Capítulo III

La corza de Cerinea

1

Hércules Poirot dio con los pies contra el suelo buscando la forma de calentarlos. Luego se sopló los dedos. Copos de nieve se deshacían sobre su bigote.

Sonó un golpe en la puerta y apareció una criada. Era una muchacha campesina, de lenta respiración y rechonchos contornos, que miró con no poca curiosidad a Poirot. Era posible que la joven no hubiera visto jamás una cosa como aquélla.

—¿Ha llamado usted? —preguntó.

—Sí. ¿Tendría la amabilidad de encender el fuego?

La chica salió y volvió al cabo de un rato trayendo consigo papel y astillas. Se arrodilló ante la gran chimenea de estilo victoriano y empezó a encender el fuego.

Poirot continuó golpeando los pies, agitando los brazos y soplándose los dedos.

El detective estaba contrariado. Su coche, su costoso «Messarro Gratz», no se había conducido a la perfección mecánica que él esperaba de un automóvil. Y su chófer, un joven que disfrutaba de sustancioso salario, no había tenido ningún éxito al querer arreglar las cosas. El coche se había detenido definitivamente en una carretera secundaria, a milla y media del lugar habitado más cercano, en el mismo momento en que empezaba a caer una buena nevada. Hércules Poirot, que llevaba como de costumbre unos elegantes zapatos de charol, se vio obligado a recorrer milla y media que le separaba del pueblo de Hartly Dene; una localidad que durante todo el verano estaba bastante animada, pero que en invierno parecía casi desierta. El «Cisne Negro» registró cierta consternación ante la llegada de un huésped. El posadero estuvo hasta elocuente cuando insinuó que el garaje del pueblo podría proporcionar un coche para que el caballero pudiera seguir su viaje.

Poirot rechazó la sugestión. Su arraigado sentido de la economía se sintió ofendido. ¿Alquilar un coche? Ya tenía él uno… grande… y de los caros. En este automóvil y no en ningún otro se había propuesto continuar su viaje de regreso a la ciudad. Y de cualquier modo, aunque la reparación se realizara con toda rapidez, con la nieve que caía, no podría irse, por lo menos, hasta la mañana siguiente. Pidió una habitación, fuego y comida. Dando un suspiro de desaliento, el posadero lo llevó hasta la habitación, ordenó a la criada que se cuidara del fuego y se retiró a discutir con su mujer el problema de la comida.

Una hora más tarde, con los pies extendidos hacia el agradable calor de las llamas, Poirot reflexionó indulgentemente sobre lo que acababa de comer. En realidad, la carne había sido dura y cartilaginosa; las coles de Bruselas, grandes, descoloridas e insípidas; las patatas, asimismo, tenían un corazón de piedra. Tampoco se podía alabar la ración de manzana asada con natillas que siguió. El queso estaba duro y las galletas blandas. No obstante, pensó Poirot mientras miraba con agrado las vacilantes llamas y daba delicados sorbos a una taza llena de un lodo líquido eufóricamente llamado café, mejor era tener el estómago lleno que vacío; y después de haber chapoteado por senderos cubiertos de nieve, llevando zapatos de charol, el sentarse frente a un buen fuego era como encontrarse en la gloria.

Sonó un golpecito en la puerta y apareció la criada.

—Perdone, señor; ha venido un hombre del garaje y desea hablar con usted.

Poirot replicó con amabilidad:

—Dígale que suba.

La muchacha soltó una risita y se retiró. Poirot consideró benévolamente que la descripción que de él diera la joven a sus amigos les proporcionaría diversión para muchos días.

Se oyó otro golpe dado en la puerta… un golpe diferente… y el detective invitó:

—Pase.

Levantó la vista y miró con aprobación al joven que entró y se quedó parado, con aire confuso, dando vueltas a la gorra que llevaba en las manos.

«He aquí —pensó Poirot—, uno de los más bellos ejemplares de la raza blanca que jamás vi; un joven sencillo con la apariencia externa de un dios griego».

El muchacho habló con voz baja y ronca:

—Es acerca del coche, señor; lo hemos traído al pueblo y hemos encontrado el origen de la avería. Estará arreglado dentro de una hora o poco más.

—¿Qué es lo que se ha descompuesto? —preguntó Hércules Poirot.

El joven se lanzó ansiosamente a explicar detalles técnicos y el detective movió de cuando en cuando la cabeza, aunque sin escuchar lo que el otro le decía. La perfección física era una de las cosas que más admiraba. Opinaba que existían en el mundo demasiadas falsificaciones en aquel aspecto.

