Los que se lanzan al mar
El foco se posa sobre ella, iluminando su figura menuda, y el público rompe en aplausos. Algunos se ponen de pie, entusiasmados. Controlando los tiempos, Yang Lu sonríe, empuña el micrófono y saluda a cientos de personas que han venido a escuchar sus consejos sobre liderazgo empresarial: «Buenas noches a todos. Es un honor para mí estar aquí». La audiencia, que incluye empresarios VIP, cantantes, modelos, lo más granado de la farándula pekinesa, responde con otra sonora ovación. Un violinista toca en directo. En tres pantallas detrás de Yang Lu se proyecta una lluvia de pétalos morados, el color corporativo de su imperio. Esta mujer de huesos finos y tono firme se ha hecho millonaria enseñando a formar y a motivar equipos, hablando de innovación, algo impensable antes de la apertura económica hace treinta años. Como ella dice, «sofisticar» a los jefes es su especialidad. Combina talleres puramente empresariales con otros sobre el mundo del vino, el café y el golf, entre otras aficiones importadas que los ayudarán a romper el hielo en las reuniones. Y los ayuda a separar la vida profesional de la personal, que en China siguen estrechamente ligadas.
«Hoy aprenderemos a disfrutar del café, una bebida que no es típica de nuestro país pero que ya se ha vuelto muy común entre nosotros», explica Yang Lu apuntando con un mando a la pantalla de cuatro metros que tiene detrás. El escenario se llena de azules y amarillos con el cuadro de Van Gogh Terraza de café por la noche. «Los franceses se sientan en bares como éstos a charlar mientras toman café. Es parte de su estilo de vida relajado y romántico. En China queremos conjugar el éxito profesional con momentos así», dice, y señala las mesas de la brasserie sobre suelo adoquinado de Arles en la imagen. Cambio de diapositiva. Sigue un recorrido por los orígenes del café y sus variantes: Indonesia, Jamaica, Colombia, Costa Rica, Yemen. Embelesados, los espectadores escuchan la historia sobre las Lan Shan, las Montañas Azules de Jamaica, y cómo su microclima da a los granos un sabor tan peculiar. Algunos toman notas; otros graban la ponencia con sus teléfonos.
El violinista cambia de melodía. Un cañón de luz azul ilumina a dos camareros que han subido al escenario a preparar distintos tipos de café. Agitan sus cocteleras, flambean licores y rematan algunos vasos con copetes de nata mientras Yang Lu va mostrando las bebidas al público: «Este café se llama irlandés y no se toma en taza, sino en copa porque lleva whisky. Aquí tenemos un vienés, que por la nata es ideal para postre, aunque a algunos puede resultarnos demasiado dulce. Este otro se llama moca, es la prueba de que el café y el chocolate se compenetran perfectamente».
Cuando termina la presentación vuelven la luz y los aplausos. «China tiene mucho que ofrecer y mucho que aprender. Gracias a todos. Les deseo salud. Wanshiruyi![51]», exclama ceremoniosa como prescribe en China la buena educación. El público se levanta para la aclamación final. Las pantallas muestran la sonrisa de la anfitriona en un primer plano gigantesco; deslumbran sus labios carnosos y sus pendientes de brillantes.
Yang Lu es una de esas empresarias que supieron subirse a la ola, detectar una necesidad en el momento preciso. Después de trabajar quince años en compañías extranjeras abrió una de las primeras escuelas de liderazgo en Pekín. En un país tan competitivo como China, tan fascinado por la oratoria y el aprendizaje, consiguió clientes al momento. Desde el principio fue muy selecta con sus alumnos porque le horrorizaba que la compararan con los gurús de la autoayuda que arrasan en las librerías de los aeropuertos. Sólo escogía a altos ejecutivos de empresas potentes: el Banco de China, la cadena de televisión CCTV, IBM o fondos de inversión, entre otros.
Hablar con ella directamente era imposible. Para mi desesperación su asistente personal era una roca: «Yang Lu está muy cansada, ha tenido demasiadas reuniones esta semana», decía cuando se dignaba a contestar al teléfono. En más de una ocasión me explicó que su jefa estaba en una reunión y luego se contradijo con un gélido: «Está de viaje y no sé cuándo vuelve. Es mejor que no la moleste». Seguí intentándolo. Al cabo de varias semanas, misteriosamente, funcionó.
