12. ¿NOS HACEMOS UN CINE?

Me desperté sobresaltado y empapado en sudor, con el corazón a mil.

Tardé algunos segundos en ubicarme. Tanteé a oscuras y noté el tacto suave de unas sábanas y la blandura de un colchón, parecía una cama. Poco a poco mis ojos se acostumbraron a la oscuridad y, ayudado por la escasa luz que se filtraba por las rendijas de la persiana, fui capaz de reconocer dónde me encontraba: mi habitación en mi ático de Madrid. Busqué en la mesilla de noche el reloj. Eran las siete y media de la mañana.

Me quedé incorporado, con la espalda apoyada en el cabecero de la cama, tomando conciencia. Todo había sido un sueño.

—¿Qué pasa? —dijo una voz de mujer a mi lado.

Aún estaba conmocionado por lo real de aquel sueño y necesité unos segundos para alejarme de él y volver a la vida verdadera.

—Nada cariño. Una pesadilla.

—¿Has soñado con monstruos? Te has despertado gritando —me preguntó Lola con la voz tibia.

—La verdad es que sí.

—¡Ay mi miedosillo! —dijo poniendo la voz juguetona mientras me abrazaba y me plantaba un beso en la mejilla.

—Joder, ha sido tan real que juraría que todo ha pasado de verdad. ¿Quieres que te lo cuente?

—Claro —me dijo.

Le relaté mi sueño/pesadilla, desde la infección hasta mi muerte en accidente de helicóptero. Un año de pesadilla en un mundo distópico resumido en pocos minutos. Me detuve en algunos acontecimientos, como la vida en el castillo de Manzanares o en la isla de Menorca, otros los omití.

—¿Quién es Eva? —dijo de pronto sacando a colación, como por arte de magia, uno de los que había callado.

—¿Cómo? —pregunté intentando ganar tiempo, sin comprender aún.

—Gritaste su nombre un par de veces.

—Ah, ya recuerdo. Era una enfermera, uno de los personajes de mi sueño —dije sin darle importancia. A nadie le sienta bien que su pareja elija a un personaje de ficción para vivir una aventura en sueños, por muy peligrosa y desagradable que esta sea.

—¿Y era guapa?

—No recuerdo muy bien, normal supongo.

—Va a ser la última vez que te quedas a ver una película de miedo por la noche —musitó mientras aventuraba una mano dentro de mis calzoncillos, poniendo voz de niña e intención pícara.

Después de darme una ducha desayuné con Lola en la cocina viendo el telediario. Hablaron de otro político que daba con sus huesos en la cárcel y del descenso milagroso del paro, dos buenas noticias sin duda. No me terminaba de quitar la sensación de la noche, aún me parecía estar dentro de aquella pesadilla. Me extrañaba que todo funcionara: la luz, la tele, internet, el agua caliente. Salí a la terraza con el vaso de zumo en una mano y el primer cigarro del día en la otra. Fue maravilloso descubrir la ciudad repleta de gente, escuchar el ruido de los coches al pasar, ver las luces de los semáforos. La vida desparramada por todos los sitios era un espectáculo que a fuerza de contemplar a diario había dejado de apreciar. Lola me abrazó por detrás y me dio un beso en el cuello. Debió ponerse de puntillas para hacerlo. Imaginé sus pantorrillas tensándose y noté sus pechos contra mi espalda.

De pronto me pareció ver algo. Aún no había amanecido del todo y en el edificio de enfrente, al otro lado de la M30, en la ventana del quinto piso, distinguí un destello. Una luz que se encendía y se apagaba.

—Vamos, vístete, que llegamos tarde —dijo Lola mientras se metía en la casa.

—Vale —respondí girándome un poco—. Ya voy.

Cuando volví a mirar la luz había desaparecido.

Me puse elegante para no desentonar con Lola que iba increíble. Un vestido verde pistacho, zapatos de tacón negro y complementos caros adornaban una anatomía más propia de una actriz que de una escritora de cuentos.

—Estás preciosa.

—Tú tampoco estás mal —respondió.