Murmuró para sí mismo: «Sí; un dios griego… un joven pastor de la Arcadia».

El joven calló de pronto. Fue entonces cuando las cejas de Poirot se fruncieron durante un segundo. Su primera reacción había sido estética; pero la segunda fue mental. Cerró un poco los ojos con curiosidad cuando levantó la mirada.

—Comprendo —dijo—. Sí; ya comprendo —hizo una pausa y luego añadió—: Mi chófer ya me explicó todo lo que acaba usted de explicarme detalladamente.

Vio el color subir a las mejillas del muchacho y la súbita contracción de los dedos sobre la gorra que sostenían.

El mecánico tartamudeó:

—Sí… ejem… sí, señor. Ya lo sé.

Hércules Poirot prosiguió con suavidad:

—Pero pensó usted que sería mejor venir en persona a decírmelo, ¿verdad?

—Ejem… sí, señor. Pensé que sería preferible.

—Eso demuestra que es usted muy concienzudo en sus cosas. Muchas gracias.

En las últimas palabras había un ligero pero inconfundible acento de despedida; mas Poirot no esperaba que el otro se fuera, y acertó. El joven no se movió.

Movía los dedos convulsivamente, estrujando fuertemente la gorra.

Al fin dijo con voz baja y turbada:

—Ejem… perdone, señor…, ¿no es cierto que es usted detective…? ¿Es usted el señor Hércules Poirot? —pronunció el nombre con todo cuidado.

—Eso es —contestó Poirot.

El color de la cara del joven creció en intensidad.

—Leí un artículo sobre usted en un periódico.

—¿De veras?

La cara del muchacho era ahora de color escarlata. Había en sus ojos una expresión de angustia y de súplica a la vez. Hércules Poirot acudió en su ayuda.

—¿De veras? —repitió—. ¿Qué es lo que quiere de mí?

Las palabras salieron entonces como un torrente de la boca del joven.

—Temo que considerará esto como una desfachatez por mi parte, señor. Pero ya que por casualidad ha venido usted a este pueblo… bueno… es una oportunidad que no puedo desaprovechar. Y más, sabiendo quién es usted y de qué forma tan admirable resuelve los casos. De cualquier modo, me dije, creo que debo consultarle. No hay ningún inconveniente en ello, ¿verdad?

Poirot sacudió la cabeza.

—¿Necesita usted que le ayude en algo? —preguntó.

El joven asintió y con voz ronca dijo:

—Se trata… se trata de una muchacha. Quisiera saber si… si se encargaría usted de buscarla por mi cuenta.

—¿Buscarla? ¿Es que ha desaparecido?

—Eso es, señor.

Poirot se irguió en su asiento y dijo con sequedad:

—Sí; tal vez le podría ayudar. Pero a quien debe usted acudir es a la policía. Ellos se ocupan en estas cosas y tienen a su disposición más medios que yo.

El muchacho restregó los pies en el suelo y con acento indeciso, observó:

—No puedo hacer eso, señor. No se trata de una cosa así. A decir verdad, es algo extraordinario.

Poirot le miró fijamente y luego le indicó una silla.

Eh bien; si es así, siéntese… ¿Cómo se llama usted?

—Williamson, señor. Ted Williamson.

—Siéntese, Ted. Cuénteme todo lo que ocurrió.

—Gracias, señor.

Acercó una silla y se sentó cuidadosamente en el borde de ella. Sus ojos tenían todavía aquella expresión perruna de súplica.

—Cuénteme —repitió Poirot.

Ted Williamson aspiró profundamente el aire.

—Pues verá usted, señor. Ocurrió de esta forma. Yo no la vi más que aquella vez. Y no sé nada más de ella, ni siquiera su nombre. Pero todo ha sido muy raro; la devolución de mi carta y todo lo demás…

—Empiece por el principio —interrumpió Poirot—. No se dé prisa, cuénteme las cosas tal como sucedieron, sin descuidarse nada.

—Sí, señor. Bueno…, tal vez conocerá usted Grasslawn, señor: esa gran finca de recreo que hay junto al río, una vez pasado el puente que lo cruza.

—No tengo ni la menor idea.

—Pertenece a sir George Sanderfield, quien la utiliza durante el verano para pasar los fines de semana y para organizar partidas de caza o de pesca. Acostumbra traer gente alegre y divertida; gente de teatro y cosas parecidas. Y esto ocurrió el pasado mes de junio… la radio se estropeó y me llamaron para que la arreglara.

