Pekín desde el taxi
Con la manga de su chaqueta Zhang Xiaodong frota la luna delantera del taxi. Ha dormido dos horas y su respiración ha empañado por completo los cristales. El ambiente está cargado y huele a ajo. Cuando baja la ventanilla, entra una bocanada de viento fresco. Hace crujir los nudillos, gira el cuello para desentumecerlo y sale a estirar las piernas.
Detrás del suyo hay decenas de taxis aparcados en fila. Los conductores duermen todavía con los asientos reclinados hacia atrás y los pies en el salpicadero. A sus 58 años Zhang Xiaodong ya no consigue descansar bien así. Enciende un pitillo, seca el rocío del capó y se sienta mirando al canal que discurre al lado de la calle. Dos trabajadores municipales lo recorren de arriba abajo en una lancha motora, pescando algas y basura con sus redes en el agua verdusca. Detrás está la autopista. En cuanto amanezca el ruido del tráfico será ensordecedor, pero de momento sólo se escuchan las golondrinas y el ronroneo de la embarcación al ralentí.
Todavía le queda medio día para terminar el turno. Vive a dos horas conduciendo de Pekín, y no le saldría rentable ir y venir cada día, así que trabaja veinte horas seguidas y luego descansa otras veinte para optimizar gastos. Lo tiene todo calculado. El alquiler del taxi, el combustible y los peajes corren por su cuenta. Como la gasolina ha subido (cuesta el doble que hace cinco años), tiene que trabajar mucho más para ganarse sus 2.400 yuanes (286 euros), lo imprescindible para comer y pagar las consultas médicas de su mujer.
Un par de flexiones de tronco y de rodillas, un trago largo del té que lleva en el termo y ya está listo para ponerse de nuevo al volante.
Cuando empezó a trabajar como chófer en 1986, en Pekín los coches eran un lujo reservado a los empresarios y los altos cargos del Partido. El resto de la población se desplazaba en autobús o en bicicleta. A cualquier hora del día las calles estaban despejadas. Zhang Xiaodong recuerda el placer de cruzar la avenida Jing Shan desierta, frenando y acelerando cuando le venía en gana, bordeando los jardines imperiales de la Colina del Carbón y los pabellones dorados de la Ciudad Prohibida. En veinte minutos atravesaba la ciudad de un extremo a otro sintiéndose el rey del asfalto.
Hoy para completar el mismo trayecto necesita dos horas. En congestión de tráfico Pekín está al nivel de México DF o de São Paulo. Con cinco millones de vehículos[133] las circunvalaciones están siempre bloqueadas. El caos puede desatarse por cualquier incidente: un bus pretende doblar en un cruce, varios automóviles no consiguen adelantarlo a tiempo y quedan atrapados... ya se ha formado el embudo. Los conductores se desahogan a bocinazos o directamente se bajan del vehículo ante los gritos desesperados de un agente de tráfico. En Internet hay centenares de vídeos de aficionados que graban estos desbarajustes desde sus ventanas y comentan lo desastrosa que se ha vuelto la ciudad.
El tráfico es uno de los temas que más sacan de quicio a los pekineses. Todos se acuerdan del «atasco más grande del mundo», como lo llamaron los medios internacionales, en el verano de 2010. Durante más de diez días la autopista que une Pekín y la región autónoma del Tíbet se convirtió en una ratonera porque estaba en obras y varios accidentes terminaron de obstruirla. A lo largo de cien kilómetros miles de coches y camiones estuvieron casi parados, avanzando por momentos al ritmo exasperante de un kilómetro diario. Pacíficos, los conductores dormían, paseaban y jugaban a las cartas. No les quedó más remedio que lavarse y hacer sus necesidades entre los vehículos. Sólo montaron en cólera cuando los vecinos de la zona, que vieron claro el negocio, empezaron a venderles el agua y los fideos instantáneos al cuádruple de su precio.
El embotellamiento situó el tráfico en el epicentro del debate mediático. ¿Podían absorber el tráfico actual de camiones unas carreteras concebidas y construidas hace treinta años?, se preguntaban los expertos. El gobierno reconoció que no. Abastecer de energía a las macrociudades como Pekín tiene un precio: las vías están saturadas, machacadas por tanto transporte de mercancías y materias primas. Se calcula que, en la autopista del atasco más largo del mundo, el tránsito ha aumentado un 40 por ciento en pocos años porque Mongolia Interior es la nueva fuente de carbón de la capital.
En Pekín el asunto era otro: la fiebre del automóvil estaba asfixiando a la ciudad. Las cinco circunvalaciones, que son bastante nuevas, lucen un pavimento que ya quisieran para sí Roma o Nueva York, pero no tienen suficientes carriles para acoger semejante cantidad de vehículos. Animados por jugosas ayudas del gobierno, que declaró estratégico el sector para que China despuntara al nivel de Alemania, Japón y Estados Unidos, los consumidores se lanzaron por el símbolo de estatus social por excelencia. Había llegado el momento de conducir.
