Ya fuera por la hora, de la que había perdido noción con tantas alternancias de "temprano" y "tarde", ya por la tormenta, en el gimnasio no había nadie cuando llegó. No le sorprendía, porque solía ser el primero. Los "socios" empezaban a caer pasadas las ocho y media, y los instructores y recepcionistas a las nueve. El que abría era Saturno, el señor del bar, y esta vez tampoco él estaba. Sin embargo, debía de haber estado antes, porque había abierto y prendido las luces; supuso que había salido, como siempre, a hacer las compras: frutas para los jugos, leche, medialunas… Este hombre debía de ser muy madrugador, pensaba Maxi, porque él nunca se le había adelantado. En ese sentido, el gimnasio tenía otro pequeño gran misterio, que Maxi no podía explicarse: cuando llegaba, ya habían hecho la limpieza, todo estaba barrido, lavado, ordenado. Habría podido pensar que lo hacían de noche, después de cerrar, pero no era así, porque cuando entraba al vestuario el piso estaba recién lavado, todavía húmedo. Y le constaba que el que abría era Saturno, porque se lo había oído decir más de una vez. De todos modos la perplejidad le duraba poco, porque en un par de minutos estaba cambiado y empezaba su rutina de ejercicios, y ya no pensaba en nada más.

Pues bien, entró, tomó el camino del vestuario y cuando pasaba frente al bar algo le hizo mirar atrás de la pequeña barra curva. Allí estaba Saturno, tirado en el suelo. Maxi dejó el bolso y se arrodilló a su lado, sin saber muy bien qué hacer. Algunos pequeños movimientos en el cuerpo yacente le indicaron que estaba vivo, pero nada más. "No hay que moverlo", se dijo recordando instrucciones oídas alguna vez, pero también recordó que esas instrucciones se aplicaban a heridos en accidentes, y éste no parecía ser el caso. De todos modos, tenía que llamar a una ambulancia.

Mirando mejor, vio que los movimientos eran en los labios, y se le ocurrió que debía de estar hablando. Tenía los ojos cerrados. Se inclinó y seguía sin oír nada. Debían de ser movimientos nerviosos, temblores. Aun así, quiso asegurarse y se inclinó más, torciendo la cabeza, hasta que la oreja lea quedó casi pegada a la boca del caído. Entonces sí oyó algo, unas palabras o frases que parecían muy claras y distintas pero tan bajas que se habría necesitado un superoído para entenderlas. A lo que más se parecía la situación era a cuando uno sospecha que una radio apagada sigue transmitiendo, y por más que mete las orejas adentro de los parlantes, no oye. Por suerte el gimnasio estaba sumido en el más completo silencio, de otro modo el experimento habría fracasado de entrada. Se concentró al máximo. Al fin reconoció o creyó reconocer una palabra:

–…Maxi…

Se echó atrás y lo miró asombrado. La cara seguía inerte, salvo la agitación de los labios. Volvió a aplicar la oreja, y rehizo el trabajo de la concentración.

–…No te asustes, no es nada. El corazón otra vez. Sentame.

–¿Qué? – Quiso murmurar, pero le salió un grito, porque no dominaba su vozarrón.

–¿Sos sordo o te hacés? Que me sientes.

Maxi estaba tan aturdido que no podía reaccionar. Sentía como si un diálogo fuera posible, pero un diálogo con un muerto, con la voz separada del cuerpo. La índole de la orden contribuía a esta impresión, porque el verbo "sentarse" él siempre lo había oído referido a uno mismo: "yo me siento", "tú te sientas", "él se sienta"; y ahora, "sentame" le sonaba como un cruce imposible de personas. A pesar de lo cual podía entenderlo. Pero para entenderlo tenía que imaginarse muerto al que lo decía; y a la vez, reaccionar como si estuviera vivo. Recordó algo que pasaba con frecuencia en su casa: cuando sus padres miraban programas de televisión a los que asistían invitados del mundo del espectáculo, dos por tres exclamaban, al ver a algún viejo actor: ¡yo creía que estaba muerto! ¡yo también! ¡habría jurado que estaba muerto hacía añares! Y aunque lo estaban viendo hablar y contar sus trabajos y proyectos, seguían viéndolo como un muerto, histórico y olvidado a la vez, un fantasma proveniente de sus infancias, o de más allá, del cine mudo, del circo criollo. Para Maxi eran completos desconocidos, pero se enganchaba de buen grado en la memoria paterna, y había terminado acostumbrándose.

Seguía con la oreja pegada a la boca de Saturno. No era tanto que no se hubiera convencido, sino que le había tomado el gusto. Pero si había que sentarlo, había que sentarlo, y puso manos a la obra. Lo lógico habría sido sentarlo en el piso, apoyado contra la heladera; habría sido mucho más fácil, y lo habría dejado en una posición más cómoda. Pero no se le ocurrió. Lo levantó en vilo y lo sentó en el taburete alto que había detrás de la barra. Los pies le quedaron colgando, y como además el taburete no tenía respaldo tuvo que seguir sosteniéndolo. Pesaba como si estuviera hecho todo de plomo. Le puso las manos sobre el mostrador, en posición de pianista.

–¿Llamo a la ambulancia?

Volvió a aplicar la oreja a la boca, lo que ahora se hacía más difícil.

–No, dejame así. En un minuto me repongo.

Probó de soltarlo, a ver si quedaba. Tuvo que rectificarlo unos centímetros para que el centro de gravedad se alineara, pero quedó. Seguía con los ojos cerrados.

–Voy a cambiarme y enseguida vengo -dijo.

Tomó el bolso de donde lo había dejado y partió de prisa rumbo al vestuario. Pero antes de trasponer la puerta se dio vuelta para echarle una última mirada. Ahí seguía, inmóvil, con los ojos cerrados. Se lo veía muy frágil, en lo alto del taburete, y Maxi tuvo que reconocer que existía la posibilidad de que se viniera abajo en cualquier momento. Era un hombre mayor. No viejo, porque no debía de llegar a los sesenta años, pero sí gastado, corroído por un trabajo rutinario y un carácter pesimista. No había sido feliz. El corazón, sediento de amor, se rebelaba contra su dueño.

¡A cuántos les pasaría lo mismo! pensó Maxi. La vida se alimentaba de vida, y no tenía otro recurso. La vida quemaba vida en la caldera: y no vida en general sino la propia, la única y particularísima, y cuando ya no le quedaba nada que echar a las llamas, el fuego se apagaba. Y sin embargo… Uno no era el único. Había otros, muchísimos más, viviendo cada cual su vida, y eso seguía. Esa vocecita que había oído, tan lejana, o más bien… tan pequeña: una voz en miniatura, como la de una casa de muñecas, para mirar con el microscopio, esa vocecita traía un mensaje de otra dimensión. Un eco, miniaturizado por la distancia, pero una distancia que no se encontraba ni en el espacio ni en el tiempo. Y sin embargo esa distancia en miniatura podía establecer la mayor diferencia posible, como cuando por un minuto no se produce un encuentro que cambiaría toda una vida… En realidad, pensó Maxi, bastaba un desplazamiento de un minuto, o de un segundo (o de un centímetro) respecto del tiempo o el espacio de los demás, para vivir una realidad distinta, en la que fueran posibles todas las magias.

Cuando entró en el vestuario, la extrañeza que le causaba siempre ver el piso recién lavado y húmedo quedó completamente descartada por otra, mucho mayor, también localizada en el piso: había un cuerpo tirado, el cuerpo de una mujer joven semidesnuda, en la posición del que cae fulminado. La envolvía la luz que entraba por las puertas corredizas del balcón, magnificada por el brillo de las baldosas mojadas. El calor del cuerpo había evaporado esta humedad dibujando a su alrededor una especie de aureola vaporosa.

Tanta fue la sorpresa que se detuvo en seco, con la cabeza ligeramente inclinada hacia adelante. Se olvidó de la puerta, que era de vaivén y a la que le había dado un fuerte empujón: de modo que cuando volvió hacia él no se acordó de detenerla, y la madera le dio contra la frente, con un sonoro "toc" que retumbó en todo el gimnasio. El golpe fue lo bastante fuerte como para hacerlo retroceder dos pasos, y por un momento vio todo blanco. Cuando el mundo volvió a aparecer, la puerta estaba otra vez cerrada frente a él. La abrió por segunda vez, ahora sin soltarla, y se deslizó adentro. Lo que había visto antes seguía ahí, exactamente igual. Fue hacia la chica en el suelo frotándose la frente, donde empezaba a formarse un chichón.

Cuando estuvo sobre ella la reconoció: era Jessica, una de las "socias" más constantes de la mañana, y de las más madrugadoras, aunque no tanto como él. Le extrañó no haberla reconocido antes, siendo que la veía todos los días. Pero, pensó, el contexto lo es todo en el reconocimiento de las personas, y a Jessica siempre la veía con su malla de gimnasia, montada en algún aparato, charlando y riéndose. Esta figura exánime no se le parecía en nada, aunque era ella.

Lo primero que se le ocurrió fue que había resbalado en el piso húmedo. Aunque no se veían huellas; era casi como si hubieran lavado a su alrededor. Miró atrás, y vio que sus propias pisadas sí habían quedado marcadas.

Se arrodilló a su lado para examinarla, con un gesto que ya se le estaba haciendo habitual. Jessica respiraba profunda y suavemente, como dormida. Le miró los labios: entreabiertos, sonrosados, no se movían. Con ella habría sido más agradable la maniobra de oír, y lo hizo soñar de pronto, imaginarse lo que le diría, cómo sonaría su "voz pequeña". Era hermosa… Era de veras hermosa, un sueño hecho realidad… Qué raro que no lo hubiera notado antes, siendo que la veía todos los días. Pero seguramente eso también dependía del contexto; al fin de cuentas, el sueño y la vigilia conformaban el par de contextos del que derivaban todos los demás. Le vinieron unas palabras a la mente: "la bella durmiente". Quizás esta chica era de las que cuando están despiertas están en tensión, y sólo al dormir se relajan y dejan florecer su belleza. La desnudez rosa de los párpados, de los labios, se prolongaba entre los pliegues de la única prenda que llevaba puesta, una camiseta blanca de tela liviana. Los pechos se vislumbraban, blancos y rosas. No llevaba ropa interior: el accidente debía de haberla sorprendido mientras se estaba cambiando… Pero al pensar esto Maxi miró a su alrededor, y no vio ropa, ni bolso ni nada. Además, éste era el vestuario de hombres y ella no podía haber venido a cambiarse aquí.

A falta de instrucciones, se decidió a hacer algo, por ejemplo acostarla sobre uno de los bancos largos de madera, para que no siguiera en el piso frío y mojado. Lo hizo, demorándose un poco (con la justificación de hacerlo bien) para disfrutar el momento de tenerla en sus brazos, y cuando estuvo sobre el banco ella soltó un suspiro y pareció a punto de despertarse. Como en la maniobra se le había subido la camiseta, dejándola visible hasta la cintura, Maxi se turbó un poco temiendo que tendría que darle explicaciones, y volvió a mirar alrededor en busca de ropa, o de cualquier cosa, por ejemplo una toalla olvidada, para taparla. Y entonces vio que sí había un bolso, y bien visible, en el otro banco, un bolso de gimnasia grande. ¿Cómo no lo había visto antes? Fue hacia él en dos pasos rápidos, buscó el cierre relámpago, y antes de abrir volvió a mirarla. Seguía dormida. Abrió, y revolvió en su interior. Qué raro. La ropa que contenía era de hombre: shorts, un buzo, una musculosa, unas zapatillas enormes (y ella tenía unos piecitos rosados de muñeca) y hasta desodorante de hombre, y shampú de hombre, los que usaba él… En realidad, todo le resultaba conocido, pero aun así tardó en comprender que era suyo: era su bolso, que había dejado ahí al entrar, antes de arrodillarse. Una distracción tan absurda sólo podía explicarse por su nerviosidad, y quizás por ese golpe que se había dado en la cabeza. Lo que no había impedido que por un instante barajara la extraña posibilidad de que ocultara el secreto de que en realidad ella era un hombre, o viceversa, o cualquier cosa por el estilo.

El error tuvo al menos la utilidad de demostrarle que estaba pensando mal, yéndose por las ramas. Lo que debía hacer era tratar de reanimarla, auxiliarla, y dejarse de macanas. Con esa intención fue a sentarse a su lado, y le tomó la cabeza por la nuca con una mano. ¡Qué suave era el pelo, qué impalpable!

Jessica abrió los ojos… Y eran unos ojos que Maxi en realidad nunca había visto: grandes, oscuros pero con líneas doradas que los hacían muy quietos, y ahora velados de silencio, de desconocimiento. Se dejó hundir en ellos, él también mudo y envuelto en sueño. Volvió en sí al oírle decir su nombre:

–¡Maxi…!

Sonaba sorprendida, como si fuera el último que hubiera esperado ver en ese momento.

–¡Jessica! ¿Qué te pasó? ¿Estás bien? ¿Te desmayaste?

–¿Eh? ¿Qué? – Movió la cabeza, que seguía en la mano de él, pero no se incorporó. El desconcierto se resolvió en una pequeña sonrisa. – Me desmayé, o me quedé dormida, no sé…

–¡Estabas tirada en el piso!

–Creo que me bajó la presión. No debería haberme levantado tan temprano… Es el clima. La tormenta.

–Ahora me parece que salió el sol.

–¡Pero qué estás diciendo! Si se viene el mundo abajo. Vos siempre el mismo distraído.

–No. Creo…

Los dos miraron hacia los vidrios del balcón, que estaban pintados de verde salvo una franja superior. Por la franja entraba una luz gris oscura, casi nocturna. Había un silencio sobrenatural, muy de fin del mundo. Maxi dejó vagar la mirada hasta el espejo que cubría una de las paredes, y ahí se vio, como una Pietá, sosteniendo en brazos ese objeto rosa y tibio: una mujer. Parecían flotar en un medio verdoso. Se acordó de algo.

–A Saturno le pasó lo mismo. Lo dejé reponiéndose.

–¿En serio? ¿A él también? Entonces…

–Seguro que es el clima.

–Sí… Seguro. ¿Él también?

