Usted ha dicho antes, citando a Kundera, que los judíos «constituyen la pequeña nación por excelencia». ¿Puede actualmente seguir aplicándose eso a Israel, un Estado lo suficientemente poderoso para desanimar el ardor bélico de sus enemigos y hacerle pagar caro sus favores a la primera potencia mundial?
La fuerza de Israel procede de su debilidad. Y es esta debilidad la que ha fijado la atención sobre Israel de todos los judíos del mundo. «El periódico matutino», dice Hegel, «es la plegaria del hombre moderno». Yo he nacido en una de esas familias judías deshechas por la guerra y que han dejado las preces cotidianas por la lectura periodística de las noticias del frente, es decir, del conflicto israelo-árabe. Con la pérdida de sus padres, los míos perdieron el gusto por la tradición. Carecían ya del ánimo necesario para retomar el hilo. Por tanto, en mi casa, la actualidad ha ocupado el lugar de la tradición. Y el epígrafe Próximo Oriente ha suplantado al vínculo ritual con los muertos. Así, a manera de educación religiosa, mis padres huérfanos me han transmitido su febril solicitud por el pequeño Estado judío frente a la hostilidad de sus inmensos vecinos. Al igual que Kurt Blumenfeld, el amigo y mentor a quien Hannah Arendt dedicó su libro Los orígenes del totalitarismo: antisemitismo, yo hubiera podido decir: «Como no tengo relaciones con la religión, sólo mediante el sionismo puedo mostrar quién soy».[1] Lo mostré pues: «sionista» es una de las primeras palabras del vocabulario político que me ha sido dado aprender y utilizar. Pero el sionismo que me impregnó no era ni la solución moderna de la cuestión judía ni un proyecto de emigración; era algo así como un amor reflexivo o una ternura especial. Amaba a Israel por sus tomates en el desierto, por sus cuadros de césped y por el socialismo, por sus kibbutz, por sus ministros en camiseta, por el tsahal, su ejército de ciudadanos, y por las noticias radiofónicas que acompasaban por todas partes la vida social, hasta en el autobús. En Israel no había ni melindres, ni ceremonias, ni zalemas, ni gobiernos cargados de prosopopeya, ni reclutas rapados, vejados, animalizados por las novatadas. Lo que a mí —que era, y sigo siéndolo, solidario de Israel— me hacía vibrar no era tanto la tumba de los Patriarcas o el muro de las Lamentaciones como el espíritu de igualdad y participación de todos en una vida pública siempre intensa. Hasta mediados de los años ochenta, en cada viaje a Israel quedaba subyugado y elevado el voltaje de mi entusiasmo ante la pasión israelí por los asuntos públicos. Era un país que escapaba a la deprimente síntesis europea entre el culto secular de la etiqueta y la moderna privatización de la existencia. Ni formalidades ni, en especial, futilidades: sobre aquella estrecha franja de tierra había otra idea de la felicidad que no la identificaba con el consumo sin fin de productos o la decidida resolución de vivir sólo para los propios deseos. La vigilante Israel no era aún ese conjunto de hombres de negro de Jerusalén contra la lasciva Tel-Aviv: era, frente a las grandes democracias liberales, la versión ateniense de la democracia. Y el Estado judío era una ciudad griega donde todo se debatía, quebradiza, febril, perpetuamente amenazada. Como en Francia, había allí también una derecha y una izquierda. Mas no era la cuestión económica del modo de producción de la riqueza o de su reparto lo que las oponía, sino la definición del proyecto sionista, la forma que habrían de revestir la paz y el futuro de Israel. Las opiniones políticas no se deducían de los intereses materiales, y la prosperidad no constituía el objetivo exclusivo a alcanzar de la vida colectiva. Abocada, como todas las sociedades modernas, a la búsqueda de la abundancia, la nación israelí tenía, sin embargo, otras urgencias y otros ideales. Ni el bien público se plegaba al bienestar ni las preocupaciones del ciudadano se supeditaban a las demandas del individuo. Y fue en Israel donde, por primera vez, y mientras los políticos franceses se proponían hacer cada vez más rentable la empresa Francia, percibí la diferencia entre las actividades relativas a un mundo común y las que se refieren al sostenimiento de la vida.
Quizá no necesitaba ir tan lejos. En Mayo de 1968 Francia fue el escenario de una impugnación radical de la obsesión económica y de la sociedad de consumo.
Según una muy acertada fórmula de Roland Barthes, los estudiantes de antes del 68 eran algo así como «señoritos». En el 68 nos convertimos en «jóvenes». Nos rebelamos —temporalmente— contra los planes de enseñanza y —perpetuamente— contra las normas burguesas. Y llegamos a aborrecer tanto los códigos, que incluso comíamos en el suelo, porque aspirábamos a la plenitud. Queríamos una vida que fuera nuestra y no estuviera aprisionada en las formas o alienada en las cosas. Dijimos, pues, no a la corbata, ese ornamento que desde hace mucho tiempo venía ya desdeñando la élite israelí; pero no como en Israel, no en nombre de la igualdad entre ciudadanos semejantes afectados y preocupados de un mismo modo por la cosa pública, sino en nombre de la autenticidad. En las grandes democracias, el rechazo de las convenciones procedía del individualismo, mientras que en Israel se trataba de una preocupación compartida por el destino de la patria.
¿Y esa preocupación era también la suya?