En 2009 familias enteras acudían en tropel a los salones del automóvil. Un presupuesto de 5.000 yuanes mensuales (600 euros) bastaba para comprar y mantener un automóvil de gama media[134]. Los más pudientes se hacían con dos. Los campesinos, que recibían subvenciones por jubilar sus coches viejos, examinaban los nuevos una y otra vez, ajustando los espejos y reclinando los asientos hacia delante y hacia atrás. Los que aún no habían juntado el dinero merodeaban entre los modelos en exposición, quedándose con la foto del que se regalarían en un futuro.
Shanghái se convirtió en la nueva Detroit. Y China, en el primer mercado automovilístico mundial por delante de Estados Unidos. En 2010 se vendieron dieciocho millones de unidades. Para muchos analistas las cosas empezaron a ir demasiado rápido. La cifra de coches per cápita seguía siendo muy baja en comparación con los países desarrollados[135], pero las ciudades no estaban preparadas para semejante euforia automovilística. El Centro de Investigación de Transportes advirtió de que en Pekín el tráfico era cada vez más lento y podía alcanzar niveles alarmantes en 2015.
El gobierno echó el freno. Dejó de conceder ayudas y a finales de 2010 restringió el número de matrículas nuevas[136]. Mucha gente recurrió a la picaresca y a contactos para matricular su vehículo de todos modos, pero las limitaciones, unidas al aumento del precio del combustible, hicieron bajar las ventas[137]. Se tomaron medidas para reducir la congestión y la contaminación, se promovió el coche eléctrico y se reforzó la red de metro, una de las más extensas del mundo. Además se obligó a los coches a circular en días alternos, según su matrícula terminara en número par o impar.
Con todo Zhang Xiaodong calculaba que cada día pasaba unas tres horas atrapado en atascos. Y eso le desesperaba. Para ganar 520 yuanes (63 euros) necesitaba trabajar al menos doce horas. Cuando el coche estaba parado, el taxímetro corría más lento y ganaba la mitad. Miraba el cuentakilómetros angustiado por el coste de oportunidad.
Lo que le salvaba de un ataque de nervios era la música. Escuchaba de todo salvo tecno: ópera china, Mozart, Bruce Springsteen o rock local. Al poco tiempo de conocernos me regaló un disco de Dao Lang, su artista de folk preferido, de la provincia de Sichuán. «Me lo regaló mi hija. Es mi profesora de música moderna», dijo, e insertó el CD en el reproductor del taxi. Se sabía los temas de memoria:
«La primera nieve de 2002
me trae una historia difícil en Urumuchi[138]
que no puedo olvidar.
Eras como una mariposa que aleteaba
sobre la nieve virgen, como una llama».
Entonó los versos con voz ronca de fumador empedernido. «He escuchado este disco miles de veces. También me gusta la radio, pero la música llena más espacio. Me acompaña. Mientras canto, doy menos vueltas a las cosas. Las horas pasan muy despacio al volante».
Tenía los ojos negros, chispeantes, y la piel morena y curtida, con finísimas arrugas blancas. Cuando sonreía, asomaban unos dientes torcidos y salpicados de sarro, con puentes mal colocados que dejaban hierros a la vista. Como muchos hombres chinos, llevaba larga la uña del meñique, de unos dos centímetros. Es sinónimo de cierto estatus porque indica que uno no trabaja con las manos. La usan como si fuera una navaja suiza: para rascarse, quitarse la cera de los oídos, hurgarse la nariz, abrir paquetes, separar billetes y, en el caso de Zhang Xiaodong, juguetear en los atascos.
Desde su asiento el taxista ha visto cómo el pueblo grande que era Pekín se ha convertido en una capital despampanante. Cuando terminó la guerra civil en 1949 y se proclamó en la plaza de Tiananmen la República Popular, apenas había casas de dos pisos. Sesenta años después la línea del horizonte incluye rascacielos con forma de antorcha, abrelatas y espiral. Es el nuevo Pekín, el sueño de los arquitectos occidentales, donde todo es posible.
La nota amarga es que por el camino se ha destruido gran parte del patrimonio histórico. El valor de las construcciones que se han perdido desde el maoísmo es incalculable. Wang Jun, periodista, especialista en urbanismo y autor de Cheng Ji (), un éxito de ventas sobre la evolución de Pekín, ha documentado minuciosamente los destrozos. Uno de los más simbólicos ocurrió en 1954, cuando los maoístas derribaron el Templo de la Celebración de la Longevidad. Edificado en el siglo XII, era una de las joyas de la ciudad. Los mongoles lo respetaron cuando adoptaron Pekín como capital[139], no así los ingenieros del Partido Comunista, que se empeñaron en trazar una línea recta de este a oeste a cualquier precio. La avenida de la Paz Celestial pasa por donde en otra época se elevaba el templo budista.
