Capítulo VII: Revelaciones artísticas
Lugares
Provenza
Guía
Vincent van Gogh
Un verano me invitaron unos amigos a pasar unos días en una granja de Provenza. Me constaba que la palabra «Provenza» era pródiga en asociaciones para mucha gente, por poco que significara para mí. Cuando se mencionaba, yo tendía a desconectar, movido por la infundada sensación de que aquel lugar no sería de mi agrado. Lo que sí que sabía es que Provenza resultaba muy hermosa a ojos de las personas juiciosas. «¡Ah, Provenza!», suspiraban con un aire reverente, por lo demás reservado a la ópera o a la porcelana de Delft.
Volé al aeropuerto de Marsella y, tras alquilar un pequeño Renault, me encaminé a la casa de mis anfitriones, ubicada al pie de los montes Alpilles, entre las ciudades de Arles y Saint-Rémy. A la salida de Marsella, me desorienté y acabé en la gigantesca refinería de petróleo de Fos-sur-Mer, cuya maraña de tuberías y torres de refrigeración hablaba de la complejidad en la fabricación de un líquido que estaba acostumbrado a introducir en mi coche sin reparar en su procedencia.
Me las arreglé para regresar a la N 568, que me llevaba hacia el interior atravesando los trigales de la llanura de La Crau. Fuera de la aldea de Saínt-Martin-de-Crau, a unos cuantos kilómetros de mi destino, como era demasiado temprano me salí de la carretera y apagué el motor. Me hallaba estacionado al borde de un olivar. Sólo rompían el silencio los sonidos de las cigarras ocultas en los árboles. Detrás de la arboleda se descubrían campos de trigo bordeados por una hilera de cipreses, sobre cuyas copas se alzaba la cordillera irregular de los montes Alpilles. Había un cielo azul sin nubes.
Recorrí con la mirada aquel panorama. No buscaba nada en particular: ni depredadores, ni residencias vacacionales, ni recuerdos. Mi intención era simple y hedonista: buscaba la belleza. Todo mi desafío implícito a aquellos olivares, cipreses y cielos de Provenza se resolvía en un «deleitadme y estimuladme». Mis objetivos no podían ser más laxos e imprecisos, y mis ojos se sentían desconcertados ante tamaña libertad. Libres de los motivos que habían presidido el resto de la jornada (los trámites aeroportuaríos, la salida de Marsella y suma y sigue), mis ojos saltaban raudos de objeto en objeto, de suerte que, si un lápiz gigante hubiera dibujado su trayectoria, el cielo no habría tardado en oscurecerse con sus azarosos e impacientes trazos.
Aunque el paisaje no era feo, tras escrutarlo durante unos instantes no alcancé a detectar el encanto que solía atribuírsele. Los canijos olivos más parecían arbustos que árboles, y los trigales evocaban la monotonía de aquellas planicies del sudeste de Inglaterra donde transcurrieron mis desdichados años escolares. Me faltaban fuerzas para percatarme de los graneros, la piedra caliza de las montañas o las amapolas que crecían al pie de un grupo de cipreses.
Aburrido e incómodo en el interior de plástico cada vez más caliente de mi Renault, partí hacia mi destino y saludé a mis anfitriones con el comentario de que aquello era un auténtico paraíso.
Dado que encontramos bellos los lugares con la misma inmediatez y aparente espontaneidad con la que encontramos fría la nieve o dulce el azúcar, cuesta imaginar que esté en nuestras manos hacer algo para alterar o expandir nuestra atracción. Diríase que las cualidades inherentes a los lugares o la configuración de nuestro psiquis-mo han dispuesto las cosas para nosotros y que, en consecuencia, estaríamos tan incapacitados para modificar la sensación de belleza que nos producen ciertos lugares como el hecho de que los helados nos resulten deliciosos.
Sin embargo, puede que los gustos estéticos sean menos rígidos de lo que sugiere esta analogía. Pasamos por alto ciertos lugares porque nada nos ha instado jamás a considerarlos dignos de aprecio, o bien porque nos ha predispuesto en contra de ellos una desafortunada asociación azarosa. Nuestra relación con los olivos puede mejorarse si reparamos en el color plateado de sus hojas o en la disposición de sus ramas. El trigo puede llegar a suscitar nuevas asociaciones si nos percatamos del patetismo de estas espigas frágiles a la par que esenciales, que inclinan al viento sus cabezas repletas de grano. Podemos encontrar algo apreciable en los cielos provenzales una vez que alguien nos aclara, aun de la más tosca de las maneras, que lo que cuenta es la tonalidad del color azul.
