Al final del otoño de 1937, bajo la persistente lluvia que llega con el alba al mar del Norte en esa época del año, el Nicaea, un carguero sin itinerario fijo, se disponía a echar anclas frente a la ciudad belga de Ostende. A lo lejos, un remolcador de amarre avanzaba con lentitud entre el oleaje del puerto; el ritmo de su motor se percibía por encima del agua, sus ambarinas luces como destellos gemelos en la oscuridad.
El Nicaea, de 6320 toneladas, matriculado en Malta, había pasado sus primeros treinta años como vapor de cabotaje en el Mediterráneo oriental. Transportaba todo tipo de carga imaginable, de Latakia a Famagusta, vuelta a Iskenderun, luego bajaba a Beirut, después ponía rumbo norte, hasta Esmirna, y, más tarde, hacia el sur, hasta Sidón y Jaiffa. Treinta años de veranos ardientes e inviernos lluviosos, dedicados por igual al comercio y al contrabando, habían enriquecido alguna vez, pero casi siempre arruinado, a los grupos de propietarios que se fueron sucediendo, mientras la sal, la herrumbre y una larga serie de maquinistas, más entusiastas que capacitados, arruinaban el barco. En sus últimos años había sido arrendado al Exportkhleb, el organismo de la Unión Soviética para el comercio de granos, y chirriaba y gemía quejumbroso por hallarse anclado en semejantes mares, tan fríos y tan alejados.
Con la línea de flotación hundida en el agua, llevaba sin la menor gracia su carga, sobre todo trigo de Anatolia con destino al puerto de Odesa, ciudad en el mar Negro que no había visto la importación de granos durante más de un siglo. También transportaba varias partidas pequeñas: linaza cargada en Estambul, higos secos de Limassol, un bidón de acero lleno de amonal —un explosivo de minas compuesto de TNT y aluminio en polvo— destinado a una célula de sabotaje en Hamburgo, un cofre metálico con copias heliográficas de los planos de un torpedo submarino italiano, hábilmente sacadas de un centro de investigación naval en Brindisi, y dos pasajeros: un destacado funcionario del Comintern, que usaba un pasaporte holandés con el alias de Van Doorn, y un corresponsal en el extranjero del periódico Pravda que viajaba con su auténtico nombre, André Szara.
Szara, las manos hundidas en los bolsillos y el cabello revuelto por el fuerte viento procedente de la costa, permanecía al resguardo en un pasillo, mientras maldecía en silencio al capitán belga del remolcador que, al pausado ritmo del motor de su barco, se tomaba su tiempo para atender al Nicaea. Szara conocía a los portuarios de esa parte del Mundo; estólidos y reflexivos fumadores de pipa, nunca alejados de la cafetera y del periódico. Imperturbables ante una crisis, se pasaban el resto de sus días haciendo esperar al mundo a su capricho. Szara adaptó el peso de su cuerpo al balanceo del barco, se volvió de espaldas al viento y encendió un cigarrillo.
Había embarcado diecinueve días antes, en puerto de El Pireo. Le habían asignado seguir la historia de la lucha de los portuarios belgas. Ése fue un encargo; pero tenía otro. Mataba el tiempo en una taberna de los muelles, mientras ayudaban a atracar al Nicaea, cuando el Hombre Más Anodino del Mundo se le acercó. «¿De dónde los sacan?», se preguntó. Rusia marca a su gente: deforma a casi todos, a algunos los hace exquisitos, por lo menos tienen una luz que brilla en el fondo de los ojos. Pero en éste, no. Su madre era agua, su padre, una pared.
—Un pequeño favor —le dijo el hombre más anodino del mundo—. Tendrá un compañero de pasaje; viaja por un asunto del Comintern. Quizás averigüe usted dónde se hospeda en Ostende.
—Si me es posible —le había contestado Szara.
En realidad la palabra si no podía ser empleada entre ellos, pero Szara hizo como si no lo supiera, a lo mejor el agente del NKVD —o del GRU o de lo que fuera— le hacía la merced de concederle su derecho a decidir en el asunto. Szara, después de todo, era un corresponsal importante.
—Sí. Si le es posible —le había dicho. Luego, añadió—: Déjenos una pequeña nota en la recepción del hotel. Para Monsieur Brun.
Szara deletreó el nombre para asegurarse haberlo entendido bien. Ya tenía bastante para empezar el día.
—Sólo eso —dijo el hombre.
Había tenido mucho tiempo para hacer el pequeño favor; el Nicaea permaneció en el mar durante diecinueve días; una eternidad de chaparrones de agua de mar helada, de bacalao salado en las comidas y de oler el humo del carbón procedente de la oxidada chimenea del carguero mientras éste cabeceaba por los mares de octubre. Szara miró de reojo a través de la oscuridad las luces del remolcador, y suspiró por algo dulce, después de tanta sal, azúcar, un pastel de nata, lluvia en un bosque de pinos, el perfume de una mujer… Pensó que había estado demasiado tiempo en el mar. Con ironía se dio cuenta del sabor teatral de la frase y sonrió en su interior. La mélancolie des paquebots, eso lo expresaba mejor. Había recordado la frase de Flaubert y lo justo de su significado; todo estaba en esas cuatro palabras: la estrecha cabina con el vaivén de la bombilla colgando del cable, el olor a algas de los puertos, las lluvias sesgadas, la columna de humo negro de una chimenea en el horizonte.
La campana del barco sonó una vez. Las cuatro treinta. Las ambarinas luces del remolcador brillaron con más intensidad.
El hombre del Comintern conocido como Van Doorn salió de su camarote; llevaba una cartera de cuero y se acercó a la barandilla junto a Szara. Se había envuelto en ropa, como un niño vestido para un día de invierno: una bufanda de lana apretada alrededor del cuello, la gorra bien encasquetada en la cabeza y el abrigo abotonado hasta arriba.
—Una hora, y estaremos bajando por la pasarela. ¿Qué te parece, André Aronovich?
Van Doorn mostraba, como siempre, su retorcida preferencia por «el famoso periodista Szara».
—Estoy de acuerdo, si el funcionario del puerto no pone pegas —repuso Szara.
—No las pondrá. Es nasch.
Con esa palabra quería decir nuestro, nos pertenece, y su tono sugería a Szara su gran suerte de tener a tipos con el puño de hierro, como Van Doorn, que cuidaran de él en «el mundo real».
—Bien, siendo así… —dijo Szara, mientras reconocía la superior fuerza del otro.
Ocurría que Szara sabía quién era Van Doorn; uno de sus amigos en el Departamento Extranjero del NKVD se lo había señalado con desprecio en cierta ocasión durante una fiesta en Moscú. Los amigos de Szara en el NKVD eran, como él mismo, judíos o polacos, lituanos, ucranianos, alemanes, de todas las clases, intelectuales típicos que se habían rusificado. Formaban su jvost, algo entre banda y pandilla. Van Doorn, cuyo nombre real era Grigory Jelidze, pertenecía a otro entorno: georgianos, armenios, griegos y turcos rusificados; un jvost, con raíces en el rincón sudoriental del imperio, acaudillado por Beria, Dekanozov y Alexei Agayan. Era un grupo más pequeño que el formado por polacos y ucranianos, pero quizá con idéntico poder. Stalin procedía de él; sabían lo que le gustaba y cómo pensaba.
Desde la silueta del remolcador —una forma elevada contra el resplandor de la ciudad velada por la lluvia— los destellos de una señal luminosa empezaron a funcionar. Aquello avanzaba. Jelidze se frotó las manos para calentárselas.
—Ya no falta mucho —dijo alegre. Dirigió una sonrisita lujuriosa a Szara; dentro de muy poco tiempo iba a encontrarse con su «perfecto bollito de carne».
«Vaya con el bollito», pensó Szara. Sin ella, nunca hubiera podido llevar a cabo su pequeño favor. A pesar de que el aspecto de Jelidze no era nada atractivo —grueso a los cuarenta años, con su cabello castaño claro, cepillado y engomado, las manos pequeñas y gordezuelas jugueteando siempre con unas gafas de montura de plata de las que se sentía muy orgulloso—, él estaba convencido de que atraía a las mujeres.
—Te envidio, André Aronovich —le dijo una noche que se hallaban solos en el cuarto de oficiales, después de la cena__.
Te mueves en círculos elevados. En lo que se refiere a mi trabajo, bueno, a lo mejor que puedo aspirar es a la frau de algún tendero alemán, una Inga gorda, de manos rojizas, y luego, lo más probable, es que uno se gane una patata extra y un beso robado en la cocina. ¡Ah, pero un hombre de tu posición…! Para ti son las hijas de los profesores y las esposas de los abogados; esas perras delgaduchas y calientes que no pueden dejar solo a un periodista. ¿No es así?
Szara había llevado vodka a la fiesta, y también brandy. El inmenso y verde océano se movía debajo de ellos, las máquinas del Nicaea gruñían con un ruido sordo. Jelidze apoyó los codos sobre el desteñido mantel grasiento y se inclinó hacia delante, a la espera, como el hombre que no desea perderse detalle.
Szara se sintió halagado. Su talento, encendido por el alcohol, ardía y flameaba.
—Una cierta señora en… Budapest. Pendientes de oro, como una gitana. Pero no era gitana, sino una aristócrata, vestida con lana inglesa; llevaba un pañuelo de seda color nube anudado al cuello. El cabello, rojo oscuro como el otoño; los pómulos, magiares, y los dedos, largos y delicados.
Szara, que era un buen narrador, se tomó su tiempo. Buscó un nombre y se le ocurrió el de Magda; era un nombre corriente, pero no acudió ningún otro a su mente.
—Se llamaba Magda. El marido era un patán ignorante, nas kulturny, un hombre sin cultura, exportador de lana. Así que tuve a su esposa. (¿Dónde?, ¿en los establos, sobre la paja? No). En el apartamento, un cinq-à-sept affaire a la luz de la lámpara. El marido se había marchado a… cazar el jabalí.
Szara miró el brandy de la botella que tenían sobre la mesa.
—Igual que baja el nivel de esta botella, así bajaron sus bragas. Y allí estaba el más delicado y pequeño triángulo, también pelirrojo oscuro, como el otoño. Y finas venas azules bajo su piel de leche. Destrozamos el diván de seda verde.
Las orejas de Jelidze estaban de un rojo escarlata. Más tarde, Szara cayó en la cuenta de que le había descrito sus fantasías con una secretaria particular con la que se había tropezado algunas veces en el Ministerio de Correos y Telégrafos yugoslavo.
Jelidze estaba borracho. Limpió sus gafas con un pañuelo; tenía los ojos acuosos y la mirada perdida.
—Sí, bueno, me lo imagino. Todo es cuestión de gustos en esta vida, ¿verdad? En Ostende, y te lo digo en confianza, tengo «un perfecto bollito de carne»; vive en el hotel «Groenendaal», en la calle del mismo nombre. Una monada de gordita. La visten de veinticinco alfileres, como a una niña, con su reverencia y su vestido de gala de satén blanco. Dios mío, André Aronovich, ¡qué ridículos que somos! Con lo grande que es esta pequeña actriz cuando pone mala cara, se enfurruña y sacude los rizos del cabello, mientras gimotea por pastelitos y leche. Pero no puede tenerlos. No, ¡en absoluto, no! Porque… bien, primero hay algo que debe hacerme. «Oh, no», se lamenta ella. «Oh, sí», le digo yo.
Jelidze volvió a sentarse en la silla, se puso las gafas y suspiró.
—Una maravilla. Chuparía diez años de la vida de un hombre.
Cuando fue la hora de irse a la cama cantando, en tanto se ayudaban mutuamente para mantenerse derechos por el pasillo que se balanceaba con el movimiento del barco, la oscura superficie del mar comenzaba a volverse gris a la luz del amanecer.
El hotel de Szara en Ostende era todo flores: pesadas rosas, como coles sobre un campo sombrío en el empapelado de las paredes; una selva de vides y geranios en la cubrecama, y en el jardín al que daba su ventana, ásteres helados y claveles marchitos. Por si había alguna duda, el lugar respondía al nombre de hotel «Blommen[1]». Ignora esta estrella, nórdica, luz flamenca, aquí tenemos flores. Szara permaneció de pie junto a la ventana y escuchó las sirenas del puerto y el ruido de las hojas muertas arrastradas por el viento en el desierto jardín. Dobló la nota y afirmó el pliegue con los dedos pulgar e índice: «M. Van Doorn visitará el hotel “Groenendaal”». La metió en un sobre, pasó la lengua por el engomado de la solapa y lo cerró, después escribió delante «M. Brun». No sabía a qué venía aquello, por qué se pedía a un periodista que informara sobre un agente del Comintern. Pero había una razón, una única razón que, en definitiva, explicaba cualquier cosa que quisiera explicarse: la estremecedora purga se había interrumpido en 1936; ahora empezaba otra. La primera había afectado a los políticos, a la oposición de Stalin y a más de un periodista. Ésta, se decía, iba dirigida contra los mismos servicios de espionaje. Szara, que empezó en 1934, había aprendido a vivir con ella; ponía cuidado en lo que escribía, lo que decía, y a quien veía. Incluso en lo que pensaba. Incluso, se decía una y otra vez, como si necesitase repetírselo. Bajó la nota a recepción y se la entregó al viejo que estaba detrás del mostrador.
La llamada a la puerta fue discreta, dos golpes con los nudillos. Szara se había quedado dormido sobre la colcha, todavía con la camisa y los pantalones puestos. Se incorporó y se despegó la húmeda camisa de la espalda. Afuera de la ventana, el amanecer era gris y la niebla colgaba de las ramas de los árboles. Miró su reloj, poco más de las seis. La discreta llamada sonó por segunda vez, y Szara sintió que el corazón se le aceleraba. Una llamada a la puerta significaba demasiadas cosas; ya nadie lo hacía en Moscú, primero telefoneaban.
—Sí, un momento.
En su interior una voz queda y urgente: Sal por la ventana. Respiró hondo. Ya de pie titubeó y abrió la puerta. Era el viejo de recepción, con el café y un periódico. ¿Había encargado él que lo despertaran? No.
—Buenos días, buenos días —saludó el viejo con acritud. No hacía buen día, pero había que desearlo—. Su amigo ha sido tan amable que le ha traído el periódico —añadió, mientras lo dejaba a los pies de la cama.
Szara buscó dinero suelto en los bolsillos y le dio unas pocas monedas. Dracmas, pensó. Había comprado francos belgas en Atenas; ¿dónde estaban? Pero el viejo pareció bastante satisfecho, dijo gracias y se fue. El café estaba más frío de lo que Szara hubiera deseado, la leche hervida era un poco agria, pero lo agradeció. La primera página del periódico estaba dedicada a las revueltas antijudías que habían estallado en Danzig, con una fotografía de vociferantes nazis con camisas negras[2]. En España, el gobierno de la República, presionado por las columnas de Franco, había huido desde Valencia a Barcelona. En la página 6, las desgracias del equipo de fútbol de Ostende. Escrito a pluma, en el margen, con fina caligrafía, aparecían unas detalladas instrucciones para una cita al mediodía. El «pequeño favor» había empezado a crecer.
Szara bajó al vestíbulo, cerró la puerta del cuarto de baño y empezó a lavarse. Las instrucciones escritas en el periódico lo tenían asustado; temía que lo forzaran a entrar en un coche y se lo llevaran durante la purga muchas veces obraban así: el apparat de seguridad trabajaba así, en su silencio, cuando se trataba de figuras públicas. Funcionarios importantes del NKVD eran convocados en reuniones en pequeños pueblos cercanos a Moscú, y allí los detenían al bajar del tren, una táctica que impedía que amigos y familiares pudieran intervenir. Un país extranjero, razonó, sería aún más conveniente. ¿Debía escapar? ¿Era el momento? Una parte de él pensaba que sí. Ve al Consulado británico, le decía. Escapa y salva la vida. Llama a los amigos de Moscú que puedan protegerte. Cómprate una pistola. Mientras, se afeitó.
Luego salió a sentarse al jardín, donde una niñera con un cochecito coqueteó con él. Vete con ella, se dijo a sí mismo, escóndete en su cama. Hará cualquier cosa que le pidas. Quizá fuera cierto. Sabía muy bien, a sus cuarenta años, con la ilusión pasada, lo que ella veía. El largo cabello negro que él se alisaba hacia atrás con los dedos, la firme línea de su mentón, la personalidad concentrada en sus ojos. Éstos eran reservados, sabios, de un color gris verdemar que las mujeres habían calificado de «extraños» más de una vez, y a menudo interpretaban también como esperanzados y tristes, igual que los ojos de un perro. Los rasgos de Szara eran delicados, la piel descolorida lo hacía parecer pálido por el sombreado permanente de la barba. Era, tomada en su conjunto, una presencia triste y atenta, deseosa de felicidad, segura del desencanto. Su manera de vestir respondía al intelectual mundano, favorecido por la suavidad de la ropa: camisas grises de algodón grueso, corbatas monocromas en los tonos sombríos de los colores básicos. Era, a los ojos del mundo, un hombre al que se podía tomar en serio, al menos por un tiempo. Luego, más adelante, vendría el afecto o el desagrado, pero intensos ambos; una reacción fuerte en cualquier sentido que se produjera.
La niñera, poco atractiva y cofia almidonada, con el gesto mecánico de su mano meciendo el cochecito donde dormía el niño de otra mujer, no ofrecía duda alguna. Sólo tenía que ir a salvarla de su aburrimiento, de su servidumbre, de aquellas manos estropeadas, y ella haría cuanto fuera necesario. Bajo su ancha frente, los ojos de la niñera eran francos: No temas. Puedo arreglar cualquier cosa.
Justo antes de las diez treinta, Szara se levantó, se alisó el impermeable a lo largo del cuerpo y comenzó a alejarse. Miró de soslayo hacia atrás y no le resultó difícil leer la expresión de ella: ¿Entonces, no? Hombre estúpido.
Una serie de tranvías lo condujo hasta un barrio obrero; las calles estrechas olían a pescado, a orines y a cebolla frita. Hacía frío a la sombra aquella mañana de noviembre. ¿Lo seguían? Pensó que no. Disponían de algo mejor, una especie de cable invisible, el método que el psicólogo Pavlov empleaba con los animales en el laboratorio. Lo llamaban…, tuvo que buscar las palabras, «reflejo condicionado». Hasta el último día de su vida haría lo que le dijeran. Distanció su mente y contempló la escena: un hombre de intelecto, independiente, que se entregaba al apparat. Lamentable. Despreciable. Szara miró su reloj. No quería que se le hiciera tarde.
Se detuvo en el pequeño mercado y compró fruta, luego pagó unos céntimos más por una bolsa de papel. La mujer del mercado llevaba un chal sobre la cabeza; su mirada era recelosa. ¿Qué hacía él, un extranjero, en esa parte de la ciudad? Szara miró otra manzana de casas, se cercioró de que nadie lo miraba y dejó casi toda la fruta en una callejuela. Vigiló la calle, detrás de él, en el escaparate de una tienda donde vendían soldaditos de madera. Reanudó su camino y entró en una pequeña plaza rodeada de plátanos, cuyas copas, podadas en formas redondeadas, estaban a la espera del invierno inminente. Un chófer dormía en un taxi estacionado; un hombre, en bleu de travail, estaba sentado en un banco con la mirada puesta en sus pies; de la fuente, en memoria de la guerra, no manaba agua: la plaza del fin del mundo. Una cervecería pequeña, «Le Terminus», no tenía ni un parroquiano en la encristalada terraza.
Szara, cada vez más en el papel de observador de su propio secuestro, se sorprendió por la normalidad de la escena. Qué lugar tan plácido y normal habían escogido. Acaso era porque les gustaba el nombre de la cervecería, «Le Terminus», el término, el fin del itinerario. ¿Se trataba de una elección irónica? ¿Tan listos eran? Quizá, después de todo, Pavlov no era el espíritu que guiaba el día; tal vez ese honor debiera corresponder a Chejov o a Gorki. Buscó una parada de tranvías o una estación de ferrocarril, pero no encontró nada que lo pareciera.
De súbito, le entró la prisa. Fuera lo que fuese, quería acabar lo antes posible.
El interior de la cervecería era enorme y reinaba el silencio. Szara permaneció quieto en la entrada mientras la puerta oscilaba tras él, hacia atrás y hacia delante hasta quedar en reposo. Detrás de la barra de cinc, un hombre con camisa y manguitos blancos, vuelto de espaldas, removía un café con indolencia; unos pocos parroquianos permanecían sentados en silencio ante su jarra de cerveza y uno o dos comían. Szara se sintió embargado por la intuición, una sensación de perplejidad, una convicción de que esa naturaleza muerta de una cervecería en Ostende era la imagen congelada de lo que fue una vez, y que ahora se había desvanecido para siempre: paredes ámbar; mesas de mármol; un ventilador de madera, que giraba con lentitud colgado del techo, ennegrecido por el humo; un hombre rubicundo, con un bigote en forma de manillar, que hacía ruido al ojear el periódico; el roce de una silla en el suelo de baldosas, el grito de una gaviota que sobrevolaba la plaza, el sonido de la sirena de un barco llegado desde el puerto…
Había un viejo barómetro en una pared, y, debajo, una mujer sentada. Llevaba un impermeable, con cinturón y presillas abotonadas en los hombros. Lo miró y luego volvió la atención a su comida, un plato de anguilas y pommes frites; Szara pudo oler la grasa de caballo que los belgas usan para freír. Había una bufanda roja enrollada en la parte superior del respaldo de una silla adyacente. El barómetro y la bufanda eran las señales de reconocimiento en el margen del periódico.
La mujer podía estar al final de la treintena. Sus manos eran fuertes; sus largos dedos movían con gracia el cuchillo y el tenedor mientras comía. Llevaba el cabello, castaño, corto y pegado a la cabeza, una o dos hebras canosas reflejaban la luz cuando se movía. La piel de su rostro era pálida, con un ligero rubor en los pómulos, de delicada complexión, atezados por la brisa marina. Una aristócrata, pensó él. Érase una vez… Parecía como si quisiera ocultar su finura y elegancia, ocultar su atractivo, y casi lo conseguía. «Rusa no es —pensó Szara—. Alemana quizás, o checa».
Cuando se sentó frente a ella, vio que tenía los ojos grises y severos, con enrojecidas ojeras a causa del cansancio. Intercambiaron los saludos sin sentido de la parol, santo y seña de la confirmación, y ella bajó el borde de la bolsa que él llevaba para comprobar que había una naranja dentro.
No es absurdo todo esto, quiero decir, naranjas y una bufanda roja y… Pero fueron palabras que nunca llegó a pronunciar. Justo cuando se inclinaba hacia delante, para tocarla, para decirle que eran la clase de personas que podían saltarse el sinsentido que un mundo estúpido quería imponerles, ella lo detuvo con una mirada. E hizo que se atragantara.
—Llámame Renate Braun.
Llámame. ¿Qué significaba eso? ¿Un alias o sólo una manera formal de hablar?
—Sé quién eres —añadió ella.
La frase y eso es suficiente no la dijo, pero estaba implícita.
A Szara le gustaban las mujeres y ellas lo sabían. Todo lo que quería hacer, una vez desaparecida la tensión, era charlar, quizás hacerla reír. Sólo eran dos personas, un hombre y una mujer, pero ella no se mostraba dispuesta a seguir el juego. Sea esto lo que sea pensó él, no se trata de un secuestro. Muy bien, entonces es una continuación de los asuntos que debía hacer de vez en cuando para el NKVD. Todos los periodistas, todos los ciudadanos que estaban fuera de la Unión Soviética, tenían que hacerlo. Pero ¿por qué convertirlo en un funeral? Se encogió de hombros para sus adentros. Debe de ser alemana, pensó. O suiza o austríaca, de uno de esos países donde la posición, la situación en la vida, excluyen la informalidad.
La mujer dejó unos pocos francos en la bandeja del camarero, recuperó la bufanda y salieron juntos al cielo duro y brillante, al viento que entumecía. Había ahora un pequeño sedán «Simca» estacionado delante de la cervecería. Szara estaba seguro de que no se encontraba allí cuando él llegó a la plaza. La mujer le indicó que se sentara al lado del conductor y ella lo hizo detrás. Si fuera a dispararle en la nuca, sus palabras agonizantes serían ¿Para qué te has molestado tanto? Por desgracia, ese tipo de heridas no permiten decir últimas palabras, y Szara, que había estado en el campo de batalla durante la guerra civil que siguió a la revolución rusa, lo sabía. Todo lo más ¿por qué - za chto?, ¿para qué? Pero todo el mundo, todas las víctimas de la purga, decían lo mismo.
El conductor puso el motor en marcha y se alejaron de la plaza.
—Heshel —preguntó la mujer detrás de él—, ¿hizo…?
—Sí, señora.
