17. OLOR A MIEDO

Se sobrecogió con la visión de la ciudad.

El desierto había invadido las calles y un manto de arena lo cubría todo. Tagana había estudiado el camino más corto y el que consideró menos peligroso. Hasta llegar a la avenida de la Independencia no se encontraron con una resistencia significativa, solo infectados dispersos que los veían pasar sin tiempo para reaccionar.

A medida que se acercaron al puerto la situación empeoró. La avenida estaba repleta de coches vacíos que dificultaban la circulación y ralentizaban la marcha. Cuando llegaron a la plaza Du la cosa se puso fea. Varios cientos de infectados les salieron al paso y tuvieron que barrerlos con las ametralladoras. Se emplearon a fondo, ya veían el mar a través de los parabrisas polvorientos y eso los animó. Tagana permanecía callado, su silencio escondía un temor irracional. Nunca había visto un infectado y, la imagen de aquellos espectros grisáceos y de facciones grotescas, le producía temblores que trataba de controlar agarrando con fuerza el volante.

De las ventanas de los edificios cercanos comenzaron a saltar infectados. Un ruido de cristales rotos lo invadió todo. Ogutu miraba hacia todos lados con el arma en la mano. El convoy continuó la marcha sin detenerse, sorteando el ataque desordenado de cientos de aquellos seres. Tagana intuyó que la situación aún debía de empeorar mucho más antes de alcanzar la meta, y tenía razón. Después de dejar atrás la avenida del Coronel Mellah Alí y superar el paso elevado que desembocaba en el muelle de carga, el panorama que se encontraron fue espeluznante.

Tagana detuvo el convoy y se quedó observando. El barco se veía al fondo, atracado de popa, con la compuerta trasera preparada para abrirse y recibirles. Pero la explanada que los separaba de él estaba ocupada por miles de infectados y sería imposible atravesarla.

—¿Qué hacemos? —preguntó Ogutu.

Meditó con las manos en el volante. Conducía el camión de cabeza, el más pesado y el mejor armado. Había situado a hombres en el techo con ametralladoras y lanzagranadas, pero para salvar los últimos cuatrocientos metros iban a necesitar un milagro, pensó. Un milagro o un sacrificio.

—Camión de cola, responda —ordenó Tagana a través de la radio.

—Aquí el camión de cola, comandante —respondió una voz que sonaba lejana entre un murmullo gutural.

—Necesito que adelanten al convoy y se pongan en cabeza.

—A la orden —contestó el soldado.

Ogutu miró a Tagana sin decir palabra, como hacía siempre que su comandante tomaba decisiones importantes. Los infectados ya los habían detectado y comenzaban a moverse hacia ellos. El camión de cola, con cierta dificultad, logró ponerse en paralelo con el del comandante. Este apagó la radio y bajó la ventanilla, el soldado del otro camión hizo lo mismo.

—Soldado, ¿ve esos contenedores de la izquierda?

El soldado no contestó. Solo observó el lugar alejado del barco y repleto por completo de infestados.

—Quiero que los bordee y luego se dirija al barco —continuó Tagana—. Allí nos encontraremos.

—¿Se refiere a esos contenedores de allí, señor? —dijo con cierto temblor en la voz señalando con el dedo.

—Exacto.

—Pero señor... —no terminó de hablar.

Ogutu intervino haciendo visible la M60 que llevaba entre los brazos.

—¿Algún problema, soldado?

—No, señor —contestó con la garganta seca.

—Entonces a qué está esperando —gritó Tagana sin mirarle a la cara, con la vista puesta en el azul del mar.

 

El soldado aceleró y se dispuso a cumplir las órdenes. El recorrido que debía hacer los alejaba significativamente del barco, y decidió realizarlo en el menor tiempo posible. Nada más entrar en la explanada del muelle, los infectados bascularon en su dirección como un banco de peces. El camión llegó a los contenedores y comenzó a rodearlos; eran muchos y estaban apilados hasta una altura de cinco pisos. Para cuando terminó de hacerlo y volvía a la explanada, ya la masa de seres era tal que no se veía el suelo. El soldado sudaba copiosamente y desprendía un olor que no supo identificar. Erróneamente aceleró y aunque logró hacer saltar por los aires a los primeros infectados, pronto la cantidad de cuerpos fue tan grande que el radiador reventó y las ruedas patinaron sobre el amasijo de carne y sangre.