Orgullo y temblor fueron, efectivamente, los primeros componentes de mi sionismo, y hasta la guerra de los Seis Días podía sentir ese temblor ante los otros porque esos otros se inquietaban conmigo. Después de 1967 todo ha cambiado. En los círculos que frecuentaba, la simpatía por el sitiado se convirtió en una acerba crítica de la cabeza de puente norteamericana en Oriente Medio. Se impuso una nueva geografía mental. Y es esa nueva geografía mental lo que me ha dejado en una posición falsa respecto a los progresistas de todos los países. Contra De Gaulle y su «pueblo de élite, seguro de sí mismo y dominador», continué aplicando a Israel la cláusula de pequeña nación inquieta y siempre en peligro de extinción. «Por tercera vez», me decía como Raymond Aron, «David venció a Goliat. No obstante, aunque de momento superior gracias a eso a lo que hoy se llama inteligencia, el dominio de las técnicas, sigue siendo David, siempre carente de reservas, sin posibilidades de retirada. La guarnición sitiada ha logrado con éxito una salida victoriosa y ha ampliado su perímetro defensivo. Pero sigue estando sitiada y seguirá estándolo durante años, si no decenios.»[2]
Guarnición sitiada, nación inquieta, Estado que puede desaparecer, sí, mas no por ello está forzosamente libre de culpas y por encima de toda sospecha. La legítima preocupación por su seguridad frente a adversarios para quienes el tiempo, el espacio y el número jugaban a su favor, no ha legitimado nunca para mí la perennización de la conquista. Ni el argumento bíblico de la Judea-Samaria ni el argumento estratégico de la ampliación del perímetro defensivo me han convertido a la idea de la anexión definitiva de Cisjordania. Y al comprometerme por la creación de un Estado palestino, he descubierto que la vida no era una canción hippie, no era el make love, not war, como decíamos en los años sonrientes. En este caso el entendimiento no podía revestir la forma amorosa del abrazo, sino, paradójicamente, la de la separación. Para pensar esa paz había que desgajarse del modelo del idilio. Inolvidable lección. Cuando Edgar Morin, el pensador de la complejidad planetaria, pretendía encerrar el conflicto yugoslavo y los litigios entre vecinos en la alternativa asociación o barbarie, yo pensaba en Israel, es decir, un caso de encabalgamiento bárbaro y promiscuidad opresiva. Como en 1981 escribió el gran historiador israelí J.-L. Talmon, «en nuestros días, y aunque pueda resultar irónico o decepcionante, el único medio de lograr una coexistencia entre los pueblos es separándolos».[3]
Una separación que plantea tantos problemas en el Próximo Oriente como en los Balcanes, puesto que deberá ir pareja con el mantenimiento de una importante minoría árabe en Israel y, quizá, de una presencia judía en el Estado palestino. Ahora bien, esta dificultad no se ha considerado decisiva. Nadie ha pensado colocar la deshonrosa etiqueta de balcanización en los acuerdos de Oslo, que iniciaban, sin embargo, un muy delicado proceso de reconciliación disyuntiva. ¿Por qué milagro este espacio y lo que en él se está jugando escapan al desprecio de las etnias y de la política identitaria? ¿Tal vez porque el sentido de la historia —es decir, la emancipación de la humanidad— pasa por la justa lucha de independencia del pueblo palestino, mientras que la fragmentación de Yugoslavia, en cambio, no tiene otro efecto que el de retrasar el reconocimiento del hombre por el hombre? ¿O, a la inversa, porque el problema judío, al ser también por excelencia el problema metafísico de la humanidad, no tiene equivalente con las convulsiones tribales que se producen en los márgenes del mundo humano? La palabra «pequeño», en la expresión «pequeña nación», me ha prevenido contra ambas interpretaciones.
Pero la pequeña nación judía ha venido caracterizándose durante mucho tiempo por su desconfianza respecto al Estado. Como recuerda Levinas, el judío es también el hombre al que los libros, y no la tierra, alzan y sostienen a través del tiempo.
Sin duda. Y esta enigmática longevidad diaspórica que tan duraderamente ha venido suscitando la turbación o el odio se ha apuntado hoy en nuestro haber. «La libertad respecto a las formas sedentarias de existencia»[4] nos ha proporcionado incluso una extraordinaria popularidad filosófica. Salvo, tal vez, en algunas sectas residuales y desprestigiadas o en algunos sitios especializados de Internet, ese cubo de la basura planetario, ha pasado ya la época en que se denunciaba la pérfida obstinación de los judíos. El pueblo vestigio se ha convertido en un pueblo modelo. Su exilio es ahora un ejemplo. Esa desarmada resistencia que hasta hace poco exasperaba a las filosofías de la Historia encanta hoy a los deconstructores.
Todavía no hace mucho, los judíos eran doblemente culpables: culpables, para los románticos, de encarnar y extender la modernidad, y culpables, para la Ilustración, de terquedad y atraso por no sacrificar totalmente su herencia al proyecto moderno de emancipación. Los judíos tenían que responder simultáneamente de su particularismo ante los liberadores de la humanidad y de su universalismo ante los nostálgicos de las pertenencias específicas. Proceso al judaísmo por parte de la Ilustración: en sus Considérations destinées a rectifier les jugements du public sur la révolution française, Fichte manifiesta que, «para transformar a los judíos en ciudadanos, es decir, en hombres universales, no hay otro medio que cortarles a todos un buen día la cabeza y sustituir esas cabezas por otras en que no anide ya ninguna idea judía».[5] Proceso a la Ilustración judía: en El espíritu del cristianismo y su destino, obra de su período romántico, Hegel reprocha al judaísmo que deshumanice al hombre separándolo de la naturaleza, de lo divino y de sus vínculos comunitarios.