Era principios de diciembre y aunque no hacía un frío excesivo nos colocamos sendos abrigos de paño de calidad para completar el conjunto perfecto que definiera una pareja de éxito.

En el ascensor nos encontramos a Manuel, el vecino de abajo, un profesor de literatura “bujarrón” y sesentón muy dado a la charla.

—¿Vais a la presentación del libro? —preguntó nada más vernos.

—Así es —respondió Lola.

—Siento no poder ir, me hubiera encantado, pero no puedo faltar a clase. Estamos de exámenes.

—No te preocupes, habrá más libros. Esperemos… —dije.

—Claro, claro, sin duda. Por cierto, cuando tengáis un rato me gustaría que pasarais por casa. Quiero enseñaros mi colección de antigüedades.

—¿Qué coleccionas? ¿Libros, fósiles, sellos…? —preguntó Lola.

—No, qué va, nada de eso. Me gusta el medievo. Tengo algunas armas: dagas, hachas, mazas, espadas… Un poco de todo.

—Vale, cualquier día de estos nos pasamos. ¿Verdad, Carlos? —dijo Lola.

Asentí con la cabeza, no pude despegar los labios.

La puerta del ascensor se abrió y salimos al garaje los tres. Nos despedimos de Manuel y fuimos hacia mi coche. En un rincón, disfrutando de una buena plaza, descansaba mi flamante BMW todoterreno de 300 caballos. La luz de los fluorescentes sacó reflejos de la brillante carrocería negra. Lola se metió enseguida. Yo estuve unos instantes contemplándolo, dejando resbalar mis dedos por el metal.

Ya en la calle me coloqué las gafas de sol, aunque aún no eran necesarias, y metí un CD de música. Dudé un instante entre las rancheras de José Alfredo Jiménez y la salsa intelectual de Rubén Blades.

—Buena elección —dijo Lola acariciándome la nuca.

—Nos dará suerte, ya lo verás —y comencé a tararear Pedro Navaja mientras las imágenes de la noche se disolvían dejando vagos retazos en mi cabeza.

La editorial había alquilado el salón principal del Hotel Palace y montado un evento de categoría. Lola era su escritora estrella, un fenómeno editorial que vendía tantos libros para niños y adolescentes como J.K. Rowling y Stephenie Meyer juntas, y no escatimaban en gastos con ella. Presentaba su última novela, una historia que mezclaba amor y desamor adolescente a partes iguales, y aventuras a tutiplén. Una garantía de éxito, vamos. El libro no llevaba ilustraciones, pero Lola utilizó su influencia para que yo hiciera la portada. Combiné imágenes reales con dibujos míos y la verdad es que quedó bastante bien.

Primero estuvimos en una gran sala con mesa de ponentes para la presentación. Estaban acreditados periodistas de todos los medios, artistas de cine, teatro, televisión y algún que otro político con pátina de intelectual. El maestro de ceremonias era un afamado escritor, último Premio Planeta, que además había sido el autor del prólogo del libro. Lola estuvo brillante contestando a todas las preguntas y el tono distendido se fue generalizando hasta terminar en una especie de tertulia o coloquio intelectual, pero desenfadado. Lola quiso que me sentara junto a ella, yo no quise. Ser solo el autor de la portada no lo merecía.

