En un viejo caserón con vagos recuerdos de castillo y de convento, pero amueblado con un sentido moderno y confortable. En los muros, pinturas a medio hacer, de un arte nuevo que enlaza con los primitivos. Disimuladas entre cactus, luces indirectas, verdes y rojas. Una grata fantasía en el conjunto. En el ángulo derecho una ventana con enredaderas y escalerilla de acceso. Un grueso arco, al fondo, cierra en cristalería sobre el mar; juega en él una espesa cortina. Abierta en el regrueso izquierdo del arco, la pequeña poterna por donde entra el Fantasma. Primeros términos, puertas laterales. Es de noche.
Don Florín.— (Asomado al ventanal. Entra Pedrote, con un pequeño servicio.)
PEDROTE.
Son ya más de las dos de la madrugada; es imposible que siga usted así sin tomar por lo menos un bocado.
FLORÍN.
¿Crees que tardará Ricardo aún?
PEDROTE.
¿Y quién puede saberlo? El señorito hace una vida desordenada del todo.
FLORÍN.
¿Acostumbra a pasar las noches fuera de casa?
PEDROTE.
¡Las noches! El señorito no sabe nunca cuándo es de día ni de noche. Hoy se ha levantado a las seis de la tarde; salió, como siempre, sin decir a dónde, y seguramente cuando vuelva pedirá el desayuno. Desengáñese, don Florín, lo mejor es que tome usted un bocado y si don Ricardo tarda, no estará de más que se acueste. Ya le he preparado una habitación.
FLORÍN.
Bien, tomaré cualquier cosa; estoy dispuesto a esperar.
PEDROTE.
Tenemos una despensa algo extraña; aquí, tan lejos de cualquier ciudad, no es fácil abastecerse, y al señorito le trae todo sin cuidado. La semana pasada nos estuvimos alimentando con ron y galleta de mar; rarezas suyas. (Sirve.)
FLORÍN.
Siempre fue Ricardo un tipo extravagante; pero esta salida última sobre todo me tiene en un mar de confusiones. ¿Tú sabes lo que se propone rompiendo con el mundo y retirándose a este desierto?
PEDROTE.
Que está aburrido; como es joven y rico y lo ha andado todo, pues no sabe cómo pasar el rato. Y cada temporada le da por una cosa.
FLORÍN.
¿Y tú a seguirle el aire, no?
PEDROTE.
Yo quiero al señorito de corazón; adonde vaya él, allá va Pedrote. Y aquí estamos.
FLORÍN.
Bien, pero ¿y aquí qué hacéis?
PEDROTE.
Nada.
FLORÍN.
¡Soberbio! (Irónico.) La casa es deliciosa. ¿Os la alquilaron así?
PEDROTE.
Quiá; era un caserón inhabitable. Don Ricardo lo hizo arreglar a su gusto. FLORÍN.
Pues también se necesita gusto. ¿Vivís completamente solos? ¿No andará por ahí escondida alguna dama?…
PEDROTE.—(Con cierta melancolía.)
Ay, damas… También aquello pasó. Ahora vivimos con un fantasma; y desde hace unos días nos acompaña don Daniel, un pintor que anda siempre con los ojos vendados.
FLORÍN.
¿Un fantasma has dicho?
PEDROTE.
Sí, señor.
FLORÍN.
Pero ¿cómo un fantasma?; ¿qué quieres decir?
PEDROTE.
Un fantasma auténtico, de los que ya no quedan. Nosotros todavía no le conocemos; pero el dueño de la casa lo incluyó en el contrato, y los vecinos de por aquí lo han visto algunas veces, con la luna, sobre la terraza. El señorito está interesadísimo por él y me tiene mandado dejarle de comer todas las noches. (Presta oído y va a la ventana.) El señorito Ricardo y don Daniel.
FLORÍN.
Gracias a Dios.
PEDROTE.
Un momento; voy a abrirles y avisar. Buen alegrón al saber que está usted aquí. (Sale. Poco después reaparece con Ricardo y Daniel. Ricardo es joven; viste con despreocupación agradable y tiene en la alegría de la voz un dejo de tristeza. Daniel, de tono y ademanes lentos, lleva los ojos vendados y siempre destocada la cabeza.)
Don Florín, Pedrote, Ricardo y Daniel
RICARDO.
¡Querido doctor! (Corriendo a sus brazos.) ¡Ah, viejo zorro! ¿Ya ha logrado usted descubrir mi refugio?
