DE SMITH
Como suele ocurrir en los relatos de viajeros, los incidentes aquí relatados parecen deberse, en ocasiones, más a la imaginación del escritor que a su veracidad. El grado de autenticidad de estas crónicas permanece en la duda, y tal vez no pueda ser jamás determinado. Pero ciertos datos son verídicos: existió un turbio financiero llamado Lowther que vivió la Era Galáctica Terciaria, tan llena de aventureros y bravucones; además, existe un planeta llamado Glumpalt, en donde sigue alzándose el temido Sol Negro.
Allí estaba, sostenido por dos brutos informes, sobre una plataforma de remates. Recién recuperaba los sentidos, y la multitud ya estaba gritando sus ofertas. Era como una pesadilla, pues los monstruos reunidos a mi alrededor sólo podían haber surgido de un sueño intranquilo.
Podríamos empezar por el rematador, cuya cabeza superaba en tamaño a todas las otras. La sostenía no tanto con el cuerpo diminuto como por medio de cuatro tallos dotados de movimiento, a la manera de cuatro patas delgadas. La cabeza en sí estaba fantásticamente cubierta de pelo, con algunos sitios calvos por donde asomaban orificios y ojos brillantes. Era a un tiempo ridículo y atemorizante.
Cuantos rodeaban a esta criatura eran tan feos o absurdos como él. Ninguno había tenido la decencia de echar una cabeza normal, o un simple par de manos. No había dos iguales, aunque muchos se parecían. Cada uno presentaba algún detalle fantástico: mandíbulas, garras, buches o zarpas[4], ojos, antenas o rabos.
Al estudiar a esa repelente multitud supe que estaba lejos de la cordura, la civilización y la ley de la galaxia. Comprendí de inmediato que me encontraba en uno de los ignorantes planetas de la constelación de Smith.
Si los seres reunidos a mi alrededor no hubieran bastado para confirmar esa suposición, los alrededores se habrían encargado de ello. La ciudad, que más adelante describiré en detalle, era un laberinto de fortalezas y aldeas edificadas en pequeñas islas, laminadas por un lago lleno de basura. El nombre de esta ciudad, según descubrí, era Ongustura, aunque aquella turba supersticiosa se mostraba reacia a pronunciar nombres.
El lago estaba rodeado por montañas informes y poco acogedoras. Por sobre ellas se extendía el firmamento, obscurecido en su mayor parte por grandes nubes, aunque un fragmento estaba claramente salpicado por muchos puntos luminosos. Yo estaba en algún sitio en donde las estrellas se agrupaban con mayor proximidad.
Todo esto logré deducir antes de que me vendieran.
–Te pondré una soga, criatura, para que ninguno de los dos sufra daño alguno -dijo mi comprador, mientras me llevaba fuera de la plataforma.
Mi confusión me impidió parar mientes en muchos detalles, pero el individuo me pareció bastante agradable; sin embargo, observaciones posteriores me permitieron comprobar que yo había tomado por cabeza lo que en realidad era su trasero; la cara estaba en lo que a mí me parecía el vientre.
De cualquier modo, fue una verdadera alegría oírle hablar en galingua. Los demás farfullaban un idioma local que para mí nada significaba.
–Alabado sea el cielo, señor, ya que sois civilizado…
–¡Silencio, perro anormal, dos-manos! – gruñó, interrumpiéndome-; o te callas o te ataré la lengua a la muñeca.
Mi estado de confusión mental llegaba a tal punto que tardé en comprender dónde estaba: aquello era un mercado. Entre aquella muchedumbre horrible había jinetes y cabalgaduras, aunque poca era la diferencia entre unos y otras. Mi amo -así debo llamarlo- trepó a algo similar a una marsopa parlante, arrastrándome tras de sí. Sacudió las riendas y partimos.
–¡A la derecha! ¡A la izquierda! – gritaba mi amo en tanto avanzábamos.
Tomamos por una calle que descendía hasta las aguas de un lago. La seudomarsopa metió el hocico en él y nos llevó hasta otra isla, mojándonos considerablemente en el trayecto. Después de llevarnos por otra calle se detuvo frente a una edificación de madera alta y sucia.
Desmontamos. Mi amo y la marsopa discutieron en el idioma nativo; finalmente el primero le presentó varias monedas de níquel del tamaño de un pocillo, y la cabalgadura las deslizó en el bolsillo de la montura antes de marcharse. Debí entonces entrar al edificio.
