El calor era insoportable. Aunque el verano no había llegado todavía, el sol, que se había puesto ya hacía varias horas, había dejado la impronta de su sello como un poder pesado y asfixiante del que era imposible sustraerse. Dentro, la angustia era todavía mayor; implacable y letal, parecía haber quedado atrapada en aquel lugar oscuro y silencioso que hubiera desagradado incluso al mismo Set[1].
Sin embargo, a aquellas tres personas el hecho no parecía importarles demasiado. El más joven, un niño aún, miraba nervioso hacia la angosta salida. Los otros dos, hombres ya, se movían con extremada cautela en la agobiante penumbra del interior de aquella tumba.
Como sabedores de que no podrían permanecer demasiado tiempo allí, actuaban con la celeridad y concisión propias de quienes estaban habituados a tan tenebrosas prácticas; fruto, sin duda, de sórdidos años de experiencia.
El niño permanecía quieto, observando ensimismado los murales inscritos en las paredes hacía siglos. Siempre le pasaba igual, aquellas imágenes ejercían sobre él un magnetismo inexplicable que le abstraían de todo cuanto le rodeaba y solían producirle extraños sueños que, en ocasiones, le desasosegaban. Los jeroglíficos, repletos de letanías que contenían los usuales ritos mágicos para el eterno descanso del difunto, las escenas de su vida cotidiana, los dioses que le acompañaban a lo largo de los muros, la gran serpiente Apofis[2]; los monos… Sobre todo estos últimos le fascinaban, hasta el punto que un gran sentimiento de respeto se apoderaba de él haciéndole avergonzarse por encontrarse allí. Mas él no entendía nada de lo que significaban aquellas imágenes; no sabía quién era Apofis ni lo que representaban los monos baboon, ni mucho menos descifrar aquella escritura.
—¡Cuánto me gustaría conocer el significado de todos estos símbolos! —se decía para sí mientras con su pequeña lámpara iluminaba la pared.
—¡Nemenhat, deja de holgazanear y ven a alumbrarnos! Por todos los genios del Amenti[3]. ¿A qué crees que has venido? —maldijo uno de los hombres.
El niño dio un respingo y se volvió presto tropezando con algunos de los objetos que se hallaban por el suelo; uno de los vasos canopos que contenían las vísceras del difunto cayó con estrépito haciéndose añicos. Fue como si la bóveda celeste se abriera sobre sus cabezas y todos los dioses al unísono les gritaran señalándoles con su dedo acusador. Kebehsenuf[4], uno de los guardianes de los «Cuatro Puntos Cardinales» y protector de los intestinos del muerto, yacía por los suelos roto en pedazos.
—¡Isis[5] nos proteja!, hasta el superintendente de la necrópolis ha tenido que oírlo desde su casa. ¿Qué te ocurre hoy?
—Lo siento, abuelo, son las imágenes que me abstraen de este lugar.
—Imágenes, imágenes… Basta de tonterías y ayúdanos de una vez.
—Padre, esto es un mal augurio —dijo el tercer hombre.
—No temas, Shepsenuré, no es la primera vez que se rompe uno de los vasos; pero tendremos que hacer ofrendas a las cuatro diosas custodias[6]. Y en cuanto a ti, Nemenhat, vas a aprender a moverte sin romper nada aunque tenga que molerte el trasero a bastonazos. Ahora acabemos cuanto antes.
El chiquillo obedeció y casi reptando se introdujo junto a ellos en el rincón más recóndito de la tumba.
Dentro, la sensación de claustrofobia era absoluta. El aire parecía no existir y el poco que pudiera haber era propiedad de aquella lámpara cuya tenue luz daba a sus cuerpos sudorosos un aspecto tan tenebroso como lo era el lugar.
El más viejo escrutó entre la penumbra con mirada experta. Allí parecía haber poco que llevarse. Quizás en alguno de los cofres encontraran algo de valor; pero todo apuntaba a que en la hora de su muerte aquel difunto no poseía fortuna alguna.
El abuelo, Sekemut, había sido el primero en encontrarla. Había rastreado el Valle de los Nobles durante meses en busca de algún hallazgo, hasta que finalmente dio con un hipogeo[7] que tenía los sellos intactos. Ello le había hecho conferir fundadas esperanzas de sacar algo provechoso de su descubrimiento, pues la tumba de un noble siempre ofrecía buenas expectativas; mas ahora que recorría su vista por el interior sintió la habitual frustración por el trabajo baldío.
Sekemut llevaba robando tumbas desde hacía cuarenta años. Era su oficio, como lo fue de su padre, lo era también de su hijo y seguramente lo sería de su nieto. Era sumamente diestro en su trabajo, y el hecho de que en los últimos tiempos proliferara tanto aficionado en lo que consideraba un arte, le llenaba de tristeza. Tenía razón cuando decía que ya no había orden en Egipto. Corrían tiempos en los que todo estaba trastocado y cualquiera podía asaltar una tumba dejándola después como un muladar encendiendo a su vez la ira de los dioses. Porque, eso sí, Sekemut era muy respetuoso al respecto, poniendo gran cuidado de no romper nada en el interior, y si por desgracia alguna vez ocurría, se apresuraba a hacer ofrendas en su descargo. Además, tenía por costumbre no desvalijar las tumbas por completo, dejando siempre al difunto los bienes imprescindibles que necesitaría para su vida diaria en el Más Allá.
Su padre no había sido de la misma opinión y los dioses le castigaron. Fue detenido y condenado en tiempos del faraón Merenptah que mandó que le descoyuntaran por tamaños sacrilegios; así era el Maat[8].
Su hijo, Shepsenuré, alumno aventajado donde los hubiera, había acompañado a su padre en sus saqueos desde su más tierna infancia, aprendiendo con aprovechamiento todo cuanto Sekemut tuvo a bien enseñarle.
—Los oficios hay que aprenderlos de niños —había oído decir a su abuelo a menudo.
Y a fe que tenía razón el viejo, pues Shepsenuré podía tenerse por digno sucesor de sus ancestros. Mas, con buen criterio, su padre también decidió que aprendiera una profesión respetable y le envió al taller de Hapu, el carpintero, donde en sus ratos libres, el muchacho aprendió el oficio.
Junto a ellos, Nemenhat, el hijo de Shepsenuré, daba sus primeros pasos a fin de convertirse en un futuro en garante de tan lúgubre tradición. Para él, aquello no dejaba de ser un juego, macabro sin duda, pero un juego; muy diferente a los que solía practicar con los otros niños de su edad, pero también mucho más interesante. Sentía emociones extraordinarias, por ello era habitual verle mirar boquiabierto todo cuanto el mundo de los muertos le revelaba en el interior de aquellas tumbas.
Los hombres se acercaron al sarcófago de madera y lo observaron en silencio.
—Este hombre era casi tan pobre como nosotros, padre —murmuró Shepsenuré.
Sekemut asintió en silencio.
—No merece la pena ni que forcemos el ataúd —dijo éste suspirando—. Dejémosle al menos lo poco que poseía.
—¿Cuánto crees que lleva enterrado?
—Poco más de cien años —contestó Sekemut mientras miraba en rededor.
—No hay duda de que era un noble venido a menos —dijo Shepsenuré casi para sí.
Sekemut no hizo caso del comentario a la vez que reparaba en unos arcones próximos.
—Nemenhat, acerca la lámpara —ordenó el viejo inclinándose sobre los cofres.
El niño obedeció y se agachó junto a su abuelo; éste asió el candil y lo pasó sobre ellos. Eran de madera con algunas incrustaciones de marfil que les daban cierta gracia, aunque no resultaran nada del otro mundo.
Abrieron el primer cofre y su desilusión fue patente. Sólo contenía varios vasos de alabastro y algunos efectos de aseo personal. En el segundo no había nada digno de mención salvo un juego de senet[9] y otros artículos de ocio. Por fin al abrir el tercero sus caras se iluminaron.
Destellos dorados surgieron límpidos ante ellos; Sekemut pasó la lámpara muy despacio y sonrió. El pequeño arcón se hallaba repleto de collares, pulseras y brazaletes de oro, lapislázuli y pasta vidriada.
Sekemut cogió algunos con cuidado y los sopesó.
—Bueno, al menos no nos iremos de vacío. Hijo, trae el saco y démonos prisa.
Entre los tres fueron sacando las joyas del viejo arcón hasta que no quedó nada en él; luego se aproximaron al último de ellos y también lo forzaron. Éste sólo contenía unas pequeñas figuras en forma de momia. Eran los ushebtis[10], los contestadores, aquellos que cuando se requería al difunto desde el Más Allá para realizar tareas como sembrar campos, llenar canales de agua u otros menesteres, contestaban: «Aquí estoy». Solían tener pequeñas herramientas, algunas pintadas sobre la misma figura, necesarias para cumplir con su cometido. Había más de una veintena y eran todas de loza pero exquisitamente hechas.
—Esto es sagrado, así que no lo tocaremos —dijo Sekemut haciendo un gesto con la mano para que se marcharan.
Cerraron pues el cofre y como si de reptiles se trataran, se deslizaron por la entrada de la cámara mortuoria; luego, y tras recorrer el pequeño pasillo, salieron de la tumba.
Lo hicieron con precaución, casi con timidez; mas afuera no se oía nada. El silencio era absoluto, como si profesara el mayor de los respetos al lugar donde se hallaban. Por su parte, la luna había decidido abandonar a su suerte a las tierras de Egipto y la noche era negra, sin más luz que las lágrimas de Isis que en forma de estrellas brillaban en el firmamento.
Ya en el exterior, sintieron el estimulante frescor que fue como la vida para aquellos hombres que, todavía encorvados, llenaban sus pulmones una y otra vez intentando acaparar todo el aire que el valle les ofrecía. Después, como figuras venidas desde el Amenti, bajaron por la escarpada ladera hasta desaparecer en la oscuridad.
Un chacal aulló en los cerros, quizá fuera Upuaut[11], el dios chacal que acostumbraba a merodear por las necrópolis, dándoles su triste despedida como único testigo de cuanto allí había ocurrido.
Aunque era natural de Coptos, Shepsenuré había permanecido poco tiempo allí; de hecho no recordaba nada de los años pasados en la ciudad y siempre que miraba hacia atrás se veía junto a su padre, Sekemut, recorriendo los caminos de Egipto.
Deambularon por buena parte del país durante más de veinte años, huyendo de la ira del faraón tras la condena y ajusticiamiento de su abuelo, y sin más bienes que los que sus regulares rapiñas les proporcionaban. Poca cosa, teniendo en cuenta los resultados, pues al cabo de todos aquellos años eran casi tan pobres como al principio.
Por el camino fue perdiendo lo único valioso que en realidad poseía, su familia. Madre, hermanos, tíos; todos fueron desapareciendo víctimas de las penalidades de la vida errante a la que los enojados dioses les empujaban. Criado en semejante ambiente y sin enraizar su vida en ningún lado, Shepsenuré se hizo hombre sin sentir apenas apego alguno por su tierra, y con el corazón rebosante de desprecio por los dioses y el orden que éstos establecieron en aquel país en los albores de su civilización.
Un día, feliz donde los hubiera, conoció a Heriamon, una hermosa joven de familia humilde, natural de la santa ciudad de Abydos, de la que quedó prendado desde el mismo momento en que la vio. Shepsenuré llevaba varios meses junto a su padre en la ciudad, buscando cualquier enterramiento del que pudieran sacar algún beneficio. No en vano, aquella población había sido elegida por los antiguos faraones tinitas para construir sus tumbas; y ya se sabía, donde se enterraba un rey, se enterraban también sus nobles. Sin embargo, las buenas perspectivas apenas dieron frutos y, como en otras ocasiones, Shepsenuré tuvo que trabajar como carpintero para poder ganarse el sustento.
Pero en aquella oportunidad la suerte pareció sonreírle, pues Heriamon se enamoró de él perdidamente, y al poco tiempo la tomó por esposa. Fueron momentos dichosos para el joven, pues nunca antes había sentido tanta felicidad, trabajando en lo que buenamente pudo mientras amaba a la bella Heriamon con todas sus fuerzas. Pronto ésta quedó encinta dando a luz un hermoso niño al que pusieron por nombre Nemenhat.
Para Shepsenuré, aquel niño resultó el bien más preciado que pudiera poseer. Ni mil tumbas que robara le proporcionarían tesoro mayor, pensaba alborozado. Su hijo le daría fuerzas para abrirse camino e intentar así ofrecerle un futuro mejor.
Pero el inmediato resultó no ser precisamente bueno; el trabajo escaseaba y no había demasiadas posibilidades de encontrar botín alguno en la ciudad de Osiris[12], por lo que otra vez se volvió a encontrar en los caminos en busca de fortuna. Ahora eran cuatro las bocas que alimentar, así que, con buen criterio, el abuelo Sekemut decidió que se dirigieran a Waset, el cetro; el nomo[13] III del Alto Egipto, donde en su capital, Tebas, tendrían mayores oportunidades.
Allí pasaron cinco años con diverso sino. Sekemut, que conocía muy bien el lugar, hizo algunos hallazgos provechosos con los que pudieron mantenerse holgadamente, a la vez que su hijo instalaba un pequeño taller de carpintería donde realizaba pequeños encargos. Por su parte, Heriamon resultó ser una mujer abnegada donde las hubiera y, aunque se daba perfecta cuenta de cuanto sucedía, jamás tuvo una palabra de reproche hacia su marido. Ella sabía de sobra lo dura que podía resultar la vida para alguien que, como ellos, procedían de los estratos más bajos de aquella sociedad.
Nemenhat evidenció ser un niño muy despierto, aunque algo retraído, que prefería acompañar a su abuelo y a su padre por la necrópolis a los juegos con los otros chicos del barrio. Sentía adoración por su padre y no había cosa que le atrajera más que unirse a él en sus macabras aventuras. Observaba todo cuanto hacían en el interior de los túmulos y se sentía subyugado; presa de una fascinación que iba más allá de lo racional. En aquellos momentos, el niño creía tener muy claro a lo que se dedicaría cuando fuera mayor; saquearía tumbas como ellos.
Con el tiempo, las cosas volvieron a empeorar. Egipto atravesaba momentos difíciles y los asaltos a las tumbas de la necrópolis tebana empezaron a proliferar. Se formaron bandas organizadas que se dedicaron al expolio incontrolado de cuantos hipogeos encontraban, destrozando todo cuanto en ellos había sin ningún tipo de escrúpulo. Tebas ya no era un lugar seguro para Shepsenuré y su familia, y mucho menos el sitio adecuado para aventurarse entre los cercanos cerros del oeste[14], al otro lado del río. Los inspectores de la necrópolis habían intensificado su vigilancia, y en semejantes circunstancias lo mejor era cambiar de nuevo de residencia, pues corrían un peligro que conocían bien.
Para colmo de males el abuelo cayó enfermo, y lo que empezó como una simple tos, se fue transformando en interminables accesos con esputos sanguinolentos que a la postre acabaron con la vida de Sekemut. Shepsenuré lloró la muerte de su padre, el hombre al que había acompañado en su desgracia durante tantos años, y que representaba el último eslabón con su pasado. Un eslabón que yacía roto para siempre y al que decidió dar el más decoroso de los entierros posibles. Para ello, no tuvo más remedio que vender la mayor parte de sus exiguos bienes y así poder procurarle el adiós que se merecía; al fin y al cabo, el viejo Sekemut siempre había sido devoto de los dioses, aunque fuera a su manera.
Ya nada le retenía en Tebas; así pues, una mañana muy temprano, abandonó la ciudad junto a su mujer e hijo con el propósito de encaminarse hacia el norte, a las tierras del Bajo Egipto.
Heriamon, que estaba de nuevo embarazada, no puso objeción alguna. Ella seguiría a su marido allá donde se dirigiera con el mejor de los ánimos y el corazón henchido de gozo por poder permanecer junto a él.
Partieron con los pocos enseres que les quedaban, un hatillo con alguna ropa, y una pequeña caja donde Shepsenuré llevaba sus herramientas de carpintero; suficiente, pues él estaba convencido de que podría mantener a su familia con pequeños trabajos hasta establecerse definitivamente en el lugar apropiado. Así fue como atravesaron los nomos de Los Dos Halcones, El Cocodrilo y El Sistro[15], en los que se ganaron la vida sin dificultades sacando lo justo para poder seguir su camino.
Una mañana, tras meses de viaje, Heriamon comenzó a sentir los primeros dolores del parto, por lo que Shepsenuré se apresuró a buscar un lugar adecuado donde poder asistirla. Caminaron durante todo el día. Heriamon, sin emitir un solo quejido, arrastraba los pies por el camino ayudada por el brazo de su esposo mientras Nemenhat, ajeno a todo cuanto sucedía, no paraba de corretear de acá para allá.
Por fin, al atardecer, llegaron a una aldea otrora importante llamada Tinis, donde fueron cobijados, y en la que una comadrona atendió el alumbramiento del que nació una niña.
Permanecieron por espacio de un mes en el pueblo. Durante este tiempo, Shepsenuré se ganó el pan arreglando el shaduf[16] de algún campesino del lugar, en tanto su amada esposa se recuperara; pero ésta no se recuperó. A las pocas semanas comenzó a subirle la fiebre y dos días más tarde la pequeña también enfermó. Nemenhat observaba a su madre postrada sobre el jergón apretando a su hermanita junto a su pecho, consumiéndose día a día. Él se les acercaba y con su mano les acariciaba aquella piel que ardía. Mientras, su padre, desesperado, invocaba a Hequet[17] y Tawaret, la diosa hipopótamo de grandes pechos que era protectora de los lactantes. Pero todo fue inútil y al cumplirse un mes justo murieron las dos.
El niño no comprendía bien el alcance de todo aquello, sólo veía a su padre postrado junto a su madre sollozando con las manos entrelazadas, y cómo los pobres aldeanos intentaban darle ánimos inútilmente. Sin embargo, aquellas imágenes le acompañarían durante toda su vida.
Como no disponía de bienes suficientes, Shepsenuré trabajó durante un tiempo en Tinis todo cuanto pudo, a fin de ganar lo suficiente para poder fabricar un sarcófago para su esposa e hija. Asimismo, contrató a un aldeano que hacía las veces de embalsamador en el lugar, que al menos pudo inyectarles un líquido graso procedente del cedro[18] por el ano, secando después sus cuerpos sumergiéndolas en natrón.
Los féretros fueron conducidos hasta una antigua tumba abandonada que era utilizada por la mayor parte del pueblo y que se hallaba casi repleta. No hubo ofrendas, ni tan siquiera banquete funerario, y la gente que acudió al entierro acompañó a padre e hijo con actitud resignada. Shepsenuré colocó dentro del ataúd de su esposa las sandalias de papiro que ella misma había trenzado. Dentro del de la pequeña tan sólo pudo derramar sus lágrimas; al menos habían sido sepultadas dignamente.
Shepsenuré y su hijo continuaron su camino hacia el norte hasta llegar a Zawty[19], capital del Árbol de la Víbora Superior, que era como se llamaba el nomo XIII del Alto Egipto; punto de partida de las caravanas que se dirigían al oasis de Ain-Amar[20], en el sur. Allí, el desierto occidental asediaba tenazmente las tierras de cultivo estrangulándolas inmisericorde; pero era una población que ofrecía posibilidades y un buen lugar donde permanecer mientras el chiquillo creciera. Así que, después de deambular durante unos días por la ciudad, Shepsenuré encontró ocupación en un taller de manufactura de muebles donde, en poco tiempo, se ganó la confianza del capataz.
Éste pareció apreciar su trabajo, pues enseguida empezó a encargarle los pedidos de las familias principales que, al parecer, quedaron muy contentas. Ello le ayudó a adquirir cierta reputación, acumulándosele los encargos, lo que le hizo prosperar notablemente hasta el punto de poder ahorrar lo suficiente como para comprar un burro y olvidar momentáneamente sus pasadas penalidades.
Durante cuatro años permaneció en Zawty llevando una vida honorable, incluso a los ojos de los dioses, en los que aprovechó para iniciar a su hijo en el oficio, tal y como su padre había hecho con él. Por primera vez, Shepsenuré llevó una vida ordenada, llegando a pensar que las viejas heridas de su alma se hallaban restañadas por completo.
Pero su estancia en Zawty no fue sino un paréntesis más en su interminable peregrinaje; el trabajo empezó a flojear y en su corazón volvió a sentir la irracional atracción por las oscuras inclinaciones de otro tiempo. Sus raíces no fructificarían allí. Tenía que continuar al corazón de Kemet[21], allá donde los dioses[22] antiguos reinaron hacía mucho tiempo y donde construyeron sus eternas moradas; él las saquearía.
Una mañana, cargaron sus pocas pertenencias sobre el asno y se dirigieron hacia Ijtawy, la que en otro tiempo fuera capital del Imperio Medio, y donde gobernaran los grandes faraones de la XI y XII dinastía. La distancia era larga y, en aquellos tiempos, los caminos en Egipto no eran en absoluto seguros. Esta circunstancia hizo que Shepsenuré prefiriera no utilizar la carretera principal y sí, en cambio, las veredas y pequeños caminos que surcaban los campos de cultivo.
Así, se despidieron pues de Zawty cruzando al poco el gran brazo fluvial que se separaba del Nilo y dirigía parte de su caudal al Lago Meridional, Sheresy; una extensa depresión extraordinariamente fértil con una exuberante vegetación, en la que los cocodrilos eran particularmente abundantes y en donde Sobek[23] señoreaba entre los demás dioses.
Avanzaron por el Alto Egipto recorriendo sus provincias, deteniéndose aquí y allí lo imprescindible para reponer sus fuerzas y poder seguir su camino. Como en ocasiones anteriores, Shepsenuré se vio obligado a realizar algún que otro trabajo con el que poder sufragar sus gastos, mas enseguida se ponía de nuevo en marcha hacia el añorado norte.
Cruzaron cinco nomos sin sufrir ningún contratiempo hasta que un día, próximos a la ciudad de Per-Medjed, capital del nomo de Los Dos Cetros, un extraño sentido que le hacía reparar en lo imperceptible, le obligó a detenerse súbitamente.
—Hijo, escóndete entre los cañaverales y no salgas veas lo que veas ni oigas lo que oigas. ¿Has entendido?
—Sí, padre, pero…
—No preguntes y haz lo que te digo.
Le entregó sus herramientas de carpintero y una bolsa con algunas cebollas y pan de trigo; luego el muchacho desapareció.
No pasó mucho tiempo hasta oír que alguien se aproximaba y así, al poco, unos hombres de aspecto siniestro aparecieron entre la maleza.
—Por los testículos de Set. ¿Quién eres tú? —dijo el más corpulento con voz cavernosa.
Shepsenuré permaneció impertérrito mientras les observaba en silencio.
—¿Es que no tienes lengua? ¿Adónde crees que vas?
—Soy un campesino que va a Ijtawy a reunirse con su familia.
El que parecía ser el jefe le miró de arriba abajo con expresión burlona.
—¿Tienes permiso para pasar por aquí? —le preguntó al fin.
—¿Permiso? No sé a qué os referís —contestó Shepsenuré.
—En ese caso tendrás que pagar —sentenció otro.
—¿Pagar? Si no tengo nada.
Aquellos hombres prorrumpieron en carcajadas.
—¿Nada dices? Yo creo que sí —dijo el rufián acercándosele con un enorme bastón en las manos—. Eres un atrevido. ¿Acaso no sabes quién soy? —preguntó mientras hacía ademán de utilizar el bastón.
—Perdonadme —se apresuró a decir Shepsenuré haciendo un acto reflejo con sus brazos para protegerse del posible golpe—. No soy de estas tierras pero seguro que sois persona principal.
Los hombres estallaron de nuevo en risotadas.
—¿Principal? Desde luego, soy Gurma, y ésta es mi corte —dijo señalando a los demás que volvieron a reír.
—Qué gran honor —contestó Shepsenuré haciendo una reverencia—, en lo sucesivo no lo olvidaré.
—Seguro que no —respondió Gurma derribándole de un tremendo bastonazo—. Eres un perro atrevido y además un mentiroso. Tus manos no son las de un campesino, pero te vas a acordar de mí.
Dicho esto, comenzó a golpearle repetidamente entre los quejidos de Shepsenuré y las risas de los otros.
—Llevaos el pollino y todo lo que lleve encima —aulló el energúmeno mientras seguía golpeándole—. Ah, y la ropa también.
Y con gran algarabía despojaron a Shepsenuré de las pocas prendas que llevaba, incluido su faldellín, dejándole totalmente desnudo.
—Así es que vas a Ijtawy —dijo Gurma secándose el sudor de su frente jadeante—. Allí no hay más que apestosos y tú no desentonarás.
Entonces, metiendo su mano bajo el calzón, extrajo su miembro y se puso a orinar sobre él.
—Si te preguntan dónde compraste el perfume, recuerda que Gurma te lo dio a buen precio —dijo entre carcajadas.
Luego se dio la vuelta y desapareció junto a los demás por donde habían venido llevándose al asno de las riendas.
Allí quedó Shepsenuré. Vejado y tendido sobre el fino polvo; desnudo y apaleado. Verdaderamente, los dioses habían vuelto a abandonarle.
A duras penas pudo Nemenhat hacerse cargo de su padre. Unos campesinos que acertaron a pasar por el lugar, se apiadaron de ellos y les recogieron en su casa hasta que Shepsenuré se repuso de la paliza. Afortunadamente, las gentes que poblaban las zonas rurales de aquella tierra eran proverbialmente hospitalarias y siempre dispuestas a ayudarse en sus desgracias; algo que Shepsenuré agradeció reparando cuantos aperos de labranza lo necesitaban y colaborando en las tareas cotidianas allí donde fuera necesario.
Un día, con el maltrecho ánimo restituido y sus fuerzas repuestas, se puso de nuevo en camino para continuar, junto a su hijo, su eterno viaje hacia el norte. Esta vez no hubo encuentros desafortunados, ni sobresaltos que les obligaran a detenerse más de lo necesario, y así, tras atravesar dos provincias más, entraron en el nomo XXI del Alto Egipto, el del Árbol Narou Inferior, en donde se encontraba Ijtawy.
La primera vez que Nemenhat vio una pirámide, se quedó estupefacto. Boquiabierto, la miró como si fuera un espectro gigantesco; con respeto y con temor. Shepsenuré tampoco había visto antes ninguna, aunque sabía de su existencia; como también sabía que en su interior descansaban los poderosos señores que un día dictaron la ley en Egipto, con todas sus riquezas y pertenencias.
Ante ellos se alzaba, como una torre, la inconfundible perspectiva de Meidum.
La que, otrora, fuera pirámide orgullosa erigida por Snefru o quizá por su padre Huni durante los tiempos antiguos[24], aparecía ahora semiderruida mostrando una forma escalonada que le daba un aspecto extraño.
—Padre, ¿qué es eso?
—El poder sobre la tierra, hijo, el desafío de los dioses. Pero no te dejes engañar, ella, como tú y yo, también es vulnerable.
Nemenhat no respondió, pero siempre recordaría aquella pirámide y la impresión que le causó.
Por fin, una tarde llegaron a Ijtawy. La que, en otro tiempo, fuera capital principal, no pasaba ahora de ser una población de segundo orden. Su pasado glorioso se advertía en los restos de los monumentales edificios erigidos durante el Imperio Medio, monumentos que luego caerían sepultados en el olvido cuando los invasores hiksos conquistaron el país durante el segundo período intermedio cambiando su capital a Avaris. Desde entonces, la ciudad ya nunca recuperaría su esplendor, quedando relegada a una mera población sin importancia.