La destrucción alcanzó máximos durante la Revolución Cultural (1966-1976). Los Guardias Rojos, jóvenes paramilitares cegados por el culto a Mao, recibieron instrucciones de acabar con todos los símbolos del pasado y reconstruir el país desde cero. Azuzados por el gobierno, redujeron a escombros miles de edificios centenarios. Saquearon museos, templos y siheyuan, las emblemáticas viviendas pekinesas de ladrillo gris y techo de teja[140]. Los propietarios enviaron lo que pudieron al extranjero, lo malvendieron para sobrevivir o lo escondieron. Aun así se perdieron portones de madera labrados a mano, artesonados, muebles, tapices preciosos, siglos de historia.
Con la apertura económica de 1978 el lema pasó a ser crecer, crecer y crecer. Había que acoger a la clase media y a los emigrantes que llegaban del campo, construir edificios altos y centros comerciales. Bajo las excavadoras desaparecieron barrios enteros de casas bajas. Cientos de miles de viviendas fueron expropiadas y sus dueños, desalojados del centro y reubicados en las afueras. El sector inmobiliario despuntó como uno de los negocios más lucrativos y más opacos[141].
Tres décadas más tarde Pekín tiene veintidós millones de habitantes y el mapa sigue cambiando. No es una exageración: en un par de semanas puede desaparecer una manzana de casas. Al volante Zhang Xiaodong necesita repasar todo el tiempo las rutas en su cabeza para no perderse y evitar las calles con zanjas. Cuando siente nostalgia, conduce junto a las ruinas de la muralla. Nadie diría que durante casi quinientos años, desde 1435 hasta 1965, la capital china estuvo fortificada por un muro de casi veinticinco kilómetros de largo, quince metros de alto y nueve puertas. Mao Zedong ordenó derribarlo para construir la primera circunvalación de la ciudad, el llamado segundo anillo, y la primera línea de metro. Muchos expertos se llevaron las manos a la cabeza, pero no había nada que hacer[142]. Lo único que queda en pie de la fortificación son un par de puertas que se alzan solitarias junto a la autopista[143] y una pared comida por las malas hierbas cerca de la estación sur de tren. La gente va allí a pasear a sus perros.
Habíamos ido a hacerle una visita a las ruinas de la muralla y nos entró hambre. Aparcamos el taxi a la entrada de un hutong, un conjunto de callejuelas tradicionales, para buscar algún sitio de comida casera. En medio del estruendo de la autopista este tipo de barrios permanecen increíblemente silenciosos, como oasis en el desierto. Sólo se ven casas bajas y puestos de verdura fresca, los vecinos se desplazan en bicicleta, todo el mundo se conoce, los niños juegan solos sin peligro. He Suzhong, fundador del Centro de Protección del Patrimonio, siempre dice que si tuviera que elegir el lugar más representativo de la antigua cultura china elegiría el hutong. Simboliza una forma de vida.
Pero para disfrutar ese sabor único hay que darse prisa. «A esta calle no le queda mucho tiempo en pie», me dijo Zhang Xiaodong señalando a las casuchas de materiales baratos, sin calefacción ni baño. Muchas eran auténticos tugurios. El ideograma chino (chai) lucía en varias puertas: significa que algo va a ser derribado. Contamos ocho caracteres iguales en pintura blanca.
En una esquina dos mujeres se lavaban el pelo en un barreño. Un niño que apenas sabía andar se tambaleaba persiguiendo a una gallina. El animal iba delante, perdiendo plumas de la cola. La parte de atrás de un restaurante musulmán daba al callejón y en el aire flotaba el aroma de los pinchos de cordero. Un ayudante de cocina que llevaba un delantal cochambroso salió a tirar restos de comida sobre un montón de desperdicios que se pudría en un rincón.
Al final de la calle avistamos una maraña de bicicletas y sanlunche, los triciclos que se usan para transportar tanto pasajeros como mercancías. «Si tanta gente ha aparcado ahí es porque hay un sitio donde se come bien», apuntó Zhang Xiaodong, y apretó el paso como si hubiera olfateado algo. No se equivocaba: al doblar la esquina encontramos un bar a rebosar de clientes. Era un local de apenas cinco metros cuadrados, de paneles prefabricados, y sin baño (en los hutong se usan los aseos comunitarios). Los dueños habían improvisado una terraza con mesas plegables y taburetes enanos, de unos quince centímetros. Uno queda prácticamente en cuclillas al sentarse: una postura muy cómoda, según los chinos. Pedimos dos cuencos de dan dan mian, fideos de Sichuán bañados en salsa picante, con cerdo, verduras en vinagre y cebolleta. Zhang Xiaodong añadió unos dientes de ajo como acompañamiento. Los chinos rara vez perdonan el ajo fresco en las comidas, como los occidentales el pan.
Tres hombres que vestían el uniforme de taxistas nos saludaron desde otra mesa.
«¡Viejo Zhang! ¿Has venido a comer?», gritó uno rechoncho con la cabeza rapada. Nos hizo señas para que nos sentáramos con ellos. Se llamaban Lu, Lao Wang y Xiao Lin. Se conocían desde hacía años, como me explicaron después, pero no solían coincidir porque tenían turnos diferentes. «¡Estamos celebrando que el señor Lu va a ser abuelo!», exclamó Xiao Lin, el rechoncho. Le hizo una señal al camarero para que trajera dos vasos más y nos sirvieron licor de arroz para brindar. Juntamos las mesas. «¡Qué alegría, va a ser un pequeño dragón!»[144], exclamó Zhang Xiaodong.
