Los dos primeros capítulos de la novela

 

LAS DELICIAS DEL MAL

De: Alexander Copperwhite

 

I – EL NEGRO ESPESO

 

Los sueños son dulces y placenteros. Marcan las metas por alcanzar y condicionan nuestras vidas. Están hechos de una materia extraña y etérea, difíciles de lograr, aunque sorprendentemente placenteros cuando lo conseguimos. Pero la diferencia entre un sueño y una pesadilla… sólo se distingue en el final. Que a veces no nos lo esperamos.

 

*

Hace treinta años, en algún lugar de la selva amazónica…

Los cocoteros salvajes, enredados por la maleza que crece a su antojo, se asemejaban a muros infranqueables que impedían el paso a la expedición. La mayoría de los animales se alejaban al escuchar el paso del hombre que, seguido por el silbido del machete, asustaba a los habitantes de la selva que no estaban acostumbrados a su presencia. Algunos, los más valientes o inconscientes, se acercaban para ver de cerca a aquellos extraños seres que invadían su territorio sin ningún miramiento.

Las ramas verdes caían al suelo, pavimentando el nuevo camino a recorrer. Los ojos de los exploradores se posaban sobre todo aquello que les resultaba extraño, amenazador, aterrador o desconocido. Pero sobre todo, los intrusos no dejaban de escudriñar un trozo de papel viejo y descolorido. Un mapa que encontraron en el interior de un antiguo libro recomido por las polillas.

—¡No es posible! —exclamó el más viejo de todos—. La puerta debería estar aquí.

La rabia se apoderó de la habitual templanza que le caracterizaba y, sin ser consciente del todo, pisoteó el suelo con fuerza y pateó un tronco caído que estaba a su lado.

—¡Tanto esfuerzo para nada! —continuó.

De pronto, su compañero, un hombre de mediana edad que vestía ropa de expedición de gran calidad, se situó a su lado y le dijo:

—¿Estás seguro de que no te has equivocado al interpretar las señales?

—Por supuesto. ¿Ves? Nos encontramos exactamente en el lugar que indica el GPS. Justo en el centro de las cuatro grandes colinas.

—¿Y si nos hemos desviado? —preguntó el hombre de mediana edad.

—No lo creo, pero deberíamos subir a un árbol y comprobar nuestra posición desde arriba.

—Me parece una buena idea.

—Fíjate en ése de ahí. Parece fácil de trepar —dijo el más viejo, señalando un enorme árbol cuyas raíces sobresalían del suelo y se entrecruzaban.

El hombre de mediana edad apoyó su rifle sobre el tronco, dejó su pesada mochila en el suelo y se dispuso a trepar.

—Veamos si nos encontramos en el lugar exacto —murmuró antes de dar el primer paso.

Utilizando las ramas de la maleza que enredaba el árbol, agarrándose en salientes y grietas creadas por los animales, y creando puntos de apoyo y sujeción con su afilado machete, el hombre de mediana edad al final consiguió subir hasta lo más alto de aquel coloso de la naturaleza. Sacó una brújula que guardaba en su bolsillo lateral y la alineó con el mapa.

—Ya veo —musitó, decepcionado, y comenzó el descenso.

Su ofuscamiento le impedía centrarse en lo pasos que daba; la decepción lo corroía, la preocupación por la pérdida del dinero invertido lo reconcomía; sus esperanzas se desvanecieron y un escalofrío le recorrió el cuerpo, haciendo que perdiera la noción del tiempo.

Maldita ansia de aventura y riqueza, pensaba.

Las manos le sudaban de tal manera que, al agarrarse a las ramas, no conseguía sujetarse con seguridad. Pero no se daba cuenta. Sus pies se torcían entre las ranuras, se doblaban como si fuese un torpe principiante.

—Malditos mapa y libro —refunfuñaba.