Poirot asintió con la cabeza.

—Así es que fui a ver lo que pasaba —continuó el joven—. El dueño de la casa y los invitados estaban en el río; la cocinera había salido y el mayordomo fue a servir las bebidas en la lancha donde paseaba su señor y los demás. En la casa sólo había quedado aquella muchacha. Era la doncella de una de las invitadas. Me hizo entrar y me llevó hasta donde estaba la radio. Ella se quedó allí mientras yo trabajaba. Así es que nos pusimos a charlar… Se llamaba Nita, según me dijo, y era la doncella de una bailarina rusa que había sido invitada por sir George.

—¿De qué nacionalidad era? ¿Inglesa?

—No, señor. Debía ser francesa, según creo. Tenía un acento muy curioso, pero hablaba bien el inglés. Ella… se mostró amigable desde el principio, y por ello, al cabo de un rato, le pregunté si podría salir aquella noche para ir al cine, pero me contestó que su señora la necesitaría. Sin embargo, dijo que podría salir a primera hora de la tarde, porque los demás no regresarían del río hasta el anochecer. En resumen, aquella tarde hice fiesta sin pedir permiso, lo que por poco me cuesta el empleo, y nos fuimos a dar un paseo por la orilla del río.

Se detuvo, una ligera sonrisa distendió sus labios, mientras sus ojos, con expresión soñadora, parecían rememorar aquellos momentos.

—Era bonita, ¿verdad? —preguntó Poirot.

—Era la cosa más preciosa que pueda usted imaginar. Su pelo era como el oro… lo llevaba recogido a ambos lados, como dos alas. Y tenía una manera tan fácil y alegre de andar, que daba gloria verla. Yo… no… bueno… me enamoré de ella sin más preámbulos, señor. No tengo por qué ocultarlo.

Poirot hizo un nuevo gesto afirmativo con la cabeza y el muchacho prosiguió:

—La chica me dijo que su señora volvería dentro de una quincena y quedamos de acuerdo para vernos otra vez —hizo una pausa.

—Pero no volvió nunca más. La esperé en el sitio convenido, pero no vino; hasta que decidí ir hasta la casa y preguntar por ella. Me dijeron que la bailarina rusa estaba allí y su doncella también. Fueron a buscarla, pero cuando llegó vi que no era Nita. Era una muchacha morena y de aspecto desenvuelto y descarado. Se llamaba Marie. «¿Quería usted verme?», me dijo con acento gazmoño. Debió darse cuenta de mi sorpresa. Le pregunté si era la doncella de la señora rusa y le dije algo acerca de que ella no era la que yo conocí antes. Entonces empezó a reír y me contestó que la última doncella había sido despedida súbitamente hacía pocos días. «¿Despedida?», pregunté—. «¿Y por qué?». La chica se encogió de hombros y extendió las manos. «¿Cómo quiere que lo sepa?», dijo. «No estaba yo allí».

»Pues bien, señor: todo aquello me dejó desconcertado. De momento no supe qué decir, pero después me armé de valor y me las arreglé para ver otra vez a Marie con el fin de pedirle que me diera la dirección de Nita. No le dejé sospechar siquiera que desconocía incluso su apellido. Le prometí que le haría un regalo si me proporcionaba las señas que me interesaban, pues Marie era de las que no trabajaban en balde. Me facilitó la dirección, unas señas de North London, y escribí a Nita. Pero a los pocos días me devolvieron la carta, indicando que el destinatario no vivía ya allí.

Ted Williamson calló. Sus ojos fijos de profundo color azul se clavaron en Poirot.

—¿Se ha dado cuenta, señor? —preguntó—. No es un caso para la policía. Pero necesito encontrarla, aunque no sé ni por dónde empezar. Si… si pudiera hacerlo usted por mí… —el color de su cara subió de tono—. Tengo… tengo algo guardado. Puedo disponer de cinco libras… o de diez acaso.

—No necesitamos, de momento, discutir el aspecto monetario de la cuestión. Primero, recapacite sobre este punto… Esa muchacha, Nita…, ¿sabe su nombre de usted y dónde trabaja?

—Sí, señor.

—¿Pudo ponerse en contacto con usted, si lo hubiera deseado?

Ted respondió con lentitud.

—Sí, señor.

—¿No cree, entonces, tal vez…?

El joven le interrumpió.

