4
Cuando Lady Drayton fracasó en su intento de comunicarse con su hija, pareció notable y, para Julia Webb ominosamente tranquila. Incluso se mostró cortés con Julia Webb, lo cual era aún más ominoso. Durante la cena, Crowther-Mason habló de arte y Sir Benjamin, que no paraba de comer, no habló de nada. Cuando las dos mujeres se quedaron solas en el salón, después de la cena, había que dejar que fuese Julia Webb quien iniciase de nuevo el tema de la súbita decisión de Diana. Lady Drayton dijo:
—Tengo que pedirle disculpas por la cena. Espero que mañana podrá ver lo que soy realmente capaz de hacer. Ésta fue una especie de mortificación cuaresmal antes de la fiesta.
—Su sayal está bellamente confeccionado, —murmuró Julia Webb.
—Creo, —dijo Lady Drayton—, que John Keats se salpicaba la lengua con pimienta antes de beber clarete. Así podía saborear mejor su frescura. De manera parecida, ¿sabe usted?, yo creo en los noviazgos largos. Abren el apetito a los enamorados como un paseo en invierno. Entonces pueden disfrutar mejor del fuego en el dormitorio. ¿Quiere un poco más de café, Miss Webb?
—Gracias. Parece confiar usted, Lady Drayton, en que todavía va a celebrarse la boda. Diana se mostró decidida, totalmente decidida, diría yo. Y no es de esas personas que cambien fácilmente sus decisiones, ¿verdad? Usted sabe mejor que yo lo testaruda que es.
—Bueno, —dijo Lady Drayton—, en cuanto a cambiar de decisión, ha cambiado ya la de casarse.
—Oh, eso no era realmente una decisión, ¿verdad? Según me han dicho, siempre se había dado por seguro que se casaría con Ambrose. ¿No fue así? ¿No crecieron ambos con esa idea, que era una especie de juguete que duró más que su infancia? Una especie de oso de felpa que se quedó sin patas —dijo—. Es algo que ninguno de los dos había puesto en tela de juicio. Supongo que ella lo daba por cosa hecha, tan cierta como el cuadro que tiene sobre la cabecera de su cama. Pero ahora ha visto ese cuadro en un nuevo ambiente. Ahora ha encendido la luz. Ahora puede sonreír al pensar en su sueño infantil.
Julia Webb no sonreía.
—Desde luego, —dijo Lady Drayton—, quiere decir que usted le encendió la luz.
—¿Ha hablado usted con ella?
—No, —dijo Lady Drayton—. Pero no estoy del todo ciega, ¿sabe? Usted es una mujer de mundo, Miss Webb. Para bien o para mal, es una persona de considerables fuerza y magnetismo. Una muchacha como Diana tenía que sentarse forzosamente a sus pies. Usted ha sido amable con ella, la ha ayudado… sin condescendencia. No es de extrañar que la adore. Cuando ha estado en casa durante los fines de semana, hemos oído tan a menudo el nombre de usted en sus labios que incluso hizo que me sintiera bastante celosa. Una especie de toque de trompetas y una sombra gigantesca: ésos fueron los heraldos que anunciaron su llegada. Bueno, por fin está aquí. Está aquí para llevarse a Diana, si puede. Usted la llama y Diana la sigue. Le dice «Haz esto», y ella lo hace. Usted es una mujer de mundo. ¿Qué espera que sienta una madre en estas circunstancias?
—Sólo he hecho lo que creí que era mi deber. —Julia Webb encendió un cigarrillo, tomado de su propia pitillera. No le ofreció a su anfitriona—. Diana no debe entrar en este mundo de algodón en rama, de pañales y de zapatillas para estar junto al fuego. Ojos azules, —se mofó— y cielos azules, y gatitos con cintas azules. Usted, como madre, debería conocer las dotes de Diana. ¿Quiere que sacrifique lo que puede ser una brillante carrera?
Lady Drayton sonrió.
—Ambas tenemos los ojos abiertos —dijo—. Ambas sabemos cómo valorar el talento de Diana. No es un gran talento, usted lo sabe tan bien como yo. Dibuja bastante bien: ¿podemos decir algo más? Es la clase de aptitud que una muchacha de hace cincuenta años habría fomentado junto con la costura, el canto y la maternidad. No, seguramente no es usted tan ingenua como para presumir que supongo que sus motivos son…, bueno, altruistas.