Insuflado de nuevos ánimos, Shepsenuré buscó trabajo por toda la ciudad convencido de que un nuevo horizonte se les abriría con prodigalidad. Pero, como de costumbre, salvo algún trabajo aislado, no encontró nada permanente. Otra vez la usual penuria se cernía amenazante, como en tantas ocasiones, recordando a Shepsenuré que no era precisamente el favorito de los dioses.
«Nací abandonado por ellos, así que poco respeto les debo», pensaba mientras regresaba de la taberna a la que cada tarde acudía a ahogar sus penas.
Mas al menos tenían un techo donde cobijarse, aunque fuera un simple establo, y la firme determinación de cambiar su suerte, con o sin ayuda divina.
Sin embargo, en el papel que le había tocado representar en el teatro de la vida, Shepsenuré aún debía bajar nuevos escalones, a fin de llegar al final del profundo pozo en el que se desarrollaba su existencia. Y así, una noche, mientras volvía ebrio de la taberna dando traspiés por las callejuelas, cayó víctima de la «corvada»; la temible leva utilizada por el sistema económico egipcio para reclutar mano de obra con la que realizar los grandes proyectos nacionales.
Para cuando Shepsenuré estuvo lo bastante sobrio, el escriba de la recluta ya le había inscrito como obrero para trabajar en la construcción de canales.
Aquello resultó terrible, y por más que abogó por sus derechos, que como carpintero tenía, no consiguió sino la burla de los funcionarios.
¡Él era un artesano, y en principio estaba exento de tales trabajos! Pero todo fue inútil, le llevaron a los campos cercanos para canalizar los regadíos convenientemente, cultivar los campos y abonarlos llevando arena del este al oeste.
Un año entero estuvo sufriendo estos rigores, cubierto de barro de la mañana a la tarde, hasta que gracias a la fabricación de unos muebles para la casa de uno de los funcionarios locales, consiguió liberarse de su ingrato cometido y ejercer de nuevo su profesión al ser contratado como parte de la cuadrilla de escultores, canteros y dibujantes destinada a la realización de obras públicas en la ciudad. Fue retribuido por ello con cuatro khar[25] de trigo y un khar de cebada diarios, con lo que no sólo pudo hacer pan y cerveza, sino también cambiarlos por otros artículos de primera necesidad, e incluso conseguir un lugar decente en el que hospedarse con su hijo.
Todos los días cuando iba a trabajar las veía. Altivas e indiferentes a los mortales, se elevaban uniformes y aisladas junto al desierto occidental.
Aunque más pequeñas que la que vio en Meidum, las dos pirámides conservaban su forma inicial intacta, y Shepsenuré pensó que había llegado el momento de ir a visitarlas. Así pues, una tarde, acompañado de su hijo, se encaminó hacia ellas.
Eligió la situada más al sur, que era algo más grande y había sido construida por Kheper-Ka-Ra[26], segundo faraón de la XII dinastía, hacía más de ochocientos años. Fue llamada «la que domina los dos países»; aunque naturalmente, Shepsenuré desconociera todo esto.
El complejo funerario había estado rodeado por un muro de ladrillo que prácticamente no existía ya y en cuyo interior, además de la pirámide real, habían existido otras diez pirámides subsidiarias pertenecientes a familiares del faraón y miembros de la nobleza de las que sólo quedaban ruinas. Abandonado hacía ya mucho tiempo, el recinto se encontraba en un estado lamentable, y sólo servía ahora como refugio de serpientes y escorpiones.
—En su día debió de ser magnífico —se dijo Shepsenuré mientras caminaba por donde, en épocas lejanas, existiera un corredor que daba acceso a una soberbia columnata.
Más allá, un pequeño templo interior que todavía se encontraba en pie, le hizo imaginar con mayor realismo el esplendor que, en un tiempo, debió de tener el conjunto.
Se dirigió hacia él y traspasó la entrada que en otro tiempo permaneció vedada. Dentro, en la sala, inmortalizado en piedra caliza, se hallaba sentado el faraón. Shepsenuré le observó con curiosidad. Se mostraba impasible, sereno, distante… perfecto. Era como si todo el orden de la tierra pasara por él. Representaba el poder absoluto, la ley para los vivos y, sin embargo, poseía una cierta mirada piadosa.
«¿Piedad? —pensó Shepsenuré—. ¿Qué es piedad?».
En su vida sólo la había conocido entre los que sufrían, entre los que necesitaban de ella, entre los que alegremente araban los campos, o entre los que comían una simple cebolla y gustosos la compartían; Egipto estaba lleno de esa piedad, la otra, la de los dioses, los reyes, visires y monarcas, ésa, ésa no la había conocido nunca, y su camino había sido trazado por ella. No le quedaba nada, sólo en su hijo creía; estaba resignado, como tantos otros y sin embargo, él era una persona alegre como la mayoría de sus paisanos. Cuando Ra[27] salía por el horizonte cada mañana él lo sentía dentro de sí, y hasta le contagiaba de un cierto optimismo.
«Hoy se abrirá una nueva senda para mí», pensaba.
Pero al llegar la tarde, aquélla siempre era la misma e inalterablemente le llevaba a la taberna, el único lugar donde podía sentir momentos de euforia. Al día siguiente el sabor en su boca siempre era ácido.
Nemenhat, por su parte, había crecido mucho, y aparte de ayudar a su padre en su trabajo cotidiano, le tendía un cierto manto protector, impensable en un muchacho de diez años y que en resumen no era sino el resultado de su niñez vagabunda. Después de padecer todas las penalidades por las que su padre había tenido que pasar, su corazón se hallaba colmado por un sentimiento de comprensión. Esto era lo que Nemenhat sentía, y Shepsenuré lo sabía.
Shepsenuré salió de su abstracción y volvió a concentrarse en aquella sala. Estaba llena de restos de cerámica rota, así como de escombros de todo tipo. Era obvio que allí habían entrado ya hacía mucho tiempo, pero sentía curiosidad por ver la cámara mortuoria; quién sabe, quizás encontrara algo. Llegó a la antecámara, una habitación pequeña en la que no había absolutamente nada; allí acababa todo. No existía ningún pasillo más allá de aquel lugar, aunque Shepsenuré supiera que tenía que existir uno que condujese al mismo centro de la pirámide. Tras una atenta mirada reparó en la falsa puerta de granito situada al fondo; comunicaba con la cámara funeraria, mas sólo el ka[28] del faraón podría pasar a través de ella. Sonrió y recordó las enseñanzas de su padre:
—Siempre hay un segundo camino, lo hacen así; es fácil, sólo tienes que imaginártelo.
Miró a su hijo que le observaba con evidente excitación y le hizo un gesto para que saliera presto. Juntos comenzaron a rodear la pirámide en busca de algún indicio que les permitiera acceder a su interior.
La señal resultaba clara. Justo en la cara norte, bajo el pavimento de lo que en su día fuera una capilla de ofrendas, se encontraba la entrada a un oscuro corredor. Tenía tan sólo unos dos codos de sección[29] y parecía descender en una suave pendiente.
Shepsenuré cogió su lámpara de aceite y se introdujo por el estrecho agujero; tras él, Nemenhat se apresuró a seguirle.
Avanzaron por el angosto túnel arrastrándose como reptiles. La sensación era terrible, pues parecía que todo el peso de la construcción gravitaba sobre ellos estando a punto de desplomarse. Luego, estaba aquel calor, pesado y sofocante que se volvía más inaguantable a cada paso que daban. Aquel pasadizo parecía llevar a la mismísima entrada del Amenti y Nemenhat, aterrorizado, empezó a gimotear.
Con un siseo su padre le mandó callar.
—No tengas miedo y respira suavemente; ya falta poco.
El muchacho apretó los dientes y obedeció, hasta que al fin, bañados en sudor y boqueando, llegaron al final de la galería y entraron en una sala; era la cámara sepulcral. Se incorporaron y Shepsenuré atrajo para sí a su hijo tranquilizándole. Permanecieron así durante un tiempo que les resultó indefinido, y del que tomaron realidad al comenzar a sentir un singular hormigueo; era una sensación extraña pero a la vez vivificante, que les hizo recuperar el ánimo y concentrarse de nuevo en cuanto les rodeaba.
Shepsenuré movió la lámpara y echó un vistazo. La pequeña habitación se encontraba vacía; tan sólo un viejo sarcófago, justo en el centro, la decoraba.
Se aproximó con lentitud, casi con respeto; notando cómo a cada movimiento se le erizaba el vello de su cuerpo como si una fuerza desconocida le rodeara por doquier. Nunca había experimentado algo así. Parecía que el dios que en otro tiempo allí yaciera, hubiera tejido una invisible tela de araña que se le adhería ferozmente. Entonces experimentó cierto temor.
Sobreponiéndose se acercó al féretro, era de cuarcita y estaba vacío; lo tocó y súbitamente se sintió supersticioso. Debían irse ya.
Se dirigió de nuevo a la entrada del pasadizo. Seguramente fue utilizado para introducir en la cámara el ataúd más pequeño, el que contenía a la momia; ése era el motivo de su angostura. En un lateral vio otro corredor; era el que conducía, por la falsa puerta, a la antecámara en la que se hallaba la estatua del faraón.
Agarró al muchacho por el brazo dispuesto a salir, cuando un movimiento imperceptible hizo que Shepsenuré se detuviera. Había alguien más allí y no había reparado en ello. Entonces se volvió con cautela y oyó un siseo.
Antes de dirigir su lámpara en aquella dirección ya sabía lo que era, y alzándola con precaución su luz la iluminó de lleno. Wadjet[30], la diosa del Bajo Egipto, la que adornaba la corona de los faraones; vieja como la tierra, reina del desierto, llena de poder y de muerte, se encontraba ante él. Desafiante, la cobra le miró con aquellos ojos agudos y penetrantes irguiéndose en todo su tamaño. Era enorme, pero Shepsenuré no se amedrentó y poniéndose en cuclillas ante ella le sostuvo la mirada. Fueron instantes eternos en los que no movió un solo músculo; ni tan siquiera pestañeó, y en los que recordó como, en ocasiones, había visto a su padre acercarse a ellas e incluso cogerlas sin que nada ocurriese.
—No es a ti a quien he venido a buscar, señora de Egipto. Déjame marchar y queda en paz —dijo en un susurro sin dejar de mirarla.
Quedaron los dos frente a frente quizá comunicándose en el ancestral lenguaje que algunos hombres en aquella tierra aún conocían. Ella por su parte pareció comprender pues, remolona, comenzó a balancearse en tanto su lengua bífida se movía sin cesar, echándose de nuevo al suelo para dar al fin media vuelta y arrastrarse hacia la penumbra donde acaso tuviera su nido.
—Salgamos de aquí, hijo mío, coge la lámpara y ve tú delante.
Obediente, Nemenhat se introdujo de nuevo en el pasaje y seguido de su padre comenzó a reptar, esta vez hacia la luz, allá al fondo. Estaba impresionado por todo lo ocurrido y no sabía si se dirigía a la salida, o si por el contrario se hallaba en algún mundo desconocido dentro de aquel escenario de ultratumba. No podía dejar de pensar en aquella cobra dominante ante la que se había sentido impotente; y el hecho de que pudiera encontrarse con alguna otra en su camino le descomponía. Otra vez volvió a notar el calor, aquel horrible calor que le atenazaba los nervios y le hacía jadear. Sentía que le ardían los pulmones, por lo que levantó un poco la cabeza buscando algo más de aire; pero no había más. Entonces miró la lamparilla y su luz empezó a distorsionarse ante sus ojos.
Shepsenuré se percató de ello y con una mano hizo bajar la cabeza de su hijo al tiempo que le tranquilizaba.
—Ten calma, ya casi hemos llegado.
Nemenhat tragó saliva mientras continuó arrastrándose por aquella rampa infernal. Cuando al fin, casi exhaustos, llegaron a la salida, una luz cegadora les recibió alborozados. Permanecieron abrazados durante largos minutos acaparando todo el aire que fueron capaces. Luego, todavía inmóviles, se miraron sin decir nada, reconfortados por la brisa que desde el este les avisaba de la proximidad del crepúsculo.
Pasaron varias semanas hasta que volvieron de nuevo. No había duda que los ladrones habían saqueado el lugar hacía ya mucho tiempo, pero alrededor de aquellas pirámides se extendía una gran necrópolis en la que yacían los restos de miembros de la familia real y los de numerosos nobles y sacerdotes. Shepsenuré estaba convencido que su suerte cambiaría, y de que tarde o temprano daría con alguna tumba.
Todos los días, al acabar su trabajo se dirigía a aquel lugar y, concienzudamente, lo recorría en busca de algún signo revelador. Alrededor de la pirámide de Senwsret había otras diez de reducidas dimensiones que, efectivamente, pertenecían a familiares del rey y que ya habían sido abiertas. La otra pirámide real, situada a dos kilómetros de distancia, perteneció al padre de Senwsret I, Amenemhat I, y tampoco tenía nada que ofrecer. El panorama no podía presentársele más desalentador, pero Shepsenuré no se rindió y así, una tarde que, desanimado, regresaba a su casa, por casualidad la encontró.
El atardecer se ofrecía espléndido y Shepsenuré se sentó sobre unas piedras a contemplarlo. Desde allí, majestuoso, el Nilo fluía incontenible arrancándole a la tarde su luz más íntima que, en forma de destellos, se reflejaba en sus aguas en una variedad de colores sin fin, dando vida a un valle que parecía ser eterno.
Fue entonces cuando, embriagado de tanta belleza, Shepsenuré reparó en un montón de cascotes apiñados junto a un pequeño muro que no sobresalía más de un codo sobre el suelo. Se aproximó con curiosidad y comenzó a quitar aquellas piedras con cuidado hasta que quedó al descubierto un pequeño pozo; en ese momento su corazón le dio un vuelco.
Aunque la tarde caía con rapidez, sabía muy bien que no podía regresar sin conocer la naturaleza de aquel pozo que inesperadamente había surgido de entre los cascotes; así pues, amarró su cuerda de palma trenzada a un bloque de piedra próximo, introduciéndose con decisión por el agujero. Con cuidado, fue descendiendo mientras con su lámpara buscaba el anhelante suelo. El pozo parecía profundo, y ya empezaba a pensar que quizá no tuviera cuerda suficiente cuando, súbitamente, el piso surgió de la oscuridad vagamente iluminado. Permaneció quieto, inspeccionando con ansiedad cada palmo del terreno. No quería volver a encontrarse con ninguna desagradable sorpresa, así que, todavía sujeto a la cuerda, observó cualquier indicio de movimiento sobre el oscuro piso. Pero allí no había nadie.
Se deslizó los últimos metros y llegó al suelo; luego alzó su candil y miró a su alrededor. Los ojos de Shepsenuré, curtidos en penurias sin fin, repararon enseguida en una de las paredes del profundo pozo en la que parecía haber una puerta. Se aproximó con cautela y la examinó poseído de un extraño presentimiento. No había duda, allí había una puerta, y a juzgar por el aspecto, parecía sellada. Con evidente nerviosismo, recorrió con su mirada cada fragmento de ella escrutando con ansiedad cada palmo de aquella pared. Al poco, pasados unos momentos de angustiosa incertidumbre, el egipcio se separó de la puerta mientras esbozaba una sonrisa. ¡No había duda, estaba sellada! Aquélla era la entrada de una tumba; había encontrado una vieja mastaba[31]. Exultante, tuvo ganas de gritar pues ante aquella pared, su sino cambiaba. Aunque no sabía descifrar el significado de los jeroglíficos, estaba seguro de que aquella tumba debía pertenecer a algún noble o alto dignatario, y aparentemente, no había sido violada. Volvió a sentir la vieja excitación tantas veces experimentada durante su vida ante la perspectiva de que nadie hubiera entrado allí todavía. Cuando finalmente se calmó, tenía una idea clara de lo que debía hacer. Había que salir y cubrir de nuevo el pozo con cuidado; la noche siguiente volvería.
Afuera le esperaba la noche. La diosa Nut[32] extendía su cuerpo sobre toda la bóveda celeste inmensa e inconmensurable y las estrellas refulgían por doquier. No había cielo como aquél y a Shepsenuré en aquella noche le pareció más bello que nunca.
Shepsenuré no pudo conciliar el sueño en toda la noche. Pensaba, reflexionaba, especulaba en suma con el descubrimiento realizado.
Todo parecía indicar que se acercaba al final de sus penurias, pero ¿y si no hubiera nada dentro? A veces ocurría que algunas sepulturas eran violadas y vueltas a sellar. Rechazaba la idea una y otra vez y de nuevo ésta regresaba angustiándole inmisericorde. La llegada del alba fue un alivio para él; despertó a su hijo y después acudieron juntos a su quehacer diario.
No fue sino hasta bien entrada la tarde que Shepsenuré contó al muchacho su hallazgo. Éste, entusiasmado, empezó a brincar a su alrededor enardecido ante la proximidad de lo que para él significaba la más audaz de las aventuras.
Luego su mirada se tornó medrosa ante la remembranza de su visita a la pirámide.
—Esta vez será diferente, Nemenhat —dijo su padre leyéndole el pensamiento—. No se trata del sepulcro de ningún antiguo dios.
—¿Y no tendremos que arrastrarnos por ningún pasadizo, padre?
—No, hijo, ni tampoco nos encontraremos con serpientes.
—Y si hay un gran tesoro, ¿dónde lo esconderemos? —inquirió el muchacho con gesto preocupado.
—No debemos inquietarnos por eso. Es posible que no haya ningún tesoro ahí dentro, pero si encontramos alguno, ten por seguro que nadie nos lo quitará.
—¿Y cuándo iremos padre?
—Esta noche, hijo, esta noche.
Con las primeras sombras, furtivos como dos figuras espectrales en medio de la necrópolis, padre e hijo se encaminaron hacia la tumba.
Era ya noche cerrada cuando llegaron. En silencio, Shepsenuré levantó la cabeza y escudriñó en todas direcciones. No se oía nada, sólo la brisa producía un leve murmullo ahogado por la incertidumbre que sufría; estaban solos. Con cuidado volvió a desescombrar el pozo y ató firmemente la cuerda a uno de los bloques; cuando estuvo listo hizo señas a su hijo.
—Dame la lámpara, yo bajaré primero. Luego cogerás una saca vacía y me seguirás.
Dicho esto, asió uno de sus martillos y un escoplo e introduciéndolos entre el faldellín, se descolgó por el oscuro hueco.
Abajo todo seguía igual. Padre e hijo permanecieron inmóviles, sin emitir un solo ruido, integrados en aquel mundo de silencio; no se oía nada. Shepsenuré aproximó su exigua luz y volvió a examinar la antigua puerta pasando sus manos por ella. Bastó el que presionara con sus dedos sobre un lateral, para que la vieja argamasa se desconchara; luego cogió sus herramientas y tragó saliva mientras colocaba el cincel con cuidado sobre la zona agrietada. Instintivamente miró a su alrededor, encontrándose con la figura de su hijo que le contemplaba anhelante con los ojos muy abiertos. Volvió a concentrarse en su tarea en tanto sentía el sudor resbalar por su cuerpo y a la vez su boca seca como el desierto de Occidente. Por fin tomó el martillo y con resolución descargó el primer golpe.
La cripta retumbó ante el tremendo mazazo descargado en tanto Shepsenuré sentía como un escalofrío le recorría por entero. Era como si todo Egipto hubiera escuchado aquel estruendo; como si hubiera llamado a la puerta de los dioses y éstos la abrieran con severidad. Volvió a golpear, esta vez si cabe, con mayor furia, y el segundo martillazo resultó terrible. A éste le siguió otro, y otro; como poseído por una locura interior incontrolable, Shepsenuré descargaba su desdichado pasado una y otra vez contra aquella puerta que le separaba de un futuro de esperanza. Mientras, la piedra bramaba.
El buril la traspasó finalmente y Shepsenuré cesó en su agitación respirando aliviado. Ya más calmado, comenzó a ensanchar aquel orificio hasta que fue lo suficientemente grande como para poder echar una ojeada al interior.
—Nemenhat, dame la lámpara.
Éste obedeció sin pestañear presa de una incontenible agitación mezcla de ansiedad y miedo.
Shepsenuré acercó la luz a la abertura y miró. Durante interminables segundos permaneció impasible, sin hacer ni un solo gesto. En medio de aquel pesado silencio, Nemenhat se agitaba nervioso y expectante.
—¿Qué ves, padre, qué ves?
—Hijo mío, cosas maravillosas[33].
Shepsenuré agrandó la abertura lo suficiente como para poder deslizarse al interior; al fin había llegado el tan ansiado momento, respiró profundamente y seguido por su hijo entró en la tumba. Una vez dentro se mantuvieron inmóviles, con todos sus sentidos alerta, capaces de captar el menor movimiento. Pero sólo sintieron el enrarecido aire que les rodeaba.
Shepsenuré levantó la bujía e iluminó la estancia; todo parecía permanecer en un caótico orden. Miró a su derecha, justo a la entrada original del sepulcro; allí se encontraba la divinidad tutelar, Anubis[34], echado sobre sus patas traseras cumpliendo su función de fiel guardián de la tumba.
Con cautela se fueron adentrando en el interior del lugar, mientras Nemenhat observaba boquiabierto todo a su alrededor impresionado al contemplar tanta belleza. Por primera vez, se hallaba dentro de una sepultura intacta, que además poseía una frescura y vivacidad en su decoración exquisita; todo parecía indicar que hubiera sido terminada recientemente, y sin embargo había pasado mucho tiempo. Como de costumbre, las paredes estaban repletas de símbolos y caracteres extraños, así como de figuras de formas monstruosas que le atemorizaban. Por todas partes se veían imágenes que debían representar la vida cotidiana del difunto. Se le podía ver en compañía de su mujer navegando plácidamente por el Nilo mientras eran servidos por sus criados; o personificado en un banquete en el que una esclava vertía bálsamos perfumados sobre su señor.
Según avanzaban, Nemenhat iba descubriendo un mundo que jamás pensó que existiese; y por el que se sentía fascinado.
A ambos lados de la sala se encontraban dos nichos con sendas estatuas en cada uno de ellos, simbolizando al finado y a su esposa y más allá, había una hermosa figura de granito gris de un escriba sentado con sus útiles de trabajo. Pictogramas con la barca solar navegando por las aguas celestiales, gobernada por el difunto y acompañado por Isis, Thot[35] y Khepri[36]; representaciones en las que se podían observar al finado conducido por el dios Thot, inventor de la escritura, «soberano del tiempo» y ayudante de los muertos ante Osiris, portando en su brazo izquierdo el djed, símbolo que da estabilidad a quien lo posee; en tanto el dios acompañante llevaba en su mano izquierda un cálamo y una caja de pinceles mientras en la derecha sostenía el «ankh», la cruz egipcia que representa la vida eterna.
Los ojos del muchacho iban de una pared a la otra intentando asimilar todo lo que su ignorancia le permitía. Los murales situados al fondo de la tumba le sobrecogieron. Allí estaban de nuevo los dos esposos adorando a las divinidades del Más Allá, y en la parte superior justo en el semicírculo formado por la bóveda, se hallaban dos figuras de Anubis como protectores de las puertas ultraterrenas, y sobre ellas dos enormes ojos que le impresionaron. Era el udjet, el «ojo de Horus[37]», símbolo de clarividencia de la suprema divinidad que les observaba acusadoramente ante el terrible sacrilegio que estaban cometiendo; o al menos eso pensaba él. Por último se encontraba Osiris, con su cuerpo cubierto por un sudario con las manos y la cara de un intenso color verde símbolo de la renovación. Sostenía entre sus manos el báculo (hega) y el flagelo (nekheh), representación del poder real; y sobre su cabeza portaba el Atef, la corona hecha de juncos trenzados que acababa en un disco solar, y que estaba flanqueada a su vez por dos plumas.
El dios se encontraba entre dos pieles de animales enrolladas en sendos báculos que representaban a Anubis, y sobre todo el conjunto, aquellos ojos que le observaban inmisericordes.
Retrocedió inconscientemente tropezando con varios objetos que se hallaban en el suelo provocando un gran estrépito. Su padre lanzó un juramento.
—¡Maldita sea, Nemenhat! ¿Crees que alguien nos habrá escuchado ya, o piensas hacer más ruido?
—Perdóname, padre, pero esos ojos me asustaron —dijo señalándolos.
—Déjate de tonterías y ayúdame, aquí hay mucho que hacer.
Y en verdad que así era. La tumba abundaba en piezas de todo tipo; vasijas, vasos, platos maravillosos, collares, brazaletes, pulseras de oro, turquesas, lapislázuli, cornalina, y anillos de las más diversas formas, exquisitamente trabajados. Todo refulgía con reflejos dorados a la pobre luz de su lámpara. Arcones conteniendo útiles para el aseo personal de un finísimo alabastro, muebles de delicadas tallas…
«¡Todo es magnífico! —pensaba Shepsenuré mientras intentaba calibrar su valor—. Y ahora es nuestro».
Allí había suficiente oro como para no preocuparse durante el resto de sus vidas. Shepsenuré cerró los ojos con fuerza y los volvió a abrir. No podía creerlo, no podía ser cierto; en tan sólo un instante su existencia había cambiado por completo.
Como oscuras sombras a la pobre luz del candil, formas siniestras se dibujaban en el fondo de la tumba. Se acercaron con cautela. Shepsenuré reparó en la estatua de granito representando a un escriba sentado; junto a ella, en un pequeño baúl, se hallaba una paleta de escriba hecha de esquisto junto con un tintero de fayenza y una espléndida navaja de bronce de las utilizadas por los funcionarios para cortar el papiro, o afilar sus cálamos, según sus necesidades. Más allá había un precioso tablero del juego del senet de ébano y marfil, y multitud de enseres que habían pertenecido al finado y que ahora le acompañaban para que pudiera seguir disfrutando de ello en el otro mundo.
También había gran cantidad de ushebtis diseminados por doquier, siempre prestos para cumplir con algún arduo trabajo en caso de que su amo se lo requiriese. Y como no, formando parte insustituible de aquella liturgia ancestral e inmutable, se hallaban los vasos canopos; cuatro hermosas piezas de piedra calcárea con inscripciones jeroglíficas, encargadas de la protección de las vísceras del difunto y del correcto funcionamiento de las constantes vitales de su ka. Simbolizaban a los cuatro hijos de Horus y, representados con cabeza humana, estaban situados cada uno de ellos en uno de los cuatro puntos cardinales, guardados a su vez en una bellísima arqueta.
Shepsenuré los examinó pensativo. Él sabía perfectamente lo que contenían, pero todos los que había visto con anterioridad tenían cabezas de diferentes animales.
Hapi, con cabeza de mono, contenía los pulmones y se situaba al norte; Duamutef, con cabeza de chacal, guardaba el estómago y estaba al este; Kebehsenuf, con cabeza de halcón, almacenaba los intestinos y su posición era el oeste; y Amset, el único con rasgos humanos y que portaba el hígado, se hallaba al sur.
Pero ¿por qué en este caso estaban todos representados bajo apariencia humana? Shepsenuré reflexionó sobre esta circunstancia. Todas las tumbas a las que había entrado con anterioridad estaban en el Alto Egipto y no eran muy antiguas; ésta por el contrario sí lo era, de esto estaba seguro, aunque no pudiera precisar cuánto. Quizás en tiempos pasados fuera corriente dicha simbología, mas en cualquier caso esto no le importaba demasiado, pues no era más que una mera curiosidad dentro del fantástico hallazgo en el que se encontraba. Así pues, se encogió de hombros y su mirada se dirigió directamente hacia la pieza principal del sepulcro; aquella que se distinguía de las demás y que contenía los restos del señor de aquella tumba.