—Quiere usted decir que yo me enamoré de ella, pero que ella no me corresponde, ¿verdad? Quizá sea cierto en un sentido… Pero yo le gustaba… le gustaba… aquello no fue un mero pasatiempo para ella. He recapacitado sobre todo esto y tengo la seguridad de que debe existir un motivo para lo que ha ocurrido. Ya sabe usted que estaba mezclada con una pandilla bastante divertida. Debió de encontrarse en algún apuro… ya sabe a qué me refiero.

—¿Cree usted que se vio envuelta en circunstancias deshonrosas para ella? ¿Por culpa de usted?

—Mía, no, señor —Ted enrojeció—. Entre ella y yo no hubo nada censurable.

Poirot lo miró con aspecto pensativo y murmuró:

—Y si lo que usted supone es cierto… ¿todavía desea encontrarla?

El rubor volvió a crecer de punto en la cara de Ted.

—Sí; lo deseo, y no hay más que hablar. Quiero casarme con ella, si accede. Y no me importa absolutamente nada la clase de lío en que haya podido verse envuelta. Si se decidiera usted a buscarla…

Hércules Poirot sonrió y dijo para sí mismo:

—«Cabellos como alas de oro». Sí, creo que éste es el tercer «trabajo» de Hércules… Si la memoria no me falla, creo que aquello ocurrió en Arcadia.

2

Poirot miró con aspecto pensativo el trozo de papel en que Ted Williamson había escrito laboriosamente un nombre y una dirección.

Señorita Valetta; 17, Upper Renfrew Lane, número 15.

Dudaba de que pudiera conseguir algo en aquellas señas. Es más, estaba seguro de que no se enteraría de muchas cosas. Pero había sido la única pista que Ted le pudo ofrecer.

Upper Renfrew Lane era una calle apartada pero respetable. Una mujer corpulenta, de ojos legañosos, abrió la puerta del número 17 cuando llamó Poirot.

—¿La señorita Valetta?

—Se marchó hace mucho tiempo.

El detective avanzó un paso cuando vio que la puerta iba a cerrarse otra vez.

—¿Tal vez podría usted facilitarme su dirección actual?

—No puedo decírsela, pues no dejó ninguna.

—¿Cuándo se marchó?

—Este verano pasado.

—¿Podría decirme exactamente cuándo?

Un alegre tintineo surgió de la mano derecha de Poirot, donde dos medias coronas chocaban entre sí con buena camaradería.

La mujer de los ojos legañosos se suavizó de una forma casi mágica. Derrochó afabilidad.

—No sabe lo que me gustaría poder ayudarle, señor. Déjeme que recuerde. Agosto… no, fue antes… Julio… eso es, julio. Durante la primera semana de julio. Se marchó precipitadamente. Creo que regresó a Italia.

—Entonces, ¿era italiana?

—Eso es, señor.

—Estuvo al servicio de una bailarina rusa, ¿verdad?

—Ni más ni menos. Madame Semoulina o algo parecido. Actuaba en el Thespian, en ese ballet que ha tenido tanto éxito. Era una de las estrellas principales.

—¿Sabe usted por qué causa perdió su empleo la señorita Valetta?

La mujer titubeó un momento antes de contestar.

—Lo siento, pero no lo sé.

—La despidieron, ¿verdad?

—Bueno… creo que hubo un poco de jaleo. Pero, de todas formas, la señorita Valetta no dejó entrever nada de lo que ocurrió. No era de las que se van de la lengua; aunque parecía estar fuera de sí por lo que le había pasado. Tenía un genio endiablado, como de buena italiana; sus ojos negros centelleaban y la miraba a una como si fuera a meterle un cuchillo entre las costillas. Yo no me hubiera atrevido a ponerme frente a ella cuando tenía uno de sus arrebatos.

—¿Y está usted completamente segura de que no sabe la dirección actual de la señorita Valetta?

Las medias coronas volvieron a sonar incitantemente. La respuesta llegó con acento verídico.

—Quisiera saberlo, pues tendría mucho gusto en decírselo. Pero ya ve… se marchó de pronto y así quedó la cosa.

—Sí; así quedó la cosa…

3

Ambrose Vandel tuvo que dejar a la fuerza la entusiasta descripción de un decorado que estaba preparando para un nuevo ballet y facilitó sin rodeos los informes que le pedían.

—¿Sanderfield? ¿George Sanderfield? Un sujeto desagradable. Forrado de billetes, pero dicen que es un bribón. ¡Una buena pieza…! ¿Algo con una bailarina? Desde luego… tuvo un asunto con Katrina. Katrina Samoushenka. Seguramente la habrá visto usted bailar. Es… es deliciosa. «El cisne de Tounela»… debe haberlo visto usted. Y eso de Debussy ¿o de Mannine?… La biche au bois. Ella bailó Con Michel Novgin. También es un magnífico bailarín, ¿no es cierto?

