Vimos Horizontes de grandeza y George tenía razón, me sentía igual que Gregory Peck. Yo también era alguien que intentaba luchar contra las normas, contra lo correcto y contra todo lo que la gente esperaba de mí.
Sentía todo eso y tan sólo tenía trece años. No deseaba ni imaginarme qué pasaría a posteriori.
Admiré la inmensidad del Oeste y la pequeñez de los humanos… Me recordaba mucho a nuestra presencia en Capri.
Y es que parecía que George y yo fuéramos los únicos habitantes de aquella ciudad. Dos figuritas enanas en una isla inmensa.
Respiré y noté la pequeñez propia de la grandiosidad natural.
Justo en ese instante fue cuando me di cuenta de que podía jugar a «qué haría otro si estuviera en mí…» con él. George era la persona perfecta para disfrutar con el juego del Sr. Martín.
Lo miré fijamente. Quería preguntárselo, pero me daba vergüenza.
—¿Te ha gustado la película? —me preguntó.
—Mucho.
Le volví a mirar y esa vez sí me atreví.
—¿Quiere jugar conmigo a qué haría otro si estuviera en mí…?
Él sonrió.
—Cuéntame.
Y se lo conté todo. Le hablé del Sr. Martín, de entrar en otra persona cuando estás muy perdido. De aconsejarle qué harías si estuvieras dentro del otro durante dos días y luego te marcharas.
Él me escuchaba y parecía encantarle lo que oía. Y yo estaba feliz de sentir que por segunda vez en mi vida una persona mayor me trataba como a un adulto.
Cuando acabé de explicárselo todo me dijo que le gustaba mucho la idea, pero que antes debíamos conocernos un poco más. Él pensaba que para cambiar la vida de otra persona debes entrar un poco más en ella.
Dudé, pero pensé que tenía razón.
Me ofreció ir a revelar las fotos juntos.
—Compartir la pasión del otro es la mejor manera de conocerle —me dijo.
Me gustó la propuesta, así que acepté.
Su laboratorio estaba dos plantas por debajo del salón donde habíamos visionado Horizontes de grandeza.
Para llegar allí tuvimos que bajar casi cincuenta escalones. Aquel desván subterráneo olía a mar y sus paredes eran de roca maciza.
Tuve la sensación de estar en el centro de la isla.
Y lo mejor de todo es que no sentía nada de miedo… Estaba solo junto a un desconocido en una cueva que parecía una mazmorra y me sentía muy cómodo.
Lo único que notaba era cansancio. No recuerdo cuántas horas hacía que no dormía. Sentía mi cuerpo dolorido, pero había algo en ese agotamiento que me resultaba placentero.
Enseguida se puso a revelar las fotos. Fue explicándome todo el proceso. Yo jamás había revelado nada y me encantó la técnica precisa, los tiempos que se han de respetar y esa seductora iluminación que producía aquella bombilla roja.
—Revelar es como pescar —dijo George—. Pescar sabiendo que atraparás algo que tú mismo criaste.
De repente me di cuenta de que, colgado en medio de aquel desván subterráneo, estaba el enorme saco rojo de boxeo que había transportado por media isla.
Las fotos tardaban en aparecer. Seguían sumergidas en aquellos extraños líquidos, y nosotros estábamos deseosos de su aparición.
Aunque mi mirada pasaba de ese saco que me tenía fascinado a las fotos… Y de las fotos al saco fascinador…
Hasta que vi colgado en la pared del fondo del desván algo extraño… No podía descifrar claramente lo que era, porque estaba oscuro debido al rojo proceso fotográfico… Pero intuía que había algo allí…
Me acerqué lentamente. Noté su mirada en mi nuca…
A los pocos segundos también escuché sus pasos detrás de mí…
Cuando llegué a la pared ya sentía cercana su respiración…
Fue el único instante en que le tuve miedo, y eso que antes os he jurado que no sentía pánico en aquel lugar.
Pero presentirlo tan cerca de mí, y sin saber qué había colgado en aquella pared, me provocaba como mínimo cierta incertidumbre.
Ése es el pavor en el que siempre pienso cuando busco niños en peligro. Es lo que me da alas para no tirar la toalla y lograr hallarlos.
Y lo peor de todo es que me he encontrado muchas de esas buhardillas donde han estado retenidos niños y noto cómo sus paredes conservan el miedo de los chavales que han cobijado.
