7
Varias horas después, Benjy dormía pacíficamente en su cama. Mientras tanto, del otro lado de la colonia, el hospital de Nuevo Edén era un manicomio. Seres humanos y biots corrían por todas partes, había camillas rodantes con cuerpos en los pasillos y pacientes que lanzaban alaridos de dolor. Nicole estaba hablando por teléfono con Kenji Watanabe.
—Necesitamos que envíen aquí a todos los Tiasso de la colonia, lo más rápido que sea posible. Trata de reemplazar a los que estén atendiendo ancianos o bebés por un García o, incluso, un Einstein. Haz que seres humanos atiendan las clínicas. La situación es muy grave.
Apenas si podía oír lo que Kenji decía, por sobre el ruido del hospital.
—Mal, muy mal —dijo Nicole, en respuesta a la pregunta de Kenji—. Hasta ahora, ingresaron veintisiete; sólo sabemos de cuatro muertos. Toda la zona de Nara (ese barrio con casas de madera estilo japonés, detrás de Las Vegas, rodeado por el bosque) es un desastre. El incendio se produjo demasiado rápido… La gente fue presa del pánico.
—Doctora Wakefield, doctora Wakefield. Por favor venga al Número 204 de inmediato. —Nicole colgó el teléfono y salió a la carrera por el corredor. Subió la escalera a los saltos, basta llegar al segundo piso. El hombre que estaba muriendo en la habitación 204 era un antiguo amigo, un coreano, Kim Li, que había sido el enlace de Nicole con la comunidad de Hakone durante la época en que fue gobernadora provisional.
El señor Kim había sido uno de los primeros en construir un nuevo hogar en Nara. Durante el incendio, había corrido al interior de su casa en llamas para salvar a su hijo de siete años. El hijo iba a vivir, pues el señor Kim lo había protegido cuidadosamente mientras lo llevaba entre las llamas. Pero Kim Li había sufrido quemaduras de tercer grado que le abarcaban la mayor parte del cuerpo.
Nicole se cruzó con el doctor Turner en el pasillo.
—No creo que podamos hacer algo por ese amigo suyo del 204 —dijo Turner—. Me gustaría oír su opinión… Llámeme a la sala de emergencias: acaban de traer otra paciente en estado crítico, que quedó atrapada en la casa.
Nicole respiró hondo y, lentamente, abrió la puerta de la habitación. La esposa del señor Kim, una bonita coreana de más de treinta años, estaba sentada, silenciosa, en el rincón. Nicole se le acercó y la abrazó. Mientras Nicole consolaba a la señora Kim, el Tiasso que estaba vigilando los datos del señor Kim trajo un conjunto de gráficas. El estado del hombre era, en verdad, irreversible. Cuando Nicole alzó la vista de lo que estaba leyendo, se sorprendió al ver a su hija Ellie con un gran vendaje sobre el costado derecho de la cabeza, de pie al lado de la cama del señor Kim. Ellie estaba sosteniendo la mano del montando.
—Nicole —dijo el señor Kim con un susurro agónico, no bien la reconoció. El rostro no era más que piel ennegrecida. Aun pronunciar una sola palabra era doloroso—. Quiero morir —dijo el hombre, haciendo un gesto con la cabeza a su esposa.
La señora Kim se incorporó y se acercó a Nicole.
—Mi marido quiere que yo firme los papeles para la eutanasia —dijo la señora Kim—. Pero no estoy dispuesta a hacerlo, a menos que usted me diga que no hay absolutamente ninguna posibilidad de que mi marido pueda volver a ser feliz. —Comenzó a llorar, pero se contuvo. Nicole vaciló durante un instante.
—No le puedo decir eso, señora Kim —dijo, con tono sombrío.
—Alternativamente miraba al quemado y a su esposa. —Lo que le puedo decir es que, probablemente, va a morir en algún momento de las veinticuatro horas siguientes y que va a padecer incesantemente hasta que llegue el momento. Si se produce un milagro médico y sobrevive, quedará gravemente desfigurado y debilitado durante el resto de su vida.
—Quiero morir ahora —repitió el señor Kim con esfuerzo.
Nicole envió al Tiasso para que trajera los documentos de eutanasia. Los papeles exigían la firma del médico a cargo, del cónyuge y de la persona misma si, en opinión del facultativo, era competente para tomar sus propias decisiones. Cuando el Tiasso se retiró, Nicole te hizo un ademán a Ellie para que se reuniera con ella en el pasillo.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le dijo en voz baja a Ellie, una vez que se alejaron para que no las escucharan—. Te dije que te quedaras en casa y descansaras. Tuviste una contusión seria.