Me encontré en un ambiente triste y sucio. No quisiera verme en la obligación de describir esa o cualquier vivienda de tan horrible planeta. Su propietario había construido en otros tiempos un solo cuarto, cubriéndolo con un techo inclinado para evitar la acumulación de la lluvia. Cuando le fue necesario disponer de mayor espacio construyó otro cuarto contiguo y los conectó por medio de un pasillo cubierto. Con el curso de los años fue agregando más y más habitaciones, a medida que convertía su alojamiento en una casa de pensión. Puesto que ya no disponía de espacio horizontal, se vio forzado a construir hacia arriba, de la manera más precaria que sea dado imaginar, pues la celda -no era otra cosa- a la que ascendimos mi amo y yo tenía por suelo un plano inclinado cubierto de mosaicos. En otros tiempos había sido el techo del segundo piso, y nadie pareció encontrar razones para alterarlo.
Allí nos acurrucamos, incómodos; mi amo lo hizo sobre un montón de harapos que yo rechacé debido al olor.
–¡Duerme, execrable ejemplo de protoplasma! – me gritó, tironeando de la soga sujeta a mi cuello-. Duerme, porque dentro de apenas dos dervs tú y yo partiremos hacia la tierra de los Antropófagos. Descansa mientras puedas.
Un derv equivalía a la quinta parte de un día; éste recibía el nombre de awderv (aw significa cinco), pero el día de ese planeta era tan incierto como todo lo demás, y un awderv era un período arbitrario equivalente a unas veinte horas.
Me pareció buena idea conquistar la confianza de esa criatura que me tenía en su poder. Si cometía la torpeza de confiar en mí, aumentarían mis oportunidades de escapar.
–No me decido a dormir por no dejar de miraros -dije-. ¡Qué bello sois! Esas poderosas pinzas en el extremo de vuestros cuatro brazos, y esa exquisita orla de pelo verde… ¿o es musgo?, a lo largo de vuestras piernas.
–No nacen dos iguales -dijo, complacido, como si repitiera un dicho antiguo.
–Algunos son más hermosos que otros.
–Esas palabras se castigan como heréticas aquí, en Ongustura -dijo mi amo, bajando la voz-. La ley establece que cada individuo es tan hermoso como su prójimo.
–En ese caso, vos demostráis la estupidez de esa ley.
Eso lo halagó. Por tales toques logré llevarlo a un humor más benigno. Pronto me confirmó lo que yo sospechaba ya, por su conocimiento del galingua: era viajante de comercio y se trasladaba de un extremo a otro del planeta. Aquel mundo se llamaba Glumpalt y, según sus conocimientos, estaba en la nebulosa intragaláctica llamada Constelación de Smith en los mapas estelares; aparte de ese dato era totalmente ignorante. Nunca había oído hablar de los transmaterias ni había viajado fuera de ese maldito planeta; ni siquiera tenía interés en hacerlo.
Se llamaba Thrash Pondo Pons. Era tan supersticioso como todos los glumpaltianos, y tan superficial como el que más. Su aspecto y su olor eran estrafalarios. No tenía modales, educación ni amigos, salvo los que ganaba por casualidad, cosa representativa de aquella raza totalmente heterogénea. Tenía muchos puntos a su favor, aunque me llevó largo tiempo descubrirlos. Era valiente, trabajador y resuelto, y encaraba los reveses del destino con peculiar dulzura y resignación; tales reveses, por cierto, eran tan abundantes en Glumpalt como en cualquier otro sitio del cosmos.
Thrash Pondo Pons no era humano ni aún remotamente; la mayor parte de sus características no se avenían con el hombre. Sin embargo, mis relaciones con él eran tan buenas como lo habrían sido con un ser humano en circunstancias similares.
Ni yo ni él dormimos durante esos dos dervs. Hacia el final de ese período nos levantamos para preparar una comida. ¡Mi primera comida en Glumpalt! Noté entonces que estaba hambriento, y me dispuse a comer tanto como pudiera del plato común puesto ante nosotros. La preparación estaba en parte cocida, en parte cruda y en parte viva.
Después Thrash preparó su carro. Estaba detrás de la casa; era una compleja estructura provista de armazón de hierro y cubierta de madera y lona. A eso unció dos «caballos»; uno tenía el aspecto de una oruga, el otro parecía un elefante. Me arrastró hasta el vehículo y me sujetó a la parte posterior. Así partimos en lo que resultaría una fantástica peregrinación.
Al llegar al agua nos embarcamos en una especie de balsa propulsada a remos. Nos demandó una hora equilibrar el carro en esa balsa; el peligro de caer a ese lago maloliente era constante. Maldije a ese pueblo, demasiado idiota, al parecer, para construir puentes.
Mientras avanzábamos por entre las islas tuve oportunidad de observar a Ongustura desde la parte trasera del carro. Sus descabellados edificios parecían casi una serie de montículos de basura, pues el escombro acumulado para construir las casas cubría toda la superficie. Sería imposible calcular cuántas personas y cosas habitaban allí, pero la ciudad hervía de multiforme vida.