Y tal vez las artes visuales constituyan el modo más efectivo de enriquecer nuestras dotes de indagación ante una escena determinada. Cabría concebir muchas obras de arte como instrumentos inmensamente refinados, capaces de explicarnos qué supone en realidad «contemplar el cielo de Provenza, redefinir tu idea del trigo, hacer justicia a los olivos». De entre el millón de cosas que componen, por ejemplo, un trigal, una obra lograda hará aflorar los rasgos capaces de suscitar el interés y la sensación de belleza en el espectador. Resaltará elementos habitualmente perdidos en la masa de datos, les conferirá estabilidad y, una vez nos hayamos familiarizado con ellos, nos instará de manera imperceptible a descubrirlos en el mundo circundante o, en caso de que ya los hayamos descubierto, nos dará confianza para otorgarles el debido peso en nuestra vida. Seremos como esa persona a cuyo alrededor se ha pronunciado en múltiples ocasiones una determinada palabra, mas sólo comienza a oírla una vez aprendido su significado.
Y, en la medida en que viajemos en busca de la belleza, las obras de arte bien pueden empezar a influir modestamente en la determinación de los lugares que nos gustaría visitar.
Vincent van Gogh llegó a Provenza a finales de febrero de 1888. Tenía por entonces treinta y cuatro años y sólo llevaba ocho años consagrado a la pintura, después de fracasar en sus empeños por llegar a ser primero maestro y luego sacerdote. Había vivido los dos años anteriores en París con su hermano Théo, un marchante que le garantizaba el sustento. Su formación artística había sido escasa, si bien había entablado amistad con Paul Gauguin y con Henri Tbulouse-Lautrec, y había expuesto su obra junto con la de éstos en el Café du Tambourin, en el Boulevard de Clichy.
«Guardo aún un vivo recuerdo de la excitación que sentí aquel invierno al viajar de París a Arles», rememoraba Van Gogh de las dieciséis horas a bordo del tren con destino a Provenza. Al llegar a Arles, la ciudad más próspera de la región, centro ferroviario y del comercio olivarero, Van Gogh llevaba sus maletas por la nieve (aquel día había caído una excepcional nevada de diez pulgadas) hasta el pequeño hotel Carrel, no lejos de la muralla norte de la ciudad. A pesar del tiempo y del reducido tamaño de su habitación, se sentía entusiasmado con su traslado al sur. Como contó a su hermana, «creo que la vida es aquí algo más grata que en muchos otros sitios».
Van Gogh permanecería en Arles hasta mayo de 1889, quince meses durante los cuales produjo alrededor de doscientas pinturas, cien dibujos y doscientas cartas, en lo que suele considerarse la más fructífera de sus etapas. Las.primeras obras muestran Arles bajo la nieve, con un límpido cielo azul y una gélida tierra rosada. Tras cinco semanas de estancia llegó la primavera y Van Gogh pintó catorce lienzos de árboles en flor en los campos de los alrededores de Arles. A principios de mayo pintó el puente levadizo de Langlois sobre el canal de Arles-Bouc, en el extremo meridional de Arles, y a finales de mes, pintó varias vistas de la llanura de La Crau, mirando hacia los montes Alpilles y las ruinas de la abadía de Montmajour. También pintó la escena opuesta, trepando por las laderas rocosas de la abadía para alcanzar una vista de Arles. A mediados de junio, su atención se había desplazado hacia un nuevo motivo, la cosecha, sobre la que realizó diez cuadros en sólo dos semanas. Trabajaba a una velocidad extraordinaria, como él mismo referiría: «Rápidamente, deprisa y corriendo, exactamente como el segador que en silencio, bajo el sol ardiente, está absorto únicamente en su segar». «Trabajo incluso a mediodía, a plena luz del sol, sin sombra alguna, en los trigales, y lo disfruto como una cigarra. ¡Dios mío, si hubiera conocido esta región cuando tenía veinticinco años, en vez de venir aquí cuando ya tengo treinta y cinco!»
Más adelante, al explicar a su hermano sus motivos para mudarse de París a Arles, Van Gogh alegaba dos razones: porque había pretendido «pintar el sur» y porque, por medio de sus obras, había aspirado a ayudar a otra gente a «verlo». Por escasa que fuese su confianza en sus propias capacidades para lograrlo, jamás flaqueó su fe en la viabilidad teórica del proyecto, es decir, en la posibilidad de que los artistas pintasen una porción del mundo y, por esta vía, abrieran los ojos de los demás a ésta.
Si tenía tanta fe en la capacidad del arte para abrir los ojos era porque había tenido oportunidad de experimentarla como espectador en reiteradas ocasiones. Desde que se trasladara a Francia desde Holanda, su país natal, la había sentido especialmente en relación con la literatura. Había leído las obras de Balzac, Flaubert, Zola y Maupassant, a quienes estaba agradecido por haberle abierto los ojos a la dinámica de la sociedad y la psicología francesas. Madame Bovary le había ilustrado acerca de la vida provinciana de clase media y Le Pére Go-riot acerca de la ambición de aquellos estudiantes de París que no tenían ni un céntimo. Ahora reconocía a los personajes de esas novelas en la sociedad en general.
