11
Lady Drayton estaba sentada en la cama del dormitorio de su hija, observando cómo se secaba Diana los cabellos con una toalla de baño. La joven llevaba una bata china, con dragones bordados. En las paredes pendían algunas de sus pinturas «juveniles», como altivamente las llamaba ahora: un flojo y torcido grupo circense, no tan bueno como los de Picasso; una silla con asiento de caña, según el estilo de Van Gogh; una naturaleza muerta a base de periódicos, botellas de vino y unas naranjas deformadas y que parecían llorar a causa de un color mortecino; flores de colores imposibles.
—Todos hablaban de ozono, —dijo Lady Drayton—, de rastros de pescado en el salón, de brujería, y de lo que iban a hacer para remediarlo. Era el equivalente femenino del agotamiento, y tu padre no paraba de sacudirme y de decirme que bajase, para acabar de asustarme. Yo sólo quería estar en la cama y que me dejasen en paz con mis preocupaciones.
—Lo siento, —dijo Diana—. He sido mala.
—Si pudiese volver atrás, —dijo Lady Drayton—, lo pensaría dos veces antes de tener una hija única. Supongo que yo tengo la culpa, por haberte mimado tanto. Has campado por tus respetos demasiado a menudo. Creo que hasta tú puedes darte cuenta de ello.
—Ésta ha sido la última vez.
Diana empezó a cepillarse el cabello.
—Yo tuve la culpa, —dijo Lady Drayton—, al fomentar una especie de afecto de hermana por Ambrose, al convertir a éste en una especie de hermano visitante confeccionado. El hermano no es nunca el que manda. Esto tenía que ocurrir forzosamente. En cierto modo, era difícil luchar contra tu Julia. Tú necesitabas una mano firme que te guíe, pero no esa clase de mano firme. ¿Estabas tan ciega que no veías lo que era ella?
—Creo que lo sabía, —dijo Diana—, pero no parecía tener importancia.
—Parece que ahora la tiene.
—Supongo que sí. Si quieres un principio masculino, tienes que buscarlo en un cuerpo masculino, o al menos en el de un macho. Cosas pequeñas pueden derrumbar un edificio —dijo Diana—. La menor presión puede matar, si sabes dónde aplicarla. Lo que ocurrió anoche fue una pequeñez.
—Todavía no me has dicho lo que ocurrió anoche, —dijo Lady Drayton—. ¿Cómo te pusiste la ropa en este estado?
—Ahora te lo diré —dijo Diana, sentándose en el único sillón del dormitorio. Olía agradablemente a cabellos húmedos y limpios—. Sucedió algo muy fuera de lo corriente. No habíamos rodado mucho por la carretera de Londres cuando tuvimos un pinchazo. Y ahora que lo pienso, la causa del pinchazo fue bastante extraordinaria. Había una especie de dardo clavado en el neumático, en realidad no era un dardo, sino una especie de flecha. De todos modos, esto no tiene importancia. Naturalmente, teníamos que cambiar el neumático. Julia puso manos a la obra, o intentó hacerlo y, ¿sabes?, fue algo realmente lastimoso. La concha de autosuficiencia masculina pareció fundirse como cera. Jamás había visto un ejemplo tan elocuente de impotencia, de palpitante femineidad. Hubiérase dicho que no sabía qué hacer con sus manos. Entonces pensé en Ambrose. Sé que es ingeniero y que no es justo hacer estas comparaciones. Pero, encalladas en la carretera como estábamos, sin otro coche a la vista, la noche se cerró a mi alrededor como una cárcel y se abrió después en un desierto. Y de pronto, deseé la fuerza de alguien, y pensé en Ambrose. Me pareció que esta noche le veía por primera vez. Le vi como hombre, como una montaña, mientras Julia se licuaba en un arroyo. Eché a correr como impulsada por el histerismo, hasta que no pude oír la voz de Julia que me gritaba que volviese. Entonces estallaron rayos y truenos sobre mi cabeza y empezó a llover. Seguí corriendo y pude oír a Julia que trataba de correr detrás de mí. Pero no puede correr. Es una gran bebedora de whisky y fuma demasiado. Jadeaba detrás de mí, pero pronto tuvo que renunciar a la persecución. Saca a Julia del mundo alfombrado y brillantemente alumbrado, que es el suyo, y se convierte en un ser realmente patético. Eso fue lo que sentí entonces. Eso es lo que siento ahora. En todo caso, abandoné la carretera de Londres y seguí andando. Pronto tuve ocasión de levantar el pulgar. Un camión se detuvo y me trajo hasta el pueblo. Después hice a pie el resto del trayecto.