Lu y Xiao Lin trabajaban para la misma empresa que Zhang Xiaodong. Vivían respectivamente en Pingu y Miyun, dos pueblos de las afueras, y también apuraban al máximo las jornadas para economizar gasolina. Lao Wang, en cambio, era un pekinés de toda la vida y trabajaba de siete y media de la mañana a cuatro de la tarde. No le preocupaba ganar menos porque su mujer era enfermera en un buen hospital. «Ella es la jefa, gana más que yo, así que me toca encargarme de más tareas en casa», confesó riéndose. «Ser taxista en Pekín ya no es buen negocio».
Los tres habían coincidido por la zona y decidieron escaparse un par de horas a comer, aprovechando que en la segunda circunvalación se había formado un atasco por un accidente. «Me apuesto 50 yuanes a que entre los que han chocado hay un rico con un Mercedes», bromeó Xiao Lin. «Se compran lo más caro y ni siquiera han aprendido a conducir», se rio. «Entonces el otro debe de ser un conductor pirata», ironizó el señor Lu. De los cien mil taxis que hay en Pekín, aproximadamente treinta mil son hei che (coches negros), de particulares sin licencia que se ganan la vida llevando a gente. El señor Lu, que se teñía el pelo de color tizón y llevaba tupé, les tenía manía porque creía que le fastidiaban el negocio. Zhang Xiaodong, en cambio, los disculpó: «Los hei che hacen lo que pueden. Esta ciudad cada vez es más cara y llevan una vida muy ingrata. Cuando paso por una calle y los veo aparcados esperando clientes, me voy a otro lado».
Para Zhang Xiaodong sus compañeros desperdiciaban energía despotricando contra los chóferes clandestinos en lugar de encararse con sus propios jefes. Jamás levantaba el tono, pero se le hinchó la yugular al hablar de su empresa: «Son canallas, auténticas bestias que se gastan el dinero que dejamos de ganar nosotros», exclamó. En toda China hay ocho mil setecientas compañías de taxis que emplean a unos dos millones de conductores[145]. Mientras apuraban la botella de licor de arroz, los taxistas me explicaron que cada una funcionaba a su manera, pero con un denominador común: sangrar a los empleados. «En la mía organizan cada mes dos reuniones aburridísimas para hablar de las normas de tráfico, la seguridad y el trato al pasajero», protestó Zhang Xiaodong. «Nos obligan a asistir. Antes de la hora de la reunión nos bloquean los taxímetros por control remoto para que no podamos seguir trabajando. Perdemos medio día. Y ese dinero que dejamos de ganar nadie nos lo compensa. El alquiler del taxi sigue siendo el mismo». Sus colegas asintieron.
«La prueba de que para ellos somos payasos es este uniforme ridículo, míralo», exclamó Xiao Lin agarrándose la camisa que tenía que llevar desde los Juegos Olímpicos. Un mes antes, en julio de 2008, una orden municipal obligó a las compañías de taxis a proporcionar trajes reglamentarios a sus empleados. Era la puesta de largo de China ante el mundo y el gobierno quería causar buena impresión. Les prohibieron escupir, comer ajo para que no les oliera el aliento y fumar dentro de los taxis. Zhang Xiaodong y sus compañeros podían desobedecer a escondidas esas normas, pero con el uniforme no hubo remedio. Recibieron dos mudas de pantalón azul marino, camisa amarilla y corbata a rayas negras y amarillas. La multa por no ponérselo era de 200 yuanes. «No sabes lo que pica esta porquería. De algodón no tiene nada. Es fibra barata. Cuando sudo, no la soporto», protestó Xiao Lin, que después de la opípara comida tenía los botones de la zona de la barriga a punto de estallar.
Animados por mi grabadora, los cuatro se lanzaron a despotricar. «Este pantalón y esta camisa en el mercado cuestan como mucho 150 yuanes (18 euros). Tenemos dos conjuntos, así que 300 yuanes. La empresa nos descontó 800 del sueldo. ¿Eso no es robar?», insistió Zhang Xiaodong.
«A mí el uniforme ya me da igual, pero con las inspecciones me están amargando la vida», se quejó el señor Lu. «Nos penalizan si llevamos el taxi sucio, pero nunca nos han dicho cuáles son los estándares de limpieza. Por un pelo que un cliente haya dejado en el asiento trasero me pueden multar, ¡por un solo pelo! En el fondo lo que quieren es recaudar dinero. Los muy ladrones actúan además por venganza personal: cuando la policía se lleva mal con tu empresa, es mucho más estricta, busca el menor detalle para multarnos. Por un problema leve, pagas tú la multa, pero como sea mucho dinero y haya que notificárselo a la empresa, te quedas sin trabajo», explicó.