Apoyaba el cuerpo contra el tronco de árbol, pero no lograba engancharse; movía los dedos, pero no encontraba por dónde cogerse.

—¡¡¡Madre mía!!! —gritó, desesperado.

Hasta que el hombre viejo lo sujetó con fuerza de la cintura y le hizo ver que sólo estaba a un metro del suelo.

—¿Pero qué te ha pasado?

—No estoy muy seguro. Supongo que no me concentré en la bajada.

—¿Y qué has visto ahí arriba? ¿Estamos en el lugar correcto o no? —preguntó el más viejo sin darle importancia al susto que su compañero se había llevado.

El hombre de mediana edad se sacudió el pantalón y la camisa, se quitó alguna que otra hoja que se le había enredado en el cabello y sacó el viejo mapa.

—Por desgracia estamos en el lugar correcto. Justo en el centro de las cuatro colinas. La alineación es perfecta. Las coordenadas son las que vienen en el mapa. El GPS no nos ha fallado.

—¡¿Y la puerta?! ¡¿Dónde está la maldita puerta que se menciona en el libro?!

Ambos reflexionaron, meditaron sobre su situación y miraron a su alrededor, hasta que:

—¿Dónde están los demás? —preguntó el más viejo.

El grupo de seis portadores y dos guías que los acompañaba no aparecía por parte alguna.

—Esto no me gusta —dijo el de mediana edad.

Un silencio absoluto se había apoderado de la selva. Ni siquiera el viento que mecía la naturaleza se escuchaba. Los monos, las aves, los reptiles e incluso los insectos habían desaparecido. El olor de la tierra, ahora neutralizado, carecía de matices, sabores o cualesquiera otras características. Era como si acabasen de entrar en una habitación esterilizada, ajena a cualquier tipo de existencia o estímulo gustativo.

Una sombra comenzó a arropar aquel lugar. La flora se enredaba entre sí, formando una cúpula perfecta que impedía que entrara  la luz del sol. ¡Nada! Todo lo que debía ser verde y fresco se quemaba, pero sin que ninguna llama apareciera; sólo se distinguían unas finas líneas amarillas que se parecían a incandescentes y afiladas cuchillas que devoraban cualquier materia que tocaban. Las cenizas se apagaban cual luciérnagas que mueren en el aire y sus restos desaparecían en un nada absoluto, como si nunca hubieran existido.

La cúpula se formaba a un ritmo constante e imparable produciendo un vacío perfecto dentro del caos natural. La tierra se secaba creando grumos que se transformaban en fina arena semejante a la del desierto; el aire se viciaba, se espesaba tornándose gaseoso y difícil de respirar.

—¿Qué está pasando? —preguntó atemorizado el más viejo, que no era capaz de distinguir nada a su alrededor.

El de mediana edad sacó un encendedor zippo de su bolsillo y chasqueó su piedra, provocando unas intensas chispas que iluminaron la cúpula durante un espacio de tiempo muy breve.

—Inténtalo otra vez —susurró el viejo, que luchaba por no perder los nervios.

Sin pensárselo dos veces, frotó con fuerza la piedra del mechero y las chispas saltaron de nuevo, pero sin prender la mecha empapada.

—¡Estamos perdidos! —tartamudeó el viejo, vencido por el miedo.

Un intenso frío, parecido a las gélidas ventiscas del Polo Norte, los rodeó. El pánico se adueñaba de sus pensamientos, y mientras la oscuridad aplastaba sus esperanzas, el hombre de mediana edad instintivamente intentó por última vez prender el mechero.

Las chispas envolvieron los hilos del algodón trenzados y el combustible hizo el resto. La diminuta llama luchaba por mantenerse encendida, y eso que se trataba de uno de los mecheros más resistentes y fiables del mundo. El aire se recogía a su alrededor, alimentándolo, dejando el resto de la negrura consumirse bajo su brillo, mientras los dos hombres recobraban la fuerza necesaria para ponerse en pie e investigar el lugar en busca de una salida.