—¿Era amiga de George Sanderfield?

—Sí; solía pasar los fines de semana en la finca que él tiene junto al río. Creo que da unas fiestas espléndidas.

—¿Le sería posible, mon chéri, presentarme a mademoiselle Samoushenka?

—Pero, mi querido amigo, ¡si la chica ya no está en Londres! Se fue a París o a cualquier otro lado, con bastante precipitación por cierto. Dijeron que era una espía bolchevique o algo así. Yo, personalmente no lo creo; pero ya sabe usted cuánto gusta a la gente decir cosas como éstas. Katrina siempre pretendió ser una rusa blanca… su padre fue un príncipe o un gran duque… ¡lo de siempre! Viste mucho más —Vandel hizo una pausa y volvió a la conversación que más le absorbía— como le iba diciendo, si quiere usted captar el esprit de Bathsheba, debe profundizar adecuadamente en la tradición semítica. Yo lo expreso con…

Y siguió charlando animadamente.

4

La entrevista que Hércules Poirot concertó con sir George Sanderfield no empezó bajo buenos auspicios.

La «buena pieza», como había dicho Ambrose Vandel, estaba ligeramente mosqueado por aquella visita. Sir George era un hombre bajo y fornido, de cabello basto y pescuezo grueso y grasiento.

—Bien, monsieur Poirot —dijo—. ¿En qué puedo servirle? Creo que… no nos conocíamos antes de ahora.

—No. No habíamos sido presentados.

—Bueno. ¿De qué se trata? Le confieso que siento gran curiosidad por saberlo.

—Oh; no es nada de particular… una simple información.

El otro soltó una risita nerviosa.

—Quiere que le dé algún informe de carácter reservado, ¿verdad? No sabía que le interesaban los negocios.

—No se trata de los affaires. Es una cuestión relacionada con una dama.

—Ah; una mujer.

Sir George se inclinó en el sillón y pareció descansar. Su voz tenía ahora un tono más tranquilo.

—Según creo —dijo Poirot—, conocía usted a mademoiselle Katrina Samoushenka.

Sanderfield rio.

—Sí. Una criatura encantadora. Es una lástima que se haya ido de Londres.

—¿Cuándo se marchó?

—Pues, francamente, no lo sé. Supongo que se enfadaría con la Dirección. Era una temperamental… un genio muy ruso. Siento no poder ayudarle, pero no tengo ni la más mínima idea de dónde debe estar ahora. No he sabido más de ella.

Su voz tenía un acento de despedida cuando se levantó.

—Pero no es a mademoiselle Samoushenka a quien me interesa encontrar —observó Poirot.

—¿De veras?

—No; se trata de su doncella.

—¿Su doncella? —Sanderfield miró fijamente al detective.

—¿Tal vez… la recuerda usted? —preguntó Poirot.

Sanderfield volvió a mostrar el desasosiego de antes.

—¡Válgame Dios! —dijo con afectación—. No; ¿cómo había de acordarme de ella? Recuerdo que tenía una, desde luego… era una chica de cuidado. Servil y fisgona. Yo en su lugar no haría caso de una de las palabras que dijera esa muchacha. Es una mentirosa innata.

—Por lo que se ve, recuerda usted muchas cosas de ella —murmuró Poirot.

Sanderfield se apresuró a contestar:

—Tan sólo la impresión que me causó; nada más… Ni siquiera recuerdo su nombre… Déjeme ver… Marie, no sé qué… En fin, temo que no le podré ayudar a encontrarla. Lo siento.

Poirot comentó:

—En el Thespian Theatre, me dijeron que se llama Marie Hellin y hasta me facilitaron su dirección. Pero yo me refiero, sir George, a la doncella que tuvo mademoiselle Samoushenka antes de Marie Hellin. Estoy hablando de Nita Valetta.

Sanderfield miró extrañado a Poirot.

—No la recuerdo en absoluto. Marie fue la única que conocí. Una muchacha morena de mirada desagradable.

—La chica a que hago mención estuvo en Grasslawn en el pasado mes de junio.

Sanderfield contestó con un gesto huraño:

—Bueno; todo lo que puedo decirle es que no la recuerdo. No creo que Katrina trajera ninguna doncella. Debe estar usted equivocado.

