II – Masacre
No se encendieron antorchas porque los títeres del demonio podían ver en la oscuridad. No apartaron la mirada porque estaban cegados por un odio irracional, y el ansia de matar, más propia de los lobos rabiosos que de un ser humano, abrasó su débil voluntad. No había luna, ni soplaba el viento, ni se oían los latidos de sus corazones. Únicamente el silbido atravesaba sus tímpanos y ensordecía su sentido común.
El alcalde blandió una vieja y oxidada espada bañada por la sangre de guerras pasadas y la multitud obedeció. Se adentraron, uno a uno, en el estrecho pasillo hasta llegar a la plaza de los miserables, desgraciados y enfermos que intentaron esconderse tras los harapos que utilizaban como ropa y las ruinas que les servían de hogar. Vieron cómo desde las persianas de las ventanas cerradas de los alrededores los observaban con detenimiento. El polvo se estancaba en la densa peste del odio, las paredes escuchaban el dolor y los pasos de los endemoniados hombres retumbaban por doquier.
Un rayo cayó en el centro de la plaza e inició un fuego que permaneció inmóvil y se mantuvo vivo e inodoro, siendo sus llamas alimentadas por una fuerza invisible y a la que nadie prestó atención. Los dementes empezaron a introducir en él barras de hierro y, aunque el otro extremo les quemaba, lo sujetaban con fuerza con las manos desnudas y blandían su punta que brillaba con avivados tonos amarillos, rojos y naranjas. Unos golpeaban a los desfavorecidos, otros los escupían y les clavaban pinchos y cuchillos poco afilados, y el resto se dedicaba a sujetar las cabezas hacia arriba manteniéndoles los ojos abiertos para que pudieran ver su propio castigo infernal.
El ruido del hierro candente hundiéndose en sus córneas sonaba como el húmedo trozo de carne que chirría y chasquea cuando se fríe en aceite hirviendo. Cuando les cegaron a todos, jugaron con ellos cortándoles las orejas y los dedos de los pies, y se los tiraban a la cara esperando que a alguno se le colase en la boca y se atragantase con su propio miembro. La sangre lo cubría todo e incluso las escasas estrellas que vigilaban desde arriba se escondieron detrás de unas nubes oscuras, y la noche se hizo aún más espesa.
Los escuálidos cuerpos yacían en el suelo, ya rendidos, esperando a morir desangrados y así por fin encontrar algo de paz. Los habitantes rabiosos les agarraron por la cabellera y por el cuello y les apostaron por las paredes, como si quisieran dejarlos descansar antes de su último viaje. Pero no era así. Con unos martillos pesados y unos clavos de hierro, de un palmo de largos, clavaron los castigados restos por las paredes, como si estuvieran crucificándolos. Las palmas mirando hacia fuera, los pies cruzados y perforados para que su peso cayera sobre los tobillos rotos, la cabeza débil e inclinada hacia abajo, a modo de penitencia, y la carne desgarrada con la sangre deslizándose hacia el suelo. La peste de la mugre fue sustituida por la de la muerte. Y cuando faltaban únicamente unos minutos para que el sol apareciese, el infernal silbido cesó.