De allí pasamos a otro salón donde se disponía al ágape. El catering lo servía el propio hotel y no faltaba de nada. Como no conocía a casi nadie me limitaba a acompañar a Lola mientras departía con unos y otros. De vez en cuando hacía alguna observación banal y punto. Lo que sí hice fue comer. Empecé tomándome unas cuantas cucharillas de crema de bogavante, seguí con los pinchos de setas de cardo con langostinos y continué con los vol au vent de huevos revueltos con trufa, de estos últimos me zampé cuatro o cinco, estaban deliciosos. De ahí pase a la siguiente liga y ataqué las bandejas donde humeaban las carnes. Seleccioné cuidadosamente, y después de probarlas todas me decidí por el gamo a la austriaca y me metí entre pecho y espalda media docena de pinchos. Para bajarlo todo tenía a mi alcance los mejores caldos y alterné entre los blancos y los tintos, pasando por los rosados, igual que si estuviera en una cata; solo que no daba un sorbito de cada copa, claro. Al cabo de una hora más o menos aparecieron los postres. Me procuré entonces una copa de coñac y me cepillé dos macedonias, tres tocinitos de cielo y un número indeterminado de sorbetes de limón bien cargados de cava que estaban deliciosos. Tanta bebida me puso una nube en la cabeza y un balón en la vejiga. Cuando no pude aguantar más me escabullí y pregunté a un empleado del hotel por el baño más cercano. Era martes y aparte de los invitados al evento el hotel estaba bastante vacío. Salí del salón y recorrí el largo pasillo que me habían indicado, luego torcí a la derecha y salvé otro pasillo hasta que llegué a los baños. Cuando fui a abrir la puerta no pude, estaba cerrada con llave. Me cagué en todos los muertos del empleado, y me disponía a volver para cantarle las cuarenta cuando alguien me agarró por detrás retorciéndome el brazo.

—Quietecito y no te pasará nada —me dijo muy cerca de la oreja—. Andando.

Por la voz parecía un hombre joven. Me empujó levemente obligándome a meterme en el pasillo que salía a la izquierda. Mientras caminaba mi cabeza iba barajando todas las posibilidades. ¿Sería un atraco? ¿Un secuestro? ¿Una venganza? Busqué enemigos, pero la verdad es que no encontré a ninguno. Lo que sí estaba claro, y fue a la conclusión a la que llegué, era que aquel tipo iba en serio. Parecía tranquilo y metódico. Hablaba poco. Daba la sensación de saber lo que hacía. Subimos unas escaleras y salimos a otro pasillo, este algo más ancho. En mitad de él vi un carro de la limpieza. Me esperancé con la idea de que alguna persona del servicio nos viera, pero cuando llegamos a su altura allí no había nadie.

—¿Dónde me llevas? —pregunté.

—Ya queda poco.

—¿Qué quieres de mí?

No contestó y eso me preocupó aún más. La gente no habla con muertos y los profesionales evitan charlar con aquellos a los que van a liquidar. De pronto tomé una decisión desesperada. Apoyado junto al carro de la limpieza había una mopa.

Era mi oportunidad.

Lancé una patada hacia atrás que impactó en su espinilla. El tipo dio un grito y aflojó la presión sobre mi brazo. Aproveché para soltarme. Pise la mopa y de un tirón la separé del palo que era de madera y parecía robusto. En mitad del pasillo me puse en guardia. El tipo estaba agachado, masajeándose la pierna magullada. Por la ventana del fondo entraba un sol intenso y el contraluz impedía que viera su rostro.

—Si te resistes será peor —dijo y se vino hacia mí.

El sol desapareció de golpe, como si una nube oscura de tormenta lo ocultara, y quedamos casi a oscuras. Apenas lo distinguía. La escasa luz que se filtraba por la ventana del fondo permitió que me hiciera una idea de con quién me las trataba. Era de mi altura más o menos, de aspecto atlético, joven y con el pelo largo. Me pareció confiado en sus posibilidades de lucha y de eso me aproveché. Cuando estuvo suficientemente cerca descargué un impacto directo a su estómago que lo detuvo en seco, luego armé el golpe definitivo. Agarré firme el palo por un extremo con ambas manos, me lo llevé detrás de la cabeza igual que un bateador, afiancé bien las piernas en el suelo con la izquierda algo más adelantada, y le propiné un golpe tremendo entre la mandíbula y el cuello. El palo se rompió al tiempo que el tipo caía contra la pared. Luego resbaló hasta quedar inmóvil en el suelo.

