PELIGRO: RELIGIÓN

Avanzábamos los cuatro, lenta y penosamente, a través de la nada. Debíamos formar un grupo extraño.

Al frente iba Royal Meacher, mi hermano, todo brazos largos y manos huesudas en lucha contra el viento para no perder su manto, una capa harapienta cuya posesión retenía con tanto esfuerzo como la de su autoridad. La brisa del norte, al proseguir su rumbo, zarandeaba la silueta de Turton, nuestro pobre Turton, el viejo mutante; su tercer brazo y la pierna adicional, completamente inútiles, se combinaban con la chaqueta negra para darle, ante quien lo mirara desde atrás, el aspecto de un escarabajo. Turton llevaba al hombro a Cándida, en una posición sumamente incómoda.

Ella chorreaba todavía. El pelo le colgaba como una cinta ajada. La oreja izquierda golpeaba a cada paso la costura central de la chaqueta de Turton; mientras tanto, el ojo derecho parecía mirar a ciegas en mi dirección. Cándida es la cuarta mujer de Royal.

Yo soy Sheridan, el hermano menor. Aquella mirada fija me hacía sentir traicionado; tenía la esperanza de que el mismo balanceo de la marcha le cerrara el ojo en algún roce, cosa que habría sido probable de no estar la mujer cabeza abajo.

Avanzábamos hacia el norte, hacia los molares del viento, por una ruta angosta y muy recta. Parecía no conducir a ninguna parte, pues frente a nosotros, a pesar de las ráfagas, se levantaba una miasmática neblina. El camino corría a lo largo de un dique recién construido, cuyos lados eran de tierra desnuda. Ese dique separaba una extensión de mar, que se abría a ambos costados.

A la derecha el agua era visiblemente menos tranquila que a la izquierda, en ésta última el cuerpo acuático ya había sido separado de sus orígenes por un malecón. Al sector derecho le esperaba el mismo destino.

Más allá, casi en el límite de nuestra vista, se veía otro dique en dirección paralela al de nuestro lado. El océano estaba sufriendo una división en parcelas. A su debido tiempo, según progresaran las obras de avance, las parcelas se drenarían y el mar se abriría en charcos; esos charcos acabarían en cieno y el cieno en tierra fértil; ésta, a su vez, en verduras. Y las verduras… ¡Ah, sí! Las verduras, una vez ingeridas, se convertirían en carne. Por eso había fantasmas de hombres futuros en aquellas dos mitades de mar: una con oleaje, la otra rizosa.

Sin cesar en mi avance tras el rastro mojado que dejaban el pelo y las ropas de Cándida, miré hacia atrás por sobre mi hombro. La vasta pira funeraria de la que nos alejábamos se perdía en la distancia; el horno ya no era sino una diminuta pipa negra coronada por llamas. Ya no sentíamos su calor, y no nos llegaba el olor de los cuerpos incinerados; pero sus efluvios perduraban en nuestros recuerdos. Royal seguía hablando sobre el tema, entre citas al azar, según su costumbre; parecía conversar con el viento.

–Es digno de hacerse notar: los parsimoniosos holandeses reclaman al mismo tiempo la tierra y los muertos, en una sola operación. Y esos horripilantes cadáveres, emponzoñados por el mar y por las radiaciones, constituirán excelentes fertilizantes una vez reducidos a cenizas. ¡Qué conveniente y preciso! El huso de Occam hila muy fino, amigos míos; las colillas obscenas de una reacción química sirven de comienzo a la otra. “Maravilloso es el plan según el cual fue sabiamente ordenado éste, el mejor de los mundos”. Con cuarenta mil holandeses muertos se podría lograr, en cinco años, una buena cosecha de repollos. ¿Verdad, Turton?

El hombre, ya vencido por los años, replicó:

–Antes de las dos últimas guerras, aquí se cultivaban tulipanes y otras flores, según dice el fogonero del horno.

Y la cabeza de Cándida asintió estúpidamente.

Ya estaba cayendo la noche, y la niebla empezaba a cerrarse; a medida que el viento amainaba, el mar cautivo, enfurruñado, iba quedando inmóvil. Por sobre el hombro de mi hermano pude ver una luz, y murmuré agradecido su feo nombre: Noor-doostburg-op-Langedijk.

–Esa mohosa montaña de cadáveres no parecía tan apropiada para tulipanes como para repollos, Turton -dijo Royal-. Además, ¿qué mejor final para una. muerte tan indigna? Recuerda lo que decía Browne: “Que nuestra tumba sea arrasada, que en nuestro cráneo escancien vino o en flautas tornen nuestros huesos para diversión del enemigo…” ¿Cómo seguía? “…son abominaciones trágicas de las que escapa todo aquel que es sepultado entre las llamas”. ¡Desde la época de Browne hemos desarrollado mucho el ingenio! La destrucción nuclear y la incineración no tienen por qué ser el fin de nuestros problemas: aún podemos servir de abono al género de la brassica

–Hablábamos de repollos, repollos o tulipanes -observó distraídamente el viejo Turton.

Pero Royal no se dejó interrumpir. Siguió hablando mientras avanzábamos. Yo no le prestaba atención; sólo quería salir de ese interminable terraplén; verme a salvo en la calidez de la civilización.

Al llegar a Noor-doostburg-op-Langedijk, mera plataforma unida por el dique y el malecón a la tierra distante, entramos al único café. Turton depositó a Cándida en un banco. Irguió su espalda de escarabajo y estiró los brazos -aunque el tercero nunca llegaba a ponerse derecho-, gruñendo con alivio. El dueño del café se acercó de prisa.

–Lamento no poder presentarle debidamente a mi esposa -dijo Royal, mirando fijamente al hombre-. Es muy religiosa y está en estado de trance.

–Señor, ¿no está muerta la dama? – preguntó el patrón.

–No; es un mero trance religioso.

–¡Está muy mojada, señor!

–Cualidad que comparte con la maldita extensión de agua en donde cayó al entrar en su trance. ¿Tendría usted la gentileza de servir tres platos de sopa? Mi esposa, como usted puede ver, no cenará.

El patrón se alejó vacilando, Turton lo siguió hasta el mostrador.

–Verá usted: la señora es muy susceptible a todo lo que sea religión. Vinimos desde Edimburgo especialmente para ver la cremación, allá en la ruta. La señora Meacher quedó sobrecogida por el espectáculo. O tal vez fue el olor, o el ruido de los cadáveres burbujeando en el incinerador; no lo sé. El hecho es que, sin darnos tiempo a sujetarla, cayó hacia atrás y ¡plaf!

–¡Turton! – exclamó Royal, severo.

–Sólo quería pedir prestada una toalla -explicó el viejo.

Después de aquello cenamos en silencio, mientras las ropas de Cándida iban formando un charco en el suelo.

–Di algo, Sheridan -protestó Roy, golpeando con la cuchara sobre la mesa para llamar mi atención.

–Me preguntaba si habría pesca por estos parajes.

Me dedicó su habitual gesto de disgusto y se volvió.

Afortunadamente no me fue necesario decir otra cosa, pues en ese momento entraron los otros integrantes de nuestro grupo. La ceremonia de incineración había terminado luego de que nos marcháramos; si lo hicimos antes de tiempo fue sólo a causa de Cándida.

El café no servía más que sopa y chocolate racionado. Cuando los del grupo hubieron acabado sus escudillas de sopa, cargué a Cándida sobre los hombros de Turton y todos salimos del local.

El clima se estaba luciendo: al cesar el viento había empezado a llover. La lluvia caía sobre el pavimento, en el bañado y en el mar agitado; caía sobre el avión-taxi. Todos nos amontonamos dentro de él, a empujones y codazos. Royal se las compuso para ser el primero en lograr sitio al abrigo de la lluvia, Turton y yo fuimos los últimos en subir.

Este avión-taxi era un simple misil sobrante de la última guerra y reformado para servir como transporte civil. Aunque fuera algo incómodo, servía. Nos dirigimos hacia el noroeste por sobre el mar; no se veía una luz en la parte septentrional de Inglaterra, blanco de muchos ataques. Un cuarto de hora después, la luminosidad de Edimburgo asomaba en la húmeda obscuridad.

Nuestro vehículo era propiedad del gobierno. Los transportes privados en todas sus variantes eran cosa pasada. Tal situación se debía principalmente a la falta de combustible, pero además, al término de la última guerra, en 2041, las leyes promulgadas prohibieron el transporte privado…, aunque el gobierno se mostró muy dispuesto a alquilar los suyos a medida que la producción aumentaba.

En el aeropuerto de Turnhouse descendimos del avión-taxi y nos abrimos paso por entre la multitud hasta una parada de ómnibus. Al poco tiempo llegó un colectivo, pero demasiado lleno como para tomarlo. Resolvimos aguardar y tomamos el siguiente. Nos llevó lentamente al centro de la ciudad, como si fuéramos ganado en pie.

Esta clase de cosas suele amargar los días más plancenteros. Aquélla era sólo una de las muchas excursiones que habíamos hecho para festejar mi desmovilización del ejército.

Después de la guerra, Edimburgo se había convertido en la ciudad capital de Europa, principalmente porque las otras estaban destruidas por completo o eran inhabitables, ya fuera a causa de las radiaciones o de las consecuencias del ataque bacteriológico. Algunas antiguas familias escocesas se sentían orgullosas por aquella nueva categoría; otros pensaban que la grandeza se volvía contra ellos. Sin embargo, la mayoría sacaba ventajas de aquella buena racha, elevando los alquileres a alturas astronómicas. Los refugiados, evacuados y personas sin hogar afluían a la ciudad por millares, sólo para encontrarse incluidos en la ardua batalla por el espacio vital.

Al descender en el centro de Edimburgo me vi separado de mis compañeros por la misma multitud, esa multitud anónima y maldita que hablaba todos los idiomas de Europa. Me desasí de una mano que me tironeaba de la manga, pero los dedos volvieron a sujetarme con más fuerza. Me volví, ya irritado, para encontrarme bajo la mirada de un hombre moreno y corpulento. Dadas las circunstancias, no hice sino comentar para mi coleto que aquella cara semejaba realmente una catedral gótica.

–¿Es usted Sheridan Meacher, de la Universidad de Edimburgo, catedrático en historia? – preguntó el hombre.

No me agrada que me reconozcan en las paradas de ómnibus.

–Historia europea -respondí.

Su expresión era inescrutable; tal vez fuera de fatigada victoria. Me indicó por señas que le siguiera. En ese preciso momento la multitud, en su avance, nos expulsó hacia una calle lateral.

–Quiero que me acompañe -dijo.

–No lo conozco a usted. ¿Qué desea?

Llevaba un uniforme blanco y negro que no aumentaba mi simpatía por él. Me sentía harto de uniformes, después de haberlos visto en demasía en los cansadores años de guerra subterránea.

–Usted está en dificultades, señor Meacher. Mi habitación está a cinco minutos de aquí. ¿Tendría la bondad de venir conmigo para hablar de esto? Le aseguro que no le causaré dañó, si esa es la razón de sus vacilaciones.

–¿De qué dificultades me habla? No tengo ninguna.

–Venga conmigo y lo discutiremos.

Después de todo, no me resultaría difícil cuidarme de ese tipo; habiendo decidido eso, me encogí de hombros y lo seguí. Juntos recorrimos un par de calles apartadas hacia el Grassmarket, para entrar finalmente por una puerta mugrienta.

El hombre de la cara gótica me precedió por una escalera de caracol. En algún momento se abrió una puerta; una cara de vieja, apenas iluminada, asomó por ella para espiarnos. Después la hoja volvió a cerrarse con un golpe, dejándonos en penumbras.

El hombre se detuvo en uno de los descansillos y rebuscó en el bolsillo de su chaqueta, diciendo:

–No creo que estas casas hayan cambiado mucho desde que el doctor Johnson estuvo en Edimburgo… -poco después, cambiando el tono de su voz, agregó-: Es decir… entre ustedes hubo un doctor Johnson, Samuel Johnson, ¿verdad?

Sin comprender sus palabras -aunque lo había tomado por inglés-, respondí:

–Naturalmente; sé quién era Johnson. Estuvo en esta ciudad para visitar a su amigo Boswel en… más o menos en 1773, me parece.

Mi compañero suspiró con alivio en la oscuridad, mientras introducía una llave en la cerradura.

–Claro, claro -dijo-; olvidaba que la ruta entre Londres y Edimburgo estaba abierta por entonces. Perdone.

Abrió la puerta, encendió una luz y me hizo pasar. Entré bastante confundido, pues su comentario me había perturbado. ¿Qué querría decir aquel hombre? Edimburgo y Londres llevaban mucho tiempo conectadas -aunque a veces a duras penas- cuando Johnson visitó nuestra ciudad. Aquel gótico extranjero empezaba a despertarme raras ideas, que más adelante resultarían totalmente inexactas.

El cuarto estaba casi desnudo, y tenía el aspecto impersonal de todos los alojamientos alquilados: en un rincón había una mesa de tocador combinada; en otro, un generador manual por si fallaba la corriente eléctrica principal; hacia el lado opuesto se veía un biombo que ocultaba una cama. Mi anfitrión se acercó a la ventana para correr las cortinas antes de enfrentarse a mí.

–Debo presentarme, señor Meacher. Me llamo Apostólico Rastell; soy el capitán Apostólico Rastell, del Cuerpo de Investigación de Matrices.

Incliné la cabeza, aguardando; en esta época el mundo está lleno de asociaciones cuyos nombres parecen siniestros. Nunca había oído hablar de ese Cuerpo de Investigación de Matrices, pero no pensaba revelar mi desventaja, de modo que preferí no decirlo. Permanecimos mirándonos intensamente, como si nos estudiáramos. El capitán Rastel era un hombre corpulento, tal vez no muy limpio, pero atractivo; macizo sin llegar a la obesidad, no había cumplido los treinta años, tal vez. Era dueño de un rostro extraordinario; parecía capaz de mirar el instante final del universo sin conmoverse. Se retiró tras el biombo, y con una sonrisa volvió a salir arrastrando un objeto similar a un baúl, que dejó apoyado sobre uno de los extremos.

El baúl tenía una especie de cerradura de combinación. Rastel luchó con ella, mirándome con gesto algo ceñudo, en tanto chasqueaban uno a uno los seguros.

–Será mejor que eche una mirada a lo que hay aquí dentro antes de que yo le dé ninguna explicación -dijo.

Abrió entonces el baúl. Lo que allí pude ver me obligó a arrojarme impulsivamente hacia adelante. Cuando hube mirado a fondo el contenido, me sentí atacado por un horrible mareo y me tambaleé. Él me sostuvo mientras me recobraba.

Dentro del baúl había una silla pequeña, una especie de banco provisto de respaldo. Estaba orlado por varios instrumentos que recordaban en algo el torno y los otros artefactos que rodean el sillón del dentista. Pero lo que me tomó por sorpresa fue algo situado detrás de la silla.

Me vi reflejado en una pantalla que cubría la parte trasera del baúl; también el cuarto anónimo se reflejaba allí, si puede llamarse reflejo a esa imagen de dimensiones apretadas y retorcidas de forma tal que las siluetas de nosotros dos no parecían estar en el interior de un cubo, sino fuera de él. El efecto era el mismo que se logra al mirar un espejo deformante, pero aquello no era un espejo: lo que yo miraba era mi propio perfil.

–¿Qué es esto?

–Usted es un hombre inteligente, señor Meacher, y yo tengo prisa. Por lo tanto confío en que esta visión haya bastado para sugerirle que hay sectores de vida desconocidos para usted, en los cuales nunca ha podido ni querido echar un vistazo. Hay otras tierras además de la que ustedes ocupan, señor Meacher; yo he venido de una de ellas, y quiero proponerle que me siga hasta allá.

Retrocedí, no sin dignidad, y me senté en una silla, mirándolo fijamente. Sería aburrido y algo vergonzoso relatar aquí los terrores, las esperanzas y las suposiciones que cruzaron por mi mente en ese momento. Al cabo me tranquilicé lo bastante como para escuchar lo que ese hombre me decía. Era, más o menos, lo que sigue:

–Aunque usted no es filósofo, señor Meacher, tal vez sepa que muchos hombres pasan gran parte de su vida a la espera de un desafío; se preparan para afrontarlo, aunque no sepan de qué se trata hasta que llega el momento. Confío en que usted pertenezca a ese tipo de personas, pues no dispongo de tiempo ni de paciencia como para ofrecerle una explicación completa. En la matriz de la cual provengo existió en el siglo pasado un dramaturgo llamado Jean Paul Sartre; en una de sus obras hace decir a un personaje: “¿Eso significa que serías capaz de juzgar una vida entera por un solo acto?” Y el otro responde, simplemente: “¿Por qué no?”. Le pregunto, señor Meacher: ¿vendrá conmigo?

–¿Para qué?

–Eso debe contestarlo por sí mismo.

Dadas las circunstancias, tras ese comentario se ocultaban suposiciones monstruosas. Me puse de pie; él tomó ese gesto por asentimiento y me aferró el brazo, diciendo:

–¿Viene usted? ¡Magnífico!

¿Qué clase de autoridad tiene una persona sobre otra? Sin protesta alguna permití que me llevara hasta el asiento del portal -si se me permite utilizar su propio término-, y cuando me hube instalado allí siguió diciendo:

–No se trata de nada para lo cual usted no esté preparado. Aunque se siente atónito, no está sorprendido. Aunque le resulte una novedad, no ha de ser nada distinto de lo que usted haya pensado por su cuenta, si le digo que la Tierra, tal como usted la conoce, es sólo una imagen tridimensional, lo que los geólogos denominan “afloramiento”, de un universo multidimensional. La idea del universo multidimensional está más allá de las posibilidades humanas; tal vez jamás podamos aprehenderla, pues uno de nuestros impedimentos consiste en que nuestros sentidos registran cada una de sus dimensiones como una realidad multidimensional.

–Rastell, por el amor de Dios… ¡No sé de qué me habla!

–La misma fuerza de su negativa me hace pensar lo contrario. Permítame explicarlo con una analogía que le resulte familiar. Una criatura bidimensional vive en una tira de papel. A través de ese papel pasa una burbuja, es decir, un objeto de tres dimensiones. ¿Cómo percibirá esa criatura a la burbuja? En primer término, como un punto que se va expandiendo en forma de círculo, hasta alcanzar la circunferencia máxima de la burbuja, cuando ésta esté en la mitad de su paso a través del papel; entonces el círculo empieza a contraerse hasta que…

–Sí, sí, comprendo, pero usted trata de decirme que esa criatura bidimensional puede trepar a la burbuja, lo cual me parece…

–Escúcheme, si la criatura no puede trepar a la burbuja es sólo debido a su actitud mental, su sistema de lógica. Su mentalidad debe efectuar un giro de noventa grados… y lo mismo ocurre con usted. Una los dos extremos de la tira de papel, y obtendrá una exacta representación de su mente: ¡un círculo cerrado! No puede percibir la existencia de otras matrices…, pero yo puedo hacérselas percibir. Con una sola torsión a la banda se obtiene un anillo de Moebius: un objeto de un solo lado. Ahora le daré una inyección que tendrá un efecto más o menos similar sobre sus percepciones, señor Meacher, con la diferencia de que ha de ganar una dimensión en vez de perderla.

¡Todo aquello era una locura! Debía haberme hipnotizado -me fascinaba, por cierto- para lograr que lo siguiera hasta ese punto.

–¡Déjeme en paz, Rastell! – exclamé, saltando del asiento-. No sé de qué me habla, y no tengo interés en saberlo. No quiero saber nada de todo ese asunto. Fue una tontería venir hasta aquí para escuchar estas… ¡Rastell!

Su nombre surgió de mis labios con la intensidad de un alarido. Había extendido la mano como para ayudarme a mantener el equilibrio, pero tenía en ella una pequeña hipodérmica y me la clavó en la vena de la muñeca izquierda. Una sensación de cálido escozor me trepó a lo largo del brazo.

Me volví hacia él, levantando el puño en un gesto instintivo, y le lancé un golpe a la cara; lo esquivó agachando la cabeza y alargó una mano para sostenerme, pues yo, perdido el equilibrio, me tambaleaba hacia adelante.

–En su lugar volvería a sentarme, Meacher -dijo-. Le he inyectado nicomiotina y usted no está habituado a ella; cualquier esfuerzo puede hacerle sentirse mal. Siéntese, hombre.

