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Lucía se despertó a la misma hora de siempre y mientras se duchaba se dio cuenta de que no oía ningún ruido proveniente del piso de al lado. Roberto no debía de haber regresado. Las cajas que habían traído los de la mudanza estaban en su descansillo, así que supuso que él ya pasaría a buscarlas más tarde. Se vistió y se tomó un café y salió del piso con una sonrisa en los labios. Sonrisa que se desvaneció cuando vio salir a una morena despampanante del piso de enfrente.
-Buenos días –dijo la mujer en cuestión que al parecer además de guapa era educada.
-Buenos días –respondió Lucía tratando de contener la rabia. Al final el tal Roberto no había trabajado tanto como se temía. Y pensar que ella sintió incluso algo de pena por su extenso horario de trabajo. ¡Si ni siquiera se había molestado en ir a buscar las cajas!
Ambas entraron en el ascensor y Lucía optó por mirar al frente y no decir nada más, pero la otra mujer parecía tener ganas de hablar.
-¿Vives aquí?
-Sí.
-Es un edificio muy acogedor.
-Lo es.
-¿Conoces a Roberto?
Ah no, eso sí que no, no iba a ponerse en plan instituto y responder a las preguntas que los ligues del señor bombero pudieran tener.
-Nos presentamos ayer, pero no creo que vuelva a cruzarme con él.
-Es una lástima –dijo la morena.
Por suerte, en ese instante el ascensor se detuvo en la planta baja y tras una brevísima despedida Lucía salió a la carrera hacia la inmobiliaria. Mientras cruzaba un paso peatonal se preguntó por qué estaba tan enfadada, y a media mañana, tuvo que confesarse a sí misma la verdad. Estaba enfadada porque durante unos segundos Roberto había conseguido hacerla sonreír, había conseguido que dejara de sentirse como una idiota por haber estado diez años con un hombre que no sólo le era infiel, sino que también la utilizaba. Y resulta que Roberto era también un crápula y un aprovechado; seguro que había decidido sonreír a la pobre vecinita para que le hiciera el favor con los de la mudanza y luego había ido a pasárselo bien con la morenaza. Aunque tenía que reconocer que lo de la excusa del juego de llaves había sido un toque maestro, había conseguido que se creyera que le preocupaba de verdad no molestarla. Vaya cretino. Típico, pero después de Daniel, ella ya estaba curada de espantos, así que cuando el señor sonrisa maravillosa volviera a entrar en escena se aseguraría de no caer en sus redes, si quería tener un portero que se fuera a vivir a Pedralbes.
Roberto no podía quitarse de la cabeza la imagen de Lucía con la camiseta del Monstruo de las Galletas manchada de vino. Estaba preciosa, parecía sacada de la mejor de sus fantasías, era divertida, de un modo algo peculiar, por supuesto, y tenía unos ojos devastadores… y el que no hubiera empezado a tratarle como un pedazo de carne con patas le había llegado al alma. Roberto era consciente de que la madre naturaleza y la genética habían sido generosas con él y eso, sumado a su trabajo de bombero, hacía que las mujeres lo devoraran con la mirada. A sus treinta años de edad ya se había acostumbrado, o mejor dicho, resignado, y estaba harto de luchar contra los estereotipos, especialmente contra aquel que dice que si un hombre es atractivo o es tonto o es un canalla. Si alguien quería conocerle de verdad seguro que le daría una oportunidad, aunque, tal y como solía decir su hermana Miranda, era tan guapo que daba asco. Miranda era uno de los motivos por los que se había animado a irse a vivir a Barcelona, su hermana pequeña vivía allí desde hacía unos años con su novio, los dos eran diseñadores textiles, o aspiraban a serlo, y habían encontrado trabajo en la capital catalana. Roberto había empezado a sentirse solo, sus padres estaban jubilados y se pasaban más tiempo viajando con el Imserso que en casa, cosa que le parecía genial, pero eso, sumado a lo del calendario, le habían llevado a solicitar el traslado. Miranda estaba tan contenta, y tan impaciente, que había ido a verle al parque de bomberos hacía una media hora. Le dijo que pasaba por allí, aunque él supo al instante que era mentira, y, sin pensarlo siquiera, Roberto le contó que había conocido a Lucía, su vecina, y le había gustado mucho. Había sido un error, un grave error, pues su hermana dejó de ser una dulce muchacha de veinticinco años para convertirse en un agente de la Interpol. Le inundó a preguntas sobre Lucía, preguntas que lógicamente él fue incapaz de responder pues acababa de conocerla, y no se rindió hasta que Roberto le entregó las llaves del piso para que así pudiera ir a curiosear. Seguro que ya la había liado, pensó con una sonrisa. En ese instante sonó la campana y cualquier pensamiento sobre su hermana o Lucía se desvaneció de su mente.