FLORÍN.
Una casualidad, Ricardo. Saberlo y correr acá fue la misma cosa.
RICARDO.
¿Sabía usted que era un secreto?
FLORÍN.
Ni siquiera eso.
RICARDO.
Me tranquilizo; así no se lo habrá contado usted a nadie. Bien, querido, está visto que de usted no me libraré jamás. Ah, tengo que presentarles: Daniel Roca, pintor, hombre de gran talento a pesar de sus muchos años. Un verdadero encanto; nos conocimos hace cuatro días y ya somos amigos de toda la vida. Don Florín Nisal, médico y confesor de mi familia; lo que se llama una persona razonable y bien educada; pero, a pesar de todo, un gran muchacho.
FLORÍN.
Gracias. (A Daniel.) Y mucho gusto. Si, por lo que veo, puedo serle útil… DANIEL.
Oh, no, afortunadamente.
RICARDO.
Ya salió el médico. No es eso; lo que le pasa a Daniel es que es un pintor serio. Que se ha cansado de ver siempre los mismos colores y se ha vendado los ojos una temporada para olvidarlos y pensar otros nuevos. (Riendo.) ¿Comprende? Cosas nuestras, no haga caso. (A Pedrote.) Espero que habrás atendido a don Florín.
PEDROTE.
Hice lo que pude. Le he dado a comer en la medida de nuestras fuerzas, he procurado entretenerle y le he preparado una cama.
FLORÍN.
En la que ya me iba a meter. ¿Tú te das cuenta de la hora que es?
RICARDO.
Nunca.
FLORÍN.
Pues van a dar las tres.
RICARDO.
¿De la mañana o de la tarde?
PEDROTE.
De la mañana, señor.
RICARDO.
Muy bien; tráeme el desayuno. Usted ya veo que nos ha tomado la delantera. ¿Tú, Daniel?
DANIEL.
Nada; voy a acostarme en seguida.
RICARDO.
Para el fantasma, como siempre; queso y una escudilla de leche.
PEDROTE.
Imposible, señor; desde ayer no hay leche.
RICARDO.
¿Entonces?
PEDROTE.
Ayer le puse una botella de ron. Bebió casi la mitad.
RICARDO.
Excelente; me parece muy bien eso en un fantasma del litoral. Repítele el ron y añádele unas aceitunas. (Sale Pedrote. Daniel se sienta un poco aparte y se pone a hojear una revista, sin quitarse la venda, por supuesto. Desperezándose.) Y ahora, doctor, ríñame lo que quiera; estoy a sus órdenes.
FLORÍN.
¿Reñirte? ¿Por qué? No me asustan tus extravagancias; vales bastante para que se te perdonen. Solo venía a descansar una semana contigo, si no te estorbo mucho. Y a traerte un saludo de tu familia.
RICARDO.
Es verdad, no me acordaba que todavía tengo por ahí unas parientes. ¿Qué tal tía Águeda? Haciendo tómbolas y asistiendo a primeras piedras, ¿no? ¡Buena mujer! ¿Y la prima Julita?
FLORÍN.
Acordándose mucho de ti. Sigue creyéndose tu prometida.
RICARDO.
¡Todavía! Hombre, es demasiado; me la prometió su padre cuando la pusieron de largo; pero no creí que pasara de ser una amenaza.
FLORÍN.
Delicadísimo. Me explico que tía Águeda esté horrorizada de ti: «Por Dios, don Florín, ese sobrino, ese cordero negro; tráigalo al redil».
RICARDO.
¿Y viene usted a eso?
FLORÍN.
No, hombre; ya te he dicho que vengo a descansar junto a ti unos días; nada más.
RICARDO.— (Tranquilizándose.)
¡Ah!
FLORÍN.
Y a saber de tu vida. Me han dicho que tienes grandes proyectos. ¿Pueden saberse?
RICARDO.
¡Oh!…
FLORÍN.
¿Qué te propones? ¿Qué vas a hacer aquí?
RICARDO.
Es algo complicado. Por lo pronto voy a fundar una república.
FLORÍN.
Muy platónico.
RICARDO.
Una república de hombres solos donde no exista el sentido común.
FLORÍN.
¡Admirable! ¿Y para cuántos días?
RICARDO.
Para siempre.
FLORÍN.
Demasiado; ya serán unos días menos.
RICARDO.
