Capítulo 1
Primera regla del fútbol americano:
El ataque es la mejor defensa.
La cena de celebración iba a tener lugar en el restaurante más exclusivo de Boston. La directiva del club había reservado todo el local para agasajar a sus jugadores, a sus familias y a todo el equipo técnico de los Patriots tras una de las mejores temporadas de la historia. Sin embargo, el personal de L’Escalier había tenido el acierto de no decorar el establecimiento hasta conocer el resultado del partido. La cena se llevaría a cabo tanto si el equipo ganaba o no la codiciada Super Bowl, pero el ambiente sería distinto, así como las pancartas y el resto de sorpresas previstas para esa noche. El menú sería el mismo.
Perdieron.
Fue un gran partido. Lucharon por la victoria hasta el final, pero perdieron.
Los New England Patriots habían perdido la Super Bowl.
En el vestuario los jugadores estaban furiosos con el resultado, pero satisfechos con su actuación y con el espectáculo que habían ofrecido a sus seguidores durante toda la temporada. Era una lástima que no hubiesen podido alzarse con el título, una injusticia, a pesar de que los New York Giants habían hecho un gran partido y se merecían la victoria.
Al menos habían perdido frente a un equipo excepcional, y ahora no tenían más remedio que asumirlo y empezar a prepararse para la siguiente temporada.
La cena les iría bien para relajarse y para pasar un rato agradable sin la presión que habían soportado durante los últimos meses. Todos los jugadores parecían estar más o menos resignados mientras se duchaban y se vestían para la cena. El único que seguía sentado en la banqueta sujetando el casco entre los dedos era Kev MacMurray, Huracán Mac, uno de los principales quarterbacks y capitán de los Patriots.
—Ya sé que a las mujeres les gusta tu look rebelde, Mac, pero dudo que en L’Escalier te dejen entrar sudado y cubierto de barro. Y te sigue sangrando la ceja —le dijo Tim, su mejor amigo y también jugador del equipo que solía ocupar la posición de corredor.
Mac lanzó el casco contra la puerta de su taquilla. El ruido del metal resonó en el vestuario, pero nadie le hizo caso. Todos estaban habituados al temperamento de su capitán.
—Tendríamos que haber ganado —farfulló—. Si en la última jugada…
—Ya no hay nada que hacer, Mac —Tim lo interrumpió lanzándole una toalla a la cara—. Ve a ducharte. Ponte el traje y vamos a la fiesta. Después puedes llamar a una de tus amigas y seguro que la afortunada en cuestión se pasará el resto de la noche consolándote y demostrándote lo maravilloso que eres.
—Tendríamos que haber ganado —repitió, aunque se puso en pie y se quitó furioso la camiseta.
—Ganaremos el año que viene. Ve a ducharte.
Mac se quitó los protectores y notó que el hombro le dolía más de lo que creía.
—Esta noche me apetece emborracharme, ¿vamos a ese club, ese del que nunca recuerdo el nombre, después de la cena?
—Sunset, y lo siento, pero no. No puedo.
—Oh, no, no me digas que la señorita Remilgada no te deja salir después de las doce.
—No la llames así, o dentro de dos meses tendrás que llamarme señor Remilgado.
—No me recuerdes que vas a casarte con esa estirada. Joder, Tim, estás cometiendo un error.
—No es verdad y lo sabes, por eso eres mi padrino. Vamos, date prisa, seguro que Susan me está esperando fuera.
—No te deja ni respirar. —Soltó el aire entre dientes para contener una punzada de dolor y cogió la toalla. Se estaba haciendo viejo, y su cuerpo insistía en recordárselo—. Está bien, joder, iré a ducharme y me vestiré para la maldita cena, pero tú y tu carcelera podéis iros sin mí. Nos encontraremos en el restaurante.
Tim, que ya estaba a medio vestir, se detuvo un segundo mientras se abrochaba los gemelos de la camisa y miró a Mac directamente a los ojos. Llevaban tantos años siendo amigos que reconocían cuando el otro mentía.
—No irás a dejarnos plantados, ¿eh, capitán?
—No, pero lárgate de aquí antes de que cambie de opinión —dijo dándole la espalda para dirigirse hacia la ducha con una toalla alrededor de la cintura—. Y dile a la señorita Estirada que no se acerque a mí. Después de haber perdido contra los Giants no estoy de humor para soportar sus comentarios sarcásticos.