Las oficinas de Ya Zhi, la empresa de Yang Lu, estaban en un rascacielos del CBD, uno de los distritos de negocios de Pekín. Me topé con las primeras empleadas de uniforme morado en el ascensor. Traje de chaqueta, camisa de seda, moño prieto, medio tacón: una estética diseñada al milímetro por su jefa, según me explicaría ella después. En la puerta me esperaba una coordinadora con el mismo uniforme, un par de gamas más oscuro. A primera vista era una oficina como cualquier otra: hileras de cubículos con empleados absortos, suelo enmoquetado, el ruido de teléfonos y faxes. Sin embargo, algo llamaba la atención. Era el hilo musical. «¿Es música tibetana?», pregunté a mi guía. «Sí, son cantos budistas. A la profesora Yang Lu[52] le gustan para trabajar», susurró abriendo la puerta del despacho de su jefa y haciéndose a un lado para dejarme pasar.
La empresaria estaba revisando una pila de papeles. Se levantó para estrecharme la mano, pero antes de poder dar un paso estornudó. «Lo siento mucho, estoy resfriada», se disculpó y apartó discreta la cara para sonarse con un pañuelo de papel. «Mi asistente me ha dicho que tenías mucho interés en que habláramos y no quería cancelar nuestra cita. Tendrás que soportar mi voz terrible», dijo. Tenía los ojos vidriosos y la nariz hinchada y enrojecida. En el interior de su despacho los cánticos tibetanos sonaban más alto. Me fijé en unas barritas de incienso que ardían en un pequeño altar de madera encajonado entre sus libros de empresa. Yang Lu me invitó a sentarme. Llamó por un interfono para que nos trajeran té y se sentó en su sofá de cuero violeta bajo un retrato de Buda.
¿Por qué los mantras de fondo? «Me ayudan a concentrarme mientras trabajo», aseguró. «Y creo que a mis empleados les beneficia escucharlos también». Fue explicándome la decoración de la estancia, una extraña mezcla entre templo y museo empresarial que para ella tenía todo el sentido del mundo. Una pared estaba cubierta de arriba abajo con los galardones que había obtenido en su carrera: el premio a una de las diez mejores empresarias del país, el de «Entrenadora Pionera de Líderes Empresariales», «Miembro del Comité de Recursos Humanos de China», «Premio a la Mejor Imagen de Marca». Junto a la ventana colgaba un tapiz de colores brillantes que representaba una Rueda de la Vida tibetana[53]. «Me lo trajo un amigo de Lhasa», explicó acariciando el tejido. Sobre las repisas se acumulaban minerales, frascos de cristal, un tigre dorado y varios animales de jade. Me contó que había elegido ella todos los detalles, desde el tono de las paredes hasta la opacidad de las cortinas. El nombre corporativo, Ya Zhi (), elegancia, también era suyo.
«En mi opinión elegancia y delicadeza son cualidades que deben poseer tanto los jefes como los empleados. El color morado conjuga el romanticismo y la racionalidad porque tenemos que hacer caso de los impulsos sin caer en la sensiblería. Un tono rosa habría resultado demasiado femenino. El morado representa a ambos sexos», aclaró.
Yang Lu no podía ser más china en su sentido del deber y, como comprobé más tarde, en su humor. Pero a la hora de hablar no le iban los circunloquios como a la mayoría de sus compatriotas. Me espetó sin pestañear que el gran lastre de las empresas de su país era el legado confuciano, asentado en una jerarquía muy fuerte. Para Confucio el interés del grupo se antepone al del individuo y hay que buscar ante todo la cohesión y la armonía. Yang Lu creía que la estructura piramidal típica en la que los jefes mandan y los empleados acatan termina fallando. «Los trabajadores en este país están acostumbrados a los escalafones, a obedecer sin pensar en la repercusión que tendrá su acción en otros departamentos o en la totalidad del negocio», me explicó Yang Lu. No creía que la armonía y la humildad condujeran al éxito empresarial. Por el contrario, podían derivar en la complacencia y el estancamiento. Cuando el personal temía parecer soberbio por llevar la iniciativa, explicó, no hacía nada aparte de lo estipulado en sus funciones.
Sirvió el té en vasos de porcelana y echó en el suyo unas hierbas medicinales. «Espero que se me quite pronto este catarro. Tengo la agenda completa hasta dentro de dos meses», suspiró. «Y me cuesta delegar. Hago justo lo contrario de lo que predico a mis alumnos». Para explicarme a qué se dedicaba sacó unos folletos de un archivador y una pila de artículos que habían publicado sobre ella diferentes medios.