Fijé la vista en su cara de líneas largas, percibiendo la relación extraordinariamente sensata que guardaban sus rasgos entre sí. Aquella cara fija ante mí era como un punto central, una referencia desde la cual se podía trazar el mapa del universo entero, pues en ella se veía la influencia del tiempo y los acontecimientos; en ese vínculo vi representada la rueda completa de la vida humana. Sí, sabía, aun en ese momento, que me deslizaba ya bajo la influencia de la droga inyectada por Rastell. No importaba. La verdad es siempre la verdad, cuando la encontramos… o cuando ella nos encuentra a nosotros.

El movimiento que hice al sentarme estaba dotado del mismo dualismo mágico. Pues aunque el acto en sí parecía subordinado a la voluntad de Rastell, ya sabía que era en el fondo una demostración de mi voluntad, como si en el universo de mi cuerpo una parte de mí, la que yo llamaba voluntad, hubiese puesto en juego un millar de diminutas respuestas, ya que fibra y sangre cooperaban en el acto. Y mientras se llevaba a cabo este acto dramático y cósmico oía la voz de Rastell, atronando el espacio a cierta distancia.

–En la matriz que ustedes ocupan, según creo, atravesaron lo que actualmente se denomina la Edad del Tabaco, durante la cual (en especial la primera mitad del último siglo) mucha gente se esclavizaba al vicio del tabaco. Los cigarrillos no eran los objetos románticos que pintan nuestros novelistas, sino verdaderos asesinos, pues la nicotina, aunque beneficiosa para el cerebro en pequeñas cantidades, representa la muerte para los pulmones cuando se abusa de ella.

»Sin embargo, antes de que se abandonara la fabricación de cigarrillos, al terminar la década de 1960… ¿Cómo se siente, Meacher? No falta mucho. Decía que antes de quebrar, las fábricas de cigarrillos descubrieron la nicomiotina. Como esas firmas habían caído en el descrédito general, la nueva droga pasó desapercibida por cincuenta años. En realidad creo que en esta matriz, hasta donde alcanzan mis conocimientos, todavía permanece ignorada.

Me tomó la muñeca para buscarme el pulso, que se debatía bajo mi piel como un hombre apresado en un saco. Yo nada decía, hundido en un océano de sensaciones. En esos momentos comprendí las ventajas de permanecer inconsciente durate toda la vida; de ese modo uno quedaría libre para buscar las cosas que realmente le importaban.

–Tal vez usted no sepa, Meacher, que la nicotina solía retardar la eliminación de la orina. Desataba una cadena de reacciones mediante la cual la pituitaria volcaba en el torrente sanguíneo una sustancia denominada vasopresina; cuando ésta llegaba al riñon, se detenía la excreción de agua. La nicomiotina estimula la producción de noradrenalina por parte del hipotálamo y el tegumento del cerebro medio; esa es la parte del cerebro que rige la conciencia y sus funciones. Al mismo tiempo, la droga acumula miodrenalina en los vasos sanguíneos periféricos. Esto provoca lo que conocemos bajo el nombre de “transferencia de atención”. El resultado… todo esto es una explicación simplificada, Meacher, pues usted no está en condiciones de asimilar normalmente… el resultado, como decía, es una dislocación de la conciencia, indispensable para volverse desde una matriz a otra. Para retomar mi analogía anterior, el flujo de la atención recibe una torsión, como el anillo de Moebius, y pasa a la matriz siguiente.

»El asiento que usted ocupa es un circuito que puede ser afinado según varios niveles de vibración, cada uno de los cuales corresponde a una matriz. Si yo muevo esta palanca, usted y el portal se deslizarán sin tropiezos a la matriz de la cual provengo. No crea que es como cruzar una barrera: más bien, es evitarla. También se pueden alcanzar estos efectos mediante una prolongada disciplina mental. Tal era lo que los yoguis buscaban inconscientemente cuando… Ah, ya está pasando, Meacher. No se asuste.

Pero yo no estaba asustado. Me sentía como fuera de mi propio cuerpo, viendo que sobre todos nosotros descendían momentos de calma y liberación espiritual; esa paz ha de ser un secreto sólo develado por un puñado de hombres en cada generación. Y en el mismo larguísimo instante noté que se me había desintegrado el pie izquierdo.

No sentí fastidio alguno, pues el pie derecho se había desintegrado también, y la sabia simetría de ese hecho no hizo más que complacerme. Todo se estaba desintegrando en una neblina. Yo no lo tomaba muy en serio, aunque por un momento me asustó la mirada de basilisco que me echaron los botones de mi chaqueta; por un momento recordé los versos de Rimbaud sobre “los botones de la chaqueta, esos ojos de criaturas salvajes que nos lanzan miradas violentas desde el otro extremo de los corredores”. Después, tanto los botones como Rimbaud y yo, desaparecimos en una neblina.

Pasé a la matriz de Rastell, precedido por una sensación de malestar. De pronto me erguí en el asiento; temblaba, tenía el cuerpo frío y la mente despejada. La droga había acumulado sus efectos hasta cierto punto, para abandonarme después. Era como si un apasionado amorío acabara de pronto con un inesperado abandono, o una carta dolorosa. En mi desesperación miré a mi alrededor, y me encontré en un cuarto muy similar a aquél del cual había partido. Tenía la misma forma, idénticas las puertas y ventanas, la misma vista exterior. Pero las cortinas no estaban corridas, y en la calle había luz. Me pareció que el moblaje era también algo distinto, pero no había observado el otro con el suficiente detenimiento como para estar seguro. Sin embargo, de algo no cabían dudas; en el cuarto anterior no estaba ese hombrecito feo, vestido con indumentaria de trabajo, que me miraba inmóvil desde su sitio junto a la puerta.

Me sentí recorrido por la desilusión, la cólera y el temor. También por la incertidumbre. ¿Cómo estar seguro de que no había experimentado una larga inconsciencia, de que aquello no era un truco? ¿Dónde estaba ese maldito Rastell? Me levanté y corrí hasta el biombo que ocultaba el otro extremo de la habitación; afortunadamente allí había un lavabo fijo a la pared, pues la náusea hizo presa en mí al primer movimiento. Después de vomitar me sentí algo mejor.

Al salir de detrás del biombo, aún estremecido, vi que Rastel estaba allí.

–Pronto se sentirá mejor -dijo-. La primera vez es la peor. Ahora tenemos que salir. ¿Puede caminar bien? En la calle tomaremos un taxi.

–¿Dónde estamos, Rastell? Esto sigue siendo Edimburgo, ¿verdad? ¿Qué ha ocurrido?

Hizo chasquear los dedos en ademán impaciente, pero respondió con voz calma:

–Usted partió del Edimburgo de AA688; así designamos a la matriz en la cual nació. Ahora estamos en el Edimburgo AA541. En muchos aspectos vitales se asemeja al suyo; algunos detalles son idénticos. Pero la obra de la casualidad ha causado divergencias con respecto a lo que usted, en un principio, considerara como norma. Cuando se ajuste a la vida intermatrical comprenderá que no hay tales normas. Vamos.

–No comprendo. ¿Acaso puedo encontrar aquí a mi hermano y a su mujer?

–¿Por qué no? Hasta es posible que se encuentre a sí mismo, aquí o en otras mil matrices. Parece ser propiedad de la materia imitarse a sí misma en todas las matrices y, de tanto en tanto, modificar esas imitaciones.

Lo decía como si repitiera alguna idea aprendida. Mientras tanto se dirigió al hombrecito, que durante toda la conversación no se había movido de su sitio junto a la puerta. A pesar de mi confusión, noté que ese hombre llevaba un brazalete sobre la pernera del pantalón, bajo una rodilla; de ese brazalete irradiaban cuatro brazos cortos que parecían hundírsele en la carne. Rastel sacó una llave de su bolsillo y la introdujo en una cerradura que había en el brazalete; los cuatro brazos cayeron hacia afuera y quedaron colgando de sus goznes, fijados al borde del anillo. El hombre se frotó la pierna y recorrió cojeando la habitación, como si tratara de reactivar su circulación. Mientras tanto mantenía cierta vigilancia sobre nosotros -en especial sobre mí- sin mirarnos directamente y sin hablar.

–¿Quién es ese hombre? – pregunté-. ¿Qué hace usted?

–Le puse cerrojo para dejarlo inmóvil; de lo contrario habría podido intentar la fuga -Rastel sacó una botella de bajo su túnica y agregó-: Le alegrará saber, Meacher, que en esta matriz todavía hay whisky. Échese un trago; eso le ayudará a dominarse.

Bebí con gratitud el líquido ardiente que contenía la botella.

–Estoy tranquilo, Rastell, pero todo esto de que la materia se imita a sí misma en todas las matrices… es como una visión infernal. Por el amor de Dios, ¿cuántas matrices hay?

–Ahora no hay tiempo para explicar todo eso. Tendrá todas las respuestas que quiera si colabora con nosotros. De cualquier modo, hasta el momento hemos descubierto más preguntas que respuestas. La existencia del universo multimatricial fue descubierta hace sólo unos veinte años; el Cuerpo de Investigación de Matrices se creó hace quince, en 2027, el año en que estalló en su matriz la Cuarta Guerra Mundial. En ésta, tal guerra no se produjo.

–Lo siento, Rastell, pero debo regresar a mi antiguo mundo. No quiero saber nada de éste.

–Pues es ahora parte de él. Dibbs, ayuda al señor Meacher. Salgamos.

Dibbs era el hombre silencioso. Se acercó, bajos los ojos, pero siguió peligrosamente alerta. Retrocedí hacia la puerta y Rastel me tomó del brazo para hacerme girar sobre los talones, con cierta gentileza.

–No querrá dejarse manosear por un esclavo, ¿verdad? Vamos, anímese. Ya sé que la primera impresión es fuerte, pero usted es un hombre de inteligencia: tiene que adaptarse.

Le aparté la mano con un golpe.

–Precisamente porque soy un hombre inteligente es que rechazo todo esto. ¿Cuántas son estas matrices?

–El Cuerpo mide la conciencia en ciclotrones. Hay un infinito número de matrices, separadas entre sí por tres ciclotrones. Sí, un número infinito, Meacher; ya veo que la palabra no lo tranquiliza mucho. Por el momento sólo conocemos unas pocas decenas de mundos. Algunos son tan parecidos a este, que sólo difieren en pocos detalles: el nombre de un periódico dominical o el sabor del whisky. En cuanto a los otros… Vea, Meacher, encontramos uno en el que la tierra era… una creación imperfecta, una bola de ríos turbulentos y lodosos bajo capas de nubes permanentes.

Mientras hablaba había abierto la puerta. Bajamos por la escalera de caracol y salimos a la calle por la puerta mugrienta.

Yo había llegado de noche a esa casa, o a otra muy similar. Al salir me encontré con un día de color gris acerado, cuya luz concordaba con las piedras de la ciudad. ¡Oh, sí, era Edimburgo! Edimburgo, sin lugar a error; pero, también sin lugar a errores, un Edimburgo diferente del que yo conocía.

Los edificios parecían iguales, aunque el conjunto presentaba algo extraño; eso me hizo pensar en que estarían alterados en detalles que yo no llegaba a captar. La gente parecía distinta y se vestía de otro modo.

Había desaparecido la multitud harapienta y charlatana entre la cual Royal y yo caminábamos hacía sólo un rato. Las calles estaban casi desiertas; quienes circulaban por ellas respondían claramente a dos clases diferentes. Había hombres y mujeres que andaban con la cabeza en alto y el paso rápido, que sonreían e intercambiaban saludos; iban bien vestidos, de un modo que me impresionó como “estilo futurista”: llevaban cuellos anchos y planos y túnicas cortas de un material rígido, ya fuera cuero o plástico; casi todos los hombres ceñían espada.

Pero había otra clase de gente. Estos no sabían de saludos; avanzaban por las calles con andar sin gracia; fueran a paso rápido o lento, mantenían la cabeza gacha y miraban furtivamente por debajo de las cejas. Todos llevaban indumentaria de trabajo, al igual que Dibbs, y brazaletes bajo una rodilla, y un disco amarillo en la espalda, entre los omóplatos. Tuve tiempo de sobra para observar todos estos detalles mientras viajábamos en el taxi conseguido por Rastel rumbo a la estación Waverley.

El vehículo me sorprendió. En su interior cabían hasta cuatro personas, y funcionaba por tracción humana. En la parte posterior tenía un banco y tres hombres con indumentaria de trabajo encadenados a él -creo que por entonces yo ya me refería a ellos como a “la clase esclava”-; Dibbs se unió a ellos y todos empezaron a pedalear. ¡Así avanzábamos, propulsados por cuatro desechos sudorosos!

Había muchos vehículos similares por las calles. Otros eran sillas de mano; se adaptaban muy bien a la irregular topografía de Edimburgo. También vi a varios jinetes y algún camión convencional. No había autobuses ni coches particulares. Recordé entonces que en mi propia matriz esa última categoría estaba prohibida, e interrogué a Rastel al respecto.

–Tenemos más abundancia de hombres que de combustible -explicó-. Y a diferencia de su matriz, perversamente proletaria, en la nuestra los hombres libres suelen tener tiempo para el ocio y no necesitan correr de un lado a otro.

–Usted recalcó que debíamos darnos prisa.

–Así es, porque el equilibrio de esta matriz está en estado de crisis. La civilización está amenazada, y es necesario salvarla. Hemos traído aquí a seres de otras matrices porque nos hace falta contar con puntos de vista objetivos. Si bien la cultura de ustedes es inferior a la nuestra, eso no significa que les falte capacidad.

–¿Inferior? ¿Qué es eso de inferior? Ustedes parecen llevar un par de siglos de retraso con respecto a nosotros: tienen sillas de mano y anacrónicos taxis a pedal.

–Supongo, Meacher, que usted no querrá valorar el progreso según criterios materialistas -observó Rastell, levantando una de sus góticas cejas.

–De ningún modo. Lo valoro por la libertad individual, y a juzgar por lo poco que veo, esta cultura no ofrece nada mejor que un estado de esclavitud.

–Pues no hay nada mejor que la esclavitud. Usted es historiador, ¿verdad? Alguien capaz de no inspirar su juicio meramente en los criterios estrechos de su propio tiempo. ¿Qué raza se engrandeció sin el aporte de la esclavitud, incluyendo al Imperio Británico? ¿No fue la Grecia clásica una comunidad basada en la esclavitud? ¿Cómo se erigieron los grandes monumentos del mundo, sino con la fuerza de los esclavos? Desde cualquier punto de vista, usted está prejuzgando. Aquí tenemos una población sometida, cosa muy diferente de la esclavitud.

–¿Es así para la gente afectada?

–¡Oh, en el nombre de la Iglesia, cállese Meacher! Eso es mera oratoria.

–¿Por qué meter a la Iglesia en esto?

–Porque soy miembro de ella. Tenga cuidado de no blasfemar, Meacher. Durante su estadía estará naturalmente sujeto a nuestras leyes, y la Iglesia exige en nuestra matriz mucho más respeto por sus derechos que en la de ustedes.

Guardé un sombrío silencio. Mientras tanto, habíamos llegado al puente de George IV. Dos de los esclavos bajaron del vehículo, con las cadenas tirantes, y nos empujaron por ese trecho. Una vez cruzado el puente empezamos a descender por la empinada cuesta de El Montículo, frenando o a rueda libre, según los momentos, aunque un volante amortiguaba casi por completo las desagradables sacudidas de esa marcha. A nuestra izquierda se elevaba el grandioso castillo de Edimburgo, aparentemente igual al nuestro. En la parte más moderna de la ciudad, en cambio, noté una diferencia bastante marcada, aunque no pude individualizar las alteraciones, pues Royal, Cándida y yo llevábamos poco tiempo viviendo en Edimburgo.

Hacia adelante sonó un silbato. Yo no le había prestado atención, pero de pronto noté que Rastel se ponía rígido y sacaba su revólver del bolsillo. Junto a los peldaños de la Sala de Asambleas había un coche volcado. Los tres esclavos encadenados a él luchaban con sus cadenas, tratando de arrancarlas del vehículo. Uno de los pasajeros había sobrevivido al choque y asomaba la cabeza por la ventana para hacer sonar su silbato.

–Los subordinados han permitido otro choque -dijo Rastell-. Es la treta favorita. Son muy descuidados.

–Es un cruce peligroso. ¿Cómo puede usted decir que ellos lo permitieron?

En vez de responderme, Rastel entreabrió la puerta de nuestro vehículo y se asomó para gritar a nuestros esclavos:

–¡A ver, subordinados, detengan en seguida el coche! Quiero salir. ¡Dibbs, bájate!

Nos detuvimos con un chirrido en medio de la cuesta. Rastel bajó de un salto y yo hice lo mismo. Hacía frío; me sentí tieso e intranquilo, muy consciente de la enorme distancia que me separaba de mi hogar, ni siquiera mensurable en kilómetros. Dibbs y los tres pedaleadores me observaban por debajo de las cejas.

–Será mejor que venga conmigo -indicó Rastell.

Corría ya hacia el coche volcado. Uno de los esclavos que había logrado arrancar la cadena del endeble metal del vehículo, se adelantó balanceándola y golpeó al pasajero en la cabeza con el extremo suelto. El silbato dejó de sonar en mitad de una nota y el pasajero cayó hacia un costado, desapareciendo de nuestra vista. Por entonces el esclavo había trepado a la parte superior del vehículo y se volvía para enfrentarse a Rastell. Otros silbatos atronaron en la calle; se oyó el gemir de una sirena.

Cuando el esclavo reparó en el revólver que llevaba Rastell, su expresión cambió, transformándose en consternación. Le vi hacer un gesto a sus compañeros, que seguían encadenados al vehículo, y saltar después para ponerse a resguardo detrás del coche. Los otros ya no intentaban escapar; permanecían inmóviles y temblorosos.

Rastel ni disparó. Apareció un coche, desgarrando la colina con sus sirenas, y se detuvo entre Rastel y el taxi volcado. De él salieron varios hombres de uniforme blanco y negro, armados con espadas y revólveres. En el techo del automóvil parpadeaba un letrero donde se leía: “Policía Eclesiástica”. Rastel corrió hacia ellos mientras yo permanecía semioculto tras nuestro vehículo, sin decidirme a intervenir en nada. Dibbs y los otros subordinados, inmóviles, guardaban un silencio total.

Junto a los escalones se iba reuniendo una multitud compuesta por gente de la clase dominante. El subordinado rebelde fue introducido a puntapiés en la parte trasera del coche policial. Mientras los otros discutían con la autoridad, tuve tiempo de examinar más a fondo aquel automóvil: era un vehículo antiguo, propulsado sin duda por algún motor de combustión; a pesar de su aspecto poderoso carecía de las líneas aerodinámicas a las que yo estaba habituado. Tenía una puerta doble a cada lado y otra en la parte trasera, abierta en ese momento para que entrara el prisionero. Las ventanillas eran angostas y en punta, como las que se estilaban en las iglesias anglicanas primitivas; hasta el parabrisas había sido dividido en seis partes siguiendo esa línea. Todo estaba pintado en una complicada combinación de blanco, azul celeste y amarillo. «¿Por qué no?», me dije. «Les sobra tiempo y los esclavos proporcionan mano de obra barata».

En ese momento vi volver a Rastell, aunque todavía continuaba el pleito ante los escalones de la Sala.

–Sigamos -dijo.

Hizo una seca señal a Dibbs y a los subordinados. Todos subimos al vehículo y continuamos nuestro viaje. Al pasar junto a la multitud reunida junto al coche de la policía reparé, con sorpresa, en que uno de los curiosos se parecía mucho a mi hermano Royal, pero lo achaqué al estado de mis nervios.

–Estos accidentes se repiten demasiado a menudo -comentó Rastell-. El problema surgió repentinamente hace algunos años. Deben estar dirigidos por alguien.

–Yo diría que también están motivados por algo -observé-. ¿Qué harán con el que se liberó del vehículo y golpeó al pasajero?

–¿Ese subordinado? – preguntó él, curvando los labios en una sonrisa no exenta de malicia-. Golpeó a un fiel, y yo no soy el único testigo. La semana que viene lo colgarán en el castillo. ¿Qué otra cosa cabe? Se le concederán los últimos ritos.