–Estaba tirado en el piso igual que vos. – Estuvo a punto de agregar: "aunque él estaba vestido", pero se contuvo a tiempo, y dijo en cambio: -No quiso que llamara a la ambulancia.

–¡No! – exclamó ella estremeciéndose-. No es necesario, por lo menos para mí. Ya estoy bien.

Apoyó las manos en el banco para sentarse pero cambió de idea, como si estuviera demasiado cómoda en brazos de Maxi. – Dame un minuto.

–No hay apuro. – Se quedaron callados un momento. – ¿Pero por qué estabas en el vestuario de hombres?

Ella lo miraba sin entender.

–¿Cómo? – preguntó al fin-. ¿Hay vestuario de hombres y vestuario de mujeres?

–Sí… creo que sí. Yo siempre me cambio aquí.

–Yo también. ¿Hay otro?

Maxi lo pensó.

–¿Sabes que nunca me fijé? Es que vengo tan temprano, y nunca hay nadie…

Ella sacudió la cabeza con desaliento.

–No, no es eso, Maxi. Es que sos tan distraído… Vivís en tu propio mundo privado.

–No, no creo que sea para tanto. Y si fuera así, no le hago mal a nadie, ¡al contrario! – Lo decía pensando que era la segunda vez en la mañana que auxiliaba a un desmayado.

–Sí, Maxi. Los otros son tus víctimas. Vos pasás sin vernos.

–A vos te vi. Si fuera como decís, habría pasado por encima de tu cadáver, me habría cambiado y habría ido al salón dejándote tirada.

Ella no respondió. Se había distraído, pero no con otra cosa sino con él mismo. Lo miraba fijo.

–¿Qué te pasó en la frente?

Maxi se tocó.

–Me di un golpe contra la puerta.

–Tenés un cuerno enorme. ¿Contra la puerta? ¿Creíste que ibas a atravesarla, como un fantasma?

Antes de que pudiera responderle, vio que su rostro hermoso se fijaba en una mueca, y soltaba un grito.

–¡¡Aaay!! ¡Maxi!

–¡¿Qué pasa?! ¿Qué?

–¡Todo esto ya lo viví! ¡Es una repetición exacta! ¡Pero exacta, hasta el último detalle!

–¿El chichón también?

–No te burles. ¡Qué impresionante! Es un déjá-vu. Hasta saber que es un déjá-vu…

–Cuando recordás que la otra vez también habías pensado que era un déjá-vu, significa que se terminó.

–Pero no sé si en este caso se habrá terminado. Es como si persistiera, atenuado, o transformado… Es hermoso y horrible a la vez.

–Es lógico que sea dos cosas, porque es doble.

–¿Sabés por qué debió de pasarme? Porque cuando me desmayé estaba pensando en vos, y cuando me desperté, lo primero que vi fue tu cara.

No era una explicación que tuviera mucho que ver, pero de todos modos se sintió halagado. ¿A quién no le gusta que piensen en él?

–Muchas gracias.

–¿Por qué?

–Por pensar en mí. – Se ruborizó.

–Te pusiste colorado. Estás todo del color del chichón. Sos tan tímido, tan infantil. Es por eso que aquí todas las mujeres están enamoradas de vos.

–No es para tanto.

–No estés tan rojo, por favor. Parecés un ají.

Soltó una risita, incómodo.

–No depende de mi voluntad.

–Pero es todo parte de lo mismo. Un niño no sabe lo que pasa a su alrededor. A él nadie tiene que darle las gracias, porque jamás malgasta un segundo de su tiempo en pensar en los demás.

–Jessica, perdoname, pero creo que te estás contradiciendo. O uno piensa en los demás, o presta atención a lo que lo rodea. No se puede hacer las dos cosas al mismo tiempo.

–¡Qué típico de vos, que hagas la diferencia! Como si lo que nos rodea no fueran los demás. Me estás dando la razón sin querer.

Maxi no sabía cómo habían llegado a estas dialécticas, que lo confundían, así que se limitó a sonreír. Sentía latir la frente, con un tam tam casi audible. Ella entrecerró los ojos y siguió, contradiciéndose en la contradicción:

–Lo que hay que reconocer es que no sos el único. A todos nos pasa. Y nos pasa no tanto con la gente, que se las arregla para llamarnos la atención y obligarnos a pensar en ellos, y a tenerlos bien vigilados. Pero sí con las cosas y los lugares. Es como si uno viviera en un laberinto al que siempre le están haciendo reformas. Es increíble lo que uno puede llegar a ignorar. Todo.

–Yo me las arreglo bastante bien.

Ella seguía en la suya:

–¿Viste que hay gente que siempre le está haciendo refacciones a su casa, y nunca se dan por satisfechos? Así es Dios. Entre los seres humanos está tan difundida esa manía, que la municipalidad ha tenido que poner aviones para sacar fotos aéreas. Así pueden ver qué reformas han hecho, y ajustan los impuestos.

–¿En serio? – dijo Maxi.

–Y eso no es nada. Si quieren, pueden reconstruir todos tus movimientos, todo lo que hiciste durante el día, todo lo que dijiste, lo que te dijeron… Todo.

–No, no debe ser para tanto.

–Sí, Maxi, ¡qué ingenuo sos! ¡Qué poco te fijas!

–¿A quién le interesa lo que yo hago?

–Eso nunca se sabe. Cualquier cosa puede volverse importante.

Maxi lo pensó:

–De cualquier modo, cuando estás bajo techo no te ven.

–¡¿Pero qué estás diciendo?! No, me entendiste mal. No me refería a los aviones. Hay mil modos de dejar documentado lo que pasa. Todo queda registrado, de un modo u otro.

–Mm… Sí, puede ser. Con micrófonos ocultos, o cámaras.

–No. Antes de que existieran era lo mismo. Pero ahora, además, están las cámaras. Aquí mismo…

Maxi soltó la risa:

–¡No seas paranoica! ¿Quién va a poner una cámara en el gimnasio?

–No me sorprendería en lo más mínimo. Y aun sin cámara, estoy segura de que…

¿Se equivocaba Maxi, o había un asomo de lágrimas en los grandes ojos dorados que lo miraban? Se turbó, y no supo qué decir. Ella siguió:

–No sería de extrañar que ahora que el gimnasio cierra, alguien quiera saber todo lo que pasó en él, minuto por minuto, desde que abrió. Para él puede ser importante, por algún motivo. ¡Y han quedado tantos rastros! Si lo pensás bien, vas a ver que de cada cosa que hiciste quedó alguna huella. Alguien lo recuerda. Hasta cuando estabas solo, era como si hubiera alguien viéndote, porque siempre había alguien que podía calcular o deducir lo que hacías. No hay más que reunir todos los datos, y ponerlos en orden…

–Esperá un momento -la interrumpió Maxi, que se había quedado un poco atrás-. ¿Por qué decís que el gimnasio cierra? ¿Es una hipótesis?

–¿Cómo? ¿No sabés? ¿Es posible…? ¿Ves que tengo razón cuando digo que estás en la Luna? ¡Claro que cierra! Chin Fú alquilaba, y ahora le piden el local. El dueño tiene muchísimas propiedades, en todo Buenos Aires, y se las está alquilando a una iglesia evangélica para usarlos como templos. Está echando a todos los viejos inquilinos, no les renueva el contrato. La iglesia paga más, o él tiene intereses por los que le conviene hacer el cambio. ¿En serio no sabías?

–La verdad, no. ¿Y cuándo…?

–¡Ya! Quizás a estas horas el gimnasio ya es historia. ¿No notaste que hoy no vino nadie?

–Sí, pero creí que era porque es muy temprano.

–Ya no es temprano. Estuve horas dormida. Hoy ya no viene Élida. Ayer nos despedimos.

Élida era la recepcionista de la mañana, una señora muy simpática.

–No sabía nada.

–Todo el proceso empezó con la muerte de Cynthia… -dijo Jessica, pero se interrumpió al ver que Maxi no la escuchaba.

Casi por una telepatía, los dos habían tomado conciencia al mismo tiempo del cuadro que formaban. Miraron la pared del espejo. Jessica no pudo dejar de ver que estaba casi desnuda, nacarada en el centro del tenebroso resplandor verde y gris, y que la tenía en sus brazos un joven gigante enfundado en un gabán de plástico. Pero no hizo ningún movimiento por cubrirse o apartarse. Las circunstancias los habían puesto donde estaban, y podían haberlo hecho de millones de modos distintos; cualquier diferencia mínima en los hechos que habían precedido a este momento habrían dado otro resultado. Pero había sido éste. Era como si un héroe de fábula, en su aventura prodigiosa para salvar a la princesa tapiada, hubiera sido herido a la orilla del mar, y una gota de sangre, llevada por una ola, hubiera viajado a las remotas profundidades del océano hasta introducirse por los bordes entreabiertos de una ostra y producir la más única y hermosa de las gemas del mundo: la perla rosa.

Ahora se estaban mirando. Maxi y Jessica. Ella y él. Maxi era tímido. ¿Quién no lo es, en el fondo? ¿Quién no se ha preguntado, con un desaliento que supera todas las fuerzas que uno podría llegar a reunir, cuántas iniciativas tomar, cuántos gestos hacer y palabras decir, cuántos laberintos recorrer para llegar al momento en que al fin empiece a suceder la realidad? Pero cuando ese momento llegó, ya nadie es tímido: no podría serlo, aunque quisiera. Las cosas le están pasando. Se inclinó hacia ella como el cielo se inclina sobre la tierra, y la besó. Los labios tocaron los labios que nunca habían creído que fuera posible tocar, y por ese sólo hecho los cuerpos y las almas se comunicaron. Si el gimnasio no existía, todo estaba permitido. Temblorosa y apasionada, Jessica alcanzó a pensar, como desde muy lejos: "No me pidió nada, no me dijo nada. Solamente me besó". Y antes de rodearlo con sus brazos y cerrar los ojos llegó a esta conclusión: "Qué inteligente es".

VIII

Todo el día la tormenta se mantuvo en el mismo estado de inminencia, pero creciendo sin cesar; el cielo se ponía más oscuro a cada hora, la temperatura aumentaba, el aire se ponía más denso. Al crepúsculo, cuando Maxi se despertó de una siesta profunda, era una noche-día recorrida por gente que se escapaba furtivamente a sus casas.

–No te vayas lejos, que en cualquier momento se larga a llover -le dijo la madre, que trabajaba en el comedor, al verlo ir hacia la puerta. Era profesora de manualidades en un liceo, y estaba recortando unas complicadas papirolas. Maxi fue hacia la mesa y tomó una, por cortesía.

–Qué lindo. ¿Qué es? – Lo dio vuelta y se respondió a sí mismo: -Un hongo. Un plumero.

–Un abanico -dijo la madre. En realidad era un ramillete de abanicos con un sólo mango, que a su vez se abría en otro ramillete invertido. – Un abanico que se abanica a sí mismo.

–¿Esto le hacés fabricar a tus alumnas? – dijo Maxi examinando intrigado el artefacto.

–Es manualidad avanzada. Pero sí, tienen que "sacarlo". Si no, las bocho.

–Se les debe de hacer difícil -dijo Maxi, y agregó con ironía: -Pero hacés bien, así tienen algo para defenderse en la vida.

La madre se limitó a sonreír. Era un tema que debatían a menudo, el de la utilidad de la materia que enseñaba. Él abría y cerraba los acordeones de la papirola, divertido.

–¡Es lindo! ¡Me gusta!

–Mejor dejalo, Maxi, o me lo vas a romper. Un movimiento mal hecho, y lo torcés para siempre. Estas cosas no tienen arreglo.

Lo puso sobre la mesa, con la sospecha bien fundada de que ya lo había estropeado.

–¿Todavía tenés que seguir practicando? ¿No te los sabés de memoria?

–Siempre estoy inventando cosas nuevas. A veces ni yo misma sé lo que va a resultar.

–¡Cuántos papeles habrás doblado en tu vida mamá! Milagro que no se te hayan hecho callos en los dedos.

Con eso se marchó. Enfiló hacia Rivadavia, y más allá, como todos los días. El clima daba miedo, y la gente se apuraba. En dos o tres ocasiones salió de su distracción creyendo que se había largado a llover, pero eran falsas alarmas. "Si se larga, vuelvo a casa cuando esté a la altura de Bonifacio", pensó, antes de recordar que había hecho una cita, o mejor dicho dos. Cuando se acordó, sacudió la cabeza sonriendo con indulgencia hacia sí mismo: "No hay nada que hacerle. Estoy en la Luna". Pero después se dio cuenta del inconveniente. La lluvia podía echarlo todo a perder. Se encogió de hombros.

¡Qué importaba! Lo que había planeado estaba más allá de esas contingencias. Además, la lluvia no lo asustaba… ¿O sí? De pronto, no podía recordarlo. No recordaba ninguna ocasión en que hubiera llovido. Es cierto que estaba distraído y tironeado por distintas preocupaciones, pero aun así le resultó curioso que no pudiera evocar ninguna lluvia en su vida. Y sin embargo, sabía perfectamente lo que era la lluvia. "Y si no lo sé, esta noche voy a saberlo", se dijo. Tenía como excusa el hecho cierto de que hacía meses que no llovía en Buenos Aires. Y uno tiende a perder la noción de los climas que no se efectúan.

En los baldíos de la vía encontró alguien que necesitaba su ayuda. De hecho, tan atípico era el día que estuvo a punto de pasar de largo, perdido en sus pensamientos. Era una mujer, con una niña de dos o tres años, revisando en la basura y empujando un carrito de supermercado. Frenó en seco cuando ya las había dejado atrás, y se volvió. Por lo general no le ofrecía su ayuda a mujeres solas, para evitar malas interpretaciones. Pero su fama debía de haberse extendido entre los cartoneros del barrio, porque las malas interpretaciones parecían haber quedado atrás. Si había fama, tenía que basarse en un malentendido, pero no hay nada más universal que el malentendido. De todos modos, ésta era una mujer muy masculina, sin formas visibles de mujer bajo la vieja campera de nylon demasiado grande para ella; era menuda y nerviosa, seguramente mal alimentada, con un gorro de lana sobre el pelo desgreñado. Maxi se hizo cargo del carro, y ella aprovechó para acelerar sus investigaciones, casi olvidándose de la niñita, que correteaba de aquí para allá hasta que Maxi la metió en el carro.