Los cuadros habían abierto también sus ojos de manera análoga. Van Gogh rendía homenaje con frecuencia a pintores que le habían enseñado a percibir ciertos colores y atmósferas. Velázquez, por ejemplo, le había pertrechado de un mapa que le permitía ver el gris. Varios de los lienzos de Velázquez retrataban humildes interiores ibéricos, cuyas paredes estaban hechas de ladrillo o de un yeso sombrío y en los que, en el centro del día, cerradas las contraventanas con el fin de proteger la casa de los calores, el color dominante era un gris sepulcral, atravesado en ocasiones por un brillante rayo amarillo, allí donde las contraventanas no estaban del todo cerradas o había saltado alguna de sus astillas. Velázquez no había inventado tales efectos. Muchos los habrían presenciado antes que él, pero pocos habían tenido la energía o el talento suficientes para capturarlos y transformarlos en experiencia comunicable. Cual explorador ante un nuevo continente, Velázquez había dado su nombre a un descubrimiento en el mundo de la luz, al menos a juicio de Van Gogh.
Van Gogh solía comer en muchos de los pequeños restaurantes del centro de Arles. A menudo las paredes eran oscuras, las contraventanas estaban cerradas y afuera brillaba el sol. Cierto día, a la hora de comer, escribió a su hermano explicándole que se había topado con algo sumamente ve-lazquiano. «Este restaurante donde estoy es muy curioso; es enteramente gris; […] Esto ya es de un gris Velázquez -como en las Hilanderas-, el rayo de sol muy fino y muy violento a través de una persiana, como aquel que atraviesa el cuadro de Velázquez; ni eso falla […] En la cocina, una anciana y una gruesa y baja sirvienta, también de gris, negro, blanco. No sé si lo describo bastante claramente; pero he aquí lo que he visto acá de verdadero Velázquez.»
Para Van Gogh, el distintivo de todo gran pintor radicaba en permitirnos ver ciertos aspectos del mundo con más nitidez. Si Velázquez le guiaba por el gris y por los toscos semblantes de las imponentes cocineras, Monet le servía de guía por las puestas de sol, Rembrandt por la luz matinal y Vermeer por las adolescentes de Arles («un verdadero Vermeer de Delft», explicaba a su hermano tras localizar un ejemplo en su entorno). El cielo sobre el Ródano después de un intenso chaparrón le recordaba a Hokusai; el trigo de Millet y las jóvenes de Saintes-Maries-de-la-Mer, a Cimabue y Giotto.
No obstante, por fortuna para sus ambiciones artísticas, Van Gogh no creía que los artistas precedentes hubieran capturado cuanto era digno de verse en el sur de Francia. A la visión de muchos de ellos había escapado lo esencial. «Dios mío, he visto cosas de algunos pintores que no hacían justicia en absoluto al tema en cuestión», exclamaba. «Mucho es lo que tendré que trabajar aquí.»
Nadie había captado, por ejemplo, los rasgos distintivos de las mujeres de clase media y de mediana edad de Arles. «Hay mujeres como las de Fragonard -como las de Renoir-. ¿Y lo que no se puede clasificar en lo que ya ha sido hecho en pintura?» (la cursiva es mía). También los granjeros a los que veía trabajar en los campos de las afueras de Arles habían sido ignorados por los artistas: «Millet nos ha redescubierto las ideas precisas para ver al habitante de la naturaleza. Pero el ser meridional dé hoy no nos ha sido todavía pintado». «Pero, ¿ha aprendido alguien una mayor costumbre de ver a los aldeanos? No, porque nadie sabe sacar ni uno.»
La Provenza que aguardaba a Van Gogh en 1888 era ya un motivo pictórico desde hacía más de cien años. Entre los artistas provenzales más célebres figuraban Fragonard (1732-1806), Constante (1756-1844), Bidauld (1758-1846), Granet (1775-1849) y Aiguier (1814-1865). Eran todos ellos pintores realistas que participaban de la concepción clásica, relativamente incuestionada hasta aquel entonces, de que su tarea consistía en plasmar sobre el lienzo una versión atinada del mundo perceptible. Salían a los campos y montañas de Provenza para pintar versiones reconocibles de c¡-preses, árboles, hierba, trigo, nubes y toros.
Pero Van Gogh insistía en que muchos habían fracasado a la hora de hacer justicia a los motivos representados. Sostenía que no habían acertado a retratar Provenza de manera realista. Tendemos a calificar de realista toda aquella pintura que exprese de forma competente elementos cruciales del mundo. Pero el mundo es lo suficientemente complejo como para que dos cuadros realistas del mismo enclave difieran sustancialmente en función del estilo y el temperamento de sus autores respectivos. Dos artistas realistas bien pueden sentarse en las lindes de un olivar y ejecutar bosquejos divergentes. Cualquier cuadro realista supone conferir primacía a determinados caracteres de la realidad, pues no hay pintura capaz de capturar la totalidad, como advertía burlón Nietzsche:
«¡Fielmente y toda la naturaleza!»… así es como el pintor comienza:
¿cuándo estaría en el cuadro la naturaleza acabada? La pieza más pequeña del mundo es inacabable… Al fin pinta sólo lo que a él le agrada. Y ¿qué es lo que le agrada?