No me paré a pensar, eso es mortal la mayoría de las veces. Actué y rápido, podía haber más compinches cerca. Primaba salir pitando. Salté el cuerpo caído y desanduve a la carrera el camino en dirección al salón. Me detuve cuando escuché el murmullo de los invitados, estaba a salvo. Antes de doblar el último recodo me di cuenta que temblaba, sudaba copiosamente y además sentía la vejiga a punto de estallar. Si no meaba de inmediato reventaría igual que un globo lleno de agua. Sobre un bonito mueble de madera encontré la solución. Miré a un lado y a otro, cogí el jarrón, aparté un poco las flores y apunté bien.

Volví al salón dispuesto a contar lo ocurrido, con la intención de hablar con el director del hotel y sobre todo de avisar a la policía, pero cuando observé la cara de felicidad de Lola y todo lo que ello supondría sopesé la idea. Después de todo, aquel tipo quizá no fuese más que un ratero de tres al cuarto que intentaba quitarme la cartera, un don nadie que probablemente ya estaría lejos para cuando llegara la policía. En definitiva arruinaría el gran momento de Lola y no conseguiría nada. Me tranquilicé, recompuse mi ropa, tomé un par de copas y decidí pasar página.

Al llegar la esperada firma de libros en el hall principal del hotel, ya estaba tan bebido que el asunto del atracador no era más que un recuerdo. Lola se sentó en una mesa rodeada de montones de libros. Un cartel de dos metros informaba del horario de firmas compartiendo espacio con una foto suya y otra de la portada del libro. La cola de gente que esperaba era inmensa y salía hasta la calle. Me sorprendió comprobar que la mayoría eran personas de mediana edad. Hombres y mujeres con sus libros en la mano esperaban pacientemente para departir unos segundos con su autora preferida. Lola estaba exultante, era comprensible.

De pronto algo me llamó la atención. Casi al final de la cola, junto a la puerta de salida, me pareció ver una niña. Estaba detrás de un hombre de unos cincuenta años que llevaba un abrigo doblado sobre el brazo y la ocultaba parcialmente. A pesar de todo distinguí su pelo rubio y una mochila verde que colgaba de su brazo delgado y blanco como la nieve.

—Parece que no todos los que han venido son adultos. Allí hay un seguidor tuyo que aún va a la escuela —dije a Lola al oído, con ironía. Ella levantó la cabeza del libro que estaba firmando y buscó.

—¿Dónde?

—Al final, cerca de la puerta. Parece una niña —indiqué.

—Yo no veo ninguna niña. Ponte gafas por favor —dijo socarrona.

—Sí. Está… —comencé a decir, pero me detuve. Ya no estaba.

La busqué por el hall. Fue inútil. La niña había desaparecido. La verdad es que tenía un “puntito” importante y lo dejé correr sin darle mayor importancia.

Dos horas más tarde terminó la firma de ejemplares. Todos estaban contentísimos por el éxito de la presentación. Las despedidas se alargaron más de lo que me hubiera gustado, hasta que al final solo quedamos los íntimos: Lola, su agente literario, la directora de la editorial y yo. Propusieron rematar el día tomando una copa en un lugar de moda. Andaba justito de fuerzas y, con un gesto sutil y un apretón en el brazo, le indiqué a Lola que yo ya tenía suficiente.

—¿Quieres que nos vayamos? —susurró en un tono brusco, de sorpresa.

—Estoy para el arrastre, pero ve tú. Discúlpame con cualquier excusa.

—Vas a venir con nosotros y punto. Solo será una copa —resolvió y acepté con una inclinación de cabeza.

El local no estaba lejos, a un par de manzanas. Eran más de las cuatro cuando traspasamos las puertas de aquel templo de la modernidad. Poca luz, decoración exquisita, música suave. El lugar perfecto para los negocios y el amor, ambas cosas son a veces lo mismo. Me sorprendí de la facilidad que tuve para desconectar de las conversaciones. Con un gin-tonic en la mano me convertí en el oyente ideal sin escuchar absolutamente nada. Mi atención se dispersaba por el local, observando a los que allí había y dejando aislado, como en una burbuja de ignorancia, a mi grupo. Por ese motivo fui el único que vi cómo un hombre se desmayaba y caía al suelo igual que un fardo. Primero había dejado el vaso sobre la mesa precipitadamente, luego se agarró a la barra y finalmente se derrumbó. Estaba solo y nadie pareció percatarse del patatús que había sufrido. Sin decir nada dejé el gin-tonic en el pulido mármol de la barra y me dirigí hacia él. Cuando llegué ya otro tipo estaba agachado. Entre los dos lo incorporamos un poco y lo dejamos apoyado contra una pared, sin atrevernos a levantarle.