—Te dije una vez, —dijo Lady Drayton—, te dije mil veces que no debías aceptar que un desconocido te llevase en su vehículo. Nunca se sabe lo que puede pasar.
—El conductor era muy amable, —dijo Diana—, y muy intelectual. Habló de Andrè Gide y Marcel Proust. Me dijo que había sido maestro de escuela, pero que ahora estaba tratando de progresar.
—En fin, —suspiró Lady Drayton—, estás en tu casa, por lo que deberíamos estarle agradecidos. Tu padre estaba realmente preocupado por las toneladas de comida que no se iban a consumir y por todo aquel vino. Dudaba de su capacidad para engullirlo todo. Además, estaba la perspectiva de devolver todos los regalos. Dios mío, Dios mío, Dios mío.
—Bueno. —Diana parecía cansada y no particularmente feliz—. El muelle fue sujeto, —dijo—, sólo para ser soltado de nuevo. Los parientes que duermen y los fotógrafos de la Prensa pueden estar seguros de que el día de mañana les traerá lo que esperan: campanas, ramos de flores y todo lo demás. Por lo que a mí respecta, el futuro, en forma de una cama desconocida en un hotel desconocido, está esperando su iniciación. El gran cañón ha fallado el disparo. Me siento un poco desinflada.
—Eres como tu padre, —dijo Lady Drayton—. Vives en una habitación llena de espejos. Tal vez has olvidado que se necesitan dos para una boda. Sin duda Ambrose se alegraría de saber que has vuelto.
—Jack ha ido a ver a Ambrose. Parece que se ha quedado a dormir aquí esta noche por alguna razón. —Adoptó un acento duro y vengativo—. Tengo un par de cosas que decirle. Es de suponer que su cerebro volador, impulsado por el coñac, haya aterrizado ya a estas horas. Esta noche estaba completamente borracho, asquerosamente borracho. Dijo algunas cosas…, o mejor dicho, el achispado orador que hablaba por él dijo algunas cosas que posiblemente ha olvidado. Pero yo se las recordaré. Oh, sí. No quiero que piense que he vuelto arrastrándome a él, como una mujercita sumisa, atemorizada por una laringe más poderosa. Oh, no.
—Por el amor de Dios, —le suplicó Lady Drayton—, no inicies una riña. Habrá tiempo bastante para ello: tenéis toda la vida por delante. Dejad que vuestros agravios maduren; guardad en barricas vuestras ofensas (reales o imaginarias) para su futura decantación. Así no os faltará nunca algo con que entreteneros durante las largas veladas de invierno. Ahora estáis en el principio del verano y, habiendo dado a la savia una ocasión de ascender, es justo que dejéis que la miel empiece a manar. Como te decía, sobrará tiempo para la acritud, cuando la leche siga a la miel.
—Soy casi una esposa, —dijo Diana—. Y el primer deber de una esposa es enseñar a su marido a mantenerse en su sitio. Severa hija de la voz de Dios, debo cumplir mi deber.
—Haz lo que quieras. —Lady Drayton bostezó—. Vaya una hija que he criado. No puedo decir que envidie a Ambrose. Sin embargo, él es un hombre, y los hombres no sienten lo mismo que las mujeres acerca de las mujeres. Ahora me voy a la cama. Buenas noches y que Dios te bendiga. No te quedes hasta muy tarde con Ambrose, y no os mostréis demasiado duros uno con otro. El matrimonio es el único trabajo que empieza con unas vacaciones. Son las únicas que tendréis y, puedes creerme, vais a necesitarlas.
Diana besó a su madre.
—Buenas noches, mamá —dijo—. Gracias por todo y especialmente por ser mi madre.
Los cuadros de las paredes parecieron hacer una mueca al oír esto.