Friedrich Nietzsche, El pintor realista
Por nuestra parte, el hecho de que la obra de un determinado pintor resulte de nuestro agrado puede significar que aplaudimos su selección de los rasgos más valiosos del panorama en cuestión. Hay selecciones tan perspicaces que aciertan a definir un lugar de tal manera que ya no podemos pasar por él sin que nos venga a la memoria lo que advirtiera en aquel sitio un gran artista.
Por el contrario, cuando nos quejamos, por ejemplo, de que el retrato que nos han hecho no se nos parece, no es que estemos acusando al pintor de engañarnos. Sencillamente tenemos la sensación de que el proceso selectivo que se lleva a cabo en toda obra de arte no ha sido acertado y que no se ha dispensado el trato merecido a aquellos aspectos de nosotros que estimamos constitutivos de la esencia de nuestro ser. El mal arte podría definirse como una serie de desafortunadas elecciones concernientes a qué cosas mostrar y cuáles dejar fuera.
Pues bien, ese dejar de lado lo esencial era justamente lo que reprochaba Van Gogh a la mayoría de los artistas que habían pintado el sur de Francia.
En la habitación de invitados había un voluminoso libro sobre él y, como mi primera noche me sentía incapaz de dormir, leí varios capítulos hasta caer finalmente dormido con el libro abierto en mí regazo cuando los primeros destellos rojos del alba hacían su aparición en el ángulo de la ventana.
Me desperté tarde y me encontré con que mis anfitriones se habían marchado a Saint-Rémy dejando una nota en la que anunciaban que estarían de vuelta a la hora de comer. El desayuno estaba preparado en una mesa metálica de la terraza. Me comí tres pains au chocolat en una secuencia rápida y culpable, siempre con un ojo puesto en una asistenta, temiendo que transmitiera a sus empleadores una impresión poco halagüeña de su goloso huésped.
Era un día claro y soplaba un mistral que agitaba las cabezas del trigo en un campo adyacente. Ya me había sentado en aquel lugar la víspera, mas sólo ahora llegué a percatarme de la presencia de dos grandes cipreses que se erguían al final del jardín; un descubrimiento no desconectado del capítulo leído la noche anterior, dedicado al tratamiento que les diera Van Gogh, quien había dibujado una serie de cipreses en 1888 y 1889. «Los cipreses me preocupan siempre», contaba a su hermano, «me sorprende que nadie los haya hecho todavía como yo los veo. En cuanto a líneas y proporciones, es bello como un obelisco egipcio. Y el verde es de una calidad tan distinguida.
Es la mancha negra en un paisaje lleno de sol; pero es una de las notas negras más interesantes, de las más difíciles de captar exactamente, que pueda imaginar».
¿Qué es lo que Van Gogh, a diferencia de los demás, había llegado a descubrir sobre los apreses? En parte, la forma en que se mueven con el viento. Caminé hasta el extremo del jardín y, gracias a ciertas obras (en particular los Cipreses y el Campo de trigo con cipreses de 1889), me dediqué a estudiar su singular modo de reaccionar a merced del mistral.
A esta reacción subyacían razones estructurales. A diferencia del pino, cuyas ramas descienden suavemente desde el extremo superior del árbol, las frondas del ciprés ascienden desde el suelo. El tronco es insólitamente corto y el tercio superior del árbol está compuesto íntegramente de ramas. Con el viento, el roble sacude sus ramas mientras su tronco permanece inmóvil, pero el ciprés se inclina y, lo que es más, debido a la manera en que crecen las frondas a partir de numerosos puntos del perímetro del tronco, parece tener diferentes ejes de inclinación. A una cierta distancia, la falta de sincronización en sus movimientos produce la impresión de que el ciprés está siendo movido por varias rachas de viento que soplan desde diversos ángulos. Este coniforme árbol -que rara vez excede el metro de diámetro- adopta la apariencia de una llama que parece temblar nerviosamente al viento. De todo esto se percató Van Gogh, quien se esmeró por hacérselo ver a los demás.
Unos cuantos años después de la estancia de Van Gogh en Provenza, Oscar Wilde declaró que no había habido niebla en Londres hasta que Whistler la hubo pintado. Seguramente había habido pocos cipreses en Provenza hasta que los pintó Van Gogh.
También los olivos habían pasado más desapercibidos. Si la víspera yo había despachado un ejemplar como una cosa con aspecto de arbusto achaparrado, en Olivar con cielo amarillo y sol brillante y en Olivar con cielo anaranjado, de 1889, Van Gogh había puesto de manifiesto, trayéndola a primer plano, la forma de sus troncos y sus hojas.