—Déjenme sitio, soy enfermera.

La voz provenía de una joven alta que, sin miramientos, nos echó a un lado y se inclinó sobre el enfermo. Miré su espalda. Llevaba un vestido azul ajustado que dejaba al aire una espalda morena y musculosa. El pelo liso y negro cortado a media melena se bamboleaba igual que unas cortinas. Aquella joven sabía lo que se hacía. Le tomó el pulso, comprobó su respiración y sin volverse resolvió con profesionalidad.

—Que alguien llame a una ambulancia de inmediato. A este hombre le ha dado un infarto.

Como allí ya no pintaba nada volví con mi grupo y con un motivo de conversación. Busqué a aquella enfermera, pero ya no estaba. Me quedé con ganas de verla de frente, tenía muy buena pinta. Esperamos hasta que llegaran los sanitarios, por ese impulso morboso que provocan las ambulancias, y luego salimos del local. Nos despedimos en la puerta y por fin, Lola y yo, nos quedamos solos.

—¿Te has aburrido mucho?

—Ya sabes que yo no soy de relaciones sociales —contesté.

—Lo sé.

—¿Te apetece que nos hagamos un cine?

—¿Ahora?

—¿Cuánto hace que no lo hacemos? Salir una tarde y sentarnos tranquilamente a ver una película en pantalla grande.

—Bastante —respondió después de pensar un poco.

—Vamos. Hay un cine cerca y ponen la última de Amenábar.

Cuando quiso darse cuenta la tenía frente a las taquillas y no pudo negarse. Saqué dos entradas centradas, en la quinta fila. Necesitaba como agua de mayo ese momento íntimo; a oscuras, frente a frente con el séptimo arte que para mí era el primero.

—De qué va —me preguntó Lola.

—Se titula “Largo recorrido”, y trata sobre un tren que entra en un túnel y no termina de salir.

—¿Es de miedo?

—Ni idea, supongo que algo de eso habrá. Las críticas la ponían por las nubes —contesté al tiempo que se apagaban las luces y se iluminaba la pantalla.

Me arrellané en la butaca soltando un suspiro que se oyó en la última fila y que contenía todo un día de pensamientos contradictorios.

La película comenzó en una estación de tren. Exterior día. Primera hora de la mañana. Mucha gente caminando de aquí para allá. La cámara sobrevuela la estación y va a centrarse en una pareja de jóvenes. Ella rubia y delgada, él alto y moreno. Van vestidos con ropa informal y llevan mochilas. Se besan y juguetean. Parecen dos enamorados de viaje de vacaciones o de fin de semana. La cámara los deja y comienza de nuevo su periplo a gran altura. Después de un par de giros y piruetas la “cabeza caliente” parece encontrar su objetivo y planea hasta él. Se trata de…

—Si mueves un músculo te dejo seco aquí mismo.

Susurró una voz a mi oído. Provenía de alguien sentado en la fila de atrás. Al tiempo me presionaba en la nuca con algo frío y metálico que parecía una pistola.

—Dile a tu chica que debes salir al baño. Y recuerda, si intentas algo os mato a los dos.

No me giré para mirar, por supuesto, pero la voz me resultó familiar. Sin duda era el mismo tipo que me atacó en el hotel.

—Voy un momento al baño —dije a Lola.

—¿Ahora?

—Algo que he comido me ha sentado mal —contesté y me levanté.

—¿Quieres que te acompañe? —dijo algo preocupada.

—No, tú entérate de la película y luego me la cuentas. Lo que tengo que hacer creo que podré hacerlo yo solo.

