Dice usted que la afirmación de la pluralidad de las culturas acompaña y justifica el triunfo de la técnica en el mundo. Pero el multiculturalismo es, en primer lugar, el rechazo de la homogeneización, la atención a las identidades periféricas, las tradiciones minoritarias, las herencias amenazadas.
Rehabilitación espectacular, en efecto. Y una rehabilitación que, en los Estados Unidos, está desembocando en una verdadera recomposición del mapa de los saberes. Hoy el multiculturalismo no es sólo una tendencia o una teoría, es ya una taxonomía. Y lo que preside la constitución de las disciplinas universitarias y la clasificación de los libros en las librerías no es ya un principio de subversión, sino el orden. Un nuevo paisaje textual se ofrece hoy al paseante: las ciencias sociales clásicas dejan progresivamente paso a esos irresistibles studies que no se diferencian ya por su acercamiento histórico, antropológico, sociológico o psicológico a los fenómenos humanos, sino por su objeto: los Women Studies, los African American Studies, los Native American Studies, los Asian Studies, los Gay and Lesbian Studies, etcétera. El objeto es en estas obras también el sujeto del discurso. La ambición de las materias engendradas por el multiculturalismo no es tanto abrir la investigación sobre territorios inexplorados como hacer temblar el suelo de nuestro pensamiento. El origen de esta revolución no es la voluntad de saber, sino la voluntad de romper el nexo entre saber y poder. Frente a la mirada condescendiente que nosotros, los white males, dirigimos a los demás, los studies responden con la mirada renovadora que los otros nos dirigen. Intentan sustituir la ciencia comprometida con el poder por la crítica nacida de la opresión. Y oponen a los conocimientos y omisiones de los vencedores, y hacen de ello profesión de fe, la visión de los vencidos. En suma, hablar de es ahora hablar en nombre de aquellos de quienes se habla. Estudiar a los dominados no es ya colocarse por encima de ellos, sino dar carta de naturaleza a su experiencia, a su revuelta, a sus representaciones. Esas especialidades proliferantes son, pues, como otros tantos detectives que investigaran implacablemente un mismo caso: el White Male Study, el estudio de las fechorías cometidas, desde que el mundo es mundo, por los heterosexuales de Occidente. Cierto que el paradigma multiculturalista no ha disuelto la filosofía en los studies. Pero la ha puesto bajo vigilancia. La filosofía no se deja ver ni se exhibe más que flanqueada por el epíteto western. Y siempre se puede contar con este guardaespaldas para rebajar las pretensiones de los pálidos pensadores alineados entre Aristóteles y Wittgenstein y situarlas tras el estante Cultural Studies, junto al estante Gender y frente al estante New Age.
Describe usted el Nuevo Mundo como otro planeta. Pero en ese planeta, que es el mío, hay un poderoso movimiento «Back to basics», los programas de discriminación positivos son cada vez más contestados y la filosofía política tiene hoy más éxito que los studies. Unos studies que, por otra parte, muestran clara predilección por el pensamiento francés…
La filosofía política norteamericana es teatro de un gran debate entre los liberales, que plantean la anterioridad del yo sobre los fines que éste se asigna, y los comunitarios, que afirman el «engarce» anterior del yo en prácticas sociales preexistentes. No obstante, en nombre de las preferencias subjetivas, los primeros, y en nombre de la diversidad de pertenencias, los segundos, ambas corrientes hacen juramento de fidelidad al multiculturalismo. Aunque tiene usted razón: no hay condescendencia externa. Antes incluso de la gran impugnación de la cultura tradicional en los campus del Canadá o de los Estados Unidos, el pensamiento crítico en Francia había ya dejado de decir, con Jaurès: «No entiendo en virtud de qué prejuicio habríamos de negar a los hijos del pueblo una cultura equivalente a la que reciben los hijos de la burguesía»,[1] para afirmar, con Bourdieu, que si los hijos de la burguesía y los del pueblo tienen hoy acceso a la misma cultura, es para hacer creer a los primeros que ellos son los mejores y persuadir a los segundos de su definitiva inferioridad. «El sistema escolar», remacha Bourdieu, «es a la sociedad burguesa en su fase actual lo que otras formas de legitimación del orden social y la transmisión hereditaria de los privilegios fueron para las formaciones sociales que diferían tanto por la forma específica de las relaciones y los antagonismos entre las clases como por la naturaleza de los privilegios transmitidos. ¿Acaso no contribuyen todas ellas a convencer a cada sujeto social de que permanezca en el lugar que por naturaleza le corresponde, a que se atenga a él y con él se contente?»[2] En suma, lo que Jaurès llama cultura general sería, según Bourdieu, una cultura dividida entre los que se bañan en ella y los que nacen fuera de ella. Los bañistas resultan buenos alumnos, y los demás se van a pique convencidos, además, de que se lo han merecido. Cierto que algunos de ellos se salvan nadando: pero a base de docilidad. Gracias a su sumisión a las materias escolares y a su adhesión a las jerarquías culturales han adquirido cierta predisposición al respeto de las disciplinas y de las jerarquías sociales. La escuela es, por tanto, el lugar crucial donde tiene lugar la transubstanciación de una relación de fuerzas en autoridad legítima. Los privilegiados adquieren en ella la dulce certeza de que están dotados y los desheredados la dolorosa confirmación de su nulidad. No es cuestión ya de privilegios, sino de aptitudes. No hay ya excluidos, sino incompetentes. La clasificación escolar ratifica y repite la clasificación social. Tal es, pues, la impostura del sistema de enseñanza en boga en las sociedades llamadas liberales: un sistema que sólo recompensa, nos dice Bourdieu, a gentes de buena cuna por más que se vanaglorie de haber sustituido el criterio del nacimiento por el del talento.
Sólo se puede reparar la consagración o la naturalización de la desigualdad por la cultura procediendo a una deconstrucción sistemática y minuciosa de la herencia cultural. Los dominantes proclaman que su cultura es la cultura y que debe dejar de ser algo reservado para unos cuantos. Así pues, hay que demostrar, en primer lugar, que, al expresar sus intereses objetivos (materiales y simbólicos), esa cultura sólo es válida para ellos; en segundo lugar, que lo que en esa cultura valoran es el placer siempre recomenzado de desmarcarse de lo vulgar; en tercer lugar, que, simplemente con ser, la tienen ya, puesto que el estilo, el gusto, el espíritu, el saber hacer y el saber decir con que esa cultura se trama proceden de su medio familiar; en cuarto lugar, que la función de la escuela no es transmitir la herencia a todos los niños sin distinción, sino más bien reconocer y distinguir a los herederos; y, por fin, en quinto lugar que todo es equivalente, puesto que la cultura de un grupo o de una clase no guarda ningún tipo de relación interna con la naturaleza de las cosas o con una naturaleza humana.
En cuanto representante del conjunto de adultos cerca del niño, escribe Hannah Arendt, es el profesor quien indica cómo están las cosas diciendo: «Éste es nuestro mundo».[3] Pero cuando Bourdieu excluye a Jaurès de la conciencia democrática francesa, esa presentación cobra el sentido de una desmitificación radical. «Éste es nuestro mundo» quiere ahora decir: éste es el miserable secreto de la dominación, ésta es la triste realidad disimulada bajo la embellecedora mentira de las apariencias, así es nuestro mundo una vez desmaquillado, desencantado, despojado de sus oropeles, sus sortilegios y sus prodigios, helo aquí tal como es, sin velos ni afeites, sin trampa ni cartón, un mundo devuelto a su fealdad por el conocimiento iconoclasta, devuelto a su particularismo, a su arbitrariedad natal; no el mundo, sino un mundo; nada más, ni nada menos; nuestro mundo, implacable, ferozmente desigual y cuyo arte específico consiste en hacer aceptar la injusticia de la misma forma con que pretende remediarla.