Fácil será, por lo tanto, imaginar el sobresalto de mi corazón cuando divisé, entre los montones de basura, una clara proa de acero pulido apuntada hacia las nubes. Se trataba de una nave espacial, y su volumen indicaba que debía ser algún carguero estelar.
Mi difícil situación no me había cegado a la posibilidad de permanecer encadenado para siempre en ese planeta olvidado de Dios. Era tan primitivo que no me atrevía a creerlo incluido en la ruta de alguna nave.
–¿De quién es ese vehículo? – pregunté a Thrash.
–De Comercio Transgaláctico -replicó-. Ha venido a venderles pieles, caparazones y haractock. Partirán hacia Acróstico dentro de diez awdervs, el día posterior a la puesta del Sol Negro. Se alzará dentro de una semana.
¡Acróstico! Yo conocía ese planeta. Estaba hacia el borde de la constelación de Smith, más allá del Cúmulo Híbrido al cual pertenecía Glumpalt. Una vez que estuviera en Acróstico sería comparativamente fácil abrirse paso hasta la civilización. Supe entonces que todos mis esfuerzos debían encaminarse a huir de Thrash en esa nave. Era mi única esperanza.
Sin embargo permanecí inmóvil, pues uno de los cinco ojos de Thrash estaba fijo en mí.
–Confiemos en que la Casualidad esté por una vez de nuestra parte cuando crucemos el paso -murmuró Thrash-. Este país está asolado por los demonios en esta época del año. Más aún, pasaremos por los dominios del Ungulph de Quilch. No tiene misericordia para quienes vienen de Ongustura, pues ambos son enemigos tradicionales. Afortunadamente tú me servirás de protección.
–¿Por qué?
–Tienes la misma forma exterior que su hija menor, ese cuerpo extraño con una sola cabeza y cuatro miembros principales.
Pero no insistió con ese comentario; a medida que escalábamos la montaña se fue tornando más reservado. Yo, que lo miraba fijamente, noté que tenía dos sombras.
También yo arrojaba una sombra doble. Al levantar la vista vi que las nubes se habían abierto parcialmente. En la franja limpia brillaban dos soles; uno era algo monstruoso, de color rosado, como una mancha de natillas; el otro, un globo amarillo, de brillo más poderoso. No era la primera vez que visitaba un planeta con astros binarios; siempre me fastidiaron las complicaciones que provocan en el calendario.
Sometidos a ese doble calor, llegamos al paso sudando copiosamente. Detrás de nosotros estaba Ongustura, como una serie de mugrientos castillos de arena en medio de un charco. Aún era visible la proa de la nave transgaláctica.
Thrash desunció a sus corceles y verificó mis ataduras.
Los tres se entregaron a una especie de rutina mágica destinada a apaciguar la cólera de cualquier espíritu que estuviera en las proximidades. Quemaron maloliente grasa, bailaron, se esparcieron polvo sobre el cuerpo y declararon que hacia adelante nos esperaba el peligro.
Mientras se desarrollaban estos conjuros tuve tiempo de observar algo que no dejaba de interesarme. En Glumpalt no se pueden establecer distinciones entre humanos, animales, peces, reptiles e insectos. Hay sólo una gran clase miscelánea, cuyos individuos pueden tener diversas características correspondientes a hombre, caballo, cangrejo, sapo y saltamontes. Casi todos los individuos sabían articular, por medio de gorjeos, ladridos, silbidos o gangueos, uno de los muchos dialectos glumpaltianos. La única diferencia válida entre Thrash y sus corceles consistía en que ellos no poseían ningún apéndice manual, fueran garras o pinzas, como las suyas; por lo tanto se veían condenados a la condición de bestias de carga, aunque él ignorara este detalle.
Cuando acabaron con sus ritos mágicos proseguimos la marcha. El camino presentaba poca señalización, según pude ver mientras íbamos cubriendo milla tras milla. El sol de natillas se puso tras un muro de nubes, pero el día siguió siendo luminoso.
–Cuéntanos tu historia -dijo Thrash-. Y hazla entretenida, que mis amigos y yo podamos reír con ganas para espantar a los demonios que pululan en nuestra ruta.
Le conté mi historia. Él la traducía mientras tanto a un dialecto glumpaltiano para diversión de sus amigos.
–Soy financista -comencé-. Es decir, soy capitalista de una compañía de préstamos que ningún gobierno galáctico ha reconocido. Nuestras transacciones involucran cierto riesgo, por lo que nuestros intereses son altos. Por mi parte, con frecuencia me veo envuelto en dificultades legales por salvar a mi compañía de grandes pérdidas.