El cine estaba casi vacío. No conté más de diez o doce espectadores mientras abandonaba la sala. El tipo me seguía de cerca, un metro por detrás. Maldije no haber denunciado el hecho del hotel a la policía. Sin duda el asunto no fue ocasional, no se trataba de un ladronzuelo de tres al cuarto en busca de mi reloj y mi cartera. Aquel tipo quería algo de mí y urgente. Salimos al hall, la luz fluorescente me molestó y entroné los ojos. Solo vi a una empleada atendiendo el mostrador de las palomitas y la bebida. La busqué con la mirada, pero estaba trajinando y no me prestó atención.

—Vamos, ve hacia la puerta —me instó el desconocido clavándome en las costillas el arma.

—¿Quién eres?

—Vaya, tiene gracia que me lo preguntes.

No entendía nada.

—Date la vuelta y mírame —dijo de pronto.

Me quedé paralizado y mil películas policíacas pasaron por mi cabeza diciendo todas lo mismo: si ves su cara estás muerto.

—No te vas a girar, ¿verdad? —masculló.

Negué con la cabeza. Salimos a la calle, no pasaba nadie. Había oscurecido y la luz amarillenta de las farolas se reflejaba en el asfalto húmedo, acababa de llover. Me condujo hasta una furgoneta aparcada junto a la acera. De ella salieron dos personas, una alta, la otra bajita, y se quedaron frente a nosotros.

—Bueno, ¿no dices nada? —preguntó la más alta. Era una mujer.

No contesté. ¿Qué podía decir? No entendía nada de lo que me estaba pasando.

—Vamos encapuchadas, ¿verdad? —preguntó la más bajita con voz infantil.

—Así es —contestó el tipo que tenía detrás.

—¡Joder! —exclamó la más alta.

—Creo que no habrá más remedio que… —dijo el tipo suspendiendo la frase.

—Vale, pero no le des muy fuerte —contestó la mujer.

Y de inmediato noté un golpe en la cabeza, un mazazo que hizo estallar en mi cerebro miles de fuegos artificiales. Una inmensa luz me cegó y luego la oscuridad.

 

—Parece que despierta.

—Sí, ya era hora.

—Le pegaste duro

—Normal.

—Le diste muy fuerte.

—Es posible. Mira, ya abre los ojos.

La oscuridad era absoluta. La cabeza me dolía y no podía moverme. Estaba sentado y atado a una silla.

—¡Qué cabrón! Ha apagado la luz —dijo la voz de hombre.

—Ya la enciendo yo —dijo la voz de niña.

La bombilla desnuda que colgaba del techo me cegó. Tardé unos segundos en tomar conciencia de dónde estaba. Me habían llevado a un cuarto mugriento sin apenas muebles, cuyas paredes y techos se caían a trozos y el suelo de madera estaba podrido. Vi dos puertas, una a cada lado de mí, y enfrente…

¡No daba crédito a lo que veía: Julián, Eva y Luna, los personajes de mi pesadilla apocalíptica, en carne y hueso!

—Por fin. Parece que ya nos ha visto —dijo Julián.

—Hola Carlos, ¿cómo te encuentras? —me saludó Luna

Callé.

—Está confundido —intervino finalmente mi amor y heroína imaginaria: Eva.

No era capaz de despegar los labios. El tipo aquel me había golpeado en la puerta del cine y, sin duda, había vuelto a recrear la pesadilla de la noche. Sin duda estaba soñando, aunque pareciera tan real…

—No, no estás soñando. Somos reales capullín —dijo Julián adivinando mis pensamientos.

—Bueno, eso no es exacto del todo —replicó Luna.

—Vale, pues explícaselo tú, que yo no sé por dónde empezar.

—Lo haré yo —intervino Eva.

Iban vestidos como en mi pesadilla, igual. Incluso llevaban sus armas. No podía evitar sentir el cariño y el amor que les tenía en mi sueño. Experimentaba una sensación tan auténtica que me costaba respirar. Aquello era una locura.

—Carlos —dijo Eva acercándose—. Sí, estás soñando, llevas todo el día haciéndolo.