Avanzaron un rato hacia el oeste, hasta la altura de la Plaza, y allí la mujer se metió por la puerta de servicio de un restaurante, después de darle de baja a su "caballo de tiro", con el que no había intercambiado más que unos monosílabos incomprensibles. Estaba apurada, nerviosa, lo que podía deberse al clima; lo mismo dos hombrecitos con un carro extragrande, a los que ayudó Maxi a continuación, y una familia entera con la que siguió, ya cruzando Rivadavia de vuelta. Los hombrecitos eran especialistas en cartón, y habían acopiado una cantidad enorme; a Maxi le gustaba sentir un peso realmente grande en el carro; era negocio para ellos, era plata; "salvaban el día", aunque no se iban a hacer ricos. Le encantaba sentir la transformación de algo tan liviano como el cartón en algo pesado, cuando cartón con cartón iban formando una masa.

No sabía que a partir de cierto punto dos pares de ojos lo vigilaban. Eran dos chicas, una de ellas su hermana Vanessa, con su inseparable amiga Jessica, que no lo perdían de vista, a media cuadra de distancia. Habían planeado cuidadosamente esta persecución, y no la habían suspendido a pesar de la tormenta. Estaban decididas a seguirlo hasta el final, y salir de dudas; de hecho, la maniobra terminaría con una confrontación en la que pondrían todas las cartas sobre la mesa. Ya no podían, o no querían, seguir postergando el momento de poner a Maxi de su lado en el combate con las fuerzas oscuras que las amenazaban.

Claro que debían poner en la tarea una paciencia sobrehumana. El avance de su presa era lentísimo y sujeto a toda clase de detenciones. Disimulaban mirando vidrieras, o metiéndose en zaguanes, o inclusive dando pequeños paseos hasta la esquina anterior, ida y vuelta, tomadas del brazo. No temían que Maxi las descubriera, porque sabían lo distraído que era, y lo lejos que estaba de sospechar que lo seguían. Pero tampoco podían perderlo de vista o alejarse demasiado: ya habían comprobado qué caprichoso era el itinerario, y cómo pasaba de un ciruja a otro, sin aviso ni despedida.

Para entretenerse, charlaban. Eso no era ninguna novedad entre ellas, porque su amistad estaba hecha de una conversación incesante: ni ellas habrían podido decir de dónde sacaban temas, pero nunca les faltaban. Era uno de los motivos por los que volvían a amigarse después de cada una de sus frecuentes peleas: la lengua se les adormecía en la boca, y con sus otras amigas no establecían el mismo chorro. En realidad, uno de los temas o complejos de temas más productivos era lo que les pasaba en los intervalos en los que no se dirigían la palabra. Eso hacía que los intervalos proliferaran, y ya casi no necesitaban pelearse para tenerlos: les bastaba un instante, una nada, para acumular información.

En esta ocasión no era tema lo que les faltaba. En la excitación del plan cuya realización habían emprendido, les habían quedado relatos importantísimos en el tintero, y ahora las demoras de Maxi y sus benditos cirujas les daban la ocasión de ponerse al día.

–Esta mañana -decía Jessica- me lo encontré en el gimnasio, y me di cuenta de una cosa. No lo vas a poder creer, como no podía yo, pero tu hermano no se ha dado cuenta de que yo soy yo. Es un marciano.

–¿No sabe que vos…? No entiendo.

–No se ha dado cuenta de que la "Jessica" que conoce del gimnasio es la misma "Jessica" amiga de su hermana. Para él son, es decir "somos", dos personas distintas.

–¡No puede ser! Es com…ple…ta… -Vanessa se quedó balbuceando, con la mirada perdida, en el gesto típico de alguien a quien le dan un dato asombroso, y debe revisar de apuro toda su experiencia para hacerle un lugar.

Jessica la entendió muy bien.

–Estuve todo el día haciendo cálculos, y terminé viendo que no es tan imposible. Yo voy poco a tu casa; casi nunca me he encontrado con él en tu casa, y esas pocas veces él no me llevó el apunte. Está acostumbrado desde chico a descartar a las amigas de su hermanita, y se le han hecho invisibles. Y cuando te llamo y atiende él, soy una voz en el teléfono, "Jessica", la amiga de su hermana: te llama y se olvida. El nombre sería lo último que le daría una pista, porque Jessicas hay muchas. Para él, el gimnasio debe de ser un mundo aparte, que no relaciona con lo demás, y menos con vos.

–¿Y vos nunca se lo dijiste?

–En realidad, nunca habíamos hablado mucho, él se enchufa con los aparatos, no le da bola a nadie. Hoy fue la primera vez que hablamos, y eso por un accidente que me pasó.

–¿Y se lo dijiste?

Jessica vaciló un instante:

–Mirá, te va a parecer ridículo, pero la verdad es que yo misma me di cuenta después, reflexionando. Y no sé si se lo habría dicho: es demasiado divertido, ¿no? Es como tener una personalidad secreta, sin haberse molestado en decir una sola mentira.

Hicieron unos pasos en silencio. El carrito de Maxi había dado vuelta la esquina; cruzaron a la vereda de enfrente para tomar distancia y no tropezar con él, en caso de que se hubiera quedado detenido cerca. Pero no: estaba a unos treinta metros, inmóvil, y unos chicos zaparrastrosos se afanaban desatando a toda velocidad bolsas de basura. A Vanessa le había quedado una duda, y la expresó mientras simulaban mirar una vidriera de peluquería:

–¿Por qué decís que vas poco a casa? ¡Si estamos todo el día juntas!

–¡Porque es cierto! ¿No te has dado cuenta de lo poco que vamos a nuestras casas? Yo creo que es porque vivimos demasiado cerca.

–¿Y cuando te quedás a dormir en casa?

–Bueno, sí… Es bastante increíble, pero así es tu hermano.

–¿Y cuando te metiste en el cuarto de él?

Jessica se rió. Había sido un episodio que las hizo reír toda la noche, una mezcla de sonambulismo y alucinación.

–Esa vez estaba dormido, y no se despertó.

–¡Por suerte!

Volvieron a reírse. Jessica no había recordado antes aquel incidente, y ahora no hacía más que acentuar la magia de todo el equívoco. Le hacía ver qué cerca había estado de Maxi, qué intimidad habían compartido, y cómo había podido seguir siendo una desconocida para él. Los pensamientos de Vanessa habían ido en otra dirección:

–¿No te estaría tomando el pelo?

–No, justamente porque no hablamos de eso. ¡Estoy segura, Vanessa!

–¿Se lo vas a decir?

–¿Eh?

–¿Se lo vas a decir, mañana, o pasado, en el gimnasio?

Jessica tardó un momento en comprender. Y Cuando comprendió, siguió extrañada.

–¿Decirle? ¿Que yo soy yo? No sé… No sé si hay algo que decir… Pero además, hoy vamos a encararlo, ¿no habíamos quedado así?

–Sí, cierto. Se va a dar cuenta, cuando te vea. O capaz que no.

Jessica se sobresaltó al recordar algo:

–¡Pero no va a haber más gimnasio, Vanessa! ¿No te conté? El Chin Fú cerró, definitivamente.

–¿Sí? – dijo su amiga con afectada indiferencia, que además era bastante real. Por reacción contra su hermano, y quizás también por una convicción auténtica, encontraba ridícula y malsana la costumbre de ir al gimnasio: una pérdida de tiempo. Meses atrás, cuando Jessica se anotó, le había expuesto sus argumentos en contra, y hasta habían tenido un momentáneo distanciamiento por ese motivo. Y después se había hecho un deber de no preguntarle nunca cómo le iba con los ejercicios, y cuando la otra sacaba el tema, hacía oídos sordos o hablaba de otra cosa. Ahora mismo, miró en dirección a donde Maxi había retomado la marcha, y comentó con distracción: -Mejor así, a ver si se dedican a algo más productivo.

–¡Pero Vanessa, que cierren el gimnasio no quiere decir que cierren todos los gimnasios de Buenos Aires! Hay millones…

–Uf.

–Aunque… Para decir la verdad, no es el único que cierra. De eso también tendríamos que hablar con Maxi hoy.

–¿Por qué? ¿Qué tiene que ver?

–No sé bien cómo ha sido, pero es otro de los efectos lejanos de la muerte de Cynthia. ¿Te acordás que el padre estaba metido en el negocio de las iglesias evangélicas? Después del crimen, que esa secta supo aprovechar tan bien, el tipo que la financia empezó a desalojar a todos los gimnasios a los que les alquilaba locales, y se puso a transformarlos en templos. Ahora le tocó al Chin Fú, que era de los últimos que quedaban en el barrio.

–¿Cómo es que supieron aprovechar la muerte de Cynthia? No sabía nada.

–¡Si la han hecho una santa! ¡Le rezan, le piden favores…! ¿No sabías?

–¿En serio? ¿Como a Gilda?

–¡Igual!

–¡Están locos!

Se rieron. Pero Vanessa tenía una duda atrasada. Habían seguido caminando, siempre atrás de Maxi, y ahora estaban a la mitad de una cuadra oscura. La conversación era así. Por el movimiento y las alternancias de la atención, iban quedando puntos sin resolver, a los que volvían en cualquier momento:

–¿Qué accidente?

–¿Eh?

–Dijiste que hoy habías hablado con Maxi en el gimnasio por un accidente. ¿Cuál fue? ¿Se te torció una muñeca, o te quedó una pesa colgada del ombligo? – propuso con veneno.

La ironía quedó desperdiciada, porque Jessica, al acordarse, empezó a contar con entusiasmo.

–¡No sabés lo que me pasó! ¡Casi me muero, la puta que lo parió! ¿Viste que últimamente le estaba comprando la proxidina a Saturno, el hombre del bar? Con el asunto del cierre del gimnasio, se había puesto difícil, y me pidió que fuera a primera hora, cuando no hubiera nadie. Así que hoy fui tempranísimo… ¡y podés creer que el muy hijo de puta me dio proxidina mala…!

Vanessa hizo un gesto de horror y frunció la cara.

–¿Cómo mala? ¿Falsa?

–¡Qué sé yo! Ojalá hubiera sido solamente falsa. Tuvo un efecto opuesto… no sé… empecé a sentir que todo se alejaba, en lugar de acercarse… Era como el fin del mundo, como si me cayera por un pozo. Me desmayé, y al despertarme ahí estaba tu hermano.

–Qué cagada. ¿Qué le dijiste?

–Nada. Que me había bajado la presión. Per Saturno no tenía la culpa, a él también se la habían vendido cambiada. Lo sé porque tomó, y le hizo el mismo efecto, o peor, porque le afectó el corazón. Debe de ser algo relacionado con estos cambios: el que se la vende a él es el soplón de la misma secta que se va a instalar ahí, el Pastor. Después me la cambió por otra buena que tenía de antes.

El interés de Vanessa, que había estado bastante bajo durante los últimos minutos, se reavivó.

–¿Tenés aquí?

–Por supuesto. – Echó mano al bolsillo.

–¿Es de la buena? ¿Seguro?

–No te preocupes. Ésta la probé.

Miraron en dirección a Maxi para asegurarse de que no se les escapara, y como lo vieron detenido se metieron en un zaguán.

"Ahora se drogan, las turritas", se dijo Cabezas en la oscuridad de su auto, desde el que no les perdía movimiento. No quiso ser menos, y sacó del bolsillo su propia provisión de proxidina. La tenía en un grueso botón de cristal rojo, que le quemaba la mano. No era impresión, sino una temperatura real: le habían explicado que la sustancia, en la solución de gel en que estaba dentro del cristal, producía una contigüidad de los átomos. En el reverso tenía un broche de presión de metal dorado, como el de un prendedor, pero con una aguja de cinco milímetros. Se la clavó en el lóbulo de la oreja, frunciendo apenas la cara al sentir el pinchazo, y lo dejó ahí unos segundos, mientras la droga penetraba. Por una curiosa coincidencia, en ese momento un relámpago salvaje cruzó el cielo y se reflejó de un extremo al otro del parabrisas, como un flash que fotografiara la cara abotagada del policía, su gesto de estupor, y el cristal en la oreja como un clavel de fuego fosfórico.

El éxtasis lo envolvió todo por dentro. Necesitaba eso, y mucho más. Sus viejos problemas habían venido concentrándose, y estaban haciendo crisis. La jueza que lo perseguía y se había propuesto destruirlo estaba sobre él, acumulando pruebas y documentación, y no podía dudar que el asalto final era inminente. Pero él se le adelantaría… Y lo haría gracias a estos adolescentes, instrumentos sólo a medias inocentes de su maquiavelismo.

A los cincuenta años, destruido por el fracaso, por la contaminación lenta y corrosiva del crimen, por el divorcio, por el cansancio, cuando ya todo parecía terminado… descubría que todavía tenía tiempo, poco o mucho (daba lo mismo), tenía tiempo para hacer mucho. Pero no "mucho" en general; justamente eso era lo que se terminaba, o ya se había terminado: la posibilidad general, abierta, libre. A él sólo le quedaba un camino, y nada más que uno: el Mal. Ahí era donde se abría la renovación y la acción. Había descubierto que no era demasiado viejo para eso. Cuando todo se cerraba frente a él, cuando todo se clausuraba para siempre… se abría el camino contrario, el camino tenebroso del mal, como una segunda vida. Y en este rumbo ninguna ambición o esperanza era excesiva, porque realmente podía hacer el mal en enormes cantidades, desmesuradamente, históricamente, como un monstruo sobrehumano.

Era una consecuencia de la edad, no de una disposición psicológica o una inclinación. Sólo de la edad, y de la vida y experiencia acumuladas en ella. Por un instante había acariciado otra alternativa: el amor. Pero después de pensarlo un poco, llegó a la conclusión de que era imposible. Para el amor, en cualquiera de sus formas, se necesitaba otro, y descubría que los otros ya habían quedado atrás. Esto debía hacerlo solo.