Todo esto ya ha pasado. No hay ya que defenderse de ser judío frente a una u otra de las versiones de la humanidad del hombre propuestas por la filosofía. Al revés, es ahora la filosofía la que es considerada culpable o, en todo caso, comprometida con ese horrible mundo que ha contribuido a modelar. El siglo XX prohíbe a la filosofía cualquier arrogancia. Y por eso, en lo que ésta tiene de mejor, se ha dejado influir por discursos, espiritualidades o actitudes que no proceden de su propio fondo. De ahí, frente a Atenas y su pasión por conocer, es decir, por englobarlo todo, la rehabilitación de Jerusalén, es decir, hablando como Levinas, de un psiquismo distinto al del saber del mundo. Vivimos el fin de la diferencia entre el judaísmo y la filosofía: «Judío» es hoy el más glorioso de los filosofemas. De ahí también que, demasiado judíos hasta una época reciente, los judíos vivos decepcionen hoy por no serlo bastante. Antes de Hitler era corriente denunciar la inquietante extranjería de esos inasimilables cuya diferencia ningún signo exterior expresaba. Nuestra época poshitleriana celebra en ellos al Otro —ese otro distinto de la razón de Estado, distinto de la sedentariedad, distinto del sistema, ese otro de Hegel— y se alarma, se entristece o se indigna al ver que sus héroes se desprenden de tal alteridad. El pueblo elegido dilapida su pasado e incumple sin vergüenza su promesa. Comparado con el admirable judío conceptual, el judío carnal resulta una pálida figura. Para decirlo sin tapujos: cuanto más sublimes somos filosóficamente, más legítimo parece detestarnos en la realidad. La simpatía por nuestra imagen nutre la antipatía por nuestros comportamientos. Los Fichte actuales miden consternados la distancia que va aumentando entre nuestras elecciones políticas y la misión subversiva que se nos había asignado. Y si un buen día pudieran cortarnos a todos la cabeza, lo harían para poner en su lugar otras en las que la idea judía prevaleciera sobre cualquier idolatría de la tierra, cualquier aburguesamiento del espíritu.
Usted niega para Israel la cláusula de nación inocente. Pero, al mismo tiempo, realiza un severa crítica de la crítica del sionismo. ¿No resulta eso contradictorio?
El delito de Israel, pues delito hay, no consiste en alejarse de esos famosos valores judíos que tanto cotizan hoy en la bolsa de la filosofía, sino en remontar más atrás aún la corriente del ideal sionista original. Se rechaza a los judíos chauvinistas en nombre del judío auténtico cuando lo que habría que oponer a la actual retórica israelí es la ferviente búsqueda de normalidad de los fundadores de Israel. Normalidad: cierto que, comparada con palabras tan llameantes como marginalidad, revuelta, extraterritorialidad, insumisión o insolencia no es un término de muy buen tono. Y, sin embargo, es en dicha normalidad donde anida este grandioso y modesto proyecto: estar en pie de igualdad con los demás. Con y no como. Una búsqueda que no lleva consigo ningún sacrificio identitario, ninguna renuncia a sí mismo, ninguna liquidación del judaísmo o de la judeidad en beneficio de una sociedad homogénea y universal, sino el deseo de despegarse de la precariedad efectiva y el confort intelectual de un mundo binario en el que, frente a los judíos, no habría más que la malevolencia proteiforme y monótona de los goyim. Hannah Arendt señala muy justamente que el Estado de Israel fue creado para hacer de los judíos un pueblo entre otros pueblos, una nación entre otras naciones, un Estado entre otros Estados, dependiendo así de una pluralidad que excluía la secular dicotomía entre cristianos e hijos de Israel. Cuando los sionistas quisieron que el rechazo a seguir siendo durante más tiempo objetos de la historia cobrara la forma de Estado judío, no hicieron hincapié en la imitación sino en la participación. Antes había judíos y naciones; a partir de ese momento habría una nación en un mundo de naciones. Nación singular, nación notable, pero nación dotada de las mismas prerrogativas, en igual situación que las demás naciones y sometida a las mismas leyes. Pueblo aparte, quizá, pero que no permanece ya aparte y que cuenta entre los demás pueblos. «¿Dios ha hecho al hombre o al judío? Tal es la pregunta que yo planteaba al principio de mi compromiso sionista. Desde hace muchos años, la palabra “goy” ha desaparecido de mi vocabulario»,[6] decía magníficamente Kurt Blumenfeld.