Toda la extensión de Princess Street, calle digna de cualquier capital, estaba cambiada, aunque muchos de los edificios tenían el mismo aspecto que yo les conocía. La vivacidad que le prestaba el tráfico había desaparecido y presentaba una opaca uniformidad. Los escaparates estaban sucios, los artículos exhibidos estaban dispuestos sin gracia. Les eché alguna mirada ansiosa mientras pasábamos a rígido paso de hombre. Los grandes salones para exposición de automóviles habían desaparecido; en los negocios no se veía la acostumbrada abundancia de artefactos. Las aceras mostraban mayor variedad: mucha gente hacía sus compras con expresión alegre; en cambio había pocos esclavos. Observé que, entre los libres, muchos tenían el aspecto de ser mucho menos prósperos. Pasaban sillas de mano, coches a pedal, bicicletas de cuatro ruedas y pequeños automóviles impulsados por electricidad. Al fin llegamos ante un gran edificio gris y Rastel me indicó que bajara. Obedecí con pena.

–Esta es la sede de mi cabildo -explicó mientras entrábamos, seguidos por Dibbs.

–Creo que en mi matriz es un edificio de oficinas.

–Por el contrario, es la Comisión para el Rearme Nuclear. ¿Acaso ha olvidado las tendencias guerreras de su matriz? – y en seguida agregó, ya ablandado, en tono menos irónico-: Claro que a usted le pareceremos demasiado religiosos. En realidad es cuestión de puntos de vista.

El edificio bullía de actividad. El vestíbulo parecía el de un hotel: su moblaje, de extraño diseño, me recordó el estilo usado en la época de Isabel II, hace más de cincuenta años, con la diferencia de que todo carecía de color.

Rastel se acercó a un tablero de noticias y lo estudió por un momento.

–Falta media hora para la próxima conferencia de historia para extramatriciales. Me encargaré de que le busquen una habitación donde pueda asearse y descansar. Tengo que ver a una o dos personas. Después, en la reunión, volveremos a vernos.

Llamó por señas a una sirvienta que pasaba; la muchacha no vestía ropa de trabajo, sino un curioso pantalón blanco y negro. Rastel era mi único contacto con mi propia matriz, y me asustó la idea de que me dejara. El interpretó mi expresión y observó, arqueando la ceja:

–Esta subordinada lo atenderá bien, Meacher. Dentro de la dispensa lo servirá en todo cuanto usted mande.

Cuando hubo desaparecido pensé que, en otras circunstancias, no me habría resultado desagradable. Seguí a la subordinada, que tenía el clásico disco amarillo entre los omóplatos. Me precedió por un tramo de escaleras y un largo pasillo. Finalmente abrió una puerta y se hizo a un lado. Entró detrás de mí; después de cerrar, me entregó la llave. Las malas intenciones surgieron en mí sin quererlo; esa vestimenta horrible le daba aspecto de tonta y su rostro estaba demacrado, pero era joven y de facciones bonitas.

–¿Cómo te llamas?

Señaló un botón de su vestido en donde se leía el nombre «Ann».

–¿Eres Ann? ¿No puedes hablar?

Ella meneó la cabeza. Tuve la sensación de que unas agujas frías me acicateaban el pecho; acababa de recordar que ni Dibbs ni los esclavos del coche volcado habían pronunciado una palabra en mi presencia. Me acerqué a la muchacha y le toqué la barbilla.

–Abre la boca, Ann.

Ella, mansamente, dejó colgar la mandíbula inferior. La lengua estaba allí, y también varios dientes que necesitaban tratamiento o extracción. Su desamparo me apabulló.

–¿Por qué no puedes hablar, Ann?

Entonces cerró la boca y levantó la barbilla. En la blancura de su cuello se veía una fea herida roja. No pude contener las lágrimas. La aferré por los hombros delgados y dejé que la cólera estallara en mí.

–¿Se lo hacen a todos los esclavos?

Meneó la cabeza.

–¿A algunos, a la mayoría? – esta vez asintió-. ¿Te dolió?

Gesto afirmativo. ¡Qué remoto!

–¿Hay otros hombres como yo, provenientes de otras matrices, en este corredor?

Su mirada quedó en blanco.

–Quiero decir, ¿hay otros extranjeros como yo?

Asintió.

–Llévame a ver a uno de ellos.

Le devolví la llave. Ella abrió la puerta y ambos salimos al corredor. Nos detuvimos ante la puerta siguiente. La llave de Ann servía también para aquella cerradura, y la puerta se abrió de par en par. En el cuarto había un hombre de pelo ralo y pajizo, con una barba de tres días en la voluminosa mandíbula; estaba sentado a la mesa y comía furiosamente con una cuchara. Levantó la vista hacia mí, aunque sin dejar de llenarse la boca.

–¿Es usted extramatricial? – pregunté.

En señal de asentimiento, inclinó la cabeza sobre su guiso.

–También yo. Me llamo Sheridan Meacher. No podemos apoyar a esta gente para que fortalezca este régimen. Todo el sistema es perverso, y debemos destruirlo. Busco a alguien que colabore conmigo.

Dejó la cuchara y se levantó.

–A ver, tío -dijo, inclinándose sobre la mesa-, ¿qué tiene de perverso este sistema?

Le mostré las heridas de Ann, explicándole de qué se trataba, pero él se echó a reír.

–¿Por qué no viene a ver lo que pasa en mi matriz? – preguntó-. Desde que fracasó una revolución, hace diez años, los chinos tienen a todos los universitarios trabajando encadenados haciendo carreteras a través de los Cairngorm.

–¿Los chinos? ¿Qué tienen que ver ellos con todo eso?

–¿No ganaron la Tercera Guerra Mundial en su matriz?

–¿Ganarla? ¡Ni siquiera entraron en ella!

–En ese caso… ustedes han tenido suerte, tío. En su lugar mantendría la boca cerrada.

Antes de que yo hubiera salido del cuarto estaba paleando nuevamente el guiso.

En el cuarto siguiente había un hombrecito regordete de cara rojiza y cráneo calvo; al entrar yo se apartó rápidamente de su subordinada.

–Soy extramatricial, igual que usted -le dije-, y no me gusta lo que llevo visto. Confío en que usted estará de acuerdo conmigo en que no es posible apoyar a esta gente.

–En mi opinión, conviene aprovechar en lo posible nuestra estadía en esta matriz dijo, acercándose a mí-. ¿Qué es lo que no le gusta a usted?

–Acabo de llegar, pero este sistema de esclavitud… Eso basta para convencerme de que no es posible apoyar al régimen gobernante. Usted debe pensar lo mismo.

Él se rascó la cabeza calva.

–Hay cosas peores que la esclavitud, ¿sabe? – observó-. Al menos, la existencia de esclavos permite que una parte de la población viva mejor que los animales. En la Bretaña de mi matriz (supongo que en la suya ocurrirá algo semejante) el nivel de vida ha decaído tanto desde comienzos del siglo que alguna gente empieza a dudar secretamente del comunismo como solución.

–¿Comunismo en Bretaña? ¿Desde cuándo?

–Por su sorpresa, cualquiera diría que he hablado de democracia. Con el triunfo de la Huelga General de 1929 se estableció el primer gobierno comunista, bajo el liderazgo de Sir Harold Pollitt.

–Bien, muchas gracias. Ahora dígame: ¿estará de mi parte en la oposición a este régimen?

–Bueno, camarada, no me opongo a que usted se oponga, pero antes quisiera conocer un poco mejor…

Salí con un violento portazo, tan de prisa que choqué contra alguien que venía por el pasillo. Ambos nos observamos, confundidos. El otro era un joven moreno, de peso y estatura similares a los míos y nariz aguileña. Su aspecto me gustó en seguida.

–¿Es usted extramatricial?

Él sonrió y me tendió la mano. Al responder yo a ese gesto, su palma no buscó la mía; en cambio me tomó por el codo. Opté por imitarle.

–Me llamo Mark Claud Gale. Estoy buscando rebeldes, y usted parece de los míos. Estos cobardes no quieren apoyarme, pero no pienso dar el menor auspicio a este gobierno.

–¡Ah! Cuente entonces conmigo, Mark. ¡Qué encuentro afortunado! Soy Sherry Meacher; también yo estoy reclutando apoyo. Si nos unimos para desafiar al régimen es posible que otros sigan nuestro ejemplo; haremos que nos envíen de regreso a nuestras matrices, y tal vez los esclavos…

Me interrumpió la lengua de bronce de una campana.

–Es la hora de la conferencia histórica -indicó Mark-. Vamos a averiguar lo que se pueda, Sherry; tal vez más adelante nos sirva de algo. ¡Por mis altares, qué aventura!

Hasta entonces no había reparado en ese aspecto del asunto, pero me sentía muy alentado por contar con ese digno compañero. Un entusiasmo agradable y embriagador se apoderó de mí, urgiéndome para que acudiera a la asamblea, donde me vería asaltado e insultado por un nuevo fárrago de hechos que el día anterior me habrían parecido la más absurda de las fantasías.

Dos policías eclesiásticos vestidos con ropa oscura aparecieron en el último peldaño de las escaleras para llevarnos abajo. El hombre calvo de la Bretaña comunista -aunque por lo visto debía haber un millón de Bretañas comunistas- se unió a nosotros dos sin decir palabra. Bajamos las escaleras, y Ann desapareció. Al contar las cabezas vi que éramos veintidós. En una sala contigua al vestíbulo nos esperaban otras veinte personas; por la variedad de sus ropas era evidente que se trataba también de extramatriciales.

Tomamos asiento en unos bancos situados junto a mesas largas. Al frente había un estrado con otra mesa. La ocupaban tres hombres, cada uno con un secretario y un policía eclesiástico. Uno de ellos era Rastell; no dio señales de reparar en mí. Me pregunté si yo tendría siquiera ocasión de volver a verle.

Sonó una campana. Uno de los hombres se puso de pie en el estrado; tenía pelo blanco y buena apostura.

–Caballeros y pecadores, reciban ustedes la bienvenida a esta pacífica matriz. Soy el teniente diácono Administrado Bligh, y quienes me acompañan son dos miembros de mi comité. El capitán Apostólico Rastel les narrará a continuación una breve historia de esta matriz, a fin de proporcionarles una perspectiva correcta. Un subordinado distribuirá plumas estilográficas y papel entre quienes deseen tomar notas.

Rastel se levantó, hizo una leve inclinación ante Bligh y entró de lleno en su charla. Habló durante casi dos horas. Entre el público no se oía un solo susurro. Escuchábamos fascinados la historia de un mundo como el nuestro, aunque tan obsesivamente distinto. La versión de Rastel estaba cargada de propaganda política, pero su misma personalidad llenaba de vida hasta el párrafo más pesadamente dialéctico.

Bastará con dar unos pocos ejemplos de lo que Rastel nos informó. En esa matriz no había surgido el concepto de nacionalidad (AA688, la había llamado Rastell, y yo confié el número a mi memoria); las naciones de Alemania e Italia aparecieron recién en la segunda mitad del siglo XIX, aunque los otros países europeos habían logrado la unidad varios siglos antes. Los reyes de Inglaterra y Francia no habían tenido mucho éxito en su lucha contra los señores feudales: una de las razones fue, al parecer, el poco apoyo que la Iglesia prestaba a los reinados terrenales.

Inglaterra se convirtió en un reino unido recién en 1914, durante la guerra franco-germana, en la cual Bretaña se declaró neutral y Estados Unidos vendió armamentos a ambas partes. En la Primera Guerra Mundial, en 1939, los distintos poderes se alinearon según el esquema que yo ya conocía: los nazis lucharon contra Francia y Bretaña; más adelante Norteamérica y Rusia se aliaron a éstas, en tanto Japón se ponía de parte de los alemanes. Pero el Japón había sido cristianizado. Los americanos, no muy atraídos por aquella Europa, de menor industria, habían centrado su atención en el Japón con mayor anterioridad, y el trabajo misionero fue cumplido allí antes que en mi matriz.

Eso provocó una crisis en el desarrollo de la guerra. Los científicos británicos y norteamericanos crearon una bomba atómica, pero antes de utilizarla contra los enemigos japoneses y alemanes, el cuadragésimo cuarto presidente de Estados Unidos, llamado Benedict H. Denning, consultó con el Concilio de Iglesias. El Concilio era un grupo de gran poder; no sólo prohibió el empleo de un arma tal contra un país nominalmente cristiano, sino que además adquirió una gradual jurisdicción sobre ella. La guerra se prolongó hasta 1948; por entonces la Iglesia había logrado un dominio absoluto sobre todos los empleos de la energía nuclear.

Aquella guerra dura y prolongada había debilitado tanto a Estados Unidos como a sus aliados. Al término del conflicto cayeron los gobiernos débiles, permitiendo el surgimiento de una Iglesia fuerte y desafiante. Su norma se extendió a los otros países, particularmente a los europeos; este continente quedó ocupado después de la guerra, no por fuerzas armadas, sino por batallones de clérigos.

Desde entonces, y a lo largo de todo un siglo, la madre Iglesia mantuvo ocultos bajo sus voluminosas faldas los frutos y los secretos de la energía nuclear. el agotamiento de los recursos naturales hizo necesario el empleo de poblaciones subordinadas, pero no se produjeron nuevas guerras hasta 1984. La norma de la religión vertía sus beneficios sobre la humanidad toda. Lo que Rastel no mencionó fueron los resultados negativos o represivos de tal norma.

Algunos de estos resultaban obvios: dados el poder central autocrático y la falta de incentivos que la guerra proporcionaba, los descubrimientos técnicos y científicos empezaron su decadencia. Por otra parte, la población mundial crecía sin cesar. Rastel mencionó en cierto momento que en 1979, al amalgamarse la Gran Iglesia Cristiana, los métodos anticonceptivos fueron universalmente desaconsejados. Quienes nacían entraban en un sistema esclavista.

–Hemos podido apartarnos del materialismo porque tenemos una gran población subordinada, y en ella recaen las menudas tareas terrenales.

En ese momento se me ocurrió que las palabras de Rastel expresaban limpiamente una verdad: toda nación carente de fuerza mecánica se ve obligada a emplear esclavos.

Por lo que dijo y lo que omitió, resultaba evidente que, desde 1960, el único descubrimiento científico había sido el de los portales para el viaje transmatricial. La Iglesia no prestó apoyo a los viajes espaciales; sin duda se habrían sorprendido al saber de la batalla de Venus, durante la Quinta Guerra Mundial, en la que yo mismo había participado.

Cuando Rastel hubo terminado su alocución, la sala guardó un silencio atónito. Mientras tanto había obscurecido. Las luces se encendieron desganadamente, en tanto nosotros volvíamos a la conciencia de nuestra propia situación. Las caras de quienes estaban próximos a mí me revelaron que, para la mayor parte de los extramatriciales, las revelaciones de Rastel habían sido más sorprendentes que para mí.

Lo que más me asombraba era la forma en que la Iglesia se había apartado de la misión que cumplía en mi matriz. Con sospechosa facilidad, decidí que el cambio debió originarse en la posesión de la energía nuclear. Tanto poder requería hombres fuertes que pudieran dominarlo; y era evidente que los hombres fuertes habían sobrepasado a los débiles. Era un caso más de poder absoluto que se había corrompido; así lo pensé, otorgando a la Iglesia el papel de villano en mi obra. En ese momento Administrado Bligh volvió a levantarse, y lo que dijo me hizo dudar de mis propios razonamientos.

–Ahora ustedes tienen una perspectiva sobre la cual trabajar -dijo-, y podemos presentarles el problema al que nos enfrentamos. Todos ustedes son estudiosos de la historia, en uno u otro sentido. Vamos a servirles una comida; después les explicaremos detalladamente el problema, sobre el cual aguardamos su consejo. Por el momento les explicaré someramente de qué se trata, para que ustedes puedan debatirlo mientras comen.

»Tratamos de inculcar a nuestra población subordinada la verdad eterna de que la vida mundanal está siempre acompañada por los pesares, tanto para quienes mandan como para quienes obedecen, y que sólo en el más allá podemos recibir la recompensa a nuestras virtudes. Pero los subordinados no aprenden. En diversas oportunidades se han alzado contra sus amos, pero ahora…

»Lo diré francamente, caballeros: nos enfrentamos con una revuelta mucho más seria. Los subordinados han capturado la capital; Londres está en sus manos. La pregunta que queremos formularles, con todas sus ramificaciones, es ésta: ¿cuál será la forma más eficaz de combatirlos: la dureza, o la indulgencia? Al responder, caballeros, deberán ustedes tener en cuenta los posibles paralelos con sus propias matrices.

Y tomó asiento. A nuestro alrededor había ya tintinear de platos. Varios subordinados de ambos sexos surgían por las puertas, desde el otro extremo, trayendo comida.

–Un problema interesante -dijo el hombrecillo calvo de la Bretaña comunista-. La indulgencia es siempre sorprendente para las mentes incultas, si se la maneja adecuadamente.

–Estos hombres son perros, cobardes hipócritas -replicó Mark-. Y si usted es capaz de preocuparse un minuto por su problema, ha de provenir de una cultura servil. ¿No estás de acuerdo, Sherry?

Su rostro alegre y honesto acabó de disipar mis dudas.

–Me hace muy feliz saber que tienen problemas en Londres. Aquí hay unos cincuenta extramatriciales, Mark. Unos cuantos de ellos han de estar de acuerdo con nosotros y se negarán a apoyar a este régimen. Busquémoslos para organizarnos y…

Mark levantó la mano.

–No, Sherry, escucha…

Se inclinó hacia mí para hablar en tono confidencial. El calvo también se acercó para escuchar, pero él le puso la palma contra la nariz y lo apartó de un empellón.

–Vete a jugar afuera, cabecita hueca -le dijo.

Y agregó, dirigiéndose a mí:

–Dos personas no forman una multitud. En cambio, un grupo de hombres indisciplinados son peor que un dolor de cabeza. Lo sé porque tengo experiencia. En mi matriz soy instructor de historia en uno de los colegios militares. He servido por todo el mundo; una semana antes de que esta gente me capturara había vuelto de una misión cumplida en Cachemira. Créeme: esta gente está habituada a tratar con esclavos, no con hombres libres. Nosotros dos podemos escapar sin cometer asesinatos.

–¿Cuáles son tus planes? – pregunté, con la fea sensación de haberme metido en más problemas de los que buscaba.

–En primer término pondremos a prueba sus recursos. Al mismo tiempo nos haremos con armas. ¿Eres capaz de luchar, Sherry? Te veo aspecto de guerrero.

–Peleé en la Quinta Guerra Mundial, en la Tierra y en Venus.

–¡Oh, esas guerras mundiales! Mi matriz es muy distinta; allá no tenemos más que campañas locales. Es mucho más sensato. Cuando tenemos tiempo debemos hablar y hablar… y escuchar, por supuesto. Ahora tenemos que ir a las cocinas. Las cocinas están siempre bien surtidas de armas, aunque estos inútiles sean vegetarianos.

No esperó mi respuesta. Se deslizó por sobre el banco y avanzó doblado en dos, para que no lo vieran desde el estrado. Hice lo único que podía hacer: lo seguí, contento en el fondo de encontrarme comprometido.

La cocina estaba separada de la sala por dos enormes puertas dobles de madera. Era enorme: la sensación que daba era más de oscuridad que de falta de limpieza, pero todo el equipo me pareció muy anticuado. Había un capataz provisto de un corto látigo; nos vio de inmediato y se acercó a nosotros. Su cara era larga y tosca; sus cejas, pálidas; tenía todo el tipo característico en Edimburgo. Mientras tanto eché una mirada a mi alrededor, notando que había sólo otro capataz, a cargo de unos treinta esclavos. En mi mente se iba formando un plan.

–Déjalo por mi cuenta -dije a Mark.

El capataz se acercaba ya, preguntando:

–¿Qué desean los caballeros, si lo puedo preguntar?

Tomé una bandeja de metal de la mesa que tenía a mi derecha. El borde le pegó exactamente en el puente de la nariz. El hombre cayó como si estuviera muerto. Entonces noté con sorpresa que tenía un disco amarillo entre los omóplatos.

–Yo me encargaré del otro -dijo Mark, palmeándome el hombro al pasar.

Había varios utensilios de limpieza de mango grueso contra la pared. Tomé uno y lo pasé por las manijas de las puertas que abrían a la sala. Eso los detendría por uno o dos minutos. Otro par de puertas de vaivén daba a un fregadero; las trabé del mismo modo. Quedaba una sola puerta, bastante amplia, que permitía la salida al patio; contra ésa empujé una gran mesa de madera.