Szara estudió al hombre mientras rodaban por las calles empedradas. Conocía el tipo; se lo podía encontrar en las callejas fangosas de cualquier gueto de Polonia o de Rusia: cuerpo de gnomo, no mucho más de metro y medio de alto, labios gruesos, nariz prominente y pequeños ojos vivos. Se cubría con una gorra de lana de obrero, con una breve visera que inclinaba sobre una ceja, y llevaba levantada la solapa de su vieja chaqueta. No parecía tener edad, y su semblante, frío y humorístico a un tiempo, lo entendía Szara perfectamente. Era el rostro del superviviente, sin importar el significado de la supervivencia en aquel día: invisibilidad, astucia, degradación, brutalidad, cualquier cosa.
Siguieron durante quince minutos, luego se detuvieron en una calle tortuosa, donde estrechos hoteles se apiñaban unos junto a otros, y mujeres con medias de malla, fumaban perezosamente en las puertas.
Renate Braun salió del coche mientras que Heshel permanecía dentro.
—Ven conmigo —dijo ella.
Szara la siguió al interior del hotel. No se veía empleado alguno. El vestíbulo aparecía desierto, a excepción de un marinero belga sentado en la escalera, con la cabeza entre las manos, y la gorra en la rodilla.
La escalera era empinada y estrecha, con peldaños de madera quemados por los cigarrillos. Anduvieron por un largo pasillo hasta detenerse delante de una puerta sobre la cual habían escrito el número 26 a lápiz. Szara advirtió una marca diminuta de tiza azul a la altura de los ojos, en el marco de la puerta. La mujer abrió el bolso, que llevaba colgado del hombro, para sacar un manojo de llaves. A Szara le pareció ver el dibujo en forma de rejilla de la empuñadura de una pistola automática cuando ella alzó el bolso para cerrarlo. Las llaves eran maestras, con vástagos largos para poder hacer palanca si los dientes no encajan.
Abrió la cerradura y empujó la puerta. El aire olía a fruta podrida mezclado con amoníaco. Jelidze los miraba desde la cama, la espalda apoyada contra el cabezal y los pantalones y los calzoncillos enrollados alrededor de las rodillas. Tenía el rostro salpicado de manchas amarillas y en la boca se le había congelado un bostezo lujurioso. Herida bajo las sábanas se observaba una masa, grande y abultada. Una pierna cerúlea quedaba al descubierto; su pie, rígido como si fuese a bailar de puntas, tenía las uñas pintadas de rosa. Szara pudo oír el zumbido de una mosca contra los cristales de la ventana y el sonido del timbre de una bicicleta en la calle.
—¿Confirmas que es éste el hombre del barco? —preguntó ella.
—Sí.
Era, lo sabía, una muerte del NKVD, una muerte con la firma del NKVD. Las manchas amarillas las había dejado el ácido hidrociánico aplicado con un pulverizador, un método que se sabía empleaban los agentes soviéticos.
La mujer abrió el bolso, metió las llaves en él y sacó un pañuelo de algodón perfumado con colonia. Se tapó la nariz y la boca, levantó una esquina de la sábana y miró debajo. Szara pudo ver el rizado cabello rubio y un trozo de cinta.
La mujer dejó caer la sábana y se frotó la mano contra el costado del impermeable. Luego retiró el pañuelo de su rostro y se puso a registrar los bolsillos del pantalón de Jelidze, cuyo contenido fue amontonando a los pies de la cama: monedas, arrugados billetes de Banco de distintos países, el tubo de un medicamento vacío, el suave paño con que acostumbraba a limpiarse las gafas y un pasaporte holandés.
Después registró el abrigo y la chaqueta, que estaban cuidadosamente colgados en un armario desvencijado, en ellos encontró un lápiz y una agenda pequeña y los añadió al montón. Cogió el lápiz y hurgó con él entre las cosas que había sobre la cama. Suspiró con impaciencia y empezó a rebuscar en su bolso hasta que encontró una hoja de afeitar con cintas adhesivas en ambos bordes. Despegó una de ellas y se puso a trabajar en la chaqueta y el abrigo: cortó y abrió las costuras, sacó el relleno de las hombreras. El resultado fue un pasaporte soviético que se guardó en el bolso. Sacudió el pantalón, cogió uno de los dobladillos, y puso metódicamente esa pernera a un lado. Cuando dejaba el segundo dobladillo, apareció un papel doblado en cuatro. Lo desplegó y luego se lo entregó a Szara.
—¿Qué es esto, por favor?
—La impresión es checa. Un formulario de alguna clase.
—¿Sí?
Szara estudió el papel por un momento.
—Creo que es un resguardo de equipaje, de una compañía de transportes. No, de la estación de ferrocarril. De Praga.
Ella miró con gran atención a su alrededor, luego se dirigió hacia el pequeño y amarillento lavabo que había en un rincón y empezó a lavarse las manos.
—Te encargarás de recoger el paquete —le dijo mientras se secaba las manos con su pañuelo—. Es para ti.
Abandonaron juntos la habitación. La mujer no se molestó en cerrar con llave. Una vez en el vestíbulo se volvió hacia él.
—Por supuesto, saldrás de Ostende, de inmediato. Szara hizo un gesto de asentimiento.
—Se agradece mucho tu trabajo —añadió ella.
Siguió a la mujer fuera del hotel y vio cómo entraba en el «Simca». Szara cruzó la estrecha calle y se volvió para mirar. Heshel lo observaba por la ventanilla del coche, y esbozó una leve sonrisa cuando sus ojos se encontraron. Éste es el mundo, decía la sonrisa, y en él estamos.
Anochecía cuando llegó a Amberes, y como había dos horas de diferencia con Moscú, llamó al editor a su casa. De Nezhenko, que se ocupaba de los asuntos extranjeros, no esperaba problema alguno. Esta vez el caso no era como de costumbre, porque hacía tres semanas que no se comunicaba con él; pero cuando le pedían hacer «favores» para el apparat, alguien se pasaba por la oficina de Pravda para tomarse una taza de té.
—Ese André Aronovich, ¡qué bien trabaja! Seguro que se toma mucho tiempo y esfuerzo para escribir sus crónicas. Tu paciencia es admirable.
Era suficiente. Y menos mal. Porque Viktor Nezhenko fumaba sesenta cigarrillos al día y tenía un temperamento salvaje; podía, si se le antojaba, hacer la vida imposible a sus subordinados.
Szara pidió su conferencia desde la habitación del hotel, y se la dieron una hora más tarde. La esposa de Nezhenko respondió al teléfono. Su voz era clara y chillona, con fingida despreocupación.
Cuando Nezhenko se puso al aparato no usó el patronímico ni saludó.
—¿Dónde has estado? —preguntó con sequedad.
—Estoy en Amberes.
—¿Dónde?
Szara pensó que algo no había ido bien. Nezhenko no había sido «advertido» de su encargo.
—Menos mal que has llamado —dijo Nezhenko.
Szara buscó desesperadamente un pretexto para calmarlo.
—Estoy preparando un artículo sobre los trabajadores portuarios de aquí.
—¿Sí? Eso será interesante.
—Cablegrafiaré mañana.
—Envíalo por correo, si quieres. Tercera clase.
—¿Me sustituye Pavel Mijailovich?
—Pavel Mijailovich ya no está aquí.
Szara se quedó aturdido. Ya no está aquí era una frase en clave. Cuando se oía referida a amigos, familia, los caseros, vecinos… significaba que la persona había desaparecido. Y Pavel Mijailovich era —había sido— un hombrecito decente, sin enemigos. Pero ninguna de las reacciones de Szara, como hacer preguntas, ni siquiera mostrar un mínimo de pesar respetuoso, le estaba permitida por teléfono.
—Y la gente no ha hecho más que preguntar por ti —añadió Nezhenko. Eso también estaba en clave, quería decir que el apparat lo buscaba.
Szara tuvo la sensación de que caminaba hacia un muro. ¿Por qué lo buscaban? Sabían muy bien dónde se encontraba, y lo que hacía. El hombre más anodino del mundo no había sido un espejismo, y Renate Braun y su ayudante eran aún más reales.
—Todo es un malentendido —dijo después de un momento—. La mano derecha no debe saber lo que hace la mano izquierda…
—Sin duda —corroboró Nezhenko. Szara pudo oír cómo encendía un cigarrillo.
—Quiero bajar hasta Praga cuando acabe el artículo de los trabajadores portuarios. Está la reacción contra el Pacto Anticomintern, las opiniones sobre los Sudetes… un montón de cosas. ¿Qué te parece?
—¿Qué me parece?
—Sí.
—Haz lo que quieras, André Aronovich. Tú siempre haces lo que se te antoja.
—Mañana acabaré lo de los portuarios.
Nezhenko cortó la comunicación.
Escribir la historia de los trabajadores portuarios belgas fue algo parecido a comer arena.
Hacía siglos, él llegó a creer que su facilidad para escribir era su propia recompensa: una frase alabando el logro de la cuota productora de carbón en la cuenca del Donetz no era, en definitiva, más que una frase, y podían pagarla bien. La responsabilidad del escritor en una sociedad progresista consistía en informar y animar a las masas trabajadoras; le habían dicho que más de un trabajador buscaba su firma en el periódico, al punto que cuando algún demonio interior lo impulsaba a escribir oscuras fábulas sobre un universo absurdo, sabía muy bien cómo controlarse. Para seguir vivo, Szara había aprendido por sí solo a ser discreto, sin dar ocasión a que el apparat se lo tuviera que enseñar. Y si, por casualidad, su pluma intransigente se empeñaba en hablar de comisarios-lobo que guardaban rebaños de trabajadores-oveja o de muchachas parisinas en ropa interior de seda, bien, entonces, la gran ventaja del papel consistía en lo fácil que resultaba quemarlo.
Y éstos eran, tenían que ser, incendios privados. El mundo no quería saber de tu alma, te tomaba por lo que tú decías que eras. Los trabajadores, en la oscura y pequeña sala alquilada cerca de los muelles de Amberes, quedaron impresionados porque alguien se hubiera molestado en llegar hasta allí para preguntarles cómo se sentían. «Stalin es nuestra gran esperanza», había dicho uno, y Szara hizo que su voz llegara a todo el mundo.
Volvió a sentarse en otra habitación de hotel, mientras la niebla del Atlántico invadía las calles, y escribió sobre aquellos hombres en medio del brutal drama que se desarrollaba en Europa. Describió la fuerza que había en sus redondos hombros y en sus luchadoras manos, la silenciosa manera de ayudarse entre ellos, la granítica decadencia que mostraban. Y en cuanto a las esposas y los hijos que dependían de ellos, hubieran luchado en España —de hecho, algunos jóvenes habían acudido allí—, hubieran luchado en los suburbios obreros de Berlín, iban a luchar, familiares o no, desde detrás de las grúas y tinglados de sus propios muelles. Era verdad, y Szara encontró la manera de que pareciera verdad en la hoja de papel.
Stalin era la gran esperanza. Y si el bostezo del rostro manchado de amarillo de Jelidze la desmentía, eso era asunto privado de Szara. Y si el «pequeño favor» era ahora un gran favor, eso, también, era asunto privado de Szara. Y si todo aquello hacía que le costara tanto redactar, escribir una historia como si comiera arena, ¿a quién iba a echarle la culpa? Siempre podría negarse a hacerlo, y atenerse a las consecuencias. El refrán ruso tenía toda la razón: ¿no decías que eras una seta?; entonces métete en el cesto.
Y la gente ha estado preguntando por usted.
La frase de Nezhenko martilleaba en sus oídos y se adaptó a la cadencia del tren sobre los raíles en todo el trayecto de Amberes a París. Mucho mejor sería, fue calculando, ponerme en sus manos y averiguar qué es lo que quieren. No tenía el valor para mantenerse frío y distante de todo, fuera lo que fuese, así que hizo lo más parecido. Se presentó en la gran oficina de Pravda en París y pidió a la secretaria que le reservara plaza en el expreso París-Praga del día siguiente. La miró a los ojos, parecían bolas de cojinete, y hubiera jurado que cuando se iba, y antes de que la puerta se cerrara del todo, oyó que levantaba el auricular del teléfono.
Volvió por allí al anochecer, recogió el billete, y cobró su sueldo y la cuenta de gastos. Al día siguiente se fue temprano a la estación de Austerlitz, por si ellos querían ir allí a decirle algo. En realidad, no era que temiese ser secuestrado, sólo que se encontraba más a gusto en un espacio abierto y público, rodeado de la multitud. Para matar el tiempo, tomó un café en el bar de la estación, contempló distraído el triste cielo de París a través del techo acristalado montado sobre el enorme enrejado de hierro, leyó Le Temps, se vio citado en el diario comunista L’Humanité —como ha señalado el corresponsal de Pravda, André Szara, las relaciones bilaterales entre Francia y la Unión Soviética mejorarán sólo cuando la cuestión checoslovaca se haya…— siguió con la mirada el majestuoso paso de las apetitosas francesas, los tacones repiqueteando sobre el cemento, el gesto resuelto, inspirado en apariencia por un grave sentido de la responsabilidad.
Allí estaba, a disposición de ellos, pero no hubo contacto alguno. Cuando se anunció su tren y la locomotora barrió el andén con una nube de vapor blanco, él subió a bordo y se encontró solo en un compartimiento de primera clase. Pravda no pagaba compartimentos individuales, sólo el apparat lo hacía. Era evidente que habían preparado algo. Quizás en Nancy, pensó.
Se equivocó. Se pasó la tarde mirando a través de la lluvia las onduladas colinas del este de Francia y viendo pasar los nombres de los campos de batalla de las estaciones. En el control de la frontera de Estrasburgo, justo al otro lado del Rin, tres funcionarios alemanes, dos soldados y un civil, protegidos con impermeables de caucho negro, mojados por la lluvia, entraron en su compartimiento. Tenían la mirada fría y cortés y su pasaporte soviético no los impresionó. Le hicieron una o dos preguntas, como si quisieran oír su voz. El alemán de Szara era el de alguien que ha hablado yiddish en su niñez y el civil, un polizonte, hizo notar que sabía que Szara era judío, judío polaco, judío bolchevique soviético, de origen polaco. Sin quitarse los guantes negros registró con gran eficiencia el maletín de viaje de Szara; después examinó la documentación de Prensa y el pasaporte. Cuando hubo terminado estampó en el pasaporte el sello de un gruesa esvástica encerrada en un círculo y se lo devolvió con gesto educado. Sus miradas se cruzaron sólo un momento: lo que había pendiente entre ellos lo dejaban para el futuro, en eso estaban de acuerdo.
Pero Szara viajaba demasiado para tomarse a pecho la hostilidad de la Policía fronteriza; por ello cuando el tren aumentó la velocidad a la salida de la estación de Stuttgart, se dejó llevar por el ritmo del traqueteo del tren y el denso crepúsculo de Alemania; fábricas humeantes en el horizonte, campos abandonados a la helada de noviembre.
Por décima vez en el día se palpó el resguardo del equipaje en el bolsillo interior de la chaqueta; podría echarle una mirada más, pero el ruido del tren subió repentinamente de tono cuando se abrió la puerta del compartimento.
A primera vista, un hombre de negocios corriente, de la Europa Central, abrigo oscuro y sombrero de ala flexible, con una cartera de hebillas, de las que se llevan bajo el brazo. Después, el reconocimiento. Era un hombre que le había sido presentado brevemente, quizás el año anterior, en alguna recepción en Moscú que él no podía recordar. Su nombre, Bloch, teniente general Bloch, del GRU, el Servicio de Inteligencia militar, y recientemente, según los rumores, rezident ilegal —clandestino— de las redes del GRU y el NKVD que operaban en Tarragona. Por tanto, un miembro muy destacado del cuadro soviético en la Guerra Civil española.
Szara se puso en guardia de inmediato; los poderosos de Moscú temían a aquel hombre. No daban una razón concreta para ello. Los que conocían los detalles no explicaban nada, pero evitaban pronunciar su nombre cuando se referían a él, miraban a su alrededor, por si alguien estuviese escuchando, y hacían un gesto como queriendo decir no te metas en líos. Lo poco que se comentaba de Bloch era su insaciable apetito por triunfar, un apetito acompañado de una tiranía feroz. Se decía que la vida de los que tenían que trabajar con él era una pesadilla.
A sus espaldas lo apodaban Yaschyeritsa, una especie de lagarto, porque tenía aspecto de basilisco: rostro triangular el cabello tieso, que aplastaba peinándolo hacia atrás desde la frente, las finas cejas formaban un ángulo cuyo vértice estaba casi entre los ojos, y éstos, largos y estrechos, encima de unos pómulos fuertes y abultados.
André Szara, como todos los que frecuentaban los círculos de la llamada nomenklatura, la élite, era un buen fisonomista. Convenía saber con quién hablaba uno. ¿Un ruso blanco? ¿Un armenio? ¿Un ruso nativo? Con los judíos solía resultar difícil, porque, durante siglos, las mujeres judías, habían parido los hijos de sus torturadores, y por eso llevaban los genes de muchas razas. Sólo Dios sabe, pensó Szara, la brutal lista de facinerosos que ha debido figurar en la ascendencia femenina de Bloch para que tenga esta apariencia. ¿Llevará también el diablo en la sangre?
Bloch saludó con la cabeza, se sentó enfrente de Szara, se inclinó para cerrar la puerta del compartimiento y luego apagó las luces de la pared alrededor de la ventanilla. El tren atravesó despacio un pueblo y desde el compartimiento a oscuras pudieron ver la fiesta que celebraban; una hoguera en la plaza, ganado con guirnaldas, juventudes hitlerianas en pantalón corto portando banderas con la esvástica en ella que colgaban hasta abajo, a todo lo largo de las astas, como fasces romanas.
Bloch miró fijamente la escena.
—Por fin han regresado a la Edad Media —dijo pensativo. Volvió su atención a Szara—. Perdóname, camarada periodista, soy el general Y. I. Bloch. No creo que hayamos hablado nunca, pero leo tus artículos cuando tengo tiempo, así que sé quién eres. ¿Hace falta que diga quién soy?
—No, camarada general. Sé que estás en los Servicios Especiales.
Bloch tomó el reconocimiento de Szara como un cumplido: una sonrisa de asentimiento, una breve inclinación de cabeza, a tus órdenes.
—¿Es cierto que has permanecido fuera de Moscú durante un tiempo?
—Desde el pasado agosto —contestó Szara.
—No es una vida fácil: trenes y habitaciones de hotel, la lentitud de los barcos. Pero también las capitales extranjeras son más divertidas que Moscú, y eso compensa, ¿no?
Era una trampa. Había una respuesta doctrinal, algo que tenía que ver con la construcción del socialismo; pero Bloch no era ningún tonto, y Szara sospechó que una respuesta piadosa resultaría embarazosa para los dos.
—Es verdad —dijo, y añadió, por si acaso—: Aunque uno termina por cansarse de ser el eterno extranjero.
—¿Estás al tanto de los chismorreos de Moscú?
—Apenas —contestó Szara.
De carácter solitario, Szara trataba de evitar a la gente de Pravda y de la agencia «Tass» en el circuito de las capitales europeas. El rostro de Bloch se ensombreció cuando prosiguió.
—Ha sido un otoño con muchos problemas para los Servicios. De eso sí habrás oído hablar.
—Por supuesto; leo los periódicos.
—Hay más, mucho más. Hemos tenido deserciones, algunas muy serias. En unas pocas semanas, el coronel Alexander Orlov y el coronel Walter Krivitsky, al que la Prensa europea llama general, han dejado el Servicio y han buscado refugio en el Oeste. El asunto Krivitsky se ha hecho público, también la huida del inspector Reiss. En cuanto a lo de Orlov, que quede entre nosotros.
Szara asintió, obediente. De pronto, aquello se había vuelto una conversación íntima. Orlov, un alias para el Servicio, en realidad Leon Lazarevich Felbin, y Krivitsky, de nombre real Samuel Ginsberg, eran personas importantes, funcionarios de alto rango o del NKVD y el GRU, respectivamente. El asunto de Ignace Reiss le había sorprendido cuando le leyó. Reiss, asesinado en Suiza mientras intentaba escapar, había sido un idealista ferviente, un marxista-leninista hasta la médula.
—¿Eran amigos tuyos? —Bloch levantó una ceja.
—Conocí a Reiss de haberlo saludado. Nada más.
—¿Y qué hay de ti? ¿Cómo te va? —Bloch hizo la pregunta con aire preocupado, casi paternal.
Szara contuvo sus ganas de reír. ¿Acaso el pánico los había vuelto amables?
—Mi trabajo no resulta fácil, camarada general, pero menos difícil que el de otros, y estoy contento de ser lo que soy.
Bloch sopesó la respuesta y la aprobó en su fuero interno.
—Así que lo comprendes —dijo y continuó pensativamente—. Hay algunos que se sienten profundamente afectados por los arrestos, los juicios. No podemos negarlo.
Oh, ¿no podemos?
—Siempre hemos tenido enemigos, dentro y fuera. Yo luché en la guerra civil, entre 1918 y 1920, y luché contra los polacos. No soy quién para juzgar las operaciones de las Fuerzas de Seguridad del Estado.
Bloch se echó hacia atrás en su asiento.
—Muy bien dicho —dijo después de una pausa. Luego bajó el tono de voz, lo justo para que Szara pudiera oírlo por encima del constante rugido del tren—. ¿Y no sería ya hora de que tuvieras tu oportunidad? ¿Qué harás después?
Szara no podía ver muy bien el rostro de Bloch, sumido en la sombra del asiento de enfrente; afuera, el campo estaba oscuro, y la luz del pasillo llegaba débil.
—Después haré lo que tenga que hacer.
—Eres un fatalista.
—¡Qué remedio! —Quedaron un momento en silencio, luego Szara añadió—: No tengo familia.
Bloch pareció asentir con la cabeza, un gesto que confirmaba algo que había pensado ya.
—No te has casado —murmuró—. Pensé que sí.
—Soy viudo, camarada general. Mi esposa murió en la guerra civil. Era enfermera, en Berdichev.
—Así que estás solo —dijo Bloch—. Algunos hombres, en esas circunstancias, tienen poco apego a la vida porque nada les ata al mundo. Despreocupados por las consecuencias, esperan una oportunidad, se sacrifican, quizá para librar de un gran daño a la nación. Y entonces nos encontramos…, ¿por qué no decirlo?, con un héroe. ¿Tengo razón? ¿Piensas como yo?
Un hombre y una mujer —ella acababa de decir algo que había provocado la risa del hombre— cruzaron por el pasillo. Szara esperó que se alejaran.
—Yo soy como cualquier otro —dijo entonces.
—No —replicó Bloch—. Tú, no. —Se inclinó hacia Szara, con la expresión crispada y concentrada—. Ser escritor requiere mucho trabajo. Trabajo y sacrificio. Y la determinación de seguir un cierto camino, no importa adonde lleve. Recuerda esto, camarada periodista, pase lo que pase en los próximos días.
Szara hubiera querido replicar y rechazar la imagen grandiosa que el otro parecía atribuirle, pero Bloch levantó la mano en demanda de silencio. A pesar de lo impensado del gesto, Szara enmudeció. El general se levantó, descorrió el pestillo de la puerta, miró a Szara durante un momento, una mirada claramente apreciativa y calculadora, y salió del compartimiento. Después de cerrar la puerta con firmeza, se perdió al final del pasillo.
Al rato, el tren se detuvo en Ulm. El andén era un enrejado de sombras, y las gotas de lluvia descomponían las estelas de luz a medida que bajaban trazando surcos en el cristal de la ventanilla. Una figura, con sombrero y una cartera bajo el brazo, cruzó de prisa el andén y se introdujo por la portezuela trasera en un «Grosser Mercedes» negro, un coche que los funcionarios del Reich solían usar, y que se alejó a toda velocidad de la estación para desaparecer en la oscuridad.
¿Un héroe?
No, pensó Szara. Él lo sabía bien. Esa lección la había aprendido durante la guerra.
Cuando tenía veintitrés años, en 1920, había cubierto la campaña del mariscal Tujachevsky. Escribió crónicas e historias inspiradas en el frente local, muy parecidas a las del escritor Badel, un judío que cabalgó con la caballería cosaca, que había servido con el general Budenny. En mitad de la guerra con Polonia, las tropas soviéticas fueron rechazadas desde Varsovia, a orillas del Vístula, por un Ejército al mando del general Pilsudski, y su asesor, el general francés Weygand. El escuadrón de Szara, durante la retirada, fue atacado por bandidos ucranianos, restos del ejército de Petlyura que había ocupado Kiev. Al verse atacados desde lo alto de la ladera de una montaña, y al ser los otros superiores en número, todos lucharon como posesos, incluidos cocineros, escribientes, intendentes y corresponsales militares. El día anterior habían encontrado el cuerpo de un coronel polaco, completamente desnudo, atado de un pie a la rama alta de un árbol, con una estaca clavada entre las piernas. Las partidas ucranianas combatían a los dos bandos, al ruso y al polaco, y sólo Dios podía remediar la suerte de aquellos que caían vivos en sus manos.