—Estoy bien, mamá —dijo Ellie—. Además, cuando me enteré de que el señor Kim estaba gravemente quemado, quise hacer algo para ayudar. Fue tan buen amigo en los primeros días.
—Está muy grave —dijo Nicole, sacudiendo la cabeza—. No puedo creer que todavía esté vivo.
Ellie extendió la mano y tocó a su madre en el antebrazo.
—Quiere que su muerte sea útil —dijo—. La señora Kim me habló sobre eso… Ya mandé a buscar a Amadou pero necesito que tú hables con el doctor Turner.
Nicole quedó mirando a su hija.
—¿De qué diablos estás hablando?
—¿No recuerdas a Amadou Diaba…? El amigo de Eponine, el farmacéutico nigeriano que tenía una abuela senoufo. Es el que contrajo el RV-41 por una transfusión de sangre… Como fuere, Eponine me contó que el corazón de él se está deteriorando con rapidez.
Nicole quedó en silencio durante varios segundos. No podía creer lo que estaba oyendo.
—¿Quieres —dijo, Finalmente— que le pida al doctor Turner que lleve a cabo un trasplante manual de corazón ahora mismo, en medio de esta crisis?
—Si se decide ahora, se puede hacer más tarde, esta noche, ¿no? El corazón del señor Kim se puede conservar en condiciones saludables todo ese tiempo, por lo menos.
—Mira, Ellie —dijo Nicole—, ni siquiera sabemos…
—Ya lo revisé —interrumpió Ellie—. Uno de los Tiasso verificó que el señor Kim sería un donante aceptable. Nicole volvió a sacudir la cabeza.
—Muy bien, muy bien —dijo—. Pensaré este asunto. Mientras tanto, quiero que te acuestes y descanses. Una contusión no es una lesión trivial.
—¿Me está pidiendo que haga qué? —le dijo un incrédulo doctor Turner a Nicole.
—Ahora, doctor Turner —dijo Amadou, con preciso acento británico—, no es la doctora Wakefield la que realmente le está haciendo el pedido: soy yo. Le imploro que efectúe esta operación y, por favor, no la considere riesgosa. Usted mismo me dijo que no viviré más de tres meses. Sé perfectamente bien que puedo morir en la mesa de operaciones pero, si sobrevivo, según las estadísticas que usted me mostró, tengo una posibilidad del cincuenta por ciento de vivir ocho años más. Hasta podría casarme y tener un hijo.
El doctor Turner giró sobre los talones y miró el reloj que tenia en la pared de su oficina.
—Olvide por un momento, señor Diaba, que es más de medianoche y que estuve trabajando nueve horas consecutivas con víctimas de quemaduras. Considere lo que está solicitando. No he realizado un trasplante cardíaco desde hace cinco años. Y nunca lo hice sin contar con el respaldo del mejor personal y equipo de cardiología del planeta Tierra. Todo el trabajo quirúrgico, por ejemplo, siempre lo hacían robots.
—Entiendo todo eso, doctor Turner. Pero, en realidad, no viene al caso. Es indudable que moriré sin la operación. Casi con certeza no habrá otro donante en un futuro próximo. Además, Ellie me dijo que, hace poco, usted estuvo repasando todos los procedimientos de trasplante cardíaco como parte de su trabajo en la preparación de la solicitud de presupuesto para adquirir equipo nuevo…
El doctor Turner le lanzó una mirada inquisitiva a Ellie.
—Mi madre me habló sobre su concienzuda preparación, doctor Turner. Espero que no esté molesto por que yo le haya comentado a Amadou.
—Me complacerá asistirlo en cualquier forma que pueda —añadió Nicole—. Aunque nunca practiqué cirugía cardíaca, completé mi residencia en un instituto de cardiología.
El doctor Turner recorrió la habitación con los ojos, primero miró a Ellie, después a Amadou y a Nicole.
—Pues entonces, eso decide la cuestión, creo. No veo que me hayan dejado muchas opciones.
—¿Lo hará? —exclamó Ellie, exaltada.
—Lo intentaré —respondió el médico. Fue hasta donde estaba Amadou Diaba y extendió ambas manos.
—¿Sabe, no es así, que hay muy pocas posibilidades de que se vuelva a despertar?
—Sí, doctor Turner. Pero muy pocas posibilidades es mejor que ninguna… Se lo agradezco.
El doctor Turner se volvió hacia Nicole.