Cuando montó Ya Zhi en 2002, la asesoría al empresario era una actividad casi desconocida en el país. Los chinos estaban acostumbrados a ver en televisión a supuestos expertos (en realidad, algunos son actores) que pregonaban sus trucos para conseguir el éxito profesional. No entendían del todo por qué hacía falta ir a una escuela para trabajar mejor. Yang Lu se cansó de explicar que no tenía nada que ver con esos gurús. Por fortuna sus buenos contactos le dieron un voto de confianza. Para impartir los seminarios contrató a una docena de mujeres sobresalientes en el comercio, las relaciones públicas y la psicología, y ella se hizo cargo de los clientes más selectos y el protocolo. Llevaba así casi una década. Rara vez pasaba una semana sin que inaugurara un seminario empresarial o participara en un programa de televisión.
Aunque sus servicios eran personalizados, con el tiempo se dio cuenta de que todos sus alumnos necesitaban empezar por ciertas pautas básicas. Por ejemplo, por aprender a distinguir entre un grupo y un equipo. «No es algo evidente para los chinos. A los alumnos les preguntamos qué diferencia ven entre un equipo de baloncesto de la NBA y un grupo de turistas que viajan con una agencia, y tienen que pensar un rato antes de contestar». Otra de las primeras lecciones instaba a los altos ejecutivos a guiarse por criterios profesionales, y no por amiguismo. «En China cuanto mejor caigas al jefe mejor te trata, y a la inversa. Eso no puede ser», insistió.
Motivar a los trabajadores era lo más difícil. «Fíjate en cualquier empresa. En cuanto el jefe no está, los empleados se toman un descanso». Tenía razón, al menos en lo que se refería al ámbito de las oficinas. En ese sentido China es uno de los países con mayor absentismo laboral del mundo[54]. Ambas teníamos amigos que, en cuanto podían, se echaban una siesta en horas de trabajo o se inventaban visitas al médico para quedarse en casa viendo la televisión. Desde luego también hay millones de personas que no descansan ni un solo día de la semana porque, si no, no cobran. Viven como autómatas, entre la cama y la fábrica, la obra o el restaurante. Pero, como matizó Yang Lu, los jefes de esa gente no contrataban cursos para motivar a su personal.
Muchos ejecutivos la llamaban frustrados porque sus mejores empleados desaparecían al cabo de unos meses y se pasaban a la competencia. La rotación laboral había disminuido un poco por la crisis, pero seguía siendo enorme. Según Yang Lu, hasta cierto punto era positivo porque significaba que el mercado se movía y había competencia, pero terminaba pasando factura. Muchos empresarios eran conscientes de que tenían que cambiar algo, pero no sabían qué.
De pequeña Yang Lu soñaba con ser bailarina y militar. Sus padres eran miembros del ejército y le habían inculcado el gusto por la música y el baile. A principios de la década de 1980 ingresó en la Academia Militar de las Artes de Pekín, una de las instituciones más prestigiosas del país, pero una lesión le impidió entrar en Danza y acabó matriculándose en Ingeniería informática. Le fascinó. Por entonces China vivía un periodo único, con su recién estrenada apertura económica, y la población empezaba a sacudirse los traumas de la Revolución Cultural[55]. Vestirse a la moda o maquillarse ya no se consideraban estigmas burgueses; los universitarios disfrutaban de una inusitada libertad de expresión[56]. El lema oficial ya no era alcanzar la igualdad económica, sino hacerse rico. Deng Xiaoping estableció en varias ciudades de la costa Zonas Económicas Especiales[57], laboratorios de ensayo del capitalismo para experimentar la apertura económica y atraer inversión del exterior. Las primeras compañías extranjeras desembarcaron en el país[58]. La gente estaba cargada de ideas y energía, deseando progresar. Obstinada y visionaria, Yang Lu sintió que no podía perder ese tren. En 1991, nada más terminar la facultad, aceptó una oferta de la compañía francesa Bull. Tres años más tarde la reclutó Hewlett Packard, donde pasó ocho años que recuerda con entusiasmo.
«Aprendí lo indecible en esos dos trabajos. Me di cuenta de que las empresas extranjeras nos llevaban mucha ventaja. HP tenía más de treinta años de historia cuando entré yo, y en esos años se había forjado una cultura propia. Trabajaban de forma diferente. Al principio me chocó que mis jefes separaran sus vidas del trabajo. Eran muy responsables en la oficina, pero cuando terminaba la jornada o estaban de vacaciones, no contestaban las llamadas. Los empresarios chinos suelen pasarse las veinticuatro horas del día trabajando. No saben ser productivos». Seguía estornudando a cada poco, pero en ningún momento hizo ademán de cortar la conversación.