Szara, a caballo, había arrollado a un hombre y herido con el sable a otro. Un instante después, él y su caballo rodaron por el polvo, el caballo relinchaba de dolor y terror, mientras sacudía las patas. Szara rodó frenético para alejarse del animal; entonces un hombre sonriente, con un pequeño puñal en la mano, avanzó hacia él. Pasaron caballos galopando junto a ellos, hubo disparos y alaridos y voces que daban órdenes sin sentido, pero aquel hombre, con gorra y abrigo, en ningún momento dejó de sonreír. Szara intentó arrastrarse por el suelo, un caballo le saltó por encima y el jinete soltó una maldición, pero él no consiguió avanzar. La batalla que se libraba a su alrededor no le importaba, ni tampoco, al parecer, a su risueño perseguidor. La sonrisa intentaba ser, según comprendió, tranquilizadora, como si él fuese un cerdo en una pocilga. Cuando el hombre estuvo a su lado, emitió un sonido de arrullo. De repente, Szara recuperó sus sentidos, echó mano del revólver y, sacándolo de la pistolera, disparó como un loco. Nada ocurrió. La sonrisa se hizo más amplia. Entonces, Szara dominó su pánico, como si pudiera cogerlo y apretarlo en un puño, apuntó como un tirador a la diana, y alcanzó al hombre en un ojo.
Lo que conservaba en su recuerdo no era que él hubiera combatido como un valiente, sino que se había limitado a pensar que la vida importaba más que cualquier otra cosa en el mundo, y había procurado apegarse a ella. En aquellos años vio muchos héroes, cómo preparaban su trabajo, cómo hacían lo que había que hacer, y supo que él no era uno de ellos.
El tren llevaba retraso cuando llegó a Praga. Una familia judía había intentado subir en Nuremberg, la última estación en suelo alemán. Se había alentado «vigorosamente» a los judíos —no menos de ciento treinta y cinco decretos raciales, titulados en su conjunto «Ley para la protección de la Sangre Alemana y del Honor Alemán»— para que emigraran de Alemania con destino a cualquier país que quisiera acogerlos. Pero la situación, Szara la conocía, no era distinta a la que hubo bajo el dominio zarista: una telaraña burocrática. Cuando se obtenía el Formulario A, sellado por la oficina de la Policía local, el sello del Formulario B, que tenía que poner el Ministerio de Economía, llegaba fuera de plazo y había que pedirlo de nuevo. Entretanto, el Formulario A caducaba, y así sucesivamente.
Lo único que la familia judía de Nuremberg intentó fue subir al tren, un acto de locura dictado por la desesperación. Por eso, los niños, los abuelos, el padre y la madre, corrieron aterrorizados por toda la estación, mientras los policías, con chaquetas de cuero, iba tras ellos entre gritos y golpes de silbato. Mientras, los pasajeros miraban con curiosidad por las ventanillas del tren. Algunos, excitados por la caza, trataron de colaborar y gritaban: «¡Allí, debajo del vagón de equipajes!» o «¡La mujer ha cruzado las vías!».
Llegaron poco después de la medianoche. Hacía frío en Praga y el agua se helaba entre los adoquines, pero el hotel no estaba lejos de la estación y Szara pudo acomodarse pronto en su habitación. Permaneció levantado durante horas, dedicado a fumar, escribir notas en los márgenes de Le Tempes, analizar el resguardo de equipaje que le habían dado. Se estaba metiendo en algo que no entendía, pero tenía un fuerte presentimiento de lo que le esperaba al final de todo.
Este asunto extramarital con los Servicios de Inteligencia hubiera sido fácil en otro tiempo, cinco o seis años antes, porque lo habían utilizado como intelectual, un agente influyente, y él se había sentido complacido, le había halagado que confiaran en él. Pero ahora estaba aturdido, y no tenía duda de que lo iban a matar. Estaba siendo utilizado para algo importante, una operación oficial del apparat o —y ahí aparecía la sentencia de muerte— para preparar una conspiración. Sólo sabía que se trataba de algo muy confuso y de enorme gravedad. Los generales del espionaje militar soviético no suben a los trenes alemanes para charlar con los escritores.
Sin embargo, no por eso rechazaba la posibilidad de encontrar una salida. Podía morir, pensaba, pero cuando muriese no quería descubrir que había habido, pese a todo, una salida. Ésa es la diferencia, camarada general, entre el héroe y el superviviente. Aquellas horas de reflexión no lo sacaron de dudas, mas sirvieron para que su tensión se relajara y el cansancio lo dominara. Se echó en la cama y durmió sin soñar.
Despertó a un día de nevisca y sutil terror en Praga. No veía nada, pero sentía todo. El cinco de noviembre, Hitler había pronunciado un discurso en el que declaraba, una vez más, la urgencia para Alemania de Lebensraum, la adquisición de nuevos territorios para el crecimiento y la expansión alemanes; literalmente, por un «sitio para vivir». Como un tenor de ópera que hiciera el contrapunto al bajo que era Hitler, Henlein, el líder de los alemanes en los Sudetes, reclamaba públicamente en una carta abierta, que apareció al día siguiente en los periódicos checos, que se detuviera la «persecución» checa contra la minoría alemana de su región, la zona fronteriza con Alemania. El 12 de noviembre, el contratenor Wilhelm Frick, ministro del Interior del Reich, decía por radio: «Raza y nacionalidad, sangre y suelo, son los principios del pensamiento nacionalsocialista, que estaríamos contradiciendo si intentásemos asimilar por la fuerza una nacionalidad extranjera».
Esto podía ser oído en Francia como algo cálido y tranquilizador, pero los alemanes de los Sudetes no eran una nacionalidad extranjera, como tampoco los austríacos, por lo menos según las definiciones diplomáticas alemanas. A continuación, los representantes alemanes de los Sudetes abandonaron el Parlamento en masa, y dijeron a los reporteros que esperaban afuera que habían sido maltratados por la Policía checa.
Todo el mundo en Praga conocía ese juego —incidentes, provocaciones y discursos—, significaba que las divisiones de tanques alemanas, apostadas en la frontera, esperaban, dispuestas a ponerse en camino. ¿Hoy?, ¿mañana?, ¿cuándo?
Pronto.
Nada salía a la superficie. Pero lo que ellos sentían se hacía palpable de una forma sutil: la manera en que la gente se miraba, el tono de la voz, la frase sin terminar. Szara cogió el resguardo que le habían dado en Ostende y se dirigió a la estación central de ferrocarriles. El encargado de la consigna negó con la cabeza, era de una estación secundaria, e hizo un gesto hacia las afueras de la ciudad.
Tomó un taxi, pero a la hora que llegó, la del almuerzo, la estación estaba cerrada. Se encontró en una localidad extraña y silenciosa, con carteles en polaco y ucraniano, ventanas de madera, grupos de personas en las esquinas, sin corbata y con la camisa abotonada hasta el cuello. Caminó por las calles desiertas barridas por remolinos de polvo que el viento levantaba. Las mujeres ocultaban el rostro tras velos negros; los niños, cogidos de la mano, se arrimaban a la pared de las casas. Oyó el sonido de una campana, miró abajo, hacia un prado en pendiente, y vio un buhonero judío con un flaco y deslucido caballo que, en su esfuerzo por arrastrar el carro pendiente arriba, desprendía penachos de vapor por los ollares.
Szara encontró un pequeño bar en su camino. Las conversaciones se detuvieron cuando entró. Pidió una taza de café. No tenían azúcar. Pudo escuchar el «tictac» de un reloj detrás de la cortina que cubría una puerta. ¿Qué habría allí? Quizás un demonio. Szara se esforzó por recuperar el aliento, su miedo se disipó como la niebla y de él sólo quedó su cuerpo, sentado a la mesa, aburrido por la impaciencia. El reloj detrás de la cortina dio las tres, entonces salió de prisa en busca de la estación. El encargado cojeaba con dificultad y llevaba el uniforme azul de los ferrocarriles con una medalla de guerra prendida en la solapa. Cogió el resguardo sin decir palabra y, después de examinarlo un momento, asintió con la cabeza. Se fue y estuvo un buen rato sin aparecer; luego regresó con una maleta de cuero. Szara le preguntó si podía llamar un taxi. «No», fue la respuesta del hombre. Szara esperó un momento a que le diera una explicación, que añadiera algo más, pero eso era todo. No.
Así que caminó durante kilómetros, por calles en zigzag, atascadas por el ajetreo del sábado, sitios donde cada piedra antigua estaba torcida o fuera de lugar; pasó ante grupos de judíos, de cabello rizado y vestidos con caftanes, que cuchicheaban delante de las diminutas sinagogas; de amas de casa checas, con sus vestidos estampados, que llevaban a sus casas pan negro y embutidos de ajo comprados en los mercados callejeros; de niños y perros que jugaban tras una pelota en el suelo de guijarros, y de viejos acodados en las ventanas, mientras fumaban sus pipas y contemplaban la vida de la calle debajo de ellos. Era como cualquier barrio en una ciudad europea en un día frío y humeante de noviembre, pero Szara se sintió como atrapado por una pesadilla en la que debía ocurrir algo terrible e ignorado por el mundo, y siguió a ciegas en pos de su aventura.
Cuando llegó al hotel, subió penosamente la escalera y, nada más entrar en su habitación, tiró la maleta sobre la cama. Luego se hundió rendido en una silla y cerró los ojos para concentrarse mejor. Ciertos instintos salieron a la superficie: necesitaba reflejar en el papel lo que había sentido, tenía que describir la obsesión de este lugar. Sabía que si lo hacía bien, estas historias crecían, tomaba vida por sí mismas. Hicieran lo que hiciesen los políticos, los lectores y la gente, lo entenderían, se preocuparían, la piedad los animaría a levantar la voz en favor de la república checa. ¿Cómo hacerlo? ¿Qué elegir? ¿Qué hecho hablaba realmente, de manera que el escritor quedara a un lado y la historia se expresara por sí misma? Y si su propio artículo no aparecía en otros países, era casi seguro que saldría en la Prensa de los partidos comunistas, en muchos idiomas, y más periodistas de los que se admitía echaban una mirada a esos periódicos. La política editorial decía cualquier cosa con tal de mantener la paz, pero dejad a los corresponsales que vengan aquí y lo vean por ellos mismos.
Entonces recordó la maleta. La examinó y se dio cuenta de que nunca había visto otra igual; de cuero denso, granulado —debió de ser la protección de un animal poderoso y desconocido—, estaba cubierta de una gruesa capa de fino polvo, de manera que con el dedo índice humedecido pudo trazar una línea a su través y observó que el color, que alguna vez debió de tener un tono achocolatado, había sido desgastado por el sol y el tiempo. A continuación comprobó que las costuras estaban cosidas a mano; una labor delicada y concienzuda llevada a cabo con un cordón, que sospechó hecho a mano también. Era una maleta al estilo de un portamanteo, como los maletines de médicos, con los dos lados abiertos por igual y unidos por una cerradura de latón. Limpió ésta con una toalla húmeda y apareció una tracería rojiza grabada en la superficie metálica. Eso le resultó vagamente familiar. ¿Dónde había visto algo parecido? En seguida lo recordó: ese tipo de trabajo se empleaba para adornar las copas y los cacharros de latón que se fabricaban en Asia central y occidental, en la India, Afganistán y Turquestán. Trató de presionar el saliente inferior de la cerradura para abrirla, pero estaba cerrada con llave. El asa tenía media etiqueta atada con una cuerda. Al mirarla de cerca pudo descifrar la fecha en que la maleta había sido depositada en la consigna: el 8 de febrero de 1935. Juró en voz baja con asombro. ¡Hacía casi tres años!
Puso un dedo en la cerradura. Era ingeniosa, una abertura circular perfecta que no dejaba entrever la forma de la llave. Probó suavemente con un fósforo, y le pareció que requería una forma redonda con una sección cuadrada en el extremo. Sin perder la esperanza, siguió hurgando con la cerilla pero, como era lógico, no consiguió nada. Desde otra época, el cerrajero, quizás un artesano sentado con las piernas cruzadas en un tenderete de algún zoco, se reía de él. El artificio que se había inventado no iba a rendirse a una cerilla de madera.
Szara bajó a la recepción del hotel y se explicó con el joven empleado de guardia: había perdido la llave, una maleta que no podía abrir, papeles importantes para una reunión del lunes. ¿Qué podía hacer? El empleado asintió con comprensivos movimientos de cabeza y habló sosegado. No había de qué preocuparse. Esto pasaba todos los días. Envió fuera a un botones, el cual, una hora más tarde, regresaba acompañado de un cerrajero, un hombre serio que hablaba alemán y vestía un traje estirado y formal. Carraspeó educadamente.
—No es corriente ver este tipo de mecanismo…
Pero Szara sentía demasiada impaciencia para ponerse a contestar preguntas a medio hacer y se limitó a meter prisa al hombre para que pusiera manos a la obra. Después de unos segundos de reflexión, el cerrajero abrió sin convicción su maletín de herramientas, lo dejó luego de lado y, con ligero embarazo, se sacó del bolsillo interior de la chaqueta un juego de ganzúas de ratero, de fina factura. Y entonces empezó el combate entre las dos técnicas.
No es que el tadzik, el kirguis, el artesano del mercado de Bujará —quienquiera que fuese— no opusiera resistencia, que sí la hizo, pero al final tuvo que rendirse al hecho moderno y a sus brillantes ganzúas aceradas. Con el snic característico del artificio bien construido, la cerradura cedió; el profesional se echó hacia atrás y se limpió el sudor de la frente con un inmaculado paño gris.
—Qué bello trabajo —dijo como para sus adentros.
Y qué bella factura también; pero Szara pagó, y añadió una buena propina además. Sabía que el apparat podría descubrir algo más adelante, e ignoraba si acababa de firmar la sentencia de muerte del cerrajero.
Al atardecer, André Szara permanecía en su habitación sin encender la luz, con los retazos de la vida de un hombre esparcidos a su alrededor.
No había un solo escritor en el mundo que pudiera resistirse a atribuir un romance melancólico a estos objetos; pero eso, se dijo a sí mismo para acallar su conciencia crítica, no disminuía su elocuencia. Porque si la maleta hablaba de Bujará, Samarcanda o los oasis del desierto de Kara Kum, su contenido decía algo distinto referido a un europeo, un ruso europeo, que había viajado —¿con el Ejército?, ¿para esconderse?, ¿para morir?— por esas regiones, un hombre parecido a él, orgulloso de sí mismo.
Los objetos sobre la mesa y el escritorio estaban expuestos como en una capilla ardiente. Alguna ropa, unos pocos libros, un revólver y los humildes utensilios —aguja e hilo, té digestivo, mapas muy plegados— de un hombre con prisa. Apresurado, porque había la misma claridad, idéntica elocuencia, en los objetos que faltaban. Ni fotografías ni cartas. Ninguna agenda, ningún Diario de viaje. Había sido un hombre que entendió a la gente de la que huía, y que quiso proteger la vulnerabilidad de aquellos que quizá lo amaron.
La ropa, colocada encima sin planchar, pero perfectamente doblada, parecía haber sido puesta por alguien con una larga experiencia en el Ejército, una persona para quien la ordenada pulcritud de un cajón es su segunda naturaleza. Ropa de buena calidad, cuidadosamente guardada con sumo cuidado, muy remendada y terriblemente gastada por los continuos lavados y el largo uso en un entorno hostil. Calzoncillos de algodón, camisas de lana, un pesado jersey de marinero gastado en los codos, gruesos calcetines de lana con los talones casi transparentes.
El revólver de reglamento era de antes de la revolución; un «Nagant», modelo de repetición para oficiales, de 7,62 mm, diseño de 1895. Estaba bien engrasado y con la carga completa. Por algunas de sus características, Szara llegó a la conclusión de que el arma había tenido una vida larga y muy activa. Faltaba la anilla de la base de la culata y la superficie aparecía limada; el metal en los ángulos de los bordes, en la boca del cañón, en el tambor, en el mismo gatillo, era plateado y suave. Una mirada al cañón lo mostró inmaculado, limpiado, no con el habitual polvo de ladrillo (una obsesión casi religiosa —además de ruinosa— de la Infantería campesina de la Gran Guerra), sino con un cepillo de manufactura británica que estaba allí al lado, envuelto en un trozo de papel. Pero no en uno de periódico, porque eso descubre dónde has estado y en qué fecha. De papel sin más. Un hombre precavido.
Los libros también eran de la época anterior a la revolución, el más reciente fechado en 1915; y Szara los manejó con reverencia, porque eran de los que ya no se encuentran. Los bellos ensayos de Dobrilov sobre las heredades nobles; Poemas de la Cosecha, de Ivan Krug; los cuentos de viaje al país de los jivanis, de Gletjin; Pushkin, por supuesto, y Cartas de un pueblo lejano, de un tal Chumensky, de quien Szara nunca había oído hablar. Eran compañeros de viaje, libros para ser leídos una y otra vez, libros para un hombre que vivió en lugares donde era imposible encontrar libros. Szara los ojeó con ansiedad, en busca de alguna anotación, siquiera un párrafo subrayado; pero, tal como había temido, no encontró ninguna señal.
Aunque lo más curioso de todo lo ofrecido por la maleta abierta era su olor. Szara no pudo descifrarlo, a pesar de que acercó el jersey a su rostro para olfatearlo. Sintió algo rancio, humo de leña, un olor dulzón de animal de carga y algo más, quizás especias, clavo o cardamomo, evocación de un mercado del Asia central. Era un aroma que había estado allí desde hacía tiempo, porque había impregnado los libros, la ropa y hasta el cuero de la maleta. ¿Por qué? Quizá para hacer más apetitosa la mala comida; tal vez para añadir un ingrediente de civilización a la vida en general. No llegó a ninguna conclusión sobre ese punto.
Szara conocía lo suficiente de las prácticas del espionaje para saber que la cronología lo significaba todo. «Que Dios proteja y guarde al zar» al final de una carta, significaba una cosa en 1916, y otra muy diferente en 1918. En cuanto al tiempo del «oficial» —así empezó a llamarlo Szara—, entre las cosas de la maleta había un mapa austriaco del mar Caspio fechado en 1919. Por supuesto, la cartografía era anterior (faltaban los nombres honoríficos de los bolcheviques), pero la fecha de impresión sirvió para que Szara escribiera en un papel de notas del hotel: «Vivo todavía en 1919». Luego volvió a mirar la etiqueta de equipaje y anotó: «Probable fecha terminal, 8 de febrero de 1935». Una data curiosa, apenas dos meses y unos pocos días después del asesinato de Sergei Kirov —que inauguró la primera ronda de purgas bajo Yagoda—, en el Instituto Smolny de San Petersburgo, el 1 de diciembre de 1934.
¿Una fecha terminal? Sí —pensó Szara—, este hombre ha muerto.
Lo sabía, así de sencillo. E intuyó que mucho antes de 1935. Ignoraba cómo, pero otra mano recuperó la maleta y la llevó aquel invierno a la consigna de una lejana estación de ferrocarril en Praga. Claro que cabían otras muchas posibilidades, mas Szara sospechaba que una vida transcurrida en la extremidad meridional del imperio soviético había tenido su fin allí. El Ejército rojo sofocó la rebelión de los pashas en 1923. Si el oficial, quizás un asesor de uno de los jefes locales, hubiese sobrevivido a esas guerras, no habría abandonado la región. No había nada de Europa que no se hubiera guardado alguna noche —calculó— de 1920.
El hecho de que la misma maleta siguiera «con vida» era una especie de milagro, aunque Szara advirtió una posibilidad más concreta: una costura en el forro del fondo. No la había hecho la misma mano que había cosido el resto de la maleta con tanta perfección y pericia. A pesar del intento hecho de imitarla lo mejor posible, con hebra encerada en forma de cruz apuntando las esquinas. Así que el oficial llevaba algo más que libros y ropa. Szara recordó lo que Renate Braun le había dicho en el vestíbulo del hotel de Jelidza: «Es para ti». No los viejos mapas, los libros y la ropa, por supuesto. Ni la pistola «Nagant». Lo que ahora era «suyo» estaba en un compartimiento secreto, debajo del falso fondo de la maleta.
Llamó al conserje y pidió que le subieran una botella de vodka. Pensó que le esperaba una larga y difícil noche; la ciudad de Praga tenía poco que ofrecer y el fallido intento del oficial de sobrevivir a la historia no mejoraba las cosas. Szara supuso que había sido un soldado leal al servicio del zar, y, por tanto, un fugitivo tras la revolución de 1917. Acaso luchó junto a los blancos durante la guerra civil. Luego la huida, siempre al sudeste, hacia el centro de Asia, a medida que el Ejército Rojo avanzaba. La historia de esa región en aquella época fue peor que cualquier otra que Szara recordara, los basmachis, bandidos saqueadores de la región; el barón Ungam-Stemberg, sádico y loco; el General Ma y su ejército musulmán…; violaciones, asesinatos, pillaje, prisioneros arrojados a las calderas de las locomotoras para que murieran abrasados por el vapor. Sospechó que ese hombre, que llevaba una pequeña biblioteca civilizada consigo y zurcía cuidadosamente los codos de su jersey, habría muerto uno de aquellos años en alguna pequeña escaramuza que nadie recordaba. Hubo tiempos en que la mejor solución era una bala perdida. Szara pensó que aquello era lo mejor que pudo pasarle al oficial.
El vodka hizo su efecto. Szara se animó con una canción, mientras sacaba su navaja de afeitar para cortar las gruesas bandas de hilo entrecruzado. El oficial no había sido ningún tonto. ¿Pero a quién quiso engañar con ese artificio, demasiado evidente, del doble fondo?, se preguntó Szara. Quizás al más estúpido guardia fronterizo o al más obtuso de los aduaneros. En los talleres del NKVD se hacían esas cosas bastante bien, dejaban sólo el mínimo resquicio para documentos secretos y lo simulaban de tal manera que el doble fondo pasaba inadvertido. Por otro lado, tal vez el oficial hizo lo que pudo, echó mano del único escondite posible y se encomendó a Dios y al diablo. Sí, Szara lo comprendía cada vez mejor; las esquinas cosidas revelaban una especie de determinación que respondía a unas circunstancias desesperadas, una virtud que Szara apreciaba por encima de las demás. Cuando terminó de cortar la última esquina, tuvo que ayudarse de las uñas para levantar la tapa de cuero.
¿Qué había esperado encontrar? Esto, desde luego, no. Un grueso montón de papeles grisáceos, raídos por los bordes, llenos de una escrupulosa escritura a pluma con frases rebuscadas en ruso, la poesía de los burócratas. Era papel oficial, con una burda cabecera impresa que anunciaba su procedencia de la Oficina de Información, Tercera Sección, Departamento de Protección del Estado (Ojrannoye, Otdyelyenye), Ministerio del Interior, Distrito Transcaucásico, con la dirección de una calle en Tbilisi —la ciudad de Tiflis, en Georgia—.
Una lenta y malhumorada decepción fue embargando a Szara. Se dirigió hacia la ventana con la botella de vodka en la mano y contempló la lenta salida de la estación de un tren de mercancías, entrechocando ruidosamente los topes a medida que los vagones se movían. El oficial no era un coronel aristócrata, ni siquiera un capitán de Caballería, sino un policía de a pie; sin duda, una ruedecilla en el vasto mecanismo de la incompetente Policía secreta del zar, la Ojrana, y el haz de miseria que tenía sobre el escritorio de una habitación de hotel representaba, en apariencia, una sucesión de casos, anotaciones de agents provocateurs, pagos a pequeños confidentes y descripciones físicas solemnes de los trabajadores del partido Social Revolucionario en los primeros días del siglo. Ya había visto ese tipo de informes alguna vez. Un material que destrozaba el alma; la Humanidad vista a través de una ventana a la débil luz de un farol de la calle, triste, mezquina y obsesionada por conspiraciones sin fin. Al pensar en aquello, sintió ganas de retirarse al campo con una vaca lechera y una plantación de verduras.
Así que no era un oficial militar, sino un funcionario de la Policía. Pobre hombre, había transportado aquel catálogo de pequeñas mentiras a través de montañas y desiertos, tal vez convencido de su valor si la contrarrevolución hubiese triunfado, y un vástago superviviente de los Romanov se hubiera vuelto a sentar en el trono de todas las Rusias. Szara, con más pesadumbre que ira, compensó su frustrada imaginación con dos tragos de la botella de vodka. Una criatura de papel, pensó. Un uniforme con un hombre dentro.
Volvió al escritorio y enfocó la luz del flexo. La organización Messame Dassy (Tercer Grupo) había sido fundada en 1893, de origen y propósito socialdemócratas, opuesta en lo político a Meori Dassy (Segundo Grupo) —Szara encontraba grotesca tales distinciones—, y se dio a conocer mediante panfletos y con el periódico Kvali (El Surco). Entre los dirigentes más conocidos de la organización estuvieron N. K. Jordania, K. K. Muridze y G. M. Tseretelli. El confidente DUBOK (significaba «roble pequeño», y se aplicaba a cualquier clase de insignificancia) se enroló y empezó su actividad en 1898, a la edad de diecinueve años.
Szara repasó el montón de papeles. De vez en cuando se detenía en resúmenes de interrogatorios, en informes, en los cambios de escritura cuando otros funcionarios habían añadido anotaciones, en recibos de pagos a confidentes firmados con nombre supuesto (no asignado, como DUBOK; ellos nunca conocían éste, sólo el Jefe del Expediente lo sabía), cambios en los tipos de letra cuando el caso duraba años y los informes se enviaban desde el Distrito a la Región y de ésta hasta la oficina central, al ministro, al zar y quien sabe si al mismo Dios.