A diferencia de Estados Unidos, país de comunidades, la nueva forma que cobra en Francia la pasión de la igualdad no ha dado lugar a una recomposición del mapa de los saberes, sino que son los saberes constituidos los que, en nombre de los sometidos, han sido movilizados contra la preferencia cultural.
¿Y usted lo lamenta?
Pues sí. Porque la presencia a la vez negligente y ostentosa de la Divina comedia en la mesa baja de un salón burgués no borra su belleza. Y los Dead White European Males sólo en el espíritu de quienes los denuncian constituyen un poder homogéneo y hegemónico. Incluso admitiendo —lo que está por verificar— que cada uno de nosotros oculte en su interior un filisteo cultivado siempre deseoso de hacerse valer, en el gusto por las obras hay otra cosa que el disgusto por los bárbaros o la violencia simbólica ejercida sobre ellos. El esnobismo no es la última palabra de la cultura, ni tampoco el imperialismo. Ningún lector occidental de Don Quijote o de La muerte de Iván Ilich es tan tonto como para ver en Cervantes o en Tolstói una imagen halagüeña de sí mismo so pretexto de que, como ellos, tiene la piel blanca y es del sexo masculino. Amar a Tolstói no es anexionárselo o preferirse a través de él. Leer no es encontrarse uno hermoso, es comprender mejor la vida y la muerte. Pero atendamos a Maquiavelo: «Cuando llega la noche, vuelvo a mi casa y entro en mi estudio; nada más entrar, me despojo de la ropa de diario, llena de fango y de lodo, y me pongo los trajes de corte real y pontificia. Y así, vestido como conviene, penetro en las antiguas cortes de los hombres antiguos donde, amablemente recibido por ellos, reparo mis fuerzas con ese alimento que es sólo para mí y para el cual he nacido; no me da vergüenza hablar con ellos y preguntarles las razones de sus actos, y ellos, a causa de su modestia, me contestan. Durante cuatro horas no siento tedio alguno, olvido todos mis pesares, no temo la pobreza, la muerte no me espanta; me convierto en ellos».[4]
Para leer Maquiavelo se viste de punta en blanco. Como El filósofo ocupado en su lectura pintado dos siglos después por Chardin y descrito hoy con tan punzante nostalgia por George Steiner, se pone su ropa de fiesta. «Recibe», en efecto, y no precisamente a cualquiera. Intensa es su relación con los «hombres antiguos»; libre su conversación, cada día renovada, con ellos. Mas esta intensidad y esta libertad no anulan la distancia que de esos hombres le separa. La lectura es una pasión ceremoniosa, un protocolo íntimo, un encuentro laico puesto que los libros destronan, en ese acto de leer, al Libro. Pero es asimismo una manifestación sagrada, es decir, separada de la vida profana, sustraída a la ola de informaciones cotidianas, irreductible al mundo de las preocupaciones y su incesante agitación. Los ilustres huéspedes que el lector recibe con cortesía, con miramiento, tímidamente incluso, no son sólo los contemporáneos de la época de ese lector, ni tampoco únicamente los espejos de los tiempos en que vivieron. El tratamiento de usted es obligado, porque están ya fuera del dominio de la historia. No habitan en ninguna región determinada del tiempo. Se separan de ese pasado al que pertenecen sin, no obstante, dejarse capturar por los sucesivos presentes de sus destinatarios. No son amigos que siguen las modas del siglo, ni vestigios de una época pasada. Y ni siquiera son álter ego: su ego no tiene nada que ver con el de quien los descubre y los interroga. Una trascendencia que explica el sentido y el valor que la humanidad europea, desde el Renacimiento, atribuye a la lectura. Por eso en Alain puede encontrarse un eco de Maquiavelo —«Cuando leo a Homero, formo sociedad con el poeta»—,[5] y lo mismo ocurre con Hannah Arendt cuando define a la persona cultivada como alguien que sabe elegir su compañía «entre los hombres, las cosas, los pensamientos, tanto en el presente como en el pasado».[6] Hasta Proust, que no creía ni en la amistad ni en la conversación, exalta el coloquio silencioso de la lectura. En los momentos pasados con un libro preferido, uno descansa de sí mismo, no defiende su imagen: la conversación carece de cálculo y el amor propio no pervierte ya la amistad. «Si pasamos nuestras veladas con estos amigos, es porque verdaderamente nos apetece pasarlas. Son amigos a quienes, al menos, nos cuesta dejar, y, cuando los dejamos, no nos asaltan esos pensamientos que echan a perder la amistad: ¿qué habrán pensado de nosotros?, ¿no habremos pecado de falta de tacto?, ¿los habremos complacido? Ni tememos haber sido olvidados por Fulano o Mengano. Esas perturbaciones de la amistad expiran en el umbral de esa otra amistad pura y sencilla que es la lectura».[7]
Y si la palabra «amistad» se rechaza a veces, es porque resulta demasiado suave o demasiado amable para hacer justicia al impacto que causa en ocasiones la lectura. Pues hay libros, en efecto, cuya alteridad duele. Duele porque quebranta las certezas adquiridas, disloca las más arraigadas convicciones y obliga a penosas reconsideraciones. Hay libros, escasos, que nos hacen salir de nosotros mismos. Hay textos que nos impugnan sin contemplaciones y que, a pesar de nosotros mismos, nos transforman: «Leer», escribe Virginia Woolf, «es un poco como abrir la puerta de nuestra casa a una horda de rebeldes que irrumpen en tropel atacando por veinte lugares a la vez».[8]
Entonces debería usted estar muy contento de ver el agrandamiento de la herencia y la entrada en la lid de nuevos rebeldes.
¿Por qué contento? Aunque la técnica nos permita hoy acceder a todo, e inmediatamente, no depende de los seres humanos, es decir, finitos, el convertirse en herederos planetarios. Como decía ya Flaubert a propósito de la primera Exposición Universal de París: «Esto es apabullante. Hay cosas espléndidas y ultracuriosas. Pero el hombre no está hecho para engullir el infinito».[9] Por lo demás, y en cualquier caso, lo que hoy sirve de base a la crítica llevada a cabo por el etnocentrismo occidental no es la utópica exigencia de una cultura global para cada individuo. Es la idea de que Platón, Rabelais, Milton, Faulkner o Kafka no son voces singulares, sino portavoces de un grupo compacto, seguro de sí mismo y dominador: los varones europeos. Los partidarios del multiculturalismo pretenden abrir la herencia a los cuatro vientos. Mas, de hecho, cambian subrepticia y radicalmente los criterios de su composición. Para ellos, en efecto, el valor de una obra no procede ya de su belleza, de la novedad que introduce en el mundo o de su capacidad de iluminar lo oscuro, sino de su representatividad social o cultural. «La enseñanza de la literatura se ha convertido en la enseñanza de un orden estético y político en el que ni las mujeres ni los hombres de color han podido nunca descubrir el reflejo o la representación de sus imágenes, u oír el eco de sus voces culturales»,[10] escribe Henry Louis Gates júnior, uno de los defensores más moderados de los African American Studies. Y añade: «La reconstitución de una lista canónica de obras maestras occidentales significaría la vuelta a un orden dentro del cual los miembros de mi pueblo fueron los sometidos, los sin voz, los invisibles, los irrepresentados, los irrepresentables».[11] Representar lo irrepresentable; hacer visibles a los despreciados o a los parientes pobres de la historia; bajar los humos de los que tanto hablan y devolver la palabra a los sin voz: animado de las mejores intenciones, este programa intelectual sustituye un mundo de pensadores por un mundo de delegados, y la conversación de Maquiavelo por una especie de ONU de las comunidades humanas. Es preciso que en la Asamblea General de la Cultura ocupen un sillón no sólo los hombres, sino las mujeres, no sólo los heterosexuales, sino los homosexuales, los blancos, los negros, los indios, los latinos, los asiáticos, los judíos y los árabes. ¿Política del reconocimiento, como dice Charles Taylor? Quizá, pero una política, en cualquier caso, que, lejos de granjearnos nuevos amigos, inflige a la cultura de la amistad un golpe seguramente fatal.