Lucía se pasó el día trabajando, o mejor dicho, tratando de trabajar, pero la falta de llamadas y de clientes no ayudaba demasiado, y optó por abrir su correo electrónico personal, tal vez Berta le habría mandado algo que la animaría. En su bandeja de entrada había sólo tres e-mails, dos de propaganda y uno de ¿Daniel?
Se planteó no abrirlo, borrarlo directamente sin más, pero la curiosidad pudo más que el sentido común y sucumbió a la tentación.
El texto empezaba con un «hola, guapísima», frase que ella odiaba, y después continuaba con una breve descripción de lo genial que era su trabajo en Bruselas y lo pésimo que era el tiempo allí. Por el momento ninguna pregunta sobre ella. Luego le decía que como tenía un par de días de vacaciones había pensado ir a España, a Barcelona para ser más exactos, pues no le apetecía ir a casa de sus padres. Seguía sin preguntarle nada y allí, por fin, estaba el motivo por el que se había dignado escribirle. Tras un par de chistes, Daniel le pedía si podía instalarse en su piso, en la habitación de invitados, por supuesto, y así se ahorraría tener que pagar un hotel.
Lucía colocó el mouse encima del dibujo de la papelera y lo apretó unas veinte veces, hasta estar segura de que el e-mail desaparecía para siempre de su ordenador. El imbécil había conseguido ponerla de peor humor. Cerró el correo y abrió el archivo en el que guardaba la información sobre todos los locales que la agencia tenía en alquiler y empezó a curiosear en busca de uno en el que abrir su floristería.
Llegó la hora de cerrar y Lucía había limitado su lista a tres opciones; los tres locales estaban situados cerca de barrios con encanto y tenían un precio asequible. Además, estaban rodeados por zonas residenciales a la vez que de pequeños comercios, así que una floristería podría encajar a la perfección. Mañana mismo organizaría las visitas, pensó mientras regresaba a su piso, y si todo iba bien quizá en menos de un par de meses podría abrir. Por el camino se detuvo a comprar pan, fruta y un par de cosas más que faltaban en su cocina, y siguió pensando en todo lo que tenía por hacer. Estuvo tentada de no avisar a Roberto y dejarle sin más las cajas frente a la puerta, pero a lo largo del día se le había pasado el enfado y había llegado a la conclusión de que él podía hacer lo que quisiera con su vida, al fin y al cabo acababa de conocerle y sólo habían intercambiado unas palabras, no tenía sentido que se enfadara tanto. Lo único que tenía que hacer era mantener las distancias, se dijo a sí misma, y cuando llamó al timbre de la puerta de enfrente y nadie la abrió no se llevó una gran decepción, qué va, lo único que pasaba es que estaba preocupada por si lo que había en esas cajas le hacía falta.
Vestida esta vez con sus pantalones grises de rigor y una camiseta de Tarta de Fresa, regalo de la loca de Berta, se preparó la cena, dio de comer a Roberto y a Clotilde, y se sentó a la mesa. Y justo entonces volvió a sonar el timbre, pero a diferencia de la noche anterior en esta ocasión no se manchó.
-Tarta de Fresa. ¿Todas tus camisetas tienen dibujos de los ochenta?
-No –respondió al ver a Roberto plantado en su portal-. Tienes muy mala cara. –Hizo una mueca y se sonrojó-. Lo siento, normalmente no suelo ser tan maleducada.