Se elevaba a alturas nunca holladas, a la cima del cosmos habitada por las grandes fuerzas que lo movían todo, más allá de la vida. ¿Quién había dicho que era un mero policía corrupto? Y si lo era, ¿qué? Aun persistiendo en la más mezquina de las formas, aun siendo apenas un manojo extraviado de átomos de policía, podía canalizar las potencias supremas del mal, y crear un nuevo universo, una nueva ciudad para él, la ciudad oculta, de la que sería el rey y dios.

Estallaban los cielos, giraban sus luces enloquecidas, el gas divino se encendía en fuegos helados y las gargantas negras dejaban escapar sus rugidos, a los que les hizo eco un gemido de exaltación que explotó en los labios de Cabezas.

IX

Maxi siguió encabezando esta procesión inconexa largo rato, dando una cantidad de vueltas que parecían no terminar nunca, pero al mismo tiempo se iban acelerando. Al fin emprendieron la retirada, dando por cerrado el capítulo de la basura. Una vez que pasaron Directorio, toda la familia ciruja se subió al carro, y el grandote de tiro empezó a trotar por el laberinto oscuro del Barrio Municipal, siempre por las callecitas que apuntaban a la villa. Los perseguidores veían su perfil sudado cuando pasaba bajo los faroles de las esquinas. Iba con la boca abierta, seguramente jadeando, y tan concentrado que ni una sola vez miró hacia atrás. Lo que fue una suerte porque el frecuente fogonazo de los relámpagos ponía en evidencia la silueta de las dos chicas, que iban media cuadra atrás y en ese sector ya no tenían dónde esconderse. Ellas a su vez estaban tan preocupadas porque él no las descubriera que no volvieron la vista en ningún momento y no vieron el auto que cerraba la marcha, en primera y frenando en cada esquina. Por lo demás la calle estaba desierta, y cuando cesaban los relámpagos la tiniebla se espesaba. Se había alzado un viento sólido, en todas direcciones, desordenado. Las plantas de los jardincitos se agitaban como locas y soltaban hojas y pimpollos como los dados de un jugador frenético.

De pronto, en un paroxismo de truenos y rayos, se largó el aguacero. Millones de litros de agua cayeron juntos, en marejadas negras que arrastraba el viento y chocaban con sonoros bofetazos. Vanessa y Jessica quedaron espantadas viendo que el carro allá adelante se lanzaba a la carrera. Se les escapaba, y ellas quedaban a la intemperie. No tenían dónde refugiarse… O eso creían. En ese momento la luz de dos faros las cubrió, y oyeron un rugido, distinto al de la tormenta, acercarse a ellas casi hasta tocarlas: era la acelerada rabiosa de un auto, y luego el chirrido de los frenos. Jessica dio un salto para evitar el golpe de una portezuela que se abría.

–¡Suban! – gritaba una voz urgente desde adentro.

Las dos chicas chillaban como poseídas, y sus notas agudísimas se enroscaban y confundían en los torrentes, aunque cada una lo hacía por distinto motivo: Jessica porque la tormenta, aunque tan anunciada, la había puesto positivamente histérica, Vanessa porque a la luz verdosa de los cuadrantes del tablero había reconocido la cara bestial que se estiraba para mirarlas desde abajo: ¡era el hombre horrible de la entrevista, el perseguidor que la había estado acosando en sus peores pesadillas! Tan inesperado le resultaba, y a la vez tan espantosamente oportuno, que todo su ser se contraía en un espasmo de terror, y lo veía como a un estegosaurio sanguinario asomando el cuello pedregoso de un lago de petróleo, la noche del fin del mundo. A la renovación de sus gritos respondía el cielo con nuevas crepitaciones de rayos, y respondía Jessica con alaridos que volvían a potenciar los de Vanessa, porque los creía provenientes del mismo reconocimiento. Y sobre sus notas en el extremo de la escala se apoyaban, en un bajo ronco, los gritos iracundos de Cabezas:

–¡Suban, cagonas de mierda! ¡Suban, la puta que las parió, o las cago a tiros! – Y como si tuviese realmente intenciones de hacerlo empezó a darse manotones en el pecho, a la altura del sobaco, pero la nerviosidad general (y contagiosa) lo traicionó y se cayó de boca sobre el asiento del acompañante. Cuando levantó la cara, de inmediato, estaba más horrible y descompuesta que antes. Y cuando sacó la mano de abajo del cuerpo y la extendió casi hasta sacarla del auto y tocar a las chicas, no empuñaba una pistola sino un gran botón de cristal rojo al que bañó la lluvia y los relámpagos arrancaron chispas escarlata.

–¡¡Subaaaan!!

Ya fuera por la sugestión fascinante del rubí, a cuyo alrededor la lluvia parecía hacerse más líquida, o por miedo a la ira de ese loco, o porque realmente no tenían dónde meterse y se estaban empapando, las chicas subieron. Tanto las habían venido previniendo, durante todas sus vidas, contra la tentación de subir al auto de un desconocido, que resultaba de una imprudencia injustificable que lo hicieran ahora. Pero es bastante frecuente que uno haga justamente lo que no debía hacer, descartando con un automatismo infalible todas las opciones razonables o convenientes. Además, y aquí estaba lo realmente curioso del caso, éste no era un desconocido. Quiso la mala suerte que Vanessa quedara en el medio, apretada entre el policía y su amiga, detalle que después les serviría para reprocharse mutuamente la mala idea de subir al auto: Vanessa diría que había subido "empujada" por Jessica, quien con toda inocencia juraría que ella sólo había subido imitando a Vanessa, siguiéndola. Lo cierto es que Cabezas pasó el brazo por delante de las dos, cerró la portezuela de un golpe, al tiempo que pisaba a fondo el acelerador y soltaba el embrague. El auto arrancó de un salto.

–¿Te acordás de mí?

Vanessa buscó la voz en el fondo de la garganta, y al fin la encontró:

–Sí. Sos el padre de Cynthia.

Que lo tuteara no tenía nada de extraño: eran los modales típicos de alumna de colegio de monja.

La cara de Jessica, en la oscuridad, se desfiguró en una mueca de asombro. Ella había conocido al Ignacio Cabezas padre de Cynthia, y no era éste. Creyó que Vanessa se había equivocado. Pero al oír que él decía:

–Exactamente -pensó de inmediato que debía de ser el padre de otra Cynthia, y como sucedía que tenían una condiscípula en el colegio, distinta de la muerta, que también llevaba ese nombre, supuso que se trataba de ella. Sea como fuera, se tranquilizó de que fuera un conocido, y casi se sintió cómoda, sentimiento que iba a durarle muy poco.

–¿Adonde iban, con esta tormenta?

–Volvíamos a casa -dijo Vanessa.

–¡No mientan! ¿Te creés que me chupo el dedo?

–Te juro…

–¡No jures en vano, mosca muerta! Estaban siguiendo a tu hermano.

Intervino Jessica, no tanto por ayudar a su amiga como porque no le gustaba quedar al margen de las conversaciones:

–Teníamos curiosidad por ver qué hacía, o hasta dónde iba con los cartoneros.

–¿Justo esta noche? ¿Con la lluvia?

–¡Cómo íbamos a adivinar que se iba a largar!

Era una buena respuesta, y se quedaron en silencio un momento. El auto corría sobre un mar agitado (las calles se habían inundado) levantando grandes biombos curvados de agua a los lados. Lo conducía con seguridad doblando en las esquinas, a toda velocidad, como si estuviera en el Autódromo.

–¿Adónde vamos?

–No se preocupen: lo vamos a estar esperando cuando llegue. Porque yo sí sé adonde va.

–¿Lo conocés a Maxi?

–Ustedes me lo van a presentar. Tengo ganas de hablar dos palabras con él.

Con lo cual todo se explicaba satisfactoriamente, y sólo quedaba esperar a los acontecimientos. Los limpiaparabrisas barrían del vidrio gruesas masas de agua, sin mejorar mucho la visión. Al otro lado de los semicírculos que se hacían y borraban todo el tiempo las formas eran vagas y cambiantes, y las luces desaparecían tragadas por el torbellino general. Por eso las dos chicas abrieron los ojos como platos cuando la carrera, siempre acelerando, desembocó en lo que parecía un espacio abierto y vieron adelante un resplandor de amanecer que subía hasta las nubes. Se sintieron cegadas, se llevaron las manos a los ojos. Era un circo de luz amarillo, más bien una cúpula, hecha de puro aire nocturno encendido, en el que mil millones de puntos móviles formaban una textura dorada, de maravillosa profundidad.

–¿Qué es eso? – gritaron.

–Es la villa -dijo Cabezas.

–¿Son abejas? – preguntó Vanessa.

–¡No, boluda! – le dijo Jessica-. Son las gotas.

Cuando bajaron la vista de ese prodigio, encontraron que estaban en una anchísima avenida (jamás se les habría ocurrido que era la misma calle Bonorino donde vivían), enteramente inundada. Era un lago rectangular, con la superficie arremolinada por los vientos y agujereada por la lluvia. Por supuesto, se había borrado la diferencia entre calle y vereda, todo cubierto por igual por el agua. De todos modos, daba la impresión de que a la derecha no había vereda sino una ancha explanada para camiones porque de ese lado no había casas sino sólo un larguísimo paredón. Y en medio de ese espacio desolado, bajo la lluvia, una figura inmóvil. La vieron los tres al mismo tiempo, y aunque la vieron oscura y borrosa al otro lado de los vidrios cubiertos de una espesa capa de agua, los tres creyeron reconocerlo.

–¡Ahí está! – gritó Cabezas girando el manubrio con toda la fuerza de los brazos-. ¡Qué les dije! ¡Qué rápido llegó, el desgraciado!

Pero ahora que iban en su dirección y lo iluminaban los faros, le vieron algo raro, y hasta Cabezas tuvo que reconocer que era imposible que les hubiera ganado, viniendo a pie. Fue Vanessa la que lo reconoció:

–¡Es el Pastor!

Al mismo tiempo Jessica, en una recuperación de su histeria no apagada del todo, gritó:

–¡Cuidado! ¡No lo vaya a atropellar!

Las dos exclamaciones entraron simultáneamente en la conciencia de Cabezas, y tuvieron la virtud de ponerlo pensativo. Además, soltó el acelerador y pisó el freno, y al ver que el auto no respondía tan bien como lo hubiera hecho en suelo seco, giró el volante de un manotazo. Terminó deteniéndose justo al lado del individuo, que estaba hecho sopa, evidentemente resignado a mojarse; era joven, regordete, muy oscuro de piel, con rasgos de colla. Trataba de ver quién venía en el auto, pero se lo impedían los vidrios polarizados y el deslumbramiento que le habían producido los faros, y en la incertidumbre mantenía una actitud de cortés expectativa. Por lo visto había estado esperando a alguien, y debía de sospechar que no venía en este auto.

–Así que éste es el famoso Pastor-dijo Cabezas-. El que les vende drogas a todos ustedes. ¡Con razón te dio tanto miedo que fuera a pisarlo!

–¡No! – exclamó Jessica-. Yo lo dije por humanidad nomás. ¡Es la primera vez que lo veo!

–¿Y vos?

–Lo conozco de vista nomás. Va siempre a la comisaría de la cuadra de mi casa… ¡Nunca le compré nada!

La mente de Cabezas funcionaba a toda máquina, como si hubiera tomado la posta del motor del automóvil, ahora que éste se había detenido. Era como si se hubiera sacado el premio mayor de la lotería, con este hallazgo casual. Pero también descubría cuánto ignoraba. ¿De modo que sus colegas policías estaban en tratos con el Pastor? ¡Buen momento para enterarse! Con la excusa de usarlo de espía se estarían metiendo en el negocio, a espaldas de Cabezas, a quien habían simulado cederle tácitamente ese terreno, sólo para que se embarrara inútilmente, sin encontrar las claves, y poder usarlo, llegado el momento, como chivo expiatorio. A espaldas de él… y de la jueza, a la que habían lanzado tras sus pasos, sabiendo que no conducían a ninguna parte.

Pero ahora un golpe de suerte, el más inesperado y fantástico, lo ponía justo donde nadie lo quería ni sospecharía que podía llegar por sus propios medios: en el centro mismo de la acción. Porque adivinaba que este espantapájaros no estaba aquí mojándose por casualidad. La tormenta debía de ser la señal que habían estado esperando los bolivianos para la gran operación. O quizá no. Quizá se trataba de cualquier otra cosa. Pero eso no importaba: a fuerza de acción él podía hacer que las circunstancias se acomodaran a cualquier formato. Sólo tenía que cobrar la recompensa por su decisión triunfante de ser malo, o de ocupar lo que le quedara de vida como un líquido ocupa un recipiente, es decir con el hiperplástico del mal.

Abrió la portezuela y bajó. Estaba jugado. Mojarse era lo de menos.

–¡Viva Jesucristo! – gritó a todo pulmón, para hacerse oír sobre los truenos y el estallido de la lluvia.

–Viva, hermano.

–¿Dónde está? – El Pastor lo miraba con la boca abierta, y como era más bajo y debía mirar hacia arriba, se le llenaba la cara de baldazos de agua, – ¡Rápido, dónde está! ¡Que nos vienen pisando los talones!

–¿Pero a vos quién te manda?

De todas las cosas verosímiles que podría haber dicho, Cabezas prefirió lo único concreto y visible que tenía a mano. Por casualidad acertó con lo justo para engañarlo:

–Ellas me trajeron -y señaló adentro del auto. El Pastor se inclinó un poco y vio a la luz de los relámpagos las dos caras pálidas que lo miraban. Reconoció a Vanessa.

–Está en la diecisiete del patito -dijo con evidente alivio- Pero está bien…

Ahí Cabezas cometió su gran error. Fue comprensible: la Comisaría Diecisiete estaba a las órdenes del comisario Cuá, cuyo apellido sonaba como el "cuac" de un pato. Creyó que el otro se refería a eso y preguntó, con la mejor buena fe:

–¿Y cómo hacemos para sacar la merca de una comisaría?

Al comprender la enormidad del malentendido, el Pastor dio un paso atrás y su cara se transformó.

–¡Vos no sos el padre! ¡Sos un cana!