El coloquio de Maquiavelo con los muertos ilustres se basa, sobre todo, en una apuesta: que los textos antiguos tengan siempre algo que enseñarnos. Ahora bien, nuestro tiempo apenas siente ya esa necesidad. Porque en materia de lucha contra la exclusión, resulta que la historia ha hecho lo más puntilloso, lo más exigente que cupiera hacer: en este terreno es imbatible. El reconocimiento con el que gargarizamos nos exime de cualquier gratitud respecto a nuestros predecesores. Dicho con otras palabras, para ser los amigos de los muertos, nos falta faltar, y, como muestra el análisis de la filósofa Martha Nussbaum sobre los límites de la imaginación literaria, lo que paradójicamente alimenta nuestra autosuficiencia es el deseo permanente de alteridad: «Una novela que presente con gran simpatía la experiencia de las mujeres de la clase media puede perfectamente, como las novelas de Virginia Woolf, hacer a la clase obrera invisible. Una novela que reconozca las luchas obreras (como, hasta cierto punto, las de Dickens) puede mostrar una sensibilidad muy limitada respecto a la vida y las experiencias de numerosos tipos de mujeres. Si leemos estas novelas con el espíritu de los ideales democráticos de igualdad de tratamiento y consideración, acabaremos probablemente cobrando conciencia de su carácter incompleto e incluso defectuoso».[12] El mismo espíritu de apertura lleva al profesor de literatura Wayne Booth a cerrar su puerta al sexista Rabelais: «Cómo responder a ese famoso episodio, la broma que Panurgo le gasta a la señora de París que rechaza sus insinuaciones. Esparce sobre sus ropas el flujo genital de una perra en celo y a continuación se esconde para ver cómo se reúnen los perros machos y se le mean encima. Informado por Panurgo, o Pantagruel, al que nada en esta ocasión permite distinguir de Rabelais, encuentra la broma muy bella y novedosa, y le divierte mucho. La dama, recordemos, no ha cometido otra ofensa que la de dar calabazas a Panurgo y ser de extracción noble».[13] Wayne Booth considera, por tanto, el pro y el contra de esta broma tan cruel. Tras haberse preguntado con gravedad sobre la risa espontánea que en otro tiempo le provocaba, y considerando otras escenas no menos feroces, así como el reglamento de la abadía de Thélème, que al tiempo que proclamaba «haz lo que quieras» reducía a las mujeres a sus actividades tradicionales, el profesor emite su veredicto: «La imaginación narrativa de Rabelais se muestra incapaz de hacer justicia a la mitad de la realidad humana: las mujeres».[14]
Pero, como tantas veces ocurre, ni el moralismo ni la presunción son privativos de los Estados Unidos. En Nous et les autres, Tzvetan Todorov emplaza ante el tribunal del antirracismo contemporáneo toda la reflexión francesa en torno a la diversidad humana. Y resultan condenados sin apelación Lévi-Strauss por atentar contra los principios fundamentales del humanismo moderno, Diderot por cientificismo, Tocqueville por prejuicios colonialistas, Michelet por nacionalismo agudo, Péguy por belicismo febril, Segalen por pecado de exotismo y, en fin, Montaigne —pues sí, Montaigne— por haber comparado la poesía de los indios de América con la poesía griega, en lugar de amarla por sí misma. «Esta poesía», comenta Todorov, «no es bárbara, porque se parece a la poesía griega, y lo mismo ocurre con la lengua; el criterio de barbarie no tiene en este caso nada de relativo, aunque tampoco tiene nada que ver con lo universal. De hecho, es, simplemente, etnocéntrico […]. Si esta poesía popular no hubiera tenido la suerte de parecerse al estilo anacreóntico, habría sido… bárbara».[15]
¿Dónde está, pues, la fractura? ¿Dónde los rebeldes? ¿Qué se hizo de los amigos? Nada más cerrado bajo siete llaves que el actual pluralismo de las convicciones y los valores. ¡Alto a la misoginia, a la homofobia, a la xenofobia y al racismo! ¿Quién da más? Nadie. Cierto que del dicho al hecho hay mucho trecho, y que la época no deja de denunciar sus propios fallos respecto a ese puro ideal de manera en absoluto benevolente y sin escatimar críticas. Pero al mismo tiempo que se da golpes de pecho hasta perder el aliento, no olvida nunca que ese ideal es el suyo, que a ella le corresponde haberlo formulado y que, en la batalla emprendida contra el sectarismo o la exclusión, no tiene más guía que sí misma. La época detesta la persistencia en su interior de las actitudes de rechazo y se idolatra por detestarlas. Cuanto más negrura arroja sobre sí misma, más se ensalza. Su autocrítica es también, y simultáneamente, su panegírico. O, para decirlo de otra forma, el discurso de la tolerancia generalizada, en el fondo, sólo es tolerante consigo mismo. El espíritu democrático destrona todos los modos de pensamiento anteriores o exteriores a lo que él afirma. Hoy la idea preconcebida de tolerancia respecto al otro tapona todas las fisuras a través de las que pudieran irrumpir otros lenguajes. Hannah Arendt se complacía en citar esta frase de René Char: «Nuestra herencia no ha ido precedida de ningún testamento». Nuestra sensibilidad ante la diversidad de herencias ha hecho caducos todos los testamentos. Ningún muerto puede ya discutirnos la última palabra. De ahí que la virtuosa denuncia del etnocentrismo desemboque en su más inquietante modalidad: el etnocentrismo de lo actual. A los pensadores del reconocimiento puede muy bien aplicarse la descripción que Leo Strauss hace del último tirano, aquel que, al final de la Historia, habrá de reinar sobre el Estado políticamente universal y socialmente homogéneo y que se presenta a sí mismo «como la más alta autoridad filosófica, como el supremo exegeta de la única verdadera filosofía, como el ejecutor y el verdugo autorizados por la única verdadera filosofía». Y que proclama, por tanto, no perseguir a la filosofía, «sino a las falsas filosofías».[16] La tolerancia, nuestro último tirano.