»La semana pasada cerré una operación considerable con el gobierno rebelde de Rolf III. Me tenía bien ganadas unas vacaciones en Nueva Droxy y pensaba viajar hasta allí por transmateria. Pero como estaba algo indispuesto con las autoridades, convine ser transmitido por medio de un rayo ilegal.
»Es obvio que ese rayo no era lo bastante potente. Debía atravesar una región turbulenta: la constelación de Smith; ha de haberse quebrado momentáneamente en el transcurso. Y como consecuencia, me materialicé aquí.
En vez de reír detuvieron el carro.
–¡Brujería! – exclamó Thrash-. ¡Eso es una brujería bestial, oh tú, enorme embutido simétrico!
Desde ese momento se me vigiló con más atención que nunca. Thrash dio en llevar un gran arco sobre el hombro y un manojo de flechas con punta de bronce colgado al flanco. Eso no me alentaba a efectuar una súbita huida hacia la libertad. No me perdían mirada, ni siquiera cuando me apartaba para cumplir con mis necesidades fisiológicas.
Nuestro avance no era veloz. Cada parada en las aldeas representaba un gran atraso, pues debíamos someternos a un complicado ritual antes de atravesar los destartalados muros. Eso se debía a la necesidad de exorcizar los demonios del camino; debíamos purgarnos de su compañía antes de que los de las aldeas nos permitieran la entrada. A veces las ceremonias demandaban un derv entero, es decir, cuatro horas. En cuanto a mí, me embadurnaban liberalmente con una sustancia blanca, de olor desagradable, que Thrash llevaba en un barril de plata.
Las condiciones de vida, en las aldeas, eran miasmáticas. No tardé en perder la pista del camino que conducía de regreso a Ongustura, pues eran muchas las sendas que lo cruzaban. Aunque no había vuelto a oír hablar del Sol Negro, el rosado y el amarillo se alzaban y se ponían según un ritmo para mí impredecible.
Thrash tenía algún problema con respecto a la ruta que cruzaba los dominios del Ungulph de Quilch; cada vez estaba más nervioso. En una ocasión, mientras el caballo-oruga tiraba del carro y Thrash cabalgaba detrás, en el caballo-elefante, seguido por mí, llegamos a un punto en el que se alzaba un árbol de muchas ramas junto a la ruta. Thrash levantó una pinza para que nos detuviéramos.
–Trepa a ese árbol, tú, zapato, y fíjate si ves hacia adelante alguna señal en el camino -me ordenó.
–Desatadme las manos y así lo haré -respondí.
–Si tratas de escapar te ensartaré una flecha -me advirtió, en tanto me desataba las muñecas.
Me acerqué al árbol y trepé hasta llegar a la más alta de las ramas capaces de soportar mi peso. Entonces miré hacia adelante y empecé a gritar, lleno de ansiedad:
–¡Oh, señor Thrash! ¡Volved! ¡No os alejéis tan rápido, no me dejéis en este sitio tan desolado! ¿Qué haré sin vos, señor? ¡Volved!
Confundido y furioso, Thrash me llamó desde abajo.
–¿Has perdido el juicio, monstruo? Aquí estoy todavía, no me he movido. ¡Baja inmediatamente!
Sin prestarle atención, volví a pedirle a gritos que no me abandonara allí, mientras comenzaba a descender del árbol. Cuando llegué al suelo lo miré frente a frente, meneando la cabeza y frotándome los ojos en ademán de incredulidad.
–¡Pero si os he visto galopar en vuestro amigo, el caballo-elefante! – exclamé, desorientado-. ¡Juro que desaparecisteis tras aquella colina!
–¡Pamplinas! – rebatió él-. En ningún momento abandoné este sitio. Vuelve a trepar y dime verazmente lo que veas hacia adelante.
Lleno de obediencia, volví a trepar. Por segunda vez lo llamé a gritos:
–¡Volved, amo mío! ¡Galopáis demasiado aprisa! ¿Qué os he hecho para merecer tal castigo? ¡Oh, volved, volved!
Pasando por alto los gritos que emitía desde abajo, me deslicé por el tronco y me planté ante él.
–No me he movido -dijo-. ¿Qué tontería es ésta?
–Es una magnífica ilusión óptica, señor Thrash. Estabais aquí, pero desde la punta de ese árbol os he visto claramente galopar a toda velocidad sobre aquella colina próxima. ¡Qué maravillosamente cómico! Os ruego que trepéis; trepad y ved si vuestros ojos no divisan algo similar. Éste es un árbol mágico, instalado aquí por los espíritus benévolos para levantar el ánimo de los viajeros. ¡Trepad y reíd a gusto!