Sirvió otra ronda de té. A su juicio, el punto débil de las empresas privadas chinas era su falta de recorrido: las más antiguas no habían cumplido ni tres décadas (hasta 1988 ni siquiera existían legalmente) y tenían que aprender muchas cosas a marchas forzadas. No había que olvidar que China había experimentado una transformación económica brutal en tiempo récord, desde el maoísmo hasta un capitalismo de Estado sin complejos. En 1979 se disolvieron las granjas colectivas y cada familia pudo encargarse de un pequeño terreno. Por primera vez la población ya no estaba obligada a vivir, comer y trabajar junta, sino que decidía lo que quería plantar y podía quedarse con los beneficios de su trabajo. En esta mutación estructural, conocida como gaizhi (), se remodelaron y se cerraron decenas de miles de empresas estatales[59]. Desaparecieron cuarenta y cinco millones de empleos[60] y mucha gente se lanzó a emprender.
Hoy están registradas en China cuarenta millones de compañías y el 93 por ciento son privadas[61]. Sin embargo —y éste es el quid de la cuestión—, el Estado aún controla los sectores estratégicos de la economía a través de los gigantes públicos del petróleo, el gas, el acero, los seguros y las telecomunicaciones[62]. Ocho de cada diez miembros de los consejos de administración de esas empresas son nombrados directamente por el Partido Comunista. Son menos eficientes que las firmas privadas[63], pero los grandes bancos, que también son estatales, les conceden todas las facilidades de crédito. Muchos expertos ironizan diciendo que, al fin y al cabo, todo forma parte de una misma gran empresa, «China, S. A.».
Yang Lu tenía asumido que los empresarios independientes como ella jugaban en segunda división. Sus grandes preocupaciones eran captar inversiones y conseguir financiación, ya que más del 90 por ciento no consigue el apoyo de los grandes bancos[64]. Pero el empresario chino es decidido y busca dinero donde haga falta[65]: familia, amigos y, sobre todo, prestamistas privados. Ese sistema de crédito paralelo mueve sumas ingentes: unos 630.000 millones de dólares al año, el equivalente a casi el 10 por ciento del PIB chino de 2011[66].
En algunas zonas el problema de acceso al crédito está causando gran inestabilidad social. En Wenzhou, la ciudad que produce la mayoría de bolígrafos y mecheros que se usan en el mundo, casi un centenar de empresarios se dieron a la fuga en 2011[67] a causa del coste creciente de las materias primas y la reducción del número de pedidos. Pero sobre todo porque no podían pagar a los usureros, que llegaban a cobrarles un 70 por ciento de intereses. Tras la desbandada miles de trabajadores se quedaron sin cobrar sus salarios y se generó un malestar que puso en guardia al gobierno. Las autoridades reconocieron que las mafias de prestamistas operan a sus anchas en muchas partes del país y recurren al secuestro y a la tortura para reclamar su dinero, pero que los empresarios seguirán dependiendo de ellos mientras no tengan otra alternativa.
¿Qué sería de China sin el negocio privado? En regiones como Zhejiang, la cuna de los empresarios, más de seis millones de pequeñas y medianas empresas emplean al grueso de la población. Al frente de ellas hay muchos trabajadores tenaces y sacrificados, algunos con historias trepidantes. No hace falta buscar mucho para encontrar al típico millonario que dejó los estudios a los 16 años, le pidió prestados 300 yuanes (36 euros) a un primo para comprar dos máquinas, las revendió por 100 yuanes más y con eso montó una empresa, por ejemplo de botones. Hoy regenta una fábrica de mil quinientos trabajadores y piensa en distribuir ropa, herramientas o abonos ecológicos.
Yang Lu conocía muchos casos similares. «Nuestros padres estaban acostumbrados a quedarse en la misma empresa para siempre. Mi generación ha tenido que adaptarse y quiere más».
Yang Lu no entendía a la gente acostumbrada al «cuenco de arroz de hierro», al empleo fijo y las buenas prestaciones[68]. Se identificaba con los que se habían aventurado a crear su empresa o, como dicen los chinos, habían hecho el xia hai (), «lanzarse al mar», renunciando a un puesto en una fábrica estatal para zambullirse en el océano del mundo de los negocios. «Los chinos somos emprendedores, no tenemos miedo, aceptamos el riesgo y, si algo sale mal, pasamos a otra cosa. Claro que no todos somos así. A la clase media, sobre todo, no le gusta la presión. Los que trabajan para compañías extranjeras u ocupan puestos de dirección sí aceptan la presión, pero al resto le basta con vivir la vida», dijo y señaló con una mueca de disgusto a sus empleados a través del cristal.