El señor Lu estaba obsesionado con la limpieza de su taxi porque una sola sanción le desbarataba las cuentas del mes. Se negaba en rotundo a llevar niños, personas en silla de ruedas y obreros que llevaran la ropa sucia. Reconocía sus prejuicios con una sinceridad pasmosa. «No me gusta la gente del nordeste, de ninguna de las tres provincias»[146], sentenció limpiándose los dientes con un palillo y chupándolo después. «Sean hombres o mujeres, dicen demasiadas vulgaridades. Habrá gente buena, pero en general en el nordeste son maleducados. Los pekineses siempre se dirigen a mí como “conductor” y luego me indican la dirección. Ellos se suben al taxi y dicen: “Sigue recto” y punto. Me hacen sentir incómodo. Tampoco me gusta la gente de Xinjiang. En esa provincia hay muchos ladrones, no están civilizados. No se llevan bien con nosotros, que somos de etnia han»[147]. De los extranjeros prefería no llevar ni a rusos ni a africanos.
«Yo evito pasar por Yabao Lu», reconoció Zhang Xiaodong en referencia a la calle principal del barrio ruso en Pekín, «porque me da miedo no entenderles cuando me hablan». Para él los peores eran los jóvenes, tanto extranjeros como chinos. «Los fines de semana siempre están borrachos e indican mal las direcciones. Algún descarado se ha montado en mi taxi diciendo que no tenía dinero pero que lo llevara igual. Yo en esos casos no protesto. No quiero problemas. Una vez un sinvergüenza me robó el teléfono cuando bajé a comprar tabaco».
La dueña del restaurante se acercó a preguntar si queríamos más licor de arroz. «Claro que sí, hermana»[148], Xiao Lin se frotó la panza, «pero hay que seguir trabajando. Como siga aquí sentado, me voy a quedar dormido», y se puso de pie trabajosamente.
En las semanas de poco trabajo Xiao Lin ni siquiera volvía a su casa. Dormía en el taxi entre la tercera circunvalación sur y el Museo de Arte Contemporáneo, en una calle tranquila donde decenas de conductores como él tenían montada una base de operaciones. Era un verdadero campamento. Cada uno se había hecho con un sitio fijo para aparcar, lavaban las mudas en el baño público y las tendían en una cuerda atada a dos farolas. Compraban comida caliente en un tenderete abierto toda la noche y en los bares cercanos les dejaban rellenar con agua hirviendo el termo de té. Si no conseguían dormir, siempre había algún compañero desvelado con quien pegar la hebra.
Zhang Xiaodong habría hecho los mismos sacrificios con tal de trabajar más horas, pero tenía que echarle una mano en la huerta a su esposa y, sobre todo, cuidar de ella: cuando le daba un ataque de vértigo, pasaba días tumbada sin poder moverse.
Zhang y su mujer vivían en una aldea al pie de las montañas de la comarca de Yanqing, a dos horas por carretera del centro de Pekín. En la misma casa sin baño ni lavadora donde el taxista se había criado con su padre y sus dos hermanas. La madre murió cuando él tenía 6 años. Eran pobres de solemnidad, nada raro por esa época. Zhang Xiaodong sólo fue cinco años a la escuela del pueblo, desde los 9 hasta los 14; le fascinaba leer historias de aventuras y jugar al ping-pong. En el patio del colegio había una mesa y se pasaba horas peloteando con sus amigos. «Habría llegado a algo si me hubiera dedicado a entrenar, pero no pudo ser. Era bueno de verdad», recordó sonriente. En 1966, como millones de niños chinos, dejó la escuela: empezaba la Revolución Cultural.
Aprovechando un hueco en su jornada, nos encontramos en el barrio de Fuchengmen, al oeste de la ciudad, en una avenida donde los abuelos entrenan a sus pájaros. Algunas aves están tan bien amaestradas que parecen perros: recogen las monedas de la mano de sus dueños con el pico y responden a los silbidos. Zhang me contó que le habría gustado criar palomas, una afición muy pekinesa prohibida durante la Revolución Cultural. En la lista absurda de actividades proscritas por «obstaculizar el triunfo del socialismo» también figuraba volar cometas.
«Fue una equivocación tratar de borrar la educación y las tradiciones», afirmó, mientras caminábamos bajo los sauces. De esa década tenía un recuerdo muy difuso. En cuanto dejó el colegio se puso a trabajar cargando bultos. «Me viene a la memoria mucho caos. Las diferentes facciones de los Guardias Rojos siempre estaban enfrentándose. Yo no era más que un muchacho, pero me chocaba que la gente de mi edad pudiera insultar a los maestros».