Mac caminó por el vestidor ignorando las distintas conversaciones que mantenían sus compañeros a su alrededor. A la gran mayoría de ellos les quedaban muchos partidos por jugar, pero a él ya no. Todavía no sabía qué iba a hacer, qué iba a tener que hacer, y la incertidumbre lo estaba matando. Era eso o una úlcera.
Entró en la ducha y dejó que el agua caliente borrase de su cuerpo los restos de sangre y de barro que todavía tenía pegados en el rostro y en el cuello. Apoyó las manos en la pared que tenía enfrente y dirigió el chorro de agua hacia la nuca. Se estaba haciendo viejo. Hacía unos meses había cumplido treinta y cinco años y sus huesos empezaban a quejarse. Treinta y cinco años. Joder. Sacudió la cabeza bajo el agua igual que un perro al salir del mar. Dios. Últimamente no podía dejar de pensar en eso, en su edad, en lo que había conseguido en la vida.
Todo.
Nada.
Volvió a sacudir la cabeza y con una mano giró el grifo del agua fría al máximo. El repentino cambio de temperatura le hizo soltar una maldición, pero se quedó inmóvil bajo el chorro. Él nunca había perdido el tiempo pensando en esa clase de cosas y le desconcertaba ver que ahora lo hacía. Tonterías. Echó los hombros hacia atrás un par de veces. Lo único que pasaba era que llevaba demasiados meses sin relajarse. La temporada había sido muy dura y aunque el equipo tenía cuatro capitanes, todos siempre recurrían a él. «Porque eres el más viejo de todos, joder, Mac». Cogió el jabón y se dispuso a realizar los movimientos mecánicos necesarios para ducharse. Lo único que necesitaba era dormir, descansar un poco y echar un polvo. O unos cuantos. Si Tim no estuviese a punto de casarse con la señorita Frígida, esa misma noche podrían salir y emborracharse hasta que saliese el sol. Mac podía salir solo, o con cualquier otro compañero de equipo, los más jóvenes siempre se apuntaban, pero ninguno entendía su sentido del humor como Tim. Lógico, se conocían desde los diez años, cuando ambos coincidieron en aquel estúpido y elitista campamento de verano.
Y ahora Tim iba a casarse con esa periodista estirada y remilgada que seguro que lo convertiría en un pelele en menos de un año.
Se enjabonó el pelo y se obligó a dejar de pensar en Pantalones de Acero, así era como Mac había bautizado a Susan en su mente, además del montón de nombres con los que se dirigía a ella siempre que coincidían. Algo que, por desgracia, sucedía con relativa frecuencia. Por suerte o por desgracia el sentimiento era completamente mutuo; a él Susana Lobato Paterson tampoco podía soportarlo, y no hacía ningún esfuerzo por disimularlo, aunque probablemente era un poco más discreta que Mac.
A Mac le molestaba todo de ella, empezando porque fuese tan estirada que incluso se había quitado la última «a» del nombre. El padre de Susana era un médico español que se había trasladado a los Estados Unidos con su única hija cuando enviudó. Tim le contó en una ocasión que se suponía que padre e hija iban a quedarse sólo una temporada, pero el doctor Lobato rehízo su vida y se quedaron. En aquel entonces Susan tenía sólo diez años, aquél era uno de los pocos detalles que conocía Mac, y que su padre había vuelto a casarse con una enfermera de Boston.
Lo que no sabía era por qué Susana había decidido convertirse en Susan.
A ella le molestaba que él la llamase por ese nombre, y él lo hacía sólo para hacerla enfadar de verdad. Lo reservaba para ocasiones especiales porque sabía que a la que pronunciaba la última «a» ella lo miraba con los ojos helados y vacíos, y él, aunque sentía cierta satisfacción al hacerla enfadar, se quedaba con una extraña sensación en el estómago. Probablemente porque Tim siempre le daba un codazo cuando lo hacía.
Quizá la cena no estaba tan mal, se dijo mientras se anudaba de nuevo la toalla alrededor de la cintura al salir de la ducha olvidándose por completo de la horrible prometida de su mejor amigo. Era absurdo que se preocupase por ella, probablemente dejaría de verla cuando estuviese casada con Tim. Y Tim, a pesar de las bromas que Mac le hacía, seguiría siendo el mismo de siempre. Haber perdido la Super Bowl le estaba afectando más de lo que creía, lo mejor sería que se vistiera y que saliera del estadio cuanto antes.