Padre e hijo se acercaron muy despacio, casi reverentemente, hasta quedar situados junto a él. Luego Shepsenuré aproximó una de sus manos y con cuidado tocó el sarcófago.
«¡Qué magnífico es!», pensó admirado.
Todo hecho en madera y tallado magistralmente como nunca hubiera visto antes.
Por unos momentos sintió un respeto absoluto ante aquella soberbia obra que contenía cientos de símbolos y fórmulas de ofrenda realizadas con una destreza que, como carpintero que era, sabía de su dificultad. En la parte superior y cubriendo la casi totalidad del féretro, la diosa Neftis[38] extendía sus alas protectoras sobre el difunto.
Nemenhat, entretanto, observaba en silencio lleno de admiración. ¿Qué significaría todo aquello? Nunca pensó que en una tumba pudiera haber semejantes cosas. Miró a su padre y le vio acariciar aquel ataúd con devoción, casi con idolatría; pero no comprendió nada. Al punto le preguntó:
—¿Y ahora qué haremos, padre?
Éste apenas se inmutó, abstraído como se encontraba; mas al poco miró a su hijo y volviendo a la realidad le contestó:
—Vamos a abrirlo.
Aquella idea no le gustó mucho al muchacho. Una cosa era entrar en un lugar como aquel que ya de por sí le producía escalofríos y otra muy diferente abrir el sarcófago y sacar el cadáver que había dentro. Este pensamiento le horrorizó de tal manera que empezó a sentir que se le descomponía el vientre. Su padre le advirtió con severidad:
—¿Qué diablos te pasa ahora, Nemenhat? Ven y ayúdame.
—Es que me da miedo, padre.
—¿Miedo? Dentro no hay más que un muerto, hijo mío. Miedo debería darte si alguien descubriera que estamos aquí.
—¿Y si dentro hubiera algún genio que…?
—¿Genios? Hijo, los genios están fuera; en los caminos esperando a que personas como nosotros pasen para hacerse presentes y despojarles de cuanto lleven. Así es que no temas y ayúdame a levantar la tapa.
Aunque no le convenciera en absoluto, Nemenhat calló y acudió junto a su padre.
—Cuando te diga, empuja con todas tus fuerzas —dijo Shepsenuré.
El chiquillo le miró y tragó saliva.
—Ahora, Nemenhat, empuja.
Con ímpetu, padre e hijo intentaron desplazar la tapa, pero ésta ni se movió.
—Creo que nos va a costar un poco, hijo. Volvamos a intentarlo de nuevo.
Con nuevos bríos trataron de deslizarla, y esta vez la madera crujió.
—Nemenhat, haremos fuerza los dos en el mismo punto. Empuja.
Ahora la tapa se movió de su asiento con un lúgubre sonido que hizo gimotear al muchacho.
—Calla y no dejes de empujar, un último esfuerzo, hijo.
Éste obedeció y siguió presionando allí donde su padre le indicaba mientras una cacofonía de horripilantes crujidos le hizo cerrar los ojos. Él no vería lo que saliera de allí.
Pero no salió nada; su padre le ordenó parar y juntos recuperaron el aliento. Habían abierto un pequeño hueco por donde Shepsenuré pudo introducir una palanca. Ayudándose de ella, desplazó todavía más la pieza hasta que logró meter las manos y deslizarla hasta la mitad del sarcófago.
Quedáronse inmóviles mirándose en silencio. El muchacho, con el rostro desencajado, se hacía mil preguntas que nunca tendrían respuesta.
—Dame la lámpara, Nemenhat —oyó que le decía su padre con autoridad.
Con manos temblorosas, se la ofreció.
Shepsenuré la asió firmemente y volviéndose hacia el ataúd iluminó su interior. Dentro, envuelta en sus linos eternos se hallaba la momia.
El desagradable olor a rancio que salía de ella hizo que Shepsenuré apartara la cara con repugnancia.
—Déjalo, padre —suplicó Nemenhat—, aquí ya tenemos suficiente.
—¡No! —contestó aquél—. Debemos terminar lo que comenzamos.
—Pero, padre, los dioses nos castigarán por esto —protestó Nemenhat.
—Ellos ya nos han castigado. Acércate, necesito que me alumbres —dijo con severidad mientras le ofrecía la lámpara con gesto imperioso.
—Por favor, padre, no me obligues.
—¡Basta, Nemenhat! —respondió aquél con irritación—. Haz lo que te digo o no saldremos nunca de aquí.
El chico tomó el candil y con manos temblorosas lo levantó sobre el ataúd a la vez que cerraba los ojos. ¡Él no vería lo que iba a ocurrir! Por otra parte, no entendía la ofuscación de su padre ni su interés por violar aquel cadáver.
Shepsenuré, ajeno a los pensamientos de su hijo, se concentró en su macabra tarea; sacó un pequeño cuchillo y, situándolo junto al cuello, comenzó a cortar los vendajes de la momia. Al principio lo hizo muy despacio, con un atisbo de respeto por aquel cuerpo inerte. Pero al poco, se vio acometido por un frenesí imparable que le impulsaba a cortar el lino casi con desesperación, allí donde debía encontrarse una de las piezas más valiosas de aquella tumba; el collar del difunto.
Cuando terminó de sajar las vendas, se vio empapado en sudor y respirando con dificultad. Miró por el rabillo del ojo a su hijo y le vio con los ojos cerrados mientras trémulo, sujetaba la lamparilla. Shepsenuré parpadeó e inspiró aquel aire enrarecido cargado de muerte que durante siglos había permanecido allí inmutable. Volvió a poner atención en su labor, pues el cuchillo parecía haber topado con algún objeto duro. Con cuidado, introdujo sus dedos hasta tocarlo; no había duda, allí estaba el collar. Ya sin reservas, Shepsenuré desgarró el sudario hasta que al fin quedó a la vista.
El egipcio no pudo reprimir una exclamación. Allí, sobre aquel cuerpo sin vida y rodeado de lienzos perpetuos, se hallaba la joya más magnífica que hubiera visto jamás. Con creciente excitación y sin ningún miramiento, introdujo un brazo por debajo del cadáver e incorporándolo abrió el broche que engarzaba aquella alhaja. La levantó entre sus manos y la acercó a la tenue luz circundante. El oro, finísimo, junto con aquellas maravillosas piedras, centellearon como si Isis las hubiera cubierto con sus lágrimas; y en verdad que así parecía. Observó de nuevo al difunto tendido en su ataúd. «Este cuerpo seco y consumido no es merecedor de conservar algo tan valioso», pensó convencido. Con delicadeza, depositó la joya junto al féretro, después se volvió hacia la momia y se inclinó sobre ella; había una cosa más por hacer. Debajo de los linos, sobre el corazón, hallaría el amuleto más sagrado de todos, Khepri el escarabajo; y a Shepsenuré no le cabía duda que sería extraordinario.
De nuevo asió su puñal apuntándolo sobre aquel pecho a la vez que dirigía una fugaz mirada de soslayo a su hijo. Éste le observaba con los ojos muy abiertos. Había en su expresión súplica contenida, impotencia ante aquellos hechos, asombro por lo que había visto, y temor, un incontenible temor que con voz atronadora le decía en su interior que sería maldito para siempre. Todo esto leyó su padre en su semblante[39].
Si se llevaba el escarabajo sagrado, cometería un terrible pecado, ya que el difunto podría perder el paso a una nueva vida y a la inmortalidad.
Lentamente, Shepsenuré se irguió en tanto sus oscuros ojos seguían penetrando en aquella alma que su hijo le mostraba ansioso; se acercó en silencio y abriendo sus brazos estrechó con fuerza al muchacho.
—Tienes razón, hijo mío, dejemos algo para él. Aquí hay más que suficiente para que no suframos penurias nunca más; no olvides jamás este momento y recuerda que el escarabajo quedó aquí.
—Sí, padre, pero no quiero volver a este lugar.
Éste sonrió para sus adentros. «Si supieras cuán extraños son los caminos del destino; ellos te llevarán a sitios mil veces peores que éste».
—Ahora, Nemenhat, debemos colocar la tapa en su lugar y luego llenaremos la saca con lo más valioso que podamos llevar.
El mozo movió la cabeza afirmativamente y ayudó a su padre a cerrar el sarcófago. Después, juntos, comenzaron a saquear la tumba.
Durante las tres noches siguientes volvieron a la cripta y robaron todo lo que fueron capaces de transportar, dejando tan sólo los objetos grandes y las piezas de menos valor. Shepsenuré decidió que lo mejor sería que todo aquello permaneciera guardado allí para siempre; quizá si algún día necesitaran de ello, volverían para recuperarlo.
—Nemenhat, recuerda este lugar —le habló con gravedad—. Si te vieras obligado alguna vez a llegarte hasta aquí, no olvides que dentro todavía hay suficiente riqueza para que vivas dignamente.
Éste asintió vivamente al tiempo que observaba los alrededores. Si tuviera que volver, reconocería el lugar; estaba seguro.
Antes de irse disimularon la entrada del pozo lo mejor que pudieron. Al terminar, Shepsenuré asintió satisfecho, nadie repararía en ella.
Al día siguiente comenzaron a preparar la partida. Aunque no tenían a ciencia cierta sitio adonde ir, Shepsenuré pensó que lo mejor sería dirigirse hacia el norte; allá, a la zona del Delta, y establecerse en ella. Mas como había comprobado, los caminos de Egipto eran peligrosos, y el aventurarse solos por ellos con tales riquezas hacían del trayecto una misión muy arriesgada; esto le hizo fruncir el ceño. Distraídamente miró hacia el este; el río, allí estaba, fluyendo incansable desde el principio de los tiempos. El egipcio sonrió aliviado; viajarían por él.
Shepsenuré estaba eufórico. Sentado frente a una mesa en la que una jarra de vino parecía siempre esperarle, acariciaba ésta mientras sorbía con deleite aquel néctar del que, en lo sucesivo, pensaba no prescindir. Con los ojos algo vidriosos sacó un pequeño anillo y lo puso sobre el tablero. Era espléndido, de oro y turquesa con una pequeña inscripción en su interior. Lo hizo girar entre sus dedos mientras lo miraba hipnotizado. ¡Y aquello no era nada comparado con lo que poseía! Se sintió flotar; nunca antes lo había experimentado, por lo que aquello debía de ser lo que algunos llamaban felicidad, o acaso tan sólo el comienzo del camino que conducía a ella. Ahora podría poseer cosas en las que jamás hubiera pensado; pero debía de ser cauto. Volvió a beber y siguió jugando despreocupadamente con la sortija, tamborileando con los dedos sobre la mesa ajeno al bullicio general que le rodeaba en la taberna.
Pero más allá, al fondo, alguien le observaba. De hecho llevaba toda la tarde haciéndolo, y por su cuidado aspecto se diría que era persona principal. No le quitaba el ojo de encima mientras degustaba una jarra de cerveza, y por supuesto, había reparado en la joya que distraídamente Shepsenuré manejaba entre sus dedos, al tiempo que calibraba al tipo de hombre que la llevaba. Al fin, despreocupadamente, terminó su bebida y levantándose se le acercó.
—¿Puedo acompañarte, artesano?
Shepsenuré dio un respingo y observó a aquel individuo que vestido a la moda con un faldellín hasta el pecho, le pedía sentarse. Dio un largo sorbo y chasqueando la lengua hizo un ademán de invitación con la mano, mientras guardaba el sello entre sus dedos.
—Perdona mi atrevimiento, me llamo Ankh-Neferu, escriba adscrito al catastro de Menfis, aunque todo el mundo me conoce como Ankh.
Shepsenuré le miró y guardó silencio mientras volvía a beber.
—No hace falta que me digas tu nombre —continuó el escriba con amabilidad—, es suficiente con saber que eres artesano.
—¿Cómo sabes que soy artesano? ¿Acaso me conoces?
El funcionario sonrió con astucia.
—Conozco esas manos y son las de un artesano, ¿quizá carpintero o tallista?
Shepsenuré hizo un gesto ambiguo.
—Y apuesto a que muy bueno —siguió el escriba—. Seguro que tus obras son bien recompensadas, ¿verdad?
—Quizá —contestó Shepsenuré receloso.
—Lo suponía —continuó Ankh—. Es indudable que hiciste un buen trabajo a cambio del anillo que llevas. ¿Puedo verlo?
Instintivamente, Shepsenuré asió con fuerza el sello escrutando dentro de aquellos sagaces ojos que le miraban penetrantes. Durante un momento, aquellos dos hombres permanecieron estudiándose en silencio. Por fin Shepsenuré alargó el brazo y se lo entregó.
—Gracias. Es magnífico, digno de un dios —murmuró el escriba en tanto lo examinaba a la pobre luz de la cantina—. ¿Sabes lo que pone aquí, artesano?
—No, recuerda que soy artesano.
—Claro —dijo Ankh riendo—, es lógico que no lo sepas. Pero yo sí. Quien te lo dio seguramente tampoco lo sabía, ¿verdad, artesano?
—Seguramente —replicó éste.
—Ya —asintió riendo el escriba—. Y seguramente que tendrás más objetos como éste; claro está que honradamente ganados a cambio de tu labor…
Shepsenuré permaneció en silencio, él ya sabía del problema que esto representaba, aunque de momento no se hubiera preocupado por él. Mas obviamente, no era tan insensato como para dar salida al mercado a la gran cantidad de joyas que atesoraba. Era conveniente contar con algún tipo de distribución que le ayudara a aliviar el peso de aquellas riquezas y pudiera ser que los dioses hubieran cruzado en su camino a la persona indicada. Aquel hombre era todavía mucho menos honrado que él; quizá fuese el medio que necesitaba. No tenía duda de que entrañaría riesgos, mas tales riquezas podían obligar a correrlos.
—Tampoco conviene exagerar, escriba.
—Je, je, je. Ya veo, artesano. Te darás cuenta de que no te va a ser tan fácil encauzar debidamente este tipo de objetos. La Administración se está volviendo muy puntillosa y hay ojos vigilantes en todas partes. Incluso objetos honradamente ganados, como éstos, pueden ser susceptibles de investigación.
Shepsenuré permaneció en silencio.
—Claro que quizá yo pudiera ayudarte —continuó Ankh.
—¿Ayudarme? No veo cómo, funcionario.
—Digamos que conozco a la persona adecuada para este tipo de negocios, ¿sabes? Alguien que sabría apreciarlo todo en su justa medida.
—¿Y cuál es la tuya, escriba?
—Pongamos que la tercera parte de esas pequeñeces que dices poseer, sería satisfactoria para mí.
—Ya lo imagino —respondió Shepsenuré divertido—, pero no para mí.
—Mira, artesano, permaneceré por espacio de dos días hasta resolver los asuntos que aquí me han traído, después partiré hacia Menfis. ¿La conoces?
Shepsenuré movió la cabeza negativamente mientras volvía a sorber más vino.
—Sabes, Menfis es una gran ciudad llena de gentes de los más diversos lugares. Allí es fácil pasar desapercibido, nadie se mete en la vida de nadie y todo el mundo es feliz. El sitio ideal para que alguien como tú pueda desarrollar su labor y hacerla fructificar, ¿comprendes? —dijo Ankh mirándole fijamente a los ojos.
—Me muestras el paraíso, escriba —exclamó Shepsenuré con una mueca de socarronería.
—No, te propongo el comienzo de una relación comercial que te hará próspero. Recuerda que Menfis es antigua como los dioses y muchos reposan allí.
Shepsenuré escrutó a través de aquella sagaz mirada que esgrimía su interlocutor.
—Ya veo —musitó seguidamente—. Pero no creo que el trato valga más de la cuarta parte, escriba.
Éste lanzó una carcajada.
—Sea así pues, artesano. Pero no olvides una cosa —dijo acercándosele lentamente—. Si en algún momento tratas de engañarme, te destruiré.
Shepsenuré, sin duda ayudado por el vino, mantuvo imperturbable aquella implacable mirada. Agarró de nuevo la jarra y volvió a beber, tras lo cual se limpió la boca con el dorso de la mano y replicó:
—Si eres tú el que lo haces, yo te mataré.
Quedaron por unos instantes fijos el uno en el otro, silenciosos, midiendo aquellas palabras en medio del general alboroto. Luego Ankh hizo un gesto con los brazos sonriendo ladinamente.
—Queda claro, artesano; el pacto está sellado. —Y diciendo esto bebieron del mismo vaso.
—Ahora debo marcharme —siguió el escriba—. Permíteme que te invite. No quisiera que un anillo como éste fuera desperdiciado como parte del pago en una taberna.
Shepsenuré hizo un gesto de consentimiento con la cabeza y le respondió:
—Puedes quedártelo como adelanto de tu parte.
Ankh lo contempló lleno de avidez.
—Veo que no me he equivocado contigo —dijo mientras se levantaba de la mesa—. Recuerda que debes estar listo para dentro de dos días. Mi barco partirá en esa fecha.
Shepsenuré asintió.
—Ah, a propósito —dijo Ankh riendo entre dientes—, el anillo es muy antiguo y perteneció a un tal Neferkaj, escriba real e inspector de escribas, al fin y al cabo es justo que algo así vuelva a manos de un colega después de tanto tiempo, ¿no te parece?
Reclinado sobre un viejo tronco, Shepsenuré comía distraídamente una cebolla. Era grande y jugosa, con ese suave regusto dulzón que hacía de aquella hortaliza egipcia la mejor de su época. Masticaba con fruición, disfrutando con cada bocado de aquel sencillo manjar, que representaba el alimento cotidiano para los habitantes del país. Sin duda estaba deliciosa, aunque para Shepsenuré las cebollas tebanas eran incomparablemente mejores; más fuertes y sabrosas. Al terminar tomó un buen sorbo de cerveza y se pasó la mano por la boca limpiándose los restos de su frugal almuerzo; luego chasqueando la lengua comenzó a hurgarse entre los dientes.
«Uhm —pensó Shepsenuré—. No parece que estéis en muy buenas condiciones, incluso me faltan varias muelas, creo que en cuanto llegue a Menfis me haré poner alguna pieza de oro en su lugar; quién sabe, hasta puede que la comida sepa mejor y, además, todos los días me los enjuagaré con bed[40]».
Al fin y al cabo no estaba tan mal para la vida que había llevado. Tenía treinta años, y a esa edad la mitad de la población había muerto ya, o se hallaba prematuramente envejecida. Él, sin embargo, no tenía mal aspecto; incluso podría decirse que era atractivo. Poseía una indudable serenidad en su rostro, y sus grandes y oscuros ojos tenían la dureza de largos años de supervivencia.
—Si he aguantado hasta hoy, el camino que me quede estará más claro —se dijo acomodándose mejor bajo la sombra del sicómoro.
Miró a su alrededor. A su derecha el barco de Ankh se mecía perezoso junto al pequeño muelle en tanto que el sol del mediodía abrasaba más allá de su sombra; no se veía a nadie.
Junto a él, su hijo devoraba con avidez la enésima oblea de miel.
—¿Falta mucho para marcharnos, padre? —preguntó con la boca llena.
—Eso no está en nuestra mano, Nemenhat, deberías saberlo. Hay que esperar que llegue el escriba y eso es lo que haremos.
—¿Y si no viene hoy? No quiero pasar el resto del día en este lugar —protestó el muchacho.
Shepsenuré le miró fijamente.
—Escucha, hijo, él vendrá hoy y en tanto que llega, espero que no me importunes a no ser que quieras probar la vara del junco.
Refunfuñando, Nemenhat volvió a concentrarse en dar fin de la deliciosa torta. A decir verdad aquello no era asunto suyo, por lo que sería más prudente no atosigar a su padre; y menos en un día como aquel en el que el calor apretaba de firme.
Imperturbable, Shepsenuré entrecerró de nuevo sus ojos a la vez que hacía tamborilear sus dedos sobre el viejo arcón de madera que tan celosamente guardaba a su lado. En su interior se hallaban todas aquellas joyas que, por su tamaño, podían ser transportadas con facilidad. Después de haberlo pensado bien, el egipcio había decidido hacerlo así y dejar en la tumba la mayor parte del tesoro. Llevaba suficiente oro como para empezar una nueva vida en el Delta llena de comodidades. Cuando fuera necesario regresaría al sepulcro y tomaría lo que gustase, no en vano Menfis sólo se encontraba a poco más de una jornada de viaje.
La tarde fue cayendo inexorablemente conforme el sol descendía desde su zenit. En su eterno peregrinar, Ra se encaminaba de nuevo hacia su viaje nocturno. Así había sucedido siempre desde el principio de los tiempos, y así seguiría ocurriendo cumpliendo con un orden cósmico que era inmutable.
Las sombras comenzaron a alargarse ansiosas de cubrir aquella sagrada tierra y aliviarla de los rigores a los que el día la había sometido. Imperturbable Shepsenuré seguía esperando.
Al fin se oyeron voces, y unos hombres aparecieron por el vecino sendero. Eran cinco, y uno de ellos no dejaba de dar instrucciones a los demás que asentían en silencio. Pareció entonces reparar en las dos figuras apostadas bajo el viejo árbol, y se acercó.
Cubierto de polvo, Ankh pasó su mano por la sudorosa frente.
—Hola, artesano —saludó riendo entre dientes.
—Hola, escriba —contestó éste ofreciéndole con un ademán la jarra de cerveza—. El agua del río la mantuvo fresca.
Ankh se relamió y la aceptó de inmediato echando un buen trago.
—Ah, bendición divina, no hay cosa mejor para apagar la sed de toda una jornada como la de hoy —dijo volviendo a beber.
Luego devolviéndole el recipiente le miró con ese cierto aire burlón que poseía.
—¿Fue larga la espera, artesano?
—Escriba, la espera nace con nosotros en este país. Esperamos que Hapy[41] sea generoso y el río crezca cada año lo justo para que su limo nos dé la oportunidad de hacer una buena siembra. Esperamos que el grano germine y crezca vigoroso y que ningún elemento o plaga lo destruya. Luego también esperamos que la recolección se haga correctamente y así los dioses puedan beneficiarse de ello; aunque tú de esto sabes mucho más que yo, ¿verdad?
—Cierto, artesano, y en verdad que este año habrá buena cosecha, Ptah[42] en su infinita sabiduría hará que sus graneros estén repletos. Pero no sabía que te preocupara tanto la buena marcha de nuestra agricultura, pensé que estabas más interesado en otro tipo de asuntos —dijo Ankh con malicia.
—Oh, pues así es, y además tanto como a ti, noble escriba —contestó Shepsenuré—, y estarás de acuerdo conmigo en que es merecedora de espera.
—Sin duda, sin duda —respondió el escriba, y reparando en el cofre situado frente a él continuó—, también veo que eres un hombre juicioso y prudente, algo que en estos tiempos, se me antoja imprescindible para llegar a viejo.
—Llegar a viejo en Egipto es una ironía de los dioses, escriba. No aspiro a tanto, pero sí quisiera dejar de patear los caminos de esta tierra; mis pies forman ya parte de ella, ¿sabes?
—Lo supongo, artesano, lo supongo. Pero qué quieres, a veces los senderos que seguimos son extraños y tortuosos, no sólo para ti; incluso los míos también lo son. No juzgues sólo al caminante por el polvo que lleve encima. La misión del servicio a los dioses es sumamente compleja y avanzar en ella no es fácil.
Shepsenuré rió entre dientes, a la vez que acariciaba el cofre distraídamente.
—No te rías —prosiguió Ankh—, siempre estamos a expensas de que la caprichosa suerte se digne alguna vez a recibirnos.
—Hasta hoy no he sido precisamente su hijo predilecto —replicó Shepsenuré.
—No tientes a la ira del divino Ptah, artesano. Nuestras direcciones se han cruzado en este lugar y corren ahora juntas. Tu camino está trazado, pero piensa en el de tu hijo, él es tu mayor fortuna, ¿no es así?
Shepsenuré mantuvo la mirada de aquel hombre que era un pozo de ambición, y en aquel momento supo que debía de andarse con mucho cuidado. Finalmente movió los brazos entre cansino e impotente, y se levantó con desgana.
—Puesto que debemos ser compañeros en este viaje, espero que en tu barco haya cerveza fresca para que mi reseca garganta no te importune demasiado.
Ankh lanzó una carcajada y con un ademán le invitó a seguirle.
Aunque de pequeñas dimensiones, a Nemenhat, el barco le pareció extraordinario.
Había visto muchas veces cómo las embarcaciones de los grandes de Egipto recorrían orgullosas el Nilo abriéndose paso entre las falucas que se dedicaban al transporte cotidiano de mercancías. Pero nunca pensó que algún día, él pudiera subir a bordo de una de ellas; por tanto, presa de una gran excitación el muchacho no paraba de recorrer el velero.
—¡Nemenhat, quieres parar de una vez! —le conminaba su padre.
Pero aquél no tenía oídos para nadie; y así, cuando la nave comenzó a deslizarse perezosa por aquellas sagradas aguas, Nemenhat tuvo otra perspectiva de Egipto. Apoyados sus brazos sobre la borda, observaba ensimismado el atardecer de su tierra. Moría Shemu, la estación de la cosecha, y los campesinos se afanaban en la recolección de todo un año de trabajo. Más allá de las riberas, las espigas se afinaban en montones cuidadosamente dispuestos que eran diligentemente anotados por los escribas, los cuales contabilizaban hasta el último grano. Éste era medido por medio de unos grandes cucharones de madera con una capacidad de 1 hekat (4,87 l), y luego se transportaba en grandes embarcaciones hacia los graneros donde era vuelto a pesar para comprobar que no se había robado durante el traslado. Nada escapaba al control de los templos.
El poder que ostentaban éstos era enorme, hasta el punto que eran capaces de sumir a Egipto en el caos utilizando toda clase de intrigas con tal de conservarlo. Cuán lejos quedaban ya las épocas antiguas donde el gran dios gobernaba con omnipotencia sobre las Dos Tierras como único eslabón entre los hombres y los dioses. Pero con el tiempo, la creación de la nobleza y los privilegios dados a ésta y al clero habían acabado transformando el orden inicial en otro donde los intereses del Estado apenas contaban. Sólo la aparición de los grandes faraones fue capaz de frenar tan desmedidas ambiciones.
Desgraciadamente, Egipto estaba sumido en el caos. Desde que muriera el gran dios User-Maat-Ra-Setepen-Ra[43] (Ramsés II), el poderoso toro, las cosas habían ido de mal en peor. Aún con su sucesor Merenptah, el imperio había podido, a duras penas, mantener sus fronteras; aunque tuvo que hacer frente a una invasión de una coalición de pueblos, que desde la Cirenaica, intentaron penetrar en el país al mando de un príncipe libio. El faraón salió a su encuentro y les derrotó, obligándoles a huir en «la profundidad de la noche».
Sin embargo, la crisis política interna iba en aumento. Desde que el gran Ramsés hiciera construir su nueva capital en Pi-Ramsés, las antiguas rivalidades entre el Bajo y Alto Egipto fueron creciendo paulatinamente. Ramsés II las aplacó hábilmente con los enormes donativos que hizo al clero de Amón en Tebas. Pero eran tiempos de abundancia; tiempos en los que las riquezas entraban en Egipto por doquier, a la vez que sus fronteras se extendían como nunca en toda su historia. Mas a la muerte del gran faraón, la situación comenzó a deteriorarse gradualmente, y ya al final del reinado de su sucesor, los príncipes tebanos maniobraron hábilmente para no perder el poder preponderante que habían ostentado durante los últimos cuatrocientos años.