Los Guardias Rojos eran estudiantes de apenas 20 años, paramilitares ignorantes a quienes el presidente Mao movilizó «para luchar contra los burgueses y las élites»[149]. En realidad los manipuló para socavar un ala del Partido, a la que acusaba de ser pro capitalista, y reforzar su propio poder. Los instó a rebelarse contra sus mayores, algo profundamente contrario a la educación tradicional china. Zhang Xiaodong recuerda cómo los Guardias hicieron desfilar a sus maestros con sombreros de cucurucho y carteles con insultos colgados del cuello mientras obligaban al resto de alumnos a abuchearlos. La consigna oficial era eliminar los si jiu (), los cuatro ingredientes del pasado: «viejas costumbres, viejas ideas, viejos hábitos y vieja cultura»[150]. Uno de los carteles propagandísticos de 1967 muestra a un joven destrozando a martillazos un crucifijo, una estatua de Buda y los textos clásicos chinos.
Un culto perverso se instaló en torno a la figura de Mao. En 1969 se vendieron dos mil doscientos millones de chapas con su efigie[151]. Las calles se rebautizaron con nombres «rojos». Se saquearon templos y museos. Las ciudades se vaciaron de estudiantes y profesionales, que fueron enviados a aldeas remotas a aprender de los campesinos[152]. Escritores, filósofos y maestros tuvieron que recoger excrementos de las letrinas públicas como parte de su «reeducación». El gobierno encerró a muchos en campos de trabajos forzosos o los desterró a provincias remotas junto a sus familias. Se cometieron asesinatos, torturas y violaciones toleradas por las autoridades. Murieron millones de personas y el número de suicidios se disparó[153].
En algunos casos el nivel de atrocidad superó todos los límites: en la provincia sureña de Guangxi se documentaron casos de canibalismo. Los Guardias Rojos mataron, cocinaron y se comieron a varios directores de colegio para celebrar el triunfo de la Revolución. En los comedores se exhibieron cadáveres humanos, colgados de un gancho como si fueran vacas. El escritor Zheng Yi, uno de los disidentes más buscados por su participación en las protestas de Tiananmen, asegura que al menos ciento treinta y siete personas fueron devoradas en estas condiciones a finales de la década de 1960. No existen pruebas de que Mao estuviera al corriente, pero sí de que varios líderes locales instigaron y encubrieron la barbarie[154]. Se trata de uno de los casos de canibalismo con más implicados del siglo XX: miles de personas participaron en estos banquetes sangrientos para mostrar su lealtad al Partido Comunista.
La paranoia colectiva se apaciguó en 1969, pero la Revolución Cultural no se dio por concluida hasta siete años más tarde, cuando murió Mao. Poco a poco el país empezó a levantar cabeza pese a que su economía estaba destrozada[155]. Se recompusieron millones de vidas rotas. Las universidades volvieron a abrir sus puertas y los intelectuales fueron reinsertándose en la vida pública. Los jóvenes enviados al campo para ilustrarse en la vida del trabajador pudieron regresar por fin con sus familias. Terminaba una década de pánico que quedó grabada en la memoria colectiva de los chinos y despertó una enorme curiosidad entre los expertos en psicología de masas.
A la familia de Zhang Xiaodong la salvó su pobreza. El padre era analfabeto y entre los tres hermanos apenas acumulaban una década de estudios. «Nos trataron bien porque éramos obreros y supuestamente teníamos que gobernar el país, pero nos impusieron muchas normas: por ejemplo, no podíamos cocinar en casa porque las cocinas eran colectivas. A nosotros nos venía bien porque apenas teníamos qué llevarnos a la boca, pero ahora que lo pienso tampoco había alternativa. Fue una época dura». Hasta los maoístas más devotos lo reconocen. Con los años muchos Guardias Rojos, mortificados por la culpa, se han convertido en los críticos más acérrimos de la Revolución Cultural[156].
Mientras esperábamos a que pasara la hora punta de tráfico, nos sentamos en un banco viendo a los ancianos jugar con sus gorriones. A las siete de la tarde Zhang Xiaodong tenía que volver a la carretera. Le pregunté si había oído hablar de un artículo titulado «Después de cuarenta y cuatro años los Guardias Rojos empiezan a disculparse públicamente», que conmocionó a la opinión pública china en noviembre de 2010. Fue el primer reportaje sobre este tema en la China continental[157] y lo publicó el Nanfang Zhoumo, uno de los pocos diarios semiindependientes. «Sí, algo escuché por la radio en un debate», respondió. «Quizá en otros países sea difícil de entender, pero en China casi todas las víctimas prefieren olvidar y perdonar. Para qué remover el pasado. Tenemos tantos problemas nuevos que no podemos ocuparnos de los antiguos». Se encendió un cigarro y exhaló lentamente el humo por la nariz.
A pesar de todo Zhang Xiaodong se consideraba maoísta. Llevaba en la cartera una estampita roja con la efigie del Gran Timonel. «El comandante Mao cuidó del pueblo chino y le devolvió el honor», exclamó ufano mostrándome la cartulina. Sentía que la gente como él le debía la vida a Mao por haber llevado médicos a las aldeas. Antes de 1949 en el campo la menor epidemia se llevaba por delante a miles de personas. Mao, que se burlaba del Ministerio de Sanidad por elitista (lo llamaba «ministerio de la salud de los hombres urbanos»[158]), implantó un programa de doctores rurales para llevar los cuidados básicos a las aldeas, donde vivía el 80 por ciento de la población. Miles de jóvenes fueron seleccionados para recibir una formación médica elemental: aprendieron a poner vacunas, vendar extremidades rotas y prevenir infecciones, entre otras cosas. Se los conocía como «doctores descalzos»[159] porque, como los campesinos, muchos no tenían zapatos.