En El libro de los amores ridículos, Milan Kundera cuenta la desventura de un maestro de escuela de una pequeña ciudad de la Bohemia comunista que corteja a una piadosa muchacha. Ante el rechazo que en nombre de Dios ésta opone a sus pretensiones, el maestro intenta ganarse su benevolencia haciéndose pasar por un hombre, si no religioso, atormentado al menos por la duda: no cree, pero sufre por no creer. No cree, pero le gustaría creer. Fracaso total: la bella sigue rechazándole. En vista de lo cual cambia de táctica y juega la carta de desbordarla en su propio terreno: reprochando a la que codicia que sólo tenga una fe tibia y puramente formal, exhibe la suya para así dar consistencia a sus quejas. Descubierto por el portero de la escuela en el momento en que se santigua ante un calvario, Edouard (así se llama el maestro) es convocado al despacho de la directora y conminado a dar una explicación. Para salvar su puesto, tiene la inteligencia de confesar su culpa, es decir, de reconocer que cree, pero que querría con igual fe no creer. Sabia confesión. Habida cuenta de que la primera pasión de los comunistas no es la violencia, sino la pedagogía, el jurado, enternecido, no deja escapar la posibilidad de proceder a la reeducación de ese paciente ejemplar: «La lucha de lo nuevo contra lo antiguo no sólo se produce entre las clases, sino en cada individuo», declara el inspector. «Y éste es el combate al que ahora asistimos en el caso de nuestro camarada. Sabe, pero su sensibilidad le lleva hacia atrás. Tenemos que ayudar al camarada para que prevalezca en él la razón».[17] Ya no hay camaradas en Bohemia. El comunismo se ha hundido y los eslóganes que antaño hacían que Edouard se doblegara hoy hacen que todo el mundo se doblegue, pero de risa. Pero sería un error sacar por ello la consecuencia de que se ha pasado página: la solicitud pedagógica sigue estando a la orden del día. Más que nunca, educar es reeducar. A los alumnos, pero también a los profesores cuando aún continúan sumergidos en la prehistoria. La misión de las humanidades es hoy humanitaria; se trata de reparar los daños y de cuidar las heridas infligidas a todas las minorías por la cultura dominante, de corregir la imagen despectiva que se tiene de los pueblos colonizados y de los grupos sometidos, de inculcar a los beneficiarios del orden establecido el descontento respecto a sí mismos y de dar a los otros, a todas las figuras del Otro, el orgullo de ser ellos mismos. Aquéllos son deconstruidos para que éstos puedan recuperar su autoestima y reconstruirse. Se abofetea sin descanso a los descendientes de los maestros aplicando a los herederos de sus víctimas la caricia de un perpetuo ditirambo. Una caricia que puede llegar, igual que en la época de Edouard, si quiera sea de manera menos sistemática, hasta la mezcla de distintas verdades. En las escuelas del estado de Nueva York se aprende ahora que la confederación de los indios iroqueses[*] habría influido en los arquitectos de la Constitución de los Estados Unidos. ¿Que esta atribución parece de lo más fantasioso? No importa, responde Nathan Glazer, célebre sociólogo y espíritu ponderado, en un libro cuyo título suena a rendición: We Are All Multiculturalists Now. Si una creencia semejante es capaz de cambiar la imagen del Native American, ¿por qué frente a ella habría que preferir lo que Hannah Arendt llama «la tenacidad inflexible e irrazonable de la pura factualidad»?[18] La educación persigue otros objetivos, tan fundamentales como la exactitud histórica: la elaboración de la unidad americana, la expiación simbólica de los crímenes bien reales cometidos por los colonos del Nuevo Mundo o la reducción de los antagonismos entre grupos. Por eso Nathan Glazer muestra tanta comprensión por la película The Liberators, donde aparecen negros entre los liberadores de los campos de concentración alemanes. No fue ése el caso, pero lo cierto es que en el ejército de los Estados Unidos había soldados negros, y con la película se trataba de contribuir a la mejora de las muy degradadas relaciones entre los judíos y la comunidad afroamericana. «Hay que respetar la buena voluntad de los autores», concluye el sociólogo.[19] Con la humillación de los opresores y la revalorización de los perseguidos bajo el punto de mira, la enseñanza multiculturalista o, como se denomina entre nosotros, ciudadana, no prepara ni a la disciplina de lo verdadero ni a una vida sensata, sino, y por todos los medios, a una vida curada.
Perdóneme que utilice yo también un vocabulario médico. Pero pienso que ha tenido usted una recaída. Su negativa de contemporizar con las diferencias me parece sintomática de la enfermedad típicamente francesa que antes ha denunciado: el universalismo abstracto. Si Arendt tiene razón al recordar la «inquietante irrealidad de la pura humanidad», y si Sartre, en 1945, la tenía también al llamar a los judíos por su nombre, tendremos que practicar e incluso celebrar el reconocimiento.
Algo hay que decir —y que Taylor, inspirándose en Herder, señala muy bien— en favor del reconocimiento. Pero el multiculturalismo no encuentra nada que decir a favor de otras formas de comunicación, y no lo encuentra porque no las reconoce. Para sus practicantes el objeto y el reto de todo diálogo no es nunca la búsqueda de la verdad, sino, ni más ni menos, el mutuo reconocimiento. Y de la misma manera que, llevada a su punto de incandescencia revolucionaria, la ideología francesa (en el sentido de Louis Dumont) hace «la inaudita promesa de un mundo nuevo para un hombre renovado»,[20] así también la empresa multiculturalista tiende a curarnos del pasado, vacunarnos contra esa época patógena en que el tratamiento desigual de las identidades hacía estragos. Nuestro proyecto, decía Saint-Just, es hacer del hombre lo que queremos que sea. Nada es complicado, todo es político, afirma Pierre Bourdieu, y en primer lugar «los objetos y preocupaciones apartados por la tradición política como presuntamente dependientes del orden privado».[21] La lucha contra la violencia simbólica ejercida por la familia, por la escuela y por el Estado habría de desembocar en la desaparición de la crueldad y del dolor. Con la progresiva desaparición de las relaciones de dominio, lo negativo desaparecerá de la tierra. O, como dice irónicamente Mona Ozouf, «lo que la historia mal hecha ha producido —cuerpos dolientes, almas torcidas, corazones solitarios, vidas miserables— una historia bien hecha puede corregir».[22] Mala historia amasada con el odio y marcada por la opresión. Historia bien hecha: la que la política del reconocimiento está construyendo. Nuestro tiempo no sólo piensa que todas las desgracias de la vida proceden de la historia. Junto al paciente despiece de la visión masculina, heterosexual y blanca de la realidad, cree también ser capaz de la supresión histórica de todos los infortunios de la vida. Empieza desde su más temprana edad: «Filo y Fobo están en un barco», dicen los nuevos inspectores. «Y a nosotros nos corresponde, tanto mediante nuestros métodos como a través de nuestros programas, nuestras reformas lingüísticas como nuestra vigilancia interpretativa, trabajar sin descanso para que finalmente sea Fobo quien caiga al agua. Nosotros somos los encargados de volver la institución escolar contra sí misma y contribuir a la subversión de la ortodoxia allí donde tradicionalmente se elabora y se enseña».
¡Ay de los obstinados, ay de los que no tienen cura! Por muy bien situados que estén, les espera una pesadilla: nadie, ni siquiera el presidente de los Estados Unidos de América, está hoy libre de las desventuras de Edouard. Como nuestro oscuro profesor de Bohemia, Bill Clinton, el hombre de quien se pensaba que era el más poderoso del mundo, se vio obligado, el 17 de agosto de 1998, a presentar excusas por su deplorable comportamiento: «En efecto», confesó en la televisión, «mantuve con la señorita Lewinsky una relación indecorosa. Cometí una gran equivocación, fue una falta de discernimiento, un fracaso personal del que soy único y exclusivo responsable». Espantado por la obscena precisión del interrogatorio a que acababan de someterle los veintitrés miembros de la cámara de acusación popular, el ocupante de la Casa Blanca quiso también recordar, sin dejar de hacer acto de conmoción, que «incluso los presidentes tienen una vida privada». Dando naturalmente por descontado la comprensión que sus palabras iban a tener en el público.
Que la tuvo, a juzgar por los resultados de los candidatos de su partido en las elecciones parlamentarias del 4 de noviembre de 1998.
Quizá, pero antes había provocado los indignados comentarios de la prensa liberal. Los periodistas más serios fueron también los más furiosos. El ver al culpable descargarse de su culpa, siquiera parcialmente, sobre sus acusadores, no les gustó nada. Como representantes de la opinión ilustrada, consideraron que la relación sexual de un presidente con una becaria («que podría ser su hija») no remitía para nada al secreto a la intimidad, sino a una relación de fuerzas cuya perpetuación ha continuado manteniendo a la humanidad en la prehistoria. Mentir para proteger su vida personal de las miradas indiscretas, como durante siete meses hizo Bill Clinton, suponía, para una sociedad deseosa de acabar con el imperio de los prejuicios seculares, agravar la obscenidad con el perjurio.