Después, bajo los sucesivos golpes de un rechazo árabe que nunca se ha privado de extraer sus argumentos de la batería del antisemitismo europeo, la guerra de los Seis Días y la resolución de las Naciones Unidas equiparando el sionismo al racismo, la promesa original no se ha cumplido. El viejo concepto del Otro ha acabado por anegar a los demás y su imprevisible diversidad. Menahem Beguin es el hombre responsable de este cambio. Al acceder al poder, el jefe de la derecha nacionalista no sólo inspiró un nuevo curso político, sino que dotó, también, a Israel de una nueva elocuencia. Por primera vez, y de forma sistemática, se establecía una vinculación entre las vicisitudes del Estado y las desgracias de la diáspora. Ninguna ruptura histórica en el discurso de Beguin: frente a todos sus predecesores, Beguin proyectaba incansablemente la sombra de la gran matanza sobre el tapete de las apuestas actuales. Afirmaba sin reposo la continuidad, e incluso la inexorabilidad de un destino que hacía del hoy la repetición del ayer y del judío de las naciones, como de la nación judía dispersada, el blanco de un inminente desastre que el antisemitismo provocaría. Recordando en todo momento y con toda sinceridad las atrocidades del holocausto, sustituyó el rechazo de la analogía entre realidad israelí y pasado judío por una verdadera orgía analógica. Dicho de otra forma, con Beguin la ferviente búsqueda de normalidad se transformó en vibrante proclamación de la anomalía eterna. El doloroso y complaciente dualismo del kulam negednu («todo el mundo está contra nosotros») pudo más que la pluralidad humana; las categorías anteriores a la existencia política se apoderaron de la acción política y las opciones más inquietantes, por más radicales, quedaron justificadas por la radical inquietud. Así, por ejemplo, en 1988 Ariel Sharon declaraba: «Supongamos por un momento que, tras el exterminio de millones de judíos, Adolf Hitler, envejecido y cansado por todos sus combates, propone al Estado de Israel negociaciones de paz e indemnizaciones de guerra. ¿Alguien podría imaginarse que negociáramos con él?».
Cansados, efectivamente, de la guerra, del maximalismo y de los discursos enardecidos, tres ancianos, Rabin, Peres y Arafat, han intentado otorgar a la negociación derecho de ciudadanía. Hay un tiempo para todo, cada cosa bajo el cielo tiene su hora, pensaron los tres de común acuerdo: resultado, los acuerdos de Oslo. Pero esta comunidad de cansancios se ha roto. A los setenta y tres años Itzhak Rabin caía bajo las balas de un joven y ardoroso asesino, embriagado de todas las palabras de la Biblia, salvo las del Eclesiastés, y que no le perdonaba haber negociado con Hitler. Pues en un mundo reducido a una exclusiva e inmutable alternativa, la idea de paz se confunde con la de victoria. No hay tercera vía ni tercer término. Hay que incorporarse forzosamente a uno de los dos campos enfrentados: la preocupación por el compromiso no es más que una cobardía declarada, una mentira incluso, una impostura destinada a favorecer los manejos del enemigo.
Pero la mayoría de los israelíes se sintieron horrorizados por ese asesinato y condenaron sin rodeos la retórica incendiaria que lo hizo posible.
La impresión fue tan fuerte, que, para conjurar lo irreparable, para suavizar la espantosa noticia, la gente se aferró, patéticamente, a una especie de «El rey ha muerto, ¡viva el rey!» en nueva versión. Rabin ha caído, se decía una y otra vez, pero el proceso de paz sigue. La palabra «proceso» es muy reconfortante porque sustrae la acción a la tragedia o al azar al hacer de los hombres las encarnaciones provisionales e intercambiables de un movimiento automático, anónimo e irreversible. Sólo que no siempre se puede matar a la muerte: a veces es coriácea. Y es que hay momentos, dicho con otras palabras, en los que la dialéctica se detiene, en los que la contingencia resulta irreductible, en los que el acto político no se deja convertir en río de la Historia. La frágil relación que se había tejido entre aquellos tres hombres agotados y mutuamente indispensables no pudo sobrevivir a la desaparición de uno de ellos. El vacío creado por la muerte de Rabin no se ha colmado, y sus desoladoras consecuencias nos obligan a disociar el concepto de paz del de proceso. Por supuesto, nada está cerrado. Quizá pronto nuevos acontecimientos modifiquen la situación. Pero si la sabiduría política prevalece, no se deberá a la fuerza de las circunstancias, sino al comportamiento de hombres lo suficientemente cansados para liberarse del pensamiento binario, y lo suficientemente intrépidos para enfrentarse con él.
Lo cual no impide que un año después del crimen de Igal Amir los islamistas hayan desencadenado una campaña de atentados suicidas en Tel-Aviv y en Jerusalén que ha causado decenas de muertos. Como en otras capitales europeas, también en París se organizó una manifestación de apoyo a Israel, bajo la cobertura de los derechos del hombre. Yo estuve en esa manifestación, y, en medio de una multitud abrumada y silenciosa, vi a algunos jóvenes enfurecidos blandiendo una pancarta donde podía leerse: «Proceso de paz = Auschwitz». Si el viejo combatiente Rabin hubiera concurrido a las elecciones con Peres, curtido diplomático, quizá hubieran triunfado juntos frente a esa monstruosa ecuación. Para aniquilar al miedo y sus fantasmas, el político necesitaba indispensablemente el apoyo y la presencia del héroe. Para encarnar, en cualquier momento, la diferencia entre la firme voluntad de paz y la debilidad del pacifismo, el brillante negociador tenía una imperativa necesidad del taciturno soldado. Solo, entregado a sí mismo, Peres no tenía ya peso. Gracias sean dadas a los terroristas de Hamas: es el espíritu presionista de una juventud embriagada por la desgracia judía y la perpetua hostilidad de las naciones lo que actualmente anima la política israelí.