—Dije lo que pienso, —dijo Julia Webb—. Estaría mal, sería realmente un sacrilegio poner a Diana bajo el yugo de un hombre sin relieve como Ambrose. Se encogería, se marchitaría. Puedo sugerir otros planes para ella.
—Querrá decir para las dos, —dijo Lady Drayton—. Se marcharán las dos y usted será la que lo disponga todo, la que reserve los camarotes y las habitaciones de hotel, aumentando la veneración que siente por usted, Diana, debido a su dominio de idiomas extranjeros, su manera de tratar a los mozos de equipaje, su conocimiento de los menús y de las cartas de los vinos. Después, Diana se dará cuenta…, oh, muy despacio, de sus verdaderas intenciones.
—No sé exactamente lo que quiere decir, —dijo lentamente Julia Webb.
—Corrupción, —dijo lisa y llanamente Lady Drayton—. Una técnica sedosa y pausada, de infinita paciencia. Una jaula de filigrana sutil, suntuosamente amueblada, pero una jaula al fin y al cabo. Desde luego, la puerta estará abierta de par en par, pero la salida será imposible.
—Yo no soy esa clase de persona —dijo Julia Webb—. Todo esto es irrelevante. Dramatiza usted demasiado. Acepte el hecho de que mañana no habrá boda. Diana no cambiará de idea. Diana se habrá marchado. Lo que puede hacer es cancelar sus planes.
—Oh, sí, —dijo Lady Drayton—, eso es precisamente lo que usted quiere. Una noticia de primera plana, como un arco iris negro sobre el condado, y un gallinero de atolondradas tías y primas. Oh, no, Miss Webb. La comedia no ha terminado aún. Deje que suene el órgano, deje que se llene la iglesia. Cruzaremos el puente cuando lleguemos a él.
—El puente levadizo ha sido ya bajado, —dijo Julia Webb—. Diana y yo nos marcharemos por la mañana.
—La noche es larga, ¿sabe?, incluso en verano.
—La admiro, —dijo Julia Webb—. Comprendo a la persona que lucha. Yo misma he tenido que luchar muchas veces en condiciones que parecían desesperadas. Pero esta renuncia a suplicar o a combatir…, hay en ella algo espantoso.
—¿Por qué tendría que luchar contra usted? —dijo Lady Drayton—. ¿Qué derecho tengo a hacerlo? Diana debe descubrir las cosas por sí sola, a su manera. Además, es posible que usted lo considere una creencia tonta, pero tengo el convencimiento de que hay fuerzas que están de mi parte, que creo que es la buena, y de que estas fuerzas cobrarán vida esta misma noche. No me pida que le explique lo que quiero decir, porque no podría hacerlo. Espere a ver, eso es todo, espere a ver.
Spatchcock, con un pulcro delantal, se asomó a la puerta para decir que había llegado el vicario.
—Que pase, por favor, —dijo Lady Drayton.
—Puede contárselo a él, —dijo Julia Webb.
El vicario entró, cordial, deshaciéndose en sonrisas, abiertos los brazos a modo de saludo.
—No le diré nada, —dijo Lady Drayton—, hasta que haya algo que contar.
—Buenas tardes, vicario, —dijo a éste—. Es una agradable sorpresa.
—En realidad, no debería sorprenderse, mi querida señora, —dijo el vicario—. Los himnos. Los himnos. No hemos concretado nada sobre los himnos a elegir. Lamento decir que me olvidé de ello, y usted y todo el mundo lo olvidaron también. Sin embargo, debe perdonarme por esta tardía intrusión. Debe estar usted demasiado atareada para pensar en los himnos. Desde luego, puedo hacerle alguna sugerencia. Le prometo que no la entretendré más de uno o dos minutos.
—El vicario, reverendo Chauncell —dijo Lady Drayton—. ¿Conoce usted a Miss Webb, señor vicario? Es, entre otras cosas, la primera dama de honor de Diana.
—¿Cómo está usted? —dijo el vicario, con voz cantarina.
—¿Tomaría una taza de café? —le ofreció Lady Drayton.
