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Una vez más, en el interior del sésil se produjo una enorme oquedad. Richard observaba cuidadosamente cómo treinta ganglios pequeños se unían, conformando una esfera con un diámetro de alrededor de cincuenta centímetros, del otro lado de la zona hueca. Un filamento desusadamente grueso conectaba cada uno de los ganglios con el centro de la esfera. Al principio, Richard no pudo descubrir nada dentro de la esfera. Sin embargo, después de que los ganglios se desplazaron a otra posición vio allí, donde había estado la esfera, un diminuto objeto verde que tenía centenares de filamentos infinitesimales que lo fijaban al resto de la maraña.
Ese objeto crecía muy lentamente. Los ganglios ya habían terminado de desplazarse a tres nuevas posiciones, repitiendo la misma configuración esférica cada vez, antes de que Richard reconociera que lo que crecía en el sésil era un melón maná. Quedó atónito. No entendía cómo el mirmigato desaparecido podía haber dejado detrás de sí huevos a los que les había tomado tanto tiempo evolucionar. Y en ese momento deben de haber sido nada más que unas pocas células. Embriones muy pequeños de alguna manera criados aquí…
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por la revelación de que estos nuevos melones maná se estaban desarrollando en una región del sésil que estaba a casi veinte metros del sitio en el que se había formado el capullo alrededor del mirmigato. ¿Así que este ser en forma de maraña transportó los huevos de un lugar a otro? ¿Y después los conservó durante semanas?
La mente lógica de Richard empezaba a rechazar la hipótesis de que el desaparecido mirmigato directamente hubiera puesto huevos. En forma lenta, pero segura, desarrolló una explicación alternativa para lo que había observado que sugería una biología más compleja que cualquiera que hubiera visto jamás en la Tierra. ¿Y si, se preguntó, los melones maná, los mirmigatos y la maraña sésil son todas manifestaciones de lo que podríamos denominar como la misma especie?
Pasmado por las ramificaciones de este sencillo pensamiento, Richard pasó dos largos períodos de vigilia repasando todo lo que había visto dentro del segundo hábitat Mientras contemplaba los cuatro melones maná que crecían frente a él, del otro lado de la oquedad, Richard imaginó un ciclo de metamorfosis en el que de los melones maná nacían los mirmigatos que, a su vez, morían y agregaban nuevo material a la red sésil, que después ponía los huevos de melón maná que empezaban el proceso otra vez. Nada existía, en lo que había observado, que no encajara con esta explicación. Pero el cerebro de Richard explotaba con miles de preguntas, no sólo relativas a cómo este intrincado conjunto de metamorfosis tuvo lugar, sino también a porqué esta especie había evolucionado produciendo un ser tan complejo.
La mayor parte de los estudios académicos de Richard habían sido en campos a los que, con orgullo, denominaba de “ciencia concreta”. Matemática y física habían sido los elementos primordiales de su educación. Mientras se esforzaba por entender el posible ciclo de vida del ser en el que había estado viviendo durante muchas semanas, Richard quedó perplejo ante su propia ignorancia. Deseaba haber aprendido mucho más sobre biología. ¿Cómo los puedo ayudar, se preguntaba, si ni siguiera sé por dónde empezar?
Mucho después, Richard se preguntaría si durante el tiempo que había permanecido dentro del sésil, este ser no sólo había aprendido a leerle la memoria sino también a interpretarle los pensamientos. Los visitantes de Richard llegaron pocos días después. Una vez más, un sendero se formó en el sésil, entre la posición de Richard y la entrada original. Cuatro mirmigatos idénticos recorrieron el sendero y le hicieron ademanes a Richard para que los siguiera. Llevaban su ropa. Cuando Richard hizo el esfuerzo para moverse, su hospedante alienígena no trató de retenerlo. Sentía las piernas vacilantes, pero, después de vestirse, logró seguir a los mirmigatos de vuelta al corredor que se adentraba en lo profundo del cilindro marrón.