La cara de su vientre se quebró en una sonrisa desganada. Después, obediente, comenzó a trepar al árbol. Cuando hubo escalado un buen trecho salté sobre su caballo-elefante.
–Soy un gran hechicero -le rugí al oído-. Galopa tan velozmente como puedas hacia la colina más próxima, o te convertiré inmediatamente en un haz de leña en llamas.
Se lanzó hacia adelante con un impulso tal, que estuvo a punto de arrojarme al suelo; galopó como si lo persiguieran los demonios. Al volverme vi a Thrash Pondo Pons en la cima del árbol, señalándome.
–¡En verdad es un árbol mágico! – rugía-. Juraría que te veo galopar en mi corcel por la colina próxima. ¡La ilusión es perfecta! ¡Magnífico, maravilloso!
Se estremecía de risa y el árbol temblaba con él. Un momento después, la cabalgadura y yo habíamos traspuesto la cresta de la colina.
Mis problemas no tardaron en complicarse aún más. El caballo-elefante desarrollaba una velocidad sólo explicable en la cabalgadura de un gran hechicero. Lamentablemente nunca he sido buen jinete, y un salto demasiado brusco me lanzó fuera de la montura.
Caí sobre pasto corto y pude levantarme en seguida, sólo para ver que mi corcel desaparecía con todo el equipo. El sacudón que causara mi caída había despedido también un pequeño barril de plata tallada. Representaba mi única posesión. Al abrirlo descubrí que estaba lleno de ese nauseabundo polvo de conchas; me vendría bien, sin embargo, puesto que sin él no podía entrar a ninguna aldea.
Soplaba un frío viento nocturno. Al erguirme tuve una curiosa sensación. Se habría dicho que una de mis piernas era más ligera que la otra. En ese lugar la tierra estaba hendida, como causa de una pequeña falla geológica. Al caminar de un lado a otro descubrí que todo mi cuerpo era más ligero al pasar por sobre esa grieta. Sin duda ese inesperado cambio de peso había sido el responsable de mi caída.
Se acercaba la noche. Incapaz de resolver el misterio, puse el pequeño barril bajo el brazo y avancé. Rato después vi delante de mí una luz y llegué a una aldehuela situada en un terreno boscoso.
Era el momento de indicar a los habitantes que un extranjero buscaba asilo, y de iniciar el absurdo rito mágico que me permitiría la entrada, pero aquel lugar estaba extrañamente silencioso. Además sentía frío, y no tenía ánimos de perder el tiempo en tonterías. El sol rosado desapareció tras las colinas oscuras. Por lo tanto, crucé temerariamente el portón de madera y entré al caserío.
Las viviendas formaban un grupo diverso, como de costumbre; las había hechas de piedra, de cantos rodados y de barro. Se amontonaban a mi alrededor como otras tantas vacas cubiertas por frazadas. La luz que yo había visto desde lejos provenía de una especie de foco, instalado en el medio de la «calle» para iluminar las casuchas.
Nada se movía. Sacando valor de donde no lo había, puesto que hacía demasiado frío para demorarse fuera como un cobarde, entré a la vivienda mejor iluminada. Una atmósfera neblinosa me cerró la garganta. Varios glumpaltianos, con la habitual variedad de formas y tamaños, se acurrucaban inmóviles en el cuarto, bajo pieles o alfombras; algunos roncaban suavemente.
Me deslicé hasta un cuarto trasero en busca de alimento. Allí encontré un tonel que contenía caracoles marinos muy salados. Mientras discutía con mi estómago sobre la posibilidad de comerlos, se oyó un ruido de pasos en la calle. Desde un rincón, con el cuerpo encogido, vi entrar a alguien por la puerta que yo había empleado. He dicho «alguien», como si se tratara de una persona, pero se parecía más a un cangrejo; los ojos estaban instalados sobre dos tallos y caminaba con varios pares de patas.
Se dirigió sin vacilar hacia donde yo estaba, levantó el tonel de caracoles y algunos otros alimentos y los guardó en los bolsillos de su enorme chaqueta. Me resultó humillante ver cómo robaba lo que yo había pensado hurtar, pero guardé silencio. Si ese individuo era un descastado dentro de aquella sociedad, tal vez me fuera de mayor utilidad que los otros; y en el caso de que huyera hacia un refugio seguro con abundantes alimentos, yo no podía hacer nada mejor que seguirle.
Eso fue lo que hice. El hombre-cangrejo pasó de casa en casa sin preocuparse por no hacer ruido, aumentando su carga en cada escala. La helada crujía a su paso. Desesperado ya de frío, arrebaté a uno de los durmientes una gruesa piel. Ni siquiera se movió; probablemente estaba hibernando.