Advertí entonces una angulosidad que había pasado por alto. Los árboles semejaban tridentes lanzados al suelo desde una gran altura. Asimismo, las ramas de los olivos delataban ferocidad, como brazos flexionados dispuestos a golpear. Y, mientras que las hojas de muchos árboles le hacían pensar a uno en hojas de lechuga flácidas esparcidas sobre un entramado de ramas desnudas, las tensas hojas de olivo plateadas daban una impresión de actitud alerta y energía contenida.
Después de Van Gogh, comencé a advertir que había algo insólito asimismo en los colores pro-venzales. Existían razones climáticas para ello. Al soplar a lo largo del valle del Ródano procedente de los Alpes, el mistral despeja regularmente el cielo de nubes y humedad, dejándolo de un puro azul intenso sin el menor rastro de blancura. Al mismo tiempo, un elevado nivel hidrostático y una buena irrigación favorecen una flora de singular exuberancia para un clima mediterráneo. Libre de la escasez de agua que podría frenar el crecimiento, la vegetación se beneficia plenamente de las grandes ventajas meridionales, la luz y el calor. Y, de manera fortuita, dada la ausencia de humedad en el aire, no existe, a diferencia de los trópicos, esa bruma que difumina y confunde los colores de los árboles, las flores y las plantas. La combinación de cielo despejado, aire seco, agua y vegetación rica convierte a Provenza en una región dominada por el contraste de intensos colores primarios.
Los pintores anteriores a Van Gogh habían tendido a ignorar estos contrastes y pintaban tan sólo con colores complementarios, siguiendo de esta guisa las enseñanzas de Claude y Poussin. Así, Constantin y Bidauld habían basado toda su descripción de Provenza en sutiles gradaciones de azul claro y marrón. A Van Gogh le sacaba de sus casillas esta negación del natural repertorio cromático provenzal. «La mayor parte de pintores, al no ser propiamente coloristas, no ven aquí estos colores y consideran loco al pintor que ve con ojos distintos a los suyos.» Abandonó por tanto la técnica del claroscuro que éstos practicaban para plagar sus propios lienzos de colores primarios, disponiéndolos siempre de tal suerte que se extremase su contraste: rojo con verde, amarillo con violeta, azul con naranja. «El color aquí es exquisito», referiría a su hermana. «Cuando las hojas verdes están frescas, son de un verde intenso, rara vez detectable en el norte. Chamuscado y polvoriento tampoco pierde su belleza, toda vez que el paisaje reviste entonces tonalidades doradas de diversos matices: verde oro, amarillo oro, rosa oro […] Y esto combina con el azul, desde el más oscuro y magnífico azul marino hasta el azul del nomeolvides; un azul cobalto especialmente claro y luminoso.»
Mis ojos se acostumbraron a ver en el mundo los colores que dominaran los lienzos. Dondequiera que mirase descubría contrastes de colores primarios. Junto a la casa había un campo de la-vanda de color violeta contiguo a un trigal amarillo. Los tejados naranjas de las edificaciones contrastaban con el azul puro del cielo. Las verdes praderas se hallaban salpicadas de amapolas rojas y bordeadas de adelfas.
No sólo el día era pródigo en colores. Van Gogh sacó a relucir igualmente los colores de la noche. Los pintores provenzales precedentes habían retratado el cielo nocturno a base de puntitos blancos sobre un fondo oscuro. Sin embargo, cuando nos sentamos bajo el cielo provenzal en una noche despejada, lejos del resplandor de casas y farolas, nos percatamos de que el cielo contiene en realidad toda una profusión de colores: entre las estrellas parece azul oscuro, violeta o verde muy oscuro, en tanto que las estrellas mismas exhiben un amarillo pálido, un naranja o un verde, difundiendo anillos de luz mucho más allá de su limitado perímetro propio. Como explicaba Van Gogh a su hermana: «La noche supera incluso en riqueza cromática al día […] Basta con fijarse en ella para reparar en que ciertas estrellas son amarillo limón, otras emiten un resplandor rosa o un brillo verde, azul o del color del nomeolvides. Y sin necesidad de profundizar en el asunto se verá con claridad que no basta con colocar puntitos blancos sobre una superficie de un negro azulado».
La oficina de turismo de Arles se halla alojada en un anodino bloque de hormigón al suroeste de la ciudad. Pone a disposición de los visitantes lo acostumbrado: planos gratuitos e información sobre hoteles, eventos culturales, servicio de canguros, degustaciones de vinos, piragüismo, ruinas y mercados. Pero sobre todas las demás se destaca una atracción. «Bienvenidos a la tierra de Vincent van Gogh», proclama un póster de girasoles en el vestíbulo de entrada, mientras las paredes interiores se hallan decoradas con escenas de cosechas, olivos y huertos.