Le estoy hablando en serio. Encuentro que la vida es aburrida y estúpida por falta de imaginación. Demasiada razón, demasiada disciplina en todo. Y he pensado que en cualquier rincón hay media docena de hombres interesantes, con fantasía y sin sentido, que se están pudriendo entre los demás. Pues bien: yo voy a reunirlos en mi casa, libres y disparatados. A inventar una vida nueva, a soñar imposibles. Y todos conmigo, en esta casa: un asilo para huérfanos de sentido común.
FLORÍN.
Buen programa; como para proponérselo a tu tía Águeda. ¿Y crees que encontrarás esos hombres?
RICARDO.
Allá veremos. (Por Daniel.) Por lo pronto ya somos dos y hace unos días era yo solo. ¿Ve usted? Ese hombre, que es capaz de vivir a oscuras porque le aburren los colores, ese es de los míos.
FLORÍN.
Ese hombre… Pero ¿qué hace?
DANIEL.
Nada, estaba viendo esta revista; no merece la pena. (La deja y enciende un pitillo.)
FLORÍN.—(Poniéndose grave.)
Por lo visto lo habéis tomado en serio.
RICARDO.
Imaginación, ya se lo he dicho. Le estaba hablando de nuestros proyectos, ¿sabes, Daniel? Pero no tengas miedo; este razonable señor no formará en nuestra república.
FLORÍN.
¡Yo! ¡Dios me libre!
RICARDO.
Los nuestros han de ser muy otros: extravagantes, magníficos. Y a nuestra puerta habrá un cartel diciendo: «Nadie entre que sepa geometría».
FLORÍN.
¡Bravo; arreglado el mundo! Ya me gustaría ver cómo se puede hacer una vida toda de fantasías.
RICARDO.
Muy sencillo… para nosotros. Para usted, imposible. Un ejemplo: ¿usted ve ese árbol que hay ahí?
FLORÍN.— (Ingenuo.)
¿Dónde?
RICARDO.— (Señalando al centro de la escena.)
Ahí.
FLORÍN.
Pero Ricardo…
RICARDO.
Pues yo sí. Ahí está toda la diferencia. ¿Tú lo ves, Daniel?
DANIEL.
¡Hermoso roble!
FLORÍN.— (Resoplando.)
Tururú. (Irónico otra vez.) ¿Y esto es lo que has venido a hacer aquí, los grandes proyectos? Vamos, no seas niño.
RICARDO.
¡Niño! ¡Qué más quisiera! (Triste un momento.) ¡Pero no como lo fui yo! (Recobrándose.) No hablemos de eso. (A Pedrote, que entra con el servicio.) Cuidado con ese árbol, Pedrote.
PEDROTE.— (Deteniéndose.)
No me había fijado. (Da un rodeo para llegar a ellos.) El café.
FLORÍN.— (A Pedrote.)
Pero ¿también tú?
RICARDO.— (Ríe.)
Aquí todos, no se enfade.
FLORÍN.
¿Enfadarme? ¡Quiá! Si fuera otro pensaría que estaba en una casa de orates. Pero ya te conozco: carnavalada para unos días, y a aburrirse otra vez en el mundo. Neurastenia.
RICARDO.
Pongamos neurastenia. El café, excelente, Pedrote. ¿Preparaste la cena del señor fantasma?
PEDROTE.
Sí, señor.
RICARDO.
¿Le había dicho a usted que teníamos un fantasma, don Florín? Lo alquilé con la casa, pero no funciona. Quizás sea mejor así; estos fantasmas de provincias…
FLORÍN.
Bueno está lo bueno, Ricardo. No es que yo crea en tales cosas; pero no me parece broma de buen gusto.
RICARDO.
¡Tampoco eso! Pues, señor, estoy viendo que acabamos echándole a usted por una ventana. ¡Y con lo que yo le quiero, abuelo!
DANIEL.— (Levantándose.)
Don Florín.
FLORÍN.
¿Se va usted ya?
DANIEL.
Perdone a Ricardo; es un tirano. Mañana hablaremos despacio. ¿Amigos?
FLORÍN.—(Le estrecha la mano.)
Amigos. Hasta mañana.
DANIEL.
Buenas noches, Ricardo. (Sale del brazo de Pedrote.)
Don Florín, Ricardo. Pedrote, un momento
FLORÍN.
Pero este hombre…
RICARDO.
