunidos con banderas verdes en la mano. Por la posición del largo tren con vagones de carga que se encontraba detenido en la vía oeste, Szara dedujo que el tren militar había llegado directamente desde la frontera alemana. Otros detalles confirmaban su impresión. A lo largo del costado de uno de los vagones estaba escrito con tiza; Wir fahren nach Polen um Juden zu versohlen, «Viajamos a Polonia para zurrar a los judíos». Por las insignias supieron que estaban siendo testigos de la llegada de una parte de la Séptima División de Infantería; unos mil hombres estaban formados ya, mientras que unos centenares seguían saliendo por las puertas abiertas de los vagones de carga.
Gracias a los prismáticos, Szara pudo ver con toda claridad los rasgos faciales de los soldados. Los veía a través de la calina creada por el humo suspendido en el aire del valle, con un primer plano de maleza que cortaba su campo de visión y la magia de las cosas distantes aumentadas de tamaño —las bocas se movían, mas no se oía sonido alguno—, pero pudo ver quiénes eran. Agricultores, haraganes, mecánicos, matones callejeros, empleados, obreros fabriles y estudiantes, un Ejército de caras jóvenes, morenos y rubios, algunos risueños y otros temerosos, algunos bravucones y otros silenciosos y retraídos, algunos guapos y otros feos, la mayoría sin rasgos especiales: un Ejército como cualquier otro. Los oficiales, casi todos entre los treinta y los cuarenta años (mientras que los soldados estaban entre los dieciocho y los veintipocos), permanecían apartados, fumando y charlando en pequeños grupos; los sargentos y los cabos se ocupaban del orden entre tanta confusión y movimiento.
Szara observó con particular atención a los oficiales. Todos estaban cortados por el mismo patrón: altos, fuertes, competentes, con fácil autoridad pero sin jactancia. Eran, lo sabía, el alma del Ejército; supervisores y dirigentes más que ejecutivos, y de la habilidad de ellos dependía, en último término, la derrota o la victoria. Trabajaban con sus unidades casi con indiferencia, a veces cogían a un descarriado de cualquier parte del uniforme y lo situaban donde le correspondía, sin hacer casi nunca un comentario, sólo le indicaban la dirección que debía seguir, con un pequeño empujón para que se pusiera en marcha.
Los caballos eran conducidos desde un grupo de vagones de ganado, más alejados en las vías, hasta la zona de embarque. Eran unos animales grandes y musculados, domados para la milicia en las yeguadas de la Prusia Oriental. Su destino, el arrastre de la artillería de la División y de los carros de aprovisionamiento y municiones; algunos de los mejores eran montados por los oficiales: el Ejército alemán, como casi todos los ejércitos europeos, se movía con los caballos. Había unos pocos coches oficiales, como el que Szara y el coronel estaban usando, para los oficiales de mayor graduación y el cuerpo médico, pero los caballos eran los que hacían el trabajo más duro, cuatro mil para cada división de diez mil soldados. La punta de lanza de la ofensiva alemana era acorazada —divisiones de tanques y camiones, y su rapidez de movimiento había puesto fuera de combate, hasta aquel momento, a las fuerzas defensivas de Polonia—; pero las unidades que ahora se incorporaban estaban destinadas a ocupar el territorio que los grupos acorazados de gran movilidad habían conquistado.
Szara cambió la dirección de los prismáticos y enfocó la carretera que llevaba al Norte, por la que ya marchaban varias compañías. No desfilaban, caminaban, llevando las armas al desgaire; como siempre, los más altos cargaban con los rifles, mientras que los bajos y delgados arrastraban las ametralladoras de trípode y los tubos lanzamorteros; la formación, si bien desigual, era funcional. La máquina, por el momento, iba despacio. Szara vio que un cañón de campaña había volcado en una zanja, los caballos tiraban, enredados en las riendas, y pateaban, asustados, para conservar el equilibrio; era evidente que el accidente acababa de ocurrir. La situación se normalizó en seguida: un sargento gritó órdenes, varios soldados sujetaron y tranquilizaron a los caballos, otros desenredaron las riendas y un tercer grupo se organizó para izar el cañón hasta la carretera. Sólo les llevó un momento, muchas manos voluntariosas —¡aúpa!— y asunto resuelto. Continuaron la marcha.