Al volverme pude ver que Mark había arreglado cuentas con el capataz. Mientras tanto, los esclavos habían notado ya que algo raro ocurría. Todos abandonaron sus respectivas tareas y nos miraron boquiabiertos. Yo tomé un cuchillo de carnicero y subí al banco de un salto para arengarlos.

–¡Hombres, todos ustedes pueden ser libres! Es derecho de todo ser humano. Ármense y ayúdennos a luchar contra quienes los oprimen. No están solos. Y si pueden ayudarnos, otros lo harán a su vez. Ha llegado el momento de la venganza. ¡Luchen por la libertad! ¡Luchen por la vida!

Vi entonces que Mark me miraba lleno de horror y con sorpresa. Pero aún más sorprendente fue la reacción de los esclavos; se amontonaron en un grupo temeroso, mirándome como si fuera a matarlos. En ese momento perdí el equilibrio y extendí los brazos con un grito. En las puertas que daban a la sala sonaron unos golpes que hicieron reaccionar a los subordinados. Todos corrieron hacia ellas, gritando, y trataron de arrancar el estropajo; cada uno, en su ansiedad, estorbaba el esfuerzo de los otros.

Salté entre ellos y los empujé hacia atrás. Eran débiles y estaban asustados.

–¡Sólo trato de ayudarles! No hay que dejarlos entrar: los matarán, y ustedes lo saben. ¡Hagan barricadas con las mesas contra las puertas!

No hicieron más que retroceder, despavoridos. Unos pocos emitieron una especie de grito sin modular. Mark me tomó rudamente por los brazos.

–¡Sherry, por mi credo, estás loco! ¡Éstos son esclavos! ¡Son escoria! No nos servirán de nada. No lucharán: los esclavos nunca lo hacen, a menos que hayan conocido tiempos mejores. Déjalos. Ármate y salgamos de aquí.

–Pero nuestra idea, Mark…

Agitó el gran puño cerrado bajo mi mandíbula, al compás de sus palabras:

–Nuestra idea es derrocar este régimen eclesiástico. Yo sé dónde está mi lugar: con los libres, no con los serviles. ¡Olvida a esos esclavos! Busca el cuchillo más grande y muévete.

–Pero no podemos dejar a esta gente…

–¡Vamos, liberal idiota! ¡Podemos, y lo haremos!

Corrió hacia un largo fregadero, tomó de él un gran cuchillo de picar carne y me lo arrojó. Lo atrapé en el aire; entonces él volvió a indicarme que lo siguiera. Los golpes contra las puertas ya se habían tornado violentos. Los de fuera estaban seriamente alarmados y no tardarían en entrar. Los esclavos, entre tanto, se apretaban en un grupo acobardado, observando con ansiedad lo que Mark y yo hacíamos. Me volví y eché a correr en pos de Mark, que señalaba hacia un montacargas situado en un rincón.

–Sólo va hasta el piso alto, pero bastará con eso. Entra.

Trepamos a aquel artefacto. Se lo podía hacer funcionar desde el interior mediante las cuerdas que lo sostenían.

–¡Eh, esperen!

Ante aquel grito, Mark y yo nos volvimos a la vez. El capataz que yo había golpeado se acercaba tambaleante a nosotros.

–Déjenme ir con ustedes -dijo-. Preferiría morir antes que seguir así. Lucharé junto a ustedes.

–¡Eres capataz! No puedes venir -exclamé.

–No, espera -dijo Mark-. Es un esclavo ascendido. ¿Verdad, amigo? Suelen ser muy capaces de luchar, porque han aprendido la diferencia entre lo mejor y lo peor. Sube, hombre. Podrás indicarnos la distribución de estas habitaciones.

El capataz trepó a nuestro lado y nos ayudó a tirar de las sogas. Ascendimos hacia la oscuridad, entre crujidos. Mientras nos doblábamos por el esfuerzo, Mark observó:

–Necesitamos conseguir uniformes, uniformes de policía eclesiástica, lo antes posible. Así podremos salir del edificio.

–No será difícil -gruñó el capataz-. Amigos, ya salgamos a la muerte o a la luz del día, me llamo Andy y me alegro de estar con ustedes.

–Nosotros somos Mark y Sherry. La bandeja no te golpeó por enojo.

–Vaya, creí que me habías partido el cráneo en dos. Debo descargar mi resentimiento en un fiel en cuanto me sea posible.

No tuvo que esperar mucho. Al salir hacia el descansillo mal iluminado del primer piso vimos pasar junto a la abertura a un hombre corpulento vestido con polainas y una especie de hábito eclesiástico. Giró sobre sí y nos vio; en el momento en que abría la boca salté sobre él. Alcanzó a dar un grito antes de caer, y casi de inmediato apareció un oficial de policía. Jamás olvidaré su expresión de horrorizada sorpresa al tomar el recodo y encontrarse ante tres hombres salvajes. Sacó el revólver, pero era demasiado tarde: Andy estaba sobre él, hundiéndole una hoja de acero a través de la chaqueta, en el pecho, en pleno corazón. Murió con el asombro petrificado en el rostro.

–¡Ah, por la sangre del toro! ¡Bien hecho, mis nobles compañeros! – exclamó Mark, abriendo una puerta cercana.

Arrastramos los dos cuerpos hacia el interior del cuarto. Había allí un hogar anticuado en donde ardían varios leños; el ocupante podía volver en cualquier momento.

–Aquí tenemos dos buenos trajes -observé-. Úsenlos ustedes, si les sirven. Yo saldré a ver qué pasa; a nadie le gusta que lo atrapen quitándose los pantalones, ¿verdad?

El hombre de las polainas estaba sólo inconsciente. Mark lo amordazó antes de comenzar a quitarle la ropa.

Al salir al corredor oí cierto barullo proveniente del piso inferior; parecía subir por el hueco del montacargas. Adiviné que estaban en medio de un grave problema, y eso me llenó de entusiasmo y de placer. Al acercarme a la escalera escuché un paso: alguien ascendía rápida y silenciosamente, muy cerca del último peldaño. A mi lado había una especie de armario para escobas montado sobre ruedas; me deslicé tras él sin pérdida de tiempo, hacia las sombras; no estaba seguro de que no me hubieran visto.

El que subía había llegado ya al descansillo. Una extraña cólera me impulsó a atacar; tal vez fuera sólo miedo. Aparté el armario de la pared y me lancé hacia adelante. El mueble, al caer, golpeó al recién llegado y lo arrojó contra el muro. Ya lo tenía aferrado por la garganta cuando lo reconocí: era Rastell.

–¡Mark! – llamé.

Acudió casi de inmediato; juntos arrastramos a Rastel hasta nuestro cuarto y volvimos a cerrar la puerta. Mark sacó su cuchillo.

–No lo mates, Mark. Lo conozco.

–¿Que lo conoces? Es nuestro enemigo, Sherry. Deja que lo ensarte, así podrás usar su uniforme. Es más o menos de tu talla.

–Si no lo ensartas tú, lo haré yo -dijo Andy.

–Déjenlo en paz -pedí-. Lo dejaremos aquí, atado y amordazado. No quiero que lo maten.

–Bueno, mantente alerta -aceptó Mark, mientras él y Andy bajaban los cuchillos.

El rostro de Rastel había tomado un color ceniciento. No elevó protestas en tanto yo le quitaba la chaqueta y los pantalones. Su cobardía me disgustó profundamente.

–¿Recuerda usted lo que dijo, Rastell? «Los hombres pasan la mayor parte de la vida a la espera de un desafío». ¡Bien, aquí lo tiene!

No respondió palabra. Mientras me vestía pregunté a Mark:

–¿Cuál es tu plan?

–Esta gente no es muy capaz; de lo contrario no habrían descuidado poner guardias en el salón. Después de todo, no tenían motivos para creer que todos nos mostraríamos amistosos con ellos. Pero pueden movilizarse antes de que nosotros reunamos fuerzas contra ellos. Debemos salir de Edimburgo.

–Fuera hay un auto de la policía. Podríamos robarlo y unirnos a los rebeldes de Londres, siempre que alguno de ustedes sepa conducir -dijo Andy, que estaba asomado a la ventana, observando la parte trasera del edificio.

–En mi matriz el transporte es público, y yo no soy conductor -comenté.

–En la mía aprendemos a conducir como parte de los ritos de iniciación, en la pubertad -replicó Mark, acercándose a la ventana para mirar el automóvil-. Haremos el intento. Vístete de prisa, Sherry. Pero no iremos a Londres. Debemos salir de Edimburgo por donde vinimos; por los portales. La máquina que me trajo estaba en Arthur’s Seat: había otras junto a ella. Podemos ir hasta allí en el coche. Una vez que estemos en nuestros respectivos mundos (tú puedes venir conmigo, Andy), buscaremos ayuda y resurgiremos en Londres, debidamente armados como para combatir. Mi gobierno recibirá con gusto esta oportunidad.

Yo no podía asegurar lo mismo del mío, puesto que los recursos del país habían sido debilitados por la prolongada guerra termonuclear, pero el plan, en líneas generales, parecía bueno. No había tiempo para discutir. Una vez que me hube abrochado la chaqueta de Rastel hasta el cuello, tomé un trozo de cordón de la cortina y até al capitán al respaldo del incómodo sofá. Cuando terminaba de hacerlo se oyó un crujido en el pasillo. Los tres nos volvimos inmediatamente hacia la puerta.

–¡Es el montacargas, que está descendiendo! – exclamó Andy-. ¡Vamos, Sherry, estarán aquí en seguida!

Mark, en un veloz movimiento, cogió una pesada alfombra que había junto al hogar y la usó como protección para retirar el brasero de su sitio. Después salió al corredor con el artefacto humeando y chisporroteando entre las manos y lo lanzó por el hueco del ascensor. En seguida, sin haber dejado de correr ni por un instante, se dirigió hacia las escaleras y nosotros fuimos detrás. Los tres bajamos a toda velocidad.

Cinco o seis policías eclesiásticos venían corriendo por el pasillo de la planta baja, revólver en mano. Nos encontramos al pie de las escaleras. Antes de que Mark pudiera hacer algo apresurado, lo aferré por un brazo y me dirigí a los policías.

–¡Pronto! ¡Están allá arriba! – grité, señalando hacia atrás-. ¡En el segundo piso! Manténganlos a raya mientras vamos a traer las mangueras.

Los hombres, animados, pasaron corriendo en la dirección indicada. El rostro de Andy expresó un auténtico deleite. En tanto corríamos hacia una salida trasera nos llegaron alaridos desde la cocina. Me pregunté si el montacargas se estaría incendiando o si estaban fustigando a los esclavos por habernos dejado escapar.

Salimos a un patio, a la vista de cien ventanas. Aunque estaba oscuro, había allí varios esclavos que descargaban carne de un camión, alumbrándose con largas antorchas de cera. Más próximo a nosotros estaba el coche que habíamos visto desde la ventana; al volante había un hombre de uniforme blanco y negro, con un diario entre las manos; no dejaba de mirar nerviosamente a un lado y otro. Abrí bruscamente la portezuela. Me arrojó el diario a la cara y trató de sacar el revólver. Entonces me lancé contra él, chillando como un salvaje, y lo volteé de costado en el asiento, con todo mi peso sobre él. Mientras tanto Andy, que había trepado al asiento posterior, lo aferró por el cuello. En ese momento se disparó el revólver.

El mero ruido, al estallar a pocos centímetros de mi oído, pareció bastante para matarme, aunque la bala atravesó el techo. El hombre se debatía violentamente bajo mi cuerpo, pero yo estaba incapacitado para actuar: no tenía la menor energía. Quedé cruzado sobre él mientras Andy lo acogotaba.

Entretanto, Mark había puesto el vehículo en funcionamiento y recorría el tablero con las manos, probando la función de los distintos instrumentos. El coche dio una sacudida y se lanzó hacia adelante. Presencié los sucesos siguientes en medio de mi aturdimiento.

Dos oficiales de policía salieron a la carrera por una puerta, algo hacia adelante, atraídos por el disparo. No tenían más armas que sus espadas. Sin detenerse, ambos saltaron al estribo de nuestro coche. Para nuestra desgracia, algunas de aquellas ventanillas angostas estaban abiertas, permitiéndoles un punto de apoyo. Uno de ellos se las ingenió para extraer su espada y azuzar a Andy, que seguía luchando con mi hombre. Tuvo que dejarlo para sujetar la muñeca que sostenía esa espada. Como si la escena hubiera sido filmada en cámara lenta, vi que el otro policía desenvainaba su espada y la metía por la ventanilla, con intenciones de matar a Andy y después a mí. Yo no podía hacer nada. La explosión me había dejado aturdido. Me limité a mirar aquella diestra hoja que apuntaba hacia Andy.

Mark había tomado velocidad; en ese momento hizo girar el volante, dirigiendo el vehículo hacia el camión de la carne. Los esclavos se diseminaron, chillando. Mark esquivó al otro vehículo por pocos centímetros; una antorcha encendida se estrelló contra las ventanillas frontales. Los dos hombres trepados al estribo, con la cara desfigurada por el terror, abrieron la boca y dejaron caer las espadas al quedar aplastados entre los dos vehículos. Después cayeron al suelo, desapareciendo de nuestra vista.

Andy nos palmeó a ambos en la espalda para darnos ánimos. Sacó una petaca de whisky, encontrada en los pantalones que llevaba puestos, y me hizo tomar un buen trago. A pesar del ardor de garganta me sentí mejor.

Bajo mi cuerpo, el policía continuaba inconsciente. Andy y yo lo pasamos al asiento posterior.

–Este coche es muy difícil de conducir -dijo Mark.

Sin embargo, lo estaba haciendo bien. Ya habíamos salido a las calles, donde no había signos de alarma; Mark condujo lentamente para no llamar la atención. Las calles estaban mal iluminadas y el tránsito era escaso. Yo no tenía idea de la hora, pero no podían ser más de las ocho; sin embargo apenas había gente a la vista. Para los esclavos había probablemente un toque de queda; el resto estaría en la cama o rezando.

–Será maravilloso vivir en otro lugar -dijo Andy-. Y ahora que lo pienso, aminora la marcha, Mark, y toma a la derecha por Hanover Street. Por allí hay una gran tienda gubernamental. Se llama Militante de la Paz, y surte sólo a los funcionarios, según dicen. Uno de los compañeros de la cocina tenía que trabajar aquí de vez en cuando. Si podemos entrar (pues ha de estar cerrada), tal vez hallemos algún portal.

Mark cambió la marcha y el coche trepó la cuesta, gruñendo. Más allá de Princess Street las luces eran más escasas. En el punto más alto de la calle estaba la tienda. Era un gran edificio de sólido granito, con pequeñas ventanitas eclesiásticas en las que se exhibían oscuramente algunos artículos. Sobre la puerta trancada, en un cartel de madera, se leía: Militante de la Paz. Andy soltó un gruñido.

En ese momento yo estaba tomando otro trago de su whisky. Al volverme para ver qué le ocurría descubrí que el policía semiestrangulado había revivido. Acababa de clavar un cuchillo entre las costillas de Andy; la luz escasa brilló sobre la hoja que retiraba del cuerpo; el mismo resplandor barato mostró sus dientes, en el momento en que se volvía hacia mí con una exclamación ahogada. Pero yo había enarbolado ya la botella.

La parte inferior le golpeó precisamente en el ojo. Levantó involuntariamente la mano y yo lo aferré por la muñeca para quitarle el cuchillo. Gritó, volviendo a despertar toda mi furia. Trepé sobre el asiento y lo hundí en la oscuridad; el cuchillo, su propio cuchillo, se lo llevó hacia una noche sin auroras.

Descubrí que Mark me estaba zamarreando.

–Bueno, muchacho, estuviste bien, pero con una vez basta. Déjalo. Vamos, tenemos que entrar pronto al negocio, antes de que nos alcancen.

–Ha matado a Andy. ¡Andy ha muerto!

–Yo también lo siento, pero nada ganaremos con llorar. Andy no es ya otra cosa que alimento para los cuervos. Vamos, Sherry, eres un auténtico guerrero. Vamos.

Salimos a la acera. Mark rompió un escaparate con el codo y entramos por allí. ¡Así de simples fueron las cosas! Aquel horrible entusiasmo me arrastraba otra vez.

Mark y yo comenzamos a recorrer el negocio. En la planta baja no había nada de interés, aunque buscamos por separado. Cuando estábamos por subir las escaleras descubrí un tablero con indicaciones sobre la distribución de los distintos sectores. Un renglón decía: «Subsuelo: Plantas tropicales, Jardines, Café, Biblioteca, Equipo Extramatricial». Mark y yo bajamos las escaleras como un torbellino.

En el subsuelo nos pareció menos imprudente encender un par de luces. Allí encontramos la primera evidencia de que en esa civilización perduraba aún cierto criterio estético. Un jardín tropical medraba protegido por la calefacción. Árboles y arbustos floridos, plátanos y enredaderas crecían allí en bien cuidado desorden. El motivo central era un pequeño estanque con lirios flotantes, donde las luces se reflejaban sobre el agua oscura. Más allá estaba el café, cuyas mesas ocupaban una terraza con vista al estanque. Me pareció atractivo.

Pasamos por entre las sillas y entramos al departamento siguiente. Allí había diez o doce portales en diferentes tamaños y modelos. Ambos dejamos caer los cuchillos con un grito de alegría y pusimos manos a la obra.

Pero no sabíamos nada sobre el asunto; deberíamos aprender mucho antes de poder regresar a nuestras matrices de origen. Para mi gran alivio descubrimos que los primeros estaban listos para la venta inmediata, provistos de ampollas de nicomiotina y de algunas otras drogas. También había folletos explicativos. Mark y yo nos sentamos a estudiar pacientemente su contenido.

Resultó ser bastante simple. Uno debía aplicarse una inyección preliminar de cierto fluido que, a pesar de su complicada denominación, parecía ser un tranquilizante; después, una dosis de nicomiotina, según la edad y el peso. Finalmente debía sentarse en el banquillo y ajustar la frecuencia vibratoria a los números de matriz registrados en un indicador. El viaje se cumplía cuando las drogas causaban su efecto y las vibraciones del cuerpo alcanzaban el debido nivel.

–Esta gente ha establecido un régimen social detestable -dije-, pero este invento habla en su favor. Si al menos educaran y liberaran a sus esclavos, yo no podría dejar de admirar a una matriz que ha tenido tan sólo una guerra mundial.

–Nosotros no tuvimos ninguna -gruñó Mark.

–Tu punto de vista es diferente, pero esos esclavos…

–Sigues hablando de los esclavos, Sherry. Ya estoy harto del tema. ¡Por la natividad frigia, olvídate de ellos! En todas las matrices debe haber conquistadores y conquistados, perros y amos. Es la ley de la naturaleza humana.

Dejé caer el manual de instrucciones y lo miré fijamente.

–¿Qué estás diciendo? Todo lo que hemos hecho, todo lo que hemos luchado, ha sido sólo por salvar a estas pobres ruinas humanas, ¿o no fue así?

Estaba en cuclillas a mi lado y me miraba con el rostro súbitamente endurecido; las palabras cayeron de entre sus labios como pequeñas imágenes talladas.

–Yo no he hecho nada por los esclavos. Lo que hice fue luchar contra la Iglesia.

–A mí también me sorprende su conducta. En mi matriz la Iglesia Cristiana es un poder benéfico. Aunque personalmente no pertenezco a ella.

–¡Muerte a la Iglesia Cristiana! ¡Es por eso que lucho!

Se levantó de un salto. También yo me puse de pie, despertado mi propio enojo por sus palabras; intercambiamos una mirada furibunda.

–Estás loco, Mark. Tal vez no estemos de acuerdo con ella, pero es la Iglesia oficial de Bretaña desde hace siglos, y empezar…

–¡En mi Bretaña, no! En mi Bretaña no es la Iglesia oficial. En mi tierra natal, el cristianismo es la fe de los perros y de los inferiores. Cuando Rastel comenzó a narrarnos su historia dijo que el Imperio Romano había sido establecido en el este por Constantino el Grande; dijo que Constantino, seguido por un emperador llamado Teodosio, hizo del cristianismo el credo oficial del Imperio. ¿Fue así en tu matriz?

–Sí, tal como Rastel dijo.