Merenptah tomó como esposa real a Isis-Nefert, a la sazón hermana suya, que le dio dos hijos, Seti-Merenptah, y una niña llamada Tawsret; siendo el primero el heredero al trono del país de Kemet.
A su vez, entre las mujeres del harén había una llamada Tajat que no tenía sangre real y con la que tuvo un varón de nombre Amenmés. A la muerte del rey, el clero tebano por medio de su sumo sacerdote Roi, hombre dotado de una gran inteligencia y poseedor de un enorme poder e influencia, impuso a Amenmés en el trono como ilegítimo faraón de Egipto. Durante tres años, el país continuó debilitándose. Las arcas de Amón acapararon riquezas y la aristocracia tebana mantuvo sus parcelas de poder. Mientras, los príncipes del Delta, contrarios a aceptar la supremacía que de nuevo les imponían desde el sur, iniciaron desórdenes a la vez que apoyaban al legítimo heredero Seti-Merenptah; como en pasadas ocasiones, Egipto se encontraba al borde de la guerra civil. Pero al cumplirse el primer trienio de reinado, Amenmés murió repentinamente de forma misteriosa, y Seti tuvo el camino libre para poder proclamarse señor del Alto y Bajo Egipto. Sin embargo, su subida al poder tampoco solucionó los problemas que abrumaban al Estado, y de la grandeza de los ramésidas, sólo tuvo el nombre con el que reinó; Seti II.
En aquellos sombríos momentos, un extranjero natural de Siria y de nombre Bay ascendió vertiginosamente dentro del aparato del gobierno, convirtiéndose en Gran Administrador del sello real, y como Seti II murió a los seis años de reinado, Tawsret, su hermana y gran esposa real, quedó sola agobiada por los problemas de un Estado que se descomponía ante las reiteradas presiones provenientes del Alto Egipto. Tenía la alternativa de desposarse con su administrador real, y dejar sobre éste todo el peso del Estado. Pero Bay era extranjero, ¿cómo iba un extranjero a ocupar el trono de las Dos Tierras? Tawsret eligió otra vía, e hizo coronar a un hijo real menor de edad llamado Siptah, con la esperanza de que fuera fácilmente manejable y así continuar, junto con Bay, moviendo los hilos del poder. Sin embargo, Tawsret se equivocó.
Siptah tenía catorce años cuando fue proclamado faraón dándose la circunstancia de que, a su juventud, el nuevo rey unía además el hecho de sufrir una penosa enfermedad desde su infancia, ya que padecía poliomielitis. A pesar de todo esto, el joven, que se hizo coronar con el nombre de Siptah-Merenptah, no estaba dispuesto a permitir que los negocios del Estado continuaran en manos de la reina madre y poco a poco fue controlando con energía las riendas del país, para lo cual y como primera medida, envió generosos regalos a los funcionarios nubios y nombró un nuevo virrey para esta provincia, de nombre Seti. Con esta hábil maniobra, el faraón logró que toda la nobleza tebana quedara entre dos fuerzas, con lo que las revueltas quedaron sofocadas y la nave egipcia pudo navegar por aguas más tranquilas.
Pero lamentablemente, a la edad de veinte años Siptah dejó de existir y de nuevo Tawsret se hizo con el gobierno. Junto a su valido que desde la sombra detentaba para sí más poder a cada día que pasaba, la reina continuó dictando la ley en el país durante dos años, pero al cabo, la reina murió y Bay se erigió en príncipe y obligó al país entero al pago de tributos saqueando, junto con sus seguidores, todos los bienes y haciendas e igualando a los dioses con los hombres; asimismo, prohibieron las ofrendas en los templos, y la anarquía se apoderó de Egipto.
Mas como en tantas otras ocasiones los dioses se apiadaron de nuevo de su pueblo, acudiendo en su socorro. Y lo hicieron en la figura de un viejo general natural de la región del Delta que, con determinación, se alzó en medio del caos tomando el control absoluto del país. Sus tropas acudieron en socorro de ciudades y templos, hasta que depuró todo atisbo del poder creado por Bay. En sólo unos meses, nada quedaba de los desórdenes inducidos por los asiáticos y el país estaba otra vez en paz.
Fue coronado como el nuevo Horus viviente con gran pompa y elevado al trono de Egipto con el nombre de Usi-Khaure-Setepen-Ra; o lo que es lo mismo: ¡Poderosas son las manifestaciones de Ra, elegido de Ra!; aunque el pueblo lo llamase por su nombre de pila, Setnajt. Con él comenzaba una nueva dinastía, la XX.
Todo regresó a la normalidad de antaño y el valle del Nilo se convirtió de nuevo en el lugar apacible donde los dioses volvieron a ser venerados y las viejas tradiciones respetadas.
Pero el viejo Setnajt, falleció a los dos años y su hijo Ramsés le sucedió. El general había preparado bien este momento, haciendo que su hijo gobernase en corregencia con él durante su último año de vida. El cambio de faraón supuso tan sólo un traspaso de poderes oficial, pues Ramsés ya gobernaba Egipto de hecho. Corría el año 1182 a. C., y con él iniciaba un reinado de treinta y un años, el que sería último gran faraón de Egipto; Ramsés III.
Nemenhat no sabía nada de esto y distraído, observaba a los campesinos que recogían sus pocas pertenencias para regresar a sus casas. Después de un duro día de trabajo parecían contentos, pues podía oírles cantar con alegría. Había habido una excelente cosecha y no pasarían hambre.
En el corto recorrido que les separaba de Menfis, la mayor parte de las tierras eran administradas por el templo del dios Ptah. Sus sacerdotes eran dueños del ocho por ciento de las tierras de Egipto lo cual, aunque representaba una cantidad enorme, no era nada comparada con las posesiones del dios Ra, quince por ciento, o del dios Amón que con un sesenta y dos por ciento controlaba más de la mitad del país.
Aunque teóricamente todo pertenecía al faraón, en la práctica esto era muy diferente ya que, además de las propiedades de los grandes templos antes reseñadas, estaban las de los organismos de la Administración y la de los particulares.
Las tierras del Estado, llamadas rmnyt, eran trabajadas por particulares a los que se les entregaba una parte de la cosecha. Luego estaban los campos (hata), tierras dadas a soldados, sacerdotes, etc., con la condición de que no dejaran de ejercer su oficio y sobre las que no tenían ningún derecho, hasta el punto de que si el heredero no ejercía la misma profesión, las tierras les eran quitadas. Todo estaba previsto; incluso los impuestos pagados por los agricultores diferían unos de otros. No era lo mismo trabajar una tierra normal (kayt), que una tierra fresca (nhb) o una cansada (tny), por lo que los tributos eran también distintos.
Dentro de aquel orden inmutable establecido por un estado burócrata, el país seguía su camino con paso cada vez más cansino, en el que la inercia de más de dos mil años de andadura disminuía paulatinamente.
Los cantos fueron haciéndose más distantes hasta que se unieron al silencio del crepúsculo y todo quedó callado. La oscuridad invadió el Valle y se hizo dueña de las tierras del Nilo.
Allí, echado sobre la toldilla Shepsenuré contemplaba ensimismado el cielo de Egipto. La brisa suave y perfumada le traía olores que desconocía y que a su vez hacíanle mover su nariz para disfrutarlos por completo. Nunca pensó que existieran, o ¿acaso los habría inspirado con anterioridad? Quién sabe, Egipto todo era un perfume que sólo algunos podían aspirar. Entornó los ojos y siguió soñando bajo el manto eterno que un día los dioses tejieron con sus invisibles manos. ¡Qué hermosa estaba la noche! Junto a él, su hijo dormía profundamente. Lo acarició y suspiró aliviado; para el muchacho la vida no sería tan dura; al menos eso esperaba. Luego se acordó de su esposa y sus ojos brillaron como espejos. ¡Hacía ya tanto tiempo! Qué pena que no estuviera allí junto a él; ahora que hubiera podido ofrecerle el bienestar que nunca tuvo. Parpadeó y algunas gotas saladas rodaron por sus mejillas; las limpió con el dorso de la mano y volvió la cara hacia el río. Era el Maat.
Ra-Kephri[44], el sol de la mañana, se alzó vivificador como cada día, derramando espléndido su luz. No había otra igual, y los hombres, sabedores de esto, salieron para impregnarse de ella; tal era el gentío que se hacinaba en las riberas. A su vez innumerables embarcaciones surcaban el río cruzándose en ambas direcciones repletas de mercancías de toda índole.
Nemenhat estaba encantado de verlas pasar tan cerca, y las saludaba alegre con la mano mientras saltaba gozoso.
Al doblar un recodo del río la ciudad se mostró ante ellos.
—¿Estamos ya en Menfis, padre?
Éste sonrió feliz, mientras Ankh asentía con su cabeza.
—Sí, hijo, estamos en Menfis.
—Parece enorme…
—Y antigua —aseguró Ankh con gravedad—. Antigua como los mismos faraones, pues fue aquí donde el unificador de las Dos Tierras, Menes, estableció la primera capital hace ya más de dos mil años.
—¡Dos mil años! —repitió con asombro el muchacho.
—Sí; claro que en aquel entonces no se llamaba así.
—Y ¿cómo se llamaba? —preguntó el rapaz.
—Ineb-Hedj, «la muralla blanca», en evocación a la residencia fortificada que se construyó y que hoy todavía puedes ver[45]. Pero de aquellos tiempos poco más queda aparte de las necrópolis, claro —apuntó con retintín el escriba en tanto miraba de reojo a Shepsenuré.
Éste no se inmutó haciendo caso omiso del comentario.
—Esta ciudad ha ido cambiando muy deprisa, y sólo el divino Ptah permanece fiel a los principios que la crearon. Hoy está llena de sirios, libios, fenicios e incluso de gentes del otro lado del gran mar —concluyó Ankh.
Y así era en efecto; debido a su situación privilegiada en el Delta, la ciudad se había convertido en un auténtico emporio comercial en el que los barcos del mundo conocido recalaban para hacer sus transacciones. No era extraño, pues, que se hubieran establecido en ella colonias extranjeras dedicadas al comercio floreciente y a los buenos negocios que diariamente se hacían. Colonias que, por otra parte, se habían integrado totalmente en el país conservando en parte sus costumbres y el culto a sus dioses.
La orilla occidental del río era una amalgama de embarcaciones amarradas en los innumerables diques que poseía la ciudad. Ancladas en doble y hasta triple fila, descargaban sus mercancías mediante largas hileras de hombres que, ya en tierra, las agrupaban convenientemente para que el escriba del fisco pudiera calcular el impuesto correspondiente.
Menfis había sido capital del país durante los tiempos antiguos, y aunque posteriormente fue desplazada por Tebas como ciudad principal, los últimos faraones de la XVIII dinastía volvieron a instalar su corte en Menfis. Fue curiosamente un rey procedente de una familia del Delta, Ramsés II, el que volvió a cambiar de capital, para lo cual hizo construir una nueva ciudad en el Delta oriental a la que llamó Pi-Ramsés, y desde la que el señor de las Dos Tierras gobernaba en la actualidad. Sin embargo, toda la Administración del Estado seguía permaneciendo en Menfis, donde la más rancia aristocracia poseía espléndidas villas, y en la que grandiosos palacios, construidos por reyes ya desaparecidos, la embellecían por doquier.
La nave de Ankh se dirigió por aquel laberinto de falucas y esquifes hasta el embarcadero que el templo de Ptah utilizaba para amarrar sus embarcaciones.
Nemenhat saltó a tierra como una exhalación.
—¡Nemenhat, no te alejes de mí! —gritó Shepsenuré.
Pero el muchacho no le escuchaba, nunca había visto tanta gente en su vida ni una ciudad tan grande, y así vivaz, se aproximó a un corro de hombres que discutían con gran alboroto.
—¡Baal me dé paciencia ante tanta injusticia! —gritaba un comerciante sirio llevándose ambas manos a la cabeza.
—Deja a Baal en paz y dime de dónde viene tu nave —preguntó con voz cansina un hombrecillo egipcio que con su cálamo no dejaba de tomar notas.
—Ya te lo he dicho mil veces, vengo de Biblos, y ya pagué el tributo de aduanas en las bocas del Delta.
—Entonces, enséñame el recibo de pago.
—¡El recibo de pago! Te juro por todos los dioses protectores que se cayó al río y se perdió.
—Ya, pues en ese caso tendrás que pagar de nuevo.
—Thot sapientísimo agudiza el entendimiento de este escriba y no permitas que se haga en mí tal atropello —clamó el mercader con grandes aspavientos.
—El divino Thot nos ilumina en nuestros quehaceres diarios —contestó el egipcio con indiferencia—, es por eso por lo que hacemos cumplir las normas; y éstas dicen que toda nave que arriba de puerto extranjero debe pagar el impuesto correspondiente.
—¡Pero si ya lo he hecho! En el puesto de Djedet pagué hasta el último deben[46]. Oh honorable cumplidor de las leyes de esta tierra, soy un honrado comerciante que arriesga su mercancía a través del gran mar lleno de peligros para que tu glorioso país las disfrute.
—¡Y para tu provecho! —gritó uno de los hombres que le rodeaban entre un estruendo de carcajadas.
—Lenguas viperinas, áspides del desierto —bramó el sirio—, llevo años comerciando aquí y nunca había visto algo semejante. Aquí todo el mundo me conoce…
—¡Claro, por eso te dicen que pagues! —exclamó alguien. Nuevas risotadas estallaron alrededor.
—Te juro que es cierto, escriba; pregunta, pregunta a Perhu, tu colega, él me conoce bien, ¿sabes quién es?
—Por supuesto que sí —contestó el egipcio clavando sus ojos maliciosos en él—. ¿Tienes tratos con Perhu, mercader?
—Bueno, tratos no, pero él conoce la verdad de mis palabras.
—Ya veo —prosiguió con suavidad el funcionario—. Creo que hoy has tenido mala suerte. Perhu debería estar aquí, pero su mujer se puso de parto y he tenido que venir a sustituirle; a veces las cosas no ocurren como nosotros esperábamos, ya sabes, es el Maat. Así pues, deberás pagar.
—¡Eso te pasa por esperar dos días en los canales para que tu escriba estuviera de turno! —gritó otro de los concurrentes entre la algarabía general, en tanto el mercader sirio se tiraba de los pelos y pateaba el suelo enfurecido.
Nemenhat miraba a su padre sorprendido. Éste a su vez observaba la escena mientras Ankh con una mordaz risita comentaba jocoso:
—No hay duda, estamos en Menfis.
Inmóvil entre las frescas sombras del patio, Irsw soportaba la canícula lo mejor posible. Ni el constante zumbido de las molestas moscas le hacía inmutarse. Ni tan siquiera un esclavo, que tras él trataba de apartarlas con su gran abanico importunando más que otra cosa, le sacaba de su apatía general.
De vez en cuando entreabría los ojos y contemplaba indiferente el ir y venir de la servidumbre en sus quehaceres domésticos, cerrándolos de nuevo; sólo el verles le hacía sudar. Hundido en aquel mullido diván con sus gordezuelas manos sobre su regazo, más bien parecía una imagen rediviva del divino Bes. A no ser por su cuidada barba y rizada cabellera, se le hubiera podido confundir con el grotesco dios protector de los niños; sin embargo, era Irsw, sirio por más señas y uno de los hombres más poderosos de Menfis.
Hijo de un humilde comerciante de Arama, surgió de la nada cuando la reina Tawsret se declaró corregente y su amante el canciller Bay tomó el control del país. A la sombra de su paisano, Irsw subió como la espuma aprovechando los tiempos oscuros en los que el país se sumió. Fueron años en los que no había más ley que la que Bay dictaba, en los que se cometieron toda suerte de atropellos por muchos clanes de extranjeros adeptos, que corrompieron el Estado. Mas cuando Siptah se alzó en el trono, Irsw obró con gran habilidad, y no sólo se libró de las persecuciones que hubo contra los afines al régimen anterior, sino que salió reforzado de todo ello aumentando su poder mientras la sangre corría por Menfis.
Ahora Irsw era dueño del comercio de la plata que desde Chipre fluía al país del Nilo. Sus naves navegaban desde Fenicia cargadas de madera de la mejor calidad y sus caravanas llegaban a los confines de la tierra de donde traían el preciado lapislázuli. Por todo ello, naturalmente, había tenido que pagar un precio. Pero el astuto mercader era buen conocedor de la naturaleza humana y ¿qué es la voluntad del hombre cuando su vista se recrea con semejantes bienes si éstos son regalados en su justa medida? Así, había creado un entramado de tal magnitud, que pocas eran las puertas que no se le abrían en Egipto.
Un criado apareció en el patio y con una reverencia anunció con voz queda:
—Mi señor, el escriba Ankh aguarda licencia para veros.
Irsw apenas se movió, sólo un imperceptible ademán fue suficiente para otorgar su venia.
Al momento entró el escriba, silencioso como un felino.
—Seas justificado ante los dioses y que éstos te den sus venturas —saludó Ankh.
Irsw movió la cabeza asintiendo con desgana.
—Mucho calor nos mandan hoy, y estas malditas moscas están más pesadas que nunca —contestó el sirio mientras daba un manotazo al aire.
—Qué quieres, estamos en la estación, pero estas sombras no son un mal lugar para resignarse.
El mercader suspiró y con la mano invitó al escriba a tomar asiento.
—Hacía tiempo que no venías a verme.
—El divino Ptah ha requerido mis servicios y, como muy bien sabes, la estación de Shemu me impide visitarte como te mereces. He estado recorriendo los campos durante casi dos meses. Mucho polvo para mis pies —dijo Ankh cansino.
—Demasiado en unos tan hábiles como los tuyos —contestó Irsw burlón.
—Así debe ser si se quiere tener un control preciso sobre la recolección.
Un criado se acercó con una jarra de vino recién desprecintada, ofreciéndosela al escriba.
—¡Uhm! —Paladeó después de un primer sorbo—. Sigues teniendo el mejor vino del país; ahora que mis quehaceres me lo permiten prometo visitarte más a menudo.
De nuevo se llevó la jarra a los labios y bebió largamente. El fresco vino blanco era como terciopelo en su garganta; no en vano procedía de los viñedos del Delta oriental, célebres desde tiempos inmemoriales. En su elaboración se le endulzaba en su justa medida con dátiles de la región, que hacía del resultado final un elixir digno de reyes.
—Este año la cosecha ha sido espléndida —volvió a decir el escriba—. Creo que se puede lograr una cantidad notable de excedente de grano.
El mercader seguía sin inmutarse ante su interlocutor.
—Veo que ni las buenas noticias son ya capaces de sacarte de tu abulia, Irsw.
—Ya no estoy interesado en el negocio del trigo y a decir verdad en los últimos tiempos hay pocas cosas que me interesen.
—Deberías salir más de tu casa. Afuera todavía podrías encontrar alguna cosa interesante. Fíjate en esto —dijo ofreciéndole un pequeño envoltorio.
Con cierto fastidio, Irsw lo tomó y apartó la tela que lo cubría con parsimonia.
El brillo del oro le borró la indiferencia de su cara, miró a Ankh y después examinó atentamente la figura. Era un escarabajo de oro macizo que, aunque de pequeño tamaño, resultaba espléndido. Irsw supo al instante que era muy antiguo.
—No es una joya corriente. No sabía que el templo hiciera donaciones de este tipo a sus siervos predilectos.
—Digamos que Ptah en su infinita sabiduría interpuso mis pies en su camino.
—Eres un zorro, Ankh. Al mostrarme esto supongo que tienes algo que proponerme, ¿verdad?
—Je, je, seguramente; sobre todo si te digo que dispongo de objetos más preciosos que éste.
—¿De dónde los sacaste? ¿No me dirás que algo así crece espontáneamente en los campos que tú inspeccionas? ¿O acaso algún buen campesino ha cosechado más de lo que tu registro dice?
—Desgraciadamente no es posible encontrar algo así en las tierras de los templos.
—¿Dónde, pues? —preguntó el sirio.
—¿Te interesa el tema?
—Quizá, si conociera más detalles…
—Puede que hayamos dado con la llave para abrir las tumbas de Saqqara —explicó Ankh con gravedad.
—No me digas que ahora andas en tratos con profanadores —se burló Irsw—. Pensé que los escribas del divino Ptah erais incorruptibles.
—A veces tus bromas son de lo más inoportunas; que yo sepa mis negocios contigo te han proporcionado pingües beneficios.
El sirio rió quedamente.
—¡Hablo en serio, Irsw, hay más de cuarenta kilómetros de necrópolis!
—Que han sido rastreados por ladrones desde tiempos inmemorables.
—No todas las tumbas han sido encontradas; hay algunas tan antiguas como Menfis, de las que se desconoce su paradero.
—Magnífico, creo que durante tus próximas siete vidas tendrás todo tu tiempo ocupado excavando, Ankh.
—No era eso lo que había pensado —contestó éste mientras daba otro sorbo de la jarra—. Es más, dispongo de la persona idónea para tal cometido.
Irsw enarcó una de sus cejas escrutando con atención al egipcio.
—¿Dónde conociste a ese sujeto?
—En la peor taberna de Ijtawy —contestó divertido Ankh.
—Un lugar muy adecuado para tus negocios. En Ijtawy ya no quedan más que serpientes y chacales.
—En efecto, has puesto un símil perfecto; creo que nuestro hombre es un auténtico superviviente.
—Estás muy seguro de conocerlo bien.
—Sabes lo poco que me equivoco en estos asuntos.
—¿Es acaso garantía suficiente?
—Tú lo has dicho. Antaño, Ijtawy estuvo llena de gloria. Fue capital del país y allí fueron enterrados grandes reyes de la XII dinastía. Pero todo fue saqueado hace ya muchos años; sólo la arena señorea en aquel lugar. Sin embargo, este hombre fue capaz de hallar una tumba intacta, y a juzgar por lo que he visto, bastante rica.
—Espléndido, ya tienes pues quien trabaje, ahora sólo necesitarás tener paciencia.
Ankh suspiró resignadamente y alzó los ojos haciendo un gesto teatral.
—Figúrate que hace algún tiempo estaba yo husmeando en los archivos del templo, cuando por una rara casualidad encontré en un viejo arcón un papiro muy antiguo —continuó Ankh con cierta reserva.
Irsw le observó fijamente, pero esta vez no dijo nada.
—Tan antiguo que es contemporáneo del viejo rey Djoser, fuerza, protección y estabilidad le sean dadas. ¿Tienes idea de la fecha a la que me estoy remontando?
El sirio rió maliciosamente.
—La cronología de los reyes de esta tierra no está al alcance del pueblo llano, ¿no es así como deseáis que sea?
Ankh hizo un mohín de fastidio.
—Mas te diré que en este caso, sí puedo hacerme una idea de la antigüedad de tu hallazgo —continuó el sirio—. ¿Mil quinientos años quizá? No en vano el legado que Djoser nos hizo hará que sea recordado incluso por un neófito como yo.
—La pirámide escalonada. La que significó el comienzo de una época de esplendor en la que las más grandiosas obras de Egipto fueron levantadas para memoria del género humano. ¿Sabes?, hasta los dioses quedaron satisfechos.
—En el caso de Djoser fue su arquitecto Imhotep el que más satisfecho quedó —dijo con sorna Irsw—. Él fue quien la construyó, ¿no?
—Así es —replicó Ankh respetuosamente—. Y en reconocimiento fue hecho dios entre los hombres, y su memoria será venerada por siempre como encarnación de sabiduría.
Pero no olvides que erigió la pirámide para gloria del faraón, y que en el país de Kemet todo le pertenece a éste.
—En verdad que me sorprendes, Ankh. Veo que te has convertido en celoso guardián de las tradiciones de esta tierra. Pero dime, ¿acaso los templos pertenecen al faraón?
—¡No blasfemes Irsw! —contestó el escriba perdiendo en parte su compostura.
Era curioso, pero a veces afloraban en el escriba sentimientos hacía tiempo olvidados, y las buenas enseñanzas que aprendió en la Casa de la Vida surgían espontáneamente, sobre todo, cuando alguien comprometía la magnificencia de la historia de su pueblo.
La vida había hecho que su senda se desviara del camino de la fe pura, al cual era sabedor que nunca podría volver. Lejos quedaban las lecciones que sobre los consejos morales del prístino sabio Ptah-Hotep le fueron dadas. Era obvio que él no las seguiría jamás, mas no por eso dejaba de respetarlas, como también respetaba el orden milenario creado por sus dioses, y del cual, como egipcio, formaba parte.
Ankh permaneció pensativo durante unos instantes, pues a la postre, Irsw era extranjero, y jamás podría entenderlo; aunque ello tampoco le importara demasiado. En el fondo de su corazón, el escriba sentía un profundo desprecio por el mercader sirio que, aunque necesario para llevar a cabo sus futuros proyectos, representaba el centro de un mundo corrompido del cual él también formaba parte.
—Hace demasiado calor para este tipo de cuestiones —replicó Irsw volviendo a su tono monótono—. ¿Qué decías acerca de un viejo papiro?
Ankh volvió de su abstracción parpadeando repetidamente, y adoptó de nuevo su postura natural en la que la astucia dominaba su mirada.
—El pergamino en sí no tiene mucho valor, a no ser porque en él se hace referencia a la situación de numerosas tumbas pertenecientes a antiguos sacerdotes.
—Tumbas que es probable que hayan sido violadas hace ya mucho tiempo.
—No lo creo, Irsw. El tiempo las ha sumido en el olvido. Además se construyó sobre ellas un pequeño templo, tiempo atrás abandonado, del que todavía quedan algunos restos. Si las sepulturas se encuentran intactas, algo que veo factible, éstas deben de estar repletas de joyas de incalculable valor. ¿Te interesa el negocio?
El sirio se acarició la barba con parsimonia, calculando el riesgo de la operación.
—Iríamos a partes iguales y tendrías que dar salida a la mercancía, pues de seguro habrá piezas que podrían comprometernos demasiado —continuó el escriba.
—Eso no supondría ningún problema. Pero ¿qué hay del ladrón?
—Uhm, eso no debe de inquietarte lo más mínimo. Al aceptar venir a Menfis conmigo, su destino me pertenece; tardará poco en darse cuenta de ello. Por lo demás parece un hombre prudente, un hombre prudente capaz de atender a nuestras… razones.
—Como siempre, lo tienes todo pensado. Está bien, acepto tu oferta —dijo Irsw—. Pero si en algún momento nos causara problemas, tú te encargarás de eliminarlo.
Ankh hizo un gesto de aquiescencia y levantó la jarra formulando el brindis.
—Pongamos a Shu[47] por testigo. El trato queda sellado.
Del bermellón al azul zafiro, del violeta a un negro casi azabache; la luz jugó con toda su gama en el lejano horizonte, hasta que la última noche del año llegó a Egipto engalanada con más de mil luceros que, animosos, titilaban al verse mecidos por la divina mano con la que Nut quería agasajar a su pueblo. Éste, gozoso, contemplaba alborozado aquel presente que la diosa, como cada año, les regalaba. Nadie en Menfis dormía aquella noche.
Shepsenuré disfrutaba de ello percibiendo sensaciones largo tiempo olvidadas. Desde la terraza de su casa, veía como los vecinos salían de sus viviendas dispuestos a llenar las calles con su algazara. Mientras, los cantos de alabanza surgían acá y allá en tanto la música callejera subía de tono.