—Cumplí mi función biológica, —dijo Lady Drayton—, y siempre pensé que me gustaría que alguien me diese las gracias por ello. Pero supongo que será mejor que me vaya antes de hacerte caer en un sentimentalismo exagerado.
Y se fue. Diana sonrió, se maquilló complacida, sujetó sus cabellos con una cinta, abrió la puerta, encontró vacío el corredor y bajó al salón. Se sirvió un vasito de whisky y encendió un cigarrillo. Se preparaba para una breve y animada sesión de reproches contra Ambrose. Se sentó en un sillón, de espaldas a la puerta y de cara a la vidriera. Había salido la luna. Jack Crowther-Mason había prometido hacer bajar a Ambrose a entrevistarse con ella. Diana sonrió con malicia al oír unas pisadas masculinas, una tos masculina.
—Bueno, Ambrose, —dijo—. Confío en que la habrás dormido.
—No soy Ambrose, —dijo Crowther-Mason—. En cuanto a haberla dormido, esto depende de lo que quieras decir.
Diana se volvió, contrariada.
—¡Jack! —dijo al reconocerle—. ¿Dónde está Ambrose?
—Sentado en la cama, —dijo Crowther-Mason—. Está fumando. El verbo es transitivo pero sugiere, diría yo, un temperamento más acalorado de lo que parecía posible en un chico tan plácido como él.
—Así pues, —dijo, ceñuda, Diana—, no la ha dormido.
—Como te decía, —replicó Crowther-Mason—, todo depende de lo que quieras decir. Está perfectamente sereno, salvo por una ligera incertidumbre en cuanto a las posiciones relativas del cigarrillo y la boca. Pero me ha pedido encarecidamente que te diga que, si has venido arrastrándote, puedes volver arrastrándote al lugar de tu procedencia. Por favor, considérame como un relator del Parlamento, perfectamente impersonal. Lo consigno todo palabra por palabra.
—¿Qué más ha dicho? —preguntó Diana, empezando a sentirse fascinada.
—Dice, —respondió Crowther-Mason—, que, si esperas que él venga arrastrándose hacia ti (advertirás que la idea de arrastrarse parece predominar en su mente), si esperas eso, dice, estás muy equivocada. Dice que se niega a escuchar frases tales como «Perdóname, querido», y «¿Cómo puedes ser tan cruel?» y «Besémonos y hagamos las paces». (Verás, empero, que tenía estos tópicos en la cabeza). Dice que sabía que esto ocurriría. Dice también que está dispuesto a casarse contigo por compasión y siempre que quede bien entendido que esto representa una gran condescendencia por su parte. Dice que ha recibido una oferta muy tentadora que, llevado de su magnanimidad, ha rechazado por mor de un altruismo que, según dice, nada, ni siquiera el egoísmo de otra persona, le haría abandonar. Dice que la boda puede realizarse, por lo que a él concierne. Dice que la falta de consideración no ha sido nunca una de sus características y que le fastidiaría incomodar a tanta gente. Resumiendo, está dispuesto a aceptarte como esposa bajo sus condiciones. Me apresuro a añadir una vez más que yo no soy más que un dictáfono. Me abstengo de todo comentario. Creo que es mejor que deje esto para ti.
—Puedes dejarlo para mí —dijo Diana, apretando los labios.
—Oh, —dijo Crowther-Mason—, me ha pedido finalmente que te diga que está benévolamente dispuesto a recibirte. Se aviene, dice, a concederte una audiencia, y añade que la puerta de su habitación no está cerrada.
—Deseo, —dijo Diana, incorrectamente—, que estuviese cerrada. Así podría abrirla de una patada. ¡Bajo sus condiciones! Ambrose se casará conmigo bajo mis condiciones. He hecho bien en volver. En cuanto se ve libre de mi influencia restrictiva, ocurren estas cosas. Embriaguez. Libertinaje. Piensa que puede hacer lo que le venga en gana. Pronto cambiaremos eso. Confío en que espere lo peor. Me fastidiaría defraudarle.
Y salió corriendo, sujetándose la bata; una linda muchacha, furiosa y rebosante de palabras. Crowther-Mason se rió al verla salir.