La oficina recomienda especialmente lo que describe como «un camino tras el rastro de Van Gogh». En el centesimo aniversario de su muerte, en 1890, la presencia de Van Gogh en Provenza se celebró con una serie de placas fijadas a postes metálicos o a mojones de piedra, ubicadas en enclaves que el artista pintara en su día. Las placas incluyen fotografías de las obras relevantes así como unas líneas de comentario. Pueden encontrarse tanto dentro de la localidad como en los trigales y olivares que la rodean. Se extienden tan lejos como hasta Saint-Rémy, en cuya Maison de Santé acabó Van Gogh su etapa provenzal tras el episodio de la oreja.
Convencí a mis anfitriones para pasar una tarde recorriendo aquella ruta, así que acudimos a la oficina de turismo para hacernos con un mapa. Nos enteramos por casualidad de que la visita guiada semanal estaba a punto de partir del patio exterior y de que aún quedaban plazas libres a cambio de una modesta suma de dinero. Nos unimos a otra docena de entusiastas y fuimos conducidos primero hasta la Place Lamartine por una guía, quien nos informó de que su nombre era So-phie y estaba escribiendo una tesis sobre Van Gogh en la Sorbona de París.
A primeros de mayo de 1888, por encontrar demasiado caro su hotel, Van Gogh había alquilado un ala de un edificio en el número dos de la Place Lamartine, conocido como la «Casa Amarilla».
Se trataba de la mitad de un edificio de dos fachadas, pintado de un amarillo luminoso por su propietario pero inacabado por dentro. Van Gogh desarrolló un enorme interés por el diseño de su interior. Lo quería sólido y sencillo, pintado con los colores del sur: rojo, verde, azul, naranja, azufre y lila. «Deseo convertirla en una auténtica casa de artista. Nada rebuscado pero todo, desde las sillas hasta los cuadros, dotado de carácter», escribió a su hermano. «En cuanto a las camas, he comprado las típicas camas dobles y grandes de campo en lugar de las de hierro. Esto da un aspecto de solidez, resistencia y reposo.» Una vez completada la restauración, escribió con júbilo a su hermana: «Mi casa está pintada por fuera del color amarillo de la manteca fresca, con contraventanas de un verde resplandeciente. Se yergue a pleno sol en una plaza que cuenta con un jardín verde con plátanos, adelfas y acacias. El interior está completamente encalado y el suelo es de ladrillos rojos. Sobre ella se extiende el azul intenso del cielo. Aquí puedo vivir y respirar, meditar y pintar».
Por desgracia, poco era lo que podía mostrarnos Sophie, pues la Casa Amarilla había sido destruida durante la II Guerra Mundial y reemplazada por un albergue estudiantil, empequeñecido por un contiguo y gigantesco supermercado Monoprix. Así que nos desplazamos hasta Saint Rémy en donde pasamos más de una hora en los campos que rodean el psiquiátrico en el que había residido y pintado Van Gogh. Sophie llevaba consigo un voluminoso libro plastificado, que contenía los principales cuadros provenzales, y lo alzaba con frecuencia en algún paraje en el que Van Gogh había trabajado y que todos observábamos detenidamente. En cierto momento, dando la espalda a los Alpilles, levantó los Olivos con los Alpi-lles al fondo (junio 1889) y tuvimos ocasión de admirar tanto el panorama como la versión de éste a cargo de Van Gogh.
Mas no faltó el disentimiento en el seno del grupo. A mi lado, un australiano que llevaba un gran sombrero dijo a su acompañante, una mujer de cabello enmarañado: «La verdad es que no se parece mucho».
Van Gogh se había temido la posibilidad de que le saliesen al paso con acusaciones de ese tenor. Escribió a su hermana que mucha gente se refería ya a su obra tildándola de «extraña en demasía, por no mencionar a quienes la consideraban todo un engendro y absolutamente repulsiva». No resultaba difícil descubrir los motivos para ello. Las paredes de sus casas no siempre eran rectas; no siempre era amarillo el sol ni verde la hierba y algunos de sus árboles se movían de manera exagerada. «He jugado mucho de alguna forma con la exactitud de los colores», reconocía, y jugaba otro tanto con las proporciones, las líneas, las sombras y las tonalidades.
Con todo, al jugar de esa guisa Van Gogh se limitaba a explicitar un proceso en el que todo artista se ve envuelto; me refiero a la selección que lleva a incluir determinados aspectos de la realidad en detrimento de otros. Como le constaba a Nietzsche, la realidad es en sí misma infinita y no es susceptible de cabal representación en las artes. Lo que hacía de Van Gogh un artista insólito entre los provenzales era su elección de lo que consideraba importante. Un pintor como Constantin había invertido muchos esfuerzos en el adecuado manejo de la representación a escala. Por su parte, Van Gogh, pese a su apasionado interés en lograr un cierto «parecido», insistía en que no era la obsesión por la escala la que le garantizaría la representación de lo que resultaba relevante en el sur. Su arte comportaría, le contaba a su hermano en tono burlón, «un parecido diferente del de las obras del fotógrafo temeroso de Dios». Para poner de relieve esa dimensión de la realidad que le preocupaba, en ocasiones resultaban precisas la distorsión, omisión y sustitución de colores. Pero, a la postre, le seguía interesando el «parecido» con lo real. Se mostraba dispuesto a sacrificar un realismo ingenuo con el fin de conquistar un realismo más profundo, obrando cual poeta que, aunque menos pródigo en datos que el periodista a la hora de describir un acontecimiento, bien puede revelar no obstante verdades sobre éste que no tienen cabida en la cuadriculada literalidad del periodista.