Hércules Poirot sacudió la cabeza. No creía estarlo.

5

Con los ojos pequeños e inteligentes, Marie Hellin dirigió una rápida mirada a Poirot, y con la misma rapidez apartó la vista.

—Lo recuerdo perfectamente, monsieur —su voz era suave y de tono uniforme—. Madame Samoushenka me tomó a su servicio en la última semana de junio. La doncella anterior tuvo que marcharse precipitadamente.

—¿No pudo enterarse usted de la causa de la marcha?

—Se fue… de pronto… eso es todo lo que sé. Tal vez se puso enferma… o algo parecido. Madame no lo dijo.

—¿Qué tal genio tenía su señora? —preguntó Poirot.

—Muy raro. Tan pronto lloraba como reía. En ocasiones estaba tan desalentada que ni comía. Pero en otras se mostraba alegre a más no poder. Las bailarinas son así. Es lo que se llama tener temperamento.

—¿Y sir George?

Marie pareció ponerse en guardia. Un destello desagradable brilló en sus ojos.

—¿Sir George Sanderfield? ¿Le gustaría saberlo? Tal vez sea eso lo que quiere usted saber en realidad. Lo otro tan sólo fue un pretexto, ¿verdad? Le podría decir algunas cosas curiosas acerca de sir George; le podría contar, por ejemplo…

Poirot la interrumpió.

—No es necesario.

Ella lo miró fijamente, con la boca abierta. En sus ojos se reflejó la desilusión y el enojo que aquello le causaba.

6

—Siempre opiné que usted lo sabe todo, Alexis Pavlovitch.

Hércules Poirot pronunció estas palabras con su tono más adulador.

Estaba pensando que este tercer «trabajo» de Hércules había necesitado más viajes y entrevistas de lo que en principio imaginó. Aquel insignificante asunto de la doncella desaparecida estaba resultando uno de los más largos y difíciles problemas que Poirot tuvo que afrontar. Cada una de las pistas, después de investigada, no conducía a parte alguna.

Sus indagaciones le habían llevado aquella noche al «Samovar», un restaurante de París cuyo dueño, el conde Alexis Pavlovitch, se vanagloriaba de conocer todo lo que ocurría en el mundillo artístico.

El ruso asintió con aire complacido.

—Sí, sí; amigo mío; Lo sé todo… siempre estoy enterado de todo. ¿Quiere usted saber dónde fue la pequeña Samoushenka, la exquisita bailarina? ¡Ah! ¡Qué maravilla de criatura! —se besó las puntas de los dedos—. ¡Qué fuego… qué pasión! Hubiera llegado lejos… hubiera sido la mejor bailarina de estos días. Pero todo acabó de repente. Se fue… al fin del mundo. Y pronto, ¡demasiado pronto!, se olvidarán de ella.

—¿Dónde está ahora? —preguntó el detective.

—En Suiza. En Vagray les Alpes. Donde van los que contraen esa traicionera tosecilla que los consume poco a poco. Morirá; sí, ¡morirá! Es una fatalista y morirá sin duda alguna.

El carraspeo de Poirot rompió aquel trágico encanto. Necesitaba información.

—¿No se acordará usted, por casualidad, de una doncella que tenía mademoiselle Katrina? ¿Una chica llamada Nita Valetta?

—¿Valetta? ¿Valetta? En cierta ocasión vi que la acompañaba una doncella… en la estación, cuando Katrina se fue a Londres. Era italiana; de Pisa, ¿verdad? Sí; estoy seguro de que era italiana y procedía de Pisa.

Poirot gimió:

—En este caso, tendré que hacer un viaje a Pisa.

7

En el cementerio de Pisa, Hércules Poirot se detuvo y miró la tumba que tenía ante sí.

Allí era, pues, donde finalizaba su búsqueda… ante aquel humilde montón de tierra. Debajo de él descansaba la alegre criatura que perturbó el corazón y la imaginación de un sencillo mecánico inglés.

¿Tal vez era el mejor fin para aquel rápido y extraño idilio? De esta forma, la muchacha viviría siempre en la memoria del joven tal como la vio durante aquellas pocas horas de una tarde de junio. El antagonismo de las nacionalidades opuestas, de los diferentes modos de vivir; las penas y las desilusiones… todo desaparecería para siempre.