Y ahí fue su turno de cometer un error fatal. Se llevó una mano al bolsillo. No era para buscar nada. Era un gesto. Le venía de su profesión de predicador, en la que había aprendido, que cuanto más absurdo e inmotivado es un gesto, más efecto causa en la recepción de un discurso. Cabezas, creyendo que iba a sacar un arma, ya había sacado su pistola y le metía dos tiros en el pecho. El Pastor cayó hacia atrás, como un tronco más en el gran charco. No había terminado de hundir la nuca en el agua cuando ya Cabezas estaba al volante del auto, y aceleraba ferozmente, sin oír los chillidos de sus dos pasajeras, ni el silbido escalofriante de los rayos, ni los martillazos de la lluvia sobre la capota del auto, ni las sirenas de los patrulleros que llegaban a la escena del crimen. Por el momento, sólo quería irse, y si hubiera tenido cerca el borde del universo, la orla negra, habría apuntado la trompa del auto hacia ella y se habría precipitado.

X

El cadáver no se había enfriado todavía (pero sí había empezado a flotar) cuando desembarcaba en la explanada una impresionante escuadra de patrulleros último modelo, que salían de la Bonorino angosta a toda velocidad, en fila, con las sirenas en un ostinato de desgañitarse y las luces en la capota girando sin respiro. Los que venían atrás se adelantaron en una agónica acelerada mientras los de la vanguardia ya frenaban. Quedaron todos formando un amplio semicírculo frente al muerto. Durante un momento nada se movió, salvo las luces azules que giraban en las capotas. La lluvia seguía azotando esa meseta urbana. Daba la impresión de que resbalaba sobre la gran cúpula de luz al fondo, y venía a hinchar la marejada negra que confluía sobre el cadáver.

El primer movimiento se produjo en el auto que había quedado en el centro: se abrió una puerta. Un instante después, se abrían las puertas de todos los otros autos. Pero no salía nadie. Las puertas quedaron bamboleándose en el vacío. Podría haberse pensado que si ahora volvía a cerrarse la puerta del auto central, se iban a cerrar todas las otras imitándola. Pero no fue así. Asomó una pierna. Era una pierna de mujer: gorda, corta, pero muy bien formada. Media de reflejo perlado, zapato de cuero rojo, con un taco aguja de quince centímetros por lo menos. De todos los otros autos asomaron piernas, una por puerta: pero de hombre, con pantalón azul reglamentario, bota negra lustradísima. Igual que la primera, todas quedaron vacilando un instante en el aire, casi horizontales, como si dijeran, suponiendo que un pie pueda decir algo: "¿me meto en el agua?" De cualquier modo, todas quedaron empapadas al instante; más que mojadas: amasadas, estrujadas, por la lluvia.

Pero el zapatito rojo se hundió, y le siguió el otro, y de pronto, en un solo movimiento fluido (todo había sucedido en dos o tres segundos, lo que no le quitaba cierta majestuosidad coreográfica), había una mujer de pie junto al auto. Era la jueza implacable y temida, la doctora Plaza. La lluvia, una vez más, se encarnizó con ella. De cada uno de los autos habían salido policías, y todos miraban lo que miraba ella, respetuosamente.

Era una mujer muy pero muy baja, obesa, de entre cuarenta y cincuenta años, teñida de rubio pero oscura de nacimiento, con rasgos de india, o quizás de mulata. Muy segura de sí, bien plantada, autoritaria, delicada. Se había ganado su fama en buena ley. Metía miedo. Su personaje era un favorito del periodismo sensacionalista, y a través de él de un vasto público que reclamaba una justicia dura, activa, libre de las restricciones de la toga y el infolio y que saliera a la calle a presentar batalla al crimen en su propio campo.

A la doctora Plaza, algunos liberales recalcitrantes le reprochaban, en voz baja y dentro de discretos ámbitos de la torre de marfil, que fuera "mediática". Pero ese rasgo no les habría impedido aceptarla si fuera más presentable, menos sintonizada con los instintos más sanguinarios de la plebe. En realidad, tenían un motivo muy bueno para aceptarla, y era que ella escogía infaliblemente sus presas en el corazón mismo de esa masa que la había encumbrado. Y podía confiarse en que con ellos sería salvaje como un gato montés, insistente, rencorosa, malísima. No se le escapaba uno. El público aplaudía, y pedía más. Es curioso que a ninguno de esos ciudadanos que seguían sus hazañas sentados frente al televisor se le ocurriera nunca, ni remotamente, que podía llegar la ocasión de que la jueza lo persiguiera a él. A fin de cuentas, en la confusa vida moderna de las grandes ciudades, uno puede quedar en una postura sospechosa, y la jueza no era de las que se molesta en buscar pruebas, confrontar testigos o dar garantías; ella destruía, aniquilaba, y lo hacía a partir de la menor suspicacia, del rumor. Era de temer, pero nadie la temía. Eso podía deberse a su condición de personaje mediático. Los villanos que perseguía ya habían sido "mediatizados" también, o lo eran desde el momento en que ella intervenía, y toda la operación quedaba en el reino de las imágenes. ¿Cómo se iba a sentir aludido el televidente en su realidad física? En ese caso, habría dado lo mismo que creyera que lo iban a llamar realmente de un programa de premios y le iban a dar millones, o autos, o viajes al Caribe. Y nadie espera que eso vaya a pasarle. Se dice que la televisión ha afectado la vida de la gente, pero la verdad es que la vida ha logrado mantener su autonomía.

Estaba con el agua casi hasta las rodillas, que en su caso estaban más cerca del suelo que en el común de los mortales. Avanzó. Sus hombres se movieron en bloque hacia ella. El cuerpo de la Policía Judicial a sus órdenes era un grupo de élite: hombres experimentados, intocables, cimentados en una mística de samurais, ciegos en su obediencia a la Jueza, que les había pagado su lealtad equipándolos con el armamento más moderno y sofisticado, y dándoles una libertad de acción de la que ellos sabían sacar provecho. La leyenda quería que cada uno de los hombres de la Jueza tuviera mil revólveres.

El cadáver flotaba en el vórtice de la atención general: la de la Jueza y la de todos los demás en consecuencia. Era más que atención. Sus hombres nunca la habían visto así -aunque no la miraban. El punto flotante en el agua oscura lo reflejaba todo.

Una de las declaraciones más famosas de la Jueza, y de las peor entendidas, había sido que su única intención era dejar el mundo, al fin de su breve estada en él, enriquecido con algo que el mundo no hubiera tenido antes. Parecía una tontería, una de esas cosas que se dicen para salir del paso, pero tenía su complicación. Por un lado, poner algo nuevo en el mundo no es tan fácil: sería como traer una piedra de la Luna, salvo que tal como están las cosas, la Luna ya está en el mundo. Y ella no se refería tanto a una combinatoria nueva de elementos ya presentes, o un cambio de lugar de una cosa, sino a algo de veras nuevo, un elemento nuevo, con el que, si alguien quería, podía hacer combinaciones viejas. Y por otro lado, era un deseo extraño en un magistrado; la justicia funciona como una suma cero, se diría que debe dejar la situación con la misma cantidad de elementos, exactamente, con que la encontró, y que ahí está la esencia de su trabajo. Lo de agregar algo nuevo es más propio del arte.

En cambio a nadie podía extrañarle que hablara de la brevedad de la vida. Era una mujer joven (unos cincuenta años, bien conservada) pero estaba en el centro de la acción, en la precisa línea de las balas. Cientos de malhechores se la tenían jurada, y en esos casos todas las precauciones son pocas. En ese instante tremendo, en la explanada inundada, cada uno de sus hombres pensó al mismo tiempo: "Van a tener que matarnos a todos nosotros para llegar a ella". Y al mismo tiempo, sabían que alguien había llegado a ese inconcebible otro lado de la muralla.

Los relámpagos se multiplicaron. La tormenta no había amainado, al contrario. La capa de agua se sacudía hacia arriba y abajo con furia, y sobre ella, como sobre una cama eléctrica en cortocircuito, el cadáver bailoteaba, se arqueaba, se revolcaba, como un dormido con horribles pesadillas.

"Irse del mundo, tras un breve pasaje, dejando algo, algo nuevo y distinto, que enriqueciera las vidas de los que vinieran atrás…" Sí, ¿pero para eso no era necesario morirse? ¿Y la muerte no era la destrucción de todo, tanto lo nuevo como lo viejo? El deseo de la Jueza ponía lo viejo del lado de lo individual, y le dejaba como legado a la especie lo nuevo, recuperando para la muerte, cuando llegara, el signo positivo.

Pero en este caso, nadie sabía bien cómo, la muerte se había adelantado… Justamente porque no entendían, supieron que era inminente una revelación. En ese momento desembarcó la televisión, y las "noteras", seguidas de los camarógrafos, se precipitaron chapoteando hacia donde la Jueza había empezado a avanzar, tiesa e hipnotizada, rumbo al cadáver.

Cuando la improvisada comitiva llegó a los pies del cuerpo, por uno de esos milagros de la comunicación, el hecho ya había sido "descifrado", y en las pantallas de los televisores donde se estaba transmitiendo en vivo aparecían textos sobreimpresos en gruesos caracteres rojos fosforescentes:

ASESINAN HIJO DE LA JUEZA PLAZA o HIJO DE LA JUEZA ASESINADO, o cosas parecidas. Era una noticia de verdad, de las asombrosas e inesperadas, sobre todo porque hasta ese instante nadie había sospechado siquiera que la Jueza tuviera un hijo, o que hubiera estado casada. De hecho, se la había creído una mujer sin familia ni amigos, sin vida privada; dormía en un sofá en una oficina de su juzgado, no tenía días de descanso ni se tomaba vacaciones, no se la concebía sujeta a emociones burguesas ni a vínculos convencionales. Y de pronto… Lo asombroso de esta vuelta de tuerca confirmaba su poder sobrehumano de generar noticias, y lo hacía en un "cross al corazón", revelándose madre, y madre en el trance supremo de perder a su único hijo.

Las "noteras" le metían los micrófonos en la boca, aullando preguntas apenas audibles sobre el estruendo de la tormenta. La lluvia, que caía más tupida que nunca, rebotaba en las grandes bochas negras de los micrófonos y le bañaba la cara, blanca como la cal. Los camarógrafos la apuntaban alternativamente a ella y al cadáver, y la luz intensa de los focos incorporados hacía bailotear las sombras sobre el agua.

Cualquier ser dotado de un mínimo de corteza cerebral habría podido deducir la mecánica interna del crimen. Pero con las "noteras" las cosas funcionaban de otro modo. No es que fueran tan idiotas, pero en su trabajo la verdad, para ser verdad, debía emerger trabajosamente del fondo del error. Además, era lógico: debían equivocarse en todo para hacer que se hablara más, y su función se justificara mejor. Así que le preguntaban:

–¿Su hijo el Pastor tenía verdadera vocación religiosa, o la usaba como fachada para el tráfico de drogas?

–¿Por qué su hijo cayó tan bajo? ¿En qué falló, doctora?

–¿Usted sabía de las actividades ilegales de su hijo?

–¿De quién sospecha, doctora?

Era lo más indicado para hacerla hablar. Cuando abrió la boca, se le llenó de agua, tanta era la violencia de la lluvia. Pero escupió con fuerza, y gritó:

–¡No era un narcotraficante! ¡No era un Pastor! ¡No era nada de eso! ¡Era mi hijo! Estaba colaborando conmigo en la investigación, a pesar del peligro. Era valiente, arriesgado, y supo dar la vida por la seguridad pública. Fue el primero en caer, porque estaba en la primera fila.

–¿Alcanzó a informarle lo que había averiguado, doctora?

–¡Todo! Me lo dijo todo. Ahora va a tener que matarme a mí. ¡Pero no le va a resultar tan fácil! Desde este momento tomamos la iniciativa, y va a ser él el que va a morir.

–¿Quién, doctora? ¿Sabe quién fue el responsable?

La Jueza tuvo una casi imperceptible vacilación, pero la superó de inmediato y su voz se hizo más gutural:

–¡Fue un policía corrupto, que conocemos bien! El subinspector Cabezas, de la Seccional Treinta y ocho. ¡Por sus manos pasa todo, y lo tenemos vigilado hace rato! Hasta ahora lo respeté, porque él también es padre. Desde que murió su hija supe que la herida no le daría tregua, y tarde o temprano le haría dar un paso en falso. Ahora ha cometido un error sin retorno, y caerá esta misma noche, antes de que deje de llover. Está acorralado.

–¿Es peligroso? ¿Es peligrosísimo? ¿Va a seguir matando?

–¡Es una fiera acosada, y tiene de rehenes a dos jóvenes inocentes!

En ese momento la Jueza se quebró, y un llanto incontenible le hizo inclinar la cabeza. Los camarógrafos retrocedieron un paso para tomar el conjunto, y hubo un desplazamiento de sombras en la escena. Las "noteras" retiraron los micrófonos, porque todo estaba dicho, y sabían que en las pantalla se estaban sobreimprimiendo los titulares: POLICÍA CRIMINAL PADRE DE CHICA ASESINADA. RUTA INFERNAL DE LA VENGANZA. MORIRÁN TODOS.

La pausa sirvió para hacer la obligada alternancia con la otra noticia sensacional del momento: la lluvia. Se estaba por batir el récord de precipitación, y todos los móviles que los canales tenían dispuestos por la ciudad estaban provistos de un dispositivo de bolsillo, en plástico transparente, milimetrado, para medir el nivel de agua. Pasados los cuatrocientos milímetros en una hora, las medidas habían entrado en terreno sin precedentes. Todos los canales tenían en forma permanente en un rincón de la pantalla un diagrama de este aparatito, conectado electrónicamente a los medidores reales en los camiones de exteriores. En una ciudad tan extensa como Buenos Aires solía suceder que en unas zonas lloviera más que en otras, y en este momento se daba la interesante coincidencia de que el máximo se estaba dando justamente en la explanada de la calle Bonorino. Las "noteras" no dejaron de observarlo, sobre todo porque en pocos minutos caería el récord histórico de volumen de agua en la Capital. La coincidencia estaba en que la Naturaleza se hacía histórica justo en la coordenada espacio-temporal en la que se estaba haciendo esta historia en particular.