El restaurante donde iban a celebrar la fiesta (de consolación) era exquisito y seguro que alguna de las animadoras o camareras o periodistas invitadas terminaría yéndose con él. Sí, suspiró satisfecho mientras se rociaba un poco de colonia, comería, bebería y pasaría el resto de la noche en la cama con una mujer atractiva. Aunque eso también empezaba a aburrirlo; había incluso ocasiones en las que el esfuerzo por seducir a una mujer no merecía la pena porque al final sentía como si ellas sólo quisiesen acostarse con Huracán Mac y no con el hombre que había detrás del nombre.
¿Cuándo había empezado a importarle que lo utilizasen? Hubo una época en la que eso le habría parecido un halago.
«Porque entonces eras joven y estúpido».
—Espabila Mac —se dijo a sí mismo entre dientes.
Él no quería declaraciones de amor y tampoco estaba dispuesto a ofrecerlas, pero, para variar, le gustaría que a la mujer que compartiese cama con él le importase mínimamente quién era, y no sólo buscara satisfacer el morbo de acostarse con uno de los capitanes de los Patriots. Era como si lo tratasen como ese cromo que les faltaba para terminar una colección imaginable de sementales de la liga de fútbol profesional.
Lo mejor sería que dejase de darle vueltas al tema. Siempre que perdía un partido se ponía pensativo y si ese partido era el más importante de la temporada podía pasarse horas analizando el porqué de cada jugada. Se abrochó la camisa y se puso la corbata negra alrededor del cuello. Al día siguiente empezaban sus vacaciones y cuando volviesen a comenzar los entrenamientos estaría en plena forma. No iba a dejar que la Super Bowl se le escapase otra vez de entre los dedos.
Para la cena de esa noche, Susan había elegido un vestido negro hasta las rodillas, que dejaba la espalda completamente al descubierto. El vestido tenía un escote barco que la cubría de hombro a hombro y después la tela se deslizaba por los laterales de su cuerpo dejando la columna vertebral al desnudo.
Ella jamás había tenido una prenda tan sensual, tan insinuante, y si esa tarde Pamela no hubiese estado con ella en la tienda de ropa, seguiría sin tenerla. Era demasiado estrecho, demasiado corto, demasiado provocativo, demasiado caro. En una palabra: demasiado. Pero Pamela no descansó hasta que Susan le dio la tarjeta de crédito al dependiente y le dijo que se lo llevaba. Pamela, su amiga y cámara del mismo programa sabía exactamente qué tenía que hacer para convencerla: decirle que jamás se atrevería a ponérselo. Una táctica infalible.
Susan picó el azuelo.
Y Pamela tenía razón, al menos en parte. Jamás se pondría ese vestido tal como le había aconsejado el dependiente, pero con una americana tapándole la espalda y el larguísimo collar de perlas que había heredado de su abuela materna, se convertía en un vestido negro sin más, en un fondo de armario. Y podía ponérselo sin problemas.
Susan estuvo más de media hora maquillándose y recogiéndose el pelo. Cuando terminó se plantó frente al espejo que tenía en el dormitorio y observó el reflejo con detenimiento. Era como si estuviese viendo a otra persona. Estaba muy guapa. No era tan insegura como para no reconocer que estaba atractiva con ese vestido, y se sentía extraña, tenía cosquillas en la espalda y le sudaban las manos.
Un presentimiento.
Esa noche iba a suceder algo importante. Suspiró y sacudió la cabeza. Siempre que tenía un presentimiento recordaba a su madre diciéndole que los escalofríos solían indicar que algo bueno iba a suceder. Era una historia absurda y ella sabía perfectamente que no era cierta, pero no podía negar que era como si esa noche fuese distinta a las demás.
Volvió a centrarse en su reflejo e intentó ser objetiva. A una parte de ella le habría gustado ser capaz de ir así al campo de fútbol, seguro que a Tim le gustaría. «Y a todos los hombres que te vean pasar», le dijo una voz en su cabeza. Pero también fue esa voz la que le recordó que entonces perdería el respeto que tanto le había costado ganar. El mundo estaba lleno de mujeres que habían recurrido al físico para llegar adonde querían, y ella no las juzgaba por ello, cada cual utilizaba las armas que quería para conseguir su objetivo. Pero si quería que la tomasen en serio en su profesión, eso era lo último que tenía que hacer.