En los días despejados desde la ventana de Yang Lu se divisaba el Jianwai SOHO, un complejo residencial que simboliza el éxito de la empresa privada. SOHO es la mayor inmobiliaria de China, dirigida por los multimillonarios Pan Shiyi y Zhang Xin. Hay pocos matrimonios que den más juego mediático: acumulan decenas de premios internacionales, organizan fiestas para ricos y famosos, y tienen millones de fans en Internet. Desde 1995 han edificado casi tres millones de metros cuadrados y están en proceso de construir otros tantos[69].
El Jianwai fue su primer proyecto, y arrasaron. Las veinte torres blancas creadas por el arquitecto japonés Riken Yamamoto respondían exactamente al tipo de diseño funcional que pedían los nuevos ricos después del maoísmo. Todo el mundo quería hacerse con uno de esos apartamentos acristalados, diáfanos, de entre setenta y doscientos metros cuadrados. Tres de cada cuatro compradores fueron chinos menores de 35 años, empresarios cosmopolitas, muchos educados en el extranjero. Algunos pusieron rejas en las ventanas porque no estaban acostumbrados a semejantes vistas y sufrían ataques de vértigo.
Pan Shiyi y Zhang Xin son la prueba de que en China muchos millonarios empiezan de la nada. En tres décadas un pastor de cabras puede pasar a conducir un descapotable. Pan creció en la provincia de Gansu, una de las más pobres, con el estigma de un padre contrarrevolucionario. Su familia tuvo que entregar en adopción a dos de sus hermanas. Se aplicó a fondo a estudiar hasta que lo aceptaron en una universidad en Pekín. Trabajó tres años en el Ministerio de Hidrocarburos y dimitió para irse a Shenzhen, en la costa sudeste, a una empresa privada. Después probó suerte en la isla de Hainan, el «Hawaii chino», donde el mercado inmobiliario estaba despuntando. Y comprando, vendiendo, afinando el olfato, se convirtió en un magnate del sector.
En 1994 Pan Shiyi conoció a Zhang Xin, que también había acumulado un buen patrimonio empezando desde lo más bajo. Entre los primeros recuerdos de Zhang Xin está un plato metálico de arroz que compartía con sus compañeros de escuela, en una época en la que «todo era gris y todo el mundo vestía igual»[70]. A los 14 años se marchó con su madre a Hong Kong, que todavía era colonia británica. Trabajaba de día en un taller y asistía a la escuela por las noches. Con mucho esfuerzo consiguió ahorrar para un pasaje de avión a Londres y allá se fue con poco más que un diccionario y un wok bajo el brazo. Ése fue su punto de inflexión. Le conmovieron los museos, la ópera, la vestimenta de los británicos. Consiguió una beca para cursar un máster en Cambridge y posteriormente la contrataron en Goldman Sachs en Nueva York. Volvió a Pekín, animada por las oportunidades de negocio que se abrían al calor de las reformas. Conoció a Pan y en menos de una semana decidieron casarse. Un año más tarde fundaron SOHO.
La pareja se declara apolítica aunque publica comentarios muy incisivos sobre las autoridades en Weibo, el Twitter chino. El sector inmobiliario está «tan dirigido por las políticas del gobierno que uno pasa más tiempo entendiendo las leyes que haciendo negocios», se quejó Zhang Xin ante sus 2,4 millones de seguidores en agosto de 2011. Pan Shiyi también es muy activo en Internet. Ha criticado la contaminación del aire de Pekín esgrimiendo las mediciones que realiza la embajada estadounidense, mucho más completas que las del propio gobierno chino, y participa en algunos debates sobre temas candentes. Cuando murió Steve Jobs, el presidente de Apple, marca que arrasa en China a pesar de los escándalos que afectan a sus subcontratas[71], Pan escribió en su Weibo: «El Consejo de Apple debería aprobar de inmediato la producción masiva de un nuevo iPhone y un nuevo iPad a menos de 1.000 yuanes (119 euros) para que más gente pueda comprarlos. Ésa es la mejor manera de conmemorar a Jobs». Un internauta le respondió: «Si algún día fallece el presidente Pan Shiyi, por favor, saquen al mercado casas a menos de 100 yuanes el metro cuadrado. Miles de millones de personas lo conmemorarán». El mensaje fue reenviado miles de veces. En la Red, no obstante, se le tiene en buena estima porque se toma las críticas con humor. Algunos señalan que se esmera en mantener un perfil bajo porque sufrió mucho cuando su padre fue defenestrado por el maoísmo. Otros rumores más cínicos sugieren que, siendo tan rico y dedicándose al negocio inmobiliario, no puede tener las manos del todo limpias y por eso calla.