El hombre-cangrejo, habiendo completado su ronda, abandonó el caserío y marchó a campo traviesa. Yo lo seguí discretamente. En ese lugar aumentaba el riesgo de ser descubierto; había surgido una luna inmensa que avanzaba velozmente por el cielo, inundando la tierra con su fulgor.
Llegamos a un valle y volvimos a trepar. Al dejar atrás un escarpado risco me encontré ante una vista extraordinaria: una cortina de arco iris pendía sobre el sendero, elevándose desde el suelo hasta alcanzar unos treinta metros de altura. Llegué a tiempo para ver que el hombre-cangrejo se escurría a través de ella.
El arco iris era principalmente violáceo, rojo y azul; los colores eran tenues, pero muy claros. Al aproximarme volvió a asaltarme aquella sensación de no tener peso. Se me hizo más y más difícil posar los pies en el suelo o avanzar.
Entonces pude ver que el arco iris se expandía desde un precipicio cuya extensión era de unos treinta metros. Tomé impulso y lo franqueé sin dificultad. Aterricé con suavidad, en el preciso instante en que el hombre-cangrejo desaparecía en una casa pequeña cavada en la roca.
–¡Por favor, quiero hablar una palabra con usted! – grité en galingua.
No esperaba que comprendiera, pero quería ver cuál era su reacción. Yo tenía preparado un grueso palo con el que podría arrojarlo al abismo si se producía una pelea.
–Para todo el mundo tengo una palabra -replicó.
Era increíble pensar que ese cangrejo malformado supiera hablar la lengua galáctica. Olvidé toda precaución y me acerqué a su puerta, por la cual asomaba un rayo de luz.
–¿Dónde aprendió usted a hablar galingua? – pregunté.
Él estaba revisando un anticuado armario y me respondió sin volverse:
–Soy el Intérprete. Hablo todos los idiomas. No se habla en Glumpalt una lengua que yo no conozca.
Si tal cosa era cierta, yo había estado muy acertado al seguirlo.
–Podríamos ayudarnos mutuamente -dije.
–No soy útil a nadie, a menos que puedan enseñarme un nuevo idioma -replicó.
Entonces se volvió para examinarme. Era corpulento, pero su caparazón parecía bastante frágil. Reuní cuanta confianza me fue posible y cerré la puerta a mis espaldas.
–¿Cuántos idiomas se hablan en Glumpalt?
–Dos mil treinta y dos, y yo los hablo todos.
–¡No es cierto! ¡Son dos mil treinta y tres!
Y empecé a hablarle en el idioma terráqueo. Se mostró sorprendido. Al fin dijo:
–Discutiremos esto mientras comemos. Pasa y siéntate, ojos-planos: somos amigos.
Cada uno de nosotros se sentó en un extremo de una bañera invertida, sobre la cual amontonó varios comestibles. Cuanto más hablaba, más loco lo creía yo, especialmente porque solía interrumpir su charla para acercarse a mí. Me confió que el aprendizaje de idiomas era su única habilidad. Tenía un cerebro anormal; era capaz de aprender un idioma nuevo en sólo una semana. En Glumpalt se hablaban muchas lenguas, pues cada provincia tenía la suya. A raíz de eso se lo había tomado como intérprete en la corte del Ungulph de Quilch. Pero acabó por perder los favores del Ungulph, quien le robó su nombre y lo expulsó de la corte. Desde entonces vivía como ermitaño anónimo; conocido tan sólo por el apelativo de El Intérprete.
Al acabar este fárrago, habiendo comido yo lo que podía tragar de aquella repugnante comida, me levanté.
¡Estaba atrapado! Unas fibras pegajosas me sujetaban el cuerpo; traté de arrancármelas, pero se me adhirieron a las manos y no pude romperlas.
–Eres mi prisionero -dijo-. Vuelve a sentarte. Permanecerás aquí durante una semana, para enseñarme ese dialecto que llamas terráqueo. Después volveré a dejarte libre.
Por lo que decía comprendía que no era precisamente un cangrejo, sino una araña: los hilos surgían de sus propias entrañas, y sus maniobras en torno a la mesa habían sido hechos para apresarme secretamente.
Pero no me dejé invadir por la desesperación. El recuerdo de la nave transgaláctica me prestó ingenio.
–Estamos a siete awdervs de marcha con respecto a Ongustura -dije-. Te enseñaré el terráqueo con mucho gusto si me llevas allí.
–Aprenderé cómodamente aquí mismo.
–No puedo enseñarte nada aquí. Tú has sido privado de tu nombre; a mí me han quitado todas las preposiciones. Iba camino hacia Ongustura para recuperarlas de las manos de un hechicero. Si me llevas allí te enseñaré todo, menos las preposiciones, durante el viaje; aquéllas las tendrás inmediatamente cuando lleguemos.