Vyborg lo tocó en el hombro para llamar su atención e hizo un movimiento con la mano dándole a entender que ya habían espiado lo suficiente. Szara retrocedió a rastras durante un rato, luego se levantaron y fueron hasta el coche. Vyborg habló en voz baja, porque por más que estuvieran bastante lejos de los alemanes, algo de su presencia les quedaba.
—Ésa es la carretera de Cracovia —dijo el coronel—. Nuestro cálculo ha sido, después de todo, correcto. Pero, como ha visto, la carretera está ocupada ahora.
—¿Qué podemos hacer?
—Dar la vuelta por detrás o intentar pasar furtivamente por la noche.
—Entonces, ¿nos han cortado la retirada?
—Sí; al menos de momento. ¿Qué le ha parecido la Wehrmacht?
Subieron al coche. Vyborg puso el motor en marcha y retrocedió con lentitud por el sendero hasta una curva desde la que dejaron de ver la cima de la colina en la que habían estado.
—Mi impresión es que no quiero ir a la guerra con Alemania —dijo Szara después de que Vyborg retrocediera hasta el trigal para dar la vuelta.
—Quizá no haya otra elección —dijo Vyborg.
—¿Cree entonces que Hitler atacará Rusia?
—A su debido tiempo, sí. No podrá resistirse. Cosechas, petróleo, mineral de hierro: todo lo que Alemania necesita. Por cierto, ¿se ha fijado en los caballos?
—Bellos.
—Inútiles.
—No soy un entendido, pero me parecieron sanos. Grandes y fuertes.
—Demasiado grandes. Los rusos tienen unos caballos pequeños y tenaces, los llaman panje, que viven de la maleza. Estos grandes animales de los alemanes desaparecerán en el lodo ruso; eso fue lo que le ocurrió a Napoleón, entre otras cosas. Son caballos muy fuertes y poderosos, pero demasiado pesados. Y, además, hay que alimentarlos.
—Supongo que Hitler habrá estudiado las campañas de Napoleón.
—Él se cree mejor. Napoleón salió de Rusia con unos pocos centenares de hombres. El resto se quedó como fertilizante. Cientos de miles.
—Sí, lo sé. El «General Invierno», como los rusos lo llaman, acabó con ellos.
—Eso no es del todo cierto. Sólo remató el trabajo que estaba empezado ya. Lo que los derrotó fue el tifus. Quiero decir, los piojos. Rusia se defendió de una forma que nadie puede concebir realmente. Los campesinos han vivido con esos piojos toda su vida, están inmunizados. Los centroeuropeos, es decir, los alemanes, no. Lejos de mi intención inmiscuirme en el apparat de espionaje del viejo «Kinto», pero si Hitler empieza a mostrarse hostil, alguien debería ir a echar un vistazo a las pomadas y profilácticos que los laboratorios farmacéuticos alemanes están preparando. Eso, a la larga, puede resultar decisivo. Claro que, ¿para qué le cuento todo esto? No creo que sirva para Pravda. Pero, bueno, si sale vivo de aquí, y tiene la oportunidad de encontrarse con uno de esos agentes que nunca ha visto, ya tiene algo para susurrarle al oído.
La noche fue deliciosa, la inmensa oscuridad del firmamento tachonada por el plateado brillo de las estrellas. Szara se acostó de espaldas, cruzó sus brazos bajo la cabeza y contempló el espectáculo, maravillado por lo que veía, pero desesperado por la falta de agua. Hablar les resultaba casi doloroso; sus voces sonaban espesas y roncas. Poco después de ponerse el sol subieron otra vez a su atalaya; tenían la sensación, como unos animales sedientos, de que en alguna parte cercana a la caseta del guardagujas había un arroyo o un pozo. Pero otro tren vino a ocupar las vías del oeste y, a la luz de varias hogueras, las unidades se aprestaron a marchar hacia el Norte, por la carretera de Cracovia.