Era evidente que hacía poco que habían modificado la gran cámara. El vasto mural de las paredes todavía no estaba completo. De hecho, al mismo tiempo que el profesor mirmigato de Richard señalaba puntos específicos de la pintura que ya habían terminado, artistas mirmigatos todavía trabajaban en el resto del mural. Durante las primeras lecciones de Richard en el salón, un grupo numeroso de estos seres estaba dedicado a hacer bocetos o a pintar las demás secciones.
Sólo con una visita a la cámara del mural, Richard pudo determinar el propósito de la pintura. Habían creado toda la sala para brindarle información sobre cómo podía ayudar a que la especie alienígena sobreviviera. Estaba claro que esos extraterrestres sabían que estaban a punto de ser invadidos y destruidos por los seres humanos. Las pinturas de la sala eran el intento que hacían para proporcionarle a Richard los datos que podría necesitar para salvarlos… pero, ¿podría aprender lo suficiente sólo mirando las ilustraciones?
El trabajo artístico era brillante. De vez en cuando, Richard suspendía la actividad del hemisferio izquierdo del cerebro, que intentaba interpretar los mensajes de las pinturas, para que el derecho pudiera apreciar el talento de los artistas mirmigatos. Los seres trabajaban erguidos, las dos extremidades traseras apoyadas en el piso y las cuatro delanteras operaban juntas para instrumentar el boceto o la pintura. Hablaban entre ellos, aparentemente, haciéndose preguntas, pero no hacían tanto ruido como para perturbar a Richard que estaba en el otro lado de la cámara.
Toda la primera mita del mural era un manual sobre biología alienígena. Demostraba que la comprensión fundamental de Richard sobre el extraño ser era correcta. Había más de cien pinturas individuales en la secuencia principal, de las cuales dos docenas mostraban diferentes etapas en el desarrollo de los embriones de mirmigato, con lo que se ampliaba de manera considerable el conocimiento que Richard había deducido de las esculturas en la catedral de los mirmigatos. Los paneles primarios que explicaban la evolución embriológica seguían una recta alrededor de las paredes de la cámara. Por arriba y por abajo de estas pinturas de la secuencia principal había viñetas de apoyo o complementarias, la mayoría de las cuales estaba más allá del entendimiento de Richard.
Por ejemplo: había un cuarteto de pinturas de apoyo dispuesto en torno a la ilustración de un melón maná al que hacía poco se había extraído de una maraña sésil. Sin embargo, en su interior todavía no había empezado la actividad de desarrollo de un mirmigato. Richard estaba seguro de que estas cuatro ilustraciones adicionales estaban tratando de suministrarle información específica sobre las condiciones ambientales necesarias para que empezara el proceso de gestación. Sin embargo, los artistas mirmigato habían usado escenas de su planeta natal, ilustrando las condiciones deseables mediante paisajes de nieblas, lagos, flora y fauna nativas, para comunicar los datos. Richard se limitó a mover la cabeza, cuando el profesor mirmigato señaló estas pinturas.
Un diagrama trazado a través de la secuencia principal empleaba soles y lunas para especificar escalas de tiempo. Por la disposición, Richard entendió que el lapso de vida de la manifestación como mirmigato de la especie era muy breve, en comparación con el período de vida de tos sésiles. No pudo, sin embargo, comprender ninguna otra cosa de lo que el diagrama trataba de transmitir.
También estaba confundido en cuanto a las relaciones numéricas que había entre las diferentes manifestaciones de la especie. Era claro que cada melón maná producía un solo mirmigato (no se mostraban ejemplos de mellizos), y que un sésil podía generar muchos melones maná. Pero, ¿cuál era la relación cuantitativa sésiles-mirmigatos? En una de las viñetas, un gran sésil era presentado con una docena de mirmigatos diferentes en su interior, cada uno en una fase diferente de formación del capullo. ¿Qué se suponía que indicaba eso?
Richard dormía en una pequeña habitación, cerca de la cámara de los murales. Sus lecciones duraban de tres a cuatro horas cada una. Y después le daban de comer o le permitían dormir. A veces, cuando ingresaba en la cámara, le echaba un vistazo a las pinturas, algunas todavía incompletas, que había en la segunda mitad del mural. Cuando hacía esto, las luces de la cámara se apagaban de inmediato. Los mirmigatos querían estar seguros de que, primero, Richard aprendiera sus lecciones de biología.