A partir de 1977 los servicios de salud gratuitos desaparecieron con las reformas económicas y todo el mundo tuvo que empezar a pagar por ir al médico. Una enfermedad grave suponía la ruina. Zhang Xiaodong contrajo tuberculosis y tuvo que pedir dinero a su hermana para costear el tratamiento. «Todavía no le he devuelto todo. Por fortuna la familia está para estas cosas», dijo apesadumbrado. A muchos extranjeros les cuesta entender que actualmente en China la medicina y la educación son de pago. Pero ¿no era un país comunista?, quieren saber. Eso mismo se preguntaba Zhang Xiaodong.
Desde 2009 el gobierno está embarcado en la reforma titánica de la sanidad. La idea es que para el año 2020 la mayoría de la población cuente con un nivel básico de confort y se alcance la xiaokang shehui ()[160], una sociedad moderadamente acomodada y en paz (esto último es esencial para el Partido Comunista, que quiere evitar a toda costa la inestabilidad). Pero mientras la gente siga ahorrando por miedo a ponerse enferma, no habrá forma de activar el consumo[161]. En los primeros dos años se invirtieron 200.000 millones de dólares. Los hospitales y las clínicas rurales recibieron ayudas para comprar equipos y proporcionar cobertura básica al 90 por ciento de la población[162].
A pesar de los avances la sanidad está lejos de ser universal. Gran parte de los pacientes ni siquiera puede permitirse el copago; los trabajadores migrantes del campo no están cubiertos en las ciudades. Y, algo que escandaliza a Zhang Xiaodong, los hospitales públicos siguen financiándose con la venta de medicinas. Cuantos más medicamentos recetan, más dinero perciben. Los abusos son notorios y las autoridades los reconocen. En algunos hospitales los precios de los medicamentos se anuncian en grandes paneles electrónicos, como las cotizaciones de la Bolsa.
Zhang Xiaodong estaba convencido de que Mao habría mantenido la medicina gratuita. «El Partido siempre destaca que el nivel de vida de los chinos ha mejorado mucho en treinta años. Cierto. Pero ¿y las desigualdades? ¿No han aumentado? Los pobres, si contraemos una enfermedad grave, nos morimos. Si yo enfermo mañana, el tratamiento costaría entre 200.000 y 300.000 yuanes (24.000-36.000 euros). El gobierno cubre el 40 por ciento, así que yo tendría que pagar 180.000 yuanes (22.000 euros). No podría juntar ni 10.000. ¿Qué haría? ¿Arruinar a los míos? Eso, nunca».
Su prioridad era no resultar una carga para sus dos hijos, de 26 y 32 años. Ambos trabajaban en la cárcel de Tianjin, una ciudad industrial a poco más de cien kilómetros de Pekín. «La niña estudió en una Academia de Policía y consiguió trabajo enseguida en el Departamento de Propaganda. Luego ayudó a entrar a su hermano. A mí no me gusta que trabajen ahí, sobre todo ella. Está en las oficinas, pero a veces tiene que entrar en la prisión y es peligroso. No quiero que le pase nada». A su hijo lo veía cada fin de semana, aún estaba soltero. A su hija, casada, la veía menos porque vivía más lejos, pero le había dado la mayor alegría de su vida: una nieta.
Tenía 5 años y era su absoluta debilidad. Todos la llamaban Ying tao, Cereza, porque nació un 28 de abril y de regalo su abuelo le llevó una canasta de cerezas de temporada al hospital. «Es listísima», comentó Zhang Xiaodong con una sonrisa que le borró el cansancio del rostro. La veía cada dos o tres meses, cuando podía arañar un par de días libres. «Es el momento más feliz de mi vida. Mi mujer y yo la llevamos al parque y le compramos algún juguete, comemos en un restaurante, la vemos jugar». Podía pasar sin comer para no gastar, pero la visita a Cereza era sagrada. Al mes siguiente pensaba llevarle de sorpresa un grillo. «De pequeño yo tuve muchos guo guo[163]. Me encantaba cazar bichos para darles de comer y ponerlos en la ventana para que cantaran más fuerte». Le compraría un guo guo en el mercado de animales y lo metería en un frasco de tapa rosa, el color favorito de Cereza.
Para cuando se jubilara tenía varios planes. No sabía aún cuándo sería, pero le gustaba repasarlos: plantar castaños delante de su casa, irse a la cama a las nueve de la noche y dormir tumbado para curarse las lumbares; y, si conseguía ahorrar, hacer el viaje de sus sueños: Pyongyang. No había salido nunca de China y tampoco tenía interés en visitar otros países, sólo Corea del Norte. Estaba convencido de que encontraría allí el Pekín de la década de 1960. «Lo he visto en la televisión: el Estado norcoreano se ocupa de la gente. La medicina y la educación son gratis. Es un verdadero país socialista».