Parece usted olvidar que fue la derecha más reaccionaria de los Estados Unidos la que, a través del fiscal independiente Kenneth Starr, se juró hacer morder el polvo a un presidente cuyas dos victorias electorales nunca había aceptado. Ante un encarnizamiento tal, Gore Vidal llegó incluso a hablar, con razón, de una conspiración de los conservadores y de los poderosos contra la soberanía popular.
No dejo de tener presente ni la desestabilización de la democracia por los muy malos perdedores ni la obstinación absolutamente increíble de una máquina judicial enloquecida por registrar todos los recovecos y repliegues de una existencia para encontrar no al autor del crimen, sino el crimen del autor. Pero al centrarse en la extrema derecha reaccionaria y sus maquinaciones, es usted quien olvida el papel desempeñado por la revuelta «progresista» frente a la mentira y las máscaras convencionales en la actual pasión mediática por la intimidad de quienes acaparan hoy la escena.
«En De Gaulle», le gustaba decir a Malraux, «no hay Charles». En Bill, al contrario, no hay, o casi no hay, Clinton. Víctima de su tiempo, este hombre se le parece. Ha cedido, sin presentar combate, a la dictadura de los nombres, y desempeñado, sin escrúpulos, el papel de bobalicón y despreocupado. Ha dado por bueno que la política sea cada vez menos una actividad basada en la preocupación por el mundo, y se convierta cada vez más en exhibición de uno mismo. Ha abrazado, mejor que todos sus rivales, la tendencia democrática a disolver lo público en lo privado y la continuidad histórica en las anécdotas personales. Cuando el Congreso de los Estados Unidos tomó la decisión de difundir en la red las aventuras de Bill y Monica y hacer público el testimonio del presidente ante sus jueces, se dobló ciertamente un cabo: la pantalla se convirtió en el espacio de la confesión, el kitsch se hizo salacidad, el sentimentalismo moralizador se desplegó en forma de compunción pornográfica. Pero esta indiscreción final y este mortal atentado a todos los secretos no son tampoco imputables al espíritu de la reacción. Con su inflexible voluntad de colocar las costumbres bajo la férula del derecho y su codificación obsesiva de los menores tocamientos, las minorías en lucha han preparado el terreno a los ultras de la mayoría moral. La América afortunada, gazmoña y puritana, no habría podido concentrar sus ataques sobre las costumbres disolutas del jefe del ejecutivo ni arrancar los detalles más crudos de sus jugueteos amorosos a su oscuridad natural, si la América emancipada, en nombre mismo de la liberación sexual, no hubiera derribado el muro que separaba los asuntos comunes de la vida privada. Quienes trataron el pudor como un vestigio del pasado, incluso como una patología, quienes estruendosamente dieron entrada en las alcobas a la política y llevaron su furor vengativo hasta la puesta en observación de los fantasmas, no fueron los temibles enemigos del placer carnal, sino los resueltos adversarios de todas las formas de dominación. Es la derecha moderna del saber y no el antiguo odio por el pecado la que ha llevado la cama al estrado. El outing, ese chantaje ejercido sobre los hombres públicos gays para que reconozcan su diferencia, es una invención hecha en nombre de la Ilustración y para combatir la hipocresía burguesa. La ley sobre el acoso sexual, que permite a cualquiera arruinar la vida o la reputación de cualquiera, no se ha promulgado sólo para sancionar los abusos de poder, sino para introducir la claridad democrática. En suma, lo que nos está convirtiendo en huérfanos de la noche es la lucha contra el oscurantismo. La luz del día a perpetuidad: tal es la pena impuesta al género humano por los cruzados del igualitarismo radical.
«¿Cómo la ha tratado?», pregunta, con la mayor seriedad, la célebre feminista norteamericana Camille Paglia en Libération, periódico francés conocido por su audacia transgresora y su combate contra todas las prohibiciones. Y ésta es su respuesta: «Por lo que se ve, ella no habría recibido de él ninguna gratificación sexual a cambio de sus favores puesto que él no quería hacer nada contra su mujer, Hillary. No es una relación sexual, se trata de un servicio realizado al presidente, una relación servil por la cual hubiera debido por lo menos ser remunerada con un status, vacaciones, comidas. La ha tratado como a un trozo de carne. Un trato que constituye una deshonrosa degradación para el centro histórico de la presidencia. Esto es lo verdaderamente escandaloso».[23] Un «escándalo» —desmentido por los numerosos regalos del presidente a la becaria— que los inquebrantables golpistas de la extrema derecha han querido aprovechar para utilizarlo en la rehabilitación de la familia y de los valores tradicionales. Sin ningún éxito, por lo demás, en ese sentido. Hasta tal punto es cierto que, para nuestro tiempo, los únicos extravíos y los únicos pecados sin remisión posible son las ofensas cometidas contra la visión moderna del hombre y el mundo.
Unas ofensas cuya denuncia hace hoy las veces de una ética de la discusión. Pues con la política del reconocimiento, lo que puebla el espacio público no son ya las convicciones, sino las identidades. Ahora bien, mientras que las convicciones se argumentan, las identidades se afirman y son irrefutables. Hay, sí, razonamientos mejores que otros, opiniones más justas o más convincentes, pero no hay, en cambio, mejor identidad. Impugnar la validez de una reivindicación identitaria es poner en tela del juicio el ser mismo de quien la expresa, atentar, por tanto, a su humanidad. O matrimonio gay u homofobia, o reconocimiento o delito: implacable alternativa que aleja del debate cualquier otra disposición de ánimo que no sea la del odio. Según un esquema típico de ese siglo de intolerancia del que pretende librarnos, el multiculturalismo anuncia el idilio y asilvestra las relaciones humanas. Con el enemigo del progreso no se delibera: se le insulta o se le procesa. En suma, ocurre en las sociedades pluralistas de hoy lo mismo que ocurría en la sociedad —dogmática— en que vivía Edouard. Así, lo que en la batalla sin cuartel entre los titulares de una sensibilidad avanzada y los insensibles —los malos, los retrógados, esos que quieren perpetuar la opresión de ayer en el mundo de mañana— se dirime es el presente.
Hasta hace poco, la memoria combatía aún esta hegemonía del imperativo de modernidad sobre el hombre moderno: hoy, ha cambiado de campo y, en efecto, sólo se invoca a propósito de las grandes matanzas.
Invocación que ahora usted recoge y hace suya…
Ante lo que Camus llamaba el «asesinato lógico», hay que hacer lo posible y lo imposible para que el pasmo y el espanto duren. Aunque cambiemos de milenio, las atrocidades del siglo XX deben permanecer inscritas en la conciencia colectiva. El desastre de nuestra civilización no puede ser un objeto histórico como otro cualquiera. Y lo preocupante no es por eso, en ningún caso, el ejercicio de ese deber del recuerdo, sino que la memoria, en beneficio exclusivo de aquella exhortación, olvide todos los demás deberes y, convertida en pura recensión de catástrofes, haya desertado totalmente de la celebración o la alabanza. Es bueno que el horror que se aleja nos siga afectando, pero funesto que la veneración desaparezca de nuestra práctica del recuerdo. Y ocurre que la actual obsesión por el pasado no deja sitio alguno al concepto de clásico, es decir, a la idea de que hay obras que resisten el paso de la historia y que, con palabras de Merleau-Ponty, son reconocibles en cuanto que «los hechos nuevos que acaecen no están nunca de forma total fuera de su competencia».[24] Cómplice a partir de ahora del historicismo, la memoria refuerza en nosotros la idea de que la humanidad está aún por venir porque el mal que la atormenta es todo él resultante de la opresión. Antaño, el arte nos vinculaba con las épocas lejanas. Al afirmarse como portadora no de una fidelidad sino de una promesa, al desvalorizar lo de antes en beneficio del todavía-no, la civilización moderna llevó a cabo, ciertamente, una completa inversión de la relación que, hasta entonces, habían instaurado todas las sociedades entre los vivos y los muertos. Pero había la belleza de las obras, eso que Malraux llama «la herencia y la nobleza del mundo», para testimoniar que ya existía la humanidad del hombre. Cierto que se decía, con Bacon, que «la Verdad es hija del Tiempo, no de la Autoridad», que se contaba con el futuro, se desalojaba a los antiguos de su posición dominante para no ver en ellos más que niños que balbucean, debutantes sin experiencia. No importa: por muy fuertemente que se grabara en los espíritus, la idea de progreso no era motivo para conceder vacaciones definitivas al pasado, pues éste aparecía habitado por ilustres sombras y pensamientos vivos. Y cuando Marx explicaba la persistencia de nuestro gusto por la Grecia antigua a través del placer de seguir en contacto con la infancia histórica de la humanidad, su puerilidad hacía sonreír. Porque, entonces, la modernidad no era más que moderna. Una parte de ella iba hacia adelante, y otra hacia atrás. Orfeo coexistía aún con Prometeo.