Después de unos diez días, terminaron la segunda mitad del mural. Richard quedó estupefacto cuando finalmente le permitieron estudiarlo. La versión de los seres humanos y los avianos era excepcionalmente precisa. Richard mismo aparecía en las pinturas media docena de veces. Con el cabello y la barba largos, ambos más que entrecanos, casi no se reconoció.
—Podría pasar por Cristo en estas ilustraciones —bromeó para sí, mientras vagaba por la cámara.
Parte del resto del mural era un resumen histórico de la invasión del hábitat alienígena por parte de los seres humanos. Había más detalles que los que Richard había visto en la exhibición mental de imágenes mientras estuvo dentro del sésil, pero no aprendió nada sustancialmente nuevo. Sin embargo, se sintió perturbado emocionalmente una vez más por los horribles detalles de la matanza continuada.
Las ilustraciones también le plantearon una interesante pregunta. ¿Por qué el sésil no le había transferido el contenido de este mural directamente y así se habrían evitado todo el esfuerzo de los artistas mirmigatos? A lo mejor, reflexionó Richard, el sésil es solamente un dispositivo de grabación y no tiene capacidad para imaginar. Quizás únicamente me puede mostrar lo que ya vio uno de los mirmigatos.
Lo que restaba del mural definía, de manera explícita, lo que los seres mirmigatos/sésiles querían que Richard hiciera. En cada uno de los retratos, Richard llevaba en los hombros una gran mochila azul. La mochila tenía dos grandes bolsillos en la parte anterior y dos más en la posterior. Cada uno contenía un melón maná. En los costados de la mochila había dos bolsillos adicionales, más pequeños. Uno tenía un tubo cilíndrico plateado de unos quince centímetros de largo; el otro contenía dos pequeños y coriáceos huevos de aviano.
El mural mostraba la actividad que Richard desarrollaría en forma de secuencia ordenada. Iba a abandonar el cilindro marrón por una salida que estaba debajo del nivel del suelo que lo llevaría hasta la región verde que estaba del otro lado del anillo de edificios blancos y del estrecho canal. Allí, guiado por un par de avianos, descendería a la orilla del foso donde lo iba a recoger un pequeño submarino. El submarino iba a pasar por debajo del muro del módulo, entraría en un gran cuerpo de agua y después, emergería en la costa de una isla con muchos rascacielos.
Richard sonrió cuando estudió el mural: Así que el Mar Cilíndrico y Nueva York todavía están allá, pensó. Recordó lo que El Águila le había dicho respecto de no hacer cambios innecesarios en Rama Eso significa que la Sala Blanca también puede estar allá.
Había muchas ilustraciones adicionales rodeando la secuencia de escape de Richard, algunas que brindaban más detalles sobre los animales y plantas alienígenas de la región verde y otras que suministraban instrucciones explícitas sobre cómo operar el submarino. Cuando Richard trató de copiar en su computadora portátil, que había sacado de la Newton, lo que consideraba más importante, el profesor mirmigato repentinamente se impacientó. Richard se preguntó si la crisis no habría empeorado.
Al día siguiente, después de una larga siesta, le colocaron la mochila a Richard y sus dos anfitriones lo condujeron a la cámara del sésil. Allí, los mirmigatos extrajeron de la maraña los cuatro melones maná que Richard había visto crecer y los colocaron en la mochila. Eran bastante pesados. Richard estimó que, en total, pesaban veinte kilogramos. Después, otro mirmigato usó un instrumento similar a una tijera grande para sacar del sésil un volumen cilíndrico que contenía cuatro ganglios y los filamentos relacionados con ellos. Colocaron este material del sésil en un tubo plateado que introdujeron en uno de los bolsillos laterales más pequeños de la mochila. Los huevos de aviano fueron los últimos elementos que cargaron.