El círculo perfecto creado por el fenómeno antinatural era cortado por la mitad por los restos de las cenizas que habían formado una llanura arenosa, o más bien de polvillo fino, más fácil de encontrar en los grandes desiertos que en el corazón de una selva. El color rojizo del suelo reflectaba las tonalidades de la llama del mechero que zigzagueaban a su libre albedrío y sin seguir un aparente patrón. Tonalidades de miel de azahar, mezcladas con el reverberar de un verde apagado se movían bajo sus pies.

—Es como si estuviéramos muertos —dijo el hombre de mediana edad—. Su compañero, que no se despegaba de su lado, asintió con la cabeza sin pronunciar ni una palabra.

—¡Fíjate en eso! ¡Es la puerta que andábamos buscando! —dijo el de mediana edad.

En el centro de aquella sorprendente e inexplicable maravilla, un remolino se formaba en el centro del suelo. El polvo y los colores eran absorbidos por el fenómeno que paulatinamente se agrandaba y se inclinaba hasta que, finalmente, se formó un pasadizo, parecido a un agujero hecho por un gusano gigante que conducía al interior de la tierra.

—Ve tú en cabeza —dijo el más viejo, asustado, y a la vez rebosante de curiosidad.

Igual que un cilindro que viola la tierra hasta llegar a sus entrañas, el pasadizo se perdía en la oscuridad de lo desconocido. El hombre de mediana edad reunió todo el valor que le quedaba, agarró a su asustado compañero y se dirigió hacia el interior.

—Deja de tirar de mis pantalones —le dijo al más viejo que no se despegaba de su lado.

En un intento por recobrar su orgullo y la compostura, el hombre viejo estiró su cuerpo y apartó la mano de su compañero.

—¿Te has fijado en las paredes? —se interesó éste.

—¿A qué te refieres? —preguntó el de mediana edad y acercó el zippo para ver mejor.

Al instante se quedó boquiabierto. Lo que parecía ser un túnel excavado en la tierra, de forma inexplicable, en realidad era una especie de cilindro antigravitatorio que apartaba la materia para que ellos pudieran pasar. El polvo  —junto con piedras, raíces e insectos muertos— no dejaba de dar vueltas alrededor de aquella fina capa de vacío que a primeras se parecía a una finísima hoja de cristal.

—Me siento como una rata de laboratorio atrapada en un laberinto de tubos de ensayo —dijo el más viejo.

—¿Un laboratorio? Yo pienso que hemos muerto y estamos vagando sin rumbo.

—¿De verdad lo crees?

El hombre de mediana edad acercó la llama del mechero al viejo y, mirándole fijamente a los ojos, le dijo:

—O estamos muertos, o hemos enloquecido.

Durante un tiempo indeterminado, que igual pudo tratarse de unos pocos segundos o de muchas largas horas, los dos hombres descendieron sin saber qué encontrarían al otro lado del túnel, o ni siquiera si llegarían a alcanzar un destino en concreto. Sus cuerpos se arrugaban por la humedad vaporosa que circulaba entre su ropa, mientras sus retinas se enrojecían a causa de su toxicidad. Sus pensamientos les pesaban, lo mismo que el escaso equipo que llevaban con ellos; primero se desprendieron de todo lo que les parecía de poca utilidad: tabaco, chicles de menta, unas gafas de sol, dos cuadernos de notas y un libro de botánica. Luego se quitaron de encima las prendas que más les molestaban: sombreros, chalecos de cazador, camisetas y hasta los calcetines.

—No puedo más —suspiró el más viejo, sujetándose el pecho y muy cansado—, no pienso dar otro paso. Si estoy muerto y éste se supone que es mi infierno, me quedaré aquí antes de castigarme indefinidamente.

—¿Y si no lo estás?

—Si no lo estoy me siento demasiado cansado para salir de ésta.