—Muchas gracias, —dijo el vicario—. En realidad, la tomaría con mucho gusto. Hace un tiempo propio de la estación. Ahora el desfile de las estaciones parece esquivar a Inglaterra, como si ésta fuese solamente una calle secundaria e indigna de desfiles. Cada mes esperamos que sea invierno, y raras veces nos equivocamos. —Lady Drayton le sirvió el café y él lo sorbió ruidosamente—. A propósito, he oído rumores, Lady Drayton, que deben carecer de todo fundamento, pues sé que, de no ser así, me habría usted informado inmediatamente; rumores de que Diana está enferma y recluida en su habitación. Los rumores circulan rápidamente en los pueblos, Miss Webb. Supongo, Lady Drayton, que éste es completamente infundado.
—El rumor es completamente falso, vicario, —dijo Lady Drayton—. Es verdad que Diana está recluida en su habitación, pero se ha encerrado ella misma. Lejos de estar enferma, se niega simplemente a seguir adelante con la boda.
—Oh, ¿es eso todo? —dijo el vicario, con visible alivio—. Bueno, no debemos preocuparnos. Me alegro de que no sea algo grave. Esa resistencia de última hora es muy corriente, muy corriente, Miss Webb. Significa que se toman en serio el asunto. Recuerdo muy bien que la noche anterior a mi ordenación tuve, también por primera vez, grandes dudas. Toda la sólida estructura de la religión revelada yacía en ruinas a mi alrededor. El obispo se echó a reír cuando se lo dije. Dijo que era una buena señal, sumamente saludable. Por consiguiente, dejé de preocuparme. Y ahora, Lady Drayton, ¿puedo hacerle mis sugerencias sobre los himnos?
Dejó la taza de café y sacó un puñado de papeles del bolsillo de la izquierda.
—Sencillamente, no les comprendo —dijo Julia Webb—. Diana ha dicho, definitivamente, que no va a casarse. Sin embargo, ustedes siguen adelante como si no hubiese dicho una palabra —siguió diciendo con dureza—. ¿Qué clase de sordera es la suya? Les aseguro que es verdad: Diana no va a casarse.
—Vamos Miss Webb, —la tranquilizó el vicario—, no hay por qué preocuparse. Las bodas nos ponen a todos un poco nerviosos. Yo mismo, después de tantos años, me ruborizo como una colegiala cuando administro el sacramento del matrimonio. Es una excitación indirecta. Espere. Mañana estará usted en la iglesia, tan campante. No se sentirá defraudada.
—No me sentiré defraudada, —convino Julia Webb—. Discúlpenme, —dijo, y salió, echando chispas por los ojos.
—Pobre muchacha, —dijo el vicario—. Cualquiera diría que se trata de su propia boda.
—Es una hereje, —dijo Lady Drayton—. Pertenece a esa secta que no cree en el matrimonio. Me pregunto de dónde habrá heredado eso.
Entonces entraron Sir Benjamin y Crowther-Mason, oliendo a oporto y a nueces.
—Esa chica estaba lívida, Winifred, —dijo Sir Benjamin—, completamente lívida. Me pareció que las setas no estaban en muy buen estado. Ah, hola, vicario. Ha sido muy amable al venir a visitarnos. Tome un poco de coñac. Ya conoce a Crowther-Mason, ¿verdad? Éste es el reverendo Chauncell.
Empezó a escanciar el coñac.
—Desde luego, conozco a Mr. Crowther-Mason por su fama, —dijo el vicario—. Creo que le vi a usted en el televisor de uno de mis feligreses. Me invitaron a cenar, pero la mayor parte de la cena consistió en mirarle y escucharle a usted en la televisión. Pensé que lo que decía era muy sensato.
—Sin embargo, hice mal en entorpecer su cena, —dijo Crowther-Mason—. Bueno, si es usted el reverendo N. A. Chauncell, celebro tener ocasión de expresarle mi admiración por una pequeña obra monográfica que leí con gran entusiasmo. Creo que el título era El pecado y la buena vida. Me impresionó muchísimo. Un tema bastante singular, si me permite decirlo, para un clérigo anglicano.
—Oh, —dijo el vicario—, el pecado es mi hobby. No la comisión del pecado, naturalmente, sino su estudio. Un vicario necesita distraerse de un trabajo que se vuelve cada vez más secular. Pienso en el pecado con una especie de melancólica nostalgia, un verano hace tiempo desaparecido de cerveza de jengibre y campanillas azules. Ahora nadie peca ya, y el pecado, a fin de cuentas, debería ser mi negocio. Envidio a los médicos: ellos tienen siempre enfermedades. Pero, ¿qué tengo yo, salvo la antigua serie de tristes fornicaciones, de calumnias mecánicas, de malicia disfrazada de rectitud? Veo cierta enjundia en las personas que obran mal, con tal de que lo hagan con entusiasmo. Pero donde hay entusiasmo, no hay pecado. En realidad, podríamos estar de vuelta en el Jardín del Edén. Y ciertamente, cuando miro las fotografías de algunos periódicos del domingo, creo a menudo que allí estamos.