—La veré en mi consultorio, para hacer un repaso del procedimiento, dentro de quince minutos… Y a propósito, doctora Wakefield, ¿podría, por favor, hacer que un Tiasso nos traiga una cafetera con café recién hecho?
La preparación para el trasplante hizo surgir recuerdos que el doctor Turner había enterrado en los sitios más apartados de su mente. Una o dos veces, llegó a imaginar durante varios segundos que realmente había regresado al Centro Médico de Dallas. Recordaba, principalmente, lo feliz que había sido en aquellos lejanos días, en otro mundo. Amaba su trabajo; amaba su familia. Su vida era casi perfecta.
Los doctores Turner y Wakefield cuidadosamente anotaron la secuencia exacta de pasos que iban a seguir antes de comenzar el procedimiento. Después, durante la operación, se detenían para consultarse cuando completaban una etapa importante. Durante el procedimiento no se produjeron, en ningún momento, reacciones adversas. Cuando el doctor Turner extrajo el antiguo corazón de Amadou, lo dio vuelta para que Nicole y Ellie (Ellie había insistido en quedarse, en caso de que pudiera ayudar en algo) vieran los músculos gravemente atrofiados. El corazón del hombre estaba destruido. Es probable que Amadou hubiera muerto en menos de un mes.
Una bomba automática mantenía la sangre del paciente circulando, en tanto se “enganchaba” al nuevo corazón a todas las arterias y venas principales. Ésta era la fase más difícil y peligrosa de la operación. Según la experiencia del doctor Turner, este segmento nunca antes había sido ejecutado por manos humanas.
Las aptitudes quirúrgicas del doctor Turner habían mejorado por las muchas operaciones manuales que había llevado a cabo durante sus tres años en Nuevo Edén. Hasta él mismo se sorprendió por la facilidad con la que conectó el nuevo corazón a los vasos sanguíneos deteriorados de Amadou.
Hacia el final del procedimiento, cuando todas las fases peligrosas se completaron, Nicole se ofreció para efectuar las tareas restantes. Pero el doctor Turner no aceptó. A pesar de que ya casi era el alba en la colonia, Turner estaba decidido a terminar la operación por sí mismo.
¿Fue la extrema fatiga lo que hizo que los ojos de Turner le hicieran ver cosas inexistentes durante los minutos finales de la operación? ¿O quizás haya sido el torrente de adrenalina que lo invadió cuando se dio cuenta de que el procedimiento iba a tener éxito? Cualquiera fuera la causa, durante las etapas terminales de la operación, Robert Turner periódicamente presenció cambios notables en el rostro de Amadou Diaba. Varias veces, el rostro del paciente se alteró lentamente ante sus ojos. Los rasgos de Amadou se convertían en los de Carl Tyson, el joven negro al que el doctor Turner había asesinado en Dallas. Una vez, después de terminar una sutura, el doctor Turner alzó la vista hacia Amadou y quedó aterrado ante la sonrisa arrogante de Carl Tyson. El médico parpadeó y volvió a mirar, pero solamente era Amadou Diaba quien estaba sobre la mesa de operación.
Después de que este fenómeno se repitió varias veces, el doctor Turner le preguntó a Nicole si ella había observado algo fuera de lo común en el rostro de Amadou.
—Nada más que su sonrisa —fue la respuesta—. Nunca vi a nadie que se sonriera así estando bajo anestesia.
Cuando la operación concluyó y los Tiasso informaron que todos los signos vitales del paciente eran normales, el doctor Turner, Nicole y Ellie se sintieron jubilosos, a pesar del agotamiento. El médico invitó a las dos mujeres a unírsele en su consultorio para tomar una taza final de café como celebración. En ese momento, Turner todavía no se había dado cuenta de que se iba a declarar a Ellie.
Ellie quedó pasmada. Se limitó a mirar al médico. Él le lanzó una rápida mirada a Nicole y después volvió a contemplar a Ellie.
—Sé que es repentino —dijo el doctor Turner—, pero no hay dudas en mi mente. Cuanto antes, mejor.
La habitación estuvo en absoluto silencio durante cerca de un minuto. Durante ese lapso, el médico fue hacia la puerta del consultorio y la cerró con llave. Incluso, desconectó el teléfono. Ellie trató de hablar.
—No —le dijo Turner con firmeza—, no digas nada todavía. Hay algo más que debo hacer antes.
Se sentó en su silla y respiró hondo.
—Algo que debí haber hecho hace mucho —dijo con calma—. Además, las dos merecen conocer toda la verdad respecto de mí.