Mientras que para el hombre de ciencia el tiempo traza una curva positiva, para «el hombre de las palabras, el cantor, se vuelve hacia el tesoro de las sombras queridas»,[25] escribe con justeza George Steiner. Las palabras que emplea son más antiguas que él. El pasado habita su lengua. Tal es la significación de Eurídice, y nosotros la hemos perdido. El moralismo se impone allí donde el cientificismo había fracasado. Modernos, nada más que modernos, hemos puesto fin a nuestra claudicación. El aún no ha llegado ha dado cuenta del ya-existía. Creados por un siglo monstruoso, un siglo que ha visto el despliegue de todos los colores de la intolerancia y su libre devenir, nos preparamos para el advenimiento de una sociedad reconciliada en la que, para no lesionar a nadie, no volverá a decirse ya «derechos del hombre», sino «derechos humanos». Hablamos una nueva lengua, una love-lengua enjabelgada, irreprochable, clara y transparente como el agua cristalina, deseosa de hacer justicia a todos, despojada de las palabras que ofenden, expurgada de todo sexismo. Y cuando convocamos a nuestros antepasados, es para leerlos bajo el prisma del delito y, salvo algunas excepciones, para reflexionar sobre su desgracia. Convencidos de haber identificado el origen de la maldad y conocer ya el camino del Bien, sometemos a interrogatorio al sospechoso imaginario de los muertos ilustres, les preguntamos sobre sus relaciones con el otro, hostigamos sus inclinaciones no igualitarias, descubrimos todos los puntos ciegos de sus discursos. «Nuestro pensamiento», decía Alain, «no es más que una continua conmemoración».[26] ¿Y qué otra cosa puede conmemorar la cultura sino una grande, una inmensa negrura aquí y allá agujereada por relámpagos premonitorios? El pretérito imperfecto revela al traumatizado presente sus terribles lagunas y sus demasiado raras anticipaciones. El clima actual de remordimiento exhala más fatuidad que humildad. En efecto, nuestra manera de honrar el deber de recordarnos libera, y mucho mejor que la amnesia lo haría, de toda deuda respecto a los hombres antiguos.
Pero para que haya una deuda es necesario que los hombres antiguos tengan autoridad sobre nosotros; ahora bien, para esos modernos que efectivamente somos la verdad no sólo es hija del tiempo, sino también de la libertad. ¿No sustituye acaso la modernidad, en todos los ámbitos, el argumento de autoridad por el principio del libre examen?
«Estamos obligados a vivir con los libros. Pero la vida es demasiado corta para vivir con otra cosa que no sea los grandes libros»,[27] dice Leo Strauss. Si el conjunto de esos libros formara un canon, según expresión usual en los Estados Unidos, su objeción resultaría pertinente. En efecto, la palabra «canon» procede de la teología, dentro de la cual designa el catálogo oficial de los santos a quienes la Iglesia rinde culto público, o, también, la lista de los libros de la Biblia reconocidos por la autoridad eclesiástica como auténticos e inspirados. ¿Qué hacer, pues, ante una deferencia obligatoria, sino sacudirnos su yugo? Las autoridad del arte procede de otro paradigma muy distinto. Las obras bellas no obligan, sino que alimentan nuestra inteligencia. Poner a un alma joven, sin preguntarle su opinión, en contacto con el tesoro amasado durante siglos por el alma humana, no constituye violencia alguna sobre ella, sino, al contrario, como dice Simone Weil, significa despertarla al pensamiento. Nada hay de gratuito en esta aserción: hoy podemos valorar lo que se pierde con el abandono de Eurídice. Emancipado de la gran herencia trágica, cómica y novelesca, el pensamiento no sabe ya problematizar la vida. No sabe tampoco iluminar las contradicciones, explorar las paradojas, seguir las tortuosidades, captar los matices. Ni hacer justicia a la ambigüedad de los seres ni a la indecidibilidad de los comportamientos. Espectacularmente abierto a las diferencias, pero definitivamente cerrado a las aporías, sólo es capaz, el pobre, de blandir triunfalmente la solución del problema humano. Como exergo a una de sus obras de filosofía moral, Iris Murdoch cita esta frase de Paul Valéry: «Una dificultad es una luz. Una dificultad insuperable es un sol».[28] Al contrario, la moral contemporánea nos sumerge en la bruma sentimental de la dificultad definitivamente superada. Como el marxismo de la gran época, el pluralismo de las identidades y de las preferencias constituye el enigma resuelto de la historia y él mismo se conoce como tal apoteosis. Y por eso Panurgo no hace ya reír. «El humor consiste en poner entre paréntesis la seriedad del presente»,[29] escribe el teólogo Karl Barth. ¿Poner tal vez entre paréntesis la lucha por el reconocimiento del hombre (y de la mujer) por el hombre? Nuestros terapeutas del alma no sólo consideran esta idea escandalosa, sino que les resulta también uno de los síntomas más graves de esa enfermedad humana que han decidido curar.
Pero, aun admitiendo la existencia de doctores Folamour[*] del amor, lo cierto es que esas enfermedades, están ahí, que remiten a la política y que hay que enfrentarse a ellas. Ante el racismo, el acoso sexual, la opresión de las mujeres, el maltrato en la familia o la homofobia, uno no puede quedarse cruzado de brazos.