Y había sangre en el agua. Sangre de hijo. Una sola gota de sangre, como en los remedios homeopáticos más activos, una gota, bastaba para cambiar la composición química y filosófica de la Estigia nocturna; el agua tomaba un tenebroso matiz rosado, sólo visible con los ojos de la mente en el negro generalizado.

Algunos planos casuales de la escena provocaron otras reflexiones, si bien inconscientes o subliminales, en los espectadores. Eran los que mostraban a la Jueza inmóvil bajo la lluvia, sin protección, sin paraguas. Nadie se queda así bajo la lluvia; un rasgo intrínseco del ser humano lo obliga a cubrirse. Luego, ella no era humana. Cosas como quedarse impávido bajo un aguacero, sólo se hacen en las películas. La historia se daba una nueva vuelta de tuerca.

En los canales la actividad era frenética. Ya habían encontrado fotos de Cabezas en sus archivos digitalizados, y las estaban intercalando en la emisión en vivo. Era una cara horriblemente deformada por la electrónica, una cara sin explicación. Cada segundo que permanecía en la pantalla se deformaba más. Seguramente porque en el apuro no habían encontrado una foto de él, y se las habían arreglado con un retrato hablado. Y los archivos seguían mandando imágenes: una foto carnet de Cynthia Cabezas, escenas de su funeral, con las alumnas de la Misericordia, y sus padres llorando. Y de inmediato: viejas fotos de Cabezas y la jueza Plaza, en un local nocturno, jóvenes, con sendas copas de champagne en las manos, el Pastor predicando en una asamblea, la Jueza con su hijo de pocos meses de vida en brazos, Cynthia niña en una playa con sus papás… Y la lluvia nocturna, la ciudad vista desde los helicópteros que habían enviado todos los canales, un océano de confusión, sobre el que volvía a dibujarse, espectral, la cara de Cabezas, que parecía hacer muecas… Una fiestita de cumpleaños de diez años atrás, con Cynthia y el niño que después había sido el Pastor en la cabecera, con sombreros de papel… Era otra vez el tema de la brevedad de la vida, en el mundo de las imágenes. La fantasía que sobrevolaba a los teleespectadores en ese momento era una exacerbación de la brevedad de la vida: un viajero intergaláctico que desembarcara en un mundo extraño, sin protección alguna (¿qué protección podía tener?), y en ese mundo las condiciones ambientales hicieran imposible la vida: estaba condenado, evidentemente, moriría en unas décimas de segundo, podía decirse que ya estaba muerto… Pero mientras tanto estaba vivo, estaba desembarcando en el mundo, en la realidad horrenda del mundo. Y ese "mientras tanto" era todo.

XI

A todo esto, Cabezas con sus dos pasajeras no habían ido muy lejos. El borde del mundo, al fin de cuentas, estaba demasiado apartado, era inaccesible dentro de la vida, y en realidad, pasado el primer momento de pánico, no se había propuesto llegar a él. Dio la vuelta por atrás del Cementerio, y del Hospital Piñeyro, y tomó hacia el este por la avenida del Trabajo. El terreno bajaba precipitadamente hacia lo que bien se llama "el Bajo" de Flores, y cuando el agua subió por encima de las ruedas descubrió que, al no poder avanzar a toda velocidad, se desvanecían sus ganas de seguir avanzando; le daba lo mismo detenerse. Quizás, pensó, le convenía tomar una decisión antes de alejarse mucho. O quizás era menos racional que eso: algo le impedía, todavía, salir del círculo en el que estaban pasando las cosas. Había mucho sin resolver todavía, y tenía menos probabilidades de resolverlo lejos que cerca. De modo que frenó en la esquina de Carabobo y les señaló a las chicas la pequeña pizzería:

–Vamos a tomar un café y tranquilizarnos -les dijo como si hubieran salido a dar un paseo. Como las vio demasiado paralizadas para reaccionar, improvisó un detalle verosímil: -De acá pueden volver a sus casas a pie, cuando pare.

Nada parecía más lejano que el fin de la lluvia, pero sonaba plausible. Bajaron corriendo y se metieron. El local estaba vacío, salvo una parejita tomada de las manos que hablaba en susurros y miraba alternativamente las ventanas y el televisor colgado sobre la puerta. Se sentaron a una mesa y clavaron la vista en la pantalla. La función estaba empezando.

Lo vieron todo. Tan embobado estaba Cabezas con lo que pasaba en la televisión, y con sus propios pensamientos, que las chicas habrían podido irse sin que lo notara, pero de pronto era como si no tuvieran ningún apuro. Seguía lloviendo con tanta fuerza como antes, y no se querían mojar; en el estado en que se encontraban, una consideración tan banal como ésa tenía más peso que la idea de estar en manos de un criminal cuya peligrosidad les confirmaba la televisión. Y además, justamente, no querían irse para no perderse nada de los apasionantes sucesos que estaban viendo.

Cuando la Jueza lo nombró, Cabezas, aunque se lo esperaba, no pudo reprimir un susurro: "¡Qué guacha!". Pero lo que siguió fue más asombroso.

Era evidente que lo confundían en serio con el padre de Cynthia Cabezas, y que se habían hecho toda una novela a partir de ese dato falso. Desde hacía tiempo lo perseguía la vieja idea, tan común en los perseguidos, de que "lo tomaban por otro". Al oír a la Jueza y ver las imágenes de archivo que empezó a descargar el canal, esa idea tomó proporciones monstruosas: no meramente grandes, sino deformadas. Porque no se trataba de que lo tomaran por otro y dejaran de lado su verdadera identidad, sino que lo tomaban por otro a él mismo, bien identificado. Si hubiera tenido más espíritu deportivo habría podido decir que se lo tenía merecido, porque él mismo había puesto en marcha la confusión. Pero no estaba para esas finuras.

A medida que se sucedían las imágenes veía impotente cómo el error se consolidaba y se extendía. Empezó a preguntarse hasta dónde podía llegar. ¿Podía llegar a dar toda la vuelta, hasta morderse la cola de verdad que iba dejando cada vez más atrás? Para hacerlo cesar en su expansión, habría que obligar al mundo entero a hacer silencio… Y la humanidad no iba a dejar de hablar. No valía la pena intentar una rectificación. Una vez emitido, el malentendido no admitía el retroceso. Había que apechugar y seguir adelante improvisando. De un modo u otro, las cosas terminaban arreglándose, en una especie de misterio. Aun así, sentía un gran desaliento, en el que participaba la insistencia feroz de la lluvia, en la pantalla del televisor y al otro lado de las vidrieras de la pizzería. El agua seguía subiendo. Era el mar del error: el mundo. Y él quedaba obligado a ir más allá, cargado con todos los solipsismos de un pensamiento sin rigor, de una acumulación de datos puramente televisivos, casual como la sucesión de episodios de un sueño, obligado a huir hacia adelante, ¿hasta dónde? ¿Qué iba a ser de él? ¿Sería un eterno fugitivo, sin poder mirar nunca más hacia atrás? Su desmoralización crecía y tomaba un sesgo de fatalidad mineral. Esa línea de razonamiento lo llevó a pensar que lo suyo era irremediable: sólo lo humano tenía remedio…

Mientras tanto en la explanada los acontecimientos volvían a tomar impulso, después de la pausa impuesta por el respeto al dolor de la madre. Las cámaras volvían a enfocarla, y ella retomaba su carácter guerrero. Se iniciaba la caza del hombre: la Jueza y todos sus hombres desaparecieron dentro de los autos, en uno de los cuales metieron el cadáver, y todos partieron creando furiosos oleajes por el gran lago agitado que era la avenida. Los comentarios jadeantes de las "noteras", que los seguían en los camiones de los distintos canales, explicaban que el objetivo era la Villa vecina, que seguía coronada por la gran cúpula de luz. Según la televisión, que nunca se equivocaba porque era la acción misma, la Jueza había dado órdenes a sus samurais de rodear la Villa en todo su perímetro, y ella misma se disponía a entrar abriendo la marcha, cuando el cerco se hubiera completado, armada hasta los dientes, a matar o morir.

Se preparaba un espectáculo memorable. La emisión se había cargado con la expectativa de millones de televidentes enganchados en tiempo real. La lluvia ya había superado todos los récords, y seguía descargándose en cantidad y violencia cada vez mayor. La Villa debía de estar inundada, pero la acción se precipitaba igual, sin esperar a que la situación volviera a la normalidad. La lluvia apocalíptica se volvía telón de fondo de la aventura: los hombres actuarían sobre ella como si no existiera.

Y la lluvia era el puente sobre el que se deslizaba el sentido de la aventura: porque llovía tanto sobre el escenario de los hechos como sobre las casas de los que seguían la transmisión, golpeaba los techos y las paredes, se insinuaba por abajo de las puertas… Cabezas hizo un movimiento en la silla y notó que estaba pisando agua. El suelo de la pizzería estaba cubierto. Afuera las calles eran un mar: el agua ya llegaba a la altura de las ventanillas del auto estacionado frente a la puerta. El fogonazo de los relámpagos iluminaba el paisaje dos veces por minuto.

Un corte: tomaban la posta los helicópteros, que ya habían llegado al lugar y sobrevolaban la Villa. La vista se hacía vertiginosa, por la altura, el movimiento y la oscuridad. Había sido una hazaña, los locutores no dejaban de ponerlo en evidencia, llegar por el aire con semejante clima, desafiando la lluvia, los vientos encontrados y las descargas eléctricas. Las aspas giraban en una masa de agua casi sólida. Los cabeceos incontrolables provocaban movimientos de cámara en los que se veían planos de ciudad nocturna verticales o inclinados, a veces puestos de cabeza… También se veían los otros helicópteros empeñados en la misma misión, y podía apreciarse todo lo que la tormenta hacía con ellos; MISIÓN SUICIDA PARA INFORMAR, decían los carteles sobreimpresos, que no dejaban nada librado a la imaginación.

Aun así, las cámaras montadas en los aparatos volantes apuntaban con insistencia hacia abajo, y pudieron dar vistas cenitales de la Villa, desde unos doscientos metros de altura en perpendicular a su centro. Allí estaba todo el círculo dibujado en las famosas luces superabundantes, cada foquito una señal parpadeante y fija en la tiniebla saturada di lluvia.

Más allá de lo especial de la situación, el espectáculo tenía un interés intelectual o estético. Nadie había visto antes la Villa desde ese punto de vista, es decir, en su forma íntegra. Era un anillo de luz, con radios muy marcados en una inclinación de cuarenta y cinco grados respecto del perímetro, ninguno de los cuales apuntaba al centro, y el centro quedaba oscuro, como un vacío. Esas tomas "geométricas" duraban poco, por las sacudidas de los helicópteros, y además las intercalaban con la transmisión desde tierra, donde los patrulleros corrían perseguidos por los camiones de exteriores, como anfibios, posicionándose alrededor de la Villa. Pero a cada una se precisaban más. La base de luz del anillo no era homogénea, sino formada de serpentinas y firuletes, en una profusión de pequeñas figuras que el ojo habría necesitado más tiempo y tranquilidad para descifrar.

Y entonces, de pronto, un gemido atónito escapó de los labios de Cabezas. Había tenido, y nunca tan bien llamada, una "iluminación" repentina, y el enigma que durante años se le había hurtado se resolvía, entero y satisfactorio. Todo el servicio se lo había prestado la toma desde arriba, el "mapa eléctrico" -y las correspondientes sinapsis en su cerebro, por supuesto. Y un poco también había contribuido la transmisión que estaba mirando: el estilo de los canales de noticias, con la superposición de imágenes y carteles, tendía a la redundancia, o más bien a hacer la redundancia lo más completa posible. Y una vez completado el cuadro, se revelaba lo obvio que era todo, lo imposible que era no comprenderlo. Cuando uno se ponía en esa sintonía de onda, sus propias imágenes mentales se cubrían con las palabras correspondientes y no se necesitaba más para proyectar un máximo de luz sobre los viejos misterios. En este caso, el cartel que se encendió en la conciencia de Cabezas decía LAS FIGURAS DE LUCES SIRVEN PARA IDENTIFICAR LAS CALLES DE LA VILLA. Esas guirnaldas caprichosas de foquitos a la entrada de cada calle en ángulo, todas distintas, eran los "nombres" de las calles, un lenguaje cifrado que habían venido usando los narcos, a la vista de todo el mundo, para guiar a los compradores. Una consigna fácil de retener ("el cuadrado", "el triángulo", "las paralelas", "la cabellera"), que se cambiaba todas las noches, o varias veces por noche, y se transmitía por el celular cuando el auto ya estaba dando vueltas a la Villa, y no había modo de equivocarse. Era así como habían sacado la proxidina, bajo las narices mismas de la policía, y habían burlado todo intento de interceptar el tráfico.

Había tenido que verlo desde el aire, desde donde no lo veía nadie nunca, como los dibujos de Nazca, para darse cuenta. No era imposible que los narcos villeros, en su mayoría bolivianos y peruanos, se hubieran inspirado en aquella forma artística precolombina, electrificada para ponerla a tono con la época, o que la hubieran traído como técnica de comunicación ancestral cuyo secreto no habían perdido nunca.

Y no sólo se le revelaba el sistema en general, en su abstracción, sino que gracias al error del Pastor, el error que le había costado la vida, Cabezas sabía dónde estaba la proxidina esta noche. "La diecisiete del patito"… El "patito" obviamente era una configuración de focos a la entrada de una calle, y el "diecisiete" indicaba la casilla; sabía que las casillas estaban numeradas, con rudimentarias cifras a pincel, y hasta creía recordar, en algún lugar del círculo, un racimo de luces en forma de un pato de perfil. De cualquier modo no sería difícil encontrarlo. Y el Pastor no había tenido tiempo de decirle a nadie que Cabezas estaba en posesión de la clave. De modo que la proxidina debía de seguir ahí…

Lo que llevó a su mente por una pendiente natural hacia el recuerdo de la droga mágica, de cuyos beneficios tanto había gozado. Ahí fue que todo el rompecabezas se armó, y no fue sólo cuestión de exclamar "¡cómo no me di cuenta antes!" respecto de la señalización de las calles, sino ahora también "¡cómo pude olvidarme de la proxidina!". Se justificaba una vez más el método en el que había basado su carrera de policía, que consistía en tener todos los datos presentes todo el tiempo. Era el único modo de resolver los casos, y si esta vez había flaqueado por un momento, con la consiguiente desmoralización, tenía la excusa de la situación especialísima en la que se encontraba, jugándose el destino a una sola carta. En realidad, ni siquiera se había olvidado del todo de la proxidina, pero la había tenido presente sólo en su valor de cambio. Ahora, al recordar lo que valía en sí, comprendía que ahí estaba la clave, al fin de cuentas. Porque el efecto tan celebrado de la proxidina, que era acercarlo todo, se daba en primer lugar entre los datos de un problema: al hacerlos de pronto contiguos entre sí, los aproximaba a la solución.