Afloraron lágrimas en los ojos del doctor Turner, aun antes de que empezara la narración. Se le quebró la voz cuando habló por primera vez pero, después, se recobró y el relato empezó a surgir con fluidez.
—Yo tenía treinta y tres años y era fantásticamente feliz. Ya era uno de los más importantes cardiocirujanos de Norteamérica y tenía una esposa bella, afectuosa y dos hijas de dos y tres años. Vivíamos en una mansión con piscina, dentro de un club situado a unos ochocientos kilómetros al norte de Dallas, Texas.
—Una noche, cuando del hospital llegué a casa (era muy tarde, pues había supervisado una delicada operación a corazón abierto), fui detenido por los guardias de seguridad en los portones del club. Se comportaron como si estuvieran inquietos, como si no supieran qué hacer, pero, después de una llamada telefónica y de algunas miradas extrañas en mi dirección, me hicieron un gesto para que siguiera adelante.
—Dos patrulleros y una ambulancia estaban estacionados frente a mi casa Tres móviles de televisión estaban diseminados en el callejón sin salida que estaba al fondo de mi casa. Cuando empecé a doblar hacia mi casa, un policía me detuvo. Mientras lámparas de magnesio destellaban a mi alrededor y los focos de arco voltaico de las cámaras de televisión me cegaban, el policía me condujo a mi casa.
—Mi esposa estaba tendida bajo una sábana, en una camilla, en el vestíbulo principal que estaba al lado de la escalera que llevaba al segundo piso. Le habían cortado la garganta. Oí a algunas personas que hablaban en el piso superior y ascendí a la carrera para ver a mis hijas. Las niñas todavía yacían donde las habían matado: Christie en el piso del baño, y Amanda en su cama. El degenerado también a ellas les había cortado la garganta.
Sollozos profundos, desolados, sacudían al doctor Turner.
—Nunca olvidaré ese horrible espectáculo. A Amanda la debieron de haber matado mientras dormía, pues en ella no había marcas, salvo por el corte… ¿Qué clase de ser humano era capaz de matar a criaturas tan inocentes?
Las lágrimas del doctor Turner caían como cascada por sus mejillas. El pecho se le agitaba en forma incontrolable. Durante varios segundos no habló. Ellie, en silencio, se acercó a su silla y se sentó en el piso y le tomó la mano.
—Los cinco meses siguientes estuve totalmente pasmado. No podía trabajar, no podía comer. La gente trataba de ayudarme —amigos, psiquiatras, otros médicos—, pero no me podía poner en funcionamiento. Sencillamente no podía aceptar que a mi esposa y a mis hijas las hubiesen asesinado.
—La policía arrestó a un sospechoso en menos de una semana. Su nombre era Carl Tyson: era un joven negro, de veintitrés años, que repartía mercaderías para un supermercado de las proximidades. Mi esposa siempre usaba la televisión para hacer sus compras. Carl Tyson había estado en nuestra casa varias veces ya y aun recuerdo haberlo visto yo mismo una o dos veces y ciertamente sabía desplazarse dentro de la casa.
—A pesar de mi aturdimiento durante ese período, estaba al tanto de lo que estaba ocurriendo en la investigación del asesinato de Linda. Al principio, todo pareció tan sencillo. Huellas digitales recientes de Carl Tyson se encontraron por toda la casa. Esa misma tarde había estado en el interior del club haciendo un reparto. Faltaba la mayor parte de las joyas de Linda, así que el robo fue el motivo obvio. Supuse que al sospechoso lo condenaría el propio juez, sin necesidad de un jurado, y lo ejecutarían.
—El asunto pronto se volvió nebuloso. Jamás se encontró ninguna de las joyas. Los guardias de seguridad habían marcado la entrada y la salida de Carl Tyson en el registro cronológico maestro, pero había estado dentro de Greenbriar durante veintidós minutos, tiempo apenas suficiente como para entregar las mercaderías y cometer un robo más tres asesinatos. Por añadidura, después de que un famoso abogado decidió defender a Tyson y lo ayudó a preparar sus declaraciones juradas, Tyson insistió en que, esa tarde, Linda le había pedido que la ayudara a desplazar algunos muebles: ésa era la explicación perfecta para la presencia de sus huellas digitales por toda la casa…
El doctor Turner hizo un instante de silencio; el dolor era evidente en su rostro. Ellie le apretó la mano con suavidad, y él continuó:
—Para el momento del juicio, el argumento de la fiscalía era que Tyson había traído las mercaderías a la casa esa tarde y, después de hablar con Linda, había descubierto que yo iba a permanecer en cirugía hasta muy tarde esa noche. Como mi esposa era una mujer amistosa y confiada, no era improbable que hubiera conversado con el empleado y mencionado que yo no vendría a casa sino hasta tarde… Sea como fuere, según el fiscal, Tyson regresó después de que terminó su turno en el supermercado, trepó el muro de roca que rodeaba los predios del club y atravesó la cancha de golf. Después, ingresó en la casa con el propósito de robar las joyas de Linda, suponiendo que toda la familia estaría durmiendo. Aparentemente, mi esposa lo enfrentó y Tyson se asustó y mató primero a Linda y después, a las niñas, para asegurarse de que no hubiera testigos.