No hacía un mes que Shepsenuré había comprado aquella casa que, aunque no era excesivamente grande, al menos sí era digna. Sin duda podría haber adquirido una villa en el distinguido distrito situado junto a Ankh-Tawy (la vida en las Dos Tierras), nombre con el que se conocía al palacio real y sus anexos; pero su prudencia le hizo decidir por instalarse en un barrio popular como era el de los artesanos, lleno de gente sencilla que a su vez representaba la esencia misma de la ciudad. No en vano el dios tutelar de Menfis, Ptah, era su patrono.
Allí emplazó su vivienda, una casa de dos pisos en la que ocultó sus bienes en un pequeño pozo bajo el suelo de una de las habitaciones de la planta baja, habitándola después como taller de carpintería; oficio al que sólo dedicaría el tiempo imprescindible para parecer un honrado artífice.
Las calles continuaban llenándose de un público que, aunque alegre y bullicioso, mantenía un cierto recogimiento. No era una festividad como la del Feliz Encuentro o la Fiesta de la Ebriedad, en la que el vino y el shedeh (un embriagador licor con propiedades afrodisíacas) corrían por doquier durante quince días. Ahora las fuerzas de la naturaleza iban a manifestarse en toda su magnitud y el pueblo las reverenciaba sabedor de que Egipto no era nada sin ellas. Era pues motivo de dicha y, para la ocasión, se acostumbraba a intercambiar regalos entre los familiares y amigos.
Nemenhat estaba encantado, pues su padre le había regalado un estupendo bastón de caza; una especie de bumerán como los que había visto, en ocasiones, en algunas tumbas en las que se representaban escenas de cacerías.
Apoyados ambos en el pretil de la terraza, esperaban que las primeras luces pregonaran el acontecimiento. Justo antes del amanecer, la estrella Sepedet (también conocida como Sothis o Sirio), que no se veía desde hacía mucho tiempo, se alzaría en el horizonte anunciando con ello la llegada del Año Nuevo. «La estrella del perro», nombre con el que también era conocida Sirio al formar parte de aquella constelación, se observaba en las noches próximas al solsticio de verano, «el nacimiento de Ra», y significaba el inicio de la inundación.
En tan señalado acontecimiento, padre e hijo recibieron los saludos y amables felicitaciones de sus vecinos que, con natural alegría, celebraban un fenómeno que se repetía desde los albores de su civilización y que era sinónimo de que las leyes naturales por las que se regían seguían inalterables. Nada sin duda importaba tanto al egipcio, como que el orden primigenio establecido se mantuviera inmutable a través de los siglos. Hasta tal punto esto era así, que cuando el año se presentaba revuelto con sus meses desordenados y el verano sustituía al invierno, el pueblo se lamentaba consternado tomando el hecho como una gran calamidad. Incluso habían bautizado ese año de desventuras con el sugerente nombre del «año cojo». (Renpit gab). «Líbreme dios del año cojo», se oía con frecuencia maldecir a los campesinos. Sin embargo, todos festejaban la última noche del año en la seguridad de que el próximo ciclo sería próspero y lleno de venturas. Para él también tenían un nombre en el que habían depositado todas sus esperanzas; lo llamaban «el año perfecto». (Renpit nefer).
Cuando las luces del alba se hicieron patentes y la estrella se elevó al fin nítida sobre el horizonte, la alegría se desbordó desde todos los corazones. Ni una nube pudo empañar aquel orto tan vital para el país de las Dos Tierras. En un cielo límpido y con la cercana compañía de Orión, Sirio trajo el año nuevo en tanto Ra surgía poderoso desde el reino de las doce horas de la noche[48]. Aquel acontecimiento tan esperado resultó a la vez efímero y el astro acabó, a la postre, sucumbiendo devorado por la luz del sol. Mas ya nada importaba, todo se había desarrollado según dictaba la más antigua tradición y para el pueblo no había duda respecto a que tendrían un Renpit nefer; un año perfecto.
—¡Kasekemut espera! —gritaba Nemenhat.
—Date prisa o no encontraremos un sitio desde donde podamos verlo —le contestó aquél mientras corrían calle abajo.
La gente, cada vez en mayor cantidad, hacía que ambos muchachos realizaran continuos regates en su alocado descenso; hasta que por fin llegó un momento en el que se hizo difícil poder avanzar. Kasekemut frenó bruscamente y giró a la derecha hacia una de las múltiples callejas que atravesaban el barrio. Continuó velozmente un buen trecho hasta que al volver la cabeza y no ver a su amigo, se paró con disgusto. Al poco éste apareció, y Kasekemut le gritó:
—¡Eh, Nemenhat, eres más lento que el pollino del viejo Inu!
Nemenhat venía resoplando con el rostro congestionado y el cuerpo empapado en sudor como si de una fuente inagotable se tratara. Mas en cuanto se aproximó a su amigo, éste volvió a salir corriendo por la callejuela. El pobre Nemenhat no tuvo más remedio que continuar medio encorvado, tocándose el pecho con las manos pensando que le estallaría de un momento a otro.
Así anduvieron durante un buen trecho con Kasekemut en cabeza zigzagueando por un intrincado laberinto de calles, por las que perderse era sumamente fácil. Sin embargo, Kasekemut callejeaba por ellas como si fuera algo que hiciera cotidianamente; incluso saludaba a algún que otro transeúnte al cruzarse con él. Nemenhat, en cambio, era la primera vez que se aventuraba por allí, y aunque calculó que debían de encontrarse cerca del río, pensó que no podría aguantar mucho más. La mañana se encontraba lo bastante avanzada como para empezar a buscar el cobijo de la sombra y eso fue lo que hizo; paró en su carrera y caminó junto a una de las paredes que le resguardaban del sol mientras respiraba con dificultad. Por fin, al doblar la siguiente esquina, vio a Kasekemut que le esperaba jadeante mientras, al fondo, un infranqueable muro humano les cerraba el paso.
—¡Te dije que llegaríamos tarde, Nemenhat!
Éste se aproximó a su amigo con un cierto mohín de fastidio.
—¿Y ahora cómo vamos a pasar? —preguntó.
—No sé, tendremos que abrirnos paso. Sígueme y no te separes de mí —ordenó Kasekemut.
Conforme había dicho, atravesaron las primeras filas que el enorme gentío formaba, no sin antes recibir patadas, golpes e insultos de un público que bastante tenía con soportar la solanera matinal. A fuerza de empujones pudieron hacerse un hueco entre aquel tumulto; pero poco más. Por mucho que porfiaron, no fueron capaces de ver sino las sudorosas cabezas que les rodeaban.
—¡Maldita sea!, por qué no os vais a jugar al cabrito a tierra[49] y dejáis de pisarnos —aulló un hombrecillo mientras se llevaba las manos a uno de sus pies.
—Tienes razón, así podremos librarnos de tus piojos —contestó Kasekemut.
La gente que les rodeaba hizo bromas del asunto.
—No seas cascarrabias, Huni —dijo una voz—, y deja pasar a los muchachos.
—Mira —dijo Nemenhat señalando la copa de una acacia próxima—, lleguémonos a ella e intentemos subirnos.
Esta vez la muchedumbre no puso tanta resistencia y los dos amigos alcanzaron su objetivo y se sentaron sobre las ramas del árbol. Desde allí, pudieron comprobar la magnitud del acontecimiento que se estaba celebrando. La multitud les rodeaba como si de una marea humana se tratara, atestando la gran explanada en la que se encontraban. Tan sólo la vía que la atravesaba, y que desde el templo de Ptah llegaba hasta el río, se hallaba despejada por las filas de guardias situados a ambos lados. La celebración del año nuevo era más que una fiesta en sí, era el final de un período y el comienzo de otro en el que Egipto se preparaba para un nuevo renacimiento que llenaría de vida sus tierras.
A miles de kilómetros de distancia hacia el sur, en el África Ecuatorial, el lago Victoria desagua en un río que corre en dirección norte y que es la cuna del Nilo. Rodeado de espesas selvas tropicales, este río recoge el agua que diariamente cae sobre esta zona y que forma riachuelos y arroyos que confluyen en él junto con tres afluentes principales, dando lugar al Nilo Blanco que atraviesa todo el Sudán. Es en este punto donde su hermano el Nilo Azul se une a él formando una única corriente que atravesará Nubia y Egipto hasta llegar al mar. Pero en la época de verano, fuertes lluvias de tipo monzónico caen sobre las altiplanicies de Etiopía y el Nilo Azul que, procedente de los montes de Abisinia atraviesa aquella zona, ve aumentado su caudal en más de cuarenta veces. A su paso recogerá rocas volcánicas y riquísimas sustancias minerales e inundará paulatinamente todo Egipto, dejando sobre él su limo benefactor en forma de aluviones de un color negruzco, que dará nombre a aquel país, Kemet (la Tierra Negra).
La llegada de este momento era esperada por aquel pueblo, que sabía hasta qué punto dependían de que la inundación se produjera correctamente y fuera generosa. Era por ello que, en aquella explanada, el gentío guardaba cierta devoción ante la solemnidad del acto que iba a desarrollarse pues el mismísimo faraón estaría presente.
—Mira, allí está la corte —dijo Kasekemut, señalando a un grupo de personas situadas en las escalinatas junto al río.
—¡La corte! —exclamó Nemenhat.
—Sí, ésos no tienen que ingeniárselas todos los días como tú o yo. Llenan su barriga con suculentas aves e incluso comen carne de buey.
Nemenhat no contestó y se limitó a observar a aquel grupo que, con sus blancos atuendos y brillantes joyas, permanecían separados del resto del pueblo, ocupando los lugares asignados por la más estricta etiqueta.
—Algún día, cuando sea mer-mes (general), también estaré entre ellos durante las celebraciones —dijo Kasekemut con gesto de ensoñación—. Y comeré carne de buey siempre que quiera.
No cabía duda de que la vocación militar del muchacho iba más allá del mero juego, pues ponía en todos sus actos un ardor y entusiasmo encomiables. Todo estaba perfectamente definido en su mente. Las cosas estaban bien o mal y el camino del Maat (la verdad) sólo era uno. A menudo soñaba junto a Nemenhat, en cómo devolver a Egipto su pasada gloria combatiendo por ella hasta los confines del mundo. Nemenhat le sonreía y se dejaba llevar por la vehemencia de su compañero de juegos, mas no sentía ninguna necesidad de pelear por nadie; de hecho, hasta le desagradaba el verse inmiscuido en las disputas que, frecuentemente, Kasekemut creaba con otros chicos del barrio. Era evidente que su carácter se encuadraba dentro de un perfil más típicamente egipcio que el de su amigo, ya que por lo general, este pueblo siempre mostraba una actitud pacífica y conciliadora; y una clara muestra de todo esto, era el hecho de que Egipto no dispusiera realmente de ejército.
Desde sus inicios, Egipto fue un país que vivió relativamente al margen de sus vecinos. Rodeados por dos grandes zonas desérticas, el país se encontró naturalmente defendido y sus acciones bélicas se limitaron a campañas contra las colindantes tribus de Libia y Nubia. Pero al terminar estas campañas, el ejército se licenciaba y no se mantenía más que una pequeña parte junto con oficiales de alto rango. Con la subida al poder de los faraones guerreros de la XVIII dinastía, Egipto se expansionó y con ello dejó de ser el fértil valle en el que convivían las Dos Tierras, para convertirse en una potencia de primera magnitud. Ello trajo consigo innumerables campañas en las que los enemigos capturados pasaron con el tiempo a formar parte del ejército del faraón. Así, durante el reinado del gran Ramsés II, su propia guardia estuvo formada por mercenarios llamados shardana, que pronto se vieron rodeados de una aureola como cuerpo de élite. Todos estos mercenarios constituían en realidad la mayor parte del ejército en activo, y sólo en caso de conflicto el Estado llamaba a filas a sus soldados licenciados o recurrían a las levas si era necesario. Todos buscarían la gloria en el campo de batalla, a la espera de que el faraón les recompensara con tierras de labranza por su heroísmo.
Todo esto lo sabía Kasekemut, pero él no quería acabar sus días convertido en un agricultor más; él sería seshenata (comandante de una región) y combatiría junto al dios de las Dos Tierras.
El sonido lúgubre y prolongado de las trompas sacó de su ensimismamiento a los muchachos, convirtiendo a su vez el general alboroto tan sólo en murmullos.
Al segundo toque, el silencio más absoluto se apoderó de la plaza, e hizo a toda aquella gente adoptar una postura de profundo recogimiento.
El tercero sonó tan próximo, que Nemenhat forzó su vista al fondo de la explanada intentando descubrir su procedencia.
—Por allí vienen —susurró Kasekemut excitado, haciendo una seña hacia su amigo.
—¿Por dónde?
—Allá, en la calzada que baja desde el templo —repitió Kasekemut con cierta impaciencia.
Nemenhat movió la cabeza nerviosamente hacia donde le indicaba, pero no vio sino las miles de cabezas que abarrotaban ambos lados del camino. Entonces un dorado reflejo le hizo fijar su atención, y al fin los vio.
Allí estaban, soberbios, avanzando envueltos en una fastuosidad que ignoraba que existiese; el divino cortejo se acercaba lenta y solemnemente, llevando consigo a los más sagrados dioses de Egipto.
La comitiva era grande, pues en ella participaban sacerdotes de las más importantes deidades del país. Amón, Ra, Ptah; todos se hallaban debidamente representados y, aunque no eran los protagonistas de aquella celebración, participaban plenamente de ella como oficiantes.
La figura por la que se conmemoraba el acto era la de Hapy, el dios de la inundación anual del Nilo, el que se decía que habitaba en Ker-Hapy, la cueva sagrada situada en la primera catarata junto a la isla Elefantina y donde la leyenda popular aseguraba se hallaban el Mu-Hapy, las fuentes del Nilo. Hapy era un dios atípico dentro del panteón egipcio, ya que no poseía templo alguno o capilla donde rendirle culto; sin embargo, se le veía representado en los santuarios dedicados a otros dioses y todo el país celebraba su fiesta. Su apariencia era, si se quiere, grotesca, pues se le representaba con grandes pechos y vientre abultado y sobre su cabeza acostumbraba a llevar un tocado de plantas acuáticas, bien fueran de lotos o de papiros, según simbolizara al Alto o al Bajo Egipto. Para el pueblo encarnaba la viva imagen de la abundancia, no sólo por su aspecto, sino también porque solía vérsele rodeado de ofrendas de todo tipo. Era conocido como aquel que lleva la vegetación al río, o como el señor de los peces y pájaros de los pantanos y se decía que los dioses cocodrilos pertenecían a su séquito y que poseía todo un harén de diosas ranas con cabellos trenzados.
Nemenhat vio al cortejo entrar en la explanada y con él el rumor de miles de gargantas que advertían de su llegada. Como si aquello fuese una señal, al instante aquel gentío cayó de rodillas y se hizo el silencio.
Nemenhat, que observaba con ansiedad, miró a su amigo sin comprender.
—Se acerca el dios —le susurró éste.
Nemenhat volvió de nuevo su cabeza hacia la plaza convertida ahora en una alfombra de sudorosas espaldas que brillaban bajo el poderoso sol; entonces las trompas volvieron a sonar. Esta vez lo hicieron muy cerca, emitiendo un retumbo sobrecogedor que erizó la piel del muchacho. Le llegaron claramente las letanías de los sacerdotes cantores, sus loas, alabanzas e invocaciones:
—«Padre de los dioses, el único que se autogenera y cuyo origen se ignora… Señor de los peces, rico en granos…».
El séquito se encontraba ya tan próximo, que ambos amigos pudieron distinguir con nitidez la figura que destacaba sobre todas las demás. A Nemenhat no hizo falta explicarle de quién se trataba, pues era tan magnífico su porte e irradiaba tal majestad, que su mente resolvió que en verdad no era de este mundo. Se encontraba tan próximo, que pensó que era el ser más afortunado de la tierra por poder ver al hijo de Ra.
Se acercaba el Toro fuerte, el perfecto de nacimiento, ka-nakht tut-mesut; el de las dos Damas, el que fuerza las leyes, el que pacifica las Dos Tierras, el que propicia todos los dioses, Nebty Nefer-hepu seqereh-tawy sehetep-netjeru nebu; Señor de todo, Neb-er-djer, Horas, Her nebu, Rey del Alto y Bajo Egipto, Nesu-bity, User-Maat-Ra-Meri-Amón, Poderosas son la verdad y la justicia de Ra, el amado de Amón, nacido de Ra; Ramsés III, fuerza salud y vida.[50]
Avanzaba con todos los atributos de la realeza, la doble corona y el ureus[51], y a su paso el pueblo permanecía postrado sin osar siquiera levantar levemente la cabeza, pues nadie podía mirar al faraón a no ser por su expresa voluntad.
Desde su privilegiado escondite, ambos muchachos pudieron observarle sin ningún recato y cuando estuvo a su altura, lo que vieron fue un rostro surcado de arrugas, de nariz aguileña y barbilla prominente, y en el que las negras líneas del khol[52], que rodeaban sus ojos, no hacían sino resaltar una mirada ausente que terminaba por hacer que su aspecto resultara del todo inescrutable.
Aunque contaba con treinta y cinco años, bien pudiera decirse que parecía mayor; sin embargo, para los dos amigos el ser que pasaba junto a ellos no tenía edad, porque ningún dios la tiene y él era la reencarnación del Horus viviente, parte fundamental que aseguraba el orden cósmico.
Por eso la muerte del faraón era algo terrible para su pueblo. Se sentían perdidos, en la más absoluta oscuridad pues pensaban que sin él, el caos se adueñaría de la tierra. Al subir al trono un nuevo rey volvía el hálito creador y de nuevo el universo quedaba en armonía.
El dios pasó finalmente de largo, camino del muelle real, y tras él, su oficiante séquito que detentaba el auténtico poder en el país.
Al llegar a las escalinatas del río, la corte en pleno se postró de hinojos ante su rey que, gravemente, les hizo levantar con un ademán invitándoles a participar en la ceremonia en honor del dios del Nilo. Ceremonia que, por otra parte, era seguida muy devotamente por Ramsés y en la que ofrendaba al río cantidades ingentes de alimentos. De hecho, se hallaban preparadas para la ocasión, no menos de cincuenta vacas que alborotaban mugiendo instintivamente contra su predestinado final.
El público, puesto en pie, observó cómo el faraón bajó por la escalera hasta situarse hasta el nivel de las aguas. Alzó solemnemente los brazos y comenzó a cantar el Himno sagrado de Hapy.
Nemenhat aguzaba el oído atentamente intentando escuchar las palabras del dios:
¡Salve Hapy!, tú que has surgido de la tierra.
Que has venido para dar la vida a Egipto.
Creación de Rapara vivificar a todo el que padece sed.
Señor de los peces que permite que vayan hacia el sur las aves migratorias.
Cuando él se desborda, la tierra se llena de júbilo.
Y todos los seres se alegran.
Conquistador del Doble País, que llena los almacenes.
Que agranda los granos, que da bienes a los indigentes… [53]
Éstos eran algunos de los versos que recitaba Ramsés, que formaban parte de un antiquísimo protocolo y que desde su privilegiada situación, Nemenhat acertaba a escuchar.
El faraón continuó declamando continuas alabanzas y finalizó enumerando las ofrendas que donaba al dios y que se le consagrarían en todos los templos del país en cantidades enormes, y que en aquella ocasión ascenderían a la increíble cifra de diez mil panes, diecisiete mil dulces y más de tres mil medidas de diversas frutas. Además, el ganado que resignado esperaba su suerte, sería sacrificado[54].
Cuando terminó de hacer sus sagradas peticiones, se acercó a un pequeño altar donde, en presencia de la corte y del pueblo, sacrificó una ternera; luego cogió una estatuilla de oro del dios Hapy y otra de su sagrada esposa Repyt, y las lanzó al río para que con su unión fecundaran las aguas. El pueblo estalló en un clamor y todos se felicitaron convencidos de que Hapy se sentiría satisfecho. Finalmente recogió un papiro sellado que contenía textos mágicos que aprobaban aquella alianza entre el faraón y el río y se encaminó hacia el barco real donde embarcaría a la cercana Iunnu (Heliópolis). Toda la corte se apresuró a su vez hacia sus naves privadas para acompañar a su señor hacia la antigua capital, en tanto el pueblo corría gozoso hacia los malecones para efectuar también sus ofrendas. Todos portaban sus figuras representativas, unos las llevaban de plomo o cobre, otros de porcelana o simplemente de barro cocido, y los más hacendados de turquesa o lapislázuli. De hecho se habían fabricado miles de estatuillas para la ocasión y no todas representaban a Hapy y a su esposa; las había que simplemente encarnaban a un hombre y a una mujer para que, al ser lanzados juntos al río, pudieran unirse en el rito de la fecundación.
Los dos amigos bajaron raudos del árbol y se apresuraron hacia la orilla; sacaron un par de figuritas de madera que el padre de Nemenhat les había hecho, y las arrojaron en medio de la euforia general.
Con este acto, se inauguraba oficialmente el año y comenzaba la primera estación, Akhet (la inundación), que duraría cuatro meses; dentro de dos el río alcanzaría en Menfis su nivel máximo inundando todos los campos y convirtiendo el valle entero en un verdadero mar. Habría que esperar a que las aguas alcanzaran su nivel óptimo que, en la capital del Bajo Egipto, debía de ser de unos dieciséis codos (8,4 metros). Si éste estaba por debajo de los trece codos, el pueblo sufriría privaciones y hambre; y si era superior a diecisiete, sería desastroso. Lógicamente en otros puntos del país los niveles variaban; así, el nilómetro de Elefantina en la ciudad de Swenet (Assuán), que era el primer punto donde llegaría la crecida, debería indicar unos veintiocho codos y en Per-Banebdjedet (Mendes) situada en el Delta, éste no debía ser superior a seis.
Después de estos cuatro meses de inundación y cuando el agua abandonara los campos, llegaría la estación de la siembra (Peret), en la que los campesinos labrarían y sembrarían aquella tierra antes de que se endureciese demasiado. Durante los cuatro meses siguientes deberían regar lo sembrado, hasta que llegara la estación de Shemu, en la que deberían aprovechar para recoger la cosecha, y que constituían los cuatro meses restantes del año.
Era pues un momento de alegría ante la perspectiva de todo un año por delante y el pueblo sentíase partícipe de él, pues no en vano se trataba de una tradición milenaria. Situados en los márgenes del río y abarrotando los muelles, observaban cómo la espléndida flota real navegaba río abajo. Trompas y clarines sonaban por doquier y saludaban su elegante singladura, vitoreando su paso. A su llegada a Heliópolis, el faraón se dirigiría al templo de Ra-Horakhty y, en presencia de todos sus nobles y dignatarios, arrojaría a su lago sagrado Kebehw el mágico papiro; el Libro que hace desbordar al Nilo de sus fuentes, con lo que el pacto entre el soberano y el Nilo quedaría sellado. Habría una buena crecida.
Muy de mañana, Shepsenuré se encontraba en la azotea reparando una persiana, cuando oyó voces que le llamaban desde la calle. Se asomó a la barandilla y vio a Ankh que, junto a dos sirvientes, aporreaban su puerta.
—No sabía que acostumbraras a hacer visitas a horas tan tempranas —le gritó desde la balaustrada.
Ankh levantó la cabeza ajustándose a la vez su rizada peluca.
—Ya sabes lo ocupado que estoy siempre, y con este calor no es prudente andar por la calle después de media mañana.
Shepsenuré bajó la escalera y abrió la puerta a su visitante.
—Que inesperado honor me haces, escriba —le saludó con ironía invitándole a entrar con un ademán de su mano.
—Je, je, ya suponía que te alegrarías mucho de verme —le contestó con el mismo tono mientras entraba en la estancia.
Shepsenuré permaneció en pie junto a la puerta e hizo un gesto hacia los criados.
—Ah, no te inquietes por ellos, les gusta disfrutar del frescor de la mañana; esperarán fuera. A propósito, veo que has vuelto a dedicarte a tu oficio —dijo Ankh echando un vistazo a su alrededor.
—He decidido establecer aquí mi taller y como verás tengo algunos encargos —contestó señalando una mesa que se encontraba a medio hacer.
—Ajá —contestó el escriba a la vez que examinaba una de sus patas en forma de garra de león.
—Pero siéntate, Ankh; hacía mucho que no te veía.
—Gracias —dijo éste acomodándose en un taburete—. En verdad que no he estado muy sobrado de tiempo, pero había que tener finalizado el resultado anual de la cosecha de los campos del templo, antes de la llegada de la estación de la inundación. Labor un poco tediosa, pero todo sea por el divino Ptah.
Shepsenuré le miró con esa mueca burlona que solía adoptar con frecuencia durante sus conversaciones con el escriba. Éste, como siempre, le correspondió con su habitual mirada llena de astucia.
—¿Acaso me echabas de menos? —le preguntó.
—Sabes que no; es sólo que me extrañó no saber de ti en todos estos meses. ¿Se habrá olvidado de mí?, me llegué a decir.
—¿Olvidarte? Oh, no te preocupes por eso, no podría, ¿crees que hubiera llegado a ser escriba del templo si fuera olvidadizo? Verás, si miramos al pasado veremos que éste está formado por ciclos que comienzan y acaban; unos son buenos y otros no tanto, pero todos ellos se hallan engarzados por la sabiduría de los dioses y ¿sabes qué tienen en común todos ellos?; nosotros. El hombre se amolda a los tiempos en los que vive, pero su esencia es siempre la misma; permanece. Muchos hombres sabios nos han hablado de ella desde hace miles de años, si olvidáramos sus palabras ¿qué nos quedaría?; nada aprenderíamos entonces y siempre permaneceríamos en el mismo ciclo. Si miras a tu alrededor observarás que esto es lo que le ocurre a la mayoría de la gente, ellos olvidan con prontitud pero yo no —dijo adoptando un tono severo—, Ankh no olvida nunca.
—Eso tendría fácil solución, escriba. Mostradnos todas esas enseñanzas milenarias; ¿por qué no lo hacéis en vez de acapararlas sólo en los templos?
Ankh miró fijamente a Shepsenuré con un gesto serio que fue suavizando paulatinamente.
—Ah, querido artesano, si estuviera en mi mano. Pero desgraciadamente los dioses no lo han dispuesto así y su voluntad, que alcanza más allá de nuestras palabras, debe ser respetada, ¿comprendes?
—Perfectamente, escriba. Os comprendo desde mucho antes de conocerte a ti. Es por eso por lo que este ciclo, como tú lo llamas, no lo viviré con arreglo a las normas de los dioses.
—Espléndido, artesano —exclamó Ankh mientras daba palmas—. Es sin duda uno de los motivos por los que me encuentro hoy aquí ¿cómo si no podría hacer negocios contigo?
Shepsenuré le miró molesto, ¿cómo podía hablarle con tal cinismo? A él, que durante toda su vida había sido un paria, nieto de un reo ajusticiado por ladrón de tumbas por orden del faraón, y del que sólo pudo aprender el oficio de sobrevivir a duras penas. El escriba estaba a punto de proponerle alguna oscura empresa y lo hacía manifestando su alabanza a los dioses, a la vez que se congratulaba del poco respeto que Shepsenuré sentía por ellos. Nunca hasta entonces había conocido a alguien así y su sentido común de nuevo le advirtió que debía irse de allí. «¡Vete de Menfis! ¡Hazlo ahora que todavía puedes!».