Hércules sacudió la cabeza con tristeza. Recordó la conversación que había sostenido con la familia Valetta. La madre, de ancha cara campesina; el padre, fuerte y rígido contra el choque del dolor recién sentido; la hermana, morena y de duros labios…

—Todo ocurrió tan de repente, signor, tan de repente… Aunque en los últimos años sufrió varios ataques. El médico dijo que no había alternativa… que la apendicitis debía ser operada inmediatamente. Se la llevó al hospital y allí… sí, sí; murió cuando todavía se encontraba bajo los efectos de la anestesia. No recobró el conocimiento.

La madre sollozó.

—Bianca fue siempre una muchacha muy lista. Ha sido una lástima que muriera tan joven.

Hércules Poirot murmuró para sí mismo:

—Murió en plena juventud…

Éste era el mensaje que debía dar al joven que solicitó su ayuda con tanta confianza.

«Ella no era para usted, amigo mío. Murió en plena juventud».

Su búsqueda había terminado… aquí, donde la torre inclinada se destacaba contra el cielo y las primeras flores de la primavera se abrían pálidas y tímidas, como promesas de la vida y alegría que vendría después.

¿Fue la propia primavera lo que le hizo sentir una rebeldía interna y una fuerte aversión a aceptar aquel veredicto final? ¿O había algo más? Algo que forcejeaba en el fondo de su cerebro… palabras… una frase… un nombre. ¿Acaso no terminaría el asunto de forma tan clara? ¿No encajaría todo de manera tan patente?

Hércules Poirot suspiró. Debía emprender otro viaje para dejar las cosas aclaradas por completo. Debía ir a Vagray les Alpes.

8

Aquí, pensó, es donde en realidad termina el mundo. Aquí, en este repecho lleno de nieve… en estos lechos protegidos del viento donde yacen los que luchan contra una muerte insidiosa…

Por fin encontró a Katrina Samoushenka. Cuando la vio, tendida en su lecho, con sus mejillas hundidas sobre las que se distinguía una mancha de vivido color rojo; con las manos largas y enflaquecidas posadas sobre la colcha, un recuerdo le vino a la memoria. No se acordaba de su nombre, pero la había visto bailar… había sido arrastrado y fascinado por aquel supremo arte, capaz de hacer olvidar cualquier otra expresión estética.

Recordaba a Michel Novgin, el Cazador, saltando y girando en aquel desaforado y fantástico bosque que el cerebro de Ambrose Vander había concebido. Y recordaba a la hermosa y veloz Cierva, eternamente perseguida, eternamente deseable… una adorada y adorable criatura, con cuernos en la cabeza y centelleantes pies de bronce. Recordó su colapso final, herida de muerte; y a Michel Novgin, de pie, aturdido, con el cuerpo inanimado de la Cierva en sus brazos.

Katrina Samoushenka miró al detective ligeramente perpleja.

—Creo que no nos habíamos conocido antes de ahora, ¿verdad? ¿Qué desea de mí? —preguntó.

Hércules Poirot hizo una pequeña reverencia.

—Antes que nada, señora, deseo darle las gracias… por el arte con que me fascinó en cierta ocasión, haciéndome pasar una velada llena de belleza.

Ella sonrió tenuemente.

—Pero también he venido para tratar de otras cosas. He buscado durante mucho tiempo a cierta doncella que tuvo usted, señora. Se llamaba Nita.

—¿Nita?

La joven la miró fijamente. Sus ojos se abrieron con expresión asustada.

—¿Qué sabe usted acerca de… Nita? —preguntó.

—Se lo diré.

Poirot relató los sucesos ocurridos aquella noche, cuando se le estropeó el coche, y cómo Ted Williamson se había quedado allí de pie, dándole vueltas a la gorra entre sus manos y contando con frases entrecortadas todo su amor y su pena. Ella escuchó atentamente y cuando Poirot calló, dijo:

—Es conmovedor… sí; muy conmovedor.

Hércules Poirot asintió.

—Es un cuento de la Arcadia, ¿no le parece? ¿Qué puede usted decirme de aquella muchacha, señora?

Katrina Samoushenka suspiró.

—Tuve una doncella… Juanita. Era bonita y alegre. Le ocurrió lo que a menudo sucede a los favoritos de los dioses. Murió en plena juventud.

Eran las mismas palabras que empleó Poirot… palabras finales, irrevocables. Ahora las oía en boca de otra persona… pero persistió en su empeño.

—¿Murió?

—Sí, murió.

El detective calló durante unos instantes.

—A pesar de ello, hay una cosa que no acabo de entender —dijo—. Cuando le pregunté a sir George Sanderfield sobre la doncella que tuvo usted, pareció asustarse. ¿Por qué causa?