A medianoche tomaron una decisión. Abandonaron el coche y echaron a andar hacia el sur, a través de los campos, portando armas, cantimploras y equipaje de mano. Las dos primeras horas supusieron una verdadera agonía; tuvieron que andar a tientas, tropezando con la espesa broza que bordeaba los trigales, deteniéndose llenos de pavor ante cualquier ruido nocturno. Lo que finalmente los ayudó fue una patrulla alemana del ferrocarril; una locomotora, con un faro que proyectaba un aguzado cono de luz amarilla sobre los raíles, marchaba con lentitud y arrastraba un vagón plataforma ocupado por soldados con ametralladoras. Orientados por la luz, Szara y el coronel caminaron durante otro hora, al cabo de la cual vieron la silueta de lo que buscaban. Entonces aguardaron hasta que la patrulla desapareció en el horizonte.
La minúscula estación de ferrocarril tenía una torre de agua. Abrieron el grifo de la base y, por turnos, bebieron con avidez del chorro que caía a borbotones sobre la tierra. Era un agua repugnante, de mal olor y gusto rancio; Szara notó el sabor de la madera sucia y podrida y de Dios sabe qué, pero la sorbió codicioso de sus manos dispuestas como un cuenco, sin importarle las salpicaduras en la camisa y en pantalones. Un hombre y una mujer salieron de una casa que había detrás de la estación; él hacía de jefe de estación, de guardavías, de guardagujas o de lo que hiciera falta.
Vyborg saludó educadamente a la pareja y dijo al hombre que necesitaba ropa, cualquiera que tuviera. La mujer se fue y volvió con una camisa y un pantalón gastados, unos zapatos rotos, una chaqueta liviana y una gorra. Vyborg sacó la cartera de su guerrera y ofreció un fajo de billetes al hombre. Él miró tercamente a sus pies, pero la mujer dio un paso adelante y cogió el dinero sin decir ni una palabra.
—¿Qué será ahora de nosotros? —preguntó el hombre.
—Sólo podemos esperar a ver qué ocurre —contestó Vyborg. Hizo un lío con la ropa y recogió el rifle y las cantimploras—. Voy a llevarme esto para enterrarlo. —El hombre le dio una pala de carbón y Vyborg desapareció en la oscuridad del campo, lejos de las vías.
—Enterrar unas botas tan buenas como ésas… —dijo la mujer.
—Será mejor que las olvide —le aconsejó Szara—. Los alemanes saben lo que son y quiénes las llevan.
—Sí, pero aun así…
—Es malo ver cosas como ésta —la interrumpió el hombre en tono cortante, enfadado porque la mujer pensara sólo en las botas—. Ver cómo un oficial polaco entierra su uniforme.
—¿Funcionan los trenes? —preguntó Szara.
—Quizá dentro de unos días —contestó el hombre—. Desde aquí hay uno que va a Cracovia, o al sur, a Zakopane, en las montañas. En tiempos normales, cada martes, justo a las cuatro de la tarde.
Permanecieron juntos en un silencio embarazoso durante un buen rato, hasta que un obrero salió del campo, cruzó las vías y dijo: «Ya está listo». Era Vyborg.
A falta de trenes, Szara y Vyborg decidieron ir hacia el este, por el camino que salía de la estación hacia el sur, luego bordeaba la frontera eslovaca y por fin giraba siguiendo los valles fluviales de los Cárpatos. Se unieron a la columna interminable de refugiados, a pie, en carros tirados por caballos de carga y, de vez en cuando, en automóvil. Las unidades alemanas estaban apostadas en los cruces de la carretera, pero los soldados no interferían en la emigración; parecían aburridos, desinteresados, mientras permanecían apoyados en las paredes de piedra o en los pretiles de los puentes, fumando, mirando inexpresivos cómo fluía aquel río humano delante de sus ojos. No pedían papeles, no llamaban ni buscaban a nadie de sus filas. Szara advirtió que algunos de los que iban en la columna de refugiados podían ser soldados que, como Vyborg, habían escondido el uniforme y haciéndose con ropa de civil. Entre ellos había diversas opiniones sobre la actitud de los alemanes, desde aquellos que les atribuían benevolencia: «Los Fritze quieren ganar nuestra confianza», hasta los pragmáticos: «Cuantos menos polacos haya en Polonia, mejor para ellos. Ahora el problema será para los rusos». La carretera del este se convirtió en una ciudad móvil: nacían niños y morían viejos, se hacían amistades y se perdían, se ganaba, se gastaba y se rodaba el dinero. Un viejo judío, con una barba blanca que le caía sobre el pecho, cargado de un saco de ollas y sartenes que sonaba a su espalda se confió a Szara.