–Bueno, en la mía no fue así. Sé de ese hombre que ustedes llaman Constantino. Nosotros le llamamos Flavius Constantinus. De Teodosio no he oído hablar. Constantinus fue asesinado por su suegro, Maximino, y jamás llegó a emperador. Después de Diocleciano subió Macencio el Grande.

Mi cólera se mezcló con desconcierto. Gibbon, sin duda, se habría sentido encantado de saber ese revés aplicado al cristianismo, pero sus implicaciones me dejaban pasmado.

–Pero eso ocurrió hace diecisiete siglos. ¿Qué importancia tiene para nosotros?

–Muchísima importancia, amigo mío. Tanto en tu matriz como en ésta, el cristianismo se impuso en Occidente gracias a dos emperadores confundidos. En el mío fue sofocado, aunque aún sobrevive entre los bárbaros y los esclavos que gobernamos en Oriente. La Verdadera Religión ha crecido y prosperado.

–¿La verdadera religión?

–¡Por mi credo, Sherry! ¿Nunca oíste hablar del dios de los guerreros? ¡Inclínate ante el nombre de Mitra!

Entonces comprendí. Comprendí sobre todo la estupidez criminal que había cometido: creer que, al tener un propósito común, nuestro pasado debía ser común también. Aquel hombre, con el cual yo acababa de pasar la hora más feroz de mi vida, era un enemigo. Y mi única ventaja consistía en haberlo adivinado antes que él. Mark no sabía tantas cosas de mi matriz como yo de la suya. Comprendí que regresaría a ella para volver quizá con una legión de guerreros que derrocarían aquel régimen sin guerras. Yo quería abolir la esclavitud, pero no de ese modo. Me horrorizaba la idea de que pudiera desarrollarse una guerra entre matrices, con la subsiguiente conquista; su mundo mitraico jamás debía saber de los portales. La conclusión era obvia: ¡era mi deber matar a Mark Claud Gale!

Lo adivinó en mis ojos antes de que pudiera atraparlo. Mark era veloz, muy veloz. Se detuvo para coger su cuchillo, pero en el mismo instante se lo hice volar de un puntapié y le golpeé el hombro con una rodilla. Cayó arrastrándome consigo, hundiéndome los dedos en la pantorrilla. Eso era precisamente lo que yo no quería: un combate personal; él estaría en mejores condiciones que yo. Necesitaba un arma. En tanto él levantaba la mano derecha para sujetarme, le planté la rodilla libre en la tráquea y le retorcí el brazo sobre ella, me soltó. Después me aparté de un salto y corrí hacia el jardín artificial.

Detrás del café había en exposición varias hileras de herramientas para jardín. Él me arrojó un cubo antes de que pudiera alcanzarlas. El proyectil me pegó en el hombro y rebotó por el frente del café en una lluvia de vidrio. Me volví; ya lo tenía casi encima. Volteé entonces una de aquellas mesas ligeras entre los dos y retrocedí hasta donde estaban las herramientas. Al sentir uno de los mangos contra mi espalda lo tomé y lo lancé hacia adelante, impulsándolo con todo mi peso. Era un rastrillo. Golpeó a Mark en un muslo precisamente cuando saltaba hacia un costado.

Tuve tiempo de lanzarme en otra arremetida, pero él tenía ya el otro extremo del rastrillo. Un momento después luchábamos cara a cara. Bajó la cabeza con toda su fuerza y me golpeó en la nariz. El dolor y la furia estallaron en mí como una erupción volcánica. Lo cogí por la garganta mientras le martillaba las ingles con una rodilla. Él se liberó retorciéndome la otra pierna con una de las suyas. Mientras caía le asesté un pisotón en los dedos del pie. Por un momento se dobló por el dolor, dejando al descubierto la nuca. Aproveché para golpear allí con el canto de la mano, pero no lo hice con suficiente fuerza; aún estaba aturdido por el dolor de la nariz.

Nos separamos, dejando el rastrillo entre los dos. Junté todas mis fuerzas para volverme y tomar otra herramienta de la hilera; en seguida la hice girar en círculo. El se había detenido para recoger el rastrillo, pero cambió de idea y retrocedió, mientras yo corría hacia él con la herramienta enarbolada. Fue una mala maniobra: se agachó y me golpeó en el estómago con la izquierda. Le rompí el mango de la herramienta sobre los hombros y ambos caímos en el estanque.

El agua estaba cálida, pero la impresión me ayudó a conservar el sentido. Tendría un metro de profundidad. Logré ponerme de pie, apartando los delgados tallos de los lirios, con un extremo de la herramienta entre las manos; me llené los pulmones como un león marino hambriento. Mark tardó algo más en surgir. Por la forma de moverse con el brazo izquierdo inmóvil y sosteniéndose el hombro, adiviné que le había hecho una fractura. Me dio la espalda y se dirigió hacia la orilla opuesta, donde crecían plátanos y hierbas altas.

Me sentí invadido por la compasión, y no tuve el valor de acabar mi obra. ¿Acaso no había sido mi aliado? Pero en ese momento de debilidad él se volvió a mirarme. Comprendí: éramos enemigos, y él iba en busca de un arma con la cual matarme. Habría muchas: tijeras de podar, hoces, hojas de toda especie. No podía dejarlo ir.

Mark trepó a la orilla ayudándose con una sola mano. La mitad de la herramienta rota que me quedaba en las manos era el remate de algún artefacto para recortar bordes; tenía una hoja en forma de hoz, muy afilada. La arrojé con todas mis fuerzas.

Tropezó y trató de aferrarse al plátano, pero no lo consiguió. Estiró hacia atrás la mano sana para alcanzar el mango que le asomaba por la espalda, pero tampoco le fue posible. Finalmente volvió a caer al estanque y desapareció entre los juncos. El agua tardó un rato en calmarse. Entonces salí del estanque y me dirigí hacia los portales con el paso de un ebrio.

Sería inútil preguntarme cómo sobrepasé la rutina de la desaparición; no lo sé. De algún modo hice cuanto era necesario, me inyecté las drogas, templé el portal. Al sentarme percibí ciertos ruidos en el exterior, ruidos distantes y carentes de significado: una puerta al romperse, silbatos. En seguida me atrapó el efecto de la droga y… me encontré despatarrado en el suelo de un club nocturno, entre dos o tres bailarinas semidesnudas que gritaban a todo pulmón. ¡Había vuelto al hogar!

Decir que las autoridades mostraron interés es quedarse muy corto. Pero hubo algo que no pude informarles, y eso evitó muchos problemas: no recordaba el número de código de la matriz que había visitado. No había forma de llegar a ella, como no fuera por casualidad. El mundo de Rastel estaba a salvo entre una miríada de otras matrices.

Este afortunado olvido me salvó de un serio problema moral. En el caso de que hubiéramos podido regresar fácilmente al mundo de Rastell, ¿nos asistía el derecho de intervenir en favor de los esclavos? En cualquier mundo hay suficientes problemas sin necesidad de buscarlos en mundos ajenos.

Cándida dice que tenemos obligación moral con respecto a las otras matrices. Yo opino que tenemos la obligación moral de no juzgar las normas de otros pueblos por las propias. Royal se niega a creer en toda esa experiencia. Aún seguimos discutiendo: es una libertad que no se debe pasar por alto.

LA FUENTE

Sólo dos de los Buscadores abandonaron la colonia humana para cruzar el desierto en la dirección que les habían indicado. Eran Kervis XI, jefe de toda la expedición, e Isis, su esposa por ese año, que iba sentada a su lado en el asiento frontal del tractor oruga.

La arena guardaba monumentos de tiempos antiguos. Ocasionalmente pasaban junto a alguna parcela cultivada, donde hombres y mujeres observaban silenciosamente su paso, en medio de su harapienta grandeza, enmarcados tal vez por la entrada de un edificio de departamentos desprovistos de vidrios o por una vieja estación de ferrocarril.

–No lo entiendo -dijo Kervis-. Confío en que siquiera ese lugar, Ani-mykey[1], nos ofrezca una clave para hallar el mayor descubrimiento de la humanidad, tal como prometieron en la colonia.

Isis, que consideraba como una gran tontería todas esas sesiones de la colonia, dijo serenamente:

–Has cometido un error, ¿verdad, Kervis?

El no replicó. El flujo de su pensamiento se había tornado confuso en los últimos meses, en tanto bajaban en espiral, a través de infinitos años luz, en dirección a la Tierra. Y la confusión había aumentado desde el aterrizaje. Él, que era un hombre duro y transparente como el cristal, iba borroneando su imagen, en tanto Isis se mostraba cada vez más indiferente hacia él y más inquieta la tripulación de Buscadores. Aunque todo eso le hacía sentir infeliz, esa confusión le resultaba extrañamente deseable.

–Esta es la Tierra, la única Tierra -dijo.

–Es primitiva, más de lo que yo imaginaba.

–Está bien así, ¿verdad? – preguntó con ansiedad.

–Lo puedes ver con tus propios ojos -dijo ella, enfurruñada-. Es un planeta desagradable. No me digas que esto es lo que buscamos.

–A mí no me parece desagradable -observó él serenamente.

–Deja de ser tan simple, Kervis. En todo el trayecto desde Andrómeda, hemos visto unas civilizaciones estupendas, mucho más gloriosas que las de nuestra remota galaxia. Son tan magníficas que es como si la ciencia no tuviera límites, ni final los descubrimientos humanos. Sin embargo, no hemos hallado lo que venimos buscando… No hemos buscado donde debíamos. No, no, estaba allí, en Playder, en Doruchak, en Millibine o en cualquiera de esos millones de planetas tachonados con las altas torres de la fe humana; pero no quisiste detenerte a buscar. Eres… bueno, no diré que eres un fracaso, porque creo que ningún hombre es un fracaso sino cuando se considera a sí mismo como tal, pero… has fallado en el principal objetivo de tu vida: guiarnos instintivamente hacia la cumbre de la grandeza Humana.

Él replicó suavemente:

–Isis, estás hablando más de lo debido. No olvides que he sido adiestrado en el mismo Ravensour durante cien años para el papel de Buscador; el instilado instinto del que hablas está aún en mí, y el Objetivo de mi Vida sigue intacto. Por lo tanto, he conducido a los Buscadores hacia la Tierra, que tal vez haya sido la cuna de la humanidad, y tú debes frenar tu lengua.

–¡La cuna de la humanidad! ¿Y quién quiere volver a la cuna?

Kervis no respondió. Se sentía cansado y en pugna consigo mismo. Reconocía que Isis tenía razón en mucho de lo que decía, pero no podía hacer otra cosa que proseguir con su investigación.

La llegada a la colonia no les había proporcionado sino una aplastante desilusión. Todas las ciudades de la Tierra estaban en ruinas o esparcidas en el polvo; sólo en las colonias se apreciaba un buen grado de orden. Pero inmediatamente les resultó obvio que las organizaciones políticas y gubernamentales, sin las cuales ninguna civilización importante puede sobrevivir, faltaban por completo. Los edificios eran bajos y modestos, abrazados al suelo con grandes vigas; en el interior hombres y mujeres vivían desnudos, aunque para salir se ponían ropas informales.

Kervis se sintió terriblemente perturbado al notar que la conducta de aquellos seres correspondía a un nivel apenas semiconsciente, según las enseñanzas que él había recibido. Cantaban y hacían música con afiladas pipas de madera; por las noches bailaban intrincadas danzas en torno de malolientes hogueras. Peor aún: permitían que sus hijos corrieran libremente y jugaran con varias especies de animales; éstos vagabundeaban a su gusto y hasta entraban en las viviendas, cosas todas inauditas en el resto de esa galaxia. Parecía, por cierto, que no era la Tierra el sitio adecuado para buscar el mayor descubrimiento.

Sin embargo, debemos decir que la gente de la colonia tenía algunas virtudes. Escuchaban en silencio cuando los Buscadores les hablaban de las maravillas del universo, de los tratamientos que podían convertirlos en criaturas puramente racionales, o prolongar en miles de años su promedio de vida o transferir la inteligencia a otras mentes. Y parecían deseosos de divulgar sus alarmantes hábitos frente a los grabadores de la expedición. Entre esos hábitos alarmantes figuraba la religión.

Fue entonces cuando Isis y los Buscadores Veteranos descubrieron que Kervis prestaba demasiada atención a los patéticos detalles de la religión local y le expresaron oficialmente, por primera vez, la impaciencia que experimentaban. Bandareich se presentó ante él y drjo ceremoniosamente:

–Oh, Kervis, no fue para ocupar nuestras grandes mentes con estas trivialidades que hemos viajado durante dos mil quinientos años subjetivos. Las Máquinas nos informan que, en la última ocasión en que purgábamos nuestra mente de la escoria, no hiciste las Abluciones. Creemos que, en consecuencia, tu cerebro está cansado. Por lo tanto te pedimos que efectúes las Abluciones o no te presentes a las próximas elecciones.

Las palabras de Bandareich habían puesto en claro la gravedad de la situación en cuanto a su liderazgo. Pero Kervis no había efectuado las Abluciones. La verdad era que el visitar la cuna de su raza -y por lo tanto de su ser- le había causado una gran impresión psíquica. Siguió prestando atención a los vagos rumores de la religión observados por los colonos. Se interesó a tal punto que acabó por iniciar esa expedición para hallar la meca de los peregrinajes, un sitio llamado Ani-mykey. Al declarar sus intenciones de hacerlo provocó serias divergencias entre los Buscadores Veteranos, la mayoría de los cuales habría preferido abandonar inmediatamente ese planeta. En esos momentos aguardaban en la colonia bajo la jefatura de Bandareich, mientras Kervis y su mujer partían por un año en un vehículo a través de tierras desconocidas.

En el exterior del tractor oruga, el desierto iba dando lugar a una tierra de malezas y arbustos bajos. Una pequeña criatura acorazada se escurrió entre los espinos, pero Kervis no pudo verla con claridad, pues la luz era escasa. En verdad, era muy mala. Aunque había sol, todos sus rayos parecían ser absorbidos por las capas de nubes que se extendían desde el horizonte. Eran nubes negras y parecían capaces de desatar una lluvia torrencial en cualquier momento. Mientras el Buscador las observaba vio el rostro de Isis por el rabillo del ojo. Se había marchitado, envejeciendo hasta tomar el aspecto de una vieja bruja.

Ante su sorpresa, el tractor dio un tumbo. Giró sobre sí para investigar qué ocurría. La cara de su mujer era la de siempre: pálida, sin arrugas, baja la frente, finos los labios, oscuro el pelo. Ella lo miró con curiosidad.

–Kervis, ¿te sientes mal?

–Me pareció… Lo siento, hay muy poca luz.

–Enciende los fanales. ¿Estás cansado? ¿Quieres que conduzca yo? Ponlo en automático.

Él encendió los faros, murmurando para sí. Al volverse para hacerlo la bruja volvió a aparecer en el rabillo de su ojo. En esa oportunidad giró la cabeza lenta y temerosamente. La ilusión se desvaneció: Isis era la de siempre y lo miraba con expresión desafiante y poco amistosa.

Sacudió la cabeza y trató de concentrarse en la ruta. Desde el asiento vecino, visible a medias, la momia arrugada le hacía muecas.

En ese tramo la ruta corría flanqueada por los árboles, hacia los cielos manchados de las colinas. En cualquier momento se iniciaría el diluvio; aunque el sol brillaba aún, las nubes daban a su luz un enfermizo tono amarillento que disiminuía la visibilidad.

La momia dijo:

–Un buen escenario para tu última hora, Kervis.

El observó cómo se disolvía en las tranquilas facciones de Isis al volverse para preguntar:

–¿Qué dijiste?

–Dije que el sol se pondrá antes de que regresemos. ¿Por qué estás tan nervioso?

–Por nada. Este país es muy extraño, ¿no te parece?

–Es horrible -replicó ella, disgustada.

Las manos de Kervis temblaron en el volante. La ruta a través del bosque era bastante buena, pero tomaba desvíos desconcertantes. Los árboles parecían borrones en el vidrio. Aminoró la marcha. «¿Qué es lo que tengo a mi lado?», se preguntó. «Acaso Isis, antes tan amante, ha experimentado algún cambio? ¿O es mi mente, que sucumbe porque me he negado a efectuar las Abluciones? ¿Qué estoy haciendo? ¡Cómo se apenaría mi madre, la Matriarca, si me viera en este estado!».

La momia le dijo:

–El incesto no ha de ayudarte.

Él se volvió rechinando los dientes; en tanto la bruja se convertía en Isis, repitió la pregunta:

–¿Y ahora qué dijiste?

–Dije que esto es más solitario que el infierno.

–Ah, conque eso dijiste. ¿Y de dónde sacaste el concepto de «infierno»?

–Olvidas que he debido escuchar esas aburridas sesiones tuyas con los hombres religiosos de la colonia.

¿Acaso había estado a punto de atraparla en ese punto? Infierno: creencia primitiva en la existencia de un submundo dedicado al sufrimiento; también cierta idea sostenida por los terráqueos con respecto a que es necesario pasar por el infierno para convertirse en un hombre cabal… Bien, tal vez ese bosque fuera el infierno; era lo bastante oscuro como para estar bajo tierra.

–¿Qué te ocurre, Kervis? No me negarás que es realmente solitario, ¿verdad? Pero… ¿por qué saltas ante cada comentario que hago?

Por alguna oscura razón se sentía obligado a no concordar con ella. Por eso señaló el paisaje exterior con un ademán.

–Está lleno de animales -observó.

Mientras lo decía notó con horror que así era. Los árboles renegridos se veían confusos como una mala acuarela bajo la luz distorsionada. Entre ellos, presentándoles vida, se movían grandes formas difusas, más primitivas de lo que él habría podido imaginar. Por mucho que lo intentó le fue imposible verlos con claridad. Parecía haber muchas variedades. Hizo girar los faros delanteros; el diente amarillo mordió el follaje, que onduló, centelleante, sin revelar sus secretos; sólo pudo captar una extraña escama dura, un casco esfumado de inmediato.

–¿Has visto esas criaturas? – preguntó, volviéndose hacia Isis.

–Son simples roedores -dijo ella, indiferente.

En ese momento se le ocurrió una idea: giró la cabeza de modo tal que la vieja bruja quedara detrás y pidió:

–¿Te molestaría repetir lo que dijiste?

–Dije: los conoces, ¿verdad? – respondió la bruja.

Él asintió lentamente, algo liberado de su temor. El comentario de la bruja era más tranquilizador que la evasiva respuesta de Isis. La momia le enfrentaba al menos con la verdad, por horrible que ésta fuera.

Kervis miró hacia arriba, oprimiéndose la frente. ¿Por qué había pensado eso? No conocía a los animales de esa selva, ¿o sí? Volvió a observarlos: allí estaban aún, tal vez más grandes, pues tenía la impresión que, de vez en cuando, alguno de ellos se erguía en dos patas para mirarlo por encima de la selva. Estuvo a punto de pisarle la cola a uno de ellos, pero logró apartarse del camino a tiempo. Al menos no veía a nadie conocido por el bosque, cosa afortunada, pues tenía la sospecha de que pudiera haber… Pero eso era una tontería, pues el no conocía ningún Gemelo. Al menos… Acaso si regresaba…

–¿Por qué nos detenemos? – preguntó Isis, mientras él giraba los ojos para buscarla.

–Hace demasiado calor aquí -dijo él-. ¿Te molestaría que me quitara la ropa?

Ella, impaciente, alargó la mano para ajustar el aire acondicionado, encendiendo al mismo tiempo el ventilador.

–¿Te sientes mal? ¿Quieres que me encargue del volante?

–Debo mantener el control.

–Estás perdiendo la fuerza. Déjame tomar tu lugar, así podrás descansar. Ya no eres responsable.

–No, no, es importante… Debo conducir hasta que salgamos de este…

Y mientras hablaba la fina piel de Isis se marchitó, se tornó pardusca; los ojos se le hundieron en el cráneo, el cutis se le llenó de pequeñas ronchas y la boca alteró su forma; los labios tomaron un tono purpúreo y manchado, y se abrieron para revelar unas encías viejas y polvorientas, custodiadas por un quebrado bastión de dientes. Y la vieja bruja se meció en sus carcajadas, diciendo como Isis:

–No estás en estado de conducir. ¡Deja!