Szara sintió el latido de sus sienes.
¡Lo tenía merecido! Por todos los santos, ¿qué había esperado? ¿Francos suizos? Quizá, muy en el fondo, fue lo que pensó encontrar. O unos pasaportes de aquéllos tan exquisitamente impresos para todo uso, y para viajar a cualquier parte. ¡Idiota! ¿Tal vez monedas de oro? ¿Rubíes fundidos como en los cuentos infantiles? ¿O una única rosa aplastada, cuya última y evanescente fragancia sería apenas perceptible?
Sí, sí, sí. Cualquier cosa de ésas. Su mirada descendió triste a la falsa tapa, caída en el suelo, entre un revoltijo de hilos cortados. Había aprendido a coser en Odesa, pero aquélla no era la clase de tarea que él podía hacer. ¿Cómo iba a dejar aquello como estaba antes? ¿Tal vez pidiendo ayuda a la costurera del hotel? El huésped de la habitación 35 solicita que se vuelva a coser el doble fondo de su maleta; date prisa, mujer, ¡que tiene que pasar la frontera polaca esta noche! Víctima de su imaginación extraviada, Szara maldijo e imploró mentalmente al apparat, como si invocara a los malos espíritus. Hubiera querido que Heshel, con su sonrisita triste, o Renate Braun, con su bolso lleno de llaves maestras, o cualquiera de los otros, de formas grises o fríos ojos de intelectual…, que alguien acudiera y se llevara aquella trapacería antes de que él mismo la tirara por la ventana.
En realidad, ¿dónde se han metido?
Miró la parte inferior de la puerta, esperando que en aquel preciso instante deslizaran una hoja de papel por allí, pero todo lo que vio fue una alfombra raída. Le pareció que el silencio invadía todo de pronto, y un nuevo trago de vodka no varió aquella sensación.
Desesperado, hizo a un lado el papel en el que había estado escribiendo y en su lugar puso hojas con el membrete del hotel que sacó del cajón del escritorio. Si en el análisis final, el funcionario no merecía esta tormenta de vodka en su situación emocional, la angustiada gente de Praga sí que la merecía.
Era media noche cuando terminó, y le dolía la espalda como a un condenado. Pero estaba hecho. Ya se orientaría el lector por sí mismo; su calle, su gente, su nación. Mientras que la histeria y la pesadilla estaban donde debían, justo al otro lado del horizonte, más presentidas que vistas. Para equilibrar un relato sobre «el pueblo» tuvo que hacer otro sobre «el ministro»; cita de Benes, cita del general Vlasy, algún dicho ruin de Henlein, y la visión resultante —puesto que el país había creado una democracia parlamentaria en 1918, y no daba muestras de anhelar un régimen socialista— sería de utilidad a los intereses diplomáticos soviéticos a causa de sus fervientes ideas contrarias a Hitler. Eso no iba a crear problemas. Podía pasar revista a los Ministerios con un ojo cerrado y el lápiz en la oreja y hubiera sido lo mismo. Los políticos eran como perros parlantes de circo; el hecho de que existieran raramente ofrecía interés, pero ninguna persona en su sano juicio creería de verdad lo que decían.
Luego, como siempre que acababa de escribir algo de su agrado, tuvo la impresión de que la habitación se empequeñecía. Se metió algo de dinero en el bolsillo, ajustó su corbata, se puso la chaqueta y salió casi huyendo. Intentó pasear, pero el viento que soplaba procedente de Polonia era desagradable y el aire olía a invierno, así que paró un taxi y dio la dirección del «Luxuria», un nachtlokal o cabaret donde la atmósfera era fétida, y la clientela aún peor, el marco exacto que su estado de ánimo necesitaba.
No quedó decepcionado. Sentado solo a una mesa pequeña, una copa de champán insípido junto al codo, fumó sin parar y se perdió en la niebla estúpida del lugar, a gusto debajo de una silueta recortada en papel amarillo, cosida a una cortina de terciopelo, que representaba la luna de «Luxuria», una fina rodaja, una vieja luna útil para las noches en que no importaba nada.
Momo Tsipler y sus Compañeros del «Wienerwald».
Cinco, entre ellos el más viejo cellista en cautividad, un batería de mirada mortecina llamado Rex y el propio Momo, una de esas oscuras celebridades surgidas de las sombras al este del Rin, un austrohúngaro vestido de esmoquin verde, con una voz llena de lágrimas que ni él ni nadie había derramado jamás.
«Noch einmal al Abscheid dein Händchen mir gib», cantó Momo mientras el cello suspiraba. «Dame otra vez tu mano al despedirme». Szara se sentía exultante de alegría por dentro, el horrible jarabe era delicioso, un chiste malo de sí mismo, un himno desentonado al amor vienés. El título de la canción, perfecto: Hay cosas que todos debemos olvidar. El violinista tenía el cabello blanco y esponjoso, partido en dos bandas, y sonreía como el mismo demonio mientras tocaba.
Luego, los Compañeros del «Wienerwald» atacaron una especie de «elefante borracho», el tema de la atracción estelar de la noche y el enorme Mottel Motkevich, tambaleándose bajo el foco de luz al son de una serie rítmica de la batería, empezó su famoso monólogo. Nada más empezar, contó su historia:
—Acabo de despertarme en la cama de la criada con la resaca más grande del mundo, y alguien me ha metido a empujones en el escenario de una sala de fiestas de Praga. ¿Qué es lo que hago yo aquí? ¿Y qué hacen ustedes ahí?
Su fláccido rostro sudaba bajo las luces rojas (durante veinte años tuvo el aspecto del que va a morir a la semana siguiente). Luego se puso una mano sobre los ojos a modo de visera, y miró alrededor de la sala. Lentamente se daba cuenta de dónde estaba. Sabía qué clase de cerdos habían acudido al local aquella noche; ah, sí, los conocía muy bien a todos. «Ja» —decía, confirmando lo peor, con los gruesos labios fruncidos en un gesto de desaprobación.
Empezó a mover la cabeza, cada vez más convencido de su observación: borrachines y pervertidos, disolutos y depravados. Se puso las manos sobre las anchas caderas y miró fijamente a un coronel yugoslavo acompañado por una muchacha, muy pintada y con un adorno que ceñía su cabeza, rematado por una pluma.
—Ja —dijo Mottel Motkevich—. No hay duda sobre vosotros dos.
Luego dijo lo mismo a un par de lindos ingleses en pantalón corto, y a un capitán, sorprendido en el acto de manosear a una especie de lechera quinceañera que estaba a su lado.
—Pero, Mottel, ¿por qué no? —se oyó a alguien desde el fondo.
De inmediato, el público empezó a dirigirse con gritos al comediante en una mezcla de idiomas europeos.
—¿No está bien?
—¿Por qué no podemos?
—¿Qué es lo que te parece tan mal?
El obeso actor retrocedió, agarró la cortina de terciopelo con una mano, los ojos y la boca abiertos en un gesto de asombro.
—¿Ja? ¿Queréis decir que está bien después de todo? ¿Hacer toda clase de cosas que todos sabemos y algunas que ni siquiera hemos imaginado?
Entonces llegó el gran momento del público.
—¡Ja! —gritaron todos una y otra vez. Hasta los camareros se les unieron.
El pobre Mottel se derrumbó ante la avalancha. Un mundo al que él creía amar, de orden y rectitud, se había hecho trizas delante de sus ojos, y ahora la verdad se le mostraba al desnudo. Con pesar dijo adiós a todas aquellas antiguallas sin sentido.
—Ja, ja —admitió con tristeza—. Así ha sido siempre, así será siempre; así, así en particular será esta noche.
Nada más decirlo, algo atrajo su atención; algo que ocurría detrás de la cortina, a su derecha. Sus ojos brillaron como los de un sátiro enloquecido de amor, dirigió al público un jaaa final que le salió de muy adentro, y desapareció de repente del escenario. Los Compañeros empezaron a tocar una melodía circense y las cebras salieron de detrás de la cortina, retozaban y relinchaban, mientras alzaban al aire sus pequeñas pezuñas delanteras.
En realidad eran muchachas desnudas, con máscaras de cebra de papier-mâché. Hicieron cabriolas y se contonearon entre las mesas; de vez en cuando se detenían para ofrecer sus nalgas a los clientes y luego huir de ellos con un salto. Después de unos pocos minutos salieron galopando por los laterales. Los Compañeros iniciaron un vals lento y las bailarinas reaparecieron, sin máscaras y vestidas, como Animierdamen que tenían que coquetear con los clientes, sentarse en sus rodillas y divertirlos para que compraran el champán por botellas.
Szara se sentía muy melancólico, y su cabello, de un tono negro lustroso, le daba un aspecto siniestro.
—¿A que no adivinas qué cebra era yo? ¡Estaba muy cerca de ti!
Más tarde se fue con ella. A una habitación escondida en lo alto de una casa gélida, donde había que subir escaleras, bajarlas, cruzar dos patios llenos de gatos y, por último, volver a subir, pasar revueltas y corredores a oscuras, hasta llegar a un pasillo bajo que limitaba con el tejado.
Él la llamó «cebra»; facilitaba las cosas. Dudó si era el primero en darle ese nombre, porque pareció sentirse bastante cómoda con él. Galopó, relinchó y meneó su blanca barriguda, todo para Szara.
Volvió a recuperar el ánimo, por fin había encontrado una isla de placer en medio del mar de sus preocupaciones. Sabía que habría quienes encontraran lamentable y mezquino semejante deporte; pero ¿qué sabían?, ¿qué les aguardaba a ellos al otro lado de la puerta?
La Cebra tenía una radio pequeña, de sintonía fija, con una emisora que transmitía durante toda la noche, discos rayados de Schuman y de Chopin desde alguna parte de la oscura Europa Central, donde el insomnio se había convertido en algo parecido a una religión.
Con esa compañía hicieron grandes progresos, y se regocijaron fingiéndose sorprendidos por haber caído en aguas tan profundas, donde todo servía para nada. «¿Ah sí?», gritaba la Cebra, como si aquello fuese una diversión nueva y complicada, nunca antes intentada en las habitaciones secretas de estas ciudades; como si el atrevimiento de entregarse a los mismos juegos del diablo pudiese ocultar lo que ellos sabían, por cualquier oscuro presentimiento, que él quería entregarse a todo tipo de juegos.
Al final, acalorados y rendidos, se quedaron medio dormidos en la habitación llena de humo, mientras la radio carraspeaba, se iba y venía, algunas veces cuchicheando palabras en idiomas desconocidos.
Los dirigentes del jvost georgiano del NKVD solían reunirse los domingos por la mañana, durante una hora o dos, en el apartamento de Alexei Agayan, en la calle Tverskaya. Beria nunca asistía —él era, en cierto sentido, la conspiración de uno—, pero hacía llegar sus deseos a través de Dershani, Agayan o algún otro del grupo. Lo normal era que sólo acudieran los funcionarios con destino en Moscú, aunque los camaradas de las repúblicas del sudeste pasaban por allí de vez en cuando.
Se reunieron a las once y treinta de la mañana del 21 de noviembre, en la cocina de Agayan, amplia, destartalada y muy caliente. Agayan, un hombre bajo, de piel oscura, una gruesa cabeza de rizado cabello gris y bigote desordenado, llevaba una vieja chaqueta de punto, acorde con el ambiente informal. Ismailov, un turco rusificado, y Dzajalev, un oseta —la tribu de lengua farsi al norte del Cáucaso, de donde se decía que era la madre de Stalin— llegaron con los ojos enrojecidos y un poco irritados por los excesos de la noche del sábado. Terounian, de la ciudad de Yerevan, en Armenia, ofreció un saquito de arpillera con peras maduras traídas a Moscú por su primo, un maquinista de tren. Stasia, la joven esposa rusa de Agayan, las puso sobre la mesa, al lado de unos cuencos llenos de almendras saladas y dulces, piñones y una fuente de uvas de Esmirna. La mujer de Agayan también sirvió, mientras duró la reunión, una interminable sucesión de diminutas tazas de café turco, sekerli, la variedad más dulce. Dershani, georgiano, el más importante entre sus iguales, fue también el último en llegar. Esas tradiciones tenían gran importancia en el jvost, y se respetaban escrupulosamente.
Era como cualquier reunión típica, semejante a la de los cafés de Bakú o de Tashkent. Se sentaron en mangas de camisa; fumaron, comieron y bebieron el café, mientras aguardaban el turno para hablar —en ruso, el único idioma en común— respetándose entre ellos y con gran sentido del ceremonial. Importaba que lo que se dijera, eso estaba claro, quedara entre ellos.
Agayan, bizqueando por el humo del cigarrillo que mantenía en el centro de los labios, habló con expresión solemne de camaradas desaparecidos en las purgas. Los yidzh ucranianos y polacos —admitió— se estaban llevando la peor parte, pero muchos georgianos y armenios, y sus aliados en todas partes (algunos yidzh suyos, por esa razón), también habían desaparecido en la Lubyanka y el Lefortovo. Agayan pareció apesadumbrado cuando terminó su parlamento, y ése fue todo el elogio que muchos de ellos merecieron.
—Yo me pregunto… —empezó Dzakhalev.
—Es lo que él quiere. —El encogimiento de hombros de Agayan resultó bastante elocuente—. En lo que a mí se refiere, nadie me ha consultado.
El innombrado él de estas conversaciones era Stalin siempre.
—Aun así —insistió Dzakhalev—, Yassim Ferimovich era un funcionario ejemplar.
—Y leal —añadió Terounian, de treinta y cinco años, el más joven del grupo con mucha diferencia.
Agayan encendió otro cigarrillo con la colilla del anterior.
—Sin embargo —dijo.
—¿Os habéis enterado de lo que él dijo a Yezhov en materia de interrogatorios? «Golpea, golpea y golpea». —Terounian hizo una pausa para que el significado de la frase quedara en el aire y todos entendieran lo que quería decir—. De esa manera, cualquiera admitirá lo que sea, hasta dirá el nombre de su propia madre.
—Y el de las demás también —dijo Ismailov.
Dershani levantó su mano derecha unos centímetros por encima de la mesa; el gesto significaba basta, e hizo callar en seguida a Ismailov. Dershani tenía rostro de halcón —nariz curvada, ojos brillantes pero sin vida, labios delgados, frente elevada—, y el cabello gris desde su juventud, algunos decían que había encanecido en una noche, cuando fue condenado a muerte. Pero vivió. Y cambió. Se había convertido en algo que no era humano del todo. Especializado en obtener confesiones, con una mano de la que se rumoreaba que sabía sujetar «bien fuerte las tenazas». Era evidente que el tono de Ismailov no le había gustado.
—Su pensamiento es insondable —dijo Dershani—. Nosotros no estamos en situación de entenderlo, no estamos en situación de hacer comentarios. —Se detuvo un momento para beber su café y permitir así que la atmósfera de la sala subiera a su nivel; después cogió algunos piñones—. Son deliciosos —dijo—. Si miráis nuestra historia, la de nuestro servicio, quiero decir, veréis que su mano ha cogido el timón justo en el momento crucial. Empecemos con Dzerskinsky, un polaco de origen aristocrático de Vilna. Católico por su nacimiento, a edad temprana muestra su afecto por los judíos. Llega a hablar yiddish a la perfección, su primera amante es la hermana de su mejor amigo, una tal Julia Goldman, que muere de tuberculosis en Suiza, donde él la había llevado a un sanatorio. Para aliviar su dolor, tiene un asunto amoroso con una camarada llamada Sabina Fenstein. Más adelante se casa con una judía polaca, de la Inteligencia de Varsovia, de nombre Sophie Mushkat. Su lugarteniente, el hombre en quien confiaba, es Unshlikht, también judío polaco, también intelectual, de Mlawa.
»Cuando Dzerskinsky muere, su otro hombre de confianza, Menzhinsky, ocupa su lugar. No es judío, pero sí artiste. Un hombre que habla chino, persa, japonés y doce idiomas más y que, mientras trabajaba para nosotros en París, es poeta un día, otro es pintor, y va por ahí con pijamas de seda, fuma cigarrillos perfumados en boquilla de marfil, y es figura destacada de un… un salón. Muere Lenin. Este joven Estado, con problemas, gravemente amenazado, se entrega confiado a nuestro líder, y él acepta la pesada carga sobre sus hombros. Sólo pretende continuar la tarea de Lenin; pero, en 1934, el círculo troskista empieza a adquirir poder. Hay que hacer algo. Sigue la línea de Lenin y se apoya en Yagoda, un judío polaco de Lodz, un envenenador, que elimina al escritor Gorki por medios naturales en apariencia. Pero es demasiado listo, sigue su propio criterio, y en 1936 ya no es la persona apropiada para el puesto.
»¿A quién elegir entonces? Quizá la respuesta sea el enano, Yezhov, al que llaman familiarmente “la zarzamora”, y el mote lo dice todo. Pero no es mejor que el otro; esta vez no se trata de un judío, sino de un verdadero loco, y además malicioso, como un niño de los suburbios que unta la cola de los gatos con parafina para luego prenderles fuego.
Dershani se detuvo con aire de cansancio. Tamborileó con los dedos en la mesa de la cocina y miró a la esposa de Agayan, de pie junto a la estufa al fondo de la habitación, que de inmediato le llevó otra taza de café.
—Dinos, Efim Aleksandrovich, ¿qué pasa luego? —Ismailov declaraba así su merecido castigo, y buscaba el simbólico perdón de Dershani por su momentánea ligereza.
Dershani cerró los ojos educadamente mientras sorbía su café y se chupó los labios con gesto delicado como muestra de su aprecio.
—Stasia Marievna, eres una joya.
La mujer bajó la cabeza en silencio para agradecer el cumplido.
—Evoluciona, evoluciona —dijo Dershani—. Es una bella historia, después de todo, y guiada por un genio. Pero tiene que moverse a la velocidad adecuada, algunos asuntos han de resolverse por sí solos. Y, os lo digo en confianza, hay muchas consideraciones que se nos escapan. No se puede barrer a todos estos yidzh de Polonia. Semejante limpieza, sin entrar en su conveniencia, atraería una atención indeseada; por ejemplo, podría alejarnos de los judíos de América, que son unos grandes idealistas y hacen nuestro trabajo en su país. Por eso, los rusos y los ucranianos, sí, y hasta los georgianos y armenios, deben abandonar la escena junto a los otros. Esto es necesidad, necesidad histórica, una estratagema digna de Lenin.
—Entonces, dinos, Efim Aleksandrovich —preguntó Agayan, consciente de seguir la frase de Ismailov—, ¿y si hoy no tuviéramos ya el privilegio de escuchar las opiniones de nuestro camarada de Tbilisi?
Se refería a Laurenti Pavlovich Beria, a la sazón primer secretario del Partido comunista de Georgia, y con anterioridad jefe del NKVD en aquella región. Lo ligeramente incisivo de la pregunta quizá significase que Dershani no debiera llamar joya a su esposa delante de los colegas.
Dershani sólo retrocedió un paso.
—Laurenti Pavlovich pudiera no estar en desacuerdo con lo que os digo. Los dos creemos, y puedo asegurarlo, que ganaremos esta batalla, aunque necesitaremos prepararlo todo si queremos que esto ocurra. Sin embargo, lo más importante es que percibamos sus deseos, los suyos, y que, de acuerdo con ellos, tomemos todas las medidas oportunas posibles.
Aquello despejaba un poco el horizonte. Agayan golpeó el plato con la taza y su esposa le sirvió otro café. Dershani había dicho todas las medidas oportunas posibles, y ahora se trataba de que Agayan indicara cuáles tenían que ser. Una vez decididas, las pondrían en práctica.
Dershani miró su reloj. Agayan aprovechó esa oportunidad.
—Por favor, Efim Aleksandrovich, no vayas a desatender por nuestra culpa tus deberes en otra parte.
—No, no —contestó Dershani condescendiente—. Sólo me preguntaba qué ha sido de Grigory Petrovich. Tenía que haber venido esta mañana.
—¿Te refieres a Jelidze? —preguntó Ismailov.
—Sí.
—Iré a su casa —dijo Agayan, mientras se levantaba con rapidez, contento por la interrupción—. Su esposa sabrá donde encontrarlo.
—No lo creo —murmuró Dzajalev con una breve risita.
El lunes por la mañana, envuelto en una niebla fina y húmeda, Szara caminó por las calles de Praga, más grises de lo acostumbrado, para llegar pronto al SovPressBuro, que se ocupaba de todos los periódicos soviéticos y transmitiría la historia que había escrito el sábado por la noche. Le había costado más de veintiocho intentos encontrar un título que le pareciera apropiado. Su instinto le había llevado primero por un camino marcado con la señal «Praga, ciudad…». Primero probó «en peligro», «de pesadumbre», «a la espera», «desesperada» y, por último, furioso por no encontrar el término exacto, «en Checoslovaquia».
A punto de perder la paciencia, el casi literal «Silencio en Praga» se llevó la palma, un título que, en su reflejo, devolvía el mensaje contenido a lo largo de todo el trabajo. Para los que leyeran con la comprensión bien despierta, el melodramático encabezamiento implicaría una alteración de la preposición, de manera que el mensaje sería más incisivo y auténtico entendiendo el silencio sobre Praga. No el silencio angustioso de una ciudad sitiada en el aspecto político, sino el silencio cobarde de los dirigentes europeos; un silencio lleno de intimidaciones diplomáticas que nadie tomaba en serio; un silencio que se rompería sólo con el lenguaje de los tanques cuando, puestos en marcha en columnas acorazadas, se dirigieran hacia las fronteras con Alemania.
De hecho, había otra zona de silencio con respecto a Praga: al este de Checoslovaquia, donde la alianza franco-soviética especificaba que la Unión Soviética acudiría en ayuda de Checoslovaquia si Hitler la atacaba, pero sólo después de que Francia interviniese. De esta manera, los rusos se habían situado tras las promesas de un régimen que en París buscaba el compromiso a toda costa, y que, una y otra vez oscilaba entre el escándalo y la catástrofe. Sí, el Ejército Rojo había sido desmantelado en las sangrientas purgas de junio de 1937, pero era lamentable, pensó Szara, que los checos pagaran factura.
Y además había, aunque Szara lo ignoraba, otros silencios que habrían de producirse.
La empleada de la oficina de Prensa cercana al puente Jiraskuv, una severa matrona de senos prominentes, con mechones de cabello gris, leyó «Silencio en Praga» sentada delante de su máquina de escribir.
—Sí, camarada Szara —suspiró—, aquí dices la verdad, esto es exactamente lo que se siente en la ciudad.
Él aceptó el cumplido y el algo más que admiración de los ojos femeninos con palabras masculladas entre dientes. No quería que ella supiera cuánto significaba su alabanza para él. Dio por aceptado el artículo y luego paseó por las calles cercanas al Valtava, y contempló las barcazas que remontaban el río teñido por el acero de noviembre.
Szara regresó a la oficina de Prensa el martes por la mañana con la intención de cablegrafiar a Moscú diciendo que quería trasladarse a París. Siempre había algo que contar de París, y necesitaba con auténtica desesperación respirar el curativo aire malsano de aquella ciudad. Pero lo que se encontró, nada más traspasar la puerta, fue la condolida mirada maternal de la matrona empleada que se hallaba al cargo de las transmisiones.
—Hay un mensaje para el camarada —le dijo mientras movía la cabeza con simpatía, y le alargó un telegrama que había llegado de Moscú una hora antes.
IMPOSIBLE ACEPTAR SILENCIO/PRAGA EN PRESENTE FORMA STOP PARA EL 25 NOVIEMBRE ELABORA INFORMACIÓN PERFIL PRÓSPERO INDUSTRIAL DOCTOR JULIUS BAUMANN, SALZBRUNNER 8, BERLÍN STOP ENTREGA TODO MATERIAL DIRECTAMENTE SUPERVISOR SOVPRES BERLÍN STOP FIRMADO NEZHENKO.
Vio que la empleada estaba esperando que explotara; pero él, una vez más, supo dominar sus emociones. Se dijo a sí mismo que era una persona adulta, y los cambios en la línea del partido no resultaban nuevos para él. Su éxito como corresponsal y la considerable libertad de que gozaba se basaban por igual en su capacidad y en su sensibilidad para saber lo que se podía escribir o no en un momento dado. Estaba enfadado consigo mismo por haberse equivocado; sin embargo, algo se cocía en Moscú, y no era el momento de indignarse, sino de entender que el desarrollo de los acontecimientos políticos excluía aquella historia sobre Praga. Hizo un gesto de asentimiento con la cabeza para tranquilizar a la empleada: un trabajador del periodismo soviético acepta la crítica y sigue adelante en la construcción del socialismo. Sí, había una papelera rebosante a sus pies, y, sí, tentado estuvo de darle una fuerte patada que la hubiera enviado de un salto contra la pared; pero no, él no podía hacer eso.
—Entonces habrá que ir a Berlín —dijo con toda la calma.
Dobló el telegrama y lo guardó en el bolsillo de la chaqueta, después dijo adiós a la empleada, esbozó una abierta sonrisa y se marchó. Cerró la puerta tras de sí con tal suavidad que no hizo el menor ruido.