El sentido del respeto a la vida privada consiste, efectivamente, en limitar la acción del poder sobre los individuos y no en garantizar la impunidad de la violencia o la tiranía individuales. Pero ¿se trata, en este caso, de eso? Hegel, director del instituto de Nuremberg de 1808 a 1816, justificaba en estos términos el lugar atribuido por la enseñanza moderna a los autores de la antigüedad: «Lo que resulta deseable es inversamente proporcional a la proximidad en que se encuentra y que lo vincula a nosotros. La juventud imagina como una gran suerte la posibilidad de dejar su casa e irse a vivir, como Robinson, a una lejana isla».[30] Y el mismo Hegel, que ve en la Historia la realización de la Razón, se niega a dar todo el pasado por caduco y abandonar a sus alumnos al único imperativo de vivir con su tiempo. El historicismo no elimina en él la idea clásica de una conversación de los vivos con los muertos. Y lo que descubre en los antiguos no es el origen o fundamento de lo que somos, sino la alteridad; no nuestra identidad primera, sino la distancia entre ellos y nosotros. Lo mismo estiman nuestros actuales pedagogos. Pero extraen de ello la lección contraria. Lejos de compartir con Hegel la idea de la necesidad de «buscar lo profundo en primer lugar en la figura del alejamiento»,[31] se esfuerzan por colmar el alejamiento entre la cultura escolar y el mundo de los jóvenes. He aquí lo que puede leerse, en un informe enviado en 1992 al Ministerio francés de Educación, respecto a la dificultad cada vez mayor de lograr que Fedra se lea en los institutos: «Ni el nombre de Racine, ni sus versos bastan para crear cierto respeto en torno a su figura. Parece que los alumnos no comprenden en absoluto lo que esa obra plantea. El profesor deberá buscar —y no sólo a través de sus recuerdos personales o de aprendizaje profesional— los textos que, hoy, son significantes».[32] ¿Por qué obstinarse en comentar en clase una tirada de versos en la que Fedra declara su apasionado amor a Hipólito, so capa de una evocación amorosa de Teseo? ¿Qué hay de trágico, en nuestra época, en el amor de una mujer madura por su hijastro mayor de edad? Con los clásicos, en general ocurre como para Hegel con los antiguos: están lejos de nosotros. De ahí que se aconseje vivamente a los profesores elegir un soporte menos ingrato. Cierto que la época en que la institución escolar, con sus mapas, sus viejos libros y su encerado, hacía posible que los alumnos vieran más allá de los límites de su barrio, ha caducado ya. No es ahora la escuela, sino la pantalla, lo que libera a la humanidad del dominio de lo local; no es el profesor, es el presentador quien dice hoy a los niños: «He aquí el mundo» y priva de esta forma a la enseñanza de los prestigios de la evasión o de la aventura. Puesto que la realidad, como las pizzas, se entrega a domicilio, los jóvenes dejan ya de considerar una suerte, para concebirla como una penosa tarea, el irse un día de la casa familiar. Y de ahí que tiendan a rechazar el «sufrimiento consistente en ocuparse de algo no inmediato, ajeno, de algo que pertenezca al recuerdo, a la memoria y al pensamiento».[33] En la hora, efectivamente, de lo extranjero inmediato y del nivelamiento planetario, la cosa no merece la pena.
Es justo en el momento en que la cultura clásica se aleja de nosotros de forma irremediable cuando el pensamiento crítico decide precisamente prescribirnos el distanciamiento respecto a ella. Es en el momento en que la relación de fuerzas le es desfavorable cuando justamente esa dominación es denunciada en todas partes. En fin, es en el momento en que su alteridad resulta ya para nosotros un estorbo o un peso cuando se nos prescribe que sólo veamos en ella nuestro signo particular. La distancia se ha disfrazado así de afiliación y la colaboración con las inevitables circunstancias de saludable toma de conciencia. Bajo la cobertura de un antirracismo obsesivo y totalmente ideológico, la pedagogía moderna declara la guerra a la extranjeridad. Puesto que se bautiza como nuestro todo lo que es otro —otro que el hic et nunc, otro que la moda, otro que la red—, todo lo que verdaderamente es nuestro, lo que realmente nos es próximo, familiar, cotidiano —como el rap o los «problemas de la sociedad»— puede hacer, en nombre del Otro, su entrada moral en la escuela.
Y el mismo guión en lo que se refiere a la lengua. En efecto, no sólo es la libertad de expresión lo que se invoca en Francia contra la defensa del francés: es el Otro y nuestra obligación respecto a él. La voluntad de codificar o reglamentar una misma manera de leer y la política de restricción de los flujos migratorios expresarían una semejante crispación identitaria, una misma obsesión ante la impureza. La xenofobia comenzaría por la gramática. La purificación lingüística prefiguraría la limpieza étnica. La expulsión de palabras extranjeras anunciaría los pogromos; seamos pues acogedores con todos los nombres, propios o comunes, de consonancia extranjera. Mas ¿que es lo que hoy es extranjero e incluso extraño? Es «apoyar» al equipo de fútbol propio en lugar de ser su «supporter», «impulsar» o «estimular» las ventas en vez de hablar de «boosters», decir «bolsa de aire» en lugar de «Airbag» o escribir incluso «música» y no «music», «disco» y no «disc», «modelo» y no «model», «patrocinador» y no «sponsor», en suma, no expresarse en la lengua de los aeropuertos y la televisión.
«¿Cómo se aprende una lengua?», pregunta Alain. «Por las frases más densas, más ricas, más profundas y no por las necedades de un manual de conversación».[34] Habitadas por la elegancia, esas frases son hoy herméticas, inaccesibles. Desesperantes por su alteridad, no dicen ya nada a los jóvenes lectores o auditores. La fosa entre el mundo del que esas frases dan fe y la aldea planetaria se ahonda cada vez más. Por eso el precepto de Alain se ha ido abandonando progresivamente. Salvo testarudas y mal vistas excepciones, la escuela no enseña la lengua a través de la literatura sino en el idioma de la aldea.
Quizá no pueda hacerlo de otra forma. Para sobrevivir y, bien que mal, cumplir su misión, tiene que tener en cuenta las evoluciones de la sociedad.
El problema es que renuncia con entusiasmo, alegremente, como si se tratara de optar por la buena causa, y no por desánimo. Las motivaciones del cambio no son sólo pragmáticas, como hemos visto anteriormente, son sobre todo morales: al permitir así que la agresión técnica contra la lengua natural continúe haciendo estragos, los nuevos educadores están encantados consigo mismos de poner en práctica en todas partes una ética de la hospitalidad. Superchería total puesto que aquello a que se da libre curso, a modo de amor a lo extranjero, es la alergia a la desaldeanización y la execración de la grandeza. No sabemos, escribe Charles Taylor en su libro sobre el multiculturalismo, «si todas las culturas humanas que han animado sociedades enteras durante períodos considerables tienen algo importante que decir a todos los seres humanos».[35] No lo sabemos, pero, añade Taylor, debemos suponerlo. Una presunción de valor que opone a la observación efectivamente odiosa (aunque seguramente apócrifa) de Saul Bellow: «Cuando los zulúes produzcan un Tolstói, lo leeremos». Respondiendo a Taylor, la filósofa norteamericana Susan Wolf imagina a Bellow convencido de este argumento. Le echa entonces una honorable reprimenda y, ante sus colegas y alumnos de la Universidad de Chicago, concede que sea posible la existencia de obras de arte fuera de su área de civilización. En vista de lo cual, debidamente taylorizado, el novelista no tiene inconveniente en afirmar que si Tolstói y los demás varones blancos, ilustres y muertos, no constituyen forzosamente lo mejor que esa cultura mundial puede ofrecer, representan al menos las obras maestras de nuestro mundo, de nuestra cultura, lo que es ya suficiente para justificar el lugar central que ocupan en nuestros cursos. Al actuar de esta forma, dice Susan Wolf, el nuevo Bellow, el Bellow regenerado seguiría todavía insultando a los miembros no europeos y no blancos de su auditorio. Así pues, la filósofa ruega tanto a Taylor como a Bellow que hagan un esfuerzo más para ser verdaderamente respetuosos. Y el autor del informe francés sobre los jóvenes y la lectura antes citado dirige esta misma exhortación transatlántica a todos los profesores demasiado pagados de su asignatura y demasiado apegados a la tradición de la que proceden. Como es el caso de esta profesora que hace comentar a sus alumnos el poema de Victor Hugo, Mors:
He visto a esa segadora, estaba en sus campos.
Marchaba a grandes pasos segando y cosechando,
negro esqueleto que filtraba el crepúsculo.
En esa sombra donde parecería que todo tiembla y recula,
el hombre seguía con la mirada los resplandores de la hoz.
Y los triunfadores, bajo los arcos triunfales
caían; de Babilonia desierto hacía,
en cadalso convertía al trono y al cadalso entronizaba,
en estiércol mudaba las rosas, en pájaros los niños,
en ceniza el oro, y en arroyos los ojos de las madres.