–¿Quién es ese mago? – preguntó, suspicaz.
–Se llama Condesdepor.
–¡Hum! Lo pensaré.
Y así diciendo se colgó de las vigas por un hilo recién hecho, cayendo en un estado de coma. A pesar de mi incomodidad, me quedé dormido sobre la bañera.
–Partiremos pronto -dijo-. Acepto tu proposición. Iremos a Ongustura para recoger tus preposiciones y para completar mi dominio del idioma terráqueo.
Mientras él se preparaba me aventuré por el exterior de la casa. Las ligaduras me permitían llegar hasta el precipicio. Una vez más experimenté una sensación de ligereza.
En un salto que equivalía a flotar, me lancé hacia el abismo. El fondo, lodoso y lleno de piedras, no ofrecía explicación alguna para aquella falta de peso. Sin embargo, al hurgar con una piedra afilada, toqué algo sólido. Traté de extraerlo y logré romper un fragmento. Parecía tiza natural.
La dejé caer. De inmediato salió disparada por los aires, y se perdió entre las nubes a toda velocidad.
Lleno de entusiasmo por el descubrimiento, me llené los bolsillos con fragmentos de aquel material. Pronto estuve tan ligero que habría podido alzar vuelo, de no haberme llenado otros bolsillos con piedras comunes de las más pesadas.
Volví corriendo a la sucia cabaña; en mi entusiasmo di en tratar al Intérprete como si fuera humano. Solté un fragmento de aquella liviana materia y le mostré cómo subía velozmente hacia el techo.
–Es material antigravitatorio -exclamé-, y se da en forma natural. Tienes una fortuna en tu umbral, ¿no te das cuenta?
Él sacudió sus antenas visuales en una forma horrible.
–Este material existe en pequeñas vetas en todo Glumpalt -explicó-, pero nadie lo toca porque se lo considera de mal agüero. Morirás si insistes en conservarlo.
Lo conservé. Al partir en el viaje hacia Ongustura llevaba los bolsillos cargados con aquel material. Sólo mediante un saco lleno de piedras cargado a la espalda lograba caminar normalmente.
Al recordar esa ocurrencia en la actualidad no puedo menos que reír, pues nuestras desgracias pasadas nos divierten tanto como las desventuras presentes de nuestros amigos. ¡Aquel viaje fue algo absurdo! El camino corría por sendas pedregosas o montañas desnudas; era un eterno resbalar o trepar laderas de barrancos. El Intérprete, disponiendo de ocho patas, no tenía mayores dificultades, pero yo solía quedar exhausto.
De cualquier modo, no pasaba minuto sin que uno de los dos echara a hablar. El Intérprete absorbía los idiomas por un principio gestáltico incomprensible para mí. Mi única tarea era charlar sobre cualquier tema en mi lengua materna; él lo aprendía todo. No puedo expresar lo humillante que resulta, al ascender una cuesta empinada, verse obligado a perorar sobre los orígenes de la federación galáctica, por ejemplo, sin dejar de omitir cuidadosamente todas las preposiciones. Mi ingenio me había impuesto una dura tarea.
El Intérprete, a su modo, no era mala compañía. Con frecuencia yo rozaba casualmente algún tema, que él desarrollaba en seguida durante horas. Con respecto a la creación de Glumpalt me reveló muchas cosas que yo deseaba saber.
–La nebulosa que tú llamas Constelación de Smith -dijo- se formó por la colisión de dos nubes de gas cósmico, una de ellas compuesta de antimateria. Este pequeño planeta se condensó a partir de la mezcla resultante. Lo que tú denominas material antigravitatorio, esa especie de tiza, es antimateria marchita que, al liberarse de su entorno, sufre el violento rechazo de la materia que la rodea.
–¡Me estás ofreciendo una explicación científica de algo que antes considerabas magia!
–La magia abarca todo el sistema cósmico -replicó-. La ciencia, en cambio, sólo cubre la pequeña parte de ese sistema que podemos racionalizar.
Me contó también cómo había afectado a los seres vivos desarrollados en Glumpalt la extraña composición del planeta. Allí nunca se dio la acostumbrada subdivisión de la vida animal. Los genes de la antimateria posibilitan que un hombre-pez tenga una progenie correspondiente a un hombre-ave. Las variaciones del día y del clima no ayudaron a regularizar las cosas.
Aquélla fue la primera vez que oí mencionar a los hombres-ave. Un derv después pude ver uno con mis propios ojos. Había empezado a nevar con tranquila insistencia, cosa que me descorazonaba por completo. Levanté la vista al cielo encapotado…
A uno o dos metros de altura se había posado una criatura escuálida, batiendo las alas. Éstas estaban constituidas por un pellejo áspero como piel de gallina; en los bordes exteriores presentaba unos dedos colgantes, de color rosa subido. Sus ojos eran como agujeros cavados en el lodo y estaban fijos en mí.