Como le quedaba tiempo aquella noche hasta la salida del expreso de Berlín, decidió tomarse un bocadillo y un café en la cantina de la estación. Vio un grupo de hombres alrededor de una radio, en un rincón de la sala, y se acercó para escuchar lo que tanto les interesaba. Era, como había supuesto, un discurso político, pero no en checo, sino en alemán. Szara reconoció la voz de inmediato: Adolf Hitler había nacido para hablar ante los micrófonos. Para empezar, era un brillante orador y, de alguna manera, la dinámica de la transmisión radiofónica, estática y el ligero siseo del silencio añadían poderío a su voz. Hitler cautivaba a su audiencia, la arrastraba inadvertidamente hasta un punto dramático, y luego la hería en lo más vivo. La audiencia, decenas de miles por lo que se escuchaba, vitoreaba hasta la afonía, arrebatada por el éxtasis político, dispuesta a morir al instante por el honor alemán.
Szara permaneció de pie cerca del grupo mientras escuchaba, sin expresar la menor reacción, ignorando a propósito la desagradable mirada de advertencia que uno de los checos arremolinados alrededor de la radio le había dirigido —¿de Eslovaquia?, ¿de los Sudetes alemanes?—. La voz, puesta al servicio de la conclusión, sonaba sincera y razonable al comienzo:
Por tanto, el objetivo final de nuestro Partido en pleno está perfectamente claro para todos nosotros. Lo único que siempre me preocupa es no dar un paso del que deba arrepentirme luego, y no dar un solo paso que pueda causamos daño.
Os digo que yo voy siempre hasta el límite del riesgo, pero nunca más allá. Para eso necesitáis tener una nariz [risas; Szara podía imaginar el gesto], una nariz para olfatear, más o menos, el «¿qué puedo hacer todavía?». Entonces, en una lucha frente al enemigo, yo no desafío a un enemigo respaldado por una fuerza combativa, no le digo «¡Lucha!» porque yo quiera luchar. En lugar de eso, yo le digo «¡Voy a destruirte!» [aquí una oleada de voces, pero Hitler siguió por encima del tumulto]. Y ahora, Sabiduría, ven en mi ayuda. Ayúdame para acorralarte en un rincón y que no puedas defenderte. Y luego viene el golpe definitivo, en mitad del corazón. ¡Ésa es la manera!
La multitud aclamó con entusiasmo y Szara sintió que se le helaba la sangre. Cuando se volvía para retirarse, se produjo un confuso movimiento a su derecha, el lado que explotó en su cabeza, y luego se vio tendido en las mugrientas losetas del suelo. Miró hacia arriba y vio un hombre con el gesto crispado, la parte superior del cuerpo tensa como un resorte, el puño derecho amenazante tras el hombro, dispuesto a golpear por segunda vez. El hombre habló en alemán.
—¡Judío de mierda! —exclamó.
Szara empezó a levantarse, pero el otro dio un paso hacia delante, así que se quedó como estaba, apoyado en manos y rodillas. Miró a su alrededor; la gente comía sopa, soplando en las cucharas antes de sorberla. En la radio, la voz de una comentarista sonó mesurada y seria. Los demás hombres apostados junto a la radio no miraban, sólo el hombre con el puño levantado —joven, corriente, sencillo, con un traje barato y una llamativa corbata—. La postura de Szara pareció apaciguarlo, y terminó por acercarse una silla y sentarse, de espaldas a él, para estar con sus amigos. Entonces dejó sobre la mesa un salero de metal junto al recipiente de la pimienta.
Szara se puso en pie poco a poco. La oreja le ardía, sentía palpitaciones en ella y zumbidos y no podía oír nada por ese lado. Tenía la visión algo confusa y parpadeó para aclararla. Mientras se alejaba, advirtió que tenía lágrimas en los ojos —físicas, físicas, se repitió a sí mismo—, pero sentía el dolor de muchas maneras, y no sabía distinguir de qué clase era.
El expreso nocturno Praga-Berlín salió de la estación central a las 9.03 de la noche, y su hora de llegada a la estación Bahnhof am Zoo de Berlín estaba fijada a las 11.51, con una sola parada en el puesto de control fronterizo de Aussig, en la orilla oriental del Elba. Szara viajó esta vez con dos maletas, la suya y la de cuero. Hacía frío en el tren, lleno de gente y de humo. En el compartimiento de Szara había dos mujeres de edad madura, que él tomó por hermanas, y dos muchachos quinceañeros, cuyos rostros, atezados por el viento, y sus pantalones cortos color caqui hablaban de un fin de semana de vacaciones escalando montañas en Checoslovaquia, donde habían permanecido hasta el martes, y ahora regresaban a su colegio de Alemania.
Szara tenía algún temor por la inspección de aduanas; pero el revólver del funcionario descansaba en el fondo del Valtava y dudaba que el expediente escrito en ruso —algo que parecería normal en su equipaje— fuera a causarle algún contratiempo. Las inspecciones en la frontera buscaban armas, explosivos, cantidades exageradas de dinero y literatura sediciosa, las herramientas de los revolucionarios. Aparte de eso, pocas cosas más interesaban a los funcionarios. Quizás estaba corriendo un pequeño riesgo, que un oficial de la Gestapo estuviera de servicio (probable) y que supiera el suficiente ruso como para reconocer lo que había escrito (muy improbable). De hecho, Szara no tenía dónde elegir: el expediente era «suyo», pero no estaba a su disposición. Más pronto o más tarde, ellos querrían saber qué se había hecho de él.
Mientras el tren atravesaba los bosques de pinos del norte de Checoslovaquia, la mano de Szara buscaba continuamente su enrojecida oreja, algo hinchada y cálida al tacto. Lo habían golpeado, al parecer con la tapa metálica de un salero agarrado en el puño. En cuanto a las otras heridas recibidas —en su corazón, en su espíritu, en su dignidad…, podía darle muchos nombres—, consiguió olvidarlas y se mantuvo en calma. No, se dijo a sí mismo una y otra vez, no tenías que replicarle. Los hombres que escuchaban la radio hubieran empeorado las cosas.
Pasó el control fronterizo de Aussig sin pena ni gloria. Poco a poco, el tren fue aumentando su velocidad, siguió un trecho junto al Elba, poco profundo y tranquilo aquel final de otoño, y pronto pasó junto a las fábricas de porcelana de Dresde, con el pardo color de sus ladrillos y las rojizas sombras de sus hornos reflejados en los cristales de las ventanillas. La vía descendió suavemente desde la meseta de Checoslovaquia hasta el nivel del mar de Alemania, campos llanos y pequeños pueblos ordenados, y, en cada uno, el farol del jefe de estación apostado en el andén.
El tren comenzó a frenar —Szara miró su reloj; eran poco más de las diez— y luego se detuvo con el largo siseo de la descompresión. Sus compañeros de compartimiento se alborotaron irritados y preguntaron «Wuss?» mientras intentaban ver algo a través de las ventanillas, pero sólo había campos de cultivo bordeados de bosques. De pronto, el revisor apareció en la puerta del compartimiento. Un anciano caballero, con una gorra demasiado grande, que se pasaba la lengua por los labios en un gesto de nerviosismo.
—¿Herr Szara?
Su mirada recorrió los pasajeros, pero sólo había un candidato posible.
—¿Sí? —contestó Szara. Y ahora, qué.
—Sería tan amable de acompañarme, sólo se trata…
No había amenaza en su voz. Szara se consideró ofendido. Luego sintió todo el peso de la burocracia ferroviaria teutónica detrás de la petición, suspiró irritado y se levantó.
—Por favor, su equipaje —insistió el revisor.
Szara obedeció y siguió al hombre a lo largo del pasillo. El interventor lo esperaba al final del vagón.
—Lo siento, Herr Szara, pero tiene que bajar aquí.
Szara se puso tenso.
—No lo haré.
—Por favor —insistió el otro, nervioso.
Por un momento, Szara observó su rostro, lleno de confusión. Al otro lado de la puerta abierta no había más que la oscuridad de los campos.
—Exijo una explicación.
El hombre miró por encima del hombro de Szara y éste volvió la cabeza. Dos hombres vestidos con traje estaban allí, al final del pasillo.
—¿Tengo que ir andando hasta Berlín? —les preguntó.
Se echó a reír, invitándoles a que consideraran lo absurdo de la situación, pero su risa sonó falsa y ridícula. El interventor trató de agarrar el codo de Szara.
—Quíteme las manos de encima.
—Tiene que bajar. —La voz del hombre sonó firme.
Se dio cuenta de que lo echarían abajo si se resistía, así que cogió su equipaje y descendió los peldaños de hierro hasta la gravilla en la que se asentaban las vías. El revisor se asomó afuera, sacó un farol rojo y lo balanceó dos veces en dirección a la locomotora. Szara se apartó del tren cuando éste empezó a moverse. Vio cómo aumentaba su velocidad a medida que pasaba junto a él una serie de rostros pálidos enmarcados por las ventanillas, después desapareció en la lejanía, dos luces rojas en la trasera del furgón de cola, cada vez más pálidas, hasta fundirse con la oscuridad.
El cambio había sido brusco, y completo. La civilización había desaparecido, sin más. Sintió un ligero viento en el rostro, la débil capa de escarcha sobre los surcos de un campo iluminada por el reflejo de la luna menguante, y el silencio punteado por la llamada de un pájaro nocturno, un canto en altibajos que sonaba muy lejano. Durante un rato permaneció de pie y tranquilo, miró la media luna que menguaba y se afilaba mientras sus confusos bordes se difuminaban en un cielo sin estrellas. Luego, desde el bosque del cercano horizonte, las luces de dos faros avanzaron con lentitud hacia un lugar a unos cuarenta metros por encima de las vías del tren. A la luz de los faros vio como la niebla se levantaba desde el suelo.
Ah. Con un suspiro cogió las dos maletas y caminó penosamente hacia las luces. A medida que sus ojos se habituaban a la oscuridad, descubrió una estrecha senda que cruzaba las vías. El general Bloch, pensó, se dedica a hacer travesuras con los ferrocarriles alemanes.
El coche llegó al cruce antes que él y se detuvo con un suave frenazo. Pensó que faltaba una contraseña, que ese encuentro tenía todas las trazas de ser una equivocación. A pesar de todo, sintió alivio. El corazón del apparat había tenido un pequeño fallo, pero ahora ya estaba recuperado y solicitaba el paquete de Praga. Bueno, gracias a Dios, lo tenía. A medida que se acercaba al coche, vio mejor su silueta perfilada a la luz de los faros. No era el mismo «Grosser Mercedes» que se había llevado al general Bloch de la estación de Ulm, aunque los monarcas del apparat cambiaban de vehículo, como de querida, cuando les convenía, y esa noche habían elegido uno más pequeño y anónimo para el treff, la cita clandestina, en un campo de remolachas alemán.
Las hermanas en edad madura del compartimiento que Szara había ocupado hacía poco se estaban divirtiendo, casi emocionadas, con la discusión que acaban de comenzar los dos estudiantes que venían de escalar el Tatra. Tal sentimiento lo inspiraba el próximo encuentro con sus propios hijos; jóvenes sanos y nórdicos, muy parecidos a sus dos compañeros de viaje, que se obstinaban de vez en cuando en una u otra tontería, como hacen los chicos, hasta casi pelearse por ella. Las hermanas apenas podían disimular su sonrisa. La discusión empezó de una forma bastante suave, sobre la calidad de las cerillas de madera checas y lo que se necesitaba para hacer fuego al aire libre. Uno de los muchachos estaba muy contento con la marca que habían comprado, el otro tenía sus reservas. Sí, estaba de acuerdo en que se rascaban bastante bien, aun húmedas, pero ardían unos pocos segundos sólo y luego se apagaban; con la leña húmeda, eso resultaba un claro inconveniente. El otro joven se mantenía firme en su defensa. ¿Es que su amigo estaba ciego y no veía? Las cerillas ardían durante mucho tiempo. No, no ardían. Sí, sí que ardían. Eran como dos versiones de menor edad de sus padres cuando discutían de política, de maquinaria o de perros.
Cuando el tren se acercó a la pequeña estación de Feldhausen, donde las vías férreas atraviesan un puente para girar luego y alejarse del río Elster, acordaron apostar unos pocos groschen y hacer un experimento. El defensor de las cerillas encendería una, y la mantendría en alto mientras el otro muchacho contaba los segundos. Las hermanas hacían como si no prestaran atención, pero se habían sentido inexorablemente atraídas por la discusión, y empezaron a contar también, aunque en silencio.
El primer muchacho fue el fácil ganador, así que los groschen fueron debidamente pagados —ofrecidos de buena gana y con gesto humilde aceptados—. Las hermanas lo observaron con satisfacción. La cerilla había ardido más de treinta y ocho segundos, desde antes de entrar en Feldhausen hasta el final del andén de la estación, e incluso un poco más allá, en pleno campo. La disputa estaba resuelta: eran unas cerillas excelentes las que necesitaban leñadores, escaladores de montaña y cualesquiera con necesidad de encender fuego.
Cuando Szara se acercó al coche, el hombre sentado al lado del conductor descendió y mantuvo la portezuela abierta. Sonrió en tono de disculpa.
—Cambio de planes.
Su ruso era elemental, pero inteligible, pronunciado con la lenta cadencia que caracteriza a los sudorientales del país cercanos a la frontera rusa.
—No será mucha la molestia —añadió.
Era un hombre de piel oscura, con una gran barriga. Szara creyó adivinar un bigote que empezaba a encanecer y un escaso cabello blanco cuidadosamente repartido sobre la calva. El conductor era joven, un pariente, quizás el hijo del pasajero. Parecía corpulento y grueso, una incipiente papada y los pelos de la coronilla revueltos.
Szara se acomodó en el asiento trasero. El coche se puso en marcha, con precauciones, a causa de la niebla nocturna.
—¿Habéis intentado contactar conmigo en Praga?
—No pudimos llamar tu atención, pero no importa. ¿Cuál es la que queremos?
Szara pasó la maleta por encima del asiento.
—Una bella antigüedad, ¿verdad? —dijo el hombre mientras pasaba una mano de experto sobre el granulado de la piel.
—Sí —confirmó Szara.
—¿Está todo aquí?
—Excepto una pistola. No me atreví a pasar el control fronterizo alemán con ella. Ahora se encuentra en el fondo del río.
—No importa. No es una pistola lo que queremos.
Szara se relajó. No preguntó dónde ni cómo lo habían detenido en su camino a Berlín; conocía lo suficiente sobre tales treffs como para no molestarse en indagaciones. La Gran Mano sabía mover a cada uno según le convenía.
—Hay que guardar las formas —dijo el hombre mientras rebuscaba dentro de la chaqueta.
Sacó unas esposas y alargó el brazo hacia Szara por encima del asiento. El coche cruzó un pueblo campesino, con todas las ventanas a oscuras, y graneros de piedra con tejados de musgo. Pronto se vieron otra vez en el campo.
El corazón de Szara latió con violencia; no quería extender las manos y las apretó contra su pecho.
—¿Qué? —fue lo único que pudo decir.
—Órdenes, órdenes —dijo el gordo con desconsuelo. Luego, con algo de fastidio, añadió—: Siempre ponen pegas. —Agitó las esposas, impaciente—. Vamos, si no…
—¿Para qué? Za chto?
—No es para nada, camarada.
El hombre hizo ruido al chasquear la lengua contra los dientes. Echó las esposas sobre las rodillas de Szara.
—No hagas que me enfade.
Szara cogió las esposas con una mano. El metal estaba sin pulir, apenas engrasado.
—Es mejor que hagas lo que te decimos —amenazó el joven conductor; había duda en su quejumbrosa voz. Era evidente que le gustaba dar órdenes, pero temía no ser obedecido.
—¿Estoy arrestado?
—¿Arrestado? ¿Arrestado? —El gordo soltó una gran carcajada—. ¡Se piensa que lo estamos arrestando!
El conductor trató de reír también, pero le faltó el aliento. El hombre gordo apuntó con un romo dedo índice a Szara y guiñó un ojo.
—Póntelas ahora. Ya hemos discutido bastante.
Szara levantó su muñeca hasta la ventanilla trasera, a la débil luz de la luna.
—Por detrás. ¿Es que no sabes hacerlo? —El gordo suspiró ruidoso y meneó la cabeza—. No te preocupes; no te va a pasar nada. Se trata de una pura fórmula que hay que cumplir, seguro que ya sabes, camarada, la cantidad de cosas que debemos hacer. Así que dame gusto, ¿quieres?
Regresó a su postura normal en su asiento, descuidadamente, y miró a través de la niebla que se levantaba de la carretera. Szara pudo oír el roce de su chaqueta de lana con la tapicería del coche cuando se volvía.
Cerró la manilla alrededor de su muñeca izquierda, puso la mano detrás, a la espalda, y mantuvo la otra pulsera agarrada con la derecha. Durante un rato, todos se mantuvieron en silencio. La carretera ascendía hacia un bosque donde reinaba la más absoluta oscuridad. El gordo se inclinó hacia delante y miró a través del parabrisas.
—Ve con cuidado —dijo—. No vayamos a atropellar algún animal. —Luego, sin volverse, añadió—: Estoy esperando.
Szara cerró la manilla alrededor de su muñeca derecha.
El coche salió del bosque y empezó a descender la colina.
—Para aquí —ordenó el gordo—. Enciende las luces.
El más joven buscó en el tablero y apretó un botón; el limpiaparabrisas chirrió sobre el seco cristal. Los dos hombres se echaron a reír y el conductor detuvo el mecanismo. Otro botón tampoco hizo su efecto. Luego, la luz del techo se encendió.
El gordo se inclinó y rebuscó en la maleta, que tenía abierta a sus pies. Sacó una hoja de papel y bizqueó mientras la miraba.
—Me han dicho que eres astuto como la serpiente —dijo dirigiéndose a Szara—. No habrás escondido algo, ¿verdad?
—No.
—Si hay necesidad, haré que me lo confieses.
—Aquí está todo lo que había.
—No hables con tanto miedo. Si sigues así, me harás llorar.
Szara no quiso decir nada más. Cambió de postura para que sus manos se sintieran más cómodas y miró la borrosa silueta de la luna a través de la ventanilla lateral.
—Bien —suspiró el hombre gordo—, así es la vida.
Hasta ellos llegó un débil chirrido desde la cercana curva de la carretera y en seguida apareció la única luz de una motocicleta. Pasó como una bala, a gran velocidad, con un pasajero abrazado al pecho del conductor.
—Tontos y locos —murmuró el hombre joven.
—Estos alemanes quieren a sus máquinas —repuso el más gordo—. Sigue conduciendo.
Pasaron la curva por la que había aparecido la moto. Szara vio más bosques en el horizonte.
—Ahora ve despacio —dijo el gordo. Extendió la mano hacia arriba y apagó la luz del techo, luego empezó a mirar con mucha atención por la ventanilla de su lado.
—Me pregunto si necesito gafas.
—No eres tú —replicó el conductor—, es la niebla.
Siguieron adelante, muy despacio. A un lado salía un camino de tierra para tractores que se adentraba en un trigal, ya cosechado y con rastrojos a baja altura.
—¡Ah! —exclamó el hombre gordo—. Mejor será que des marcha atrás y entres por ahí. —Miró a Szara mientras el vehículo retrocedía—. Vamos a ver esas manos. —Szara se inclinó para volverse—. No aprietan demasiado, ¿verdad?
—No.
—¿Sigo? —preguntó el conductor.
—Un poco más. Si esto se mete en un bache, no podré empujarlo.
El coche avanzó a saltos por el camino de tierra.
—Perfecto —dijo el hombre gordo—. Aquí está bien.
Luchó para salir del coche, caminó unos pocos metros, se volvió de espaldas y orinó. Mientras se abotonaba la bragueta anduvo hacia la portezuela de Szara y la abrió.
—Por favor —dijo mientras hacía gestos a Szara para que saliera—. Tú quédate aquí, y mantén el motor en marcha —añadió dirigiéndose al conductor.
Szara se arrastró por el asiento; primero sacó las piernas, luego se inclinó hacia delante, en posición agachada, y se las arregló para salir del todo y ponerse de pie.
—Vamos a caminar un poco —ordenó el hombre gordo, mientras se situaba detrás de Szara, algo a su derecha.
Szara dio unos pocos pasos. El motor en marcha dejaba oír el desfasado ritmo de un cilindro.
—Muy bien —dijo el hombre gordo. Entonces sacó una pequeña pistola del bolsillo de su chaqueta—. ¿Hay algo que quieras decir?, ¿quizás una plegaria?
Szara no contestó.
—Los judíos tienen plegarias para todo, seguro que para ahora también.
—Hay dinero —dijo Szara—. Dinero y joyas de oro.
—¿En tu maleta?
—No, en Rusia.
—Ah —repuso el hombre con dolor—, pero no estamos en Rusia.
Montó el arma con mano experta; una ráfaga de aire repentina puso de punta algunos de sus escasos cabellos. Con cuidado se los alisó y los puso en su sitio.
—Así que… —empezó a decir.
El ruido de la motocicleta les llegó de nuevo, aumentando rápidamente su volumen. El hombre gordo maldijo por lo bajo en un idioma que Szara no conocía y bajó la pistola a un lado de su muslo, de forma que no se viera desde la carretera. Casi encima de ellos, el motorista hizo un inesperado cambio de velocidad y se introdujo en el camino de tierra envuelto en una nube de polvo; el faro pasó como una centella entre Szara y el hombre gordo, que abrió la boca, sorprendido. Desde alguna parte cercana al coche, una voz apremiante empezó a llamar.
—¿Ismailov?
El hombre gordo estaba asombrado, sin habla.
—¿Qué es esto? ¿Quién eres? —pudo decir por fin.
Los destellos de aquellas bocas de cañón fueron como relámpagos de color naranja, y convirtieron al hombre gordo en un negativo fotográfico, los brazos extendidos como las alas de un pájaro, mientras la onda expansiva lo levantaba en el aire y un zapato salía disparado por debajo. Cayó igual que un saco, entre chillidos, como si se hubiera aplastado el pulgar con un martillo. Szara se arrojó al suelo. Desde el coche, el joven conductor lloraba por su padre en medio del seco sonido de una pistola disparada al aire.
—¿Estás herido?
Szara levantó la mirada. El enanito llamado Heshel se encontraba de pie, frente a él, sus ojos brillaban a la luz de la luna sobre su ganchuda nariz y su astuta sonrisa. Llevaba la gorra ridículamente encasquetada hasta las orejas y un gran pañuelo enrollado al cuello, embutido en su chaqueta abotonada hasta arriba. Tres cartuchos de escopeta sobresalían entre los dedos de su mano derecha. Abrió la escopeta para descubrir los cañones y cargó ambos.
—¿Quién grita? —preguntó una voz cercana al coche.
—Ismailov.
—Heshie, por favor.
Heshel volvió a cerrar el arma con un chasquido y se acercó al hombre gordo. Disparó los dos cañones al mismo tiempo y los chillidos cesaron. Volvió junto a Szara, se agachó, puso su pequeña mano bajo el pecho de Szara y tiró hacia arriba.
—Vamos, tienes que levantarte.
Szara hizo un esfuerzo. En el coche, el segundo hombre sacaba al conductor tirando de sus tobillos. Dejó que cayera pesadamente sobre el suelo.
—Mira —dijo el hombre que lo había sacado—. Es el hijo.
—¿El hijo de Ismailov?
—Creo que sí.
Heshel se acercó y lo miró.
—¿Y de la manera que está lo has reconocido?
El otro no respondió.
—Mejor será que pongas la moto en marcha.
Mientras Heshel cogía la llave y abría las esposas, el otro sujetó una manivela detrás del asiento del motorista y la ajustó en una tuerca, al lado del motor. La giró con fuerza unas cuantas veces y la moto tosió para luego volver a la vida. Heshel la aceleró con un brusco movimiento de la muñeca. Entonces el otro hombre montó a horcajadas y se marchó. Cuando el ruido desapareció oyeron ladrido de perros.
Heshel permaneció en silencio durante un momento y miró el asiento delantero del coche.
—Busca en el maletero —dijo a Szara—. Quizás haya algún trapo.
En Berlín llovía, y así seguiría; era una lluvia lenta, triste, persistente, que brillaba en los oscuros troncos de los árboles desnudos y pulía las tejas manchadas de hollín de los tejados. Szara se asomó a la alta ventana y vio los paraguas que bajaban como fantasmas por la calle. Le pareció que era la ciudad auténtica, con el clima apropiado, porque los berlineses vivían muy en su interior —eso se sentía—, donde podían alimentar sus viejas ofensas y la humillación de tantas ambiciones; todo ello encerrado en una cortesía como de hierro forjado, expresada con un genio ácido que nunca parecía hiriente, sólo y accidentalmente de vez en cuando dejaba un pequeño escozor.