Déjele, es su capricho. Si le molestara la venda ya se la quitaría.
FLORÍN.
El demonio que os entienda a vosotros.
RICARDO.— (Después de una pausa.)
Dígame, don Florín: ¿cree usted, de verdad, que era mejor lo otro?
FLORÍN.
¿Qué otro?
RICARDO.
Mi vida de antes; y aquellos años de niño…; la casa de mi padre.
FLORÍN.— (Sin saber qué decir.)
La casa de tu padre era un noble hogar.
RICARDO.
Sí, pero bien triste. Yo recuerdo a mi madre como una sombra rígida, llena de devociones y de miedo al infierno. No hablaba nunca, no sabía besar. Y mi padre, enfrascado en sus negocios y en sus libros, seco, con una autoridad de hierro. No se podía jugar en aquella casa. Yo vivía siempre encerrado como en una cárcel, mirando con lágrimas a los niños libres de la calle.
FLORÍN.— (Conmovido.)
Ricardo…
RICARDO.
Y luego, ese mundo con sus placeres y sus dolores… tan aburridos. (Reacciona.) Bueno está. No vaya usted a creer que finjo ilusionismos ahora para esconder una pena; folletines, no. Estoy alegremente desengañado, nada más. (Jovial.) Es mi alma de niño que resucita.
FLORÍN.
Sin embargo la casa de tu padre…
RICARDO.
Cosas muertas, don Florín; dejemos eso. (A Pedrote, que cruza la escena.) Tráeme el traje de gala, Pedrote.
FLORÍN.
¡El traje de gala! (Sale Pedrote.)
RICARDO.
Esta noche hay recepción; espero al presidente de nuestra república platónica. Si quiere usted saludarle…
FLORÍN.
Lo que yo voy a hacer es meterme en mi camita ahora mismo. ¡El presidente!… Sí que será un tipo.
RICARDO.
Maravilloso; un clown de circo que conoce la Biblia y las estrellas. ¿No recuerda usted…, hace años, en Marsella, un clown que embarcó con nosotros para Italia?
FLORÍN.
¿Samy?
RICARDO.
Papá Samy; el mismo. Le he escrito contándole nuestro proyecto y llamándole para hoy; seguro que no se hace esperar.
FLORÍN.
El demonio de Samy. ¿Y qué viene a hacer aquí ese trasto?
RICARDO.
A educarnos en la nueva vida. Imagínese; un hombre sin sentido, soñador y borracho. Es el presidente ideal para nosotros. (Entra Pedrote y le entrega un traje de clown.) Gracias. (Sale Pedrote.) ¿Y a su hija, la recuerda usted?
FLORÍN.
Apenas. Hace ya años de eso.
RICARDO.
Una muchacha extraña, con unos ojos verdes…
FLORÍN.
Sí. Que una noche se tiró al mar.
RICARDO.
Se cayó. Yo la saqué del agua medio ahogada ya. Después me besaba las manos y me llamaba padrino. ¿No recuerda usted? Pobre muchacha… Se murió aquel mismo año. Para el viejo Samy un golpe terrible. (Jovial.) En fin… (Se pone el gorro y canta.) «La donna é móbile — qual piuma al vento…» (Transición.) Chist; el fantasma.
Don Florín, Ricardo y el Fantasma
El Fantasma ha entrado, solemne en su vestidura blanca, y cruza la escena lentamente para salir en la dirección opuesta.
FLORÍN.
¡Cómo! ¿Qué broma es esta, Ricardo?
RICARDO.
¡Chist! Buenas noches, señor fantasma. ¿Qué, se va usted ya? Espere, siéntese un momento.
FANTASMA.— (Solemne y desdeñoso.)
¡Miserable mortal!
RICARDO.— (Contento a don Florín.)
¿Ha oído usted? Formidable; un fantasma de la vieja escuela. (Al Fantasma.) Enhorabuena, querido. ¡Qué espléndida voz de barítono para hablar de la inmortalidad del alma! (El Fantasma estornuda y se aparta del ventanal.) No tenga miedo; este señor es un amigo. ¿No quiere sentarse?
FANTASMA.
¡Miserable mortal!… (Estornuda dos veces seguidas y pierde el tono.) Esa ventana, hágame el favor.
RICARDO.
En seguida. (La cierra.) Venga, siéntese. Y no sea niño; está usted muy excitado. (Le toma del brazo y le lleva hasta un asiento.) Así.