Sin embargo, al cabo de diecinueve meses de inmovilidad diplomática, el jefe de ese gobierno se ha visto obligado a firmar, el 23 de octubre de 1998, un memorándum por el cual Israel se compromete a transferir a los palestinos el trece por ciento de Cisjordania. Al final, la fórmula del compromiso territorial parece haberse impuesto incluso a quien por nada del mundo quería aceptarla.
Es posible que, a fin de cuentas, la paz sea más fuerte que los individuos. Y que este invencible proceso haya hecho del asesinato de Rabin una desafortunada peripecia y de Benjamín Netanyahu, su detractor y sucesor, un Rabin a su pesar. El furor de los colonos ante lo que para ellos constituye un abandono del Gran Israel va por ahí.
No obstante, sigo creyendo que los hombres no son intercambiables. «Todo tiene sus dos caras de sombra», le gustaba decir, citando a uno de sus tíos abuelos, a Kurt Blumenfeld. Y si los unos son toscos y astutos los otros, idéntica aspiración anima a quienes recurren a la palabra traición en cuanto se habla de acuerdo con los palestinos y a quienes confieren a su negativa de un verdadero reparto territorial la dócil apariencia de una continuación del proceso de Oslo. Sabemos que, nombrado ministro de Asuntos Exteriores para las negociaciones de Wye Plantation, el general Sharon se negó a saludar al jefe de la Autoridad Palestina: no se estrecha la mano de Hitler, ni aunque tenga la enfermedad de Parkinson… No se trata sólo de una ruptura de los usos normales. Se trata de una declaración: el combate continúa.
«La guerra», escribió Levinas, «es la emboscada. Es apoderarse de la sustancia del otro, de lo que el otro tiene de fuerte y absoluto a partir de lo que tiene de débil. La guerra es la búsqueda del talón de Aquiles.»[7] Los nuevos negociadores israelíes han transferido esta manera de hacer la guerra al proceso de paz. Netanyahu está emboscado. Acecha los fallos del adversario para contar con una razón diplomática que le permita detener todo. Y juega con el tiempo. Ha podido comprobar —él, que está en plena forma y desbordante de energía— el estado de agotamiento de sus interlocutores. Roído por el cáncer, el rey Hussein de Jordania se vio obligado a interrumpir su tratamiento para ofrecer sus buenos oficios; los labios de Arafat tiemblan convulsivamente. Un desgaste que deja ya de ser una ocasión que hay que aprovechar. Un agotamiento que deja ya de ser percibido como cualidad o tonalidad que incline a los jefes del otro campo a una actitud de sabiduría o de feliz moderación. Un agotamiento que es su debilidad, su talón de Aquiles. La vida los abandona y, después de ellos, todo es posible: lo peor, ese peor tan deseado, es decir, la radicalización de los palestinos en los territorios ocupados, o lo mejor, es decir, la instalación en Ammán de un Estado palestino con el que negociar un nuevo mapa y al que transferir las poblaciones molestas u hostiles. Sometidos por el momento a la presión norteamericana, los dirigentes presionistas de Israel aprietan los dientes y cuentan los días.
Habla usted de espíritu presionista sin morderse la lengua. Pero en cuanto a la controversia que tanta pasión levanta hoy en Israel se muestra, en cambio, muy pusilánime. Lo que los «nuevos historiadores» de ese país denuncian es la ideología sionista. Para salir de este callejón sin salida, preconizan una reforma de la propia naturaleza del Estado. Ha llegado la hora del postsionismo, dicen incluso los más audaces. ¿Es la fidelidad a su infancia lo que le impide seguirlos?
«Todo patriotismo se basa en una inculcación, y ésta en edificantes simplificaciones»,[8] dice con razón el gran historiador francés Maurice Agulhon. A lo que puede añadirse que, cuanto más pequeña sea una nación —es decir, más débil, amenazada e impugnada—, más se aferra a su leyenda nacional. Cuanto menos aceptada es, más necesidad tiene de creer en sí misma. Mientras que la existencia de países inmemoriales es algo natural que no necesita razón ni justificación alguna, Israel, desde su nacimiento, tiene que comparecer ante el tribunal del progresismo. En este clima de proceso permanente, era inevitable que los investigadores más rigurosos fueran también, al menos parcialmente, abogados. Ahora bien, de pronto aparecen historiadores que no juegan ya ese juego y que, a semejanza de sus colegas franceses o norteamericanos, renuncian a las edificantes simplificaciones y las sustituyen por la implacable desmitificación. Y he aquí a universitarios y periodistas que no aceptan así como así el relato canónico del establecimiento de los judíos en Palestina, la actitud del movimiento sionista frente al exterminio y, sobre todo, la guerra de Independencia. No es cierto, afirma, por ejemplo, Benny Morris, su primer portavoz, que en 1948 los árabes de Palestina abandonaran sus ciudades y sus pueblos siguiendo la llamada de sus dirigentes con la esperanza de regresar cuando hubieran finalizado los combates. El minucioso trabajo de Morris muestra que «de seiscientos mil a setecientos mil palestinos huyeron porque su sociedad, en vías de descomposición, no era capaz de afrontar la guerra y porque eran objeto de actos de expulsión e intimidación por parte de judíos. La gran mayoría de refugiados huyó al principio de la guerra, es decir, antes de la invasión de los ejércitos árabes del 15 de mayo, en la época en que tenía lugar una violenta y mortífera guerra civil».[9]