Los paquetes turísticos a Corea del Norte se han puesto muy de moda entre los chinos. Para quienes se informan exclusivamente a través de la cadena oficial CCTV (es decir, la mayoría de la población urbana y prácticamente todos los campesinos con televisión) ir a Pyongyang es un viaje en el tiempo cargado de nostalgia. La propaganda china describe el reino eremita en términos edulcorados. Zhang Xiaodong no había oído hablar en su vida de la hambruna crónica ni de las atrocidades cometidas bajo la dictadura de Kim Jong Il[164]. «Se puede ir en el tren y cuando se visita la frontera con Corea del Sur a los chinos nos dejan acercarnos unos metros más que al resto de los extranjeros»[165], apuntó con ilusión.
Conseguir el dinero para el viaje no sería fácil, pero necesitaba un estímulo. Le aterraba pensar que al jubilarse le quedaría una pensión ridícula, de apenas 1.500 yuanes (178 euros) al mes. ¿Cómo iba a pagar las medicinas de su mujer? ¿Y si caía enfermo? «Podría haberme dedicado a los negocios, pero no valgo. Durante un tiempo vendí verduras en Pekín. Las traía del pueblo y las metía en el maletero del coche, pero venían conocidos y me pedían descuentos. Por miedo a quedar mal nunca les decía que no y acabé perdiendo mucho dinero. Mi mujer estaba furiosa», recordó riéndose. «De momento esto es lo único que sé hacer y tengo que seguir haciéndolo».
Había dejado a un cliente cerca de la Villa olímpica y nos encontramos allí. A unos metros se alzaba el Nido de Pájaro, el estadio donde China inauguró por todo lo alto sus Juegos de 2008. Compramos unas jiangbing, una especie de tortitas de harina rellenas de verduras y tofu, a una señora que las preparaba en el momento, y nos sentamos en el borde de la acera a ver anochecer.
Me contó que Lu y Xiao Lin, los taxistas con los que habíamos almorzado, habían hecho huelga esa semana para exigir un trato más digno, junto con varios miles de colegas. Él no se había atrevido: no tenía esperanzas de que mejoraran sus condiciones y temía las represalias de sus jefes. «¿De qué sirve pedir al gobierno que nos ayude? Hay miles de empresas, las autoridades no pueden ocuparse de todas. Demasiada corrupción. No hay nada que hacer», zanjó. Parecía contrariado. «No sé qué pensar. Lo hablo con muchos clientes. Pekín está más desarrollada que nunca. Nunca habíamos tenido la sensación de poder comprar tantas cosas. Pero no creo que mis hijos puedan hacerse ricos. Si no tienes dinero ni contactos, nadie te ayuda. Los hijos de los políticos son los que consiguen los buenos trabajos. Los de la gente corriente como yo, no. La próxima generación de políticos chinos estará formada por los hijos de los que gobiernan hoy. Y los pobres seguiremos siendo los esclavos».
¿Creía que esto no habría pasado con Mao?, le pregunté. Porque la corrupción entonces también alcanzó niveles escandalosos. «Es verdad. Yo creo que el sistema político en China es bueno, pero falla la corrupción. Sin embargo, la gente se queja poco; los chinos rara vez criticamos al gobierno. No queremos problemas. La gente tiene miedo de que la metan en la cárcel o de perjudicar a sus hijos», explicó.
Le contradije. La mayoría de la gente cuando cogía confianza hablaba de política y criticaba la corrupción y el nepotismo del Partido. Yo misma había charlado muchas veces de política con otros taxistas. Me los había encontrado de todos los colores: devotos del Partido, cínicos, incendiarios, retorcidos, nihilistas, pervertidos, románticos, y a casi todos les gustaba charlar. ¿Acaso no se confesaba él con sus clientes?
Soltó una carcajada que terminó en tos ronca. Esputó con fuerza antes de responder.
«¡Qué preguntones sois los extranjeros! Cada persona es diferente. Yo hablo de política con los compañeros que conozco, pero con los clientes, no».
¿De qué hablaba entonces?
«Te sorprendería saber lo que se puede aprender de los desconocidos. En estos años he conocido a muchos personajes en Pekín. Hay gente muy extraña. Mujeres que me preguntan si van bien maquilladas porque van a una cita... ¿Cómo voy a saber si van bien maquilladas? El otro día se montó una jovencita, yo creo que era prostituta o bailarina de algún karaoke. Empezó a hablar sin parar. Me contó que tenía un novio nuevo de Henan que era unos años más joven que ella, y no confiaba en él. La chica me decía: “Señor conductor, ¿usted cree que los hombres de Henan son buenas personas? Me han dicho que son muy mentirosos”. Empezó a quejarse de que el tipo le había pedido matrimonio, pero que no se preocupaba por ella lo suficiente. Creo que era un poco neurótica. La dejé en la puerta de una sala de fiestas».