—Tiene bastante razón, —dijo Crowther-Mason—. El concepto de pecado parece muerto. Ha sido expulsado del jardín. Freud y Marx blanden sus flamígeras espadas. Pero sin duda es buena cosa, ¿no?
—Es una cosa atroz, —dijo el vicario—. Ha destruido las dos clases de bien vivir. Ha eliminado una dimensión de nuestras vidas. Todos hemos perdido aquel estremecimiento cargado de incienso que solía producirnos el excitante conocimiento de que, si levantábamos las tablas, encontraríamos un delicioso pozo sin fondo. ¿Qué tenemos ahora en cambio? Lo justo y lo injusto, con su vestuario intercambiable, y los tribunales de policía, templos de un dios aburrido y neutral, aficionado a los desinfectantes.
Con placentera sonrisa, se llevó el coñac a los labios, casi con fruición, como en un brindis mudo por el pecado. Pero espurreó impresionado, y todos se quedaron boquiabiertos, al abrir alguien la puerta vidriera con mano temblorosa y entrar Ambrose, casi como un muerto ambulante, pálido el semblante como el papel y temblando de terror.
—Denme algo de beber, por el amor de Dios, —dijo.
—Ambrose, —dijo Crowther-Mason, conduciéndole a un sillón—, ¿qué diablos…?
—Tome mi coñac, —dijo caritativamente el vicario—. Es algo puramente accesorio para mí, se lo aseguro.
Y puso la copa en las manos temblorosas de Ambrose.
—Gracias, —dijo Ambrose, cortés a pesar de su terror.
—Veamos, —dijo Sir Benjamin, en tono autoritario—, ¿qué ha sucedido? Vamos, escúpalo.
Una expresión muy inoportuna, ya que Ambrose roció al punto la zona de la estancia que se hallaba inmediatamente delante de él.
—Deje que recobre el aliento —jadeó.
—Los contratiempos, —dijo Lady Drayton—, parecen tan gregarios como los autobuses. ¿Qué ha ocurrido, Ambrose?
—Deja hablar al chico, —tronó Sir Benjamin—. Vamos, —le apremió—, ¿qué ha sucedido?
—No sé cómo empezar, —dijo Ambrose con voz temblorosa—. Es increíble, ¿saben? Ahora que lo pienso es bastante embarazoso. Quiero decir hablar de ello. ¿Podríamos…? Quiero decir, ¿podría hablar a solas con Jack?
—Comprendo, comprendo, —entendió Sir Benjamin—. Winifred, querida, nos vendría bien un poco más de café.
—Llamaré para que lo traigan, —dijo Lady Drayton.
—No, maldita sea, —dijo Sir Benjamin—. Ve y hazlo tú. Haces un café muy bueno.
—Ben, sabes muy bien que no es así.
—Normalmente, no, —dijo Sir Benjamin—. Pero sí en esta ocasión. Ve, querida, te lo contaré todo cuando nos vayamos a la cama.
—Oh, —dijo Lady Drayton—, está bien. Sabes el número de mi extensión.
Se irguió y salió de la estancia.
—Ahora ya estamos solos los hombres, —dijo ansiosamente Sir Benjamin.
—Dinos lo que ha pasado, Ambrose —dijo Crowther-Mason, con paciencia de político.
—Pues verán, —dijo Ambrose, y su temblor se calmó un poco—, todavía me resulta embarazoso.
—Oh, —dijo Sir Benjamin—, ya veo lo que quiere decir. No se preocupe por el vicario, hijo mío. Es la Iglesia.
—Mi querido joven, —dijo el vicario—, ningún sacerdote es capaz de impresionarse, sobre todo después de haber estudiado las vidas de los patriarcas. Ahora cuéntenoslo todo.
—Está bien, —dijo Ambrose—. Como saben ustedes, fui directamente al bar en cuanto me enteré de lo que Diana sentía por mí, o acerca de la boda. Tomé un bocadillo y un par de whiskies dobles, y entonces subí a mi habitación. Ya pueden imaginarse ustedes cómo me sentía.