Aun rechazando la tesis, sostenida por numerosos intelectuales árabes, de un plan global de expulsión o de traslado, con sus investigaciones Benny Morris intenta que Israel se desprenda de su leyenda y reconozca su parte de responsabilidad en la creación del problema palestino. «Lo que se formó durante la guerra», escribe, «es un consenso mayoritario en torno a la idea de que, en interés del Estado de Israel, y desde el doble punto de vista político y de seguridad, lo mejor sería que permaneciera en él un número lo más reducido posible de árabes».[10] Una rectificación saludable, puesto que, tanto en una parte como en la otra, el mayor obstáculo para la paz es una memoria acrítica, apologética, exclusivamente habitada por la machacona repetición de los daños y sufrimientos padecidos. Mas los nuevos historiadores no saben detenerse. Embriagados de sí mismos, imbuidos de su propia audacia, sacando pecho y sucumbiendo a la megalomanía iconoclasta como otros sucumben al engreimiento nacional, practican apasionadamente eso que Raymond Aron llama la ilusión retrospectiva de la fatalidad: «Trátese de una victoria militar o del hundimiento de un imperio, siempre se descubren razones lejanas y válidas que, a posteriori, confieren una aparente necesidad al desenlace efectivo».[11] El presente parece deducirse del pasado, y la tentación de olvidar que ese pasado ha sido un día presente, es decir, frágil, aleatorio, rico en posibilidades, incierto de futuro, es por eso muy grande. Para los nuevos historiadores no hay contingencia ni incertidumbre: su desconfianza extrema y sistemática respecto a los testimonios (forzosamente absolutorios) de los participantes en los acontecimientos de que tratan los lleva, con total ingenuidad, a proyectar el poder actual de Israel sobre su situación inicial. Para esos desmitificadores, tan ingenuos como suspicaces, el fin ilumina el comienzo. Puesto que el Estado judío ha ganado todas sus guerras, eso quiere decir que no podía perderlas. Cuatro veces victorioso, era entonces el más fuerte y siempre lo había sabido. Frente a un estrepitoso, pero desorganizado, mundo árabe, el verdadero Goliat, en principio, era él. Poco importan la angustia y el sentimiento de ahogo, el número de víctimas judías de la guerra de Independencia… el pasado es sólo nuestra prehistoria. Esta pequeña nación, aparentemente tan vulnerable, ha sido siempre grande, es decir, segura de sí misma, militarista, dominadora y conquistadora. Renovadora, aunque llena de tergiversaciones, la nueva historiografía israelí, dicho con palabras de Levinas, cuenta «de qué manera los supervivientes se apropian las obras de las voluntades muertas. Se basa en la usurpación llevada a cabo por los vencedores, es decir, por los supervivientes».[12] Y el veredicto de esos vencedores es inapelable. Los demonios sionistas son peores que los enemigos del sionismo. Por tanto, para encontrar la paz, hay que abatirlos. Lo que, resumiendo, quiere decir que, en beneficio del principio cívico, hay que romper con la idea de nación étnica, elegir la igualdad jurídica frente a la identidad fáctica, lo electivo frente a lo nativo, la voluntad frente al destino y el horizonte universal frente a la comunidad de sangre o de cultura. El actuar debe disociarse del ser para que Israel se convierta en una república formal y postribal de puros ciudadanos. Pero ¿la ciudadanía ha sido alguna vez pura? Tras la matanza de treinta palestinos en el panteón de los Patriarcas por Baruch Goldstein, un colono judío de Kyriat Arba, Itzhak Rabin habló del «abominable hombre de Hebrón que nos ha sumido a todos en el oprobio, aunque seamos inocentes». El mundo entero se estremeció ante ese acto espantoso. Y, sin embargo, ese «todos» no es el mundo entero, no es la opinión de la tierra habitada, no es la conciencia universal. El crimen ha impresionado a la humanidad, pero sólo ha comprometido a quienes comparten la identidad del asesino. En efecto, hay una frontera más allá de la cual uno deja de estar comprometido por el abominable hombre de Hebrón y esa frontera es la del pueblo o la nación. La nación es esa colectividad donde lo que ocurre a los otros me ocurre también a mí. Y si la política de la nación me afecta personalmente, es precisamente porque la actuación de mis compatriotas, lo que hagan o padezcan esos desconocidos singulares, pone en juego mi ser. Israelí, sionista o judío, no me puedo contentar con expresar sin rodeos mi reprobación o indignación ante el bárbaro acto de Baruch Goldstein (o el de Igal Amir). A la repugnancia ante esas acciones se mezcla un extraño y tenaz sentimiento de deshonor: soy inocente, pero estoy comprometido, y tengo por eso que hacer algo. El imperativo sólo es categórico si es carnal, como atestiguan todavía las decenas de miles de israelíes que cada año recorren las calles de Tel-Aviv en memoria del primer ministro asesinado. La acción cívica o incluso ética no se disocia del ser particular tan fácilmente como pretenden los teóricos del postsionismo.