«Explicado por los alumnos», nos dice esta profesora en el libro que ha dedicado a su experiencia como tal, «en esto se convierte el texto de Victor Hugo: la segadora es una máquina recolectora-trilladora como demuestra el hecho de que esté en el campo. Variante: es una pequeña esclava negra trabajando sin respiro en un campo de algodón mientras el amo la mira. Así pues, el texto sería un himno a la liberación de la mujer o de los pueblos. Victor Hugo expresa en su poema la preocupación ecológica, y son unos versos muy bonitos».[36] En lugar de preguntarse sobre la terrorífica aptitud de la propaganda ciudadana para transformar en canto los derechos del hombre, el patrimonio filosófico y político de todos los mundos del hombre, el informe estigmatiza con acritud la decepción y el desánimo de la profesora; en lugar de plantear la cuestión de saber por qué la apología del intercambio intercultural reduce la cultura a un inalterable monólogo, increpa a quien todavía osa protestar contra semejante reducción: «Leyendo a Corinne Bouchard», dice, «se piensa en el malestar de los desolados misioneros ante su falta de éxito cuando llevan a los “negritos” la palabra de Dios que puede abrirles las puertas del paraíso».[37] Con lo que se ruega encarecidamente a los profesores que superen su racismo cultural. No seáis como Bellow, se les conmina, que para respetar a los zulúes espera que llegue el momento en que salga de ellos un Tolstói. Romped, por amor a los hombres (ya que no ¡por amor de Dios!), con la enseñanza del desprecio y no esperéis por tanto, para respetar a vuestros alumnos, a que éstos hayan asimilado la sutileza de Racine o la poesía de Victor Hugo…
So capa de combatir el prejuicio y el desconocimiento, es la admiración lo que ese respeto combate. En nuestro tiempo se respeta todo, para no tener ya nada que admirar. En consideración a lo universal se echa por la borda la supremacía de algunos particulares. Se monta contra la autoridad el implacablemente simpático dispositivo de la comunicación y el diálogo, cualquiera que sea el tema de que se trate. Así, los autores consagrados no son para sus herederos espejo, sino fardo. La grandeza de los muertos no engrandece a los vivos, al contrario, aplasta con su abrumadora perfección las insignificantes existencias de éstos. Que no se ven con ella glorificados, sino mortificados, como en un momento de ebriedad confiesa uno de los personajes de la novela de Kundera La inmortalidad: «Europa ha reducido a Europa a cincuenta obras geniales que nunca ha comprendido. Daos cuenta de esta escandalosa desigualdad: millones de europeos que nada representan frente a cincuenta nombres que representan todo. La desigualdad de las clases es una bagatela comparada con esta desigualdad metafísica que convierte a los unos en granos de arena mientras reviste solemnemente a los otros con el sentido del ser».[38]
Ha sonado al fin la hora de la revancha. El hombre europeo parece en estos momentos decidido a acabar con esa humillación que la cultura le inflige. Puesto que la razón es para él lo mejor repartido en el mundo, no encuentra ningún motivo para no alienar la suya y aceptar una influencia extranjera. Tras cualquier eminencia, él se huele un abuso de poder y no conoce actividad más recomendable —ni más dulce placer— que la de desacralizar los ídolos. Atento a no excluir, se vanagloria de proscribir las prácticas discriminatorias cuando en realidad suprime las articulaciones indispensables para la vida del espíritu. Orgulloso de no aceptar yugos, ahoga todo lo que sobresalga en la igual dignidad de los gustos, las creencias o los deseos. Ninguna jerarquía es para él merecedora de gracia. Ningún ascendiente resiste a su maximalismo igualitario. «Cuando el hombre que vive en los países democráticos se compara individualmente con todos quienes le rodean, se siente orgulloso de ser igual que ellos»,[39] decía ya Tocqueville. Y ese subjetivismo, antaño amenazado por la piedad clásica respecto a los hombres antiguos o por la cuestión romántica de la deuda que tendríamos con nuestros ancestros, callados hoy los difuntos, se ha impuesto sin rival en el alma moderna. Remitan a una historia local o a la cultura mundial, los desaparecidos han perdido hoy toda aura o ascendiente. Desactivados, inofensivos, han dejado ya de intimidar a sus legatarios. No son ya los maestros a imitar, consultar, superar o combatir, sino los alumnos de la escuela contemporánea del vivir juntos.
En todo caso, ¿no habría que calificar como romántica la rehabilitación de las comunidades de pertenencia y de las identidades particulares llevada a cabo por el multiculturalismo? Y, desde la agresión de Croacia y de Bosnia-Herzegovina, ¿no se inscribe acaso usted mismo, con su defensa de las pequeñas naciones, en esa misma línea?
Con William Blake, en nombre de la «santidad de lo particular» los románticos se sublevaban contra la impersonalidad del hombre en-sí y la uniformización del mundo. Con lo que Victor Segalen denominaba la «estética de lo diverso», impartían una lección de belleza. Con la afirmación de Schlegel de que «el universo es vasto y todo en él encuentra su lugar», recusaban el esterilizante academicismo de las Bellas Letras esforzándose en ampliar el campo de lo reverenciable. Nosotros no estamos ya en esto. Nada menos romántico que la edad democrática de las identidades. Lo que para nuestra modernidad tardía resulta insoportable no es la nivelación, sino la verticalidad. No es la estrechez de gusto lo que la encabrita, sino la existencia misma de criterios. A los multiculturalistas no les preocupa en absoluto sustraer las cualidades y los colores de la realidad sensible a la gris monotonía de la abstracción racional; constituyen la vanguardia de un mundo donde, puesto que jerarquía equivale a opresión, todas las formas y todas las distinciones heredadas son atacadas sin descanso. Dicho con otras palabras, los apóstoles contemporáneos de la diversidad sirven celosamente al ideal de la homogeneidad. Al invocar el derecho a la diferencia sólo para abatir las disimetrías, se convierten en los militantes obstinados de la indiferenciación. No es en absoluto razonable que se les reproche la balcanización del mundo, puesto que lo que ellos defienden no es la pluralidad contra la uniformidad, sino la igualdad frente a la trascendencia. No iluminan, sino aplanan. Lejos de introducir una nueva estética, sermonean a la belleza y ese sermón les sirve de coartada. En efecto, su escrupulosa hospitalidad camufla venenosas intenciones. La política del reconocimiento les permite recortar todo lo que sobresale. Su resentimiento prospera a la sombra de lo Otro y del homenaje que, día tras día, se le rinde. Nietzsche lo había entendido bien: «Parecen entusiastas pero lo que arde en ellos no es el corazón, es la venganza».[40]
¿Tendríamos entonces que ser nietzscheanos?
No, porque si es cierto que la descripción de las «tarántulas ávidas de secreta venganza» y de ese último hombre que «todo lo empequeñece»[41] se adecua perfectamente al espíritu terapéutico de la época actual, Nietzsche cae también en el pathos de la Anunciación. Cierto que el superhombre nietzscheano no tiene nada de Guía, ni de Führer, ni de Superman. Pero, al profetizar su llegada, Zaratustra, como el terapeuta, afirma que la verdadera humanidad está aún por llegar. Contra la invención del hombre, es preciso, como dice Hans Jonas, defender obstinadamente la idea de que el hombre está aún por descubrir y de que el pasado ha de ayudarnos en ese descubrimiento. No se trata, pues, de ser nietzscheano, sino de acudir a esa cita y no equivocarse de batalla.
Durante la mayor parte del siglo XX, la democracia ha sido combatida por enemigos feroces y tanto más temibles cuanto que creían identificarse con el movimiento de la historia universal. Una buena razón para olvidar la cuestión que atormentaba, sí, a Nietzsche, pero también a James o a Tocqueville, sin que en el caso de éstos signifique que quisieran acabar con el antiguo hombre: en una sociedad donde el principio democrático se desencadena hasta querer regirlo todo, ¿qué queda de la grandeza, de la admiración y de todo lo que da valor a la vida? Una pregunta que hoy resurge. ¿Seremos tan morales como para no contestarla?