Susan tenía un doctorado en económicas y su tesis había versado sobre el flujo de las finanzas en la globalización de los mercados. Sí, de pequeña la habían llamado empollona, cuatro ojos, pardilla y un sinfín de variaciones de los mismos términos. Hasta que llegó a la adolescencia y entonces los chicos empezaron a darle la razón sin escucharla y las chicas empezaron a ignorarla o a criticarla. Ni su padre ni sus hermanos entendían por qué había decidido entrar en el mundo de la televisión si tanto le molestaba que se fijasen en ella. Pero ella estaba convencida de que podía explicar las noticias de economía de un modo más interesante, más convincente y más útil.
Ésa era su máxima aspiración, aunque nunca se lo había contado a nadie aparte de su jefe, Joseph Gillmor, probablemente uno de los últimos periodistas que quedaban en el país. Un año antes, Joe le había dado cinco minutos fijos en las noticias de la noche, la franja horaria más disputada de la televisión, y si todo seguía según lo previsto en de un par de años tendría su propio programa de economía. No sería nada escandaloso y seguro que al principio no tendría demasiada audiencia, pero era un comienzo.
Poco a poco la iban tomando en serio y Susan sabía que si aparecía en la cena de los Patriots colgada del brazo de su prometido como si fuese una Barbie más perdería el respeto que tanto le había costado ganarse. Bastantes comentarios jocosos había tenido que aguantar con motivo de que su novio fuese jugador de fútbol profesional, y eso que Timothy Delany, Tim, era el heredero de una de las familias más influyentes de los Estados Unidos. Su padre, su abuelo y su bisabuelo habían sido congresistas, y todo el mundo daba por hecho que Tim terminaría siéndolo cuando se le pasase la tontería del fútbol.
Se puso los pendientes que éste le regaló cuando le pidió que se casase con él tres meses atrás, a juego con un espectacular diamante que también llevaba en la mano derecha, y giró levente la espalda hacia el espejo para observar el efecto del escote; al ver de nuevo el reflejo de la piel desnuda pensó en la cara que pondría MacMurray cuando la viese.
—Seguro que hoy no se atreverá a llamarme Pantalones de Acero a la cara —dijo en voz alta retocándose el pintalabios. Sonrió y cogió un pañuelo de papel para dar el beso de rigor y quitarse el exceso de color, y acto seguido se puso la americana.
Salió del apartamento con una sonrisa y se subió al taxi que la estaba esperando para llevarla al estadio. Susan vivía en una zona bastante céntrica de la ciudad y si no hubiese sido por los tacones que llevaba esa noche probablemente habría cogido el metro.
Ahora realmente la ayudaría sentarse en un vagón y perderse por los rostros de los otros pasajeros. Era una de sus aficiones preferidas; observar los rostros de la gente. En ocasiones una mueca, un movimiento de ceja, la comisura de un labio, decía más que mil palabras. Observó un segundo al taxista. Era un hombre de unos cuarenta años, se estaba quedando calvo y parecía un actor italiano o un miembro de la mafia. El semáforo que tenían delante cambió a ámbar y el vehículo que los precedía decidió cumplir con el código de circulación y pararse.
Por el retrovisor, Susan vio que el taxista se mordía el labio inferior para contenerse y fulminaba con la mirada la nuca del otro conductor.
Sí, un rostro podía reflejar mucho. El de Tim desprendía ternura y en ocasiones algo de tristeza. Y el de Mac… la mayoría de las veces le resultaba indescifrable. Aunque dado que él no tenía ningún reparo en verbalizar lo que pensaba de ella, no le hacía falta deducirlo de sus facciones.
No sabía muy bien por qué había pensado en MacMurray en aquel preciso instante, pero el mejor amigo de Tim nunca le había gustado. Todavía no lograba entender que ese hombre tan engreído, estúpido y superficial prácticamente hubiese crecido con su prometido.
Ella nunca había intentado separar a Tim de MacMurray, no era de esa clase de mujeres que controlan las amistades de sus parejas, pero Tim no era ningún tonto y sabía perfectamente que su prometida y el capitán del equipo no podían soportarse.