—¿Qué? —pregunté. Mi voz sonó lejana, como si no saliera de mí.

—Tuviste un accidente de helicóptero y probablemente estés herido, inconsciente o en coma. El apocalipsis no lo has soñado, es real, y nosotros también, aunque ahora solo seamos una proyección de tu subconsciente —dijo Eva y se apoyó en una pared. No podía dejar de mirar sus ojos verdes.

—No entiende nada, ¿no le veis con la boca abierta? —intervino Luna—. Dejadme a mí.

—Claro, todo tuyo —dijo Julián mientras manoseaba su escopeta.

—Carlos, tu mente se ha disgregado. Por algún extraño mecanismo de autodefensa una parte de ti ha creado un mundo ideal en el que todo sigue como antes de la pandemia, mientras que la otra intenta despertarte para que vuelvas a la realidad. Creemos que el primer camino, el de la vida dulce y perfecta, te llevará irremisiblemente a la muerte, por eso tu parte consciente nos ha creado, para que te traigamos de vuelta.

—¿Me estás diciendo que mi vida no es verdadera? ¿Que me la he inventado? ¿Y que lo real es un mundo lleno de infectados caníbales? —pregunté mientras notaba palpitar la zona donde Julián me había golpeado.

—Exacto.

—Vosotros estáis locos.

—Ya os dije que no sería fácil —dijo Julián.

—Tu “yo” consciente intenta despertarte, pero tu “yo” inconsciente se niega. Se agarra desesperadamente a la fantasía. Por eso nos creaste, para que te ayudáramos. Pero no ha sido fácil hacerlo —prosiguió Eva—. Llevamos todo el día intentando que nos vieras. ¿Recuerdas las señales de luz que viste desde la terraza de tu ático? Era yo. Y también la enfermera que atendió a aquel tipo en el bar. Me puse bien guapa para que me miraras, pero tu “yo” inconsciente lo evitó.

—Yo era el tipo del hotel al que tu “yo” cobardica apaleó. Joder, ¿no te pareció extraño que se fuese la luz justo cuando ibas a verme la cara? —dijo Julián.

—A mí me evitaste en la firma de libros, tu “yo” inconsciente se las apañó para ocultarme —añadió Luna.

—Aprendiste código Morse en tu ático, los primeros días de la infección, para poder hablar conmigo. Piensa. Recuerda lo que te dije esta mañana —intervino Eva.

—¡No sé Morse! ¡Solo vi unos destellos! ¡Nada más! —grité. Me estaban volviendo loco.

Eché la cabeza para atrás y cerré los ojos. No creía una sola palabra de lo que me decían. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué querían de mí? Todo era tan absurdo.

—Un momento. ¡Ya lo tengo! —dijo de pronto Luna—. Esta mañana, desayunando, viste la televisión.

¿Cómo podían saber eso? ¿Tenían pinchada mi casa?

—¿Recuerdas las noticias?

Asentí con la cabeza. No sé cómo era posible que fueran los mismos de mi pesadilla. Quizá llevaban tiempo siguiéndome, los había visto en alguna ocasión y mi mente hizo el resto. Sin duda tenía que haber una explicación lógica para toda esta locura.

—¿Políticos en la cárcel por corrupción y descenso espectacular del paro? Vamos, ¿no te extrañó eso? —concluyó Luna.

No contesté.

—¿Una escritora española desbancando en ventas a Harry Potter y Crepúsculo juntos? ¡Venga ya! —añadió Eva.

—Y lo del cine, ¿qué me dices? —intervino Julián—. Ahí se te fue la olla total. Te has inventado hasta una película, “Largo recorrido”. Joder, mira en la Wikipedia.

Julián se acercó, me puso delante un móvil, y pude leer la filmografía completa de Amenábar.

1992 - La extraña obsesión del Doctor Morbius (cortometraje)

1992 - Himenóptero (cortometraje)

1994 - Luna (cortometraje)

1996 - Tesis

1997 - Abre los ojos

2001 - Los otros

2004 - Mar adentro

2009 - Ágora

2013 - Me encanta (I love it) videoclip de Nancys Rubias

2015 - Regression

—Lo ves capullín. “Largo recorrido” no existe —dijo Julián quitándome el teléfono de la vista de malos modos.