—Sí, sí —dijo Sir Benjamin—. Dejemos eso.
—Pensé —siguió diciendo Ambrose—, que, con todos los invitados que teníamos y los «Daimlers» preparados, y toda aquella comida, era una verdadera lástima defraudar a todo el mundo. Pensé que lo menos que podía ofrecerles era asistir a un entierro.
—Déjate de lamentaciones, —dijo Crowther-Mason—. Dinos solamente lo que ha sucedido.
—Me fui a la cama, —dijo Ambrose—. Me dolía terriblemente la cabeza, pero quería reflexionar sobre la situación. Corrí las cortinas para que no entrase aquella estúpida luz. Me desnudé y me metí en la cama. Entonces ocurrió.
—¿Sí?
—¿Sí?
—¿Sí?
—Sé que no me creerán, —dijo Ambrose—. Ni yo mismo puedo creerlo.
—Yo puedo creer cualquier cosa con referencia a aquel bar, —dijo Sir Benjamin—. Prosiga.
—Estaba completamente despierto —dijo Ambrose—. La habitación estaba bastante oscura. Yo yacía de costado.
—¿Y entonces? —dijo Crowther-Mason.
—Había una mujer tendida a mi lado.
Todos se relajaron.
—¿Una mujer? —dijo el vicario.
—Sí —respondió Ambrose—. Incluso en la oscuridad, estuve seguro de que era una mujer.
—Bueno, —dijo Sir Benjamin—, eso no debe ser motivo de preocupación. O usted se equivocó de dormitorio o la patrona se ha vuelto más emprendedora.
—¿Qué ocurrió después? —dijo Crowther-Mason.
—Habló.
—Claro que habló —dijo Sir Benjamin—. Las mujeres hablan siempre.
—¿Y qué dijo? —preguntó Crowther-Mason.
—Fue todo tan rápido, —farfulló Ambrose—. Habló en una lengua extranjera.
—¿Qué lengua? —preguntó el vicario.
—Bueno, como saben ustedes, —dijo Ambrose, como disculpándose—, yo estudié Ciencias. Nunca supe mucho de idiomas. Pero no sonaba como ninguna de las lenguas que yo había oído hablar antes. No era un idioma de los que se oyen en el Continente. Tal vez sonaba a griego, pero no el griego que se aprende en el colegio, y ella parecía hablar deliberadamente.
—Y después, ¿qué? —preguntó Sir Benjamin.
—Yo estaba demasiado petrificado para moverme. Entonces ella se acercó más. Ahora sabía definitivamente que era una mujer. Habló de nuevo, pero esta vez en inglés. Un inglés extraño, bastante difícil de entender.
—Pero, ¿qué dijo? —preguntó Crowther-Mason.
—Dijo más o menos lo siguiente: «No puedes casarte con esa mujer. En este país impera la monogamia. Estás casado conmigo». Resultaba extraño que hubiese pronunciado la palabra «monogamia», porque parecía que conocía poco el inglés.
—«Monogamia» es una palabra griega.
—Entonces, ella era griega, ¿no? —dijo Sir Benjamin—. Bien, bien. Supongo que las nuevas leyes contra el vicio están echando a algunas de ellas del Soho. Las envían hacia aquí —añadió, como si estuviese abriendo un nuevo mundo—. Bien.
—¿Qué hiciste tú entonces? —preguntó Crowther-Mason.
—Salté de la cama, —dijo Ambrose—, y encendí la luz. Entonces miré…
—¿Qué sucedió? ¿Quién era ella? —preguntó el vicario.
—Allí no había nadie, —dijo Ambrose—. La cama estaba vacía. No había huellas de ningún cuerpo, salvo del mío. Ella ya no estaba allí. No había dejado rastro. Se había marchado, así —dijo, chasqueando los dedos.
—Ya veo, —dijo Sir Benjamin—. Fue ella la que se equivocó de habitación.
—No, no, no, —dijo Ambrose—. Es imposible que saliera. El interruptor de la luz estaba junto a la puerta. La ventana sólo estaba un poco abierta por arriba. En todo caso, yo la habría visto, ¿no creen?
—¿Miraste debajo de la cama? —preguntó Crowther-Mason.