Es complicado medir el grado de cercanía entre los empresarios chinos y el Partido Comunista chino. No es ningún secreto que los magnates de las compañías públicas tienen línea directa con Zhongnanhai, la sede del gobierno central en Pekín. Algunos provienen de altos cargos en la administración[72] o aspiran a entrar en el Politburó. Podríamos decir que existe un sistema de puerta giratoria, del gobierno a las empresas, y de las empresas al gobierno, agravado por un nepotismo flagrante.
En China es habitual que los políticos coloquen a sus hijos al frente de empresas estatales. Lo ha hecho el primer ministro Wen Jiabao[73]. Lo hicieron sus predecesores Li Peng y Zhu Rongji. A los herederos se les conoce como taizi (), «principitos». Si uno revisa los consejos de administración de las empresas estatales una por una, salen decenas de apellidos célebres. Irónicamente, al Partido Comunista chino se lo conoce como el Partido de los Principitos (taizidang, ). En los medios oficiales el tema se aborda de soslayo, y las críticas llegan por vía indirecta. En 2011 el oficialísimo Diario del Pueblo publicó un sondeo en el que el 91 por ciento de los encuestados creía que en China todas las familias ricas tenían contactos en el mundo de la política. Los ciudadanos ponen el grito en el cielo cada vez que circulan en Internet fotos de estos vástagos de la «nobleza roja» en una fiesta, rodeados de modelos, actores y deportistas de élite o mostrando sus hazañas en Facebook.
En cuanto a los empresarios privados, el Partido Comunista chino ha pasado a cortejarlos después de excluirlos de sus filas durante años. Entonces constituían un «símbolo del capitalismo», pero ahora «son también los constructores del socialismo con características chinas»[74]. A los propios empresarios les interesa mantener relaciones fluidas con el Partido, un club selecto que se reserva las mejores oportunidades profesionales. Li Shufu, el millonario fundador de Geely y propietario de Volvo, lo explicaba con naturalidad en una entrevista: «Es una relación de dirigente y dirigido. Los empresarios chinos tienen que poner en práctica en su trabajo las directrices del Partido. Hacemos lo que nos dice el gobierno. Es un principio fundamental de la economía de mercado china y no hay nada que discutir. Creo que está bien que escuchemos al Partido y sigamos las instrucciones del gobierno[75]».
El Partido busca ahora el apoyo de estos empresarios que generan gran parte de la riqueza del país e innovan más que los monolitos estatales, eficaces para desarrollar proyectos de infraestructuras, pero no tanto para productos de valor añadido. Si China quiere dejar atrás su imagen de fábrica del mundo, opinan muchos expertos, necesita contar con la empresa privada.
Los jóvenes empresarios tienen la mirada puesta en los genios de Silicon Valley, no en el Partido Comunista. En las grandes ciudades se han puesto de moda las incubadoras de proyectos, que emulan las start-up californianas. En oficinas de diseño con salas de juegos y refrescos gratis los veinteañeros chinos ponen ideas en común y tratan de seducir a inversores para llevarlas a cabo. Tienen precisamente miedo de dos cosas en caso de alcanzar el éxito: la primera, que una empresa grande como Baidu (el Google chino) se apropie de la idea, aprovechando la laxitud de las leyes chinas de propiedad intelectual. La segunda, que el gobierno les corte las alas[76].
Cuando hablaba del Partido, Yang Lu medía mucho sus palabras. Sabía que para sobrevivir era importante llevarse bien con el poder. Al fin y al cabo el gobierno le daba de comer contratándola para dar charlas en las empresas estatales y haciéndole publicidad a través de los medios oficiales. Sólo se soltaba al criticar a los nuevos ricos, a sabiendas de que algunos eran funcionarios.
«Con el desarrollo de nuestra economía, mucha gente ha hecho dinero y no sabe cómo gastárselo. Se comportan de manera lamentable. Si van a comprar bolsos, como les suena la marca Louis Vuitton, se compran diez; si ven diamantes, se los llevan por manojos, como si fueran piedras. Les falta curiosidad, no tienen ideas propias. Van a un concierto y se quedan dormidos. No tienen ni idea de quién era Chopin, de quién era Tchaikovsky. Y les da exactamente igual. Hay demasiada población en este país y los que tienen educación y buen gusto son muy pocos».
