Epílogo
Durante mucho tiempo, bajo la tormenta, por entre trasteros, palomares, tanques de agua, conejeras, sogas para tender ropa lavada, por entre tantas antenas para tantos televisores, por entre la lluvia, llevaron Salma y Victorio el cadáver del payaso. Pocas veces se detuvieron a descansar. El tiempo escaseaba. El amanecer debía andar cerca, a pesar de que el cielo de la madrugada continuaba tan sucio y empapado que creer en el día tenía el valor de los dogmas de fe. Pero hubo un momento en que Victorio no pudo más y se detuvo como impelido por una orden: una fuerte punzada le hincó la espalda, un dolor que bajó por toda la espina dorsal. Salma descubrió el propio dolor y la fatiga en el espejo del desfallecimiento de su amigo. Lo ayudó a bajar al anciano muerto. Oscurecido de sangre, el tocado de plumas hizo más evidente la palidez del rostro del payaso cuyo maquillaje había sido borrado por la lluvia. Lo sentaron recostado a la pared oscura y mal construida de un cuarto de madera, que supusieron improvisado taller de carpintería. Desde sus humedades ascendió un agradable aroma de pinos, cedros y caobas empapados. La lluvia no cedía. No se supo con certeza si se escuchó el pitazo de un barco o el de un tren. Una bandada de gaviotas debió pasar en vuelo pesado bajo la tormenta. Cuando comenzó a clarear y los primeros brillos del alba se confundieron con la llama perenne de la refinería de petróleo, Salma miró a Victorio con sorpresa. Pensó que lo veía por primera vez. Con aquel risible traje de arlequín rojo, amarillo y negro, la peluca verde y la corona de latón, era la imagen perfecta del payaso. No pudo reprimir la carcajada. No es que tú estés demasiado elegante, exclamó él en otra incontenible explosión de risa. Luego vieron la ciudad que emergía de las sombras como otra sombra o como una reliquia. ¿Crees que nos necesite?, preguntó ella sin dejar de reír y señalando hacia la lejanía de edificios ruinosos y azoteas maltrechas. Victorio sintió como si se liberara del propio peso, de la maldita ley de la gravedad. Salma lo vio erguirse, ridículo y hermoso, con su traje y su repentina alegría. Ahora nos toca a nosotros, respondió él convencido. Y, en efecto, a sus pies, dormida aún bajo la lluvia, se hubiera dicho que La Habana era la única ciudad del mundo preparada para acogerlos. También parecía la única superviviente de cuatro largos siglos de fracasos, plagas y derrumbes.
La Habana-Palma de Mallorca-La Habana,
1999-2002