Eso significaba volver de nuevo al polvo de los caminos de Egipto. ¿Por qué no podía vivir en paz como el resto de sus vecinos? ¿Acaso los dioses le castigaban por sus grandes pecados? Shepsenuré hizo un mohín de asco; él siempre se recordaba como penitente, pero no estaba dispuesto a cumplir su condena de acá para allá. Por primera vez tenía una casa, un techo propio que poder ofrecer a su hijo, un lugar donde establecerse al fin. Ésta era una sensación gratificante que no había sentido nunca y que le invadía cuando se veía entre aquellas paredes llenándole de paz. Una perspectiva nueva sin duda y a la que no estaba dispuesto a renunciar.
Sin embargo, al salir de su ensoñación y mirar al escriba sintió una cierta zozobra que no había experimentado con anterioridad, a la vez que presentía que ya no era dueño de su destino. Su mirada se cruzó con la de Ankh y volvió a escuchar en su corazón aquellas palabras «¡Vete, márchate de Menfis!».
—¿Te preocupa algo? —preguntó quedamente Ankh.
—¿Acaso debería de hacerlo? —contestó Shepsenuré sin mucha convicción.
—Uhm, no por el momento y en todo caso confío en que nunca tenga que ser yo la causa, artesano.
Éste le observó intentando escrutar lo inescrutable, mas tan sólo fue capaz de ver en su rostro la astucia que el escriba no se molestaba en ocultar. Fijó sus ojos en los del funcionario y sintió que Ankh le leía hasta el alma.
Sobreponiéndose, Shepsenuré cogió una silla y se sentó frente al escriba.
—Bien, Ankh, tú dirás a qué se debe tu visita, ¿o quizás es de simple cortesía? —preguntó sarcástico.
—Las cortesías están bien y son incluso recomendables cuando acompañan a un buen acuerdo, y tú y yo tenemos uno, ¿no es así?
—Creo recordar que en cierta ocasión hicimos negocios, mas no sé qué puedo ofrecerte ahora.
—En esta oportunidad no serás tú quien ofrezca, sino yo. Claro que, habrá que cambiar las condiciones del trato anterior.
Shepsenuré le observó sin decir una palabra.
—Me parece que cuando decidiste venir a Menfis, lo hiciste no sólo por pasar como un honrado artesano más, ¿no es así? No en vano —continuó Ankh— estamos rodeados de kilómetros y kilómetros de tumbas, y supongo que para un hombre como tú este hecho debe resultar ciertamente muy sugestivo.
—Tanto como para ti según veo, escriba.
—Je, je, ya que lo que he de proponerte parece que nos puede interesar a ambos, te lo expondré pues al punto. Tengo indicios más que sobrados para conocer la situación de varias tumbas de alguna antigüedad —continuó Ankh con suavidad a la vez que observaba el rostro de su interlocutor.
Éste permaneció impasible.
—¿Te interesa el tema? —preguntó el escriba con malicia.
Shepsenuré guardó silencio.
—Bien —prosiguió Ankh—, veo que te interesa. Como te decía, conozco el emplazamiento de algunas tumbas que creo se hallan intactas y que, de ser así, sin duda guardarán en su interior magníficos ajuares; piezas únicas, que quisiera que tú sacaras a la luz.
—Si conoces el paradero, no veo para qué me necesitas, escriba.
—Oh, vamos, artesano, de sobra sabes el peligro que supondría para mí el aventurarme por la noche en semejantes parajes. ¿Te imaginas lo que podría llegar a pensar el divino Ptah al verme deambular entre los restos de sus antiguos sacerdotes? ¡El inspector del catastro del templo, vagando entre sepulturas! Tendría que correr un gran riesgo, y Ankh no corre riesgos; en cambio para ti sería como coser y cantar.
—¿Cómo has accedido a semejante revelación? —inquirió Shepsenuré.
—El cómo ha llegado la información a mi poder no viene al caso, pero he de decirte que ésta es auténtica. ¡Escucha, si das con ellas te aseguro que no sabrás en qué gastar tanta riqueza!
—¿Sabe alguien más este asunto?
—¡Nadie! Sólo tú y yo; te lo aseguro —exclamó Ankh con cierta teatralidad.
El semblante antes dubitativo de Shepsenuré se tornó ahora reflexivo. Por descontado que no se fiaba en absoluto de Ankh. Seguramente habría alguien más en el secreto, pero esto no era lo que le hacía recelar; él había actuado durante toda su vida solo, en su propio provecho y la idea de participar con alguien más le hacía sentirse extrañamente inseguro. Examinó al escriba sin disimulo. Para él simbolizaba todo aquello que más aborrecía, la respuesta al porqué de todos los males por los que su país se había visto aquejado. Aun como despreciable saqueador, era consciente de las leyes que durante miles de años habían hecho posible el armónico equilibrio de su tierra; incluso hasta sentía cierto respeto por el faraón como vértice en el que confluía aquel orden. Sin embargo, Ankh personificaba la simiente que poco a poco había ido descomponiendo el Estado. No era un problema nuevo, puesto que durante muchos años esa simiente había fermentado hasta llegar a corromper los estamentos jerárquicos.
Así veía pues Shepsenuré al escriba allí sentado que, desde su rango superior, le empujaba con todo el peso que su poder le confería, hacia un incierto sino. Era un desafío para quien, como él, no había tenido oportunidad de elegir; y decidió aceptar.
—Y bien, ¿qué me dices? —preguntó Ankh enarcando una de sus cejas.
—Que acepto —contestó Shepsenuré con un suspiro.
—¡Espléndido, artesano, espléndido! Veo que sabes lo que te interesa. Aunque hay una cuestión que debemos considerar, que no es otra que las condiciones del acuerdo —dijo el escriba clavando sus ojos en su anfitrión.
—Pensé que las condiciones habían sido aclaradas entre nosotros hace tiempo.
—¡Sin duda! Pero debes comprender que las circunstancias actuales difieren sobre manera. El lugar es conocido, no habrá búsqueda por tu parte pues tan sólo tendrás que encontrar la entrada y tener un mínimo de precaución. Digamos por tanto que el valor de tu trabajo alcanzaría la cuarta parte del total.
—Ja, ja, supongo que estarás bromeando. No creerás que voy a arriesgarme por tal cantidad.
—¡Piensa en la totalidad de ajuares funerarios que debe haber enterrados! —exclamó el escriba juntando sus manos con fuerza—. La cuarta parte supone una cuantía enorme, artesano.
—Nada comparado con las tres cuartas partes que tú te quedarás mientras duermes tranquilamente en tu casa.
—Bien, en ese caso quédate con la mayor parte e inunda el mercado de joyas. ¿Cuánto tiempo crees que tardarías en ser descubierto? Vamos, artesano; un hombre juicioso como tú sabe que ni tan siquiera yo podría colocar adecuadamente algo tan comprometedor. Son necesarios determinados contactos que indudablemente tienen un precio.
—¿Y si las tumbas se hallan vacías?
—Imposible. Estoy seguro de que debe haber media docena de enterramientos por lo menos.
—¿Y si no es así?
—En ese caso, ¿qué perderías? Tan sólo una noche en tan augusta necrópolis.
Shepsenuré pensaba con toda la rapidez de que era capaz. Evidentemente aquel asunto se le escapaba de las manos; él era la punta de una daga de empuñadura muy larga. Percibía que no tenía alternativa, al menos de momento, por lo que era conveniente no crear recelos y obrar con más astucia que el escriba.
—Queda claro que las condiciones que me propones en nada afectarán a nuestro anterior contrato.
—Por supuesto, artesano. Eres libre de andar cuanto quieras por Saqqara; y en ese caso nuestro anterior acuerdo seguiría vigente.
—Bien, entonces accederé por la tercera parte.
—¡Nef ertem divino![55] —exclamó Ankh levantándose de un salto y haciendo aspavientos con los brazos—. ¿Has dicho una tercera parte? Eso es un abuso.
—Yo no lo veo así, Ankh. Claro que, si sabes de alguien en esta ciudad capaz de hacer el trabajo mejor que yo, quizá lo puedas contratar por mucho menos. Aunque, en ese caso, te aconsejo que elijas bien; no sabes los destrozos que he visto en muchas tumbas causados por aficionados.
Ambos mantuvieron la mirada por un momento, luego, tras parpadear, Ankh comenzó a acariciarse la barbilla.
—Está bien —dijo al fin—, será como tú deseas.
—La tercera parte del total, Ankh. Ni un deben menos.
—Je, je. Convenido, artesano. De más está decirte —continuó el escriba— que guardes la más absoluta de las discreciones; confío en que utilices tus ganancias sabiamente. En fin creo que es hora de marcharme, tendrás noticias del lugar y la fecha con suficiente antelación —dijo mientras se ajustaba correctamente su peluca.
Shepsenuré le abrió la puerta y la luz cegadora entró a caudales obligándoles a entrecerrar los ojos.
—Ah, se me olvidaba —dijo Ankh echando un último vistazo por la habitación—. Tengo una partida de pino del Líbano ideal para tu negocio. Por desgracia los dioses decidieron que no hubiera buena madera en nuestro país, artesano. Recuérdame que te la envíe.
La noche se echó tenebrosa y llenó Saqqara de una inmensa oscuridad. Sin duda que no había podido ser elegida mejor, pues tan sólo las estrellas allá arriba, daban luz a un firmamento por lo demás impenetrable.
Shepsenuré llevaba caminando más de dos horas en aquella noche sin luna, y a cada paso sentía que la oscuridad le devoraba un poco más. Ni tan siquiera el inmenso mar de arena que le rodeaba le ayudaba a ver algo. La suave brisa que le había acompañado a su salida de Menfis hacía rato que le había abandonado, dejándole solo en aquel desierto; todo estaba en calma.
Un chacal aulló no demasiado lejos y el egipcio se detuvo. Se envolvió en su frazada e intentó atisbar a su alrededor, pero no observó nada; la gran necrópolis parecía dormida bajo sus pies con el pesado sueño que daban más de mil años.
Sintió que el frío nocturno propio de aquel lugar le calaba hasta los huesos y decidió continuar su camino.
—¡Viejo zorro! —masculló a la vez que lanzaba un escupitajo.
Y es que Ankh había sido muy cauto con los preparativos, no entregándole sino esa misma mañana los planos del lugar, haciendo hincapié en la conveniencia de que aprovechara la luna nueva para mayor seguridad. Es más, si así lo hacía, le había asegurado que no se encontraría con ninguno de los vigilantes que a veces deambulaban por allí.
—¡Medio Menfis debe saber que estoy aquí! —exclamó para sí mientras apretaba el paso—. Parezco un funcionario más a sueldo de la Casa de la Vida cumpliendo con su trabajo. —¡Justo lo que más aborrecía! Bah, sería mejor olvidarlo y concentrarse en la caminata que ya empezaba a exasperarle; porque nunca imaginó que aquella necrópolis pudiera ser tan grande. ¿A cuántos difuntos podría cubrir aquella inmensidad? En los tiempos antiguos (Imperio Antiguo), cuando Menfis era la capital absoluta del país, la mayoría de la gente se hacía enterrar allí; aunque a la vista de tan vasta extensión no veía nada fácil el poder encontrar una tumba interesante—. En el fondo quizás hasta no sea tan mala idea el empezar sobre algo más seguro —se dijo para animarse.
Hundido hasta los tobillos, continuó arrastrando sus pies por la helada planicie rodeado por unas tinieblas que apenas le dejaban ver más allá de unos pasos. Shepsenuré forzó la vista una vez más y percibió unas formas que parecían levantarse frente a él.
«Aquél es el lugar, sin duda», pensó animado mientras recorría los últimos metros que le separaban.
Volvió a detenerse y observó prudentemente el paraje con aquella sensación de ansiedad que se le originaba siempre que se encontraba en las proximidades de alguna tumba, y que tan bien conocía. Nada se escuchaba, ni rumor, ni céfiro, ni tan siquiera murmullos, ¿o quizás el corazón animado por su impaciencia se lo impedía? No, allí no había nadie y no le extrañaba, pues el templo o lo que quedaba de él se encontraba en el más absoluto de los abandonos. Casi derruido en su totalidad, sólo mantenía en pie algunas columnas que formaban un pequeño quiosco.
Se introdujo en él con cautela y encendió su lámpara al cobijo de las únicas paredes que quedaban. La tenue luz hizo dibujar en ellas extrañas formas que hiciéronle contener la respiración por un instante. Sin moverse apenas, Shepsenuré permaneció alerta. Aquel lugar pertenecía a Sokar, el señor de la región misteriosa, dios con cabeza de halcón, patrón de la necrópolis situada al oeste de Menfis y por el cual sentía tan poco respeto como por el resto de los dioses del panteón egipcio.
No era el temor a ellos lo que le hacía adoptar aquella actitud. Había un peligro mucho más real entre las ruinas digno de tener en cuenta; alguien que pertenecía al mundo de los vivos y que, como bien sabía, llevaba dentro de sí la misma muerte; la cobra egipcia, cuya presencia era mejor evitar.
Tras acostumbrarse a la débil claridad, examinó el lugar donde Ankh le había indicado que estaría la tumba. Shepsenuré comenzó a apartar los cascotes que lo cubrían con sumo cuidado. Cuando terminó, quedó ante una superficie cubierta de fina arena, que se había ido acumulando a través de tanto tiempo. Echó un último vistazo a su alrededor y sin dilación comenzó a cavar.
Más de dos horas le llevó dejar las losas del suelo al descubierto.
—¡Y menos mal que esta parte queda protegida por las únicas paredes que están en pie! —exclamó para sí mientras se secaba el sudor de la frente con el dorso de la mano—. Si no, el viento del desierto habría acumulado tal cantidad de arena que habría sido imposible poder quitarla.
Tras recuperar el aliento examinó las baldosas con atención. A pesar de haber estado al abrigo de la tierra que las cubrió durante muchos años, éstas se encontraban muy desgastadas, signo inequívoco de su antigüedad. Shepsenuré se arrodilló y con su bastón empezó a golpear las losetas pendiente de la más leve diferencia entre los tonos. Con infinita paciencia fue batiéndolas una por una esperando ese leve matiz que le indicara cuál de ellas se encontraba cubriendo algún hueco; pero no observó nada.
Si los datos de Ankh eran ciertos, la entrada tenía que encontrarse en algún lugar debajo de aquella sala, y al estar el piso tan desgastado no sería difícil distinguir en qué parte se hallaba; sin embargo, no advirtió ninguna diferencia. El egipcio no se desanimó. Su instinto le decía que se hallaba muy cerca; quizá no hubiera prestado la suficiente atención, se dijo animadamente. Esto le llevó de nuevo a inspeccionar el pavimento y al hacerlo reparó en una de las esquinas, en la que las baldosas eran mucho mayores que las de alrededor. Se acercó y repitió la operación golpeando aquí y allá, pero por más que aguzaba el oído, no notaba nada.
«Qué extraño», pensó mientras se sentaba.
Aquellas losetas eran lo suficientemente grandes para poder tapar la entrada. Si había una tumba bajo aquellas ruinas, el acceso debía encontrarse allí.
Caviló durante unos instantes acariciándose la barbilla con gesto adusto y la mirada clavada en el embaldosado; entonces, súbitamente, el rostro se le llenó con una sonrisa.
—Pero ¿cómo puedo ser tan estúpido? —se dijo agachándose de nuevo sobre el piso—. Estas losas son tan grandes que si golpeo junto a los laterales no podré distinguir ninguna diferencia; debo batir en el centro.
Fue tan sutil la diferencia, que al primer golpe ni tan siquiera la notó. Sin embargo, allí estaba, y al repetir la acción por tercera vez, el tono vagamente distinto fue percibido tan claramente por el egipcio, que sintió de nuevo cómo la ansiedad crecía en él irrefrenable.
Utilizando una palanca, Shepsenuré trabajó arduamente hasta que al fin, con sumo esfuerzo, consiguió levantar la baldosa sintiendo a la vez cómo un aire seco y cálido le llegaba desde abajo. Lo notó extrañamente viciado y cargado de misterio, pues no en vano había envuelto aquel panteón, en una comunión milenaria. Shepsenuré lo conocía bien, y no es que le agradara, pero con el tiempo había aprendido a soportarlo como una compañía necesaria. Dejó pasar unos minutos y acercó la lámpara al agujero. Allí había unos escalones, mas no acertaba a ver adonde llevaban. Aseguró una soga alrededor de una de las grandes piedras que, dispersas, cubrían el lugar y tras respirar profundamente desapareció bajo tierra.
Descendió por los escalones muy despacio, sintiéndose envolver paulatinamente por aquella atmósfera pesada y midiendo cada paso; escudriñando con precisión el terreno, alerta ante cualquier indicio que le hiciera suponer de la existencia de alguna trampa. Llegó al último peldaño como una alimaña del desierto, encorvado y vigilante; y más parecía un chacal en busca de su carroña que un hombre.
Un pozo le cerró el paso y esto le hizo fruncir el ceño. No le gustaban nada los pozos, siempre que bajaba por ellos tenía la sensación de que no regresaría; además, en la mayoría de ellos el aire se llegaba a hacer irrespirable. Iluminó la entrada con su lámpara pero no se veía el suelo; así que, con un par de tirones probó la tensión de la soga que llevaba atada a su cuerpo y comenzó a descender.
El pozo no resultó muy profundo y afortunadamente era lo suficientemente ancho como para poder respirar el aire de la noche que, renovado, entraba poco a poco. Mas hasta que no llegó al suelo y estuvo ante la puerta sellada, no resopló aliviado.
Era la tumba más extraña que había visto en su vida. Un corredor central con tres capillas a cada lado formaban su conjunto; pero estaba claro que originariamente había sido diseñada con una sola cámara y que el resto habían sido añadidas con posterioridad para albergar a cinco difuntos más.
Él sabía de la existencia de estos enterramientos múltiples llevados a cabo por los sacerdotes para esconder momias cuyas tumbas habían sido saqueadas; pero era la primera vez que encontraba algo así, y ello le produjo cierto interés. Tan sólo el corredor y una de las cámaras estaban decoradas completamente, el resto sólo teman el enlucido y algunas imágenes pintadas sobre unos murales que habían sido apresuradamente terminados y adecuados para acoger unos inesperados huéspedes.
—Bueno, me da lo mismo quienes sean y por qué les metieron aquí —se dijo el egipcio—. El caso es que sus enseres se encuentran intactos.
Y en verdad que así era, pues todas las cámaras se hallaban repletas de todo tipo de objetos; desde los necesarios para la vida del difunto en el otro mundo, hasta los que habían constituido sus bienes más queridos en éste.
Le llamó la atención el magnífico mobiliario de una de las celas, que contenía camas, arcones, sillas y una pequeña mesa que a Shepsenuré le pareció de gran belleza. Sin duda el artista que la hizo dominaba bien su trabajo.
También la decoración de las paredes del pasillo y la de la capilla original era muy hermosa y diferente a todas las que había visto antes, pues en general se hallaban repletas de textos en escritura jeroglífica muy utilizados en épocas antiguas y de cuyo poder mágico había oído hablar. Él, por supuesto, no era capaz de leerlos pero sí de admirar aquella miríada de símbolos esculpidos en enigmática simetría. Junto a ellos, diversas escenas en relieve representaban a los capataces de las granjas rindiendo cuentas ante un sacerdote que, seguramente, sería el finado.
«¡Tiempos distantes y a la vez tan parecidos!», pensó Shepsenuré.
El resto no eran sino más fórmulas de invocación y algunas estatuas de un hombre de baja estatura envuelto en un sudario con un pilar djed (símbolo de estabilidad) entre sus manos y un pequeño bonete sobre su cabeza. Era el dios Ptah, a quien el egipcio conocía bien, pues no en vano era el patrono de los artesanos.
Fijó entonces su atención en las siniestras sombras que se alargaban por la tumba, y al poco se vio registrando cada palmo con una impaciencia que acabó por convertirle en un ser que, frenético, revolvía todo cuanto se encontraba a su alcance. Estuvo a punto de gritar, y hubo un momento en que el corazón pareció salírsele del pecho ante la vista de tantas riquezas. Oro, plata, magníficas joyas de piedras maravillosas de sorprendentes diseños; nunca pudo imaginarse nada igual. No tenía comparación posible con la tumba que descubrió en Ijtawy, pues era tal la cantidad de objetos que allí se hallaban, que bien podría ser digna de un faraón. De rodillas, junto a su modesta lámpara, Shepsenuré llenó sus manos con aquellas alhajas contemplando el extraño brillo que la tenue luz les daba y lanzó una carcajada que retumbó en la cripta con tal estrépito, que pareció llegada del infernal Amenti.
—¿Por qué no vamos esta tarde a la casa de la cerveza? —preguntó Kasekemut.
—Pero si fuimos hace dos días —protestó Nemenhat—. Además volveremos ya anochecido y mi padre me hará probar su bastón.
—Te prometo que estaremos de vuelta antes de que se haga de noche. Venga, Nemenhat, no quiero pasarme toda la tarde de nuevo jugando al cabrito a tierra.
—Tú sabes que regresaremos tarde y me molerán a palos.
—Si vamos, seguro que podremos ver a esas mujeres —dijo Kasekemut en tono malicioso.
—Tú no quieres ver a las mujeres, Kasekemut; lo que quieres es ver a los soldados.
—Bueno, la otra tarde no vimos a ninguno porque era un día adverso, y nadie en su sano juicio se atrevería a acercarse a las mujeres por temor a contraer alguna enfermedad.
—Había algunos mercenarios libios…
—Buah, no me hables de ellos; el viejo Inu tiene razón al decir que son unos inconscientes blasfemos y que no guardan ningún respeto por nuestro calendario.
—Ni por nada —continuó Nemenhat adoptando un aire muy digno.
—Tienes razón —dijo Kasekemut lanzando un escupitajo—. Si pudiera, les echaría a todos de nuestra tierra.
Nemenhat le miró alelado. Se quedaba boquiabierto cada vez que veía a su amigo hablar de aquel modo y, como realmente no sentía en su interior el más mínimo de los patriotismos, se encontraba hechizado al escuchar la vehemencia de las palabras de Kasekemut.
—¿Y quién nos dice que hoy no ocurrirá lo mismo, y sólo veamos a esos mercenarios? —preguntó Nemenhat.
—Imposible, ¿no sabes qué día es hoy? Es veintiuno del primer mes de Peret[56], día favorable donde los haya ya que la diosa Bastet protege a las Dos Tierras.
—¿Estás seguro?
—¡Claro! —contestó categórico—, me lo dijo el viejo Inu.
Y es que para Kasekemut, el viejo Inu representaba toda la sabiduría que un hombre era capaz de poseer, por lo cual le visitaba con cierta frecuencia. En su juventud, Inu aprendió el oficio de alfarero, al que se dedicó toda su vida; pero tenía algunos conocimientos sobre todo tipo de moralejas, que gustaba de recitar a quien le escuchara. Además se ufanaba de conocer la totalidad de los días favorables y adversos de todo el calendario anual. No en vano afirmaba haberlo aprendido de un primo segundo que, según él, había llegado a ser sacerdote web[57] (purificado) en el templo de Ra en Heliópolis.
—Hablas de él como si fuera el Jefe de los Observadores[58] —replicó Nemenhat distraídamente.
—¿Acaso has oído al «Jefe de los Observadores» darnos buenos consejos? Él no sale de su templo a ver a Kasekemut, ni a nadie de nuestro barrio; pero el viejo Inu siempre tiene una recomendación a mano para quien desee recibirla.
—Bah, está lleno de supersticiones y me parece un viejo gruñón. No deberías dejar que te llenara la cabeza con sus quimeras.
—Más te valdría atenderlas alguna vez —contestó Kasekemut enfurecido— si no acabarás siendo como los que vienen de Retenu (Canaán).
Nemenhat no terminaba de entender el porqué de aquella animadversión hacia los extranjeros pues, que él supiera, ninguno había ocasionado molestia alguna a Kasekemut o a alguien de su familia. Por otro lado, en Egipto se les trataba con hospitalidad y la convivencia con ellos era en general buena. Pero Kasekemut sólo pensaba en devolver a su pueblo una gloria perdida hacía ya mucho tiempo. Vivía obsesionado con las hazañas de los grandes dioses guerreros, Tutmosis III o el gran Ramsés II, a los que, por otra parte, siempre tema en su boca. En realidad entre ambos muchachos había poco en común, si acaso, el que los dos fueran huérfanos de madre, cosa por otra parte bastante corriente entre los niños de su edad. Pero Nemenhat no soñaba con conquistar ningún pueblo, ni mucho menos en sojuzgarle; para él las cosas estaban bien como estaban, sobre todo cuando recordaba las penurias de los años pasados. Así que no tenía intención de pasarse la vida guerreando contra nadie; y no es que fuera cobarde, que no lo era, simplemente no sentía el menor amor castrense. A él lo que de verdad le gustaba era acompañar a su padre a las tumbas; ése era su gran secreto, y nadie lo sabría jamás. No en vano los dioses le habían favorecido con una virtud inestimable, la prudencia.
A pesar de sus diferencias, mantenían una buena relación, en la que Kasekemut no dejaba de reconocer el sentido común de su amigo que constantemente moderaba su alocado ímpetu.
Nemenhat acabó cediendo y consintió en acompañar a su amigo a la taberna. Como ésta se encontraba junto a los muelles y el trecho era largo, decidieron ponerse en camino de inmediato. La tarde, aunque soleada, era fresca pues la brisa del norte, a la que los egipcios llamaban «el aliento de Amón», soplaba con persistencia. Era por eso por lo que a su paso, muchas mujeres y niños se afanaban en recoger el estiércol que caía en la calle y que más tarde mezclarían con paja para calentarse en las noches de invierno. Las funciones orgánicas eran vistas como algo natural, por lo que la gente solía realizarlas en alguna esquina de la calle o en cualquier lugar algo apartado sin ningún tipo de pudor. Esto era motivo de broma para ambos amigos, que se enzarzaban con otros niños lanzándoles los excrementos que encontraban a su paso. En esto, Nemenhat era un auténtico virtuoso, y los arrojaba con tal precisión que no fallaba ningún blanco; ello naturalmente, producía un gran regocijo a Kasekemut que celebraba cada diana con grandes carcajadas.
Era ya más de media tarde cuando llegaron a la taberna. Atendía al nombre de «Sejmet está alegre», lo que no dejaba de ser paradójico, pues Sejmet[59] no se caracterizaba precisamente por su buen carácter; pero éste era el nombre y el lugar estaba de moda entre la soldadesca. También solían acudir algunos extranjeros, pequeños comerciantes y gentes de paso que encontraban, aparte de una buena cerveza y un vino decente, un lugar donde solazarse; porque, a diferencia de otros países, en Egipto las prostitutas no trabajaban en las calles, acostumbrando a ofrecer sus servicios en establecimientos de este tipo.
En la puerta había una gran aglomeración entre los que entraban y salían y como éstos solían hacerlo totalmente ebrios, eran apartados a empujones lo que provocaba alguna que otra disputa.
—¡Lo ves!, ya te dije que hoy habría mucha gente. El viejo Inu no se equivoca nunca —exclamó Kasekemut.
—Pero no veo muchos soldados —replicó Nemenhat.
—Suelen venir algo más tarde; con un poco de suerte hasta quizá veamos a Userhet. Tiene por costumbre aparecer cuando acaba su jornada en la escuela de oficiales, ¿sabes?
—A lo mejor ya ha llegado.
Esto hizo aflorar un gesto de duda en el rostro de Kasekemut y de inmediato se acercó a uno de los que salían de la taberna.