Uno de sus seminarios estaba enfocado a educar a los directivos más rudos: «Apreciar el lujo y analizar la inversión». Les hacía leer su libro El banquete del buen gusto. Me regaló una copia que venía con un DVD dentro. En la cubierta, sobre un fondo del indefectible morado corporativo, aparecía ella misma con una gruesa gargantilla de perlas y una copa de cristal en la mano. Su capítulo preferido versaba sobre el vino y cómo paladearlo. Se le ocurrió después de reunirse con unos constructores tan maleducados que la sacaron de sus casillas. «Muchos chinos beben el vino como si fuera un licor, vaciando los vasos de un trago», me explicó. «No tienen ni idea de toda la cultura que hay detrás».
No criticaba a los extranjeros y me pregunté si sería por respeto a mí. Quise saber qué le parecían los empresarios en otras partes del mundo. Por mucho que hablara del glamour occidental en sus libros, imaginaba que no los veía refinados a todos. Aseguró, irónica, que en veinte años de experiencia había trabajado con genios e incompetentes de varias nacionalidades, incluida la suya. Le pedí que fuera algo más incisiva y se rio. «Bueno, siempre decimos que ustedes los occidentales son vagos».
Para Yang Lu la mayor virtud de los chinos era la diligencia. Y estaba en su ADN: si a un chino le encargaban un cometido, lo llevaba a cabo aunque tuviera que pasar varias noches sin dormir. Le fascinaban las diferencias culturales a la hora de hacer negocios. Entendía la frustración del extranjero por la falta de profesionalidad de algunos chinos. Y la de sus compatriotas cuando llegaba un occidental con demasiadas pretensiones. Comprendía por qué los occidentales necesitan dejar las cosas claras y por escrito, mientras que los chinos rara vez se niegan directamente a algo y no dan tanto valor a un papel firmado si no lleva un sello oficial. El extranjero podía cuestionarse antes si la tarea tenía sentido. No obedecía a ciegas, pero no era tan disciplinado. Muchos iban a China surtidos de tarjetas de visita y regalos para sus posibles socios locales, pensando que se pondrían de acuerdo entre un brindis y otro. Días más tarde cogían el avión de regreso sin tener ni idea de en qué punto estaba la negociación. Ella, que conocía los dos mundos, explicaba a sus alumnos que el tiempo y los contactos no tienen el mismo peso para unos y otros. Los chinos necesitan construir primero una relación personal, no les importa pasar horas y horas con sus invitados, mientras que un americano o un europeo se desespera cuando sus anfitriones lo invitan a visitar el museo local de turno, luego a un banquete de quince platos y más tarde a un karaoke. Los occidentales venden sus propios logros; a los chinos les resulta prepotente e infantil: prefieren la autocrítica. No porque no les importe qué opinan los demás, sino porque están obsesionados con la imagen que proyectan. De hecho, no perdonan a nadie que los deje en ridículo. Yang Lu utilizaba ejemplos como éstos en sus clases.
Gracias a su habilidad para relacionarse y a su nutrida agenda se la rifaban en las fiestas y en los platós de televisión. Era un éxito asegurado. Su jornada podía empezar en la universidad, dando una conferencia a primera hora; luego almorzaba con algún cliente; su chófer la recogía para llevarla a dar clase a unos empresarios o dictar otra conferencia y muchas tardes salía de allí a grabar un programa. Lo normal era que por la noche la invitaran a cenar. Su trabajo le exigía pasar a veces quince horas seguidas subida a unos tacones, vigilando su expresión corporal y sin perder la agilidad mental. Su perspicacia, ese toque incisivo, pero muy humano, la distinguía de otras tantas famosas que competían por el mismo espacio en los medios.
Yang Lu es un referente para las mujeres chinas de entre 40 y 60 años, una especie de Oprah Winfrey china, según me explicó mi amiga Liu Chengxi. Por lo visto, la madre de Liu estaba entre sus incondicionales y tenía en la mesilla de noche El banquete del buen gusto, Construye tu carisma y otros libros de la empresaria. Para el público femenino es una maga de la pantalla, que cautiva desde el primer minuto. Mi propia amiga, que no había cumplido los 25 años, se moría por conocerla y me rogó que se la presentara.
Nos recibió amablemente en su despacho, vestida con un traje negro suelto y una chaqueta color mandarina. Era una relaciones públicas nata: enseguida le regaló a Liu una pila de libros y le hizo varias preguntas nimias para romper el hielo. Al ver el enorme respeto con el que le hablaba mi amiga, caí en la cuenta de que Yang Lu realmente era una diva en China. «Mi madre no se pierde ninguno de los artículos que escribe en las revistas femeninas. No es empresaria, pero la admira mucho», balbuceó Liu. Yang Lu no se inmutó. Estaba acostumbrada a brillar. Preguntó a la joven cómo se llamaba su madre y le firmó uno de los libros. «Dale las gracias por su interés», dijo cortés.