Richard respiró hondo. Éste debe de ser el adiós, pensó, cuando los mirmigatos señalaron hacia el otro extremo del corredor. Por algún motivo, recordó la insistencia de Nai Watanabe en que el saludo tailandés, conocido como wai —una pequeña reverencia con las manos tomadas delante de la parte superior del pecho—, era una señal universal de respeto. Mientras sonreía para sus adentros, Richard efectuó un wai en dirección al grupo de mirmigatos que lo rodeaba. Para gran sorpresa suya, cada uno de ellos unió en pares delante del abdomen las cuatro extremidades anteriores e hizo una pequeña reverencia en dirección a Richard.
El profundo sótano del cilindro marrón estaba evidentemente deshabitado. Después de salir de la cámara del sésil, Richard y su guía, primero pasaron junto a muchos otros mirmigatos, especialmente en la proximidad del atrio, pero una vez que ingresaron en la rampa que descendía hacia el sótano, no volvieron a ver un mirmigato.
El guía de Richard mandó delante de ellos a un bicho con patas que corrió a lo largo del estrecho túnel final y pasó, a través de la salida de emergencia, parecida a una bóveda, a la región verde. Cuando el bicho regresó se paró durante varios segundos en la parte posterior de la cabeza del mirmigato y después bajó a saltitos hasta el suelo. El guía le hizo a Richard un ademán para que siguiera avanzando hacia el interior del túnel.
Afuera, en la región verde, Richard se encontró con dos grandes avianos que de inmediato remontaron vuelo. Uno de ellos tenia una fea cicatriz en el ala, como si la hubiera alcanzado una rociada de balas. Richard estaba en un bosque moderadamente denso cuya vegetación lo rodeaba y se alzaba hasta tres o cuatro metros del suelo. Aun cuando la luz era débil, a Richard no le fue difícil hallar un sendero o seguir a tos avianos que tenía en lo alto. Ocasionalmente, oyó disparos esporádicos de armas a la distancia.
Los primeros quince minutos transcurrieron sin novedad. El espesor del bosque disminuyó. Richard acababa de calcular que llegaría al foso para encontrarse con el submarino en diez minutos más, cuando, sin advertencia, una ametralladora empezó a disparar a no más de cien metros de distancia Uno de los avianos guía se estrelló contra el suelo; el otro desapareció. Richard se ocultó en un oscuro matorral cuando oyó a los soldados venir hacia donde estaba escondido.
—Dos anillos, seguro —decía uno de ellos—. A lo mejor, hasta tres… ya son veinte anillos y nada más que en esta semana.
—Mierda, hombre, eso no fue un desafío. Ni siquiera habría que contarlo. El maldito pajarraco ni siquiera se dio cuenta de que estabas ahí.
—Ése el problema de él, no mío. Igual le cuento los anillos. Ah, aquí está… Maldita sea, sólo tiene dos.
Los hombres estaban a menos de quince metros de Richard quien se quedó absolutamente quieto, sin atreverse a hacer ningún movimiento, durante mas de cinco minutos. Los soldados, entretanto, permanecieron en la proximidad del cadáver del aviano, fumando y charlando sobre la guerra.
Richard empezó a sentir dolor en el pie derecho. Desplazó el peso de su cuerpo suavemente, creyendo que eso te iba a aliviar el músculo que estaba acalambrado. Pero el dolor sólo aumentó. Finalmente miró hacia abajo y descubrió, con horror, que uno de los seres parecidos a roedores que había visto en la cámara del mural te había comido lo que le quedaba del zapato, y ahora estaba dando vigorosas mordidas a su pie. Richard trató de sacudir la pierna con fuerza pero sin producir ruido. No tuvo total éxito. Aunque el roedor le soltó el pie, los soldados oyeron el ruido y se empezaron a desplazar hacia el escondite.
Richard no podía correr. Aun si hubiera existido una ruta de escape, el peso adicional que transportaba lo habría convenido en presa fácil para los soldados. Al cabo de un minuto, uno de ellos gritó:
—Por aquí, Bruce. Creo que hay algo en este matorral. El hombre estaba apuntando con el arma hacia donde estaba Richard.