—¿Qué queréis de mí? —supliqué.

—Uf, es desesperante —bufó Julián.

—Ya te lo hemos dicho. Que tomes conciencia y despiertes. Si no lo haces morirás —intervino Eva—. La verdad es que igual te lo merecías después de lo rápido que te has olvidado de mí y te has liado con esa tal Lola.

Estaba dispuesto a seguirles la corriente si con ello salía de aquel lío.

—Bien, supongamos que os creo. Supongamos que sois lo que decís: personajes reales en un mundo apocalíptico que mi mente ha introducido en un sueño para sacarme de un mundo perfecto, pero irreal, en el que moriré si no despierto —me costó no reírme al decirlo.

—Así es —dijo Luna.

—¿Y qué debería hacer para salvarme?

—Solo tienes que convencerte y con ello derrotar a tu “yo” inconsciente —intervino Eva.

—¿Y cómo se supone que debo hacerlo?

—Tomando una decisión que lo demuestre —continuó Eva—. Desátalo.

—¿Estás segura?

—Hazlo.

Julián cortó las ligaduras que me ataban a la silla y luego se alejó para terminar apoyado contra la pared.

—¿Y ahora? —pregunté.

—¿Ves esas dos puertas? —intervino Luna—. Si sales por la de la derecha volverás a tu vida de fantasía, continuarás con tu sueño feliz hasta que tu cuerpo en la vida real muera. Si escoges la de la izquierda despertarás en un mundo terrible, pero verdadero, y vivirás.

—No me lo puedo creer. Me estáis planteando un dilema al estilo Matrix. Habéis cambiado las pastillas de colores por las puertas, pero por lo demás es igual. ¿No os da vergüenza? —dije verdaderamente indignado.

—Oye, tú sabrás. Nosotros somos producto de tu “yo” consciente, una recreación. Los diálogos son tuyos también —dijo Julián dando un golpe contra la pared—. Si yo fuera real ya le habría soltado dos hostias que le quitarían la tontería de golpe —añadió en voz baja, al oído de Eva.

—No te sorprendas por la elección, Carlos. Tú siempre echas mano de referencias cinematográficas cuando te quedas en blanco y necesitas ayuda —comentó Luna con voz de resabida.

—¿Decís que haga lo que haga vosotros no intervendréis? ¿Que me podré ir? —pregunté mientras me levantaba.

—Sí, la decisión debe de ser tuya —dijo Eva y comenzó a golpear con una bala la vieja mesa de madera desvencijada en que se apoyaba.

—Vale —concluí deseando salir de allí, volver a mi vida y olvidar a esos locos lo antes posible.

Permanecieron quietos mientras me alejaba en dirección a la puerta de la derecha. Eva continuaba golpeando la mesa. No eran golpes al azar sino que seguían un patrón que se repetía con una cadencia precisa. Tomé el pomo y lo giré. La puerta comenzó a crujir al tiempo que se abría.

De pronto sentí algo extraño en mi cabeza, como un fogonazo, y los golpes se convirtieron en puntos y rayas. ¡Era código Morse! No podía explicarlo, pero mi mente empezó a descodificar esos signos sencillos transformándolos en letras, y las letras en palabras... ¡Y decían lo mismo que los destellos que había visto esa mañana!

Me giré y miré a Eva. Algo vio en mi mirada porque dejó de golpear. El silencio invadió la habitación.

—“Te amo. Despierta” —traduje. Ella asintió y sonrió hasta que sus preciosos ojos verdes desaparecieron convertidos en rayitas deliciosas. Y tras un giño dijo:

—Bueno, creo que ya lo tienes claro, ¿no?

Y efectivamente lo tenía.

De pronto todos desaparecieron, justo en el instante en que traspasaba la puerta de la izquierda y me adentraba en una oscuridad fría y húmeda que me encogió el alma.