—A pesar de que nadie vio a Tyson regresar a nuestro vecindario, creí que el caso de la fiscalía era sumamente persuasivo y que a ese hombre lo condenarían con facilidad. Después de todo, no tenía coartada alguna para el lapso durante el cual se cometió el delito. El lodo que se encontró en los zapatos de Tyson correspondía, exactamente, con el lodo del arroyo que habría cruzado para llegar a la parte de atrás de la casa. No apareció en su trabajo durante los dos días posteriores al asesinato y, además, cuando lo arrestaron, en su poder tenía una gran cantidad de dinero en efectivo que, según dijo, «había ganado en un juego de póquer».
—Durante la parte del juicio correspondiente a la defensa, realmente empecé a albergar mis dudas sobre el sistema judicial norteamericano. Su abogado convirtió al caso en un problema racial, presentando a Carl Tyson como a un pobre, desafortunado, negro al que se estaba por encarcelar sobre la base de pruebas circunstanciales. El abogado arguyó, de modo enfático, que todo lo que Tyson había hecho ese día de octubre era repartir mercaderías en mi casa. Otra persona, dijo el abogado, algún maniático desconocido, había trepado la cerca de Greenbriar, robado las joyas y después, asesinado a Linda y a las niñas.
—Los dos últimos días del juicio me convencí, mas por la expresión en el rostro de los miembros del jurado que por cualquier otra cosa, que a Tyson lo iban a absolver. Me volví loco de indignación. En mi mente no había la menor duda de que ese joven había cometido el delito. El pensamiento de que pudiera salir libre era intolerable.
—Todos los días, durante el juicio, que duró alrededor de seis semanas, aparecía en el palacio de tribunales con mi pequeño maletín médico. Al principio, los guardias de seguridad revisaban el maletín cada vez que yo entraba pero, después de un tiempo, en particular porque la mayoría de ellos compartía mi aflicción, simplemente me dejaban pasar.
—El fin de semana previo a que terminara el juicio, volé a California, supuestamente para asistir a un seminario médico, pero, en realidad, para comprar en el mercado negro una escopeta que cupiera en mi maletín. Tal como esperaba, el día que se anunciaba el veredicto, los guardias no me hicieron abrir el maletín.
—Cuando se anunció la absolución hubo un alboroto en la sala. Todos los negros de la galena gritaron «hurra». Carl Tyson y su abogado, un tipo judío llamado Irving Bernstein, se abrazaron con fuerza. Yo estaba listo para actuar: abrí el maletín, rápidamente armé la escopeta, salté por encima de la barrera, y maté a ambos, uno con cada cañón.
El doctor Turner inspiró hondo e hizo una pausa.
—Nunca antes admití, ni siquiera ante mí mismo, que lo que hice estuvo mal. Sin embargo, en algún momento durante esta operación a su amigo, el señor Diaba, comprendí con claridad en qué medida mi desafuero emocional envenenó mi alma durante todos estos años… Mi violento acto de venganza no me devolvió ni a mi esposa ni a mis hijas. Ni me hizo feliz, salvo por ese enfermizo placer animal que experimenté en el instante en que supe que tanto Tyson como su abogado iban a morir.
Ahora había lágrimas de contrición en los ojos del doctor Turner. Miró a Ellie.
—Aunque puedo no merecerte, te amo, Ellie Wakefield, y deseo, con toda mi alma, casarme contigo. Espero que me puedas perdonar por lo que hice hace años.
Ellie alzó la vista hacia el doctor Turner y le volvió a apretar la mano.
—Sé muy poco sobre amores —dijo con lentitud—, pues no he tenido experiencia. Pero sí sé que lo que siento cuando pienso en usted es maravilloso. Lo admiro, lo respeto, hasta puede ser que lo ame. Me gustaría hablar con mis padres respecto de esto, claro… pero, doctor Robert Turner, si ellos no ponen objeciones, estaría muy feliz de casarme con usted.