Heshel había conducido a Szara la noche del martes hacia un ramal auxiliar suburbano donde por la mañana tomó un tren hasta Berlín. Una vez a bordo, se arrastró hasta el servicio y, hundido en la resignación, se esforzó en mirarse al espejo. Pero su cabello estaba como siempre, entonces dedicó una sonrisa sin gracia a su propia imagen. Siempre la vanidad, siempre, para siempre y a pesar de todo. Lo que él temía era algo que había visto, y más de una vez, durante la guerra civil y en la campaña contra Polonia: hombres de todas las edades, incluso adolescentes, sentenciados a muerte durante la noche, luego, por la mañana, cuando los llevaban hasta la pared de una escuela o de una oficina de Correos, el cabello se les había puesto de un color blanco grisáceo, sólo en el transcurso de una noche.
Tomó un taxi hasta la dirección que Heshel le había dado: una casa privada, alta y estrecha, en la Nollendorfplatz, al oeste de Berlín, no lejos de la «Holländische Taverne», donde le dijeron que podría hacer sus comidas. Una mujer silenciosa, con ropas de seda negra, acudió a su llamada, le mostró un catre en el abuhardillado ático y lo dejó solo. Supuso que se trataba de una casa segura que usaba la facción de Renate Braun; pero el trayecto en el coche de Ismailov y aquellos pocos momentos, finales en apariencia, en una rastrojera de trigo, le habían privado de la visión normal del mundo, y ya no se sentía seguro de cómo eran las cosas.
Heshel, que conducía con rapidez y miraba a través del volante —había agujeros de balas en la ventanilla del conductor y el cristal estaba astillado alrededor de cada orificio—, le había señalado los faros de dos coches y otra motocicleta que bajaban por el estrecho sendero. Así Szara se enteró de que la operación había salido bien por los pelos. Pero Heshel no sabía, o no le importaba, por qué Szara tenía que ir a Berlín, y cuando éste le ofreció la maleta, se echó a reír.
—¿A mí? —preguntó mientras inclinaba el coche en una doble curva de la carretera—. A mí no me des nada. Lo que es tuyo es tuyo.
¿Qué querían?
Que usara el material de la maleta que descansaba a sus pies. Para desacreditar a los georgianos —Ismailov y Jelidze coincidían sólo en eso, que él supiera al menos—. ¿Quiénes eran ellos? No sus amigos del Departamento Extranjero. ¿Quiénes, entonces? Lo ignoraba. Lo único que sabía era que le habían endosado la «patata caliente».
Los niños de los pueblos judíos de Polonia y de Rusia jugaban a eso con una piedra. Si al contar hasta cincuenta aún la tenías, bueno, pues peor para ti. A lo mejor tenías que comerte un poco de basura o mierda de caballo. La elección era variada, pero el principio nunca fallaba. Y siempre había por allí algún condenado como Heshel que te obligaba.
Heshel pertenecía a un tipo que siempre le fue familiar, lo que en yiddish llaman un Luftmensch, que significa hombre del aire u hombre sin sustancia. Estos Luftmenschen aparecían todas las mañanas, menos la del sábado, y zancadilleaban por delante de la sinagoga del pueblo, con las manos en los bolsillos, a la espera de una faena para el día, un recado, cualquier cosa que encontraran en su camino. Eran hombres que parecían no tener familia ni residencia, una población de jornaleros que no descansaba repartida por todo el este de Polonia, Ucrania, Rusia Blanca, por todos los distritos judíos, disponibles para quien quisiera pagarles unos pocos copeks. La palabra tiene un segundo significado irónico, que, como muchas expresiones yiddish, mejora su traducción literal. Luftmenschen eran también los eternos estudiantes, almas perdidas, gente joven que pasaba el tiempo discutiendo de política en los cafés y dejándose llevar por la corriente de las comunidades estudiantiles europeas, dotados de talento, brillantes, pero que nunca eran capaces de encontrarse con ellos mismos.
Sin embargo Szara sabía que él y Heshel se parecían quizá más de lo que se sentía dispuesto a admitir. Los dos pertenecían a un país mítico, un lugar que no era ni de aquí ni de allá, donde las fronteras nacionales se ensanchaban o se encogían, sin que nada cambiase por eso. Un mundo donde todos eran Luftmenschen de una clase o de otra. El Límite de Asentamiento, quince provincias en la Rusia del sudoeste (hasta 1918, cuando Polonia volvió a recobrar su existencia nacional), abarcaba casi toda la costa del Báltico, desde Kovno al norte, hasta Odesa y Simferopol en el sur, en el mar Negro; desde Poltava al este —la Rusia histórica—, hasta Czestochowa y Varsovia al oeste —la Polonia histórica—. También había que incluir a Cracovia, Lvov, Ternopol y algunos lugares que formaron parte del imperio austrohúngaro hasta 1918. Añádanse a éstas, ciudades que, de vez en cuando, dejaban de serlo —Vilna en Lituania y Jelgava en Letonia—, basándose en el hecho de que la gente se consideraba a sí misma perteneciente a determinada región, y creían que vivían en Besarabia, en Galicia (llamada así por la Galicia de España, de donde los judíos fueron expulsados en 1492), Curlandia o Vithynia, y ¿de qué servía todo eso?
Había un mapa político que los Servicios Secretos y los cuadros revolucionarios aprovecharon mejor, de fértil reclutamiento para ambos, y con frecuencia, ¿por qué no?, intercambiable.
¿Qué había de malo en un nombre de guerra o un nom de révolution si el nombre particular de cada uno apenas significaba nada? La burocracia austrohúngara del siglo XIX concedió a los judíos el derecho a llamarse como quisieran. Casi todos eligieron nombres alemanes, pensando que se harían querer por su vecinos germanoparlantes. A menudo, estos nombres se volvían a traducir literalmente al polaco. Así, alguna versión del alemán Sharer (el porqué nadie lo sabe) dio lugar a Szara, con el sonido sz polaco en lugar de la s alemana que sonaba sch. Más adelante, con el tiempo, la política y la emigración, cambió de nuevo, esta vez a la ш rusa. Y cuando Szara nació, su madre quiso señalar su callada y acariciada pretensión de una relación lejana con Francia, y por eso no le puso el nombre polaco de Andrej ni el ruso de Andréi, sino el de André.
Un hombre inventado. Un hombre del aire. ¿Con qué exactitud puede medirse la lealtad de una persona semejante? En una tierra donde, además y en el mejor de los casos, el trasvase de lealtades políticas suele mezclarse a menudo con vapores de místico hasidismo; en una tierra donde muchos creen que el nombre de Polonia es una versión de la expresión hebrea polen, que significa ¡Aquí permanecerás!, y que, por tanto, es tomada como una buena nueva recibida del cielo.
La Ojrana del zar, ya en 1878, buscaba infiltrados en el Límite —los judíos sí que vagabundeaban, se les veía como buhoneros, comerciantes, pujando en las subastas o lo que se quiera, en cualquier sitio imaginable— para la guerra contra Turquía. Por eso, cuando los inspectores de la Ojrana y la facción bolchevique se enfrentaron a partir de 1903, lo habitual fue que hubiera judíos en ambos bandos: hombres de los dos mundos y de ninguno. Siempre extranjeros, y, por consiguiente, nunca sospechosos de serlo.
Acostumbraban a aparecer por algún lado con un negocio en el bolsillo. El padre de Szara creció en la ciudad austrohúngara de Ternopol, donde aprendió el oficio de relojero. Con el tiempo se quedó casi ciego de trabajar con objetos tan de cerca y con tan poca luz. De joven, buscando un mejor clima económico para sacar adelante a la familia, se trasladó al pueblo de Kishinev, donde sobrevivió al pogrom de 1903; luego huyó a la ciudad de Odesa, justo para que lo alcanzara el pogrom de 1905, del que no salió vivo. Para entonces, lo único que su vista alcanzaba eran sombras grisáceas y tal vez le sorprendió comprobar que las sombras le daban puñetazos y patadas.
Su muerte dejó a Szara, a su madre y a un hermano y a una hermana mayores que él abandonados a su propia suerte. Szara tenía 8 años en 1905. Aprendió a coser, no del todo mal, igual que sus hermanos, y así pudieron sobrevivir. La costura era una tradición entre los judíos. Requería paciencia, disciplina y una especie de autohipnosis, además, daba dinero suficiente para comer una vez al día y calentar la casa durante parte del invierno. Más tarde, Szara aprendió a robar y después, sin tardar mucho, a vender lo robado. Primero iba al mercado Moldavanka, de Odesa, luego en los muelles donde los barcos extranjeros recalaban. Odesa era famosa por sus ladrones judíos y por sus visitantes marineros. Szara aprendió a vender las mercancías robadas a los marineros, los cuales, a su vez, le contaban historias. Su afición por éstas creció más que cualquier otra. En 1917, cuando contaba veinte años, y llevaba tres en la Universidad de Cracovia, era ya un consumado escritor de historias —uno de los muchos procedentes de Odesa—; historias relacionadas siempre con puertos de mar, idiomas extraños, viajeros exóticos, campanadas nocturnas en el puerto, olas resueltas en espuma al chocar contra las rocas, y siempre la distancia, el horizonte, la raya donde el mar se unía con el cielo, más allá de la cual la gente podía hacer cualquier cosa imaginable.
Cuando salió de Cracovia era ya socialista, un socialista radical, un comunista, un bolchevique, y un revolucionario en todo, en cualquier cosa que sirviera para oponerse al zar, porque eso era lo que más importaba.
Después de Kishinev, donde, a sus seis años, había escuchado cómo los lugareños golpeaban los guijarros con la empuñadura de su látigo, preparando a sus víctimas para el pogrom; después de Odesa, donde encontró a su padre medio enterrado en el fango de la calle, con un rabo de cerdo metido en la boca —así tratamos a los judíos que desprecian la carne de cerdo—, ¿qué más podía esperar?
Porque los pogroms eran el regalo que el zar hacía a sus campesinos. Había poca cosa que pudiera darles; por eso, cuando la miseria les apretaba, cuando ya no podían aceptar más su sino en la oscuridad de pueblos y ciudades, en los andrajosos confines del Imperio, se les alentaba para que buscaran a los asesinos de Cristo y mataran a unos pocos como recompensa. Los pogroms eran anunciados en carteles, la Policía pagaba la impresión, y el dinero para ello salía del Ministerio del Interior que, a su vez, actuaba bajo las órdenes del zar. Un pogrom servía para rebajar la tensión, y, por lo general, igualaba las cosas: una redistribución de la riqueza, un primitivo ejercicio de control de natalidad.
Por eso, el Límite de Asentamiento produjo gran número de Szaras. Intelectuales familiarizados con las capitales europeas y sus idiomas, que escribían con vehemencia y perfección, y poseían el gusto y un gran talento para la vida clandestina. Para sobrevivir como judíos en un mundo hostil habían aprendido la doblez y el disfraz; a no mostrar su furia, que eso podía enfadar aún más a quienes los hostigaban; a ocultar el propio éxito para aparecer como triunfadores. Pronto aprendieron también a no ser vistos de ninguna manera; a parecer invisibles cuando caminaban por la calle, la calle inconveniente, en la parte más inconveniente de la ciudad y a pleno día. El zar tuvo muchos más problemas que nunca pudo imaginar. Y cuando le llegó su hora, el hombre que se ocupó de la tarea fue un tal Yakov Yurovsky, un judío oriundo de Tomsk, al frente de un escuadrón de la Cheka. Yurovsky, que cuando estuvo en Berlín como emigrado se declaró luterano, pero el zar no estaba en situación de apreciar tal ironía.
Por haber vivido en un país mítico —un lugar que no estaba aquí ni allá—, esos intelectuales de Vilna y Gomel contribuyeron a crear otro y lo llamaron Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. ¡Vaya nombrecito! Apenas era una unión. Los soviets —consejos obreros— gobernaron unas seis semanas; el socialismo empobreció a todo el mundo, y sólo las ametralladoras impidieron que las repúblicas se independizaran. Pero para Szara y para los demás, aquello carecía de importancia. Él había comprometido su vida, y todo se reducía a que prefería morir en el lado equivocado de un arma a hacerlo en el lado equivocado de un palo, y durante doce años —hasta 1929, cuando Stalin se hizo con el poder—, vivió en una especie de mundo soñado, un país mítico donde los judíos idealistas e intelectuales decidían las cosas, un país imaginado en su totalidad. Las teorías fallaron, los campesinos murieron, la misma tierra se secó por la desesperanza. Pero aun así, ellos trabajaban veinte horas al día y juraron que tenían la solución.
No pudo durar. ¿Quiénes eran ellos, esos polacos, lituanos, letones y ucranianos, esta gente de barba rala y con gafas, que hablaba francés bajo su narizota y leía libros?, preguntó Stalin. Y todos los Stalin pequeñitos contestaron: Eso mismo nos preguntábamos nosotros, pero nadie quería hacer la pregunta en voz alta.
La incesante lluvia seguía cayendo sobre Berlín; en algún lugar de la casa, la radio de la propietaria emitía ópera alemana, las cortinas colgaban desiguales de la ventana y olían al aire muerto de aquella habitación desocupada del ático. Szara se puso su impermeable ceñido y salió a las calles mojadas por las que caminó hasta encontrar una cabina telefónica. Llamó al doctor Julius Baumann y consiguió persuadirlo de que lo invitara a cenar. La voz de Baumann le pareció recelosa y distante, pero el telegrama de Nezhenko había sido terminante: se quería la información el 25 de noviembre. No había oficina de Prensa soviética en Berlín, tendría que pasarla a través de la oficina de Prensa de la Embajada, y el 25 de noviembre era el día siguiente. Así que necesitó dar un pequeño empujón a Baumann. A veces, la educación era un lujo que no se podía permitir.
Regresó despacio a la casa alta y pasó la tarde con la Ojrana, DUBOK, la Compañía de Petróleos del Caspio, y treffs de hacía treinta años en las calles suburbiales de Tbilisi, Bakú y Batum. Querían que fuera un espía e iba a serlo. Valiente, heroico, con las mandíbulas apretadas, durante cinco horas leyó los informes en una habitación anónima, mientras la lluvia repiqueteaba fuera, sin que en ningún momento tuviera ganas de dormir.
«Villa Baumann» estaba protegida por un alto muro. Situada en las cercanías de los suburbios del oeste, se alzaba en una zona donde los jardineros podaban los arbustos para simular las paredes y las vallas de tablas, y los arquitectos deslumbraban a sus clientes con torreones, frontones y adornos que daban a los edificios la apariencia de enormes casas de muñecas. Un tirón a la cuerda de la campana de barco sirvió para que un criado acudiera; era un hombre rechoncho, de enormes manos rojas y hombros caídos, vestido con una chaqueta de esmoquin verde esmeralda. Mascullando un dialecto que Szara apenas entendió, lo condujo por un sendero que rodeaba la villa y terminaba en la casita de la servidumbre, detrás de la propiedad. Luego desapareció y dejó que Szara llamara a la puerta.
—Supongo que Manfred le ha mostrado el camino —dijo Baumann con sequedad—. Por supuesto, éste era su sitio, la casita es sencilla y reducida, muy cómoda para un criado, pero el nuevo régimen ha impuesto un trato más… ah, más igualitario en los domicilios y decide quién debe vivir, y dónde.
Baumann era alto y delgado; tenía los labios finos y descoloridos y el rostro ascético, severo, como el de un príncipe medieval o el de un monje erudito. Su piel era blanca, como si nunca la hubiese tocado el sol o el viento. Quizá tuviera cincuenta años, calvo desde la frente hasta la coronilla, lo que hacía más llamativos sus ojos, fríos y verdes; los ojos del hombre que sabía ver lo que otros no, aunque se reservaba lo que veía. De todos modos, si lo que tenía ante sí no le gusta, lo deja entrever. Para Szara, un judío alemán era, sobre todo, un alemán, una posición de significativa importancia dentro del esquema establecido en la Europa Central, una cultura en que la combinación de formas precisas de cortesía, el intelecto mundano y una riqueza sin estridencias creaban una gran distancia con respecto a los judíos rusos, y a casi todos los cristianos aunque no se dijera.
A pesar de eso, a Szara le gustó. Incluso cuando se encontró bajo aquella mirada de pez sobre la fina nariz principesca. —¿Quién es usted?—. Incluso así.
Eran cuatro a la mesa: Herr Doktor y Frau Baumann, una joven que le presentaron como Fräulein Haecht, y Szara. Cenaron en la cocina, porque no había comedor, en una mesa destartalada cubierta con un deslumbrante mantel de damasco bordado de hilo azul y plata. La vajilla de porcelana estaba decorada con dibujos de príncipes indios y princesas de labios gruesos y arracadas de oro, a bordo de una barca en un lago de montaña; toda ella pintada de color rojo tomate y esmalte negro con filigranas doradas en los bordes. Hubo un momento en que el tenedor de Szara arañó la escena de su plato y Frau Baumann cerró los ojos para no oír el sonido. Era una mujercita hacendosa y dulce. ¿Una princesa heredera? Szara pensó que sí.
Cenaron filetes de salmón escalfado y una ensalada de arroz y champiñones sobre una base de jalea.
—Mi antigua tienda todavía me sirve —explicó Frau Baumann, dando a entender el por supuesto—. A la hora de cerrar, ¿sabe, Herr Szara?, por la puerta de atrás. Pero aún me sirven. Y cocinan unas cosas maravillosas; lo único que tengo que hacer es calentarlas.
—Lo que significa un precio extra —añadió Baumann. Tenía una voz hueca y profunda, apta para pronunciar sermones.
—Por supuesto —admitió Frau Baumann—, pero nuestra cocinera…
—Una extraña patriota —aclaró Baumann—. Y una despedida memorable. Yo nunca hubiera pensado que Hertha era capaz de hacer un discurso.
—Fuimos tan buenos con ella —siguió Frau Baumann.
Szara temió la explosión de emociones y se apresuró a interrumpirla.
—Pero se las arreglan muy bien, yo no había comido así desde…
—No se equivoca —lo interrumpió Baumann a su vez con calma—. Son malos tiempos, demasiados, y uno echa de menos a los amigos. Eso más que otra cosa. Pero nosotros, mi familia, vinimos a Alemania hace más de trescientos años, antes incluso de que existiera esto que llaman Alemania, y hemos vivido aquí desde entonces, en las épocas buenas y en las malas. Somos alemanes, eso es lo que importa, y estamos orgullosos de ello. Lo hemos demostrado en la guerra y en la paz. Así que esta gente puede hacernos la vida difícil, a los judíos y a otros también, pero no podrán destruir nuestro espíritu.
—Así es —dijo Szara.
Pero ¿lo creían? Quizá Frau Doktor, sí. ¿Habían visto ellos alguna vez lo que era un espíritu destruido?
—Su decisión de quedarse —añadió Szara— es para tener, si se me permite decirlo, mucho valor.
Baumann se rió expulsando el aire por la nariz y con la boca torcida por una ironía.
—La verdad es que no tenemos otra elección. Delante de usted está la «Gesselschaft Baumann», declarada empresa de interés estratégico.
Szara mostró su interés. Baumann no quiso discutir de esos temas durante la cena.
—Mañana vendrá a vernos. Le grand tour.
—Gracias —contestó Szara. Tendría tiempo para transmitir—. Los editores de Pravda me han pedido material que les sirva para un reportaje. ¿Cree que sería prudente para un judío llamar de esa manera la atención? ¿En una publicación soviética?
Baumann reflexionó por un momento.
—Usted es una persona franca, Herr Szara, y se lo agradezco. Quizá me permita que aplace mi respuesta hasta mañana.
¿Por qué estoy aquí?
—Por supuesto, me parece bien.
—Debemos quedamos, ¿entiende, Herr Szara? —A Frau Baumann le faltaba el aire—. Y nuestra situación, tal como está, ya es bastante difícil. Se oyen cosas horribles, se ven cosas…, en la calle…
Baumann interrumpió a su esposa en seco.
—Herr Szara ha sido tan amable que ha consentido en hacer lo que deseemos.
Szara se dio cuenta de por qué le gustaba Baumann. Estaba hecho para ser valiente.
—¿Le apetece un poco más de arroz y champiñones, Herr Szara?
La pregunta venía de su izquierda, donde Fräulein Haecht trataba de equilibrar la mesa. Al principio, en el pequeño torbellino que la entrada de un invitado produce, su presencia le había pasado casi inadvertida; un apretón de manos, un saludo cortés. Era evidente que ella no interesaba a nadie; una joven de mirada abatida cuyo papel era ocupar la cuarta silla y ofrecer arroz y setas. Iba peinada con el cabello hacia atrás, recogido en un moño de doncella, y llevaba un horrible vestido de lana azul de manga larga, algo sin forma y estirado a la vez, con una fina cinta alrededor del cuello: era la sobrina, o la prima, eterna, siempre invisible.
Pero Szara pudo darse cuenta de que sus ojos eran grandes, dulces y pardos, puros e intensos. Supo que su mirada inquisitiva era artificial, elaborada, ensayada un largo rato delante del espejo del tocador, preparada para que ella pudiera llamar la atención en un momento de la noche.
—Sí, por favor —decía Frau Baumann.
Szara miró la fuente, sostenida con delicadeza por una mano pequeña de uñas mordidas, la puso a su lado y se sirvió una comida que no le apetecía. Cuando levantó la mirada, no encontró la de ella, de nuevo velada. Tenía esa clase de piel de tono oliva, no era exactamente un color, aunque le pareció ver una sombra por encima de la cinta que llevaba al cuello.
—… Justo el otro día… los periódicos británicos… sencillamente, no puede continuar… amigos en Holanda. —Frau Baumann se había enzarzado en una valoración emotiva de la situación política alemana. Entretanto, Szara pensaba: ¿Qué edad tienes?, ¿veinticinco? No podía recordar su nombre.
—Mmm —dijo Szara mientras asentía con movimientos de cabeza.
—Y se oyen cosas tan excelentes de Rusia, de cómo lo están haciendo los obreros. La guerra sería la ruina.
—Mmm —Szara sonrió entusiasmado—. Los obreros…
Cuando terminó de cenar, la Fräulein unió sus manitas en el regazo y fijó la mirada en el plato.
—No se puede permitir que suceda, no otra vez —decía el Herr Doktor—. Yo no creo que el régimen presente tenga el firme apoyo del alto funcionariado ni del Ejército, no creo que ese hombre hable en nombre de toda Alemania; sin embargo, la Prensa europea parece que no ve la posibilidad…
—Y ahora… —Frau Doktor llamó la atención tocando palmas—, ¡crème bavarienne!
La muchacha se levantó diligente y ayudó a quitar la mesa y a hacer el café mientras Herr Doktor seguía con su perorata. El vestido azul le llegaba hasta media pierna; allí ascendían a unírsele unas medias blancas. Szara pudo ver que los lazos de los zapatos estaban mojados por la lluvia nocturna.
—La situación en Austria también es difícil, muy complicada. Si no se lleva con delicadeza, puede surgir la inestabilidad…
Frau Baumann, junto a una alacena, en el último rincón de la cocina, rió con teatralidad para disimular lo incómodo de la situación.
—¿Por qué no, queridísima Marta?, el juego de café con adornos de sauce para nuestro huésped.
Marta.
—Debe haber un acercamiento y tiene que haber paz. Somos vecinos, todos nosotros, y ninguno puede negarse. Polacos, checos, serbios, todos quieren la paz. ¿Pueden ignorar eso las democracias occidentales? Aun así, siempre están cediendo. —Movió la cabeza con pesar—. Hitler envió tropas a Renania en 1936, y los franceses se quedaron esperando detrás de su Línea Maginot. No hicieron nada. ¿Por qué? No podemos entenderlo. Un solo avance decidido de una compañía de Infantería francesa hubiera sido suficiente. Pero no lo hicieron. Creo…, no, con franqueza, lo sé, que nuestros generales estaban atónitos. Hitler les dijo lo que iba a ocurrir y, en efecto, así sucedió. Y ahora, de pronto, empiezan a creer en milagros.
—Y ahora dejemos esta política horrible, Herr Szara —intervino Frau Baumann—, que es la hora de divertirnos.
La crema bávara, un líquido violáceo a punto de derramarse de un plato sopero, estaba frente a él.
Avanzada la noche, con el coñac servido en el reducido salón, el doctor Julius Baumann se puso reflexivo y nostálgico. Recordó sus días de estudiante en Tubinga, donde las sociedades estudiantiles judías se dedicaban con entusiasmo a beber cerveza y a la esgrima, según la moda de la época.
—Llegué a ser un buen espadachín. ¿Se lo puede imaginar, Herr Szara? Pero estábamos obsesionados con el honor, y practicábamos hasta no tenernos en pie; aunque entonces, al menos, uno podía contestar a un insulto desafiando al ofensor a un asalto, como los demás estudiantes hacían. Yo era alto, así que nuestro presidente, ahora está en Argentina, viviendo sabe Dios cómo, quiso convencerme de que practicara el sable. No le hice caso. ¡No quería ser uno de ésos! —Y dibujó con el dedo la típica cicatriz de sable en su mejilla—. No, yo usaba el chaleco almohadillado y la máscara completa, no la que deja las mejillas al descubierto y practiqué el arte de la espada. ¡Estocada! ¡En guardia! ¡Estocada! ¡En guardia! Un día de invierno toqué dos veces al mismo Kiko Bettendorf, que al año siguiente participaba en los Juegos Olímpicos. Ach, aquéllos sí que fueron unos buenos tiempos.