Los niños marcan ese terreno de tal manera que ese pánico infinito queda impreso.
Lamento asociar ese recuerdo con George. Él nunca me hizo nada malo y no me provocó más que felicidad. Jamás me hubiera lastimado.
—¿Quieres saber qué hay colgado en esa pared? —me dijo en un tono que consiguió tranquilizarme.
Asentí en silencio.
De repente, cogió la luz roja que había en el centro de la habitación y la enfocó hacia allí.
La pared quedó iluminada y me encontré frente a frente con un mural lleno de fotos polaroid.
Las instantáneas estaban agrupadas de doce en doce… Estaban separadas por años… Creo que conté que debía de haber casi cuarenta años seguidos en aquella pared…
Las fotos eran primeros planos de hombres y mujeres en diferentes lugares y realizando actividades cotidianas… Tomaban café, fumaban, reían…
Si no hubiese visto años atrás los faros del Sr. Martín, creo que aquello me hubiera extrañado más.
Pero cuando a los diez años has visto la colección más fascinante de imágenes rubricadas con adjetivo, nada puede sorprenderte ya.
—¿Quiénes son? —pregunté.
—Mis perlas. —Sonrió—. Cada año de mi vida he buscado doce perlas. Doce personas que no conociera pero que se me aparecieran y marcaran mi mundo de tal manera que mi yo virara.
—¿Mi yo virara? —repetí.
—El Sr. Martín fue una perla de tu vida. —Me lo ejemplificó y yo se lo agradecí—. Fue una joya que el mundo te dio y, aunque han pasado los años, aún la conservas… Eso confirma qué gran perla fue, pues el tiempo no le ha quitado nada de su brillo ni de su intensidad.
Miré detenidamente aquel mural.
No podría deciros qué predominaba. Las perlas eran de todos los colores, sexos y edades. Me gustaba contemplarlas…
No sé si estuve diez o doce minutos en silencio absoluto admirando aquel collar… Aquel collar de perlas…
Había algo en esos rostros, en esas miradas, que desprendía energía. Sonreí.
—Hay energía en ellos, ¿verdad?
Él también sonrió.
—Mucha. Tres de ellos son más que perlas… Son esas energías especiales de las que te hablé en el barco, esas que has de encontrar… Almas que se funden con la tuya propia.
—¿De verdad? —Estaba entusiasmado con esa definición.
De repente recordé lo que pasó tras la muerte del Sr. Martín; quizá aquello fue su alma fundiéndose con la mía… No podía estar seguro. Él continuó hablando:
—Con el tiempo, algunas perlas pasan a ser diamantes. Cada ochenta o noventa perlas aparece un diamante… Un diamante, para que me entiendas, es una de esas personas que se hace tan básica y tan importante en tu vida que parece creada únicamente para ti…
Le entendía, pero creo que mi cara indicaba lo contrario. Él continuaba dándome ejemplos.
—Esos diamantes son como tus desparramados.
—¿Desparramados…? —Mi interés iba in crecendo.
—Sí, tengo la teoría de que nos desparraman.
—¿A quiénes?
—A cada uno de nosotros y a cuatro personas más… Te desparraman en el mundo para que con el tiempo vayas encontrando a los otros cuatro. Ése es uno de los sentidos de la vida; encontrar desparramados, y por eso hay señales, para que no te confundas.
—¿Y cómo son esas señales? —pregunté.
—Algo que los une, puede ser algo sumamente sencillo…
Fue en ese instante cuando pensé en aquellas polaroid, las de George y las del Sr. Martín. Quizá ellos eran mis desparramados, mis diamantes, parte de mi alma…
No se lo dije porque quizá era demasiado prepotente pensar que con trece años ya tenía dos de los cuatro diamantes… Pero sí que le consulté otra cosa.
—¿Qué ocurre cuando conoces a los cuatro diamantes?
Se tomó su tiempo. Demasiado para mi gusto, pues deseaba tanto conocer la respuesta que no podía esperar.
—No lo sé… Pero estoy seguro de que pasa algo.
Noté que me mentía, pero no me atreví a preguntar de nuevo.
Regresamos a las cubetas donde las imágenes ya asomaban cual pescado atrapado.
En todas las fotos salía retratada una mujer, excepto en dos. La que yo le hice y la que él me realizó.
La mujer le miraba. Él aparecía de escorzo junto a ella.