-No, si tienes razón. Creo que llevo más de treinta y dos horas despierto, entre la mudanza y el lío de turnos en la estación ni me acuerdo de la última vez que dormí, o comí –añadió él tras el ruido que le hizo el estómago-. Lo siento, ya ves, ahora me toca a mí disculparme, pero es que con el olor tan bueno que sale de tu piso me he acordado de que hace días que no como.
A pesar del discurso que se había dado a sí misma sobre los tipos egoístas, al mirarle a los ojos Lucía tuvo la sensación de que a Roberto no acababa de encajarle esa etiqueta, así que decidió arriesgarse: -¿Quieres pasar? He hecho hamburguesas, y todavía tengo algo de pasta de ayer, seguro que hay de sobra para los dos. Las cajas están aquí. –Se las señaló al pasar-. Esta mañana he visto a una mujer salir de tu piso pero no me he atrevido a dárselas, como tú me dijiste que no tenías otro juego. –Se encogió de hombros.
Roberto entró y cerró la puerta tras él.
-Era mi hermana Miranda, vino a curiosear. ¿Seguro que no molesto? No quisiera que te sintieras obligada a darme de comer sólo porque mi estómago ha decidido gruñir en tu presencia –dijo sonriendo.
-No, tranquilo. Así puedo hablar con alguien que tiene pulmones en vez de branquias. –Lucía se negó a reconocerse así misma que descubrir que esa chica era hermana de Roberto le había quitado un enorme peso de encima, y el que ahora tuviera ganas de sonreír era pura casualidad.
-Tienes un piso precioso –sentenció Roberto al llegar al comedor.
-Es igual que el tuyo, pero sin las cajas, claro –dijo Lucía-. Y con una pecera.
-¿Les has dado de comer?
-Sí, por ahora no me he olvidado. Siéntate.
Roberto se sentó a la mesa que ya estaba servida y esperó a que Lucía trajera otros cubiertos.
-Bueno, esto es todo. Sírvete lo que quieras.
Él así lo hizo y tras un bocado sentenció: -Está buenísimo.
-No seas exagerado, el hambre te hace decir tonterías –se burló ella.
-Quizá, pero está buenísimo.
Tras esos halagos a su técnica culinaria, Roberto le contó que habían tenido que acudir a tres emergencias, dos bastante graves y una ridícula, pero que por suerte todas habían terminado bien. A cambio, Lucía le explicó que trabajaba en una inmobiliaria pero que estaba pensando seriamente en abrir su propia floristería, e incluso le contó un par de ideas que tenía sobre cómo decorarla.
-Es genial, tienes que hacerlo.
-No sé, Daniel siempre decía... –se interrumpió y carraspeó-. Da igual. Será mejor que cambiemos de tema.
-Por supuesto. –Se levantó y llevó los platos a la cocina para empezar a lavarlos.
-No te preocupes, ya lo haré yo –dijo Lucía al entrar con las copas.
-No, ni hablar, es lo menos que puedo hacer después de que mi estómago se autoinvitara a cenar.
-Está bien, pero que conste que no insisto porque me lanzarás una de tus demoledoras sonrisas y entonces haré el ridículo. –Tan pronto como terminó la frase se sonrojó de los pies a la cabeza-. Dime que no lo he dicho en voz alta.
-No lo has dicho en voz alta –respondió él al instante-, pero gracias por el cumplido, y no sé si mis sonrisas son demoledoras pero tus ojos sí que son realmente peligrosos.
Ante una Lucía atónita, Roberto se secó las manos y salió de la cocina. En el pasillo, cogió las cajas y volvió a hablar.
-Gracias de nuevo por todo, supongo que ahora me quedaré dormido hasta mañana por la tarde pero si cuando me despierto descubro que todo esto no ha sido un sueño, ¿puedo llamarte?
Lucía asintió con la cabeza.
-Perfecto. Buenas noches, Lucía.
Le encantaba cómo pronunciaba su nombre, como si fuera una palabra exótica y de lo más sensual.