Ciertamente, uno puede separarse de su nación y repudiar toda identidad común. Mas un desarraigamiento tal no libera entonces al ciudadano y sus ideales, sino al hombre privado y al consumidor. Israel tiende a convertirse en un Estado postsionista, pero, como habría dicho Tocqueville, en un determinado sentido: en el sentido de que el gusto por el bienestar ha pasado a ser allí el gusto nacional y dominante. Muy lejos ya de los padres fundadores, la normalidad a que aspiran los nuevos israelíes es la de la economía capitalista, la de la sociedad de la abundancia y de esa libertad que Benjamin Constant definía como el apacible goce de la independencia privada. También en Israel la libertad política ha envejecido de golpe. Algo que Ilan Greilsammer observa con cierta tristeza: «La imagen de marca de Israel, además de la correspondiente a una tupida red de autopistas que destruyen a su paso cualquier zona verde y de un conjunto de rascacielos carentes de gracia, pasa a ser la de sus empresas high tech en busca de informáticos bajo el incentivo de suculentos salarios.»[13]
Y frente a ese economicismo triunfante los únicos en denunciar en voz alta y con fuerza la idiotez o la pérdida de sentido de las vidas privatizadas, los únicos que se niegan a aceptar que el éxito material sea la sola vía de acceso a la autonomía y la felicidad, los únicos, en fin, que se sienten concernidos por la cosa pública de manera no esporádica, sino hasta lo más íntimo de su ser, son los colonos de Judea-Samaria y los partidarios del Gran Israel, idealistas que se consideran herederos de los pioneros. Los nuevos historiadores —éste es el principal reproche que se les puede hacer— ratifican esta impostura. En efecto, a fuerza de «demonizar» el sionismo, hacen de Igal Amir, su asesino, el discípulo de Itzhak Rabin y reducen así a la nada la diferencia, sin embargo, fundamental entre los que han asumido el riesgo de reinsertar la historia judía en el mundo común y los que, en estos momentos, apuestan cínicamente en los dos tableros de la existencia estatal y del pueblo paria.
«En política», escribió Hannah Arendt, «el “conoce a tu adversario” es al menos tan importante como el “conócete a ti mismo”.»[14]
Y porque sabían esto, los primeros dirigentes sionistas se negaban a utilizar como comparación el holocausto cuando se referían a la debilidad de Israel y a la dureza de los tiempos. Este distanciamiento del pasado corre hoy peligro: la memoria se apodera de la actualidad y al conocimiento sucede la ceguera política. En cada conmemoración, en cada manifestación, en cada celebración, los colonos y sus partidarios, encerrados en sí mismos, se cogen de la mano o se enlazan por los hombros, levantan rítmicamente la pierna y hacen el corro salmodiando o cantando. Ese país que yo he amado tanto se escinde cada vez más profundamente entre laicos americanizados y ciegos que danzan.
¿Quiere eso decir que usted impugna el deber de recordar y que, frente al aire de los tiempos, preconiza una especie de derecho al olvido?
¿Derecho al olvido? ¿Con qué fin? El olvido es una fuerza irresistible. Para olvidar basta con abandonarse al tiempo que pasa, nadar en el sentido de la corriente, dejar que las cosas sigan su curso, en suma, vivir. Como escribe Jankélévitch: «No es necesario predicar el olvido, es inútil recomendar ese olvido a los hombres: siempre habrá muchos bañistas en las aguas del Leteo. Demasiada tendencia a olvidar tienen ya los humanos, hasta podría decirse que no piden más que eso. ¿Por qué, entonces, exhortarlos a tomar un camino que tantas ganas tienen de seguir y que, de todas maneras, seguirán? Hacerlo sería precipitar una caída que la fuerza de los instintos hace en todo caso inevitable, fortalecer con una aceleración moral esa irresistible tendencia, suscribir la bárbara superioridad del presente, volar cobardemente en auxilio de la victoria.»[15] Por lo demás, la idea de un deber de recordar es reciente. Algo impuesto a las generaciones que, nacidas después de la guerra, no se acuerdan, propiamente hablando, de nada. Lo que ese extraño imperativo expresa es la negativa a que sólo la objetividad de la historia se encargue del genocidio nazi. Se trata de seguir siendo los contemporáneos de un acontecimiento que, sin embargo, no hemos vivido. Se ha hablado del deber de recordar para expresar, por una parte, que, con su saber, los especialistas de ese pasado tenían que mantener en la opinión pública su recuerdo, no ahorrárselo, y, por otra, que la ecuanimidad, el distanciamiento o la neutralidad ética respecto a él no eran de recibo. Ante Auschwitz es imposible abstenerse de todo sentimiento y aplicar al pie de la letra el gran precepto de Spinoza: «No burlarse de las acciones humanas, no lamentarlas, no maldecirlas, sino comprenderlas».