Van Gogh desarrolló esta idea en una carta a su hermano en septiembre de 1888, a propósito de un retrato que a la sazón proyectaba: «Porque no quiero reproducir lo que tengo delante de los ojos, sino que me sirvo arbitrariamente del color para expresarme con más fuerza […] te voy a dar un ejemplo de lo que quiero decir. Quisiera hacer el retrato de un amigo artista que sueña grandes sueños, que trabaja como canta el ruiseñor, porque su naturaleza es así [sería el Poeta de principios de septiembre de 1888]. Este hombre será rubio. Yo quisiera poner en el cuadro mi aprecio, el amor que siento por él (la cursiva es mía). Lo pintaré, pues, tal cual, tan fielmente como pueda, para empezar. Pero el cuadro así no está acabado. Para terminarlo, me vuelvo entonces un colorista arbitrario. Exagero el rubio de la cabellera, llego a los tonos anaranjados, a los cromos, al limón pálido. Detrás de la cabeza en lugar de pintar el muro trivial del mezquino departamento, pinto el infinito, hago un simple fondo del azul más rico, más intenso que pueda confeccionar, y por esta sencilla combinación, la cabeza rubia iluminada sobre este fondo azul rico obtiene un efecto misterioso como la estrella en el azul profundo […] ¡Ah!… mi querido hermano… y las buenas personas no verán en esta exageración más que la caricatura».
Unas semanas después Van Gogh comenzó otra «caricatura». «Hoy, probablemente, voy a comenzar el interior de la fonda donde vivo, al anochecer, a la luz de gas», contó a su hermano. «Es lo que se llama aquí un "café nocturno" (son muy frecuentes aquí) que permanece abierto toda la noche. Los "noctámbulos vagabundos" pueden, pues, encontrar un asilo cuando no tienen con qué pagarse un alojamiento o cuando están demasiado ebrios para ser admitidos.» Al pintar lo que sería el Café nocturno en Arles, Van Gogh se despojó de ciertos elementos de la «realidad» en beneficio de otros. No reprodujo la adecuada perspectiva ni el esquema cromático del café, sus bombillas se metamorfosearon en setas incandescentes, las sillas arquearon sus respaldos, el suelo se combó. Pese a todo, seguía interesado en expresar ideas verosímiles sobre aquel lugar, ideas que tal vez se habrían expresado con menos acierto de haber tenido que seguir las reglas clásicas del arte.
Reproches como los del australiano se estilaban poco en el grupo. Muchos de nosotros salimos de la disertación de Sophie con una renovada admiración por Van Gogh y por los paisajes que había pintado. Pero mi entusiasmo se vio turbado por el recuerdo de aquella máxima, incisiva sobremanera, que Pascal escribiera varios siglos antes del viaje meridional de Van Gogh:
¡Qué vanidad la de la pintura, que atrae la admiración por el parecido de cosas cuyos originales no se admiran!
Blaise Pascal, Pensamientos, 40
Parecía embarazosamente cierto que yo no había admirado Provenza mucho antes de que me hubiera salido al paso su descripción en la obra de Van Gogh. Pero, en su deseo de mofarse de los amantes del arte, la máxima pascaliana corría el peligro de pasar por alto dos cuestiones de importancia. Empezar a admirar una pintura que representa un sitio que conocemos pero que nos desagrada suena absurdo y pretencioso si imaginamos que todo lo que hacen los pintores es reproducir con precisión lo que tienen delante. Si hicieran tal cosa, entonces lo único que admiraríamos en una pintura sería las destrezas técnicas implicadas en la reproducción de un objeto y el atractivo nombre de un pintor, en cuyo caso habría poca dificultad en suscribir la descripción pascaliana de la pintura como un vano afán. Pero, como bien sabía Nietzsche, los pintores no se limitan a reproducir. Seleccionan y enfatizan, y se les profesa genuina admiración en tanto en cuanto su versión de la realidad parece poner de manifiesto rasgos valiosos de ésta. Por otra parte, no tenemos por qué resucitar nuestra indiferencia hacia un lugar una vez que perdemos de vista la correspondiente pintura que admiramos, como parecería insinuar Pascal. La capacidad de apreciar puede transferirse desde el arte hacia el mundo. Podemos encontrar cosas que nos deleitan de entrada en un lienzo, pero que saludamos después de buen grado en el sitio en el que fue pintado dicho lienzo. Podemos continuar viendo cipreses más allá de los cuadros de Van Gogh.