—Es la cuarta vez que hago este camino. El 1905 fuimos hacia el oeste para escapar de los pogroms; en 1916, hacia el este, para huir de los alemanes; luego, en 1920, otra vez hacia el oeste, con los bolcheviques tras nuestras cabezas. Y aquí estamos de nuevo. Ya no me preocupo. Todo se resolverá por sí solo.
Seis días tardaron en llegar a la pequeña ciudad de Krosno, a unos ciento treinta kilómetros al este de la línea Cracovia-Zakopane. Allí, Szara vio con asombro que la bandera polaca ondeaba aún, orgullosa, sobre la entrada de la estación del ferrocarril. No sabía cómo, pero se habían alejado del avance alemán. ¿Acaso la Wehrmacht había permitido que la columna de refugiados entrara en territorio controlado todavía por los polacos para que entorpeciera los sistemas de suministros y transportes? No se le ocurría otra razón; pero, en el mejor de los casos, le parecía dudoso. Vyborg dejó a Szara en la estación y marchó en busca de una unidad militar de información y de un radiotelégrafo entre las fuerzas que manejaban la defensa de Krosno. Szara pensó que era la última vez que lo veía, pero reapareció dos horas más tarde, todavía con el aspecto de un obrero digno y más bien refinado, con su gorra y su chaqueta usada. Buscaron refugio junto a uno de los pilares que sostenían el techo de madera de la terminal, rodeados por la incansable multitud de gente exhausta y desesperada que pasaba sin cesar. El ruido era ensordecedor: gente que gritaba y discutía mientras los niños chillaban, y un sistema de altavoces que barbotaban indescifrables sonidos sin sentido. Tuvieron que levantar la voz para hacerse oír.
—Por fin he podido conectar con mis superiores —dijo Vyborg.
—¿Saben cómo están las cosas?
—Hasta cierto punto, sí. En lo que a usted respecta, Lvov no sufre ningún ataque, pero es una situación que puede cambiar de un momento a otro. En cuanto a mí…, se sabe que mi unidad llegó a Cracovia; pero, a partir de ahí, sólo silencio. Las comunicaciones están muy mal, varias divisiones polacas se encuentran copadas; casi todas ellas tratan de romper el cerco para dirigirse a Varsovia. La capital será defendida, y se espera que resista. Personalmente le doy un mes como máximo, tal vez menos. Temo que haya pocas esperanzas para nosotros. Este país ha visto mucho milagros, en ocasiones incluso en la guerra, pero la sensación es que no se puede hacer mucho. Hemos pedido ayuda al mundo, por supuesto. En cuanto a mí, ya tengo asignada una nueva misión.
—¿Fuera del país?
Los finos labios de Vyborg esbozaron una apretada y fugaz sonrisa.
—Me es imposible decirle nada. Pero puede desearme suerte, si eso le agrada.
—Por supuesto, coronel.
—Yo le rogaría, señor Szara, que escribiera acerca de lo que ha visto, si es que tiene la oportunidad de hacerlo. Que fuimos muy valientes, que nos enfrentamos a ellos, que no nos rendimos. Y en el caso de que no pudiera contarlo así, lo mejor que podría hacer por nosotros sería guardar silencio. Me refiero a su encargo de Pravda. Historias sobre nuestras minorías nacionales han aparecido ya en Londres y en París, incluso en Estados Unidos. Quizá usted no quiere añadir su voz al coro de ladridos.