Le arrojé una piedra. La criatura voladora agitó aquellas alas oscuras y alzó vuelo por sobre la nieve.
El Intérprete torció entonces la grupa y eyaculó un hilo de aquella fibra pegajosa que yo conocía tan bien. La hebra salió disparada hacia arriba y se enroscó al tobillo de aquel ser volador. De todo lo que he visto en Glumpalt, es ese incidente el que más nítidamente se ha grabado en mi memoria. El hombre-pájaro perdió el equilibrio y cayó hacia atrás con ásperos gritos.
La pobre criatura efectuó un aterrizaje penoso y quedó a pocos metros de nosotros, temblando sobre la nieve. Cuando nos aproximamos nos rogó misericordia en un idioma estrafalario.
Por toda vestimenta llevaba un casco sujeto al cráneo. Desde la cintura hacia abajo, su cuerpo presentaba un pelaje sucio. El pecho recordaba el de las palomas; la cara, el hocico de un topo, erizados de bigotes. La piel era azulada o amarillenta, incluyendo la de esas dos desagradables alas que le colgaban de los hombros como dos escrotos vacíos. Parecía agonizar de miedo y de frío.
El Intérprete lo interrogó ferozmente en esa lengua cloqueante; después volteó de un golpe a aquella patética criatura y volvió hacia mí uno de los ojos.
–Malas noticias, amigo bípedo -dijo-. el Ungulph de Quilch está en una de sus temporadas dedicadas al saqueo. Si me encuentra, mi lápida será la corteza de un pastel. Sus hombres están por los alrededores; esta criatura forma parte del grupo. Tendremos que escondernos en la aldea más próxima.
Por lo que Thrash Pondo Pons me había dicho del Ungulph, yo tenía de él una idea bastante desgradable. Apreté el paso tras el Intérprete, arrastrando al hombre-pájaro por la hebra que le sujetaba el tobillo; el pobre iba emitiendo gorjeos de lamentación.
La aldea siguiente era una de las más repulsivas que allí pude ver. Sus habitantes, en general, tenían aspecto de conejos: estaban dotados de largas orejas y vivían bajo tierra. El Intérprete y yo nos sometimos a los habituales ritos de purificación; afortunadamente yo conservaba aún el pequeño barril de plata en donde guardaba el polvo purificador. Cuando hubimos cumplido con el rito, en medio de la nieve, se nos permitió entrar por un túnel muy estrecho, cavado en la tierra.
Otros túneles se abrían a ambos lados, algunos sin salida, llenos de familias vocingleras.
–¡Qué lugar maloliente! – jadeé, pisando con cautela aquel muladar.
–Al menos está caldeado -replicó el Intérprete.
Me pregunté si alguien, en ese planeta atrasado, tendría siquiera sentido del olfato.
El túnel por el que circulábamos parecía ser una calle principal. Terminaba en una amplia caverna cruzada por un río. A lo largo de la orilla se levantaban varias viviendas, casi colgadas sobre el agua. El Intérprete abordó a un hombre-conejo que nos condujo a una de aquellas casuchas.
Éste nos dejó en una especie de armario pestilente que llamó «cuarto», y se llevó a nuestro hombre-pájaro, que gorjeó mil protestas en tanto lo arrastraban.
–¿Qué ocurre con el hombre-pájaro? – pregunté, una vez que estuvimos solos.
–Lo he cedido a cambio de nuestro alojamiento por esta noche -respondió el Intérprete-. Prosigamos con mi lección de terráqueo. Estábamos tratando el tema de las religiones, pero tendrás que explicarme otra vez qué era la Asunción.
Hablé. Imaginé las palabras de mi pobre idioma materno aprisionado por aquel cerebro increíble que ya había capturado otras dos mil lenguas. Las vi acomodadas en hilera, como botellas cubiertas de polvo en un estante de la buhardilla.
Cuando nos llamaron a comer descendimos a una habitación atestada por criaturas mutantes de largas orejas, que preferían centrar su atención en la comida y no en nosotros. La comida no sabía tan mal como la que había probado hasta entonces en Glumpalt. Era un guiso amarillento, tal vez lleno de huesos y grasa, pero sabroso.
–¡Excelente! – dije a mi compañero-. Te agradezco este magnífico alimento.
–Agradécelo al hombre-pájaro. Él lo ha provisto.
–¿De qué modo?
–Sólo las alas no son comestibles, pero una vez curtidas constituirán un manto perfecto.