Todavía recordaba el día que conoció a Mac. Estaba muy nerviosa porque Tim le gustaba y tenía el presentimiento de que si su mejor amigo la vetaba, no volvería a llamarla, una teoría adolescente, pero que probablemente seguía funcionando con los hombres de cualquier edad. Fue una cena bastante tensa con un par de momentos incómodos, pero Susan creyó que había ido relativamente bien… hasta que salió del baño y oyó a MacMurray diciéndole a Tim que no perdiese el tiempo con ella porque «era una farsante estirada que parecía más frígida que un témpano de hielo». A lo que siguió: «Una mujer que se esfuerza tanto por aparentar lo que no es no puede estar bien de la cabeza».
Suspiró, era absurdo que ese recuerdo siguiera doliéndole. Tim y ella iban a casarse. A formar una familia. Mac podía irse al infierno.
El taxista reanudó la marcha con una maniobra algo apresurada y ella se llevó instintivamente una mano al recogido para asegurarse de que no se le había soltado ningún mechón de pelo. De esa nefasta cena hacía ya un año, y ella y Tim estaban comprometidos, así que era más que evidente que Tim había desoído por completo los consejos de su «mejor amigo»; sin embargo a ella seguía empapándosele la espalda de sudor al recordarlo. ¿Por qué diablos había dicho eso MacMurray? De todas las cosas que podía haberle dicho, por qué precisamente la había llamado farsante… nadie excepto ella sabía que así era como se sentía en ocasiones. Y de todas las personas del mundo, ¿por qué tenía que ser Mac la única que se hubiese dado cuenta? ¿O tal vez sólo había sido casualidad, un tiro a ciegas?
El estadio apareció al fondo y el conductor guió el taxi hasta la entrada para miembros de la junta, jugadores e invitados selectos.
Aunque Susan era periodista nunca cubría los deportes y le parecía un abuso utilizar la entrada de prensa. Y ese día sería una temeridad. Además, ella únicamente estaba allí como prometida de Tim.
—Ya hemos llegado —anunció el taxista antes de comunicarle el importe de la carrera.
Susan le pagó y se dirigió hacia la puerta que ya le había abierto un miembro del personal de seguridad.
—Buenas noches, Rob —lo saludó al reconocerlo—. ¿Tim ha salido ya del vestuario?
—Buenas noches, señorita Lobato. Todavía no hemos visto al señor Delany, y tampoco al capitán MacMurray. Puede pasar y esperarlos en una de las salas para invitados.
—Gracias, Rob —se despidió del guarda con una sonrisa.
Caminó por la laberíntica planta inferior del estadio y frunció el cejo al comprobar que Rob había dado por hecho que Tim y Mac estaban juntos. Esos dos eran muy amigos; Susan no pudo evitar preguntarse qué habría pasado entre ella y Mac si no hubiese oído lo que éste le dijo a Tim en esa cena.
¿Serían amigos? ¿Se llevarían bien?
MacMurray nunca le habría gustado, en realidad tenía ganas de estrangularlo sólo con verlo, pero quizá habrían podido tener una relación más cordial, al menos por el bien de Tim. Se le aflojó el cejo y sonrió de nuevo al pensar en Tim y como si lo hubiese conjurado con la mente, éste apareció en el pasillo por el que ella estaba caminando.
—Estás preciosa —le dijo él a su espalda.
Susan suspiró aliviada y se dio media vuelta
—Tú también —respondió ella reparando en lo guapo que estaba con su traje, recién duchado. Suspiró y se acercó a él—. Siento que hayas perdido.
—Hemos jugado bien —dijo Tim encogiéndose de hombros—. Ganaremos la próxima vez.
—Seguro.
Tim colocó las manos en su cintura y se agachó para darle un discreto beso en los labios.
—No quiero estropearte el maquillaje —se disculpó al apartarse.
—Llevo el pintalabios en el bolso —insinuó Susan acercándose un poco más a él.
—Y los periodistas de todos los canales de deportes del país están al final del pasillo, incluido el de tu programa, señorita Lobato.
Susan se quedó mirándolo un segundo. La calma que desprendía Tim era probablemente lo primero que le había atraído de él cuando lo conoció y uno de los motivos por los que había aceptado convertirse en su esposa, pero apenas una hora antes ese mismo hombre prácticamente le había arrancado la cabeza a un jugador de los Giants porque le había arrebatado el balón.
¿Dónde estaba toda esa pasión ahora? ¿La reservaba sólo para el terreno de juego?
«Estás siendo una estúpida, Susana, no tendrías que haberte quedado hasta las tantas leyendo esa novela. Tú no quieres que te bese ahora».