—¡Fuego a discreción! ¡Fuego a discreción! —gritó abriendo la portezuela que comunicaba con los compañeros que viajaban en la parte trasera, y que se preguntaban qué demonios estaba pasando.

El conductor trató de salir del atolladero dando marcha atrás, y al principio lo consiguió. El eje trasero logró salvar el obstáculo de cuerpos aplastados y por un instante pareció que iban a salir de allí, pero solo fue una ilusión. Los infectados muertos y mutilados eran sustituidos por más y más que llegaban con idéntico frenesí salvaje. Los soldados vaciaban los cargadores de sus armas y colocaban otros tan rápido como podían. Apuntando a bulto perforaban los cuerpos de los infectados que seguían atacando sin inmutarse. El camión volvió a detenerse, esta vez definitivamente. Era tan inmensa la cantidad de cuerpos que rodeaba el camión que el motor se rindió y terminó por calarse.

Los soldados más cercanos al portón trasero fueron los primeros en ser arrastrados hasta la masa y ser devorados. Los que tomaron el relevo dispararon a la desesperada, pero no tardaron en seguirles. Un infectado logró subir al camión, luego otro y otro. En el interior fueron desmembrados y engullidos vivos los que aún quedaban. Todos menos uno que antes se voló la tapa de los sesos.

El conductor escapó por la ventanilla y a duras penas logró subir a la cabina. Desde allí disparó hasta agotar la munición. Tuvo oportunidad (antes de que el incesante bamboleo le hiciera caer) de contemplar cómo el convoy aprovechaba el hueco que los infectados habían dejado, y de esta manera llegaba hasta el barco y desaparecía en su interior. No tuvo tiempo de maldecir a su comandante por mandarlos a una muerte segura. Ni siquiera fue capaz de arrepentirse de nada antes de morir. Ni una corta oración pasó por su cabeza, no había lugar para ella. Solo una imagen, la visión de decenas de brazos disputándose sus entrañas, fue lo único que ocupó los últimos chispazos de su cerebro.

 

Tagana dio la orden de avanzar cuando la horda se disipó persiguiendo al camión de cola. La explanada no se vació del todo, por supuesto, pero se aclaró lo suficiente para que lo intentaran. No pasó de diez kilómetros por hora. Mantuvo una velocidad moderada, la necesaria para abrirse camino sin arriesgarse a producir una avería grave que los detuviera. Ordenó disparar a discreción y, aunque no fue fácil, lograron llegar hasta el barco.

Andrei, el capitán ruso, abrió la compuerta justo a tiempo y la bodega de carga se llenó de vehículos perseguidos por infectados.

Más de cuarenta debieron de ser abatidos en el interior, y seis soldados murieron para conseguirlo.

Tagana no perdió el tiempo. Una vez cerrada la compuerta del barco fue en busca del capitán. Al entrar en el puente de mando encontró a un joven y a un viejo de barbas blancas y gorra marinera. No tuvo dudas.

—Soy el comandante Tagana —se presentó ofreciéndole la mano después de saludar marcial.

—Por fin conocer a comandante. Es un placer —dijo el capitán ruso en un inglés voluntarioso.

—Igualmente.

—Nosotros no esperarles tan pronto.

—Nos hemos dado prisa.

Andrei observó cómo varios hombres armados entraban en el puente y tomaban posiciones con disimulo. No le pareció un comportamiento amistoso, ni la mejor actitud de alguien que se considera invitado, pero no dijo nada. El capitán era un hombre prudente, aunque no ingenuo, y sabía interpretar las señales perfectamente. Llevaba más de treinta años en el mar y pasó por todos los puestos antes de llegar a capitán. Aunque eso fue después de su etapa militar. De joven luchó en Afganistán conduciendo un tanque, el más joven y brillante oficial de su promoción. Hubiera tenido un futuro prometedor en el ejército de no haber desobedecido la orden directa de un superior. A Andrei no le gustaba recordar su pasado militar y pocas veces hablaba de él. Cuando le preguntaban derivaba la conversación hacia otros derroteros o simplemente se callaba; ya tenía bastante con las pesadillas que le asaltaban algunas noches, y con las imágenes de la guerra que se le quedaron impresas a fuego en sus retinas.