Una ligera expresión de disgusto pasó por la cara de la bailarina.

—Se refirió usted solamente a una de mis doncellas. Pensaría que se trataba de Marie… la chica que tomé a mi servicio cuando se fue Juanita. Creo que intentó hacerle un chantaje, basándose en algo sucio que descubrió acerca de él. Era una muchacha odiosa… curiosa; siempre estaba fisgoneando los cajones cerrados y las cartas dirigidas a los demás.

—Eso lo explica todo —murmuró Poirot.

Al cabo de unos momentos prosiguió con insistencia.

—Juanita se apellidaba Valetta y murió en Pisa a causa de una operación de apendicitis, ¿no es eso?

Se dio cuenta de la indecisión que, aunque débil y casi imperceptible, hubo en la inclinación de cabeza que hizo la bailarina.

—Sí; eso es… —contestó ella.

Poirot comentó con aire pensativo.

—Sin embargo…, existe una pequeña discrepancia. Su familia se refirió a ella llamándola Bianca, no Juanita.

Katrina encogió sus delgados hombros.

—Bianca… Juanita… ¿Qué importa eso? —dijo—. Supongo que su verdadero nombre era Bianca, pero ella debió pensar que Juanita era mucho más romántico y decidió llamarse así.

—¿Lo cree usted?

Calló y luego, cambiando de entonación, dijo:

—Pues yo creo que hay otra explicación mucho más convincente.

—¿Cuál?

Poirot se inclinó hacia delante.

—La muchacha que conoció Ted Williamson tenía el cabello como dos alas de oro; así lo describió él cuando vino a verme.

Se inclinó un poco más y sus dedos tocaron, rozándolos, los cabellos ondulados de Katrina.

—¿Alas de oro? ¿Astas de oro? Todo se reduce al punto de vista con que la miren; tanto puede ser un demonio como un ángel. Debe ser usted ambas cosas a la vez. ¿O acaso son las astas doradas de la cierva herida…?

Katrina murmuró:

—La cierva herida… —y su voz tenía la entonación del que no abriga ninguna esperanza.

Poirot continuó:

—Desde el principio, la descripción que de usted me hizo Ted Williamson me tuvo preocupado… me trajo algo a la memoria. Y ese algo era usted… danzando sobre sus pies de bronce, entre el bosque. ¿Quiere que le diga lo que pienso sobre esto, señorita? Creo que hubo un fin de semana en que fue usted sola a Grasslawn, pues entonces no tenía ninguna doncella a su servicio, ya que Bianca Valetta había vuelto a Italia y todavía no había tenido ocasión de contratar otra chica. Por entonces ya se resentía usted de su enfermedad actual y se quedó en casa, cierto día, cuando los demás salieron para hacer una excursión por el río que duró toda la jornada. Sonó el timbre de la puerta; fue usted a abrir y vio… ¿es necesario que se lo diga? Vio usted a un joven, tan sencillo como un niño y tan hermoso como un dios. Y entonces inventó usted una muchacha para él… No Juanita, sino Incógnita… y durante unas pocas horas paseó usted con él por la Arcadia…

Se produjo una larga pausa, al final de la cual, Katrina habló con voz helada y enronquecida.

—En un aspecto, al menos, le he contado la verdad. Le he relatado el final exacto de la historia. Nita morirá en plena juventud.

—¡Ah, no! —Hércules Poirot se transformó.

Golpeó la mesa con la mano. De pronto se convirtió en una persona prosaica, mundana y práctica.

—¡Eso es completamente innecesario! —exclamó—. Usted no necesita morirse. Puede usted luchar por su vida con tanto éxito como pudiera hacerlo otro cualquiera, ¿no es eso?

Ella sacudió la cabeza… triste, sin esperanza.

—¿Y qué vida me espera?

—No la vida del teatro, compréndalo. Pero recuerde que hay otra clase de vida. Veamos, señorita, sea usted franca. ¿Fue su padre en realidad un gran duque, un príncipe o por lo menos, un general?

Ella rio repentinamente.

—¡Conducía un camión en Leningrado! —confesó.

—¡Muy bien! ¿Y por qué no puede ser usted la esposa de un simple mecánico de pueblo? ¿Y tener hijos hermosos como dioses, con pies que, tal vez, bailen como usted hizo antes…?

Katrina retuvo el aliento.

—¡Pero esa idea es fantástica!

—De todas formas —dijo Poirot con evidente satisfacción—, yo creo que se convertirá en realidad.