Y ésa era la pura verdad.
A pesar de que lo había provocado y de que estaba flirteando incluso con él, Susan no quería que la besase allí en medio de ese pasillo donde podía verlos cualquiera.
—Tienes razón. —Se apartó y se conformó con estrechar los dedos con los de Tim. Él le devolvió el gesto y salieron juntos a enfrentarse con los micrófonos.
Siempre que lo acompañaba, Susan se esforzaba por mantenerse en un discreto segundo plano, aunque no siempre lo conseguía porque ciertos periodistas se empeñaban en preguntarle únicamente por la boda. Esa noche, sin embargo, no fue el caso pues todos estaban dispuestos a regodearse, con más o menos elegancia, en la derrota de los Patriots. Tim respondió a una cuantas preguntas y cuando un miembro de seguridad del estadio le indicó que su limusina estaba esperándolos, se despidió y tiró de Susan hacia la salida.
Igual que el taxi en el que ella había llegado, el vehículo negro los estaba esperando justo en la entrada y lograron meterse en él sin que los emboscase un grupo de seguidores que prácticamente había aparecido de la nada.
Realizaron el trayecto hasta el restaurante en silencio. Tim le apretó la mano en varias ocasiones y Susan le sonrió para darle ánimos. Formaban un gran equipo, pensó ella, no hacía falta que hablasen para saber qué necesitaba el uno del otro.
En la entrada del restaurante tuvieron que lidiar con otra manada de periodistas, procedentes mayoritariamente de revistas del corazón y los flashes de las cámaras amenazaron con cegarlos. Quizá otra noche cualquiera se habrían detenido y habrían respondido a preguntas tan importantes como dónde se estaba haciendo Susan el vestido o si iban a servir un menú vegetariano, pero cruzaron la puerta de L’Escalier sin detenerse. Los dos suspiraron aliviados cuando ésta se cerró a sus espaldas y enseguida un rostro amable se acercó a saludarlos; Mike Nichols, el entrenador de los Patriots.
—Tinman, ya pensaba que iba tener que ir a buscarte —le dijo a Tim llamándolo por el apodo con el que había sido bautizado en su primer partido oficial—. Aunque ahora que veo la belleza que te acompaña, no me extraña que te hayas retrasado. Es un placer volver a verte, Susan, ¿cuándo entrarás en razón y vendrás conmigo?
Susan sonrió y le dio un beso en la mejilla.
—Nunca. Además, no creo que a Margaret le hiciese mucha gracia. Y tú no podrías vivir sin ella.
Mike se rió por lo bajo y también le dio un beso en la mejilla.
Susan pensó que apenas había notado ninguna diferencia entre los dos besos.
—Tienes razón, no sé qué haría sin ella —sonrió Mike.
—¿Sin quién?
—Sin ti, Maggie —respondió el entrenador tras la interrupción de su esposa que se acercó a saludar a los recién llegados.
—Ah, ya lo sé. Siento que no hayáis ganado, Tim. Habéis jugado muy bien.
—Los Giants también, por desgracia —respondió el aludido agachándose para darle un beso a modo de recibimiento.
—Bueno, ¿qué os parece si disfrutamos de la cena y nos olvidamos del partido durante un rato? —sugirió la esposa del entrenador.
—Me parece una idea magnífica, Margaret, aunque dudo que consigas que dejen de hablar del partido —añadió Susan.
—¿Dónde está Mac? —preguntó entonces Mike mirando a ambos lados.
—Vendrá enseguida, lo he dejado duchándose.
—El muy terco no ha querido que le cosieran la ceja —farfulló Mike recordando una de las discusiones que había mantenido con el capitán del equipo durante el partido—. Seguro que aprovechará la excusa para no presentarse.
—Vendrá, ya lo verás —afirmó el otro jugador.
—¿Qué te he dicho? —Susan le sonrió a Margaret sin dejar de mirar a los dos hombres.
—Tienes razón, son un caso perdido. —La mujer entrelazó un brazo con el de la periodista—. Acompáñame a por una copa de champán y así me cuentas cuándo piensan darte un programa para ti sola. El otro día te vi en la tele y por primera vez entendí lo que significa elevar el techo de la deuda.
Susan aceptó el halago de la otra mujer y juntas fueron hasta la barra que había al final del comedor en la que dos camareros preparaban cócteles y servían champán.