FLORÍN.
Basta, Ricardo. ¿Son estas tus diversiones? Pues para ti; yo me marcho a la cama.
RICARDO.
Don Florín, ¡piense usted que está delante del más allá! ¡Qué dirá este señor!
FLORÍN.— (Malhumorado.)
¡Que se vaya al cuerno!
RICARDO.
¡Alto! Eso sí que no. (Al Fantasma.) Hable usted; confunda a este incrédulo.
FLORÍN.
¿No es una broma tuya?
RICARDO.
Se lo juro.
FLORÍN.
Pero entonces, ¿qué significa esto? Hable usted.
FANTASMA.— (Acobardado.)
Yo… ¿Y qué voy a decir yo después de ese estornudo?
FLORÍN.
¿Quién es usted? ¿Qué hace usted aquí?
FANTASMA.
Eso digo yo: ¿quién soy yo?, ¿qué pinto yo aquí? Porque no es posible que yo sea un fantasma de verdad… Yo me llamo don Joaquín, y les juro a ustedes que soy incapaz de matar una mosca.
RICARDO.— (Indignado.)
¿Qué dice? ¿Es posible que no sea usted un fantasma serio?
FLORÍN.
Tú déjale. A ver, explíquese.
FANTASMA.
No sé cómo he podido resistir tantos días. ¡Tan feliz como he sido en esta casa! FLORÍN.
Vamos, sin rodeos.
FANTASMA.
Perdónenme, tengo la cabeza loca. ¡Estoy tan débil! (A un gesto de impaciencia.) Yo vine a esta casa hace cuatro años; estaba desalquilada, y para que no viniera nadie a quitármela se me ocurrió esto de vestirme de blanco y pasearme con una antorcha por el salón. Pero inocentemente. ¡Qué sabía yo entonces de estas cosas! Cultivaba las berzas de la huerta, disponía de una buena biblioteca… Sobre todo las berzas. ¡Qué hermosura!
RICARDO.
¡Oh, cállese; qué asco! ¡Y yo que tenía tantas ilusiones en usted!
FLORÍN.
Siga.
FANTASMA.
Era el más feliz de los fantasmas. Pero vinieron estos señores, y aquí empezaron mis desventuras. Tenía que presentarme a ellos; y para eso no había más remedio que documentarse un poco. Y empecé a leer libros sobre la materia. ¡Qué libros, santo Dios! ¡Los pelos se me ponían de punta! Y empecé a adelgazar y a ver sombras por todas partes, a tener miedo de mí mismo. De noche era espantoso. Y ayer… no era una pesadilla; la casa se movía, daba vueltas; las paredes se tiraban contra mí. ¡Se lo juro; no era una pesadilla!
FLORÍN.
Ayer se bebió usted media botella de ron.
FANTASMA.
¿Sí? Caramba, con el daño que me hace… ¿Entonces hoy…?
FLORÍN.
Hoy la otra media; está usted hecho una calamidad.
FANTASMA.
De todos modos…; en esta casa hay misterio. No me arriesgaría yo a vivir en ella solo ni una noche más.
RICARDO.
¡Qué vergüenza! ¡Es usted un fantasma de tercer orden, sin la menor dignidad!
FANTASMA.
Perdóneme; he sufrido mucho. Hace quince días que duermo en el desván, en un baúl americano. Además no como apenas; estoy a leche desde que ustedes vinieron.
RICARDO.
¡Cállese!
FANTASMA.
Señor, yo…
RICARDO.
¡Usted no merece ni mover los veladores de tres patas!
FLORÍN.
Vamos, no hay que ponerse así.
FANTASMA.
Déjele que me riña; está en su derecho. Y usted también. Pero no me abandonen.
RICARDO.
¿Y si lo abandonáramos?; ¿si le dejáramos solo en esta casa con todas esas sombras…?
FANTASMA.
¡No, por Dios! Ustedes no comprenden mi tragedia… (Con espanto de sus propias palabras.) Porque ahora, ¿quién me dice a mí que no soy un fantasma de verdad?
RICARDO.
¡Eh!
FANTASMA.
¡Quién me dice a mí que no me he muerto hace siglos, y que esto es un minuto de mi eternidad! ¿Eh?
RICARDO.
Hombre sí; no está mal eso.
FANTASMA.
¡Oh, dígame que no! Es espantosa esta duda…
RICARDO.— (Cruel, después de reflexionar.)