—No disparen —dijo Richard—, soy un ser humano. El segundo soldado se había unido a su camarada.
—¿Qué mierda está haciendo aquí, solo?
—Estoy haciendo una excursión campestre —contestó Richard.
—¿Está loco? —dijo el primer soldado—. Vamos, salga de ahí. Queremos verlo.
Lentamente, Richard salió de la maleza. Aun bajo la débil luz debió de ser una visión sorprendente, con sus largos cabellos y barba, además de la abultada chaqueta azul.
—Por Dios… ¿Quién demonios es usted?… ¿Dónde está emplazada su unidad?
—Éste no es ningún soldado —dijo el otro hombre, contemplando todavía a Richard—. Éste es un chiflado… Debe de haberse escapado de la instalación de Avalon y deambuló hasta aquí por error… Eh, imbécil, ¿no sabe que éste es territorio peligroso? Lo podrían matar…
—Mírale los bolsillos —interrumpió el primer soldado—. Lleva cuatro de esos malditos melones, y qué grandes…
De repente, cayeron del cielo. Debió de haber habido una docena de avianos en total que chillaban al atacar consumidos por la furia. Los dos soldados humanos fueron derribados. Richard empezó a correr. Uno de los avianos se lanzó sobre el rostro del primer soldado y lo empezó a destrozar con las garras. Súbitamente se oyó el tronar de armas de fuego, cuando los demás soldados que estaban en las proximidades, al oír el alboroto, se apresuraron a converger en el sector para ayudar a la patrulla.
Richard no sabía cómo iba a encontrar el submarino. Corrió a toda velocidad ladera abajo, tan rápido como se lo permitía su carga. Detrás de él, los disparos adquirieron más intensidad. Oyó los alaridos de dolor de los soldados y los chillidos agonizantes de los avianos.
Encontró el foso, pero no había señales del submarino. Oía voces humanas que bajaban por la ladera, detrás de él. Justo cuando estaba a punto de ser presa del pánico, oyó un chillido breve, proveniente de un arbusto grande que estaba a su derecha. El líder aviano que tenía los cuatro anillos color cobalto voló junto a su cabeza, no muy lejos del suelo, y siguió por el borde del foso, hacia la izquierda.
Localizaron el pequeño submarino al cabo de tres minutos. La nave ya se había sumergido antes de que los perseguidores humanos irrumpieran en el descampado de la región verde. Dentro del submarino, Richard se sacó la mochila y la colocó detrás de él, en el compartimento de control. Miró a su compañero aviano e intentó un par de sencillas oraciones en parloteo. El líder aviano contestó, lenta y claramente, con el equivalente en parloteo de:
—Todos te lo agradecemos muchísimo.
El viaje duró poco más de una hora. Richard y el aviano se dijeron muy poco. Durante la primera parte del trayecto, Richard observó cuidadosamente cómo su acompañante operaba el submarino. Tomó notas en su computadora y durante la segunda mitad del viaje, se hizo cargo él mismo de los controles por un breve período. Cuando no estaba demasiado ocupado, Richard se preguntaba sobre todo lo que había pasado en el segundo hábitat. Por sobre todo, quería saber por qué era él quien estaba en el submarino con los melones y la porción de sésil y no uno de los mirmigatos.
Debe de haber algo que se me escapa, reflexionó para sí mismo.
Poco después, el submarino emergió y Richard se encontró en territorio familiar. Los rascacielos de Nueva York se alzaban delante de él.
—¡Aleluya! —dijo Richard en voz alta, mientras llevaba su cargada mochila a la isla.
El líder aviano ancló el submarino justo tiente a la costa y rápidamente se preparó para partir. Voló describiendo un círculo, le hizo una leve reverencia a Richard y después partió hacia el norte. Mientras miraba alejarse al ser parecido a un pájaro, Richard se dio cuenta de que estaba parado en el sitio exacto en el que él y Nicole habían aguardado muchos años atrás, en Rama II, a los tres avianos que los habrían de transportar al otro lado del Mar Cilíndrico, hacia la libertad.