—¿Está Userhet dentro? —preguntó a un extranjero mientras le tiraba de su túnica.
—¿User… qué? —balbuceó éste.
—Userhet, Userhet, ¿acaso no sabes quién es? —exclamó Kasekemut asombrado.
El desconocido bizqueó, se encogió de hombros y se alejó dando traspiés.
—Bah. ¡Es inútil hablar con esta gente, Nemenhat! ¿Te das cuenta como tengo razón?
—Quizá deberías preguntar a algún soldado.
Kasekemut se rascó la cabeza y sonrió.
—Tienes razón. Será la única forma de saberlo.
Así pues, se sentaron en el suelo y esperaron a que saliera alguno.
—¿Por qué tienes tantas ganas de ver a Userhet? —preguntó Nemenhat a la vez que tiraba piedrecillas contra un muro cercano.
—Porque es el guerrero más fuerte que hay en Egipto —contestó categórico.
—¿Y tú cómo lo sabes?
Kasekemut le miró confundido.
—Pues porque lo sé. Todo el mundo lo sabe —continuó algo exasperado—. En los torneos de lucha ha derrotado a todos los campeones que hay en el ejército. Dicen que hasta el dios le honra con su amistad.
Luego, mirando extrañado a su amigo, continuó:
—¿De verdad que no has oído hablar de él?
—Antes de conocerte a ti, no.
Kasekemut se acarició la barbilla desconcertado y Nemenhat, que le observaba por el rabillo del ojo, sonrió en su interior en tanto que continuaba lanzando piedrecillas. No había duda de que, a veces, disfrutaba con el azoramiento de su amigo, que veía la vida de forma tan diferente. El hecho de haber pasado su niñez vagando de un lado a otro, sin ocasión de establecerse, le hacía adoptar la mayoría de las veces una actitud distinta a la de su compañero; no había oído hablar nunca de héroes y tampoco le importaba si había uno más fuerte que los demás.
A menudo, Kasekemut le preguntaba por su pasado, por lo que no tenía más remedio que inventar historias acerca de él. Le contó que había vivido en Coptos y que a la muerte de su madre, su padre, abatido por la desgracia, había decidido enterrar también sus recuerdos y abandonar la ciudad. Esto solía causar un gran efecto en su amigo, pues al ser también éste huérfano de madre, se hacía cargo de su dolor y no le preguntaba más.
—¿Entonces en el Alto Egipto, Userhet no es famoso? —insistió Kasekemut.
Su amigo movió la cabeza negativamente.
—En Coptos, donde vivíamos, no oí nunca hablar de él; tan sólo los príncipes guerreros son conocidos allí —contestó dándose importancia.
Esto dejó muy pensativo a su compañero, hasta que unas fuertes voces le devolvieron a la realidad.
—Mira —dijo señalando Nemenhat—. Ahí salen varios soldados.
Éstos, que lo hacían dando traspiés y formando gran alboroto, se encontraron con Kasekemut que, raudo, se había acercado a preguntarles.
—¿Userhet?, vaya no sabía que tuviera interés por los muchachos —dijo uno de ellos lanzando una carcajada—, ¿acaso ya no calma su henen en los morteros?
Los demás soldados acompañaron con grandes risotadas la ocurrencia.
Kasekemut en cambio se sonrojó azorado por la ordinariez que le habían dicho, ya que el henen era la palabra con la que se denominaba al órgano sexual masculino, y el mortero, al que llamaban kat, era la forma con que designaban a la vagina.
—Seguro que un chico como tú es capaz de darle mayores alegrías —continuó el soldado en medio del jolgorio.
Mas pasada su inicial confusión, Kasekemut se encaró con él.
—Eso lo dirás por ti, cara de ben (glande), hijo de un sirio y una perra libia.
—¡Maldito mocoso! —masculló el soldado mientras le lanzaba una bofetada.
Pero Kasekemut, que se lo esperaba, esquivó el golpe y aquél, debido a la inercia y al vino ingerido, cayó al suelo con estrépito.
La algazara fue entonces general, en tanto que sus compañeros le animaban divertidos.
—Vamos, Heru, dale una buena lección.
Éste se levantó sacudiéndose el polvo y buscó al muchacho con la mirada.
—¡Estoy aquí! —le gritó Kasekemut—, puedo oler tu apestoso aliento a hedjw (cebolla).
El tal Heru se abalanzó contra él enfurecido, pero el mozalbete se apartó y le puso la zancadilla, cayendo de nuevo clamorosamente.
—¡Heru, el cachorro tiene garras afiladas! —le gritaban sus compañeros con sorna.
—¡Quizá necesites la ayuda de tu mujer! —le dijo alguien de entre el pequeño tumulto que se había formado alrededor.
El comentario enfureció al soldado, que parecía no ser capaz de dar dos pasos seguidos. Intentó alcanzar a Kasekemut, pero éste le esquivaba una y otra vez, haciendo que la gente se burlara con mayores chanzas.
—¡Heru, toma un poco más de vino a ver si así se te agudiza el ingenio! —le gritaban entre mofas.
Heru resoplaba colérico tratando de arrinconar al muchacho, que daba saltos de un lado a otro buscando una salida.
Astutamente, el soldado hizo un amago y se lanzó con los brazos abiertos cayendo con todo su peso sobre el mozalbete, derribándole.
—¡Vamos, Heru, ya le tienes! —le azuzaron sus compañeros.
Éste, presa de una furia desatada, comenzó a lanzar terribles golpes, que Kasekemut a duras penas podía evitar.
—¡Deja ya al chico, no ves que le vas a matar! —le increpó alguien de entre el gentío.
Pero Heru, ofuscado en parte por los vapores del vino, y en parte por la ira, atenazó con sus manos el cuello de Kasekemut al tiempo que le zarandeaba.
—¡Suéltale te digo! —le chillaron de nuevo.
Mas con la cara congestionada, el soldado seguía apretando con rabia.
Entonces, algo se estrelló en su cabeza. El impacto de la piedra fue tan grande, que Heru cayó al suelo como un fardo.
Hubo un momentáneo silencio, sólo roto por las toses de Kasekemut mientras trataba de levantarse. Pero pasados aquellos instantes de perplejidad, la gente comenzó a buscar curiosa al autor de la pedrada. Por fin uno señaló hacia lo alto de un muro, donde Nemenhat se encontraba en cuclillas.
Nemenhat se balanceaba con una piedra en cada mano, observando fijamente desde su ventajosa posición. Desde que comenzó el jaleo, sabía muy bien que la cosa acabaría mal; soldados borrachos saliendo de una taberna sólo podían significar problemas, pero no dejó de sorprenderle el singular arrojo mostrado por su amigo para hacer frente a la situación, que se volvió sumamente comprometida y que necesitó finalmente de su intervención ante la general pasividad.
Heru yacía en el suelo con el rostro cubierto de sangre, en tanto sus compañeros trataban de reanimarle.
—¿Está muerto? —preguntó alguien.
A lo que aquéllos respondieron moviendo la cabeza negativamente. Uno de ellos miró torvamente a Nemenhat, y se fue directo hacia él con actitud amenazadora.
Fue entonces cuando parte del público allí congregado se hizo a un lado y, entre murmullos, dejaron paso a una figura imponente.
—¿Tú también vas a luchar contra un muchacho? —preguntó el recién llegado.
El soldado se quedó petrificado; intentó contestar algo pero sólo fue capaz de balbucear un nombre: Userhet.
Éste levantó una de sus cejas mirándole con evidente desprecio desde sus más de 190 cm de altura (una estatura enorme para la época, ya que la media en Egipto no sobrepasaba los 165 cm).
—¿Quizá desees pelear primero conmigo? —volvió a preguntarle Userhet.
Su interlocutor tragó saliva con dificultad, en tanto miraba temeroso a aquella hercúlea figura.
—¿Qué me dices? —insistió de nuevo a la vez que con su mano izquierda agarraba al soldado del cogote.
Éste, sin atreverse a mirarle a la cara siquiera, se encogió cuanto pudo. Userhet lo lanzó como a un guiñapo, a la vez que le daba una patada en el trasero.
—Puaf… no valéis ni para limpiar los excrementos de las cuadras. Recoged a ese perro y desapareced de aquí u os aseguro que os muelo a palos.
Kasekemut, que ya se había recuperado, le observaba fascinado. Mirar la potente musculatura de Userhet, le hacía sentirse el más insignificante de los hombres y no era para menos, porque este hombre, natural de la Baja Nubia, era una verdadera fuerza de la naturaleza.
Kasekemut pensaba que estaba ante una aparición inmortal; los músculos en aquella piel oscura brillaban, bajo el sol del atardecer, como si Atum en su viaje vespertino pasara a través de su cuerpo. Cuando se le acercó, no pudo evitar el estirar un brazo para tocarle; él también quería llenarse con su luz.
Una voz profunda le sacó de su ensimismamiento.
—Aquí tenemos a un joven capaz de enfrentarse en lucha desigual.
Kasekemut no dijo nada y se quedó mirando fijamente «el oro del valor» que Userhet llevaba al cuello.
—Algún día, yo tendré uno como el tuyo —dijo señalando tímidamente la condecoración.
—¿De veras? ¿Y cómo lo harás?
—Devolviendo a nuestra tierra la grandeza que no debió perder.
—Necesitarás algo más que tu brazo para poder conseguir eso.
Irguiéndose orgulloso, el muchacho prosiguió.
—Sí, soldados que no se pasen el día ociosos en las tabernas.
Userhet lanzó una carcajada que enseguida corearon todos los curiosos allí presentes.
—Tienes razón —dijo riendo todavía—, la vida cómoda es el peor aliado del guerrero. Pero según veo, tú lo vas a cambiar.
—Cuando sea oficial, no tendrán demasiado tiempo libre para beber.
—El vino también es necesario para el soldado.
—Sí, pero sólo para celebrar el valor de la victoria.
—Bien, ya que vas a devolvernos nuestro perdido imperio, dinos al menos tu nombre.
—Kasekemut, hijo de Nebamun.
—¿Habéis escuchado? Es Kasekemut, él volverá a ensanchar nuestras fronteras —continuó mientras se oían risas por el sarcasmo.
—Si les quitas el vino, no te seguirán ni a Iunnú[60] —dijo alguien.
Ahora las risotadas fueron generales.
—No les quites también a las mujeres, o tendrás que marchar detrás de ellos —se volvió a escuchar en medio del jolgorio.
El nubio levantó la mano pidiendo silencio.
—Bueno, si hay alguien capaz de hacer lo que dice, seguramente será él —continuó adoptando un tono más serio—. No podemos negar que el muchacho tiene valor; pero según parece un amigo le ayudó.
Hasta aquel instante, nadie se había vuelto a acordar de Nemenhat. Todas las miradas repararon entonces en él, mientras éste se aproximaba con cautela.
—¡Y por cierto, que con certera puntería! Muchachos, Userhet os invita a la taberna; si sois capaces de derrotar a la infantería, también podéis entrar en la casa de la cerveza —dijo con solemnidad.
Y así fue como, en medio de aplausos, risas y comentarios procaces de los allí congregados, los dos amigos conocieron por primera vez lo que era una taberna.
El tabernero, un individuo del Delta, de Hut-Taheryib (Atribis), capital del nomo X del Bajo Egipto, por más señas, les atendió como si de príncipes se tratara. Su nombre no importaba, pues allí todo el mundo le llamaba Sheu, que significa odre; y en verdad que era un apodo apropiado, pues tenía pequeña estatura y un vientre tan enorme, que nadie entendía cómo podía mantenerse sobre sus cortas piernecillas. Sin embargo, no paraba de moverse de acá para allá y cuidaba de que no faltara de nada a Userhet, cliente asiduo al que reverenciaba, el cual, por cierto, apuraba las jarras de vino a una velocidad asombrosa. Acompañado por varias de las mujeres del local, acabó desapareciendo con ellas, según dijo, para «levantar tiendas», que era como vulgarmente se denominaba el acto sexual.
Cuando abandonaron el local, el sol se había puesto hacía un buen rato, y Nemenhat sólo pensaba en los bastonazos que iba a recibir de su padre cuando volviera a su casa.
Caminaba derecha avanzando sus pies con parsimonia, moviendo sus caderas con un ritmo cadencioso y sensual en busca de las devoradoras miradas de la calle. Llevaba un vestido de lino blanco con tirantes que se ceñía a su cuerpo de forma exagerada, resaltando sus rotundos pechos y sus nalgas respingonas. Su piel, suavemente tostada, parecía de almíbar y resaltaba a través de la tela transparente con provocadora claridad. El pelo negro y suelto le caía libremente por sus hermosos hombros, envolviendo una cara de rasgos de exótica belleza.
Andaba sin inmutarse ante las constantes lisonjas y frases procaces que le decían al pasar y que la hacían sentir una íntima satisfacción. Apenas movía la cabeza, pero sus grandes ojos oscuros no paraban de mirar a un lado y a otro parándose siempre lo justo para obtener su propósito. A veces acompañaba este gesto humedeciendo con la lengua sus labios carnosos, lo que traía inevitablemente alguna palabra desvergonzada que solía provocarle un interno gozo.
Pero ella continuaba su camino acaparando halagos y más miradas, y muy complacida de originar tales revuelos. Kadesh, así se llamaba. Nombre extraño para una egipcia, aunque ella sólo lo fuera a medias, pues su padre había sido un sirio de los muchos que se instalaron en Menfis durante el reinado de la reina Tawsret.
Sin duda debió ser devoto de Kadesh, una diosa de origen asiático, que no era más que una forma de Astarté, que tan íntimamente estaba relacionada con el amor. En realidad, el nombre no podía haber sido más apropiado, pues la muchacha era de naturaleza ardiente y al despertar la pubertad, surgió en ella un fuego interior que la abrasaba. Kadesh tenía catorce años y era la misma tentación.
Su padre murió cuando todavía era una niña víctima de la bilarciasis (sangre en la orina), llamada por los egipcios aa y dejó algunos bienes a su viuda, Heret, y a su hija. Con ellos, Heret puso una panadería, negocio que había proliferado mucho en aquellos tiempos[61] y con él podían vivir dignamente. Tenían dos trabajadores que se encargaban de hacer el pan diariamente bajo la supervisión de Heret, que a su vez lo despachaba. Por su parte, Kadesh se ocupaba de ayudar a su madre y llevaba en una cesta los pedidos de los clientes a sus casas. Como el pan que hacía era de muy buena calidad y no tenía casi arena[62], enseguida se hizo muy popular en el barrio. Heret amasaba el pan blanco al estilo antiguo, es decir, en forma cónica, el famoso «t-hedj» y también al estilo que imperaba en aquellos tiempos, trabajando la masa en forma de figuras, bien fuera de animales, humanas o incluso en formas fálicas, a las que solía aromatizar con sésamo, grano de anís o frutas.
Heret era consciente de la belleza de su hija, y al estar ésta en edad casadera, alimentaba la esperanza de que podría obtener un buen partido por ella. Sin embargo, madre e hija no tenían la misma opinión de lo que representaba un buen partido. La seguridad y comodidades que Heret deseaba para su hija estaban en un segundo plano en el esquema de ésta; a ella le gustaban los hombres fuertes y dominantes, dueños de un poder diferente del que su madre deseaba. Le complacía sobremanera ver a los soldados y pasar junto a ellos; y cuando observaba a algún apuesto joven oficial que la miraba sin disimular su deseo, un profundo deleite la embargaba haciendo que su corazón no tuviera dudas sobre aquello que ella ambicionaba.
Aquella mañana, como de costumbre, Kadesh salió muy temprano para hacer el reparto diario. Con el cesto repleto de pan sobre su cabeza, caminaba con paso rápido, muy espigada ella. El día había despertado hermoso, sorprendiendo a aquellas calles con sus rutilantes luces. La brisa, que llegaba del río, soplaba suave y envolvía al viejo barrio con una sutil fragancia que parecía arrancada de algún arbusto de alheña. Respirar aquel aire era un placer al que pocos egipcios estaban dispuestos a renunciar, y así, abandonaban sus casas a primera hora empapándose del resplandeciente don que Ra les ofrecía. Era lógico que se sintieran revitalizados con semejante ofrenda; aquellos primeros rayos creaban una atmósfera radiante y clara que llenaba de optimismo a todo aquel que la disfrutaba. Y Kadesh lo hacía en su totalidad, saboreando despacio aquel espléndido regalo con el que los dioses les bendecían a diario. Inspiraba con ansia, llenando sus pulmones con aquella esencia que no era sino la vida misma; ni el shedeh[63] hubiera podido embriagarla de semejante manera.
Como la mayoría de las chicas de su edad, Kadesh hacía tiempo que había dejado de ser niña, pero ardía en deseos de convertirse en mujer; cada noche soñaba en ser poseída por alguno de aquellos musculosos oficiales que tan a menudo la halagaban al pasar. Aquel pensamiento solía llenarla de un frenesí que acababa por desesperarla. Anhelaba un hombre que la cubriera con sus caricias y la colmara de gozo noche tras noche; pero al mismo tiempo, era consciente del poder que su belleza le confería y que no quería perder entregándose al primero que se lo pidiese. Había en ella una sórdida lucha entre la conveniencia, y una pasión que la consumía y a duras penas podía contener. Su actitud, por ello, no podía dejar de ser ambigua, mostrándose indiferente ante la excitación que tan íntimamente sentía.
—¿Has visto alguna vez a la luz abrirse paso en una mañana tan clara, compañero? —decía alguien al verla pasar.
Otros preferían ser más procaces.
—¿Me vendes alguno de tus panes? —le preguntó un viejo maliciosamente—; veo que llevas varios de diferentes formas —continuó en clara alusión a unos que tenían forma de falo.
Kadesh siguió su camino sin contestar, lanzándole una de aquellas miradas con las que gustaba provocar y que hizo que el hombre gimiera enardecido.
—¡Véndele un buen bálano al viejo, así creerá que es el mismo Min[64] redivivo! —le gritaron con sorna desde la acera.
Aquello era lo de todos los días, ella pasaba y se originaba el revuelo de rigor; jóvenes, maduros, solteros o casados, todos le hacían sus picantes comentarios, mas la cosa no pasaba de ahí. La muchacha, mientras, iba dejando su mercancía a los clientes y cuando terminaba, regresaba a la panadería de su madre regocijada por el barullo que había provocado en el vecindario.
Aquella mañana se encontró con Siamún, un rico comerciante de vinos natural de Bubastis, gordo y cuarentón, al que aborrecía. Sin embargo, era muy bien visto por su madre a la que había visitado en alguna ocasión, haciéndole ver el interés que sentía por ella. Venía sentado en una silla de mano y cuando la vio, empezó a ajustarse una peluca pasada de moda, que a Kadesh le pareció ridícula. Al aproximarse mandó detener la silla.
—Ni Hathor[65] luciría más bella en una mañana como ésta —saludó galante el comerciante.
Kadesh se detuvo de mala gana.
—No blasfemes, Siamún.
—La blasfemia es ofensa a los dioses y la belleza un don que recibiste de ellos. Hathor no se molestará por ello —dijo con afectación.
—Debo continuar mi camino, todavía tengo encargos que entregar —contestó la muchacha algo azorada.
—Es una lástima; unos pies como los tuyos teniendo que recorrer estas calles a diario para repartir el pan a esta chusma. Sabes que si quisieras, no tendrías por qué hacerlo; serías llevada en silla de mano por donde gustases y no pisarías jamás el polvo de los caminos. Serías bañada a diario con perfumadas aguas y ungida por suaves óleos; vivirías en una hermosa casa, rodeada de magníficos jardines en los que disfrutarías de plantas de exótica belleza y aspirarías el aroma de fragantes flores. Naturalmente, tú serías señora de todo ello.
Kadesh se envaró orgullosa.
—Te equivocas conmigo, Siamún, si crees saber lo que me conviene. Mis pies seguirán manchándose de polvo y por el momento yo misma me aplicaré los perfumes.
Dicho esto hizo un mohín y dando media vuelta continuó su camino con paso decidido.
—Recuerda que hasta la flor más hermosa acaba marchitándose; piénsalo bien —gritó Siamún molesto.
Después, al darse cuenta que la gente lo miraba divertida, se colocó de nuevo la peluca y se recompuso un poco los pliegues de su túnica de blanco lino.
—A casa de Heret —ordenó acto seguido a sus porteadores.
Ya avanzada la mañana, las calles, que formaban aquel singular mercado, eran un hervidero de comerciantes que, con sus puestos, daban vida a uno de los barrios más antiguos de la ciudad. Vendedores de pescado, carne, especias o frutas convivían entre aquellas callejuelas sin ningún orden establecido. Así, junto a un pescador que ofrecía sus mújoles, mórmidos o clarias, se encontraban otros que ofrecían carne, verduras, aves o unas simples sandalias. Asnos cargados con grandes fardos iban y venían interponiéndose, en ocasiones, entre los que compraban y vendían. Aquel aparente caos era, sin embargo, un bullicio festivo; una alegría para el corazón de aquellas gentes que no se incomodaban lo más mínimo por ello.
Kasekemut y Nemenhat iban calle abajo formando gran alboroto.
—Cuando tu padre se entere de que no irás a ayudarle hoy, te dará una zurra, Kasekemut.
—¿Una zurra? Ja. El viejo Nebamun no está muy sobrado de fuerzas para ese menester; yo diría que tiene las justas para poder coger la navaja de afeitar.
—Claro, por eso necesita tu ayuda.
—¿Mi ayuda? Ni hablar, eso es cosa de mis hermanos; yo no pienso pasarme la vida afeitando cabezas. Algún día, cuando sea oficial, también mi padre dejará de hacerlo.
—Puede que a él le guste su oficio.
—Jamás —contestó deteniéndose bruscamente—. El padre de un oficial egipcio no afeitará más cabezas que la suya.
Nemenhat se encogió de hombros pues no tenía ninguna intención de discutir por semejante cosa. Si Nebamun afeitaba o no en un futuro, era algo que le traía sin cuidado, sin embargo las súbitas reacciones que tenía su amigo, le dejaban perplejo. Había en su interior una vena colérica que, últimamente, a duras penas podía contener y que hacía que tuviera una idea demasiado drástica de las cosas.
Siguieron caminando entre la algarabía del mercado enredando entre los puestos, cuando Nemenhat la vio a lo lejos.
—Mira, allí está Kadesh.
Kasekemut se detuvo al oír tan mágicas palabras; Kadesh, sinónimo de infinita belleza, representación de los Campos del Ialu[66] en la vida terrena; paradigma de perfección a la que ni la misma Hathor podría comparársela. Ella era su segunda obsesión.
La conocía de mucho tiempo atrás, pues ya de niños habían participado de los juegos comunes que se hacían en el barrio, mas cuando Kasekemut entró en la adolescencia, Kadesh dejó de ser considerada como una niña para él, y no había día en que no quisiera verla, aunque fuera de lejos.
A Nemenhat le ocurría algo parecido, y al ser algo mayor, sentía un ardor creciente cada vez que pensaba en ella y que a duras penas podía disimular.
—Vayamos a saludarla —dijo Kasekemut.
Y sin tan siquiera ver si su amigo se daba por enterado, salió corriendo calle abajo en su busca.
Ella les vio llegar de reojo, pero continuó su camino como si nada ocurriese.
—Hola, Kadesh, si quieres te llevamos la cesta —dijo Kasekemut jadeando.
Sin detenerse, Kadesh se la dio mientras acentuaba, más si cabe, su andar cadencioso.
—¿Habéis jugado mucho hoy, Kasekemut?
—Ya no somos niños para jugar —contestó éste apretando los dientes.
—¿Ah no? ¿Y entonces qué hacéis?
—Disfrutar de esta mañana luminosa y complacernos con tu compañía —intervino Nemenhat que acababa de llegar resoplando.
—Que hermosas palabras. ¿Acaso estás siendo educado por algún destacado escriba? ¿Quizá nos sorprendas entrando en la Casa de la Vida? —preguntó Kadesh sin disimular su ironía.
—Bien sabes que a mi edad no podría entrar en la Casa de la Vida, algo que mi padre hubiera querido para mí; pero nuestro camino hasta Menfis resultó largo.
—Sí, según tengo entendido tu padre tiene un negocio próspero y un oficio respetable con el que tú podrás continuar en el futuro. Siempre es agradable a los ojos de los dioses el continuar con el oficio de nuestros padres. Supongo que tú, Kasekemut, estarás adiestrándote en el arte del barbero —prosiguió con sonrisa burlona.
—¡Nunca! —contestó éste congestionado por la cólera—. De sobra conoces que mi destino estará al servicio de las armas.
Regocijada por el resultado de sus palabras, Kadesh continuó:
—Sí, ya recuerdo; serás oficial e incluso llegarás a general de los ejércitos del dios. ¿Y cuándo ocurrirá eso? Según creo en la escuela de oficiales se entra a temprana edad; quizá sería más fácil para ti alistarte como simple soldado, quién sabe, incluso podrías llegar a suboficial.
Aquello era demasiado para Kasekemut, que se paró con el cesto entre las manos.
—Escucha, Kadesh —dijo fulminándola con la mirada—. Yo seré oficial, conduciré ejércitos, me llenaré de gloria y tú me acompañarás porque serás mi esposa.
Ella lanzó una carcajada y siguió caminando.
—¿Yo tu esposa?, sueñas demasiado. ¿Qué puedes ofrecerme sino las cuchillas de cobre del buen Nebamun? No tienes más que vagos proyectos; yo decidiré de quién seré esposa —continuó con desdén—, pero hoy por hoy, hasta Nemenhat tiene más posibilidades que tú. Claro que a él quizá no le guste, ¿no es así?
Como siempre, llevaba a los muchachos con calculada malicia justo a donde quería; complaciéndose de la ira de Kasekemut y del azoramiento de Nemenhat, en cuyos ojos había leído ya hacía tiempo el deseo.
—Tan cierto como el sol que luce, que no hay día que pase que no piense en ti —contestó el muchacho con la cara roja de vergüenza.
—Ah, ¿entonces también has decidido que debo convertirme en tu esposa, Nemenhat?
Éste bajó los ojos con timidez incapaz de responder.
—Bien, quién sabe —continuó—, es posible que cuando seáis hombres considere vuestro deseo.
Al oír estas palabras Nemenhat se sintió abrumado, puesto que estaba incircunciso y por un momento tuvo la sensación de que ella lo sabía.
—Escucha, Kadesh —dijo Kasekemut con su natural aplomo—, tus palabras son fatuas y no están dichas con el corazón, que antes o después me pertenecerá.
Dicho lo cual le devolvió la cesta y dando media vuelta se marchó calle arriba. Por un momento, ella quedó turbada ante la inesperada reacción del muchacho, pero enseguida se sobrepuso adoptando su postura natural; después, haciendo uno de sus seductores mohines envolvió a Nemenhat con una acariciadora mirada dejándole al cabo, solo en aquella calle del mercado.
Siamún rehusó con un ademán los pastelillos que le ofrecía Heret.
—Espero que sepas disculparme, pero tu hija me quitó el apetito.
—Es terca como un pollino, y créeme si te digo que a menudo agota mi paciencia, pero debemos de esperar. Pronto pasará la difícil edad en que se encuentra y podrá darse cuenta de lo que le conviene.
—Llevo demasiado tiempo esperando, Heret. Mi paciencia también se agota.
—Te ruego que aguardes un poco más. Estoy segura de que, a la postre, Kadesh te aceptará por esposo. Yo le quitaré todas esas absurdas ideas que tiene, y que no son, sino consecuencias de la edad.