Cierto que otros desastres, otros terribles crímenes esmaltan también la historia humana. Pero los historiadores, salvo quizá Michelet, no vierten lágrimas al relatarlos. De ahí la pregunta de Ernst Nolte y algunos otros: «¿Por qué Auschwitz? ¿Por qué suspender ese pasado sobre nuestro tiempo y reservarle de forma exclusiva, entre todas las tragedias ya acaecidas, el angustioso carácter que para sus contemporáneos tuvo?». La respuesta procede del horror sin voz ante la fabricación sistemática de cadáveres. La barbarie aparece, en este caso, fundida en las formas de la industria y de la burocracia. Con Auschwitz se ha producido la alianza del rojo y del gris, de la violencia orgiástica y de la monotonía de los días. La banalidad humana, demasiado humana, ha sido aquí el vehículo de lo inhumano. La administración se ha hecho cargo de la violencia. la competencia técnica se ha puesto fríamente y sin dificultad al servicio del frenesí asesino y los judíos han sido sus víctimas. Los judíos, es decir, un pueblo vinculado desde siempre a la Historia occidental. Y ese crimen ha sido perpetrado por una de las naciones europeas más desarrolladas contra la muy vieja tribu de la que Europa es en parte heredera —y a la que esa misma Europa ha perseguido con ahínco— y que ha contribuido en gran medida a su modernización. Nuestra civilización asesinada por las armas de nuestra civilización: ¿cómo pasar página? «Auschwitz», escribió Hannah Arendt, «no debería haber ocurrido nunca. Algo ha pasado que seguimos sin lograr dominar».[16] Y si la destrucción de los judíos de Europa nos obsesiona hasta tal punto, si su recuerdo nos atormenta en vez de simplemente movilizar nuestra atención, ello es debido a que no podemos penetrar su enigma, ni exonerar totalmente al mundo en que vivimos. Auschwitz alimenta, según la expresión de François Furet, un inagotable «sentimiento de horror respecto a nosotros mismos».[17] Y no conviene que la herida infligida al humanismo occidental y a su idea del progreso se cierre demasiado pronto. En la moderna civilización técnica e industrial se ha abierto una falla que el deber de recordar nos prohíbe colmar.
Pero la obnubilación pasional de los militantes que ven el proceso de paz como algo que inevitablemente conduce a Auschwitz es algo muy distinto. Esos hipermnésicos no están desorientados: están fanatizados. No están atormentados: son imperturbables. Arropados en el pesimismo, no temen ni hermosas sorpresas, ni malos encuentros. Ninguna grieta en ellos. Ni un punto flaco en su coraza intelectual y afectiva. Lejos de inquietarlos, el pasado bíblico y traumático que monopoliza su pensamiento y actuación es para ellos una garantía de seguridad perpetua puesto que proporciona a cada acontecimiento un precedente. ¡Muelle aflicción! ¡Confortables pesares! Nada ocurre que no haya ocurrido ya, lo nuevo queda automáticamente clasificado entre lo antiguo, lo desconocido es un engaño que enseguida se revela como el último avatar de algo hace ya mucho tiempo conocido. Lo ya visto, lo ya vivido, lo ya sufrido, el saber de la Tradición y la experiencia del Dolor se abalanzan sobre todo acontecimiento y reinan soberanos sobre el porvenir. Para comprender basta con haber comprendido. Así, esa memoria obsesionada es una memoria perezosa que evita a quienes seduce el esfuerzo de salir fuera, es decir, en este caso, de ponerse en el lugar de los ocupantes de los territorios. No se pone uno en el lugar de los amalecitas o de Hitler. Si es cierto, como ha escrito Ricœur, que ser hombre «es ser capaz de esa traslación a otro centro de perspectiva»,[18] habrá que concluir considerando que un uso semejante de la memoria funciona como una dispensa de humanidad.
Y esta memoria perezosa es asimismo una memoria olvidadiza. Practica, con tranquilidad apocalíptica, el olvido del presente. Jewish with a vengeance, judíos superlativos, como dice Woody Allen en Deconstructing Harry, sus adeptos llevan la kipá no tanto para mostrar su identidad judía como para expulsar del judaísmo a esos judíos sin atuendo de tales que no piensan como ellos, y sustituyen el presente en lo que éste tiene de irreductible, la realidad en lo que tiene de perturbadora y de incontrolable, el acontecimiento en la medida en que éste excede tanto la categoría de causa como la de consecuencia, por la bella coherencia ficticia de un mundo de dos dimensiones. Dicho con palabras de Valéry, su deliberación, en lugar de considerar un estado cosas como algo que hasta ese momento nunca se ha presentado, consulta sobre todo sus recuerdos imaginarios. De ahí que esos apacibles pesimistas no lleguen nunca a responder a los argumentos de sus adversarios. Deliberan solos. Su mente permanece herméticamente cerrada frente a la posibilidad de que el otro, cualquier otro, tenga razón, y, si por ventura mañana llegaran a ser minoritarios, nada permite esperar que admitieran su derrota y consintieran, para que la paz reviva, el desmantelamiento de Kyriat Arba o de otros asentamientos especialmente agresivos. Para ellos la esfera política no se presenta ya amueblada por la discusión, aunque sea vehemente, sino por la confrontación radical entre el buen principio que ellos encarnan y la inagotable maldad del mundo. Así pues, la cuestión que ahora se plantea no es ya sólo la de saber si renacerá la dinámica de la paz antes de que sea demasiado tarde; la cuestión en este momento es saber también si, para llegar a la paz con los palestinos, el Estado judío podrá evitarse una guerra civil. «Incluso en el caso de que hubiera que utilizar la fuerza contra los asentamientos, estoy convencido de que ningún judío llegaría a matar a otros judíos»,[19] afirmó Itzhak Rabin en una entrevista publicada por la revista Politique internationale días antes de ser muerto por otro israelí.
Así están las cosas. Debo a Israel, al menos en parte, el no haber sucumbido, como tantos otros pensionistas de la Gran Historia, al desprecio o al olvido de las pequeñas naciones. Para pagar mi deuda, me esfuerzo ahora, aunque sin gran éxito, por recordar a todos los judíos with a vengeance sumidos en el recuerdo lo que podía haber de audaz y noble en la voluntad de ser una pequeña nación entre otras y tocar también su parte de la partitura en el concierto.