Y como bruja:

–Eres demasiado joven e inocente para conducir… ¡Vamos![2]

Tenía razón, aunque él sintió miedo. Abrió la portezuela y bajó del vehículo de un salto. Cayó rodando y se levantó sobre manos y rodillas, rodeado por una oscuridad bárbara y neblinosa. Aunque todo le era extraño, creyó reconocer algo…, tal vez un misterioso olor.

Caminó aprisa por el sendero, tan angosto que sólo podía ser recorrido a pie, notando mientras lo hacía que sus impresiones con respecto al bosque habían sido erróneas. Lo que tomara por coníferas eran en realidad gigantescos helechos cuyas frondas se enroscaban y extendían como bajo la presión de un crecimiento acelerado. Era difícil divisar a los gorilas, aunque los oía con claridad; de cualquier modo no les tenía miedo. Su mayor preocupación era no perder de vista aquella montaña -¿Jungfrau, se llamaba?– que debía guiarlo en el trayecto.

Pero el pensamiento fue padre del hecho, o tal vez lo contrario, pues el bosque de helechos iba raleando; más allá se veía el capitel coronado de blanco de la montaña, su señal, brillando claramente en las tinieblas. Ani-mykey había de estar muy cercano.

El rato pasado en el bosque hubo de ser muy largo. Mientras miraba hacia el frente una fila de hombres primitivos emergió de entre la gigantesca vegetación, llevando varios objetos amorfos; la neblina le impidió verlos con claridad. Isis estaba entre ellos, vestida con un traje que había usado al comienzo de la asociación con él. Le alegró comprobar que no era totalmente reacia a la relación con los terráqueos y alargó los brazos para darle la bienvenida.

–Creí que te habías perdido.

–¡Yo pensé lo mismo de ti!

Trató de besarla en los labios, pero ella se volvió en sus brazos y señaló hacia adelante.

–¿Es aquél el sitio adonde quieres llegar? – le preguntó.

El suelo bajaba bruscamente ante ellos. En medio de la depresión se veían los capiteles de un edificio de piedra.

–Eso parece Ani-mykey -observó él.

La tomó por la mano y la condujo hacia adelante; ella parecía haber perdido su propia voluntad. Bajaron por una empinada cuesta. Hacia el final corría un arroyuelo angosto, pero muy rápido. Ani-mykey estaba en la orilla opuesta.

–Tendremos que desvestirnos -dijo Kervis.

Al verse así con Isis, ambos absolutamente desnudos y sin vello, recordó que los hombres primitivos, en otros tiempos, tenían el cuerpo cubierto de pelo. Isis quería llevar la cámara, pero él la convenció de que se la quitara de la cintura y la abandonara en la orilla. También él se quitó el cronómetro que le aplicaba una inyección contra el sueño cada nueve horas y lo dejó en la orilla junto a la microcámara. Después ambos entraron al arroyo.

Afortunadamente no era profundo, pues ninguno de los dos sabía nadar. Él la tomó de la mano para conducirla, con el agua chapoteando bajo los sobacos. Estaba demasiado fría. Treparon por el lodo de la orilla como dos criaturas marinas que salieran del océano.

–Sería lógico que los peregrinos hubieran construido aquí un puente para su propia comodidad -observó Isis.

–Tal vez el río sea parte del plan.

–¿De qué plan?

–El de hallar lo que buscan en su religión.

–Para mí todo eso es una tontería. Y tengo frío.

En tanto hablaba levantó la vista hacia el edificio. Las cúpulas se elevaban del suelo y en torno de él, rodeándolo, vetustas y estriadas de moho. Los grandes muros, salpicados de ventanas en forma de diamante, eran de piedra, piedra cubierta de dibujos oscuros. Kervis se acercó para observarlos. Cada una de sus partes parecía inteligible, puesto que formaba letras y hojas, entremezcladas con cuerpos de hombres y de animales. Pero la estructura total era tan inmensa que el significado completo -si en verdad lo había- resultaba impenetrable.

Kervis empezó a caminar a lo largo de los muros en busca de una entrada. Isis lo siguió con desgano, mientras descubrían torres, depresiones y recodos.

–¡Vamos! – le urgió él, insatisfecho-. ¡Date prisa!

–Si lo que buscas es una puerta -observó ella-, acabas de pasar junto a una.

Él retrocedió, sorprendido por no haberla visto. Estaba en una torre cuadrada; era angosta y tenía un umbral de poca altura. La puerta era de madera; sus tallas continuaban con los bajorrelieves extendidos a cada lado en la piedra.

–¡Ésta no puede ser la puerta principal! – exclamó Kervis, desilusionado.

–¿Y para qué quieres la puerta principal? Si lo que deseas es entrar, cualquiera da lo mismo. Debes tener una alta opinión de ti mismo, puesto que necesitas entrar por la puerta principal.

–Estás equivocada. Ésta es la puerta principal.

–Pero… ¡acabas de decir que no lo es! Todo esto es una triquiñuela, ¿verdad? Sólo quieres demostrar que tienes razón.

–No es cierto. Quiero mejorar a toda la raza humana. Es por eso que estamos aquí, ¿no?

–No sé por qué estamos aquí. Y no pienso entrar contigo.

–Es importante que lo hagas.

–No lo haré. Lo siento.

–Como te parezca. No me importa.

–¿Ah, no? ¿Por qué dijiste que era importante, en ese caso?

Él la miró atentamente; parecía haber envejecido.

–¿Pensaste alguna vez que algo podía ser importante para ti, Isis?

Inclinó la cabeza e inició la marcha hacia el interior de Ani-mykey.

Ya dentro, en la semipenumbra, tropezó con un montón de basura acumulada en el suelo y cayó sobre ella con un chapoteo, sintiendo las manos embarradas y pegajosas. Vio entonces que el modesto vestíbulo estaba atestado de flores secas y de fruta, presumiblemente proveniente de las ofrendas que traían los pobladores de la colonia. Al ponerse de pie descubrió que había varias túnicas colgadas en un rincón y se apresuró a tomar una para cubrir su desnudez. Después avanzó con cautela por el corredor.

El pasillo era perfectamente liso y austero; sólo la densa penumbra lo tornaba misterioso. Tras varios recodos y ramificaciones comprendió que estaba a punto de perderse y que sería aconsejable regresar al punto de partida para empezar otra vez. En ese momento notó que algo lo miraba fijamente desde un rincón próximo, y el temor borró todo pensamiento.

Por debajo de unos cuernos dirigidos hacia adelante brillaban unos ojos demasiado llenos de maldad para no ser inteligentes, aunque la forma parecía corresponder a la de una bestia en acecho. Creyó contar cuatro ojos. A sus oídos llegó un ruido profundo como la música de un órgano. No pudo hacer otra cosa que ceñirse la túnica y temblar.

Allí permaneció largo tiempo, mientras aquello le aguardaba con paciencia. Al fin se le ocurrió pensar que quizá se tratara de una estatua o de una maqueta… en fin, algo que no estuviera vivo. Se acercó muy lentamente.

Al llegar al rincón se encontró ante algo que en nada se parecía a la bestia aterrorizante que había imaginado. Desde ese punto en adelante el corredor presentaba una complicada decoración efectuada con bajorrelieves; en muchas ocasiones éstos estaban totalmente separados de la pared en sí. Los cuernos eran el extremo de un colmillo de elefante; los ojos, bellotas arracimadas en un pequeño seto que se erguía junto a la pata del elefante. Sin embargo el temor no lo abandonó por completo, aun cuando siguió andando por el nuevo tramo del corredor, semiagachado, a través de una selva de bajorrelieves. El aire estaba cargado de antiguos terrores.

Si las tallas de la piedra exterior eran extremadamente sintéticas, próximas a lo abstracto, éstas otras estaban efectuadas en un estilo severamente naturalista. Fieros animales de presa arrancaban los flancos de rumiantes cuyas heridas manaban cuentas de sangre, hechas en madera. Espinos venenosos y sutilísimas enredaderas entremezcladas compartían perlas de rocío. Tímidos duendes del bosque, sorprendidos en pleno movimiento, levantaban la cabeza con una mirada inquisitiva que parecía parpadear. Grandes aves de presa se inclinaban con el plumaje erizado.

En esa selva implacable que sólo conocía un simulacro de vida, era casi imposible descubrir dónde estaba el siguiente recodo del pasillo, tan prolífica era la contorsionada madera. Kervis deseó con fervor haber traído un hacha o alguna de las armas del vehículo, pero sólo tenía sus manos desnudas. El ruido seguía dejándose oír. Tal vez fuera música; sonaba tan alto e íntimo como el fluir de su corriente sanguínea.

Pasó junto a la representación de un ser primitivo que llevaba una mujer sobre los hombros. La figura del ser carecía prácticamente de nariz y de frente; su mirada de madera era tan bestial que Kervis se encogió ante ella. La muchacha, cargada al descuido sobre el hombro del bruto, tenía los ojos cerrados como en un desvanecimiento. Más allá el pasillo acababa en un callejón sin salida. Una selva de hojas y enredaderas sin vida se unían allí para cerrarle el camino. Se detuvo por un momento, observando y tanteando la madera; por último se vio forzado a volver a pasar junto al bruto.

La muchacha tenía los ojos abiertos.

Kervis abrió la boca en un gesto de horror. Ella hizo lo mismo, y dejó escapar un alarido desgarrador. Él no lo pensó siquiera: como impulsado por una fuerza superior y acerebral, se lanzó hacia adelante con todo el peso de su cuerpo y golpeó al bruto entre los ojos. Éste parpadeó y dejó caer a la mujer, mientras alzaba lentamente hacia él sus puños de roble. Kervis, ignorando el agudo dolor de su brazo, golpeó otra vez.

El bruto cayó lentamente hacia adelante entre una lluvia de astillas. Él logró esquivarlo, pero una garra enorme le rozó el hombro mientras la bestia caía de cara contra el suelo. En el sitio que había ocupado se abría un nuevo corredor. Kervis, jadeante, sollozando de miedo y dolor, saltó por sobre el cuerpo hendido y tomó por el nuevo pasadizo.

En ese lugar el laberinto era más amplio, y las paredes no tenían sino dibujos casi imperceptibles. Se recostó contra la pared, llenándose los pulmones de aquel aire viciado. Al levantar el puño herido notó que le había brotado un vello negro en el dorso de los dedos. Más allá de toda sorpresa, recordó que anteriormente su piel estaba desnuda; ahora tenía también una ligera vellosidad en los brazos. Tampoco las piernas estaban tan desnudas como antes. Abrió la túnica para descubrirse el cuerpo: aquí y allá crecían parches de pelo rizoso, tal como el de los habitantes de la colonia.

La visibilidad había mejorado lo bastante como para permitirle apreciar ese detalle. Al levantar la vista notó que la fuente de iluminación era en efecto brillante… y avanzaba hacia él.

Por entonces estaba ya seguro de que se trataba de un laberinto. La luz parecía provenir desde varios corredores más allá, y sólo la intuición le revelaba que se estaba acercando. Volvió a experimentar algo de su anterior alarma, aunque en general sentía sólo la aprensión de no estar preparado para lo que pudiera sobrevenir. Apretó el paso, ciñéndose la túnica en torno del cuerpo.

En el recodo siguiente el corredor volvía a bifurcarse. Tomó instintivamente hacia la izquierda; cruzó un arco en sombras y se encontró en una cámara circular a la que se llegaba por cuatro arcadas. Se sintió lleno de regocijo; sabía que estaba en el centro de aquel lugar.

La luz seguía aproximándose. Una mujer apareció en la arcada opuesta a él, llevando en la mano una lámpara que despedía una luminosidad blanca y vivida. Se detuvo ante Kervis y lo miró. Él cayó de rodillas, sobrecogido.

Más tarde no lograría recordar su aspecto. Sólo le quedaría la impresión causada por su belleza, severa pero exótica al mismo tiempo, y por aquella extraña seriedad que la envolvía, factible al parecer de convertirse en risa o en bienvenida erótica. Tampoco su conversación sería fácil de recordar: se escapaba inevitablemente, aunque él sabía que era la más intensa en la que hubiera tomado parte en su vida.

En un principio, al parecer, ella habló de extraños animales salvajes a los que se arrancaba de su medio natural para obligarlos a trabajar bajo el yugo. Tal vez él, de algún modo, rechazó toda vinculación con eso, y ella le mostró un yugo que Kervis no reconoció como tal. O bien ella se lo dijo, o él lo adivinó sin necesidad de explicaciones: un yugo es siempre un yugo, aunque no sea identificable como tal. Ella parecía hablar de identificación; dijo que a través de millones de años los yugos debían tornarse irreconocibles sin cambiar su naturaleza esencial. Alguien -era como si una tercera persona hablase a veces en su nombre- proclamó algo con respecto a las naturalezas esenciales, diciendo que la del hombre permanecía desconocida. Pero la mujer la conocía: ésa era su función.

Él lo comprendió, y comprendió también que era diferente de Isis. Creyó decir que él reconocía la naturaleza esencial de su interlocutora. Era suficiente, más allá de las palabras, crear una gran oleada de amor entre los dos. Alguien, él o ella, dijo que Kervis había llegado hasta allí buscando algo, y que ese algo había sido hallado. Cuanto ocurría, cuanto se decía, estaba en un plano inferior al vocal, pero él comprendía, aunque más tarde no estuviera seguro de ello y se viera frente a la necesidad de interpretar esa experiencia en palabras.

Cuando ella se hubo ido, Kervis se dirigió aturdido a la arcada más próxima y salió al aire libre. Había llovido en abundancia; el aire era fresco y todo relucía. Isis se acercaba a él.

Avanzó tambaleándose, casi desvanecido.

Aquel yugo era muy complejo y de intrincada manufactura, tan complicado a su modo como una gran ciudad. Eso no lo podía comprender. Despertó confundido, para descubrir que Isis lo había llevado de regreso a la colonia. Estaba sentada junto a él con expresión de duda.

–Creí que ibas a morir.

–Estoy bien.

–Bandareich ha llamado a reunión. Debo preguntarte algo, Kervis: ¿viste aquella cosa en el laberinto?

–¿Qué cosa?

–Un momento después de que entraste fui tras de ti. No pude evitarlo. Pero había un hombre… peludo, muy peludo, de ojos llameantes, con armadura de acero. Eché a correr.

Hubo una pausa. Después, él comentó:

–No, no lo vi.

Parecía inútil continuar con el tema: ella no era como él. Por lo tanto optó por preguntar, en tono de fatiga:

–¿Para qué se han reunido?

–Quieren destituirte. Dicen que estás acabado. Me preguntaron si habíamos hallado algo y tuve que decirles que no, por supuesto.

–Yo hablaré con ellos.

Se levantó. Se sentía sorprendentemente bien. Isis vestía uno de sus atuendos más complicados y artificiosos. Él, por su parte, aún tenía puesta la túnica salpicada por el barro.

–No puedes ir así -observó ella-. Sabes que perderás tu oportunidad si te presentas con ese aspecto terráqueo.

Kervis le tomó la cara entre las manos.

–¿Me amas, Isis?

–Querido, sabes que nuestro año está por terminar; trata de ser razonable.

–¡Ja!

Se ajustó la túnica y salió a grandes pasos hacia el espacio abierto.

Bandareich y cinco de los Buscadores Veteranos se acercaban a él; por sus expresiones pudo adivinar muchas cosas. Alzaron la mano en el saludo tradicional, mientras Bandareich decía:

–Kervis XI, venimos a ti tras una reunión efectuada de acuerdo con los artículos de la Búsqueda, realizada…

–Gracias, Bandareich, no pongo en duda que todo ha sido legal. Entiendo que he transgredido las reglas.

–Bien sabes que lo has hecho, no sólo al negarte a las Abluciones, sino también al abandonar el vehículo a tu cargo y al…

–Las he transgredido de muchas otras maneras que ustedes no sospechan, Veteranos. Ahórrenme, por lo tanto, el escuchar una lista incompleta. Si ustedes quieren reemplazarme, estoy muy dispuesto a ello.

Isis se había acercado a él.

–¡Defiéndete! – le urgió-. Tu historial estaba impoluto hasta que llegamos a la Tierra.

–¡Calla, mujer! – exclamó Bandareich.

Pero uno de sus compañeros, Wolvorta IV, intervino:

–Ella está en lo cierto. Kervis, ¿tienes algo que decir en tu defensa? ¿Hallaste en tu excursión algún artefacto u objeto que pueda contarse entre los más grandes descubrimientos del hombre?

–Nada que ustedes pudieran reconocer como tal.

El grupo de Buscadores se unió en una conferencia. Algunos terráqueos se habían acercado y los contemplaban desde lejos en actitud tranquila, con cierto perezoso interés.

Bandareich se apartó del grupo y dijo:

–Kervis XI, lamentamos pedirte la renuncia a tu puesto de jefe. Serás devuelto a nuestra galaxia de origen a la mayor brevedad.

Él bajó la vista hacia sus pies, hacia el suelo polvoriento. El golpe no era menos duro por esperado, aun por deseado. Ningún Kervis, anteriormente, había sufrido tal desgracia; pero esa desgracia era impuesta por los demás, y no formaba parte real de él. Volvió a mirar a sus antiguos compañeros.

–Les presento mi renuncia -dijo.

–Aceptada -respondieron al unísono.

Bandareich hizo chasquear los dedos, agregando:

–En ese caso abandonaremos la Tierra de inmediato; ya hemos perdido mucho tiempo en esta misión inútil.

En tanto hablaba oprimió un botón instalado en su solapa metálica. Una jaula fantasmal descendió del firmamento y se materializó ante ellos. Una puerta se abrió de par en par. Todos empezaron a avanzar hacia ella. Ya descendían otras jaulas, para llevar a hombres y vehículos hacia la gran ciudad que circulaba en órbita por sobre el planeta.

–Ven, Kervis -llamó Bandareich-. No podemos dejarte aquí.

Isis sollozó y se aferró a él en una inesperada muestra de dolor; finalmente echó a correr hacia la jaula, en el preciso momento en que la puerta se cerraba. Le hicieron un último ademán de llamada. Él meneó la cabeza.

Quedó solo. Los terráqueos se acercaban lentamente.

La puerta de la jaula se cerró; ellos estaban impacientes por partir en la búsqueda renovada del mayor descubrimiento humano. La jaula se desvaneció.

Kervis levantó la vista hacia el firmamento claro y se humedeció los labios. ¿Qué sería de todos ellos?

–¡Oh, idiotas! – suspiró-. ¡No ven lo que tienen en las manos, tal como yo lo tengo! El gran descubrimiento del ser humano es el acto de cumplir con el propio destino.

Se volvió hacia los terráqueos harapientos, que seguían acercándose al compás de sus flautas sencillas.

UN HáBITO SOLITARIO

Las gentes que han encontrado en la vida un pasatiempo como el mío son siempre solitarias. Es decir, siempre que sean lo bastante inteligentes como para sentir ese tipo de cosas. Mi madre dice que yo soy inteligente: le sorprenderá mucho saber que me han detenido por… Bien, no hay por qué temerle a la palabra: por asesinato.

–Nos reiremos a gusto de este asunto cuando salga. Esa es una de las cosas que más admiro en mí. Tal vez sea inteligente, pero no por eso dejo de tener sentido del humor.

Siempre me visto bien. No demasiado a la moda, a fin de diferenciarme de los más jóvenes, pero compro trajes caros y llevo siempre sombrero. Jamás me falta el sombrero. Porque trabajo para Grant Robinsons, y ellos lo exigen así. Soy uno de los principales representantes; también podría decirse que cuento con todas las simpatías, aunque no alterno con los otros. Y jamás, jamás… Bueno, jamás lo haría con uno de ellos. Ni con nadie que conociera, o con quien estuviera vinculado de algún modo.

A eso me refería cuando hablé de inteligencia. Algunos de estos… bueno, algunos de estos asesinos, si se me permite utilizar el término, no saben pensar. Lo hacen con cualquiera. Yo, en cambio, solamente lo hago con extraños. Lo digo con toda sinceridad: ni siquiera se me ocurriría hacerlo con alguien que conociera, aunque sólo mediara una presentación. Mi sistema es mucho más seguro, y me creo con el derecho a decir que también es más moral. En la guerra, como se sabe, lo entrenan a uno para matar extraños; se le paga por eso y se le otorgan medallas. A veces creo que si me pusiera al descubierto y les explicara a fondo mi punto de vista -sinceramente, de corazón-, creo que en ese caso no me… Bueno, que me darían una medalla en vez de esto. Lo digo en serio. No bromeo.