—No estoy dispuesto a esperar eternamente por ella. Un hombre de mi posición no tiene por qué hacerlo. Puedo acceder a cuantas mujeres me plazca y tú lo sabes.
Heret se aproximó zalamera.
—Te digo que es cuestión de poco tiempo el que ella cambie de opinión. Pronto se dará cuenta que un cuerpo como el suyo está hecho para ser adornado con toda suerte de costosas joyas que ningún petimetre podrá proporcionarle.
—Más vale, porque estoy decidido a tener descendencia cuanto antes. Como bien sabes, mi edad no es precisamente favorable para tener más dilaciones. Quiero hijos y si no es con Kadesh, será con otra, Heret.
—Te comprendo, Siamún. Sabes de sobra lo que deseo esa unión. Pero a la fuerza no conseguiremos nada. El momento propicio llegará antes de lo que pensamos; después te darás cuenta de que el retraso mereció la pena.
Siamún miró a Heret y lanzó un sonido gutural de clara impaciencia.
—Piensa en la belleza de Kadesh. No hay una joven igual en todo Menfis; cuando al fin sea tuya, te volverás loco de pasión —continuó Heret con malicia—. Su cuerpo arde por dentro; te aseguro que en ocasiones hasta me asusta.
Al comerciante le brillaron los ojos por la ansiedad contenida. Poseer a la muchacha, le obsesionaba.
—De acuerdo, esperaré. Pero no mucho más. El tiempo se acaba, Heret, y si quieres ver a tu hija rodeada de lujo y riqueza el resto de su vida tendrás que poner todo de tu parte para convencerla. Es cuanto tengo que decirte.
Heret puso a todo el panteón egipcio por testigo de que haría todo lo humanamente posible para que el asunto se resolviera según sus deseos. Le despidió asegurándole que no debía preocuparse y que su hija sería de él o de nadie más.
Siamún se marchó de mejor humor y Heret suspiró aliviada. Estaba dispuesta a dar a aquel hombre cuantas largas fueran necesarias, hasta poder hacer entrar en razón a su hija. Nunca renunciaría a las riquezas que Siamún podría proporcionarles.
Como cada mañana, Nebamun atendía a su clientela bajo su carpa. Su vieja navaja curva de cobre pasaba una y otra vez sobre aquellos rostros con los mecánicos movimientos de toda una vida de dedicación. Sus manos, con claros signos de artrosis, habían perdido la habilidad que en otro tiempo tuvieran y que le hicieran granjearse cierta fama en el oficio. Sin embargo, las gentes del barrio continuaban yendo a diario para que Nebamun les rasurara. Algunos mantenían una fidelidad absoluta, puesto que no habían visitado a más barbero que a él. Otros gustaban de acudir para comentar todo tipo de rumores, mientras esperaban su turno en animada charla; y como Nebamun era un hombre de naturaleza discreta y de pocas palabras, se explayaban a gusto sin temor a mayores comentarios.
—Buenos días, Nebamun —decía el cliente mientras se sentaba en el viejo taburete.
—Buenos días, hermano.
—Parece que la mañana está fresca.
—Estamos en la época.
—He oído que este año los dioses nos reservan una buena cosecha.
—Ellos proveerán.
—Ya sabes, hoy me afeitas como de costumbre.
—Como de costumbre, hermano.
Y de ahí no salía Nebamun más que para asentir de vez en cuando, en corroboración a alguna categórica frase. Cierto es, que su forma de actuar no le había granjeado nunca enemistades, mas por otra parte su falta total de ambición, tampoco ayudaba a creárselas. Era barbero como lo había sido su padre y su abuelo; incluso su navaja le había sido legada por ellos, y no había tenido nunca aspiración a ser otra cosa. El hecho de que ninguno de sus hijos fuera a seguir la tradición, tampoco le molestaba, pues no sentía amor alguno por su oficio. Eso sí, se aplicaba en su rutina diaria haciendo que todo el mundo quedara satisfecho con su tarea.
Cuando le llegó el turno, el gigante se sentó en el viejo taburete de tres patas. Era la primera vez que Nebamun le veía pero se abstuvo de preguntarle acerca de su identidad. Sus insignias le identificaban como portaestandarte de los ejércitos del faraón y eso era todo lo que le importaba; ni tan siquiera el «oro del valor», que aquel hombre colgaba de su poderoso cuello, le hizo inmutarse.
—¿Deseas algún afeitado en particular? —preguntó al fin con voz cansina.
—Barba y cabeza; y apúrame bien, barbero.
Éste asintió dándose por enterado al tiempo que removía en la palangana el swabw, una pasta solidificada que contenía una sustancia desengrasante, que mezclaba con arcilla de batán para hacer espuma.
Como siempre, Nebamun se tomó su tiempo a fin de que aquel compuesto adquiriera la consistencia adecuada, tras lo cual, comenzó a extenderlo con parsimonia. Se aplicaba metódicamente en su trabajo, cuando fue interpelado súbitamente por su cliente.
—¿No tienes acaso quien te ayude en tu tarea?
—Mis manos son mi única ayuda —contestó el barbero imperturbable.
—Tus hijos deberían considerar eso.
Aquello hizo que Nebamun se detuviera por un momento, mientras medía las palabras de aquel extraño. Acto seguido prosiguió con su labor sumido en un cauteloso silencio.
—No me malinterpretes, barbero. Te digo esto porque ejerces un oficio honorable, bueno a los ojos de los dioses, puesto que con tu navaja nos purificas ante ellos.
—Sus designios son a veces extraños para nosotros y de nada vale oponerse.
—Por Satis[67] que es una gran verdad eso que dices. Mi padre era pescador al sur de Elefantina y como ves, yo he terminado en el servicio de las armas a las órdenes del dios. Convendrás conmigo que también es un oficio honorable.
—Vida, protección y estabilidad le sean dadas al dios y a todos los que tan noblemente le sirven.
—Me agrada sobre manera oírte hablar así. Escucha, Nebamun, como soldado que soy me gusta ir directamente al fondo de las cuestiones y, francamente, te diré que el asunto que hoy me ha traído aquí no ha sido el de afeitarme.
Nebamun le observó en silencio.
—Si no me equivoco tienes un hijo de nombre Kasekemut, ¿verdad?
—Así es —contestó el barbero al tiempo que le dirigía una mirada llena de desconfianza.
—Oh, no tienes por qué preocuparte —se apresuró a decir el nubio—, tu hijo es un buen muchacho; tan bueno, que creo no equivocarme al pensar que sería un digno servidor en los ejércitos del faraón.
Nebamun le miró estupefacto, ¿Kasekemut soldado? De sobra conocía la obsesión de su hijo por ser militar, pero él nunca le dio excesivo crédito, al pensar que no eran más que ideas de chiquillo que, por otra parte, no sabía de dónde habían podido salir; porque él, Nebamun, era la antítesis de lo que pudiera ser un soldado y no tenía el más mínimo interés en que su hijo lo fuera. La vida del soldado era extremadamente dura, como bien sabía todo el mundo.
—No me malinterpretes —continuó el nubio, que parecía haberle leído el pensamiento—, no te hablo de que Kasekemut se convierta en un simple soldado, me estoy refiriendo a la posibilidad de que ingrese en la academia de oficiales.
Nebamun se quedó perplejo ante estas palabras.
—¿Ingresar en la escuela de oficiales? Tenía entendido que se accedía a temprana edad.
—Y así es; tu hijo ha sobrepasado con creces ese tiempo, pero eso puede arreglarse. ¿Sabes? Todavía en Egipto un portaestandarte puede interceder en estos asuntos. Digamos que sería una apuesta personal, siempre y cuando dieras tu beneplácito.
Ahora Nebamun sí estaba realmente confuso y no era para menos. Un oficial de alta graduación se presenta de improviso para rasurarse y le hace una proposición poco menos que asombrosa. Trató de ordenar lo antes posible sus ideas, mientras finalizaba su tarea. Ni en el más optimista de sus sueños hubiera podido imaginar algo semejante; porque, no nos engañemos, él no poseía la influencia necesaria para ofrecer un futuro así a su hijo. En sus modestas posibilidades había intentado encauzarle; primero enseñándole el oficio que a su vez su padre le había enseñado a él y luego intentando que trabajara en las diversas ocupaciones, que muchos de sus clientes se mostraron dispuestos a darle. Pero todo había sido inútil. Kasekemut era como un potro incontrolable al que se sentía incapaz de domar. Hacía mucho tiempo que estaba resignado a lo que los dioses quisieran depararle, pero nunca pensó que fuera algo semejante. «Ptah bendito», la mismísima Sefjet-Abuy[68] había venido hoy a verle. «Oficial del Ejército», el futuro que se le abría a partir de ese momento era sumamente halagüeño.
—Creo que ya hemos terminado, y en cuanto a lo que me propones doy gustoso mi beneplácito —dijo Nebamun con un suspiro.
—Sabia decisión, barbero —contestó el gigante incorporándose—. Tu hijo deberá presentarse mañana antes de caer la tarde, en la Escuela de Menfis; yo, Userhet, le estaré esperando.
—Antes de que el sol se oculte, estará allí.
—Bien; ahora dime qué te debo por el afeitado.
—Sabes muy bien que he cobrado de sobra. Hoy me has pagado por los afeitados de toda una vida. Vuelve cuando quieras.
Ocurre en ocasiones que la vida nos sorprende con algún hecho insólito que, no por largamente esperado, deja de sorprendernos; y casi siempre, lo hace de improviso, con el tiempo justo de asimilarlo y continuar nuestro camino.
Para Kasekemut esto no entrañó ningún problema. Él tenía su equipaje preparado hacía ya mucho tiempo; sólo necesitó de lo indispensable para despedirse de Nemenhat y Kadesh.
A su amigo le abrazó conteniendo a duras penas las lágrimas que se le venían y a las que finalmente se sobrepuso. Hicieron votos de eterna amistad y se separaron dando por hecho que aquello era algo que, tarde o temprano, habría de pasar.
A Kadesh, como tantas veces hiciera, la abordó en la calle y, aunque ella le trató con su habitual desdén, Kasekemut la paró en seco.
—Escucha con atención, hoy me incorporo al ejército del dios de donde saldré oficial como juré que lo haría. No te comprometas con nadie, pues será inútil. A no mucho tardar nuestros caminos serán uno y estarán iluminados por la bendición de los dioses. Guárdate, Kadesh, pues volveré pronto.
Y dicho esto, como en tantas otras ocasiones, el muchacho se dio la vuelta y se alejó sin esperar siquiera una palabra de su amada.
Shepsenuré se encontraba en un estado de total abulia y él conocía el motivo. El impulso que le había movido durante toda su vida, la miseria, se había acabado. Su pasado venía a su mente lejano y extraño con frecuencia, reparando en lo distante que estaba de su vida actual. Durante las últimas semanas, su gran preocupación había sido encontrar un lugar donde esconder el tesoro hallado en la vieja tumba; lo cual no había resultado nada fácil. Ante la imposibilidad de poder guardarlo en su totalidad en su casa, había buscado febrilmente un escondite capaz de pasar desapercibido a los agentes de Ankh, convencido de que sus pasos eran constantemente vigilados por ellos. La única garantía para su seguridad era mantener todas aquellas riquezas fuera del alcance del escriba. Mientras estuvieran ocultas, él seguiría vivo.
Por fin, encontró el lugar idóneo más allá de la pirámide de Sekemjet. Era un viejo pozo alejado de los caminos que atravesaban la necrópolis y en el que, difícilmente, nadie repararía.
Prudentemente había esperado la llegada de la siguiente luna nueva para transportar el botín a su nuevo escondrijo. Cuando terminó, tapó el pozo con tablones y lo cubrió con la fina arena de Saqqara. Seguidamente tomó referencia del lugar con respecto a las ruinas cercanas y se marchó.
Esto le animó durante un tiempo pero al poco, entró de nuevo en su habitual estado de apatía, que trataba de ahogar acudiendo todas las tardes a una casa de la cerveza próxima, a la que acabó por aficionarse en demasía.
«Hathor está en fiesta» era su nombre, rimbombante y pretencioso sin duda, y aunque no era en modo alguno un cuchitril, tampoco podía decirse que se tratara del mejor local de Menfis.
Shepsenuré gustaba de sentarse al fondo del local; un lugar discreto en el que podía beber sin ser molestado. Desde allí, miraba sin ver el ir y venir de la clientela, absorto en quién sabe qué pensamientos. Ni la llegada del dueño le hacía inmutarse. Éste, un individuo natural de El-Kab de mirada fría y mal encarado, se limitaba a traerle vino del Delta macerado con dátiles, tras lo cual regresaba a sus quehaceres sin intercambiar palabra alguna. Nadie sabía su nombre con exactitud, aunque todo el mundo le llamaba Anupu, en honor de uno de los protagonistas del famoso cuento de los dos hermanos que, habiendo sorprendido a su adúltera mujer, la mató con una lanza y arrojó su cuerpo a los perros. Tal se rumoreaba que había hecho el tabernero al que, como en el cuento, su mujer trató de engañarle con su propio hermano.
Allí fue donde conoció a Seneb, el viejo embalsamador; un individuo bajo y enjuto, al que le faltaban la mayoría de los dientes y que, como él, acudía diariamente a la taberna. Aunque eran más o menos de la misma edad, Seneb bien podía aparentar ser su padre, pues debido a su extrema delgadez, su cara más se parecía a una calavera cubierta de fina piel, que a un rostro. Esto no dejaba de ser motivo de chanzas entre el vecindario, en el que se decía que su esquelética figura era producto de una lavativa erróneamente administrada[69].
Era Seneb un hombre sumamente reservado, pues la vida le había enseñado lo prudente que es callar lo que uno sabe. Entró a temprana edad en la Casa de la Vida de Ptah, donde adquirió conocimientos de lectura y escritura para, posteriormente, ser mandado al Nabet (lugar limpio) del templo, lugar donde aprendió su sagrado oficio. Empezó como los demás alumnos, lavando cadáveres en la Tienda de Purificación, para después pasar a la divina sala de Anubis, el recinto de embalsamamiento. Fue así como se convirtió en Niño de Horus, nombre con el que eran conocidos los ayudantes del jefe de embalsamadores, el Canciller del dios. Bajo sus órdenes aprendió a preparar ungüentos y a procurar el agua, la natrita, el incienso, el vino de palma y la mirra o la resina necesaria para preparar el cuerpo del difunto. Vio a los embalsamadores extraer las vísceras por la incisión hecha en el costado izquierdo y como rompían el etmoides para sacar el cerebro por la nariz. Pasó su juventud entre vendas de fino lino y cuerpos sumergidos en natrón, el netjry, la sal divina; escuchando las letanías de un ritual complejo, en el que Anubis resucitaría a Osiris.
Los dioses le habían honrado dándole su sabiduría y él se esforzaba día a día en aprender aquellas técnicas que le eran transmitidas en el más absoluto de los secretos. El Canciller del dios estaba satisfecho.
Pero un mal día, Seneb se vio envuelto en un terrible pecado, pues un embalsamador había cometido fornicación con el cadáver de una hermosa joven delante de él. Seneb, horrorizado, anduvo varios días sin saber qué hacer, hasta que al fin denunció los hechos. Era un feo asunto, no había duda, aunque por otra parte nada nuevo, pues si bien no era práctica habitual el yacer con los difuntos, desde siempre se habían dado casos de necrofilia[70]. El problema fue que Seneb resultó injustamente envuelto en la trama. El culpable se las compuso para enredarle en el caso y proclamar en cambio su inocencia. El escándalo fue mayúsculo y el mismo Supervisor de los Secretos del Lugar, la mayor jerarquía dentro de la casta sacerdotal a la que pertenecían los embalsamadores del templo, tomó cartas al respecto.
Sólo la intercesión del Canciller del dios, abogando en su defensa, pudo evitar el castigo terrible que, aquél, estaba dispuesto a imponerles. Mas a cambio, Seneb hubo de abandonar el templo para siempre, maldito mil veces ante los dioses.
Al principio aprovechó sus conocimientos de escritura, para ganarse la vida allí donde alguien necesitara de sus servicios. Escribió cartas entre particulares e incluso llevó la contabilidad de una pequeña compañía de carga en el puerto; pero nada oficial, puesto que al no ser escriba, no podía llevar ningún asunto de la Administración. Esto trajo consigo que el pago recibido fuera muy inferior al estipulado, por lo que a los pocos años lo dejó.
Por aquel tiempo, empezaron a aparecer embalsamadores que realizaban su trabajo al margen de los templos[71], y Seneb decidió establecerse por su cuenta, para ejercer el oficio en el que había sido instruido. Anduvo de acá para allá con una tienda portátil que cambiaba de lugar un par de veces al año en función de sus necesidades. Por fin, acabó instalando su negocio al oeste de Menfis, en una colina en el límite con el desierto, junto a uno de los múltiples canales que salían del gran Nilo y por donde el finado podía ser trasladado en su barca funeraria por sus familiares, para que el embalsamador pudiera hacerse cargo de él en la Tienda de Purificación.
Seneb se fue a vivir al barrio de los artesanos, donde enseguida se hizo muy popular entre el vecindario. Como era de corazón bondadoso y siempre estaba solícito para ayudar a quien no pudiera pagar sus servicios[72], se ganó el respeto de sus convecinos aunque, a veces, hicieran algún que otro chiste sobre él.
Seneb iba siempre acompañado por el hombre de ébano; un negro gigantesco, poseedor de una fuerza colosal, que no se separaba jamás de él. Nadie sabía su nombre, tan sólo que era natural de los confines de la tierra, muy al sur del país de Kush y que, por alguna extraña razón, servía a Seneb con la mayor de las fidelidades. Todo el mundo se refería a él como Min, el dios itifálico, que era como él quería que le llamaran; y esto, claro está, traía todo tipo de comentarios procaces con los que Min se sentía encantado. Seneb no sabía de dónde había podido sacar este nombre, aunque reconocía lo acertado de la elección ya que, como Min, vivía en un constante estado de erección y poseía además una desmedida afición a la lujuria[73].
Como Shepsenuré, Seneb gustaba de sentarse también al fondo de la taberna donde, silencioso y taciturno, bebía varios cuencos de cerveza; quizás el único alimento que tomaba durante el día[74]. Observador como era, pronto le llamó la atención la actitud de Shepsenuré, siempre callado y solitario y sin contacto ninguno con las mujeres que ofrecían sus servicios en el recinto. Además había algo en su persona que le causaba curiosidad.
«Este hombre es diferente —pensaba—. Capaz de compartir silencios».
Y eso le gustaba.
Así pues, lo que al principio fueron saludos y más tarde conversación acabó con el tiempo convirtiéndose en amistad. Pronto descubrieron numerosas cosas en común que les habían acaecido en sus azarosas vidas; empezando porque los dos habían perdido a sus esposas de la misma forma, durante el parto.
El único que no estaba dispuesto a compartir silencios era Min, pues a su naturaleza alborotadora unía una pasión desmedida por la bebida, lo que, en ocasiones, le podía llegar a convertir en un tipo peligroso. Su problema era la falta de mesura y cuando bebía más de la cuenta era harto difícil de sujetar. En realidad, más bien parecía que todos los vicios anidaran en él, pues a su afición por el vino, unía una lascivia insaciable que le hacía acosar constantemente a cuantas mujeres se ponían a su alcance.
Dentro de «Hathor está en fiesta», las prostitutas le rehuían como al demonio, pues aparte de las «virtudes» ya mencionadas, Min era poseedor de un miembro tan descomunal, que la mayoría de ellas no estaban dispuestas a aceptar ni por todo el oro del Sinaí.
Sólo Seneb era capaz de frenar tan bárbara naturaleza.
—¡Min, maldito sodomita, mañana te sacaré el corazón y lo arrojaré a los chacales!
Aquéllas eran palabras mágicas, pues producían un efecto instantáneo. Min abría los ojos desmesuradamente y quedaba paralizado. En su mente imaginaba al viejo haciéndole una abertura, como las que le veía practicar a diario en los cadáveres en el lado izquierdo de su abdomen, para meter después la mano en busca de su corazón, que arrancaba sin compasión. Luego lo extraía y con una carcajada lo lanzaba para que lo devorara Ammit (la devoradora de los muertos)[75].
Esto hacía sumirle en un prolongado silencio cual pecador penitente. Su alma estaba condenada.
Con el tiempo, Shepsenuré y Seneb ganaron en confianza y pronto hicieron referencia a su aventurado pasado, incierto presente y esperanzador futuro.
Shepsenuré se dio cuenta enseguida de que Seneb era un hombre de grandes conocimientos, por lo que anduvo muy cauto a la hora de hablar de su vida procurando no conversar sobre temas comprometedores.
Aun así, Seneb fue capaz de advertir un cierto poso de amargura en las palabras de su amigo. Un inconsciente tormento que a veces mezclaba con una rabia fugaz, pero a la vez incontrolable. El hecho de que Shepsenuré no reprimiera su irreverencia hacia los dioses era considerado por Seneb como algo singular, aunque en modo alguno fue óbice para cultivar su incipiente amistad. Una relación paradójica en sí misma, pues unía a dos individuos procedentes de estratos bien diferentes. Seneb había sido educado desde su niñez en el interior de los templos, el único lugar capaz de proporcionar conocimientos a un hombre en aquellos tiempos, y había sido iniciado en complejos ritos que requerían una profunda sabiduría, no solamente del panteón egipcio, sino de las diversas liturgias encaminadas a la salvación final del alma. Sin embargo, para Shepsenuré, el mejor alivio para el alma era el magnífico vino de Per-Uadyet (Buto).
—Mi ba[76] se siente dichosa al paladear este elixir —decía Shepsenuré entrecerrando los ojos—. Créeme si te digo que no hay nada mejor que los dioses pudieran ofrecerme.
—No digas eso y mira a tu alrededor. Los dioses no paran de ofrecerte cosas maravillosas, pero tu alma no las ve —contestaba Seneb.
—Será porque ya ha visto suficiente y es con lo único que queda en paz.
Seneb torcía la boca en un gesto muy característico que le daba una expresión grotesca a su ya de por sí sombrío aspecto.
—Te equivocas al decir eso, la paz del vino es efímera como todo lo demás aquí. Sólo el tribunal de Osiris te dará el sosiego eterno.
—Ya sabes lo que opino de eso, Seneb. Pruebas en mi vida terrena, juicios en el Más Allá, pesaje del alma, inocencia o culpabilidad; para al final ser devorado por Ammit. Quien me devorará con toda seguridad serán los gusanos si tú no lo remedias.
—No creas que me escandalizan tus palabras, ni tampoco voy a intentar convencerte de la conveniencia de estar en armonía con los dioses. Pero me entristece el que te niegues a la inmortalidad; vivir así, sin expectativas…
—Ellas siguen su camino, Seneb.
—¿Y cuáles son? ¿Adónde te llevan? Haces magníficos muebles y sin embargo ello no es suficiente; y si no eres capaz de darte cuenta que formamos parte de un todo, nunca lo será.
—Lo siento, Seneb —dijo mirándole francamente a los ojos—. Has sido educado desde niño en las ancestrales enseñanzas que hacen a nuestro país tan diferente a los demás y ello te da una perspectiva distinta de cuanto nos rodea; pero yo no soy como tú. Como la mayoría, no sé leer ni escribir y no creas que me avergüenzo de ello. Mas no tengo el menor respeto por los dioses, y la posibilidad de ganar los Campos del Ialu hace mucho tiempo que la perdí.
Cuán extrañas sonaban aquellas palabras en los oídos de Seneb, principalmente, al no venir de ningún extranjero. Extrañas sin duda, pues era bien sabido que el egipcio era, con diferencia, el más religioso de los pueblos. País de dioses sin fin, que le insuflaban su hálito vital manteniéndole en constante renacimiento. ¿Qué ocultas razones habían llevado a Shepsenuré a pensar así?
«Algo oprime su corazón —pensaba Seneb—. Algo que ofusca su razón[77], hasta el punto de negar a su alma la salvación. ¿Un egipcio que renuncia a la otra vida? Inconcebible».
Para Nemenhat, la marcha de su amigo había supuesto un gran cambio en su vida. Ahora pasaba más tiempo ayudando a su padre en el taller, lo cual hizo que alcanzara un nivel más que aceptable.
—Debes tener algún oficio a los ojos de los demás para poder disfrutar de los bienes acumulados —solía decirle su padre.
Él movía la cabeza afirmativamente, aunque no sintiera el más mínimo interés por la carpintería. Sólo se encontraba feliz vagando por los campos en los lindes del desierto y acompañando a su padre al interior de alguna tumba. Éste, que conocía de sobra las aficiones de su hijo, solía advertirle seriamente.
—Olvídate de eso, Nemenhat. Tienes riquezas suficientes para toda tu vida, la de tus hijos, y la de los hijos de tus hijos. Si eres imprudente, tarde o temprano serás descubierto; recuérdalo siempre, los tiempos de desesperación ya pasaron.
Pero no era el ansia de acumular tesoros lo que seducía a Nemenhat, no; era otra cosa. Era el seguir el rastro de alguna tumba largo tiempo perdida, el ser capaz de hallar su entrada, el ser el primero en poder entrar en ella desde tal vez más de mil años; admirar sus murales y magníficos ajuares con la permanente excitación que lo prohibido produce; eso era lo que le fascinaba.
Las visitas que de vez en cuando rendía Seneb a su casa, hizo que con el tiempo el muchacho le cogiese afecto. Además sentía una gran curiosidad por su oficio, siempre rodeado de misteriosas ceremonias.
Así que, cuando podía se encaminaba hacia la Tienda de Purificación en las afueras de Menfis, ansioso de poder averiguar algo sobre tan antiguos ritos. Mas siempre se encontraba con el gigantesco negro que le cortaba el paso, prohibiéndole la entrada.
—Vamos, Min, déjame pasar, te prometo que no diré nada de cuanto vea.
—Imposible; aquí sólo pueden entrar los iniciados o los muertos —contestaba el africano adoptando un aire petulante.
—Es que quiero que Seneb me inicie, ¿comprendes?
—Claro, pero como traspases esa puerta lo que iniciarás será una caída hasta el canal que pasa bajo la colina.
—Sólo quiero ver un poco por encima, Min. Nadie se enterará.
—Yo me enteraré.
—Si me dejas pasar te enseñaré a manejar mi honda, ¿sabes que puedo acertarle a un blanco a doscientos codos?
Min enarcaba una de sus cejas mientras le miraba burlón, pues aunque conocía la destreza del muchacho, le gustaba mortificarle.
—Secretos por secretos; si me dejas entrar yo te contaré cosas que te pueden interesar.
—¿Qué puede interesarme de ti? —contestaba el hombre de ébano despectivo.
—Ya te digo, cosas. Conozco todo lo que ocurre en el barrio, y sé de buena fuente que podría haber alguna mujer interesada en ti, ya sabes…
Ahí acertaba de lleno sobre el corazón de Min, que se revolvía furioso.
—Maldito mocoso, no juegues con eso si no quieres sentir mi furia en tus carnes —bramaba incontrolable.
El muchacho se desternillaba de risa y comenzaba a hacerle todo tipo de burlas originando un gran revuelo.
A veces era el viejo embalsamador quien salía del recinto a amonestarle gravemente.
—Sabes que no te está permitida la entrada aquí; sé un buen egipcio y respeta nuestras tradiciones.
Con esto quedaba zanjada la cuestión y Nemenhat solía dar la vuelta y regresaba a Menfis lanzando piedras a todo lo que se movía.