Provenza no era el único lugar que comencé a apreciar y que deseaba explorar gracias a las obras de arte. Había visitado las zonas industriales de Alemania movido por Alicia en las ciudades de Wim Wenders
Al reconocer que un paisaje puede tornarse más atractivo para nosotros una vez que hemos sido testigos de su representación a cargo de un gran artista, la oficina de turismo de Arles se limitaba a explotar una longeva relación entre el arte y el deseo de viajar, evidente en diversos países -y en diferentes medios artísticos- a lo largo de la historia del turismo. Acaso el más temprano y destacado ejemplo aconteció en Gran Bretaña en la segunda mitad del siglo XVIII.
Sostienen los historiadores que buena parte de los campos de Inglaterra, Escocia y Gales venía siendo ignorada antes del siglo XVII. Parajes más tarde alabados por su belleza natural e inefable (como el valle Wye, las Highlands escocesas, el Distrito de los Lagos) habían padecido a lo largo de los siglos la indiferencia cuando no el desdén. En su visita al Distrito de los Lagos hacia 1720, Daniel Defoe lo describió como «estéril y espantoso». En su Viaje a las islas occidentales de Escocia, el doctor Johnson escribió que las Highlands eran «arduas», lastimosamente desprovistas de «decoración vegetal» y «una vasta extensión de esterilidad desesperada». Hallándose en Glenshiel, Boswell trató de alentar a Johnson llamando su atención sobre la impresionante altitud de una montaña, pero éste refunfuñó irritado: «No, no es más que una protuberancia considerable».
Aquellos que podían permitirse viajar marchaban al extranjero. El destino más popular era
Italia, especialmente Roma, Nápoles y los campos circundantes. Quizás no fuese casualidad que estos lugares tuvieran una decidida presencia en las propias obras de arte más elogiadas por la aristocracia británica: la poesía de Virgilio y Horacio y la pintura de Poussin y Claude. Estas pinturas representaban el campo romano y la costa napolitana, con frecuencia al alba o al atardecer, con algunas nubes lanosas de contornos rosas y dorados. Uno imaginaba que iba a ser o había sido un día muy caluroso. El aire parecía calmado, el silencio interrumpido sólo por el fluir de un arroyo refrescante o el ruido de remos atravesando un lago. Tal vez algunas pastoras brincando por el campo o cuidando ovejas o niños de cabello dorado. Al contemplar semejantes escenas bajo la lluvia en las casas de campo inglesas, muchos habrían soñado con cruzar el canal en cuanto se terciara la primera oportunidad. Como observaba Joseph Addison en 1712: «Hallamos sin embargo mas agradables las obras de la naturaleza, quanto mas se parecen á las artes
Por desgracia para las obras de la naturaleza británica, durante mucho tiempo fueron pocas las obras de arte que se les parecían. Sin embargo, durante el siglo XVIII esta carestía fue superada gradualmente como lo fue también, en misteriosa sincronía, la pésima disposición de los británicos a recorrer sus propias islas. En 1727, el poeta James Thomson publicó las Estaciones, que celebraban la vida agrícola y el paisaje del sur de Inglaterra. Su éxito contribuyó a otorgar prominencia a la obra de otros «poetas labradores» como Stephen Duck, Robert Burns y John Clare. También los pintores comenzaron a tomar en consideración su país. Lord Shelburne encomendó a Thomas Gainsborough y George Barrete que pintaran una serie de paisajes para Bowood, su casa de Wiltshire, declarando su intención de «sentar las bases de una escuela del paisaje británico». Richard Wiíson pintó el Támesis en las cercanías de Twickenham, Thomas Hearne pintó Goodrich Castle, Philip de Loutherbourg Tintern Abbey y Thomas Smith Derwentwater y Windermere.
Nada más comenzar ese proceso tuvo lugar una explosión del número de viajantes por las islas. Por vez primera el valle Wye estaba repleto de turistas, como lo estaban las montañas del norte de Gales, el Distrito de los Lagos y las tierras altas de Escocia; una historia que parece corroborar a la perfección la tesis de que tendemos a explorar los rincones del mundo sólo una vez que los artistas los han pintado y han escrito sobre elfos.
Ni que decir tiene que esta teoría tiene mucho de exageración, de tanto calibre como la sugerencia de que nadie prestaba la más mínima atención a la niebla londinense antes de Whistler o a los cipreses provenzales antes de Van Gogh. El arte no puede por sí solo suscitar el entusiasmo, ni tampoco brota de sentimientos de los que están privados aquellos que no son artistas. Se limita a contribuir al entusiasmo y nos conduce a ser más conscientes de sentimientos que podemos haber experimentado con anterioridad, sólo que de manera vacilante o apresurada.
Ahora bien, como parecía comprender la oficina de turismo de Arles, puede bastar para influir en nuestra elección de destino vacacional para el año próximo.