—Ya encontraré alguna forma.
—Sólo se lo ruego. Eso es lo que todos los oficiales de los ejércitos derrotados pueden hacer, apelar a la conciencia; pero aun así, yo se lo ruego. Quizá, todavía en su corazón usted se sienta polaco. La gente de esta nación anda desperdigada, pero con frecuencia se acuerda de nosotros y no sería inapropiado que usted se uniera a ellos… Entretanto, y de cara a lo práctico, me han dicho que hay un tren para Lvov que saldrá de aquí dentro de una hora. Me gustaría pensar que usted logrará subir a él, tendrá que arreglárselas por su cuenta; pero así, al menos, habré cumplido con mi parte del trato, aunque por una ruta inesperada.
—Los periodistas saben muy bien cómo meterse a la fuerza en un tren, coronel.
—Quizá volvamos a vernos —añadió Vyborg.
—Espero que sí.
—Buena suerte. —El apretón de manos de Vyborg fue vigoroso. Luego se perdió entre la muchedumbre de refugiados.
Szara pudo subir al tren, aunque no para viajar dentro. Se abrió camino hasta un lado del vagón, y logró llegar a los peldaños desplegados de hierro. Ya había un pasajero que se había apoderado del escalón inferior, pero Szara esperó a que el tren se pusiera en movimiento y entonces saltó y logró sentarse a un lado. Su compañero era un hombre triste y malhumorado, que rodeaba una cesta de mimbre con ambos brazos y que, con el hombro, trató de tirar a Szara del tren; ese escalón le pertenecía y era su sitio según estaban las cosas.
Pero Szara recurrió a un viejo truco: con su mano libre asió una solapa de la chaqueta del hombre, y le hizo ver que cuanto más fuerte empujara, más probable sería que consiguiera echar a Szara del tren, pero que él iría detrás. El tren no logró alcanzar una marcha rápida, llevaba gente colgada por fuera de las ventanillas, otros iban tendidos en los techos y también los había colocados en los topes entre los vagones; la locomotora apenas podía mover tanto peso. Durante mucho rato, los dos hombre se miraron a los ojos, el uno empujando, el otro a él agarrado, con los rostros separadas por sólo unos centímetros. Luego, por fin, ambos cesaron en el forcejeo y apoyaron la espalda en los que ocupaban los peldaños superiores. El tren tardó seis agónicas horas en recorrer los ciento treinta kilómetros hasta Lvov, y si la estación de Krosno había sido un infierno de multitudes en lucha, la de Lvov fue mucho peor.
Para cruzar el andén, Szara tuvo que pelear, en el sentido de la palabra. El calor del ambiente era sofocante; empujó cuerpos, tropezó con un cesto de gallinas y cayó de boca contra el suelo de cemento; luego tuvo que luchar en un bosque de piernas para levantarse antes de que lo mataran a pisotones. Alguien le dio un puñetazo en la espalda, muy fuerte; no vio quién lo hizo, sólo sintió el golpe. Cuando llegó a la sala de espera, se vio en medio de un grupo que aunaba su peso para llegar a la salida. Casi la habían alcanzado cuando una muchedumbre, aterrorizada y frenética, empujó en dirección contraria. Szara se vio elevado en el aire y temió que la presión le rompiera las costillas; entonces golpeó con una mano, dio a algo húmedo que provocó un grito de dolor, y, con un enorme esfuerzo, consiguió volver a poner los pies en el suelo.
En alguna parte, apenas rozando el límite de su consciencia sonaba el ronroneo de un avión, pero no intentó relacionarlo con nada del mundo real, estaba allí, simplemente. Se movió hacia un lado durante unos segundos, luego una misteriosa contracorriente lo levantó y lo lanzó a través de las puertas de la estación; consiguió mantener el equilibrio apoyando una mano en el cemento del suelo. Luego abrió mucho la boca para respirar el aire una vez se vio liberado de la muchedumbre.