Sobre todo las de aquella mañana de hacía treinta y tres años, cerca de Kandahar.

Su pequeña unidad, formada por un pelotón de tanques y vehículos ligeros, perseguía a un grupo de muyahidines que habían atacado a una patrulla rusa. Buscando información entraron en un pueblo. El oficial al mando de su unidad era un capitán duro como la roca y sin corazón. Después de fusilar a varios habitantes del pueblo, por fin consiguió lo que buscaba. Alguien habló y los muyahidines fueron descubiertos escondidos bajo el suelo de una de las casas. Eran cuatro. Muy jóvenes, casi niños, pero valientes como nunca vio. El capitán los interrogó allí mismo, en mitad de la miserable plaza de aquel pueblo polvoriento. Ninguno abrió la boca para delatar a sus compañeros ni indicar sus posiciones, aguantaron la tremenda paliza que les dieron sin soltar un solo lamento. Entonces el capitán ordenó que los ataran al suelo, en fila, y que Andrei con su T-62, los fuera aplastando uno a uno.

Se negó y eso le costó muy caro.

Tras un consejo de guerra pasó dos años en prisión y fue licenciado sin honores. Durante un tiempo deambuló en busca de un trabajo que todos le negaban. Al final lo encontró en un carguero con bandera portuguesa, y dejó la Madre Rusia para siempre. No lamentaba lo que hizo. Nunca se arrepintió de haber contradicho una orden injusta y brutal, pero daría cualquier cosa por olvidar los gritos de aquellos muchachos mientras las cremalleras de acero del T-62 los aplastaban, lentamente, empezando por los pies. Su insubordinación no los salvó. Tuvieron una muerte horrible a manos de otro compañero que probablemente dormiría sin pesadillas.

Aquellos militares ruandeses le trajeron a la memoria esos días funestos, y durante unos segundos su cabeza viajó hasta las arenas del desierto. Cuando regresó tenía una pregunta.

—No entender maniobra de primer camión que separarse de grupo—dijo después de las presentaciones.

—A veces hay que hacer sacrificios, amigo —contestó Tagana.

—La guerra es un lugar peligroso —añadió Ogutu.

El capitán no contestó, prefirió hacer como que no había entendido y se dirigió a su segundo, el antiguo cocinero; un joven polaco alto y delgado de aspecto melancólico que Andrei quería como a un hijo.

—Bazyli, rumbo a Menorca.

—Un momento capitán, ha habido cambio de planes —dijo Tagana—. Se lo explicaré.

 

No puso objeciones a las indicaciones del comandante, pero eso no quería decir que se tragara una sola palabra de lo que le había contado. Trató de disimular todo lo que pudo mientras acomodaba a las mujeres y a los soldados en su barco, y aguantó estoicamente hasta que ya no pudo más. Aprovechando un momento de descuido de los soldados que lo vigilaban, discretamente, se acercó a Bazyli.

—Mienten —dijo en voz baja.

—Lo sé —contestó el joven polaco.

—Cuando puedas trata de contactar con esa fragata y avísales del peligro.

Basyli asintió con la cabeza.

Andrei se retiró a su camarote sin apenas cenar y esperó noticias. A las dos horas sintió unos pasos detrás de la puerta. Esperó. Nadie golpeó. Vio aparecer una hoja de papel por debajo de la puerta. La cogió y leyó.

 

Imposible comunicar con la fragata. Vigilan la radio. Nos vigilan a nosotros. Que Dios nos guarde.

Basyli.

 

Se derrumbó en el camastro hasta que se quedó dormido. Despertó a la media hora, bañado en sudor. De nuevo las pesadillas.