El primero con quien lo hice… fue en la guerra. Fue como si se me abriera una vida nueva por delante. Creo que desde ese momento no han pasado más de dos años, pero ¡cómo ha cambiado mi vida! Todos esos que se llaman criminólogos hablan muchas tonterías al respecto, pero… no saben nada. ¡Cuántos malos hábitos me he curado con eso! Solía dormir muy mal, estar siempre nervioso, beber demasiado y toda clase de malos hábitos que es preferible no mencionar. En alguna parte leí que hace mal a la vista. Sin embargo, cosa extraña, después de hacerlo con aquel primer tipo no volví a tener asma, ese asma que tanto me afligía. Mi madre todavía se acuerda. A veces dice: «¿Recuerdas cómo te zumbaba el pecho durante toda la noche cuando eras pequeño?». Mi madre es muy afectuosa. Formamos un buen par.

Pero volvamos a ese primer hombre. Fue en un puerto de la costa este; he olvidado el nombre. Ese detalle no importa mucho, pero a veces creo que me gustaría volver allá; por sentimentalismo, ya se sabe. Claro, es de suponer que la primera… Bueno, cómo decirlo, la primera víctima -¡vaya palabra estúpida!-, cuando uno se ha enredado en ese tipo de cosas, se parece mucho al primer amor.

Los demás, por muchos que hayan sido, jamás han llegado a la altura de aquel primero. Jamás ha sido igual. Naturalmente han sido encantadores, y siempre valieron la pena desde mi punto de vista; pero no llegan a los talones del primero.

Era un marinero, y estaba borracho. Yo estaba en ese alojamiento frente al mar. Era una noche terrible; llovía a cántaros, y me había refugiado allí. Y entonces entra este tipo, completamente solo. Yo vestía el uniforme del ejército: fusil, bayoneta, todo. Y él arrojó mi arma entre el estiércol.

En realidad, sentí más miedo que fastidio. Era muy corpulento, en verdad; medía más de uno ochenta y se le veía muy macizo. Me preguntó si tenía novia, a lo cual respondí que no, por supuesto. Entonces se acercó a mí… Bueno, no había mucho lugar. Pensé que se trataba de alguna ofensa sexual, pero más tarde, pensándolo una y otra vez, llegué a la conclusión de que me iba a atacar. Ya se sabe cómo son esos estúpidos: les gusta usar los puños a la menor oportunidad; creo que iba a atacarme con la idea de que yo tenía mis razones para estar allí, propósitos de anormal. Cosa que, naturalmente, no era cierta. Por suerte soy perfectamente normal.

Es obvio que también soy tremendamente corajudo, pues no sentí el menor miedo cuando lo vi acercarse, aunque anteriormente estaba asustado. El cerebro me funcionaba con toda claridad. «Vern», me dije, «puedes matar a este borracho con tu bayoneta».

Al pensarlo sentí una fuerte, una magnífica emoción. Y cuando le hundí la bayoneta fue como si me guiaran desde lo alto, porque ni vacilé, ni fallé el golpe, ni herí en el lugar indebido o con poca fuerza; nada de lo que cualquier otro podría haber hecho. En ese momento comprendí realmente que me guiaban desde lo alto, porque por entonces rezaba mucho; actualmente el Todopoderoso y yo, según parece, hemos perdido nuestra vieja amistad. Bueno, los tiempos cambian…, y es necesario aceptar las alteraciones que eso ocasiona.

Hizo un ruido fuerte, similar a un estornudo. Levantó los brazos y cayó sobre mí, empujándome contra la puerta como si me abrazara. Aquella intensa alegría volvió a invadirme. No sé por qué; pero desde entonces no la he vuelto a sentir con la misma energía.

Lo sostuve mientras pataleaba y luchaba por acabar de morir. Fue un poco alarmante, pues yo no sabía de seguro si estaba en trance de irse. Pero cuando al fin se aquietó, mé quedé sujetándolo con ganas de que diera aún otra patada. A continuación se presentó el problema de deshacerme de él. Cuando pude tranquilizarme lo bastante como para pensar, lo solucioné de inmediato. Me limité a arrastrarlo lejos de allí, bajo la lluvia, hasta el murallón del mar. Le di un empellón y allá fue, al agua. Aún seguía lloviendo torrencialmente.

Hay un detalle curioso. Noté que había dejado un rastro de sangre a lo largo del trayecto hasta el murallón, pero no perdí tiempo en solucionarlo porque no me gusta mojarme. En esa época no me gustaba, y ahora tampoco.

Tal vez eso parezca un descuido de mi parte. Tal vez se deba a que confiaba en la Providencia. Lo cierto es que la lluvia lavó todas las manchas y no volví a saber del asunto.

Por un tiempo yo también lo olvidé. Después terminó la guerra, y me enviaron de regreso a casa. Papá había muerto, lo que no representaba una gran pérdida. Mamá y yo nos entendemos bien: siempre hemos sido buenos amigos. Ella solía comprarme las camisetas y los calzoncillos; todavía lo hace.

Me sentía inquieto. El recuerdo del marinero no me dejaba en paz, y quería volver a hacerlo. Me preguntaba quién habría sido aquel hombre; parecía extraño no saber siquiera cómo se llamaba. Una vez, en un libro que leí, se hablaba de que cierta gente tiene «curiosidad intelectual». Supongo que eso era lo que yo tenía: curiosidad intelectual. Sin embargo, algunos dicen que a primera vista parezco tonto…

Para recobrar aquella pasada emoción compré una pequeña bayoneta en una compraventa de chatarra y di en estudiar alojamientos. No me refiero a los grandes, que son tan ruidosos, llenos de luz, con gente que va y viene. Me gustan las pensiones pintorescas de la época victoriana, esos lugares somnolientos, de pintura arruinada, donde no hay quien atienda y pocos clientes. Soy experto en ellos. Para mí tienen la belleza de los antiguos tranvías. Aunque se me llame sentimental, así lo siento, y cada uno tiene derecho a expresarse. Esos alojamientos verdaderamente despiertan en mí una inquietud artística.

Fue por pura suerte que encontré aquél en Seven Dials. La mayor parte de la zona había sido demolida, pero habían dejado en pie un alojamiento viejo y hermoso; parecía dormitar en un callejón lateral. Aún estaba iluminado a gas; el encargado llegaba todas las noches a encender las luces. Tal fue el sitio que elegí para… Bien, para repetir mi éxito, si puedo expresarme de este modo.

No era sólo cuestión de arte, ¡oh, no! En mi oficio hay que tener práctica. Descubrí que la cubierta de inspección instalada en el interior de la casa se podía retirar con facilidad. Una escalerilla de mano conducía desde ella hasta otra cubierta, situada a un metro y medio de la primera. También había tuberías y cosas similares. Cuando se abría la segunda cubierta, uno se encontraba directamente sobre la alcantarilla principal.

¡Era tan apropiado como el mar!

A mis fines, esta poco higiénica instalación resultaba inmejorable. Es decir, cuando uno ha terminado con… bueno, cuando tiene el cuerpo del hombre entre las manos es necesario deshacerse de él. Quiero decir, deshacerse definitivamente, para que no lo descubran a uno, ya se sabe, como pasa en las películas, donde la Gestapo, bueno, viene a golpear a la puerta a medianoche. Es curioso: aquí estoy, sentado en esta celda y no tengo miedo. De veras, no tengo. El mío es un pasatiempo muy solitario. Cuando uno es sensible lo lamenta, algunas veces. No es que yo quiera despertar compasión. Reconozco que muchos de esos tipos… Bueno, muchos eran también solitarios.

Y entonces lo hice otra vez. En esa oportunidad se trató de un hombrecillo menudo; dijo que era una especie de explorador que actuaba para un agente de teatro; algo así. Hablaba con mucha suavidad, y no parecía preocuparse por lo que yo iba a hacer. ¡Casi todos se afligen, y mucho! Pero éste no hizo más que soltar una lágrima mientras yo le daba, y ni siquiera pateó.

Algunos pasatiempos comienzan de un modo curioso… casualmente, si se quiere. Quiero decir: cuando bajé a ese hombre hasta la cubierta inferior, del bolsillo le cayó todo lo que llevaba. Lo junté y lo guardé en mi propio bolsillo antes de arrojarlo a la alcantarilla, donde el agua corría lo bastante rápido como para arrastrarlo.

Francamente, fue un esfuerzo inútil. En eso no había fuerza. No había inspiración ni alivio. No resultó. En ese momento resolví no volver a repetir el juego -uno nunca puede estar seguro-, por si me descubrían.

Cuando volví a casa me excusé ante mi madre y me deslicé hasta mi cuarto -naturalmente, ahora tenemos cuartos separados- para observar lo que tenía en el bolsillo. Era interesante: una carta de su hermana, dos facturas de su firma, un recorte de periódico -de dos años atrás, muy ajado- donde se hablaba de cierto general que estaba de visita en Rusia, una tarjeta sobre cierta raza de palomas, una pequeña carpeta con un muestrario de pinturas brillantes, una tarjeta del sindicato, la fotografía de una niñita junto a un triciclo y otra de la misma niña de pie, sola, riendo. La contemplé durante mucho tiempo, preguntándome de qué se reiría.

En una oportunidad la dejé por ahí. Mamá la encontró y le echó una buena mirada.

–¿Quién es esta niña, Vern?

–Es el hijo de un compañero de trabajo… La hija, quise decir. La hija de un compañero de trabajo.

–Bonita, ¿no? ¿Cómo se llama?

–No lo sé. Dámela, mamá.

–¿Quién es él? El padre, ¿quién es?

–Ya te lo he dicho, un compañero de trabajo.

–¿Es Walter?

No conocía a Walter, pero supongo que alguna vez yo había mencionado su nombre.

–No, no es Walter. Es Bert, ya que quieres saberlo. Conocí a la niña cuando pasé por su casa; a él se le ocurrió que quizá me gustara tener una foto de la pequeña, porque me cobró afecto.

–Comprendo. Pero… ¿no sabes su nombre?

–Ya te lo dije, mamá, lo he olvidado. Nadie puede recordar el nombre de todo el mundo, ¿no es así? Ahora dame eso.

A veces resulta muy fastidiosa. Ella y mi padre solían tener unas reyertas terribles cuando yo era pequeño.

Tal como he dicho, el tipo de vida que llevo es bastante solitario. Comencé a soñar con esos bolsillos ocultos, cálidos y disimulados, cada uno con sus secretos trocitos de vida. Por donde iba me sentía atraído por los bolsillos. Me arrepentí amargamente de eso. A veces la gente dice: «¡Cómo me gustaría volver a vivir!». Así me sentía yo, y estaba malgastando la vida en esa pena.

Otro hombre pudo haberse convertido en un ladronzuelo miserable, pero ésa no era mi forma de actuar. Nunca en mi vida he robado nada.

El tercer hombre fue una desilusión. Tenía los bolsillos casi vacíos, aunque guardaba allí algunos boletos ganadores de una carrera; con el producto pude comprarle algunas chucherías a mamá.

Y después… supongo que después me sonrió la buena suerte, pues los tres siguientes me ofrecieron algo del alivio encontrado en el primer… bueno, en el primer socio, podría decirse, para ser cortés. Eran todos hombres corpulentos. Y el contenido de sus bolsillos resultó muy interesante. Vea, uno de ellos llevaba una revista infantil, muy doblada, impresa veinte años antes, cuando él era un niño. ¡Vaya uno a imaginar para qué la quería! Otro tenía un calendario náutico y una copia del catálogo de cierta tienda berlinesa, además de una repugnante carta de amor de una mujer llamada Janet.

Guardé todas esas cosas bajo llave. Con frecuencia las examinaba y pensaba en todo eso, meditando, haciendo conjeturas. A veces, cuando se descubría la desaparición de los hombres, yo podía averiguar algunos datos a través del periódico. Eso era divertido, y representaba una gran emoción. Uno de ellos estaba medio involucrado en el mundo del cine. Creo que si la vida hubiera sido un poco distinta yo podría haber sido… bueno, detective, ¿por qué no? Claro que soy mucho más feliz de este modo.

Así pasó el tiempo. Me volví muy cuidadoso, más cuidadoso después de cada uno. Es decir, nunca se sabe. Alguien puede estar mirando. Recuerdo que mi padre tenía la costumbre de espiarme por detrás de las puertas cuando yo era pequeño y me asustaba hasta cuando no había hecho nada malo.

También me torné más curioso. Era el intelecto en funciones, como se comprenderá.

Y con eso llegamos al momento actual. Al día de hoy. Veamos, quiero decir, hace dieciocho meses que yo…

Bueno, que busqué el primer socio, como a veces lo considero. Pero uno se siente terriblemente solitario. Por eso volví a los Seven Dials, y en esa oportunidad me dije: «Vern, hijo mío, hasta ahora has sido muy paciente; como recompensa te voy a conceder un tratamiento especial en este caso».

Oh, lo hice con mucho cuidado; observé y observé, hasta estar seguro de haber elegido un tipo que, obviamente, no era de la zona, para que nada lo vinculase con los Seven Dials. Era un hombre de negocios, tranquilo, avispado y menudo; se ajustaba a lo que yo quería. En cuanto entró al alojamiento lo seguí, a paso lento y natural.

El hombre estaba en el único cubículo, con la puerta abierta, y jadeaba de un modo extraño. Pero no suelo cambiar mis planes una vez que ya están trazados, de modo que me acerqué directamente a él con mi pequeña bayoneta, hasta pincharle la garganta. Era mucho más menudo que yo, y no habría escenas fastidiosas. Detesto las escenas fastidiosas.

Le dije:

–¡Quiero saber algún secreto importante de tu vida, algo que nadie sepa! ¡Rápido o te mato!

La cara le tomó un color repugnante: parecía incapaz de hablar, aunque por sus ropas pude ver que era un hombre de clase, más o menos como yo. Le pinché la garganta hasta que sangró, y le ordené hablar de una buena vez. Dijo:

–¡Déjeme en paz, por el amor de Dios! ¡Acabo de matar a un hombre!

Bien, eso fue lo que dijo. Me dejó petrificado y furioso. Pensé que se estaba burlando, pero antes de que yo pudiera reaccionar debió verme algo en los ojos, pues me tomó por las muñecas, balbuceando algo incomprensible. Después exclamó:

–¡Usted debe ser amigo de Fowler! ¡Tiene que haberme seguido hasta su departamento! ¿Cómo no se me ocurrió que podía planearlo así? ¡Oh, Dios! Usted es amigo de Fowler, ¿verdad?

–Nunca lo oí nombrar. ¡No tengo nada que ver con sus sucios asuntos!

–Pero… ¡usted sabía que me estaba extorsionando! Si no lo sabía, ¿por qué ha venido?

Ambos nos miramos fijamente. Quiero decir, yo estaba tan sorprendido como él por ese vuelco de las cosas. Yo sólo buscaba en esto una especie de… reposo. Quiero decir, lo necesito de veras; de lo contrario podría derrumbarme con el asma, y vaya uno a saber cuántas cosas más, sin poder llevar una vida normal. Lo último que deseaba era verme involucrado en un asunto de… bueno, asesinatos, extorsiones y todo eso.

Precisamente cuando acababa de resolverme a dejarlo marchar le vi sacar un revólver. En cuanto bajó la mano supe lo que estaba por hacer… Justo como en esas horribles películas que deberían estar prohibidas, donde se les ve sacar el revólver y matar a los tipos más grandotes… ¡tata-tatatatá!, directamente desde el bolsillo.

Por eso, quiero decir, se la di con mucha frialdad y prontitud; uno de esos golpes hermosos que sólo da la práctica.

En esa oportunidad no pude perder tiempo en tonterías sentimentales. Abrí la cubierta de inspección y lo arrojé en ella. Después bajé tras él. Fue muy desagradable, pues aún se movía. Tomé el revólver, porque deseaba examinarlo antes de deshacerme de él. Deslicé la mano en el cálido bolsillo interior. Allí encontré un sobre abierto que contenía una cinta de filmación y algunas ampliaciones de los negativos. Eran fotografías decididamente inmorales; en ellas se veía una muchacha sin ropas de ninguna especie. Comprendí de inmediato que eso tenía alguna relación con Fowler, ese extorsionador. ¡Mostraban bien a las claras qué clase de mente era la suya! El mundo estaría mejor sin él, y sin esa preciosidad que había tratado de matarme.

Confundido por completo, deslicé aquellas fotografías asquerosas en el bolsillo, para examinarlas después; abrí la otra cubierta y arrojé a nuestro amigo hacia las rápidas aguas. Después cerré todo, me sequé la cara con el pañuelo y salí al callejón.

Fuera me esperaban dos hombres vestidos de civil.

Me sentí tan atónito, que no pude pronunciar una palabra. Dijeron que deseaban interrogarme con respecto a la muerte de Edmond Fowler. Antes de que yo supiera qué estaba ocurriendo, antes de que pudiera al menos telefonear a mamá, me llevaron en el coche policial.

Todo el mundo dice que la policía de ahora no es como la de antes. Esta vez han cometido un grave error, de veras. Pero he hecho que me mandaran un abogado para solucionar las cosas; además me permitieron enviar un mensaje a mamá para decirle que estaba bien y que no me esperara a almorzar. No les he dicho nada… Quiero decir, no he perdido la cabeza. Sigo sosteniendo que nunca oí hablar de Edmond Fowler, y eso es todo cuanto digo. Claro que me resulta difícil explicar cómo tenía en mi poder esa pequeña pistola y las asquerosas fotografías.

Pero soy inocente, ¡inocente por completo! Nadie puede decir lo contrario.

UN PLACER COMPARTIDO

Me levanté a las siete y media y descorrí las cortinas de la ventana, para encontrarme con otro día de invierno londinense nada agradable.

La señorita Colgrave seguía en la silla, tal como yo la había dejado. Le bajé la falda; la carne femenina no tiene nada de apetitoso antes del desayuno. Fui a la cocina y me preparé una taza de té y un huevo pasado por agua en el fogón de gas. Mientras tanto fumé un cigarrillo. Me gusta fumar un cigarrillo en cuanto salgo de la cama.

Desayuné en mi habitación, observando atentamente a la señorita Colgrave. En cierto momento me levanté para acomodarle la bufanda en torno del cuello. La señorita Colgrave no había sido una mujer muy respetable, y había pagado el precio de sus pecados, pero sería un fastidio deshacerse de ella.

En primer término tendría que envolverla en una frazada, tal como había hecho anteriormente con la señorita Robbins. Eso también era un fastidio, pues yo no disponía de muchos cobertores y aún faltaban los días más crudos del invierno. Me pareció una verdadera lástima que uno no pudiera deshacerse legalmente de las mujeres inútiles, como las señoritas Colgrave y Robbins. Después de todo, sus malas costumbres eran una mácula para la comunidad.

Cavilé un rato sobre la cuestión de las frazadas, disfrutando mientras tanto de otro cigarrillo. Finalmente decidí salir a caminar un rato antes de tomar una decisión. La señorita Colgrave no podría huir.

Salí al descansillo y cerré con llave la puerta de mi departamento antes de bajar las escaleras. En el pasillo del primer piso me encontré con la señora Meacher, que estaba vestida como para salir. La señora Meacher era una mujercita muy correcta y yo contaba con sus simpatías. Aunque ya no era joven, debo admitir que no era tan curiosa como otras.

–Buenos días, señor Cream -dijo-. La mañana no se presenta muy buena, ¿verdad?

–Al menos no llueve, señora Meacher.

–Cierto; bueno, nos conformaremos con eso. ¿Cómo anda hoy su ciática?

Yo había tenido algunos problemas con la espalda después de llevar a la carbonera el cuerpo de la señorita Robbins.

–Hoy no me molesta mucho, señora Meacher. Cada uno debe llevar su cruz, como decía mi padre ¿Y su reuma?

–Me ha tenido despierta la mitad de la noche. Estas escaleras no me hacen ningún bien, como es de imaginar. Pero no hay que quejarse, ¿verdad?

–Con quejarnos nada ganaremos.

–Usted tampoco ha dormido muy bien, ¿no es así, señor Cream? Le oí caminar en las primeras horas de la noche, y percibí varios golpes. Me sentía preocupada.