No cabe duda; usted está muerto.
FANTASMA.
¡Muerto!
RICARDO.
Completamente.
FANTASMA.
¡Pero no es posible…, si yo respiro…, si yo me llamo don Joaquín!…
RICARDO.
Alucinaciones. Muerto hace cien años. Usted es… Napoleón. A ver, ponga la mano así… Así, muy bien: Napoleón.
FANTASMA.— (Como un eco triste.)
¡Muerto…!
RICARDO.
¡Ah!, y aquí las cosas serias: o usted está muerto de veras o lo mato yo ahora mismo. Conque a empezar de nuevo y a olvidarse de sus berzas. Ya verá cómo llegamos a hacer de usted un fantasma decente. (Llamando.) ¡Pedrote!
FLORÍN.
Pero Ricardo…
RICARDO.
Silencio; por esta noche basta. (Al Fantasma.) Que usted descanse en paz.
FANTASMA.
Napoleón.
RICARDO.— (A Pedrote que entra.)
Acompaña a este señor; es el fantasma de la casa. Dale de cenar, y por esta noche que duerma contigo. Hala. (Salen Pedrote y el Fantasma.) Cuidado con ese árbol, mi general. (El Fantasma se detiene y rodea. Ricardo se frota las manos contento.) Esto se anima. ¿Ha visto usted? Otro que está fuera de la Geometría. Ya somos tres.
FLORÍN.
Hay para matarte. Y a ti te parecerá muy gracioso lo que has hecho con ese pobre hombre, ¿no?
RICARDO.
Nada de gracioso. He procurado darle una vida nueva y maravillosa; eso es todo.
FLORÍN.
¿Pero tú has visto qué cara de infeliz? Es capaz de morirse del susto. Vamos, recapacita un poco; déjate en paz de disparates.
PEDROTE.
Señor, hay una sombra trepando a ese balcón.
RICARDO.
¿Trepando? (Gozoso.) El número cuatro, don Florín; ¡papá Samy está ahí! FLORÍN.
¡Otro más, y entrando por la ventana! No, hijo; ya bastó. Buenas noches.
PEDROTE.— (Volviendo.)
Por aquí. (Salen don Florín y Pedrote.)
RICARDO.— (Ríe. Luego corre al balcón.)
¡Papá Samy!
Ricardo y Sirena
SIRENA.— (Con un grito de gozo.)
¡Dick!
RICARDO.
¡Eh!
SIRENA.
¡Dick! (Corre a él y le besa.)
RICARDO.
Señorita…
SIRENA.
¡Al fin! ¡Cuánto tiempo ya! Te hice esperar mucho ¿verdad? No fue mía la culpa; me tenían presa, ¿sabes? ¡Y tú tan lejos! ¡No me besas, Dick!
RICARDO.
Perdón…; debo de estar aturdido…, no recuerdo.
SIRENA.
Yo tampoco apenas. ¡Ya hace tiempo, ya! Pero tú me querías. Y ahora ya estamos juntos. ¿No me besas, Dick?
RICARDO.— (Después de una vacilación.)
No. Espera…; es mejor así.
SIRENA.— (Triste.)
¡No me besas! (Alegre otra vez.) ¡Ah!, es porque tardé mucho, ¿verdad? No fue mía la culpa; no querían decirme dónde estabas. ¿Pero y tú? ¿Quién te dijo que iba a venir hoy? Porque tú me estabas esperando. Fue una idea muy delicada la tuya de plantar esas enredaderas del balcón para que yo trepara por ellas. ¿Y esta casa?; ¿es esta nuestra casa? Muy negra, Ricardo; me gustaría más azul. Y muy grande para los dos solos; tendremos que recortarle todo lo que sobra… No, perdóname; si tú la prefieres así… Nuestra casa. (En la ventana.) ¡El mar! ¿Por qué tienes el mar tan lejos? No entrará nunca en la casa; no llegará hasta aquí. Verás, mañana mismo la corremos un poco hacia allá. ¡Que entren a gritos el sol y el mar! Y tendremos una terraza de algas. (Otra vez a su lado.) ¿Qué dices, Ricardo? No hablas, no me dices nada… (Con miedo.) ¿No eres tú Ricardo?
RICARDO.
Sí… soy Ricardo. (Cogiéndola de los brazos.) ¿Y tú?, ¿quién eres tú?
SIRENA.