Baumann contó también cómo había estudiado, a menudo desde la medianoche hasta el alba, para mantener alto el honor de la familia y para poder aceptar la responsabilidad que heredaría del padre, propietario de las «Ferrerías Baumann». Con el título de ingeniero metalúrgico, se propuso convertir el negocio familiar, una vez jubilado el padre, en una acería de cables.
—Pensé que la industria alemana tenía que especializarse si quería competir, así que acepté el reto.
Szara comprendió que aquel hombre había visto su vida siempre como un reto. Primero en Tubinga; luego, como subteniente de Artillería en el frente occidental, herido cerca de Ypres y condecorado por su valor; a continuación, en la transformación de la fábrica Baumann, después sobreviviendo a la espantosa inflación del período de Weimar («Pagábamos a los obreros con patatas; mi ingeniero jefe y yo conducíamos los camiones hasta Holanda para comprarlas»), y ahora estaba empeñado en responder al reto de quedarse en Alemania, cuando un gran número de judíos —150 000 de una población total de 500 000— había abandonado todo ya para empezar de nuevo como inmigrantes en tierras lejanas.
—Tantos amigos nuestros se han ido —dijo triste—. Nos sentimos tan solos.
Frau Baumann permaneció sentada, escuchaba con gran atención y en silencio el discurso de su marido, en su rostro una sonrisa que, a veces, se helaba. Julius, mi queridísimo esposo, te amo y te respeto, pero ¿cómo quieres seguir?
Sin embargo, Szara oía otra cosa. Escuchaba atentamente y estudiaba cada gesto, cada modulación del tono de voz. Y allí surgía un perfil, como cuando se trata una hoja de papel blanca con un producto químico.
Un hombre valeroso e independiente, un hombre bien situado e influyente, y un patriota, que, de repente, se encuentra con la amargura de tener que oponerse a su Gobierno en un momento de crisis política; un hombre, cuyos negocios, cualesquiera que tuviese, habían sido designados por las Autoridades empresas estratégicamente necesarias, que ahora confiesa, a un individuo, semioficial de la nación enemiga de la suya, que se siente tan solo.
Esto significaba un cosa, y Szara lo entendió así: el encargo, un tanto dudoso, que Nezhenko le había dado en su telegrama empezaba a adquirir sentido. Lo que había descalificado como manifestación de alguna nueva línea política, errada y retorcida, por parte de Moscú, presentaba otro aspecto. El momento de la revelación llegaría, estaba seguro de ello, cuando hiciera el grand tour de la acería de Baumann.
El baile de las despedidas empezó a las diez en punto, cuando Frau Baumann aceptó con desolada cortesía el inevitable hecho del regreso de Szara a su alojamiento y pidió a su esposo que acompañara a Fräulein Haecht en un paseo hasta la casa de sus padres. Ah, pero no —contraatacó Szara—, Herr Doktor no debía molestarse de ninguna de las maneras, eso era una obligación que insistía en asumir él. ¿Qué? No, impensable, no podían permitirlo. ¿Por qué no? Claro, por supuesto que podían. No, sí, no, sí, todo ocurría mientras la muchacha, sentada en silencio, se miraba las rodillas, en tanto los demás discutían sobre ella. Al final Szara los persuadió, para lo cual tuvo que representar el papel de ruso emotivo. ¿Salir de noche, después de una cena tan espléndida, para llevar al invitado en coche? ¡Nunca! Lo que él necesitaba era un buen paseo para digerir el placer de la comida. Éste fue un ataque incontestable que lo llevó a la victoria. Se pusieron de acuerdo para verse a la mañana siguiente y Szara y Fräulein Haecht fueron acompañados ceremoniosamente hasta la verja y despedidos al interior de la nocturna oscuridad.
La noche se transformó en algo muy diferente.
Poco después del crepúsculo, la lluvia de la tarde cambió para convertirse en nieve —suave, blanda, nieve de noche— que caía lentamente de un cielo bajo, flotando, sin nada de viento. Estaban maravillados, era otra ciudad, y rieron de su asombro. La nieve crujió bajo sus pies, cubrió las ramas de los árboles, los tejados y las cercas, cambió las calles en praderas blancas o en espejos plateados donde la luz de las farolas quebraba las sombras. De pronto, la noche fue un gran silencio, una soledad inmensa; la nieve se adhirió a sus cabellos, y sus alientos formaron una niebla que los rodeó, que enmudeció el mundo, lo limpió, lo sepultó.
No tenía ni idea de dónde vivía ella, y la joven no dijo de ir por una calle o por otra, así que anduvieron sin rumbo fijo. Cuando dos pasean juntos, la charla no supone esfuerzo alguno, resulta fácil confiarse, no cuesta nada decir la primera ocurrencia, porque el silencio y la nieve hacen que las palabras rebuscadas no tengan sentido. En ese momento, ninguno podía sentirse herido. Era, entre otras, la ofrenda de una tormenta de nieve.
Algunas de las cosas que ella dijo lo sorprendieron. Por ejemplo, no era una prima ni una sobrina de Baumann, sino la hija de su ingeniero jefe, amigos ambos hombres desde hacía mucho tiempo. Szara se había preguntado por qué seguía en Alemania, pero eso tenía una sencilla respuesta: no era judía. Por tanto, su padre, con casi toda certeza —decía ella—, sería el dueño ario del negocio —así lo disponían las leyes—; pero en interés de Baumann, ya se las había arreglado para que lo protegieran en secreto hasta que el tiempo y los acontecimientos no volvieran a sus cauces normales. ¿Entonces, era su padre un progresista? ¿Un hombre de izquierdas? No, nada de eso. Sólo un hombre muy decente. ¿Y su madre? Distante y soñadora, vivía en su propio mundo, ¿quién podía reprochárselo en esos días? Era austríaca, católica, del sur del Tirol, cerca de Italia; quizá la familia, por ese lado, hubiese sido italiana alguna vez. Ella misma tenía el aspecto, o así se lo parecía, de una italianita. ¿Estaba él de acuerdo?
Sí, le parecía que sí. Eso le gustó a la joven; le encantaba tener el cabello tan negro y la piel olivácea en una nación que presumía de una forma tan repugnante de ser nórdica y rubia. Pertenecía, quizás, a la zona italiana de Alemania, donde lo romántico tiene más que ver con Puccini que con Wagner, donde lo romántico quiere decir sentimiento y delicadeza, y no el ardoroso Valhalla. Esperaba que a él no le importara que diera rienda suelta a esas ideas íntimas.
No, no le importaba.
Ella sabía quién era él, por supuesto. Cuando Frau Baumann le pidió que fuera el cuarto comensal no le comentó nada, pero ella había leído algunas de sus historias cuando se tradujeron al alemán. Había deseado tanto conocer a la persona que había escrito aquellas cosas que estaba segura de que nunca lo vería, que la cena sería cancelada, algo no funcionaría en el último minuto… Lo normal era que no tuviera tanta suerte. Las personas que tenían suerte solían ser las que no se preocupaban, o así lo pensaba.
Declaró sus veintiocho años, aunque sabía que parecía más joven. Los Baumann la conocían desde pequeña, y nunca había crecido para ellos; pero claro que había crecido, siempre se crece. Había decidido trabajar para ganarse unos cuantos pfennings como ayudante del director artístico de una revista modesta. Ahora publicaban cosas miserables, pero lo hacían así o cerraban las puertas. No como él. Sí, le tenía un poco de envidia, eso de ir por todo el Mundo y escribir acerca de la gente que encontraba y contar sus historias.
Se cogió de su mano, guante de piel contra guante de piel, mientras descendían una calle cualquiera; por una pared se deslizaba un trozo de nieve. Él sintió el impulso de gritar, allí y en ese momento, que tenía cuarenta años, con tantas heridas abiertas que ya no sentía nada, daba lo mismo que la nieve se derritiera o volviera a cambiarse en lluvia, pero estaba claro que no lo iba a decir. Sabía todo lo malo de los Szaras del Mundo, con sus impermeables ceñidos y sus famas, su necesidad de saquear la inocencia de muchachas como ella. Porque, con sus veintiocho años o con su mentira, ella era inocente.
Anduvieron sin parar, kilómetros de nieve, y cuando él creyó que reconocía el nombre de una calle cercana a la casa donde se alojaba, se lo dijo. Ella lo miró por primera vez desde hacía mucho rato, con el rostro encendido por el largo paseo nocturno, y mechones de cabello escapados del horrible moño. Se quitó el guante, él la imitó y sintieron frío cuando se tocaron. Ella le pidió que no se preocupara, había dicho a sus padres que se quedaba con una amiga. Después se dieron un beso, seco y frío, y él sintió como un tirón debajo de la húmeda lana de su chaqueta.
Ya en la habitación, se sintió tímida de pronto, casi asustada. Quizá fuese el cuarto, pensó Szara. Tal vez a ella le pareciera mezquino y anónimo, no el lugar que hubiera imaginado para él. Comprensivo, sonrió y se encogió de hombros —Sí, es la vida que llevo, no voy a pedir perdón por eso—, después colgó los abrigos y puso los zapatos húmedos junto al siseante radiador. La habitación estaba casi a oscuras, con sólo la luz de una pequeña bombilla; se sentaron en el borde de la cama y hablaron en voz baja y, a veces, recobraron algo de la magia que habían visto en la nevada. Él la tomó de las manos y le dijo que sus vidas eran diferentes, muy diferentes. Tendría que irse de Berlín casi en seguida, que nunca permanecía muchos días en un sitio, que quizá no regresara en mucho tiempo. Pronto, para alguien como él. Hasta escribir a Alemania podría resultar difícil. Era una noche mágica, sí, jamás la olvidaría, pero se la habían robado a un mundo entre dos luces que pronto oscurecería. Quería decir que… era el momento de ir con ella hasta su casa. Sería lo mejor. Ella negó terca con la cabeza, sin buscar su mirada, y le apretó las manos con fuerza. En medio del silencio podían oír caer la nieve afuera.
—¿Hay un sitio para desnudarme? —preguntó ella.
—Sólo abajo, en el recibidor.
Ella hizo un gesto de contrariedad. Le soltó las manos y se apartó unos pasos de la cama. Szara se volvió de espaldas y oyó cómo ella se desabotonaba el vestido, y el roce de la seda sobre la seda cuando se quitó la combinación. Le oyó enrollar las medias al quitárselas, el cambio de apoyo de un pie a otro, el sonido del broche del sostén al soltarse, el roce de las bragas al bajar y cómo agitaba los pies para sacárselas. Luego ya no pudo seguir sin mirar. Estaba despeinada y dejó caer el cabello suelto sobre el rostro, rizado donde había estado sujeto. Tenía un tórax estrecho, unos senos llenos y pálidos, que subían y bajaban con la respiración, caderas anchas y piernas fuertes. Sin darse cuenta, Szara suspiró. Ella siguió torpemente en el centro de la habitación, con la escasa luz reflejada en su piel oliva de tonos apagados, la cabeza algo inclinada, casi dudando. ¿Era deseable?
Szara se levantó, retiró la colcha y ella pasó delante de él, sus pisadas resonaron sobre el entarimado desnudo, y se deslizó despacio dentro de la cama. Mientras él se desnudaba, ella miraba al techo; luego Szara se acostó a su lado, muy cerca, con la cabeza apoyada en la mano. La muchacha se volvió hacia él y empezó a decirle algo, pero Szara lo había presentido y la hizo callar. Cuando, casi aventurándose, rozó sus pezones con la palma de la mano, ella emitió un profundo suspiro, con los dientes apretados y los ojos cerrados con fuerza. Si él no hubiese sido quien era y no hubiese hecho todo lo que había hecho, hubiera sido un estúpido y le habría preguntado si le hacía daño.
Estaba demasiado excitado para ser tan diestro como hubiera querido; fue la naturaleza de ella, mezcla a un tiempo de generosidad y deseo, de calor y afecto, los sitios turgentes y suaves, los colores pálidos y oscuros, el descubrimiento del aliento entrecortado, y la forma en que ella abandonó, no la inocencia —en eso se había equivocado: nunca fue inocente— sino la modestia, la forma en que saltó las barreras.
—Súbete un poco —le pidió él.
Durante un rato, él tuvo miedo de moverse, las manos femeninas temblaban sobre su espalda, luego, cuando lo hizo, sintió la angustia de terminar. Poco después, ella abandonó la cama y bajó al recibidor, sin cuidarse de ponerse algo encima, un ligero vaivén en la forma de caminar, sé que me estás mirando.
Cuando volvió, cogió el cigarrillo que Szara tenía entre los labios y lo aplastó en el cenicero. Una de tantas cosas que había pensado hacer durante tanto tiempo.
El jueves por la mañana hizo frío y viento, bajo un cielo sucio salpicado de nubes grises. En las calles que iban al distrito fabril, en las afueras al norte de la ciudad, había montones de nieve manchada de hollín en las aceras. El conductor del taxi de Szara era un gigante de color carne; atadas con cintas a la visera del parabrisas, llevaba banderas de cruz gamada, y cuando atravesaba el distrito de Neukoln, donde kilómetros de fábricas se alternan con viviendas de trabajadores, se puso a tararear canciones de taberna y a charlar sobre las virtudes de la Nueva Alemania.
Costó encontrar la fábrica de cables «Baumann». Muros altos de ladrillo y el nombre anunciado en un rótulo pequeño y borroso, como si el que estuviera interesado en ir allí tuviera que conocer el camino de antemano. Szara se divirtió con el chófer, cuyo rostro se contrajo con esfuerzos de miope cuando buscaba la puerta de entrada.
Lo esperaba un Baumann en día de trabajo, en una oficina desordenada que daba a las cadenas de producción. Szara lo encontró nervioso, hiperactivo, con la mirada atenta a todas partes, y nada elegante con un jersey de cuello en V debajo de un sobrio traje para protegerse del frío que hacía en la fábrica. La explicación de la visita la hizo con unos gritos que apenas se oían por encima del ruido de la maquinaria.
Szara se sintió un poco aturdido por todo aquello. Cuando llegó todavía se hallaba en estado amoroso, sensual, muy impresionado, y el rugido del fuego de los hornos y el chasquido de las correas de transmisión resonaron en su cabeza. El acero hubiera sido la última cosa del mundo en la que hubiese querido pensar.
Un mal momento: lo presentaron a Herr Haecht, un hombre melancólico vestido con una bata, sacado de las cuentas que hacía en unas hojas sujetas a un tablero cuando Baumann lo llamó para las presentaciones. Szara esbozó una sonrisa y le dio la mano sin mucho entusiasmo.
Trajeron a la oficina bocadillos de pollo y café hirviendo. Cuando Baumann cerró de golpe la puerta de cristal, el alboroto disminuyó lo suficiente para que pudieran mantener una conversación en un tono normal.
—¿Qué le parece todo esto? —preguntó Baumann, deseoso de que el otro estuviera impresionado. Szara hizo lo que pudo para complacerlo.
—Hay tantos trabajadores…
—Ciento ocho.
—Y todo a lo grande.
—En la época de mi padre, que en paz descanse, no tenían más que un taller. No había nada que él no hiciera: rejas de adorno, sartenes, soldaditos de juguete… —Szara siguió la mirada de Baumann con la suya hasta un retrato colgado de la pared, un hombre severo, con un pequeño bigote—. Y todo hecho a mano, un trabajo que ya no se ve.
—No me lo puedo imaginar.
—No se puede comparar un sistema con otro —añadió Baumann con diplomacia—. Incluso nuestros hornos mayores no son tan grandes como los altos hornos soviéticos en Magnitogorsk. Diez mil hombres, se dice. Extraordinario.
—Cada nación tiene su propio sistema —dijo Szara.
—Por supuesto, aquí nos especializamos. Aquí todo es nicht rostend.
—¿Perdón?
—Es mejor decirlo en su idioma: austenítico. Lo que se conoce como acero inoxidable.
—Ah.
—Cuando termine usted con el bocadillo, le enseñaré lo mejor. —Baumann sonrió con expresión de conspirador.
A lo mejor se llegaba a través de dos puertas macizas guardadas por un anciano sentado en una silla de cocina.
—Ernest es nuestro hombre más veterano —explicó Baumann—. Ya estaba con mi padre. —Ernest saludó con una respetuosa inclinación de cabeza.
Entraron en una gran sala donde unos pocos trabajadores atendían dos cadenas de producción. Había más silencio y hacía más frío que en la otra parte de la fábrica.
—Aquí no se funde —explicó Baumann mientras sonreía compasivo al ver cómo afectaba el frío a Szara—. Aquí sólo hacemos cables de estampación.
Szara asintió con la cabeza; sacó un lápiz y un cuaderno del bolsillo. Baumann le deletreaba las palabras cuando era necesario.
—Es un proceso de troquelado; las barras de acero se introducen a una presión enorme a través de un tas de estampar, un bloque acanalado, el cual produce el cable en frío.
Baumann lo acercó a una de las cadenas de producción. De una mesa seleccionó un cable de pequeña longitud.
—¿Lo ve? Adelante, cójalo.
Szara lo retuvo en su mano.
—Lo que tiene ahí es un 302, uno de los mejores que hay. Resiste la intemperie, no se corroe, es mucho más resistente que el cable hecho de acero fundido. No funde antes de los mil cuatrocientos grados centígrados y su tenacidad, es decir, su resistencia a la tracción, es mayor que la del cable recocido en un factor de un tercio, aproximadamente. Su dureza está calculada en doscientos cuarenta en la escala de Brinell, frente a ochenta y cinco del otro. Una gran diferencia en todo, como puede ver.
—Oh, sí.
—Y no se dilata, ésa es su propiedad más importante.
—¿Por qué?
—Lo suministramos a la compañía «Rheinmetall» en trenzados múltiples, lo que aumenta su fortaleza en un factor considerable aunque sigue siendo flexible, para pasarlo por debajo de varias barreras o alrededor de ellas, y conserva una elevadísima capacidad de respuesta, incluso en grandes longitudes. Es lo que se necesita para cables de control.
—¿Cables de control?
—Sí, para aviones. Por ejemplo, el piloto mueve las alas con los controles de la cabina, pero lo que en realidad hace que las alas bajen son los cables de estampación «Baumann». También el timón de alta velocidad de la cola, y los alerones de las alas. ¡Estos aviones de guerra! Tienen que ladearse e inclinarse, y descender en picado. La capacidad de respuesta lo es todo, y la capacidad de respuesta depende de la calidad de los cables de control.
—Entonces usted es un factor importante en el rearmamento de la Luftwaffe.
—En nuestra especialidad, yo diría que preeminente. Nuestro contrato con «Rheinmetall», que instala cables de control para todos los bombarderos pesados, el «Dornier 17», el «Heinkel 11» y el «Junker 86», es en exclusiva.
—Todos con cables de estampación.
—Así es. Estamos estudiando la posibilidad de instalar aquí una tercera cadena de producción. Se necesitan algo así como 150 metros de cable por cada avión. Bueno, eso es mucha demanda.
Szara dudó. Estaban al borde del abismo; era como sentir la tensión de alguien a punto de saltar al vacío. Baumann seguía mostrándose enérgico, expansivo, como un hombre de negocios orgulloso de sus logros. ¿Entendía lo que iba a suceder? Tenía que entenderlo. Szara estaba seguro de que él había concertado la entrevista, por lo tanto, sabía lo que estaba haciendo.
—Es toda una historia —dijo Szara, alejándose del precipicio—. Cualquier periodista estaría encantado con ella, por supuesto. Pero ¿se puede contar? —Ahí tiene la puerta, pensó, ¿vas a aprovecharla?
—¿En el periódico?
—Sí, por supuesto.
—Me parece que no. —Baumann rió de buena gana.
—Amén. Mi editor en Moscú me ha informado mal. No suelo ser tan obtuso.
—No exagere. —Baumann contuvo la risa—. Herr Szara usted, no es nada obtuso. De los ciudadanos soviéticos que pudieran aparecer por Alemania, dejando a un lado los diplomáticos o a las misiones comerciales, la suya es una presencia de lo más natural. Seguramente, usted no le gusta a los nazis, pero no resulta sospechoso.
Szara se sintió algo picado el oír lo último. Así que sabes de la vida clandestina, ¿verdad?
—Bueno, no creo que las cifras de su producción mensual vayan a ser publicadas en las revistas de economía.
—No es probable.
—Sería una negligencia.
—Desde luego. En octubre, por ejemplo, suministramos a la «Rheinmetall» unos 5000 metros de cable estampado 302.
Divide por 150, calculó Szara, y tendrás la producción mensual de bombarderos del Reich. Aunque los tanques pudieran ser de gran interés, ninguna otra cifra informaría tan bien a los planificadores militares soviéticos de las intenciones estratégicas alemanas y de su capacidad.
Szara anotó el número como si estuviera tomando notas para un guión de película —nuestro lema ha sido siempre «excelencia», decía Baumann.
—Sustancial —comentó Szara mientras golpeaba con el lápiz el número anotado—. Sus esfuerzos deben de ser muy apreciados.
—En algunos Ministerios sí, desde luego.
Pero no en otros. Szara se guardó el lápiz y el cuaderno en el bolsillo.
—Nosotros, los periodistas, no solemos encontrar tanto candor.
—Hay momentos en que el candor es preciso.
—A lo mejor volveremos a vernos.
Baumann afirmó con la cabeza, una breve y estirada reverencia: un hombre digno y culto había decidido, teniendo en cuenta su honor que consideraciones de más alto valor debían prevalecer.
Volvieron a la oficina y charlaron durante un rato. Szara reiteró su gratitud por el placer de la noche anterior. Baumann se mostró condescendiente, le avisó cuando llegó su taxi, sonrió, le estrechó la mano y le deseó un viaje de regreso sin problemas.
El taxi traqueteó mientras pasaba junto a los muros de ladrillo de la fábrica. Szara cerró los ojos. Ella estaba en el centro de la habitación, piel oliva en tonos apagados, pálidos senos que subían y bajaban con la respiración. Marta Haetch.
El destino manda nuestras vidas. Al menos eso era lo que los eslavos creían, y Szara había vivido entre ellos el tiempo suficiente para entender su forma de pensar. No había más que admirar la sutil mano del destino: tejía una vida, unía el deseo a la traición, la ambición a la envidia; añadía idealismo, amor, falsos dioses, pérdida de trenes; luego tiraba de los hilos con fuerza y por ahí iba un ser humano, danzando y luchando.
Ahora, pensó, se hallaba ante esa muestra exquisita del destino conocida como la coincidencia.
Un hombre va a Alemania y le ofrecen, a un tiempo, la salvación de su dolorida alma y la garantía de seguir vivo. Asombroso. ¿Qué debería pensar ese hombre? Porque puede ver que su relación clandestina con el doctor Baumann y su cable mágico van a hacer de él un elemento tan apetitoso para los Servicios Especiales que éstos lo mantendrán vivo a toda costa, aunque el diablo se empeñara en echarle la zancadilla. En cuanto a su alma…, bien, había pasado malos momentos últimamente. Un hombre cuyos amigos desaparecen día tras día debe aprender a olfatear la muerte si quiere mantener su cordura; determinados afectos, ¿no arraigan siempre gracias a la proximidad? Éste es un hombre con problemas. Un hombre que se sienta en un parque de Ostende y le ofrecen, cuando menos, una posibilidad de salvación; pero él se levanta y se va para poder llegar a tiempo a una cita con los que, es de suponer, debe de pensar que van a secuestrarlo. Este hombre necesita una razón para vivir. ¿Y si esa razón se encontrara en Berlín? ¿Estrechamente unida a las mismas razones que garantizan su supervivencia?
Oh, grandiosa coincidencia.
En un vasto universo cambiante, donde las estrellas brillan y mueren en la noche infinita, cabe la posibilidad de aceptar toda clase de coincidencias. Y Szara aceptó la suya.
Quedaba, en medio de semejante especulación, una grave dificultad material, el documento de la Ojrana, y la necesidad de satisfacer a un segundo grupo de amos en el apparat del espionaje, el de Renate Braun y el general Bloch. Porque el encargo de Baumann le había venido, de eso Szara, estaba casi seguro, de sus viejos amigos de siempre en el NKVD, los del Departamento Extranjero, Abramov y los suyos, algunos conocidos, y otros que permanecerían siempre en la sombra.
Para seguir vivo tendría que convertirse en agente del Servicio Secreto: uno del NKVD.
En la mañana del 26 de noviembre, Szara cablegrafió, según las instrucciones, desde la Embajada soviética en Berlín, no un informe detallado, sino la respuesta a lo especificado en el telegrama de Nezhenko: la edad de Baumann y su talante, su esposa, cómo vivían, la fábrica, su historia orgullosa. Ni una palabra del cable de estampación, sólo que «desempeña un papel crucial en la industria del rearme alemán».
Y que habían sido tres en la cena. No quería entregarles a Marta Haecht.