¡Por supuesto! ¡La proxidina! ¿En qué había estado pensando? Y de pronto la tenía al alcance de la mano… Aunque no sería tan fácil. Fuera como fuese, tenía que ir a buscarla. Adivinaba oscuramente que esta vez no era la provisión común de las noches de compra. Por algo se habían lanzado al asalto final, a pesar de la lluvia, él mismo, la Jueza, estas dos mocosas, y el Pastor… Unos lo habían hecho tras las huellas de otros (él atrás de las dos chicas, por ejemplo), pero no era un círculo vicioso. El Pastor no se habría quedado esperando bajo el agua en la explanada si no fuera una ocasión especial. Y la Jueza, para llegar a la escena dos minutos después de la muerte de su hijo, tenía que haber salido bastante antes, y lo había hecho con todos sus hombres, armados como para una guerra. El Pastor debía de estar esperándola, para informarle de la ubicación del cargamento -y se lo había dicho a Cabezas. Hasta los de la televisión debían de haberse lanzado por oler algo… Ellos tenían sus propios informantes, sin contar con que eran grandes compradores (tiempo atrás se había impugnado el slogan de uno de los canales, "está siempre junto a la noticia", como propaganda subliminal de la proxidina).

Un gran cargamento… O algo mejor: la madre de la droga. Cabezas había oído hablar de la "proxidina en su máximo grado de pureza", lo que era un lugar común muy repetido, pero nunca se había puesto a pensar en serio en lo que podía ser. Quizás porque era imposible pensarlo. La expresión misma era hiperredundante. Pero la cosa que nombraban estas palabras imposibles era su talismán, lo único que, a esta altura, podía librarlo del abrazo mortal de la Jueza.

Claro está que significaba ir a meterse en la boca del lobo. Aunque él contaba con la ventaja de que sabía exactamente adónde tenía que ir, y en la confusión que, encima de la lluvia, estaría produciendo la requisa, las posibilidades de pasar desapercibido eran casi ideales, paradójicamente.

Su decisión estaba tomada. Se puso de pie, y entonces vio a las dos chicas sentadas todavía a su lado. ¿No se habían escapado todavía, esas dos imbéciles? Mejor, podían serle útiles como maniobra de diversión. Se sacó el teléfono celular del bolsillo y lo puso sobre la mesa:

–Escuchen bien. Cuando pare la lluvia, váyanse a sus casas. Pero antes, ahora mismo, no bien yo me haya ido, llamen a la Jueza y díganle que no son mis rehenes, que están libres, y que yo me fui al Paraguay y que me agarre si puede. – Hizo una pausa y agregó: -El número secreto del celular de la Jueza se marca sólo, apretando el cero.

Salió chapoteando. En la vereda la correntada era tan fuerte que casi lo volteó. Pero llegó al auto, se metió, lo puso en marcha, y partió apartando las aguas a fuerza de pistón, como un nuevo Moisés.

XII

No bien el policía asesino se hubo marchado, Vanessa, provocándole la mayor sorpresa de su amiga que ya abría la boca para empezar a hacer el comentario de los hechos, le pidió silencio con un gesto somero y se volvió hacia la mesa donde estaba la parejita oscura, todavía tomados de la mano, y silenciosos como dos cosas.

–Hoda -dijo, y se corrigió con una mueca, pero sin más éxito, al contrario: -Godga… logla… -Y al fin le salió: -¡Hola! – Se disculpó con una sonrisa: los nervios le habían entumecido la lengua. – No te saludé antes para no delatarte a ese loco. ¿Sabés quién era? ¿Lo oíste?

–Señora, sí -dijo Adelita, pues era ella.

Jessica había dado vuelta la cabeza y había puesto un gesto de horror escandalizado, como diciendo: "No puedo soportar una sola complicación más de la intriga". Quizás estaba expresando un temor justificado. Así como hay apicultores a los que una sola picadura más de abeja puede matarlos, por la acumulación de toxinas en su organismo, aunque una picadura en sí sea casi inofensiva, del mismo modo la mente puede tener un límite de tolerancia a los interrogantes acumulados. Vanessa, que por su parte no pedía otra cosa que explicarse, ahora que había recuperado el uso de la palabra, la sacó de la incertidumbre de inmediato:

–Ella trabaja en el tercer piso de tu edificio. Fue a la primera a la que recurrí cuando empezó todo, ¿no te acordás? ¡Si te lo conté! La amiga del Pastor… A propósito -agregó volviéndose vivamente hacia Adelita-. ¿Te enteraste de que murió? Lo mató ese tipo que estaba con nosotras. Fuimos testigos.

–Señora, sí. Lo vi en la televisión -dijo señalando ala pantalla-. Pero no era amigo mío. Usted me vio una vez caminando con él, pero fue la única vez en mi vida que le hablé.

–¿Y qué te dijo?

–Señora, que creyera en Jesús y no sé qué más. Pero no le hice caso.

–Lo bien que hiciste. Era todo falso. Por suerte al final la verdad siempre sale a luz.

Empezar a hablar la había envalentonado, y quería recuperar el protagonismo perdido a expensas de la televisión. Fue a sentarse a la mesa de la pareja, seguida de Jessica. Hubo un conato de presentaciones:

–Ella es Jessica, mi mejor amiga. Nos vimos arrastradas las dos en esta aventura, por pura casualidad.

–Hola.

–Hola -dijo Jessica.

–Hola -le dijeron al muchacho, que era feúcho e insignificante, y no había abierto la boca.

–Él es Alfredo, mi novio.

–¿Ah sí? ¿Son novios? – dijo Vanessa, en un tono un tanto paternalista, pensando: "Tal para cual".

–Señora, estuvimos un tiempo separados, y volvimos a encontrarnos esta noche gracias a su hermano.

–¿¡Maxi!? ¿Lo conocés?

–Señora, sí. Es un santo.

–Es un santo -repitió el llamado Alfredo, con una dicción enmohecida, como si hubiera pasado años sin hablar.

–¡Las cosas de Maxi! – dijo Vanessa sacudiendo la cabeza.

–Es un pan de Dios -dijo Jessica-. Pero es demasiado ingenuo.

Adelita pareció a punto de salir en defensa del ausente, pero no dijo nada. Hubo un silencio. Los cuatro miraron hacia las ventanas: la tormenta se había renovado en toda su furia, como si empezara de nuevo, con un verdadero festival de truenos y relámpagos, y el tableteo de la lluvia sobre el agua haciendo el ruido de millones de tambores. Las baldosas del piso estaban cubiertas por diez centímetros de agua, lo que los obligaba a poner los pies sobre los travesaños de las sillas. Los mozos se habían sentado sobre la barra. No había nada que hacer salvo esperar. Vanessa soltó un largo suspiro y retomó la palabra:

–Bueno, ahora que todo terminó…

–¡Señora! – la interrumpió Adelita-. Creo que queda una cosa pendiente, si me permite.

–¿Qué?

–Creo que su hermano está en peligro.

La cara de sorpresa de Vanessa expresaba un desconcierto mayor que ella misma. Era como si no entendiera siquiera quién era su hermano.

–¿Maxi? – Pareció a punto de repetir "¿lo conocés?", pero en cambio dijo: -¿Qué tiene que ver?

–¡Maxi! – exclamaba Jessica al mismo tiempo-. ¡Es cierto! ¡Nos habíamos olvidado de él! ¿Adónde se habrá metido?

–¡Pero qué importancia tiene eso! – dijo Vanessa, y dirigiéndose a Adelita: -No te preocupes por él. Aunque parece tan despistado, sabe cuidarse. Y, de última, mojarse un poco no le va a hacer mal.

Adelita negaba obstinadamente con la cabeza.

–Señora, no me refería a la lluvia. A él lo pusieron a dormir en la Villa, porque no se tenía en pie.

Vanessa soltó la risa.

–Es un bebé. Se duerme parado, cuando se hace de noche. – Frunció el entrecejo, al pensarlo.

–¿Lo metieron en la cama? – Y le comentó a Jessica, como un aparte: -Espero que las sábanas estén limpias. Con lo quisquilloso que es…

–¿Pero entonces cuál es el problema? – le preguntó Jessica a Adelita.

–Señora, me temo que este hombre que mató al Pastor haya ido a matarlo. – Las dos chicas quedaron con la boca abierta. – Porque hoy estaba siguiéndolo, ¿no?

–Nosotras lo seguíamos. Queríamos ver qué hacía. Pero Cabezas… -Se miraron. – Ahora que lo pienso, es sospechoso cómo apareció en el momento justo. ¿Nos estaría siguiendo? – Hablaban las dos a la vez. – ¿Y por qué va a querer matarlo? Si Maxi está durmiendo en una casa de la Villa, ¿cómo lo va a encontrar?

–Señora, el que lo escondió fue el Pastor, y quizás el Pastor le dio alguna indicación a ese hombre antes de morir. ¿Ustedes no oyeron nada?

–¡Sí! – gritó Vanessa muy alarmada-. Le dio una dirección. Algo con "diecisiete", ¿puede ser?

–Señora, ahí está -dijo Adelita en un tono dramático.

–¡Maxi está perdido, Vanessa! ¡Ese loco lo va a matar! ¡Y por culpa nuestra!

–¡Pero él dijo que se iba al Paraguay! Y no va a ir a meterse a la Villa, justamente donde lo está buscando la Jueza…

–Señora, creo que mintió. ¿No vio que tomó la dirección de la Villa?

–Es cierto…

Alfredo se puso de pie de un salto, metiéndose en el agua:

–¡Hay que ir a avisarle! ¡Vamos, Adela!

–No, un momento. No llegaríamos a tiempo.

–Y nos ahogaríamos antes de llegar -dijo Jessica.

Alfredo parecía dispuesto a salir corriendo a pesar de todo. Adelita lo tomó del brazo:

–Se me ocurre algo. – Señaló el celular de Cabezas, que había quedado sobre la otra mesa. Las dos chicas miraron también.

–¡Nos olvidamos de llamar a la Jueza! – exclamó Vanessa-. Podemos llamarla ahora, y decirle que proteja a Maxi…

–Señora, ella no podría hacer nada. Pero yo puedo llamar a los que alojaron a Maxi…

Sin más, le dieron el teléfono. Ella lo estuvo examinando un momento, y después marcó un número y se lo llevó al oído.

Alfredo se volvió hacia las dos jóvenes burguesas y les dijo confidencialmente:

–Adela es muy inteligente. Siempre se las arregla. Desde que vino del Perú, todo le salió bien. Lo único que no pudo hacer fue encontrarme a mí. Por suerte ahí apareció el señor Maxi.

–¿Vos te habías escapado? ¿Por qué? ¿Te daba miedo casarte?

–Algo así. Es mejor olvidarlo. Lo pasado, pisado.

–Sabias palabras.

Mientras tanto, Adelita había estado hablando, con una voz chillona muy distinta de sus susurros habituales. Cortó y les dijo:

–Ya está todo arreglado. Ellos van a hacerse cargo. Les pedí que no lo despertaran. Estaba tan cansado, pobre…

Jessica y Vanessa sonrieron, al imaginarse a los hombrecitos entecos de la Villa cargando el corpachón gigante de Maxi dormido. Se necesitarían veinte por lo menos.

–¿Pero harán a tiempo? Mirá que este malhechor salió hace un buen rato.

–Señora, tienen todo el tiempo del mundo. – Parecía muy tranquila al respecto, y para terminar de convencerlas les preguntó: -¿No se les ocurrió pensar que antes, para llegar a la Villa cuando se largó a llover, y reunirnos a nosotros dos, y dejar que lo llevaran a acostar, y que el Pastor volviera a la explanada, también se necesitó tiempo extra?

–Es cierto. Nosotras hicimos el trayecto en auto, en unos segundos.

Se relajaron. Ahora sí, no quedaba nada más que hacer. Miraron distraídamente el televisor, donde se sucedían confusas escenas en los callejones externos de la Villa. Alfredo suspiró:

–Hacía tanto que no la veía, a la Villa… -Adelita le tomó la mano y se la apretó. Las otras pensaron que no bien cesara la lluvia irían allá, y consumarían sus postergadas bodas. ¿Pero dejaría de llover alguna vez?

–Estoy pensando una cosa-dijo Jessica-. ¿No deberíamos llamar a nuestras casas?

–¡Tenés razón! Mi vieja debe estar histérica. ¿Tendrán un teléfono público aquí?

Ya se volvía para preguntarle a los mozos cuando se acordaron de que tenían un teléfono en la mesa, y riéndose de su aturdimiento lo tomaron y marcaron, primero Vanessa. Atendió la madre. Le dijo que la lluvia las había sorprendido, a ella y a Jessica, en la calle, y que estaban refugiadas en una pizzería esperando a que parara. Que estaban bien y no había ningún motivo de preocupación. Sí, se habían mojado un poco, pero no era nada grave. En realidad, no había mentido mucho, y dadas las circunstancias, una mentira piadosa estaba justificada. La madre le dijo algo, y ella simuló acordarse de Maxi (en realidad se acordó), y le dijo que su hermano, con el que se había cruzado por casualidad al largarse a llover, había ido a la casa de un amigo, donde probablemente se quedaría a dormir. Cortó con un suspiro, y le pasó el aparato a Jessica, que llamó a su madre y le dijo más o menos lo mismo.

–Las madres… -les dijeron con una sonrisa resignada a los otros dos-. Ya saben cómo son.

–Dichosas ustedes, que las tienen.

–Pero ustedes se tienen uno al otro -dijo Jessica-, y además no tienen que llamarse por teléfono porque están juntos.