—No había nada, mejor dicho, nadie, debajo de la cama.
—Esto, —dijo alegremente el vicario—, parece fruto de los nervios, mi querido joven, nerviosismo prenupcial, exacerbado por un exceso de alcohol.
—Pensé que dirían eso, —dijo Ambrose—. No estaba achispado. Mis nervios estaban firmes como una roca. Les aseguro que había una mujer en la cama. Pero, —terminó, vacilando—, se extinguió como una luz al encender la luz.
—¿Luces? —dijo el vicario, frunciendo el ceño—. ¿Espíritus?
—¿Qué hiciste entonces? —preguntó Crowther-Mason—. ¿Te quejaste al dueño?
—No, no. Me puse la ropa, como ustedes pueden ver. —Todos vieron claramente que Ambrose se había puesto un traje sobre el pijama, que no se había atado los cordones de los zapatos y que no llevaba calcetines—. Entonces saqué el coche del garaje y vine corriendo aquí.
—Probablemente en zigzag, —murmuró Crowther-Mason—, no en línea recta. Algo extraordinario…
—Dígame, —preguntó el vicario—, ¿advirtió algo… bueno, algo extraño en el ambiente?
—¿Qué quiere usted decir?
—Bueno, ¿había por ejemplo, una especie de aura, un brillo extraño o quizá un olor desacostumbrado en la habitación?
—Un olor desacostumbrado, —repitió Ambrose, con aire meditabundo—, un olor desacostumbrado. Pues sí, ahora que usted lo dice, había un olor extraño. ¿Cómo podría describirlo? Era algo que recordaba el sabor de las ostras, si entienden ustedes lo que quiero decir.
—Tal vez ella había estado comiendo ostras, —dijo Sir Benjamin.
—Esto es muy poco probable, —saltó Crowther-Mason—. Este mes no lleva erre.
—Ahora recuerdo, —dijo Ambrose, con aire reflexivo—, que tuve la sensación de que la habitación daba sobre el mar. Esa impresión que se tiene la primera noche de unas vacaciones en Brighton. Casi esperaba ver arena en los dedos de mis pies, cubos y palas en la escalera, algas en el vestíbulo y ropa de niño puesta a secar. Sí, eso es. Como si estuviese en un hotel a la orilla del mar. El olor y la impresión del mar. La habitación estaba llena de eso. De momento fue bastante estimulante. Pero después, naturalmente, estaba tan asustado que dejé de advertirlo.
—El olor del mar, —dijo el vicario, en un tono revelador de que aquel miedo se apoderaba de él—. Que Dios nos valga.
—¿Hay algo malo en eso, vicario? —preguntó Sir Benjamin.
—Pido disculpas por esta exclamación involuntaria, —dijo el vicario—. No significa nada. Lo que pensé parece casi imposible. Tal vez espero demasiado. —Vaciló sensiblemente—. Esto ocurrió en una posada junto a una carretera principal. Música de radio y haces de luz proyectados por coches cuyos conductores los lanzan a toda velocidad para acudir a citas que nada tienen de urgentes. Todo parece sólido. Sin embargo, pensé por un momento en la posesión diabólica.
—¿Qué quiere decir con eso? —dijo Ambrose, casi chillando—. ¿Que me estoy volviendo loco o algo parecido?
—Loco no, loco no, —gritó el vicario—. Pero quizá poseído por el demonio, como el cerdo de Gadara.
—Oh, vamos vicario, —gruñó Sir Benjamin—. Creo realmente que esto es ir demasiado lejos. Este pobre muchacho ya está bastante trastornado.
—Piensen un momento, —dijo el vicario. Se levantó y se colocó instintivamente detrás de una pantalla de tapicería, como en un frágil púlpito. Despójense, —les conjuró— de su ropaje diario de incredulidad. Estas cosas ocurren. En las sesiones de espiritismo, la voz del pequeño Effie difunto o de la gorda y difunta tía Edith es a menudo la voz del demonio. Sí, del demonio. El demonio existe sin género de duda. Normalmente se manifiesta como una especie de artista transformista, un cómico con mucha labia y un buen garrote, y otro personaje condenadamente deseable. Pero fíjense en la marca de fábrica. Siempre se delata en algo. Tal vez algo como esto. Pero, ¿por qué el olor del mar? Eso, hermanos míos, no puedo comprenderlo. —Ahora adoptó un tono de disculpa—. Perdonen, —dijo— que haya empleado el término «hermanos». Lo dije sin pensar.