George observó esas fotografías con un rostro tan repleto de nostalgia que nunca lo he olvidado; ninguna otra expresión de recuerdo extremo se ha asemejado jamás a ésa.
—¿Es una perla? —indagué.
—Un diamante en bruto. —Sonrió—. Se fue hace años. Aún no había tenido valor de ver estas fotos.
Se quedó en silencio. Se acercó al saco de boxeo que presidía el centro de la estancia y lo acarició.
—¿Sabes qué hay dentro de este saco? —preguntó sin dejar de acariciarlo.
Negué con la cabeza.
—Trozos de mis perlas. Cuando alguna desaparece de mi mundo, cojo parte de su ropa o un objeto importante que la defina y lo introduzco en el saco.
»Hay muchas pertenencias de ella aquí.
»A veces golpeo el saco con rabia, otras lo acaricio y alguna vez bailo con ella y con la otra gente que me ha dejado.
Y se puso a bailar. Recordé al Sr. Martín y su maniquí. Fue precioso ver la intensidad de una anécdota en movimiento en otro cuerpo.
Él bailaba con ese saco repleto de rastros y restos de sus perlas, de la gente que había amado y querido… Y yo sentí envidia; aún no había deseado a nadie.
La música que sonaba era producto del roce del anclaje del saco con el techo y del leve zumbido que emitía la bombilla roja del laboratorio.
Sentía tanta envidia sana por aquel hombre con una vida tan intensa, que no pude más que acercarme a su saco y danzar junto a él.
Ahí estábamos, bailando separados por ese hermoso y extraño saco rojo lleno de vida.
Os juro que sentí algo tan agradable que no he vuelto a notar jamás bailando. Y eso que he intentado danzar con toda persona con la que he tenido alguna afinidad.
Pero el extraño roce de aquel saco rojo y la sensación de que su contenido era pura energía que te traspasaba y llegaba a todos los nervios de tu organismo es insuperable.
Además, las yemas de George y las mías se rozaban levemente. 63 años y 13 unidos a través de un saco. Medio siglo de experiencias nos separaban.
Si en aquel momento hubiera entrado la policía buscándome, le hubieran detenido inmediatamente. A veces, las imágenes no sirven para explicar un sentimiento y una realidad.
Para nosotros, aquello era como un precioso abrecartas de nácar con incrustaciones de diamante. A ojos de un desconocido podría llegar a ser únicamente un vulgar puñal decorado con restos de bisutería.
Bailamos largo tiempo. Cuando acabamos de danzar, le miré y le abracé.
—Has de volver a casa. Lo sabes, ¿verdad? —me susurró.
Asentí con la mirada perdida, pero me resistía a cumplir con lo que me pedía; nos faltaba tanto por vivir…
—¿Y las otras dos películas que íbamos a ver, y el deporte que me iba a enseñar y el jugar a quién seríamos si fuéramos el otro y esos tres días que cambiarían mi vida? —solicité cual adolescente que lo desea todo.
Sonrió.
—Si quieres vemos otra película antes de marcharte y te entreno durante un par de horas. —Continuó buscando soluciones—. En cuanto al juego, estoy seguro de que encontrarás a alguien que te conozca más y mejor que yo… Y esos tres días jamás podrían superar la intensidad de estos diez minutos de baile. La intensidad no la marca el tiempo, sino la emoción que reside dentro de uno…
Seguidamente cogió la foto de aquella mujer misteriosa y hechizante que acabábamos de revelar y la colocó en su mosaico de perlas… En un año bastante anterior al actual.
Luego cogió la mía y la situó en la actualidad. Era su primera perla de ese año… Me sentí feliz.
Yo cogí la suya y me la guardé. Había encontrado otro diamante, estaba seguro…
Y cumplió su palabra. Aunque no tenía duda de que lo haría.
Me entrenó durante dos horas seguidas. Me enseñó primero a mover el cuello. «Todo pasa por el cuello… —me dijo—. Si lo mueves bien, todo tu mundo irá a mejor, pues se conectarán cuerpo y mente…».
Me habló sobre lo vaga que es nuestra carcasa, que no desea cambios y se opone a que la obliguemos a realizar nada que la fuerce a virar.
—Has de batallar con tu propio organismo, hacerle entender que todo esto es bueno para él. El cuerpo es nuestro mayor enemigo y a la vez nuestro mejor aliado —me explicó.