La llama del mechero no llegó a alterarse durante todo el descenso, pero ahora que el viejo se había rendido comenzó a titilar hasta que finalmente se apagó.

—Aquí nos quedaremos los dos —susurró el de mediana edad.

Nada más terminar la frase, las paredes se iluminaron como si estuvieran envueltos por la aurora boreal. El amarillo intenso era absorbido por la arena, dejando tras de sí un tono rojizo que les recordaba los apagados amaneceres que en el pasado disfrutaron cerca del mar.

—¿Hueles eso? —preguntó el más viejo.

—¡Creo que sí! —exclamó el otro—. Me huele a mierda.

—Eso significa que hemos llegado a alguna parte.

—¿A qué esperamos, pues? Levántate y continuemos —le animó el hombre de mediana edad.

Un paso tras otro, los dos hombres llegaron al final del túnel donde las paredes de una cueva se alzaban interminables, perdiéndose en un paisaje dantesco. Antes de que se dieran cuenta, el remolino desapareció y con él el misterioso e inexplicable agujero que les condujo hasta aquel lugar. La negrura arropó el paisaje, pero de inmediato diminutos destellos nacieron del interior de la roca. Se limitaban a la superficie que lindaba con el suelo pedregoso, dejando escondida la profundidad y la altura de la cueva, pero eran lo suficientemente constantes y luminosos para indicar a los dos hombres el camino a seguir.

—Continuemos —dijo el de mediana edad.

El eco de los murciélagos que volaban y se enganchaban en las agrietadas paredes retumbaba por doquier.

—Ahora entiendo el olor a excrementos —musitó el más viejo.

Los signos de vida que acababan de encontrar, aunque se tratase de un ser tan desagradable, hicieron aflorar la esperanza de los dos aventureros. De nuevo creyeron que serían capaces de escapar de aquel lugar, aunque en lo alto de la cueva, muy cerca de la superficie, los murciélagos que se posaban sobre la áspera superficie de las paredes eran absorbidos por una masa sin forma. Sus diminutos huesos crujían mientras sus músculos se licuaban a causa de la presión; los gritos de los animales atrapados se confundían con los chillidos de los que huían atemorizados. La peste de sus cuerpos deshechos se adueñaba del lugar.

De pronto, una luz dorada brilló en el interior de una cueva secundaria. Era como encontrarse con un faro en mitad de una tormenta, e igual que los barcos hacen uso de su resplandor para ponerse a salvo, los dos hombres se dirigieron hacia ella.

—¿Será luz del sol? —preguntó el más viejo.

—¡Qué otra cosa puede ser! —contestó su compañero.

Conforme se acercaban, se daban cuenta de que la entrada era una obra de arte tallada por el hombre y no una formación casual creada por la naturaleza, como en un principio se imaginaron.

—Es el templo que andábamos buscando —se emocionó el viejo—, es el lugar en el que los aztecas escondieron el oro para que los españoles no pudieran robárselo.

—Cuando me dijiste que hallaste indicios de que llegaron tan al sur, al principio no podía creérmelo… y ahora, mira. Nos encontramos a las puertas del descubrimiento más ansiado de la humanidad —dijo el hombre de mediana edad, abrazando a su compañero.

Sin meditarlo demasiado, los dos hombres entraron en lo que a primera vista parecía ser un templo construido en la roca. Sus mentes se cegaron por la ilusión de acceder a enormes riquezas, mientras soñaban con la gloria que les aguardaba. Sus nombres formarían parte de la historia para siempre.

—¿Qué?... —exclamaron al unísono y no se les volvió a escuchar.

Por desgracia se habían olvidado de una frase del libro. Una frase que prometía riquezas, pero que también era una advertencia.

«Cuidado con las delicias del mal».

Ahora la oscuridad reinaba de nuevo en aquel apartado y extraño lugar. Sin que apareciesen señales de vida. Sin que nada pudiera perturbar su paz… de momento.