Ambrose se había quedado boquiabierto.
—¿Quiere usted decir que no era una mujer? —preguntó.
—Exactamente, —dijo el vicario—. Un demonio, si quiere llamarlo así.
—Pero, ¿por qué? —Ambrose estaba a punto de llorar—. ¿Qué he hecho yo? Todo el día ha sido una larga serie de duros golpes. Primero, el anillo, después, Diana. Ahora me habla usted de los diablos.
Se estremeció, fue en busca del frasco y se sirvió más coñac.
—Desde luego, no es más que una suposición, —dijo el vicario—. Pero, ¿puede censurarme si en parte deseo estar en lo cierto? Usted quiere una explicación. Pues bien, ahí la tiene, vestida de gala, pero permitiéndonos al mismo tiempo un atisbo por detrás de la realidad última. Es una manera de hablar. —Tosió—. Pero aquí estoy yo, con mis cuarenta años de vinatero, regando con té aguado el prado de la vicaría. En la bodega sin llaves, maduran espléndidamente las botellas. Ahora, por fin tengo un trabajo. Pero, por mi vida, no puedo imaginar por qué ha tenido que suceder esto. ¿Cuál ha sido el gran pecado? ¿Cuál ha sido la provocación? Dios mío, Dios mío. Este pobre muchacho…
Y apoyó una mano en la cabeza de Ambrose, como si se hubiese convertido en un obispo en el acto de la confirmación.
—Mire, —dijo Crowther-Mason—. Espere. Todo esto resulta completamente increíble, pero creo que empiezo a ver una especie de relación. Sé que es una locura, lo sé, pero en cierto modo parece tener sentido.
—Desembuche, desembuche, —tronó Sir Benjamin.
—Hay un cuadro de Botticelli —dijo Crowther-Mason—. En realidad, estuve hablando de él durante la cena. Pero nadie pareció escucharme. Representa el nacimiento de Venus. Venus sale de las olas. Casi se puede oler el mar con sólo mirar el cuadro. Pero, ¿cuál es la leyenda? Algo sobre espuma de mar que brota del miembro mutilado de Urano, y Venus naciendo de aquella espuma.
—Eso, —dijo el vicario—, es precisamente lo que creían los griegos.
—Bueno, —dijo Crowther-Mason—, ¿recuerdan la otra cosa extraña que ha sucedido hoy?
—Oh, Dios mío, —dijo Ambrose.
—¿Qué cosa extraña? —preguntó el vicario.
—Ambrose y yo estábamos en el jardín, —dijo Crowther-Mason—. Desde luego, ya habrá visto usted las estatuas de Sir Benjamin, señor vicario. Pues bien, Ambrose, ensayando la ceremonia de mañana, puso el anillo de boda en el dedo adecuado de la estatua de Venus. Pero lo que sucedió después es completamente inverosímil. El dedo que llevaba el anillo se cerró sobre la palma. Y ya no pudimos sacarlo.
—¿Venus? —jadeó el vicario.
—Sí —dijo Crowther-Mason—, y ahora no sé si he de echarme a reír o a llorar. Ambrose está realmente casado. Fue la misma diosa quien lo dijo. Y no mintió.
—No, —dijo Ambrose, desorbitados los ojos y apartándose de Crowther-Mason—. No. No. No.
—Oh, sí —dijo Crowther-Mason—. Quedaste atrapado en el matrimonio. Aquel dedo parecía muy invitador, demasiado invitador. Tu esposa es una diosa pagana. En el pequeño dormitorio, en el bar, entre los dardos y las fichas de dominó y los detergentes, el templado bitter y los paquetes de patatas fritas, Venus estaba esperando que se hiciese de noche. La Afrodita nacida de la espuma, —casi gritó Crowther-Mason, con una especie de loco regocijo—, la de ojos rientes, delicia de los dioses y de los hombres, esperando a Ambrose, esperando para exigir el débito conyugal en la cama de Ambrose (quince chelines por una noche, incluido el desayuno). Oh, Ambrose, Ambrose, ¿qué puedo decir?
Fuese lo que fuese lo que él pudiera decir, ninguno de los otros pudo decir nada. El reloj siguió con su tictac. A lo lejos, un cuco retrasado interpretó a Delius o a Beethoven. Había llegado la noche.