Roberto, tal y como le había dicho a Lucía, durmió unas quince horas seguidas y cuando se despertó tardó unos instantes en recordar dónde estaba.
Barcelona. Piso nuevo. Caminó hacia la cocina, tratando de no tropezarse con las cajas, y se preparó un café. Si no le fallaba la memoria era viernes y no tenía que volver a trabajar hasta el lunes pero, por si las moscas, sacó el cuadrante con los horarios para comprobarlo. Le alegró ver que no se había equivocado. Miró el reloj que el anterior inquilino se había olvidado encima de la nevera y vio que ya era mediodía. Normalmente no solía dormir tanto, no le gustaba ir con los horarios al revés de las personas con trabajos normales, aunque después del ajetreo de toda la semana tampoco era tan raro que al final hubiera caído rendido. Se duchó, se puso unos vaqueros y una camiseta y no se molestó en afeitarse, tenía un poquito de barba pero le daba pereza y bueno, tampoco tenía que pensar en no lastimar la piel de nadie, ¿no? En ese preciso instante una imagen de Lucía le vino a la mente.
Era la primera chica que no se le insinuaba pasados dos segundos, de hecho, Lucía era incluso distante, había sido todo un detalle que le invitara a cenar, pero en ningún momento le dejó entrever que esa cena fuera algo más. Roberto ni se acordaba de la última vez que había tenido una conversación tan agradable con alguien del sexo puesto.
Lucía tenía unos ojos preciosos, castaños, de un color que le recordaba a las monedas de oro que había coleccionado desde pequeño, y cuando sonreía se iluminaban desde dentro. La primera vez que la vio, allí frente a la puerta de su piso con la pecera entre las manos, tuvo la sensación de que el traje de ejecutiva no acababa de encajarle, y cuando un rato después llamó a su piso y ella respondió con la camiseta del Monstruo de las Galletas supo que tenía razón. Estaba guapísima, con el pelo en un moño completamente absurdo y las mejillas sonrojadas. Era obvio que era algo tímida, y se sonrojaba con facilidad, y bueno, en las pocas horas que había compartido con ella, Roberto había llegado a la conclusión de que le encantaba que sus sonrisas causaran siempre ese efecto. Las mujeres que había conocido hasta entonces interpretaban su sonrisa como que las estaba invitando a una noche de lujuria desenfrenada, y nada más lejos de sus intenciones. Roberto odiaba los ligues de una noche y, aunque había tenido sus escarceos, había decidido que prefería la soledad a aguantar que otra energúmena le tratara como si fuera un gigoló.
Sabía muy pocas cosas de ella; un tal Daniel le había hecho daño, la noche anterior estaba muy cansado pero no tanto como para no darse cuenta de que ella hacía una mueca al pronunciar el nombre, tenía un extraño sentido del humor, y trabajaba en una inmobiliaria cuando lo que en realidad quería hacer era abrir una floristería. No era demasiado, así que pensó que lo mejor que podía hacer era invitarla a cenar y averiguar el resto.
Menos mal que el viernes hacía jornada intensiva; tras solucionar las cuestiones relacionadas con el trabajo, Lucía, llamó a los propietarios de los locales que había estado mirando para su floristería y uno le dijo que podía enseñárselo esa misma tarde a última hora. Cerró la agencia y caminó hacia su casa para ver si podía comer algo y cambiarse. A ella nunca le había gustado llevar americana y tacones pero sabía que era la imagen que muchos clientes de la inmobiliaria esperaban ver y ya se había acostumbrado. Pero tan pronto como terminaba la jornada laboral la ropa en cuestión empezaba incluso a picarle y corría a ponerse una de sus camisetas y los vaqueros, a pesar de las críticas constantes de Berta, por supuesto.
Estaba en la cocina, terminando de preparar la ensalada con la que iba a acompañar el salmón cuando sonó el timbre. Se secó las manos y fue a abrir.
-¿Los Fraggel? ¿De dónde sacas todas estas camisetas?
-De internet. Berta, mi mejor amiga, me enseñó una página web donde las venden, aunque creo que se ha arrepentido de hacerlo.