–Todos tienen madre, quieran o no -dijo Vanessa-. El mundo es un mundo de madres. Ésa es la única conclusión que se puede sacar, al fin de cuentas.

Miró a Jessica. Jessica la miró a ella, con melancolía. Seguían en el mundo de las madres. Hablando de "conclusión", era evidente que para Adelita y Alfredo la aventura había terminado, y había terminado bien. Se amaban, se casarían, tendrían hijos: habían llegado a puerto. Ellas en cambio seguían en suspenso: en la alternativa infinita de seguir los consejos de sus madres, o hacer todo lo contrario. La única conclusión que podía tener una aventura, ésta o cualquier otra, era aprovechar la lección que había dejado… o no aprovecharla. Ese era el único y dudoso privilegio de la burguesía: no aprender de la experiencia, y volver a equivocarse, y seguir contando con el reaseguro materno.

XIII

Maxi dormía en un gran catre desplegable que los villeros habían fabricado meses atrás, y habían guardado esperando la ocasión de usarlo. Lo habían hecho para él, cuando notaron qué fuerte lo atacaba el sueño a la noche, calculando con razón que tarde o temprano iba a demorarse más allá de la hora en que le fuera posible volver a su casa. Que no le hablaran no significaba que no lo tuvieran bien observado, y hasta bien estudiado, por lo que pudieron hacerle un lecho a su medida. Era una especie de catre de campaña, de gruesa lona elástica tendida sobre un bastidor de aluminio, que se doblaba en cuatro sobre bisagras hidráulicas. Tenía tres hileras de patas de saca y pon, en los extremos y en el medio, de metal sólido y cincuenta centímetros de alto. Lo hicieron plegable porque armado ocupaba demasiado espacio, y por supuesto no querían que nadie más que él lo usara. Además, así era más fácil esconderlo. Habían preparado asimismo un juego de sábanas de hilo, y una frazada de lana de vicuña, teñida de rojo brillante; tampoco las habían usado, no obstante lo cual periódicamente las llevaban a la tintorería, para tenerlas siempre impecables. También periódicamente hacían un simulacro, para asegurarse de que llegado el momento podrían hacer el armado y tendido en unos pocos segundos. Y mantenían en forma rotativa una casilla vacía y lista para albergarlo, todos los días del año.

Esa noche, cuando el Pastor trajo a Maxi de la explanada, mojado y exhausto después de haber reunido a los novios, el operativo se puso en marcha de inmediato. Lo llevaron hasta la casilla preparada, y cuando llegó, tambaleante y sin ver nada bajo los truenos, la cama ya estaba preparada. Dormía profundamente antes de que su cabeza tocara la almohada.

La casilla era un cubo apenas irregular, y el catre la ocupaba todo a lo largo, haciendo presión sobre las paredes. El cubo era uno en un millón, colocados uno al lado del otro, con o sin huecos entre ellos, a veces apilados, en hileras o racimos, dispuestos al azar en una gran improvisación colectiva. Los constructores artesanales preferían las formas simples, no por motivos estéticos o utilitarios, sino, justamente, para simplificar las cosas. En la Villa la simplificación significaba algo distinto que en el resto de la ciudad. Las formas simples son muy intelectuales o abstractas en la vigilia, pero en el sueño son simplemente prácticas, utilitarias. Y este anillo inabarcable pertenecía por derecho al inconsciente. Los cables que unían las construcciones, tan numerosos e intrincados como ellas, contribuían a esta dedicación de la Villa al sueño.

Cabezas daba la vuelta alrededor, y nunca la metáfora del insecto y la lámpara habría sido más apropiada. Casi no podía ver por dónde iba, con los limpiaparabrisas desbordados, y los faros bajo el nivel del agua. Pero tenía a la izquierda el gran diamante iluminado de la Villa y no había cómo perderse. ¡Cuantas veces había dado esta vuelta, con la sensación inquietante de rozar el misterio, sin más efecto que hacerse misterioso él mismo, sin saberlo! Ahora que sabía lo que buscaba, clavaba la vista en cada una de las bocacalles en ángulo, en busca de las configuraciones de luz colgadas entre las casillas. Los dibujos lo obligaban a entrecerrar los ojos, aunque los veía a través de las portentosas cortinas de agua. Pero allí todo era luz, en tal exceso que la luz misma quedaba mimetizada.

Aunque no estaba para grandes observaciones, no pudo dejar de notar que los "dibujos" que formaban los foquitos estaban "dentro" de otros dibujos, y el de afuera se distinguía por tener siempre más o menos la misma forma, que era vagamente la de un pulmón. Que los dibujos en sí fueran esto o lo otro, era discutible: cada luz debía unirse con una línea imaginaria, y entre media docena o más de luces, podrían trazarse muchas líneas… Era paradójico, o contraproducente, si su finalidad era servir de señales: pero la naturaleza misma del medio impedía hacerlo tan fácil como un cartel que dijera AQUÍ ES. Y además, tenía que recordar que estaba en el sistema general de la proxidina.

Se dio cuenta de que el resplandor casi exagerado de la Villa se debía en parte al contraste con la oscuridad que la rodeaba. Evidentemente, habían cortado la luz en toda el área, por la tormenta. La Villa no era afectada, porque su suministro de energía dependía de las "colgaduras" de los cables de alta tensión que alimentaban a toda la ciudad; que no se cortaban nunca. Lo cual era muy práctico, ya que la única guía para que los compradores de droga encontraran su rumbo dependía de la luz.

Al fin encontró al "patito", claro y patente como un día de sol. Allí mismo dejó el auto y salió casi nadando, con el agua hasta la cintura. Salir del auto y recibir cien mil baldazos de agua en la cabeza fue todo uno. No le importó en lo más mínimo. Ya había adoptado un humor anfibio, y todo le resultaba natural. A los demás por lo visto les había pasado lo mismo; era increíble lo rápido que se adaptaba la gente a lo extraordinario, cuando las circunstancias eran extraordinarias.

No bien se introducía por esa calle, se le echaron encima las "noteras", que estaban por todas partes. Envueltas en capas plásticas transparentes de extraordinario volumen, lo mismo que los camarógrafos que las seguían, y provistas de grandes antiparras de burbuja, eran monstruos de difícil definición. Los micrófonos que venían empuñando con el brazo estirado también estaban envueltos en un capuchón impermeable, y en toda esa profusión de plástico se reflejaba el haz de los reflectores incorporados a las cámaras, volviéndolo todo una acumulación móvil de estructuras como de cristal blando y crujiente. Adivinó que lo tomaban por tropa de la Jueza, y se le ocurrió despistarlos. Ignorando sus preguntas ineptas, gritó:

–¡Lo tenemos acorralado justo al otro lado de la Villa! ¡Yo vine a este extremo para cortarle la retirada en caso de que logre eludir el cerco!

Salieron corriendo y él quedó muy satisfecho del truco. De hecho, le pareció que coronaba su decisión de ser malo, al poner a la televisión de su lado. Lo que no tuvo en cuenta era que como se estaba transmitiendo en directo, alguien lo reconoció, y se le vinieron encima como perros hambrientos. Se oyeron tiros, y todos empezaron a correr. Como sucedía siempre en esos casos, las imágenes en las pantallas de los televisores se hicieron extrañas. Los camarógrafos se escondían tras la primera pared que encontraban, y enfocaban una escena vacía, que quedaba fija interminablemente; a esta fijeza inmutable contribuía el hecho de que, en razón de la expectativa creada, y el miedo a perderse algo esencial, se interrumpían los cortes, superposiciones o carteles: era la pura escenografía del peligro, en la que por definición no podía pasar nada. La sociedad entera aceptaba que la vida de los camarógrafos, por algún motivo, era demasiado valiosa para hacerle correr el menor riesgo. La única distracción era la voz jadeante, en susurros nerviosos, de las "noteras", escondidas en otra parte y mirando otro paisaje.

En este caso había un movimiento de todos modos: el del agua. No sólo la que caía, sino la que corría. Las calles de la Villa se habían vuelto torrentes espumosos que se precipitaban en una especie de cascada constante del centro hacia la periferia. Se habría dicho, al observar este flujo, que el centro estaba a un nivel más alto, pero no era así. En realidad, no podía decirse que el origen de esas corrientes turbulentas fuera "el centro", ya que las calles no convergían hacia el centro de un círculo, sino que se inclinaban respecto de la circunferencia en un ángulo de cuarenta y cinco grados.

Unos pocos tiros habían despejado el camino. Cabezas, como un obeso yacaré nadando contra la corriente, iba de casilla en casilla, la pistola asida con las dos manos, los ojos fijos en los números mal pintados sobre las puertas. No tuvo que ir muy lejos. Apenas pasada la guirnalda principal de bombitas, la del "pato", estaba el diecisiete, a plena vista. Era una casilla como todas las demás, un cubo de madera y chapa muy remendado, sin ventanas ni canaletas. Ahí estaba, lo que le daría la impunidad tan soñada, o directamente la felicidad.

Mientras tanto, el sueño de Maxi había alcanzado nuevos niveles de profundidad. Si es cierto como dicen que no hay mejor somnífero que el ruido de la lluvia en el techo, la ocasión propiciaba un buen sueño, aunque él no necesitaba ningún estímulo adicional. Y el proceso natural no había tenido interrupciones. Nadie lo había ido a molestar, nadie había entrado en su cubículo. Lo que sí, debía de estar soñando como nunca. Uno sueña más en camas ajenas que en la suya, porque tiene más perturbaciones físicas que verosimilizar.

Cabezas se lanzó sobre la puerta, y la abrió de par en par por el impacto. No pudo dar crédito a sus ojos. Lo que había del otro lado… era simplemente nada. No había habitación. Era una fachada, detrás de la cual se abría un paisaje desolado lleno de lluvia, con otras casillas, cerca y lejos, iluminadas por los relámpagos. Era parecido y distinto a la vez: afuera, pero también adentro. Su primer pensamiento fue que debía habérselo esperado: las cosas nunca eran tan fáciles. ¿Pero qué podía haber fallado esta vez? La única explicación que se le ocurría era que el Pastor le hubiera mentido, y sabía fehacientemente que no había sido así. "Los muertos no mienten", se dijo. Pero la verdad también era un abismo. Y no tuvo tiempo de ponerse a explorarlo porque en ese preciso momento aparecía ante él, desembocando de un callejón oscuro, la Jueza, y detrás de ella sus samurais. Alzó la pistola pensando "Adiós Proxidina", pero antes de que pudiera apretar el gatillo ella disparaba todo el cargador de su metralleta, atravesándolo cien veces (por lo menos) con balas del tamaño de dátiles. Cuando caía muerto, sus ojos se cerraron sobre la visión de esa especie de patio misterioso.

¿Qué había pasado? El Pastor no había mentido, y a Maxi nadie lo había cambiado de lugar. ¿Y entonces? Sus protectores villeros habían adoptado una solución bastante más complicada, pero posible y dentro de todo lógica. Cambiaron la configuración de las luces de todas las calles; como no sabían si Cabezas tenía estudiada la serie, para que no entrara en sospechas tuvieron que cambiarlas todas, y las dejaron en el mismo orden pero desplazadas seis lugares, de modo que el "pato" quedó brillando seis calles a la derecha, y fue por ahí por donde se metió el policía asesino, y en lugar de encontrar el tesoro encontró su perdición.

¿Pero entonces la Villa podía "girar"? ¿Era posible? Quizás no había estado haciendo otra cosa desde épocas inmemoriales. Quizás toda su existencia se había consumado en una rotación sin fin. Quizás ésa era la famosa "rueda de la Fortuna", salvo que no estaba de pie como se la imaginaban todos, sino humildemente volcada en la tierra, y entonces no era cuestión de que unos quedaran "arriba" y otros "abajo" sino que todos estaban abajo siempre, y se limitaban a cambiar de lugar a ras del suelo. Nunca se salía de pobre, y la vida se iba en pequeños desplazamientos que en el fondo no significaban nada. Y aun así, esas minúsculas fracciones de revolución eran rarísimas, se producían cada muerte de obispo, por un encadenamiento de circunstancias tan complejo que nadie llegaba a descifrarlo. En este caso se había dado, y nadie se enteró. Fue lo único de lo que no pudo informar la televisión, que de todos modos tenía bastante de qué ocuparse.

Noteras y camarógrafos se habían reunido alrededor del cadáver (el segundo de la noche), y esperaban la declaración de la Jueza, que daba órdenes en voz baja a sus hombres. Al fin enfrentó a las cámaras, y le acercaron los micrófonos. Alguien había abierto un paraguas, y lo sostenía sobre su cabeza. Sus palabras fueron transmitidas en directo a todo el país:

–Aquí ha terminado la carrera de uno de los criminales más peligrosos que hayan amenazado la seguridad de la Nación durante los últimos tiempos. Debe servirnos de advertencia, pues el problema de la proxidina, lejos de haber terminado con él, apenas si ha empezado. El inspector Cabezas era un hombre de gran inteligencia, quizás el mejor cerebro de la Argentina: pudo emplearlo para el bien, y habría hecho cosas muy grandes, pero tomó el camino maldito de la contigüidad inducida. Son muchos los que se han encandilado en esa dirección, y lamentablemente debemos esperar que muchos más lo hagan en el futuro. Es una escalada que no tiene fin: se empieza por curiosidad, y se termina matando para llegar a la "madre" de la droga. Todos van hacia ella, pobres y ricos por igual, hombres y mujeres, jóvenes y viejos. Los medios de comunicación masiva tienen el deber irrenunciable de hacerle comprender a la sociedad que no la alcanzarán nunca. Todo lo que se haga en esa dirección es inútil, por lo menos dentro del lapso de una vida humana. Ustedes han dicho hasta el cansancio que es un "camino de ida", y no es una metáfora, porque el efecto de la proxidina sobre el usuario es hacer literalmente infinito el trayecto. A la "madre" no hay que buscarla fuera del éxtasis porque está implícita en él, y durante el camino que se emprende con el consumo se va transformando y toma todas las formas posibles del mundo, en una sucesión incoherente e irresponsable que lo extravía tanto como está extraviada la mente de un soñador.

29 de julio de 1998

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11/02/2010

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