Si el apparat supiera de qué iba el asunto, razonó Szara, hubiera enviado agentes de verdad. Pero no era así; alguien habría sido informado de una posible oportunidad en Berlín, alguien que habría ordenado a su ayudante: Oh, dile a Szara que pase por allí, con la idea de que él les comunicaría si había algo de utilidad allí. Estaba en la naturaleza del Servicio Secreto tal como él lo entendía: en un mundo de noche perpetua hay miles de señales que parpadean en la oscuridad, unas pueden cambiar el mundo; otras son insignificantes, e incluso resultan peligrosas a veces. Ni siquiera una organización de la envergadura del NKVD es capaz de examinarlas todas; por eso, en ocasiones, se acude a un amigo de confianza.
El personal de la Embajada estaba avisado ya de su llegada. Tomaron su informe sin hacer comentarios. Luego le dijeron que debía regresar a Moscú, en el mercante soviético Kolstroi, que saldría de Rostock, en el golfo de Pomerania, a las cinco de la tarde del 30 de noviembre. Así pues, le quedaban cuatro días. Reclamado por Moscú. Szara tuvo que esforzarse para no perder la calma. A veces, la frase significaba arresto; la petición de regreso había sido bastante correcta, pero una vez te tenían de vuelta allí… No, a él, no, y menos ahora. Podía imaginar algunos interrogatorios incómodos. Por parte de «amigos», que irían a su apartamento llevando vodka y comida; ése era, al menos, el método habitual: Qué alegría que has vuelto; tienes que contarnos todo lo de tu viaje.
Y tendría que hacerlo.
Por fin consiguió serenarse y decidió no pensar en ello. Salió de la Embajada con el bolsillo lleno de dinero y el corazón animoso, los dos pilares gemelos del espionaje.
¿Estaban ellos vigilándolo? Quiénes, ¿el grupo del Departamento Extranjero? ¿O el grupo de Renate Braun? Pensó que sí y, desde luego, gracias a Dios, así lo hicieron durante su viaje desde Praga a Berlín. Y muchos otros.
Sabía, según creía, de qué forma burlar la vigilancia. Le costó tres horas. Museos, estaciones de ferrocarril, grandes almacenes, taxis, tranvías y restaurantes con puertas traseras. Al final llegó solo —eso pensaba— a la tienda de antigüedades. Allí compró un cuadro, un óleo sobre lienzo, fechado en 1909, con un pesado marco dorado. El pintor, tal como el anticuario le informó con altivez, era un tal profesor Ebendorfer, de la Universidad de Heidelberg. Un rectángulo de 1,20 por 0,90, de factura romántica en el que aparece un joven griego, un pastor, sentado con las piernas cruzadas al pie de una columna rota, toca su flauta mientras, el rebaño pasta cerca; un cielo de vivo azul, aborregado de nubes sobre montañas de cumbres nevadas en la distancia. Huldigung der Naxos era su título —Homenaje a Naxos— con la firma del profesor Ebendorfer ingeniosamente colocada en el ángulo inferior derecho, al pie de un laurel que un camero mordisqueaba.
Vuelto a la habitación de la casa estrecha, Szara se entregó seriamente al trabajo, como debiera haber hecho desde un principio.
Y al no buscar nada en particular, sino que se trataba de una tarea mecánica que dejaba su mente casi libre, neutral en su búsqueda, al cabo de un rato empezó a ver las cosas con claridad. De inmediato deseó que no hubiese sido así. Porque lo que encontró fue veneno: un conocimiento que mataba. Pero allí estaba. Su primera intención había sido guardar el original en Berlín, ya que no hubiera pasado la inspección en la aduana rusa, y llevar un extracto a Moscú, escrito en su personal taquigrafía, de todos los hechos y circunstancias. Si empleaba una clave para las fechas contemporáneas además de nombres de ciudades desprovista de significado en lugar de las que aparecían en el informe, esperaba que los agentes del NKVD en la frontera tomaran aquel material por «notas periodísticas». Esos agentes no eran, ni con mucho, como los que se ocupaba de política extranjera, sino todo de una pieza, incorruptibles y torpes. Con ellos saldría del paso.
Lo que se proponía hacer se parecía a varias sumas de columnas de números, pero ese ejercicio, que no requería un gran esfuerzo mental, fue lo que permitió que la respuesta surgiera en el horizonte. Szara poseía el pensamiento de un escritor: el relámpago de la visión penetrante o la perspectiva reveladora que resulta de la atención permanente. Copiar, hubiera dicho él, era un trabajo de idiota. Pero copiando aprendió una lección.
Para organizar el trabajo, empezó por el principio y procedió a ordenar las fechas de los acontecimientos, semana por semana, mes por mes. Sin que se lo propusiera, hizo lo que los agentes del Servicio de Inteligencia llamaban un «crono», abreviatura de cronología. Porque en esa disciplina el qué y el quién eran de gran interés, aunque casi siempre el cuándo era lo que proporcionaba la información más provechosa.
Antes de la revolución, el contacto de los bolcheviques con la Ojrana era bastante común. Entre los revolucionarios y los Servicios Especiales del Gobierno hay, casi siempre, una relación más o menos encubierta. Podría decirse que los unos dedican tanto tiempo a pensar y hacer planes sobre los otros, y a la inversa, que el destino inevitable es que establezcan contactos so pretexto de recoger información. Así se mantiene la ilusión de la virginidad.
Pero DUBOK excedía con mucho los límites de lo que era normal en esta relación; compró su seguridad con las vidas de sus camaradas, y la Ojrana lo mimaba de manera inimaginable como a su más tierno retoño. Para él, duplicaron la dura realidad de la experiencia revolucionaria, pero tuvieron cuidado de suavizarla, de limarle las aristas. Fue a la cárcel, como todos los agentes clandestinos, y, también como casi todos ellos, se fugó. Pero el tiempo en la cárcel lo explica todo. Lo llevaron a la prisión de Bailov, en Bakú (aprendió alemán mientras estuvo allí), aunque cuatro meses más tarde ya estaba fuera. También tenía que experimentar el destierro, mas fue enviado a Solvychegodsk, en el norte de la Rusia europea, no a Siberia. Y «escapó» al cabo de cuatro meses. Un hombre con suerte, ese DUBOK. Dos años más tarde fue «atrapado» y devuelto a Solvychegodsk para que terminara de cumplir su condena, pero a los seis meses de estar allí se cansó; más que tiempo suficiente para oír lo que los otros desterrados tenían que decir, tiempo de sobras para mantener su credibilidad como agente bolchevique, por tanto, un hombre bajo control, y a casa otra vez.
DUBOK, estaba claro, era un criminal, poseído por una mente criminal. Nunca variaba su método: desarmaba a aquellos que lo rodeaban diciéndoles lo que querían oír —tenía un instinto extraordinario para adivinar lo que pudiera ser—, luego los sacrificaba cuando lo creía necesario. Explotaba la debilidad, castraba la fuerza, y nunca dudaba en excusar su propia cobardía. Szara pudo comprobar que el agente de la Ojrana había manipulado a DUBOK sin esforzarse porque había pasado toda su vida con criminales. Los entendía tan bien que había llegado a sentir una especie de simpatía compasiva por ellos. Con el tiempo llegó a desarrollar los instintos de un sacerdote: el diablo existía; la tarea consistía en trabajar de manera productiva dentro de sus dominios.
Al leer entre líneas, podía observarse que el agente se mostraba muy interesado por el efecto que DUBOK producía en los intelectuales bolcheviques. Éstos, hombres y mujeres, solían ser brillantes, eran científicos, sabían idiomas, poesía y filosofía. Para ellos DUBOK, era una especie de símbolo, una amada criatura procedente de los niveles más bajos, un malhechor ilustre y su camaradería con él los confirmaba como miembros de una sociedad nuevamente formulada. Un politólogo, un filósofo, un economista, un poeta podían hacer la revolución sólo si compartían su destino con un criminal. Él era el representante oficial del mundo real. Y así no hubo ocasión en que, gracias a ellos, su prestigio no aumentara. Y DUBOK lo sabía. Y DUBOK los detestaba por ello. Por el mero hecho de sentir el aire protector en cada poro de su cuerpo, vengarse a su conveniencia, probar que la igualdad estaba en la mente de ellos, no en la suya, los destruía.
Szara estuvo convencido desde el principio que tenía a un georgiano en sus manos, y cuando su perfecta mente capaz quiso por fin molestarse en hacer cálculos aritméticos, supo que era un georgiano de al menos cincuenta y cinco años, con un pasado revolucionario en Tbilisi y Bakú. Pudiera haber sido cualquiera entre muchos candidatos, incluidos los líderes del jvost georgiano; pero a medida que Szara avanzaba en el informe, aquéllos aparecían eliminados por el propio DUBOK. Para ayudar a la Ojrana, DUBOK había hecho una descripción de su amigo Ordjonikidze. Dieciocho meses más tarde, acusaba al terrorista armenio, Ter Petrossian, de participar en la «expropiación» de un Banco en Bakú; unas páginas más adelante se refería al bondadoso Abel Yenukidze; y hablaba con dureza de su odiado enemigo Mdivani. En mayo de 1913 fue presionado para que organizara una situación que comprometiera al revolucionario Beria, pero DUBOK nunca pudo pasar más allá de comentar el caso.
Tras día y medio, André Szara no pudo eludir más lo que era evidente: se trataba del mismo Koba, Iosif Vissarionovich Dzhugashvili, hijo de un salvaje zapatero borracho de Gori, el sublime líder Stalin. Durante once años, entre 1906 y 1917, había sido el lechón de la Ojrana, hozando las más raras y deliciosas trufas del subsuelo que tan cuidadosamente ocultaba a sus enemigos.
En esta habitación, pensó Szara mientras miraba el cielo gris sobre Berlín, ocurren demasiadas cosas. Se levantó del escritorio, se desperezó para desentumecer la espalda, encendió un cigarrillo y se acercó a la ventana. La señora vestida de seda armaba ruido abajo en las escaleras, dedicada a hacer alguna de las cosas misteriosas que la ocupaban todo el día. Abajo, en la acera, un anciano sujetaba la correa de un pastor alsaciano que regaba el pie de una farola.
Szara dedicó la mañana del domingo a quitar la tela de algodón que cerraba la parte posterior de Huldigung der Naxos; conseguido esto, repartió las páginas del expediente de la Ojrana por toda el reverso de la pintura, asegurándolas con un cordoncillo pardo atado a las cabezas de unos diminutos clavos que aseguró con un martillo de tachuelas. Con sumo cuidado colocó de nuevo la tela de algodón y repuso las grapas del marco original en las hendiduras, sucias de la herrumbre que se había formado en ellas con el paso de los años. Pensó que al ser tan pesado el dorado marco macizo, nadie advertiría la presencia del papel, y dentro de cien años, algún restaurador de arte…
El lunes, por ver primera, adoptó el papel de alemán. Hablaba con lentitud deliberada, y evitaba el deje yiddish de su acento, pues quería hacerse pasar por un individuo un tanto raro, nacido en alguna parte lejos de Berlín. Vio que si se peinaba con el cabello hacia atrás, se hacía un nudo pequeño en la corbata y levantaba la barbilla hasta una posición que a él le parecía particularmente alta, el disfraz era creíble. Tomó el nombre de Grawenske, que sugería unos orígenes eslavos o wendos, bastante corrientes en Alemania.
Telefoneó al despacho de un subastador y le dieron la dirección de un guardamuebles especializado en el almacenaje de obras de arte. («¡La humedad es su enemiga!», le dijo el hombre). Herr Grawenske apareció a las once en punto, explicó que iba a formar parte del personal contable de una pequeña compañía austríaca de productos químicos en Chile, masculló algo sobre la hermana de su esposa que iba a ocupar su residencia, y dejó la obra maestra del profesor Ebendorfer al cuidado del guardamuebles, para que fuera embalada y almacenada. Por dos años pagó una cantidad sorprendentemente modesta, dio una dirección falsa en Berlín y le entregaron un recibo. El resto de los efectos personales del agente y la bella maleta, los distribuyó en tiendas que colaboraban en misiones caritativas.
Marta Haecht le había dado el número de teléfono de la pequeña revista donde «ayudaba al director artístico». Szara intentó hablar con ella varias veces, mientras se helaba hasta los huesos en cuanto el crepúsculo cayó de plano sobre Berlín. La primera vez que lo intentó, ella había salido para hacer un recado a la imprenta. La segunda, alguien se rió y dijo que no sabía adonde había ido. Al tercer intento, poco antes de que cerraran, Marta se puso al teléfono.
—Me voy mañana —le dijo él—. ¿Puedo verte esta noche?
—Tengo una cena —repuso ella—. Es el aniversario de bodas de mis padres.
—Entonces más tarde.
—Volveré a casa… —El tono de su voz expresó vacilación.
¿Qué? Entonces él comprendió que había gente cerca de ella.
—¿A casa? ¿Desde un restaurante?
—No, no es eso.
—A casa para dormir.
—Sería lo mejor.
—¿A qué hora acabará la cena?
—No podré marcharme, espero que lo entiendas. Se trata de una celebración, una fiesta.
—Oh.
—¿Tienes que irte mañana?
—No me queda más remedio.
—Entonces no sé cómo…
—Te esperaré. Quizá puedas arreglarlo de alguna manera.
—Lo intentaré.
El timbre de la puerta sonó justo después de las once. Szara corrió escaleras abajo, cruzó a toda velocidad por delante de la puerta de la dueña —que había abierto una rendija para mirar—, e hizo pasar a Marta. Ésta llevaba un aura del frío nocturno en su piel. Vestía un traje de noche azul, de tafetán con volantes, abrochado a la espalda.
—Ten cuidado —le dijo ella al ver que Szara titubeaba—. No podré estar mucho tiempo. Aquí no es costumbre abandonar así una fiesta.
—¿Qué les has dicho?
—Que un amigo se marchaba.
No fue una noche mágica. Hicieron el amor, pero ella siguió tensa. Después se puso triste.
—No tendría que haber venido. Era más dulce conservar el recuerdo de la nieve.
Con la punta de los dedos se apartó los cabellos de la frente.
—Ya no te veré más —añadió. Y se mordió los labios para no llorar.
Szara la acompañó hasta su casa, casi hasta la puerta. Se despidieron con un beso, un beso seco frío, y no hubo nada más que decir.
A finales de noviembre de 1937, el barco mercante soviético Kolstroi levó anclas del puerto de Rostock, remontó lentamente el estuario del Warnemünde hasta la bahía de Lübeck, dobló al norte, hacia el Báltico; después siguió rumbo nordeste para rodear la península de Sasenitz, pasó ante la isla danesa de Bornholm y se dirigió al puerto de Leningrado, a unas ochocientas cuarenta millas marinas de allí.
El Kolstroi, con una pesada carga —herramientas para maquinaria, neumáticos de camiones y barras de aluminio—, embarcada en el puerto francés de Boulogne, se detuvo en Rostock sólo para cumplir la orden de recoger a once pasajeros con destino a Leningrado. Al remontar el Warnemünde, a medida que oscurecía y la niebla subía, hizo sonar continuamente su sirena y se unió al denso tráfico de cargueros que entraban y salían de la bahía de Lübeck, donde la espesa niebla del Báltico, empujada por los recios vientos del norte, avanzaba hacia la playa. A André Szara y a lo demás pasajeros no se les permitió subir al puente hasta que el barco estuvo fuera de los límites territoriales de Alemania. Cuando Szara salió a tomar el aire, al lado del salón del barco, donde les habían servido la cena, había poca visibilidad: no distinguía las luces de la costa alemana, sólo el oleaje de las negras aguas movidas por el ventarrón de noviembre, arrojando una fría espuma salada sobre las metálicas planchas del puente, donde se helaba en espejos de color plomizo. Aguantó allí cuanto pudo, mientras miraba la niebla enredada en las luces de los barcos que pasaban, sin que pudiera ver tierra.
El Kolstroi era territorio soviético; Szara sintió su peso en cuanto comenzaron la travesía. Tuvieron que esparcir sus pertenencias sobre una mesa ante la fría mirada de un agente de la Seguridad. El periodista Szara no significaba nada para aquel homo stalinus, tan humano como un reloj. Se alegró de haberse desembarazado del expediente de la Ojrana antes de salir de Berlín; sólo de pensar que lo hubieran visto en aquel carguero le produjo espanto.
Los pasajeros formaban un grupo heterogéneo. Había tres jóvenes universitarios ingleses, de piel lechosa y ojos brillantes, jóvenes terriblemente formales en un viaje de ensueño a la que consideraban su patria espiritual. También había un viajante de comercio, de mediana edad, afectado por una enfermedad, intento de fuga. Szara pensó que quienes lo habían arrastrado a bordo eran agentes del NKVD. Las puntas de sus zapatos rascaron la pasarela de madera cuando lo subieron al barco; resultaba evidente que había sido drogado perdiendo así la conciencia. No era el único que volvía a casa para morir. Formaban una hermandad silenciosa, encerrada en sí misma, abandonada a un destino sin escapatoria; el hombre que había sido arrastrado a bordo probaba la inutilidad de la fuga. Apenas dormían, avaros de las horas que les restaban para reflexionar; paseaban por el puente cuando podían soportar el frío, y movían los labios, como si mantuvieran una conversación con sus interrogadores.
Casi siempre se evitaban entre ellos. Una charla con un diplomático o con un científico marcado por la sospecha podía ser observada por el atento agente de Seguridad —¿cómo?, no se sabía—, y ser una prueba empleada en su contra, una evidencia sólo descubierta en los últimos momentos del regreso —pensábamos que estaba limpio hasta que vimos que hablaba con Petrov—; una ironía fatal para el peligroso apetito del NKVD.
Szara habló con uno de ellos, Kuscinas, en otros tiempos oficial de las brigadas de fusileros letones, los que apoyaron a Lenin cuando derrocó el gobierno de Kerensky; ahora era un anciano, con la cabeza rapada y el rostro cadavérico. Aun así, había una gran fortaleza en él; sus ojos brillaban en lo profundo de sus cuencas y su voz era lo bastante potente como para que pudiera ser oída por encima del fragor de las olas. Cuando el Kolstroi se columpiaba y se estrellaba en las altas olas que anunciaban el golfo de Riga, ya en el segundo día de viaje, Szara buscó con Kuscinas refugio debajo de una escalera para fumarse un cigarrillo protegidos del fuerte viento. Kuscinas no le dijo lo que había hecho; cuando Szara le preguntaba se limitaba a agitar la mano, gesto con el que daba a entender que aquello carecía de importancia. En cuanto a lo que pudiera ocurrirle, no quería preocuparse por ello.
—Lo siento por mi esposa, por nadie más. Una mujer tonta y terca. Por desgracia, ella me ama y se le va a romper el corazón, pero qué se le va a hacer. Mis hijos varones se han convertido en serpientes, mejor para ellos, me parece; mi hija se casó con una especie de idiota que se tiene creído que dirige una fábrica en Kursk. Todos encontrarán la manera de repudiarme, si es que no lo han hecho ya. Estoy seguro de que firmarán cualquier documento que les pongan por delante. Mi mujer, aunque…
—Debería pedir ayuda a los amigos —insinuó Szara.
—Amigos. —El viejo hizo una mueca.
Las planchas de acero del Kolstroi crujían cuando el barco era empujado a excesiva altura para luego caer pesadamente en el seno de la ola, esparciendo por los aires la enorme explosión de blanca espuma.
—Jódete también —dijo Kuscinas al Báltico.
Szara permaneció quieto contra la pared de hierro y cerró los ojos por un momento.
—Usted no va rendirse, ¿verdad? —preguntó Kuscinas.
—No —contestó Szara, y tiró el cigarrillo al agua—. Soy marinero.
—¿Lo van a detener?
—Quizá. Pero no lo creo.
—Entonces es que tiene los amigos adecuados.
Szara asintió con la cabeza.
—Suerte. O quién sabe —dijo Kuscinas—. Cuando llegue a Moscú, tal vez sus amigos no sean los adecuados. En estos días nunca se sabe. —Se quedó un rato en silencio, recordando algo de su vida—. Supongo que usted es como yo. Uno de los leales, de esos que llevan a cabo lo que hay que hacer y no quieren saber por qué lo hacen. Disciplina sobre todo. —Hizo un movimiento de pesar con la cabeza—. Y al final, cuando nos llega la hora, y algún otro está llevando a cabo lo que tiene que hacer, alguno que no quiere saber por qué lo hace, ejecutor disciplinado, entonces, todo lo que se nos ocurre es Za chto? —¿por qué?, ¿para qué? —Kuscinas se echó a reír—. Simples preguntas para salir del paso —añadió—. Por lo que a mí se refiere, no pienso preguntar nada.
Aquella noche, Szara no pudo dormir. Permaneció en su litera, fumando, mientras que el hombre de la de enfrente se pasó toda la noche murmurando en sueños. Szara conocía la historia de aquella pregunta, Za chto? Se rumoreaba que quien primero la hizo fue el viejo bolchevique Yacov Lifschutz, ayudante de comisario del pueblo. Fueron sus últimas palabras. Szara lo recordaba, un hombre pequeño, de cejas hirsutas, perilla obligada y ojos centelleantes. Cuando se arrastraba por el alicatado pasillo de la Lubyanka —llegaban hasta allí, pero nadie alcanzaba el final del pasillo— se volvió un momento hacia su verdugo, un funcionario a quien conocía desde la niñez, le preguntó: «Za chto?».
Durante la purga, la pregunta se extendió por todas parte. Se escribía en las paredes de los calabozos, se grababa en los bancos de madera de los vagones Stolupin que se llevaban a los prisioneros, se arañaba con un punzón en los tablones de los campamentos de tránsito. Casi siempre eran las primeras palabras que los policías oían del hombre o de la mujer que iban a detener de noche, y, de nuevo, las primeras palabras que el hombre o la mujer decía cuando entraba en el calabozo abarrotado de gente. «Pero ¿por qué? ¿Por qué?».
Todos somos por el estilo, pensó Szara. No ofrecemos excusas o coartadas, no luchamos contra la Policía, no buscamos compasión. Ni siquiera nos quejamos. Somos la gente que nos llamamos «muertos de vacaciones» a nosotros mismos; siempre estuvimos a la espera de la parca, durante la revolución, en la guerra civil. Todo lo que preguntamos —tan racionales somos— es el sentido que tiene, su significado. Luego nos iremos. Pero ahora sólo queremos una explicación. ¿Es demasiado preguntar?
Sí.
El salvajismo de la purga —Szara lo conocía— les dio toda la razón para creer que había una razón, que tenía que haberla. Cuando se llevaron a determinado agente del NKVD, la esposa lloró. Entonces fue acusada de resistirse al arresto. Tales acciones, corrientes, cotidianas, implicaban un esquema, un plan preconcebido. Sólo querían que les dejaran penetrar su significado y, por supuesto, sus propias muertes habían comprado el derecho a una respuesta; una vez escuchada, dejarían que ocurriera lo demás. ¿Qué significaba una gota de sangre derramada en el suelo para aquellos que la habían visto como ríos desbordados por las calles polvorientas de la nación? La única ofensa era la ignorancia, algo que nunca toleraron, que no podían tolerar ahora.
Hubo un momento en que el culto del Za chto? empezó a desarrollar una teoría. En especial a partir de los sucesos de junio de 1937, cuando la única alternativa al poder del dictador quedó hecha trizas. En aquel junio le tocó el tumo al Ejército Rojo, y cuando la humareda se disipó, que vio que lo habían decapitado, aunque seguía desfilando. El mariscal Tujachevsky, reconocido como el soldado más grande de Rusia, fue acompañado en su desaparición por dos de los cuatro mariscales que quedaban, catorce de los dieciséis comandantes en jefe, ocho de los ocho almirantes, y así hacia abajo uno tras otro. Todos los once vicecomisarios de Defensa, sesenta y cinco de los ochenta miembros del Soviet Supremo Militar. Todo esto tenía una razón para ellos; los fusilamientos, los helados campos rodeados de minas, un ejército virtualmente derrotado por su propio país… sólo podía obedecer a una intención: Stalin buscaba de esa forma la desaparición de cualquier oposición en potencia a su poder personal. Era el método del tirano: primero elimina a los enemigos, después, a los amigos. Se trataba de un ejercicio de consolidación. A gran escala. Últimamente, las víctimas se contaban por millones. ¿Pero acaso no era Rusia una nación a gran escala?
¿Qué era Rusia, sino un lugar donde uno podía decir que, desde siempre, los tiempos y los hombres son perniciosos, y por eso sufrimos? Esto, para algunos, acababa con el tema. Los viejos bolcheviques, los chequistas, los cuerpos de oficiales del Ejército Rojo…, todos fueron la revolución, pero había llegado el momento de sacrificarlos para que el Gran Líder pudiera permanecer sin sombra de amenaza en el lugar supremo. La espina dorsal de Rusia estaba rota, su espíritu exangüe; pero, al menos, casi todos tenían ya su respuesta y pudieron seguir con el trivial asunto de las ejecuciones: las aceptaban y las entendían. Un gesto final en beneficio del Partido.
Pero estaban equivocados; aquello no era tan sencillo.
Algunos entendieron que no muchos, sólo unos pocos, y pronto los suficientes, morirían y, con el tiempo, también sus verdugos, y, después, los verdugos de los verdugos.