-¿Por qué? –preguntó Roberto.
-Eso da igual –respondió Lucía, que ni loca iba a contarle la teoría de Berta sobre Lauren Bacall.
-Venía a darte las gracias de nuevo por la cena de ayer y para preguntarte si te gustaría hacer de guía turística esta tarde y luego ir a cenar conmigo.
-No puedo –respondió al instante, y como le sorprendió ver que Roberto dejaba de sonreír añadió-: he quedado para visitar un local. De hecho, iba a comer un poco antes de irme.
-Vaya, lo siento, al parecer siempre te interrumpo. Lo siento. –Se puso las manos en los bolsillos y dio un paso atrás-. Bueno, supongo que ya nos veremos.
-¿Quieres pasar? –Lucía abrió la puerta un poco más-, si no tienes nada que hacer puedes hacerme compañía un rato, y, ¿has comido ya?
-No, pero no te preocupes, ya sería el colmo que me autoinvitara otra vez a comer –dijo él, aunque la idea de volver a estar con Lucía le hacía sentir un agradable cosquilleo por todo el cuerpo.
-Vamos, pasa.
Lucía colocó otro plato en la mesa y sacó el salmón y la ensalada de la cocina.
-Hay bastante para los dos –dijo al servir-, ¿te gusta el pescado, no?
-Por supuesto, mi madre me mataría si supiera que he rechazado un plato de salmón.
Los dos empezaron a comer y Lucía se dio cuenta de que Roberto la miraba de un modo extraño, primero trató de no hacerle caso pero al cabo de un rato no pudo más y se lo preguntó.
-¿Qué estás mirando?
-A ti.
-¿Tengo salsa en la cara? –Levantó al instante la servilleta.
-No, no es eso. –Él le sujetó la mano antes de que llegara a frotarse la cara con el retal de tela-. Tienes unos ojos preciosos.
-¿Yo?
-Tú.
-Gracias.
-De nada –respondió Roberto con una sonrisa-. No quisiera parecer un loco ni nada por el estilo pero, ¿me dejas que te acompañe a visitar ese local? Me encantaría pasar un rato más contigo.
-¿Por qué?
-¿Como que por qué?
-¿Te has visto? –Al ver que él levantaba una ceja sin entender nada, continuó-: Pareces sacado de una peli de Disney, eres igual que Eric de La Sirenita.
-Sé quién es Eric. –Eso pareció cogerla por sorpresa-. Pero no entiendo qué tiene que ver con esto.
-Nada. No sé. –Se levantó de la mesa y llevó los platos a la cocina-. Es que, mira, eres demasiado guapo para mí.
Roberto, que la había seguido a la cocina, le cogió una mano.
-No digas tonterías. –Le sonrió y notó que ella temblaba un poco-. ¿Estás nerviosa o te doy miedo? –preguntó, preocupado de verdad.
-Nerviosa. –Cerró los ojos y respiró hondo-. Hace seis meses mi novio de toda la vida, Daniel, me dejó para irse a vivir la vida. Me dijo que se aburría conmigo y que quería probar cosas más excitantes.
Roberto tuvo ganas de buscar al tal Daniel y ahogarle con sus propias manos, y después darle las gracias.
-Hace tres meses conocí a un chico, se llamaba Guillermo, era muy agradable, y guapo. –Aunque no tanto como tú, pensó Lucía-, pero estaba muy enamorado de una chica llamada Emma que acababa de dejarlo.
Ahora quería matar a ese Guillermo, y también darle las gracias por estar tan ciego.
-No pasó nada, tuvimos una cita bastante agradable en la que los dos nos contamos nuestras penas y nos despedimos sin más. –Ella se soltó la mano-. Lo que quiero decir es que no soy de las que despiertan grandes pasiones. Si no conseguí mantener el interés de un hombre que decía que me quería es imposible, imposible, que alguien como tú –le señaló- sienta la más mínima curiosidad hacia alguien como yo.
Roberto la miró a los ojos durante un segundo y sin pensarlo hizo lo que debería de haber hecho tan pronto como ella le dijo que parecía un dibujo animado; la besó.