Se encontró, no en la plaza principal de Lvov, sino en una calle lateral de la estación del ferrocarril. La gente corría y gritaba, y él ignoraba la razón. Había varios carros abandonados por sus conductores; los caballos corrían desbocados por las calles empedradas; huían de lo que fuese y dejaban caer verduras y sacos de arpillera de los carros. El aire estaba lleno de diminutas plumas blancas que no sabía de dónde venían, pero que habían invadido la calle como una ventisca. El ronroneo aumentó su intensidad, y entonces levantó la mirada al cielo. Por un momento quedó como hipnotizado. En alguna parte, en un archivo de la casa de la rue Delesseux, había una silueta vista desde abajo, identificada en una cuidada escritura cirílica como el «Heinkel-111»; y lo que vio por encima de su cabeza era una perfecta réplica del perfil oscurecido entre las páginas de lo que en ese momento recordó como el archivo de Baumann. Se trataba de uno de los bombarderos controlados por el cable de estampación que se fabricaba en las afueras de Berlín. Había una segunda escuadrilla que se acercaba, por lo menos media docena de aviones en el cielo sobre la ciudad, y recordó, si no con hechos y cifras precisas, al menos su verdadera utilidad: producir la virtual aniquilación de cualquier casa de madera o de piedra y de cualquier señal de vida una vez arrojadas sus bombas. Cuando los aviones se colocaron en formación, una serie de cilindros negros y alargados parecieron flotar por debajo de ellos y comenzaron a caer dando tumbos, en trayectorias irregulares sobre la tierra.
La primera explosión —la sintió en sus pies y la oyó en la lejanía— lo sobrecogió, a ésa siguieron otras, cada vez con más estruendo. Corrió. A ciegas y sin un propósito determinado, preso del pánico, luego tropezó y cayó junto a una entrada. Golpeó la puerta, que se abrió a su impulso, y se arrastró dentro de una habitación. Olió serrín y laca; se encontró con una mesa grande, toscamente tallada, y se lanzó debajo de ella. Sólo entonces descubrió que no estaba solo, había un rostro pegado al suyo, el de un hombre con una barba descuidada, gafas de medios cristales y un trozo de lápiz entre su sien y la tira de su gorra. Los ojos del hombre eran blancos y grandes, ciegos de terror. Szara se hizo un ovillo cuando un ruido espantoso de algo roto cayó en la mesa bajo la que se protegía; quizá soltó un alarido, o tal vez fue el hombre que estaba encogido a su lado; perdió la noción de quién era ni dónde se encontraba, el mundo estalló dentro de su cabeza; entonces cerró los ojos con tanta fuerza que pudo ver colores brillantes en la oscuridad. El suelo se onduló con un crujido a la siguiente explosión, y Szara quiso pasar a través de él con sus uñas para alcanzar lo profundo de la Tierra. Hubo una explosión más, y luego otra más alejada, y, por fin, el silencio, que sonó en sus oídos antes de que se diera cuenta de lo que significaba.
—¿Se ha acabado? —preguntó el hombre en yiddish.
El aire estaba enrarecido por el humo y el polvo; los dos empezaron a toser; Szara sentía como si tuviese fuego en la garganta.
—Sí —respondió—, se han ido.
Juntos y muy despacio salieron de debajo de la mesa. Entonces Szara vio que se hallaba en una carpintería, y que el hombre con las gafas de medios cristales debía de ser el carpintero. Las ventanas habían desaparecido, y Szara tuvo que buscar durante mucho rato antes de descubrir pequeñas astillas de cristal empotradas en la pared trasera. Sin embargo, no vio otros desperfectos. Lo que había arrancado las ventanas también había atrancado la puerta; el carpintero tuvo que tirar con toda su fuerza para conseguir abrirla.
Con precaución, se asomaron a la calle. A su izquierda había un agujero donde antes había habido una casa, sólo quedaba un montón de maderas y ladrillos; la casa siguiente estaba en llamas, con hervores de humo negro saliendo por las ventanas altas. Alguien cerca pidió socorro, quizá la voz de una mujer. El carpintero exclamó: Mein Gott! y se cubrió el rostro con las manos.