Liu Chengxi bajó la mirada. «Sabe, a mi madre le gusta mucho lo que cuenta sobre la necesidad de independizarse porque se está separando. Necesita reconstruirse. La noto bastante deprimida y también por eso quería conocerla a usted. Pensé que quizá me daría claves para ayudarla», soltó de un tirón. Se hizo un silencio incómodo. La Liu que yo conocía era bastante reservada. Nunca me había contado que estuviera preocupada por su madre.
Yang Lu frunció el ceño y por un momento temí que tomara la reunión por una emboscada. Lanzó un largo suspiro y se remangó la chaqueta. «No eres la primera que me cuenta esto. La sociedad china constriñe a las mujeres y no las deja evolucionar. Siempre nos dicen lo que tenemos que hacer: de niñas, nuestros padres eligen la escuela a la que vamos; cuando vamos creciendo, aparecen los chicos y con frecuencia el que nos gusta no nos quiere. Después nos casamos, damos a luz y ya nos hemos convertido en madres. Tenemos que entregarnos a la familia, al niño y al marido. Dedicamos toda nuestra energía al hogar». Por la línea interna del despacho llamó a su secretaria para que trajera unas bebidas y se recostó en su sillón. La cosa iba para largo.
Liu Chengxi parecía aliviada y se aventuró a contarnos la historia desde el principio. Hacía unos meses su madre había descubierto que su marido la engañaba. No le sorprendió. Por lo visto nunca se habían llevado bien y lo hablaban abiertamente. Pero le destrozó que él no quisiera mantener las apariencias. «Mi padre tiene una novia más joven. Se fue a vivir con ella y ahora todos los vecinos saben que están separados. Mi madre se pasa el día diciendo que no vale nada, que vivir así no merece la pena. Ella habría preferido que él se quedara en casa y llegaran a un acuerdo», explicó Liu. «No digas eso», replicó Yang Lu. La escena parecía sacada de un programa del corazón; las dos estaban entregadas. «Muchas mujeres en este país no tienen autoestima. No son independientes. Cuando se enteran de que sus maridos las engañan, ya tienen 50 años y no saben adónde ir».
Se acordó de una conferencia que había dado sobre autoestima para mujeres y nos puso el DVD en su ordenador. «Te daré éste para que se lo lleves a tu madre», dijo a Liu. Era un vídeo de dos horas, pero fue pasándolo rápido con el cursor hasta llegar a la parte final, donde se entrevistaba a varias mujeres empresarias. «Los testimonios son muy interesantes. A lo mejor a tu madre le sirven de inspiración. Ahora estará llena de rabia, sin saber cuál es su lugar. Conozco a muchas mujeres que han pasado por lo mismo. Ponen todo su empeño y su energía en la familia, dejan de trabajar y cuando su matrimonio fracasa ven que ha sido una trampa. No pueden buscar consuelo en sus padres porque son mayores ni en sus hijos para no preocuparlos».
Durante toda su carrera, nos explicó, se había esforzado para que no le colgaran etiquetas. Se sacó una ingeniería, trabajó durante años rodeada de hombres, en ambientes donde las mujeres solamente llevaban el té. Por mucha igualdad que publicitara el maoísmo, la emancipación de la mujer no había llegado todavía a China. Para montar su empresa había sacrificado dinero y tiempo. Se había lanzado al mar. Y ahora, con 41 años, iba a descansar por primera vez desde que empezó a trabajar. Se tomó su té y nos anunció que estaba embarazada de tres meses.
Ya no volvimos a vernos hasta que dio a luz. Fueron gemelos, un niño y una niña. Seis meses después Yang Lu volvió a su frenética agenda de conferencias, debates, seminarios en su oficina violeta, sonrisas frente a las cámaras de televisión. Más estrella que nunca, lanzó Yadro, el primer portal de mujeres profesionales del coaching[77]. Colgó sus clases en vídeo en Internet. Se alió con un amigo diseñador surcoreano para crear su propia línea de ropa femenina e hizo ella misma de modelo en el catálogo. Al primer desfile asistieron centenares de empresarios, gente del gobierno, estudiantes que se confesaban arrebatados por su carisma. «¿Han visto Titanic?», les preguntó ella, estirando el cuello con una sonrisa seductora. «Éstas son las joyas que salían en la película».