»Se queja con el esfuerzo, pero el dolor tan sólo se mantiene unos 4,5 segundos.
»Recuérdalo, el dolor es momentáneo. Es tu enemigo y tu aliado.
De repente, tras aquella impresionante clase sobre cuerpo y mente, solté una frase que jamás hubiera pensado que diría en mi vida.
Es increíble cuando esto pasa, cuando piensas que nunca dirás algo, te lo prometes, te lo juras, pero en un instante te encuentras diciéndolo.
Es una sensación extraña y eufórica. Muy extraña y muy eufórica…
—Soy enano.
No dijo nada. Me miró de arriba abajo tres veces.
—¿Quieres dejar de serlo? —me preguntó.
Me sorprendió su reacción y también me fascinó… Decidí contestarle…
—Sí, se lo prometí a mi madre cuando ella aún vivía. Mis padres también lo eran. Estaban orgullosos de sí mismos, pero mi madre desde que me llevaba en su vientre pensó que yo era un gigantón. Un día le dije: «Creceré por ti». Y ella estalló de felicidad y todos los pelos de su cuerpo se pusieron de punta… ¡Y estoy seguro de que se le pusieron de verdad…!
Las lágrimas brotaron de mi rostro sin ni tan siquiera sentir cómo se habían iniciado.
Él no se emocionó con mi llanto.
Seguía mirándome muy serio; parecía que no empatizara con mi tristeza, pero creo que lo que deseaba no era simplemente darme consuelo sino darme un consejo eterno.
—No hay nada imposible en este mundo, joven Dani. Nada. Si deseas crecer, tu cuerpo crecerá, porque es tu aliado, pero para ello has de dejar vivir al otro dentro de ti… Siempre serás un enano en tu interior. Un enano con cuerpo de gigante…
Dijo «joven Dani»… Me di cuenta de que aquellas frases que había pronunciado parecían coincidir con aquella narración que jamás comprendí del Sr. Martín… Aquellos sonidos que repetía una y otra vez cuando estaba al borde de la muerte tenían el mismo tono e intensidad que aquellas frases que acababa de escuchar.
Fue como doblar una película extranjera. En sus instantes finales, el Sr. Martín hablaba un idioma ininteligible que ahora parecía que George dominaba y traducía…
«Un enano en un cuerpo de gigante…». No me sonó extraño; creo que era la última frase que el Sr. Martín deseaba que escuchara… Me hizo sentir completo.
—¿Y usted quién es? —le pregunté.
Sonrió.
—Un luchador en el cuerpo de un cobarde…
No pregunté el porqué de esa definición. Subimos a la planta principal. Aquello era el final de la escapada. Ahí acababa mi huida, no había duda…
Me dio dinero para el ferry de vuelta. Yo le regalé la hoja del Sr. Martín sobre la ruleta del casino de Capri. Debía jugar al 12 y al 21. No sé si lo haría ni si funcionaría, pero estoy seguro de que aquello bien valía un billete de vuelta en barco.
Mientras nos despedíamos sonó una orquesta en la calle… Eran fiestas en Capri.
Procedente del exterior, se escuchaba una de esas melodías de fiesta mayor; dentro, nos despedíamos en el más absoluto de los silencios.
Era maravilloso y extraño el contraste sonoro. Nostalgia contenida dentro y felicidad contagiosa fuera.
Me marché y seguí a aquella banda hasta la costa. Fui detrás de ellos, lentamente, sin prisa… Me acompañaban y los necesitaba para no perderme…
No volví a verle jamás, aunque tiempo después recibí una carta de un abogado informándome de que había fallecido. Noté nuevamente una punzada dentro de mí, como si su alma se enganchase a la mía. O quizá era lo que deseaba sentir.
Dentro de la carta había adjunta una nota que George había escrito para mí… Tan sólo ponía: «Mi hijo está dentro del otro hijo… Es tuyo si lo quieres».
Lloré tanto cuando recibí aquellas líneas y es que, como él me prometió, yo crecí… Crecí mucho y me convertí en aquel gigantón que mi madre esperaba que fuera… Pero por dentro, como él vaticinó, seguía siendo aquel enano…
Recuerdo que cuando me alejé de Capri en aquel ferry pensé que no volvería jamás…
«Donde has sido feliz no has de volver…», dice la canción… Qué ironía…