¡Yo! (Buscándose a sí misma.) Yo soy una sirena.
RICARDO.
¿Quién te trajo aquí?, ¿cómo te llamas?
SIRENA.
Me llamo… eso; Sirena. (Desprendiéndose de él.) ¡Ah!, tú quieres engañarme, quieres decir que no me conoces para burlarte de mí. Pero no me engañas, Dick. Tú me quieres; tienes los ojos grandes. ¿Verdad que tú crees en mí?
RICARDO.
Sí… Pero si eres una sirena, ¿cómo estás aquí? ¿Vienes ahora del mar?
SIRENA.
No, ahora vengo de tierra adentro. He corrido mucho, muchas horas. Tenía miedo de que me siguieran. Estoy rendida.
RICARDO.
¿Y quién te dijo el camino de nuestra casa?
SIRENA.
¿Ves? Quieres engañarme. Me lo dijiste tú mismo. ¿Crees que no me di cuenta? Lo escribías para que lo supiera yo. Y por eso corrí. Ya ves que no pude venir antes. Pero estoy rendida. ¿Cuál es nuestra habitación? Quisiera descansar.
RICARDO.
Espera, no te vayas.
SIRENA.
¿Qué quieres?
RICARDO.
¡Júrame que eres una sirena!
SIRENA.— (Riendo.)
¿No lo sabes ya?
RICARDO.
Las sirenas cantan un cantar que ciega a los pescadores y a los marineros. ¿Lo sabes tú?
SIRENA.
Sí.
RICARDO.
Dímelo.
SIRENA.
No puedo, estoy fatigada. (Yendo a la ventana.) Está ya amaneciendo; la luz del día me cansa mucho.
RICARDO.
Espera.
SIRENA.
Quisiera descansar.
RICARDO.
Luego; ahora dime ese cantar.
SIRENA.
¿Y si ciegas, Ricardo?
RICARDO.
¡Dímelo!
SIRENA.
No lo recuerdo apenas. ¡Hace ya tanto tiempo que estoy en tierra! Pero lo siento aquí, dando aletazos como una bandera. ¿Cuál es nuestra habitación, Dick?
RICARDO.
Esa. Pero no vayas aún; yo no dormiré hoy.
SIRENA.
Eres cruel. (Se sienta.)
RICARDO.
Quiero saberlo.
SIRENA.
Después, cuando volvamos los dos al mar. ¿Quieres ahora dormir sobre mis rodillas?
RICARDO.
Sí; pero canta.
SIRENA.
Duerme. (Ricardo apoya la cabeza sobre su regazo. Después de un silencio la voz de Sirena suena transfigurada.)
Mi amado es para mí un manojito de coral
que reposa sobre mis pechos.
Yo dormía, pero mi corazón velaba,
y la voz de mi Amado me llamó:
hermosos son tus amores, Esposa mía,
y dulces como vino de las algas.
Tus besos saben a sal.
RICARDO.— (Desasosegado.)
¡Sirena!
SIRENA.
Mi Amado se hizo una barca de madera del Líbano;
sus remos hizo de plata
y sus arpones de amor.
Mi Amado apacienta en las anémonas,
y su rebaño de delfines
se prende en los anzuelos de su voz.
RICARDO.
¡Sirena!
SIRENA.
Mi Amado, es mío y yo suya.
La voz de mi amado me llamó:
¡Levántate, hermosa mía,
Amiga mía, ya amaneció en el mar!…
¡Yo me senté a la sombra de mi Amado
y su bandera, sobre mí, fue amor!
RICARDO.— (Fascinado.)
¡Sirena! ¡Sirena-Sulamita! (La besa.)
SIRENA.— (Levantándose, transfigurada de gozo.)
¡Me has besado, Ricardo! ¿Dirán ahora que yo sueño?, ¿dirán que no me quieres? ¡Me has besado! ¡Padrino!
RICARDO.
¿Qué dices? (Avanza hacia ella.)
SIRENA.
Déjame, no me quites ahora tu beso. ¡Es mío ya!
RICARDO.
¡No! ¡Ahora no te vas! ¡Ahora tengo que saber quién eres!
SIRENA.— (Con un grito de espanto.)
¡No me pegues! (Ricardo se detiene. Transición.) No me pegues tú también. Perdóname. Estoy rendida. (Da la luz en la ventana.) Mira, ya es completamente de día… Buenas noches.
TELÓN