Al otro lado de la calle, en el extremo más alejado de la casa en llamas, se había abierto un enorme cráter. Fueron hasta allí y miraron: manaba agua de una tubería rota. Oyeron otra vez la voz que pedía socorro. Salía de una tienda situada enfrente del cráter.
—Es Madame Kulska —dijo el carpintero.
La puerta de la tienda había desaparecido y el interior, un taller de modista, había sido arrasado como por un tifón. Había trozos desperdigados por todas partes.
—¿Quién está ahí? —preguntó la voz.
—Soy Nachman —respondió el carpintero.
—Aquí debajo —insistió la voz.
Aquí debajo quería decir, como vieron, bajo una confusa capa de ladrillos caídos. Szara y el carpintero apartaron rápidamente los escombros y vieron la parte trasera de un gran armario y a una mujer pequeña debajo de él. Szara agarró de una esquina y el carpintero de otra.
—Ein, zwei, drei —dijo el carpintero. Al unísono levantaron el mueble hasta hacerlo caer contra la pared de ladrillos aplastados; entonces sus puertas se abrieron, mostrando una hilera de vestidos, de formas y colores diferentes, colgados de perchas de madera.
—Deme su mano, señor Nachman —pidió la mujer. Los dos la ayudaron a levantarse. Szara no vio sangre. La mujer se miró la mano con curiosidad y luego movió los dedos.
—¿Está herida? —preguntó el carpintero.
—No —dijo la mujer con voz débil y afectada por el asombro—. No, me parece que no. ¿Qué ha ocurrido?
Szara oyó el sonido de una campana. Dejó al carpintero y a la mujer y se asomó a la puerta. Un coche bomba había llegado ante la casa incendiada, y los bomberos estaban enroscando una manguera a la trasera del tanque del agua. Szara salió de la tienda y bajó por la calle. Dos hombres corrían por ella, llevaban a un muchacho herido en una camilla improvisada con una colcha. El corazón de Szara se llenó de amargura. ¿Qué objeto tenía lanzar bombas en un barrio como aquél? ¿Matar? ¿Sólo eso? Un hombre subido a una escalera de mano ayudaba a salir a una mujer por una ventana de la cual escapaba ya una ligera nube de humo. Ella lloraba, con un ataque de histeria. Al pie de la escalera, un grupo de vecinos le dirigían palabras de ánimo para sosegarla.
La calle siguiente estaba intacta. Igual que la adyacente. Un hombre vino corriendo.
—Hay ocho muertos en la estación —dijo a Szara.
—Es terrible, terrible —se lamentó éste.
Luego el hombre siguió su carrera para decírselo a otro. Pasó otro coche de bomberos. El conductor era un rabino, con un pañuelo ensangrentado atado a la frente; sentado a su lado, un muchacho tocaba aplicadamente la campana tirando de la cuerda atada al badajo. Szara se sentó en los guijarros de la calle. Bajó la mirada y vio que seguía aferrado al maletín. Tuvo que ayudarse de la mano libre para separar los dedos del asa. La gente pasaba aturdida, como atontada. Szara puso el maletín entre sus pies y reposó la cabeza entre las manos. Esto no es humano, pensó, hacer esto no es humano.
Pero había otra cosa en su mente, el fantasma de un pensamiento que se sobreponía a sus sentimientos. La ciudad de Lvov había sido bombardeada por una escuadrilla de «Heinkel-111». Había gente muerta, casas destruidas, incendios que apagar y heridos que curar.
Pero la ciudad seguía allí. No había sido reducida a un montón de cenizas humeantes, de ninguna manera. De repente: una forma oscura que había visto semienterrada en una avenida cercana; era una bomba que no había estallado. Otras habían caído en las calles, entre casas, en patios y jardines; otras habían horadado los tejados, pero habían dejado a sus habitantes milagrosamente ilesos. Poco a poco, el conocimiento se fue abriendo paso hasta su conciencia. No pudo creerlo al principio y tuvo que repetírselo en voz alta: «¡Dios mío, estaban equivocados!».