La señora Meacher era una viuda joven, muy respetable, pero todas las mujeres son curiosas. No saben limitarse a sus propias cosas, como hacen los hombres. Es una falta que sería necesario erradicar. De todos modos me mostré cortés, como de costumbre; le expliqué que había estado haciendo ejercicios para calmar la ciática. Algo me hizo agregar:

–¿No tiene usted una frazada que le sobre, señora Meacher? Necesito una prestada.

Pareció vacilar un poco y jugueteó con el sombrero, irritante hábito que suelen tener algunas mujeres.

–Tal vez tenga una en el fondo de mi ropero -dijo-. Podría prestarle esa. Ahora estoy algo apurada, pero si usted viene esta tarde tomaremos una taza de té y podrá llevársela.

–Me parece muy bien, señora Meacher.

–Me alegro. Creo que cada uno debe ocuparse de sus propios asuntos, pero también es agradable la buena vecindad, ¿no es cierto?, cuando los vecinos son gente correcta.

–Es precisamente mi modo de pensar, señora Meacher.

Ella se acomodó el sombrero.

–A las cuatro y media, en ese caso. Siento mucho respeto por los hombres que no beben, señor Cream. No como ese horrible señor Lawrence, que acaba de mudarse a la planta baja.

–Las tabernas son una invención del demonio, señora Meacher. Así lo decía mi madre, y jamás lo he olvidado. Hay mucha verdad en esa frase.

Ella bajó las escaleras y yo la seguí. Tal vez fuera buena idea invitarla a tomar el té conmigo un día de éstos. Cuando mi cuarto estuviera desocupado, claro está.

Cuando llegué al oscuro vestíbulo la señora Meacher acababa de salir por la puerta de calle. Allí no se veía nada, a menos que la luz eléctrica estuviera encendida; pero la lamparilla se había quemado y el propietario no la reemplazaba. Era un hombre rudo, a quien sólo le importaba el dinero; precisamente el tipo de gente que merece todo mi desprecio.

–¡Cream!

Se abrió una puerta, dando paso a Lawrence. Era un hombrecito gordo que se paseaba en pantuflas y mangas de camisa. Yo jamás dejo que nadie me vea sin chaqueta; quien es descuidado en el vestir, lo es también en la moral.

–Buenos días, señor Lawrence -dije, tratando de guardar distancias.

–Oiga, Cream, quiero hablar un momento con usted. ¿La que acaba de salir era Flossie Meacher?

–Que yo sepa, no hay otra mujer en este edificio.

–¿Y esa buscavidas que usted llevó anoche a su cuarto? ¡La vi!

Era indignante que ese hombre grosero me acusara de llevar mujeres a mi cuarto, como si yo fuera un vulgar seductor.

–Entre a mi cuarto un momento -insistió-. Quiero que me eche una mano en cierto asunto.

–Soy un hombre ocupado, señor Lawrence.

–Supongo que no estará tan ocupado como para negarse a ayudar al prójimo. Ya sé que usted y Flossie Meacher son carne y uña. No le caería bien saber que usted lleva busconas a su habitación, ¿verdad?

Algo de verdad había en ello. Aunque mi aprecio por la señora Meacher no era demasiado intenso, no me hubiera gustado perder su estima. Opté por el menor de los males y entré al desordenado cuarto de Lawrence.

La habitación contenía una cama sin tender, sillas, una mesa cubierta con botellas de cerveza y leche, un montón de ropa sucia en el suelo y muy pocas cosas más. Era obvio que ese hombre llevaba una vida desagradablemente bohemia; mis padres me enseñaron siempre a ser limpio en cuanto hacía; por lo cual aquellos indicios me resultaron repulsivos. Lawrence me ofreció un cigarrillo.

–Fumaré uno de los míos, gracias -dije.

Soy un convencido de que hay que evitar los gérmenes dentro de lo posible. Ambos encendimos nuestros cigarrillos -acepté compartir su fósforo- mientras él decía:

–Flossie Meacher no tiene muy buena opinión de mí, ¿verdad?

–Ignoro lo que piensa ella al respecto.

–¡Vamos, lo sabe usted muy bien! Los oí hablar en el descansillo; ella le dijo que yo era una porquería. Dejé la puerta entornada y escuché todo lo que dijeron.

–La señora Meacher no suele emplear palabras indecentes, señor Lawrence.

–Déjate de bromas, compañero. ¡Qué tantos humos!

En ese momento tuve un arranque de inspiración; en ocasiones suelo pensar con mucha celeridad. Se me ocurrió que podrían presentarse otras emergencias similares a la de la señorita Colgrave, y decidí sacar ventaja de esa entrevista. Por lo tanto, dije:

–Señor Lawrence, he bajado tan sólo para preguntarle si podría prestarme una frazada. Las noches se están tornando muy frescas.

Eso lo desconcertó y me miró con cara de tonto, boquiabierto. Yo jamás abro la boca más de lo indispensable, a pesar de que mis dientes son bastante más atractivos que los de él.

–Tal vez me sobre una frazada -respondió al fin-. Pero yo quería hablarle de Flossie Meacher.

–Con mucho gusto he de informarle de cuanto sé a cambio de una frazada.

–¡Conque así son las cosas! ¡Vaya tío raro que ha resultado usted, Cream! Y sin duda… Bueno, dígame: el viejo Tom Meacher, el marido, ¿murió?

–Tengo entendido que la señora Meacher perdió a su esposo antes de mudarse a Institute Place.

–¿De veras? ¡Pobre Tom! ¿Y cómo fue que estiró la pata?

–La señora Meacher me dio a entender que falleció como consecuencia de una pulmonía.

–¡Ajá! Yo conocía al viejo Tom Meacher. De vez en cuando tomábamos una cerveza juntos cuando yo trabajaba en Walthamstow. Era un buen muchacho, de los míos.

Sus manos ásperas y desagradables me recordaron las de un albañil. Expresé entonces que estaba dispuesto a recoger la frazada y retirarme, pero él me indicó:

–Un momento. Vamos, siéntese y tomemos una cerveza, como dos hombres civilizados.

–Gracias, pero según mi criterio los hombres civilizados no prueban la cerveza. Yo, por cierto, nunca bebo.

–Usted es un verdadero snob, compañero.

–En absoluto. Alterno con cualquiera, sin importarme la clase social a la que pertenezca. Pero tengo mis normas.

–Normas… ¡Ah, bien!

Y prosiguió, encogiéndose de hombros:

–Cuénteme más sobre Flossie. Es más seria que una monja, ¿no?

–Es muy respetuosa de la decencia, si a eso se refiere usted.

–Viene a ser lo mismo. La gente que respeta la decencia nunca tiene tiempo para otra cosa. Sé que ella convirtió en borracho al viejo Tom, y después se pasó la vida tratando de apartarlo de la bebida.

–La vida privada de la señora Meacher, señor Lawrence, es exclusivamente asunto de ella.

–¡Ah, no, nada de eso! Verá usted, tengo en vista un casamiento con Flossie Meacher.

Las vidas ajenas suelen ser tan sórdidas que no me intereso por ellas, pero el anuncio de ese hombre me sorprendió hasta tal punto que acepté sentarme a su mesa y escuchar su descabellada historia. Perdí varias veces el hilo de lo que decía, pues en realidad no era muy interesante.

Abrió una botella de cerveza para sí, como si no pudiera pensar sin ese líquido nauseabundo.

–Usted ha de preguntarse, Cream, qué interés puedo tener en casarme con una mujer a quien tengo por arpía, ¿no? En realidad es una historia curiosa. Los años pasan, y no vamos a ninguna parte… Soy de los que necesitan una mujer de agallas, Cream. Siempre he sido así.

Yo había tenido más suerte. Mi madre fue una mujer de agallas y me enseñó cómo era el mundo en realidad. Tal vez esa era la diferencia entre ese hombre y yo: hasta en el modo de vestir se notaba quién de nosotros había recibido la disciplina adecuada durante la infancia. Todavía recuerdo vividamente la tortura a la que me sometía mi madre cuando me limpiaba las uñas con la punta aguda que mordía la carne; por cierto, me acuerdo de eso cada vez que me como las uñas, aún en la actualidad.

–Yo fui el menor de siete hijos, Cream. Mis padres eran muy buenos, incapaces de matar una mosca; mis hermanos también eran buenos. Vivíamos cerca de Dagenham. Pero con toda su bondad… nunca me dijeron qué debía hacer o qué no. Nunca me dijeron nada. Aunque usted no me crea, crecí en un verdadero laberinto, perdido por completo, a pesar de toda la gente que me rodeaba…

–¡Oh, claro que le creo, señor Lawrence! Es obvio que en este mismo instante está perdido.

Eso revela la importancia de la crianza. Yo fui hijo único; toda la atención de mis padres era para mí, y como resultado soy un adulto limpio, sensato y normal. Aunque mis padres fallecieron hace años, sigo teniendo la impresión de que me vigilan. Bien, no tengo nada que reprocharme. Soy lo que ellos hubieran querido. En realidad, creo que soy algo más fuerte y respetable que ellos.

Eso fue prácticamente lo último que dije a la señorita Colgrave, según recuerdo, cuando al fin la senté en la silla. Es lamentable la forma en que pierden el dominio de sus intestinos en esos últimos instantes. Mi padre era muy exigente en esas cosas: más de una azotaína me habrá dado por mojar mi cama. Él habría comprendido mi disgusto para con la señorita Colgrave.

–Recién cumplidos los doce años conseguí la atención de alguien -continuó Lawrence-. Es extraño cómo se recuerdan las cosas, ¿verdad? Todavía estoy viendo la cerca rota de nuestro patio trasero… A los doce años tuve mi primera novia. Se llamaba Sally, Sally Beeves. Era muy bonita, Sally. ¡Dios, si la estoy viendo! Tenía una hermanita, una tal Peggy. Las dos se la tomaron conmigo, Cream. Solían llevarme a la buhardilla que había sobre el viejo taller del padre. ¡Si le contara las cosas que esas niñas me hacían allí, Cream, se le helaría la sangre! Que me hablen de torturas. Vamos, un día Sally consiguió unos tubos de goma…

Los hombres desagradables, como ese Lawrence, no saben hablar de otra cosa que de mujeres. Si lo hubiese llevado arriba para mostrarle a la señorita Colgrave habría tenido la idea más triste de la especie. Pero seguía hablándome de cosas horribles, que yo no tenía interés en escuchar. No podría separar mis propios pensamientos de esas cosas. Por un momento el enojo me hizo pensar que el mundo estaría mucho mejor sin Lawrence. Pero eso no me correspondía; ya tenía bastante trabajo entre manos. Además soy hombre delicado, y me disgustan mucho las grescas; Lawrence debía ser más fuerte que yo. Al seleccionar a mis mujeres cuido siempre que sean menudas y débiles, a fin de evitar resistencia. Por otra parte, debo cuidarme el corazón.

–Sí, a pesar de todo lo que me hacía, yo amaba a Sally Beeves. No sé si usted comprende: fue la primera persona que reparó en mí. La bondad de mi familia no era bastante. De veras, aunque usted se ría, me resultaba preferible la crueldad de Sally. Y a veces, cuando me hacía llorar, me besaba; entonces yo juraba que me casaría con ella cuando fuera mayor.

Casarse. Debí haber imaginado que la tediosa historia de Lawrence terminaría en eso. Francamente, el tema del matrimonio es de los que prefiero evitar. Cuando murió mi madre, cometí la tontería de casarme con esa mujer, Emily; si ella hubiera vivido para aconsejarme, yo no habría caído en ese error. Sin embargo Emily parecía muy respetable. Era mayor que yo y tenía algún dinero propio. Insistió en que viajáramos a Boulogne para pasar allí la luna de miel, cosa que me fastidió mucho, ya que detesto ir al extranjero, donde la gente no sabe hablar inglés. Cruzamos el canal con el ferry nocturno. En cuanto llegamos a nuestro camarote se puso tan provocativa que no hubo forma de ignorar sus insinuaciones. Mi desilusión y mi disgusto fueron enormes. La llevé a cubierta con cualquier pretexto y la empujé por sobre la barandilla. Fue muy fácil. Después me sentí mejor.

Claro que más tarde lo lamenté mucho. Recuerdo que hasta sufrí uno de mis periódicos ataques de diarrea. Pero sus padres me apoyaron tanto al saber del accidente que no tardé en recobrarme.

–Con el andar del tiempo los negocios de papá empezaron a andar mal, y tuvimos que mudarnos; jamás volví a verla. Por algún motivo, después de Sally no encontré atractivo en las muchachas comunes. He hallado otras mujeres capaces de tratarme con rudeza, pero ninguna supo hacerlo como mi querida Sally Beeves. Extraño, ¿no? A veces pienso que prefiero en verdad ser infeliz. Cream, ¿se le ha ocurrido pensar que nadie se conoce? Ni hablar siquiera de conocer a los demás.

Su vida era un desastre; la mía, en cambio, limpia y completa. No teníamos nada en común, nada en absoluto. Ya iba por la segunda botella de cerveza. De pronto dejé de comerme las uñas y dije:

–Con respecto a esa frazada, señor Lawrence…

Él replicó:

–Iba a preguntarle por esta Flossie. ¿No le parece que es precisamente mi tipo? Estricta y dura. ¿Qué edad le calcula usted?

–Nunca se me ocurrió averiguarla.

–Haga un cálculo, hombre.

–Unos cuarenta.

–¡Aja!; yo diría que treinta y ocho, o treinta y nueve. Y yo tengo cuarenta y nueve, así que no estaría del todo mal. Aclaremos que me gusta el sufrimiento, pero con comodidad. ¿Le parece que ella tiene dinero, Cream?

–El moblaje es de ella.

–¡Ajá! Bueno, el viejo Meacher hizo bastante dinero en la década del cincuenta, antes de morir, en el ramo de la construcción. Le dejó una buena cantidad. Oí hablar de diez mil libras. Ha de economizarlas mucho, puesto que vive en esta pocilga.

–El número catorce era perfectamente respetable hasta que usted se mudó aquí, señor Lawrence.

–¡No me venga con ésas! ¿Nunca asomó las narices al sótano? No, supongo que no; esas cosas no se le ocurren a la gente como usted. Bueno, apesta como si hubiesen amontonado muertos allí, junto con el carbón. De cualquier modo, lo que quiero saber es si alguien más ha puesto los ojos en nuestra Flossie, y si cree usted que me aceptaría.

–Ya que me obliga a ser sincero, no creo que lo tenga en cuenta, señor Lawrence.

–En ese caso, es posible que usted se lleve una sorpresa, señor Cream. Soy muy correcto cuando estoy sobrio. Quiero que usted le diga una palabra en mi favor. ¿Qué le parece?

–No puedo prometerle nada.

–Vamos, le daré una frazada. Dos frazadas.

Si el hombre quería portarse como un tonto, no era cosa mía el desilusionarlo. Dije que haría lo posible. Acabé por aceptarle dos frazadas bastante miserables y volví a subir las escaleras con ellas.

Por un horrible instante creí, sin saber por qué, que era mi madre quien ocupaba la silla. Había olvidado por completo a la señorita Colgrave. Eso me hizo sentir muy mal, y decidí salir a tomar un café.

Es una pena que quienes hacemos todo lo posible para merecer la felicidad no seamos felices eternamente.

Me senté en un pequeño café al que concurro algunas veces y pedí café. Ya había decidido no ir al trabajo ese día. La casa no aprecia debidamente mis esfuerzos. Volvería al día siguiente, y si alguien me venía con quejas presentaría mi renuncia. El dinero era un engorro; apenas me alcanzaba para los cigarrillos. Pensé, con cierta sorpresa, en lo que Lawrence me había dicho con respecto a las diez mil libras de la señora Meacher.

Una muchacha entró al café y ocupó la mesa vecina a la mía. Como era aproximadamente mi tipo busqué conversación. Con esas mujeres no es necesario decir gran cosa; ellas se encargan de hablar sin pausa; ni siquiera les importa que uno las escuche o no. Aquélla dijo que trabajaba en una mercería cercana y que en sus ratos libres posaba como modelo para fotógrafos.

«Ah, muchacha», pensé, «conozco a las de tu clase». Odio la fotografía y todas las artes, porque todas conducen a lo mismo. Si corriera por mi cuenta, quemaría todas las galerías de arte del mundo. Entonces no habría tanta inmoralidad como la que revelan los periódicos. Mi padre decía que los pintores y los escritores eran siervos del demonio, aunque exceptuaba de ello a algunos literatos de valía, como Lloyd Douglas y Conan Doyle.

Cuando la muchacha dijo que iba al mismo café casi todos los días a la misma hora, comprendí que podía ponerme en contacto con ella cuando así lo deseara. Le dije entonces que era director de una importante firma fabricante de frazadas; ella aceptó posar desnuda para mí si yo lo quería. Finalmente le deseé buenos días y me marché.

En las ocasiones en que me encuentro ante el problema de deshacerme de algún cuerpo suelo dar largos paseos por Londres. En esa oportunidad hice lo mismo, aunque hacía bastante frío. No me sentía muy bien del estómago, de modo que me vi forzado a visitar varios salones para caballeros en el camino. Las cosas que leí en algunos de esos cubículos me causaron vergüenza y excitación.

Contemplé algunos trabajos de demolición de edificios antiguos. Los trabajos de demolición suelen fascinarme, pero en esta ocasión no encontré placer alguno en el espectáculo, debido a la gente de color que trabajaba allí. Esos jamaiquinos y gente por el estilo deberían ser enviados de regreso al África, donde deben estar: allá no les ha de faltar lugar para vivir. No es que yo sea racista, pero aquí no es lugar para ellos. Yo no podría permitir que una hija mía se casara con alguien de color; en absoluto.

Una de mis virtudes ha sido siempre la de saber entretenerme solo. Nunca me siento solo, y no dependo de otros para divertirme. A mi padre no le gustaba que jugara con otros niños; decía que me enseñarían malas palabras. Cuando escribo porquerías en las paredes de los baños es siempre para avergonzar a otros niños. Por lo tanto, cuando vi en el reloj de una joyería que ya eran las cuatro y media, recordé la invitación de la señora Meacher y regresé hacia el número 14 de Institution Place.

El vestíbulo estaba muy oscuro. Un ligero olor surgía del sótano, un aroma húmedo, mohoso y no del todo desagradable. La puerta de Lawrence estaba entornada, pero el silencio me reveló que había salido. Comenzaba ya a subir las escaleras cuando una voz, desde lo alto, me llamó por mi nombre. Era la señora Meacher.

Al llegar a su pasillo la noté muy perturbada.

–Temo haber llegado un poquito tarde para el té, señora Meacher -dije cortésmente.

–Tendrá que prepararse para recibir una fuerte impresión, señor Cream. Ha ocurrido algo espantoso.

Me disgusta que ocurran cosas espantosas, pero suele ser lo más probable cuando hay mujeres de por medio.

–Lo siento, señora Meacher -repliqué-, pero tendré que irme dentro de un minuto.

Ella se puso furiosa.

–No puede irse. No puede abandonarme. ¡Entre, por favor! Es por ese tal Lawrence. ¡Ha muerto!

En su arrebato me había tomado por el brazo para arrastrarme hasta su cuarto. La habitación estaba en condiciones lamentables. Noté de inmediato que estaba bien amoblado; hasta tenía una hermosa alfombra, pantallas en las lámparas y cuadros. Pero había una mesa y un sillón patas arriba, una bandeja con su taza y su pocillo en el suelo y varios terrones estaban rojos, pues había absorbido la sangre de algunos charcos diseminados aquí y allá.

La causa de tales charcos yacía en un rincón, bajo la ventana, doblado en dos, con la cabeza colgando sobre una mesa pequeña. Era Lawrence.

Tenía la cara vuelta hacia el otro lado, pero lo reconocí por el estampado de la camisa y por la amplitud de su gruesa espalda. La camisa estaba desfigurada por la sangre. Por ella asomaba un par de tijeras. Comprendí de inmediato que esas tijeras eran el arma empleada y me felicité por emplear una bufanda en mis trabajos con las señoritas Colgrave, Robbins y con las otras, puesto que era mucho menos sucia.

Tomé asiento en una silla de respaldo recto, diciendo:

–Por favor, un poco de agua, señora Meacher. Me siento bastante mal cuando veo sangre. Hizo mal en traerme aquí.

Ella me alcanzó el agua y empezó a explicarme todo mientras yo la bebía.

–No lo hice a propósito, lo digo sinceramente. ¡Me asustan los hombres como él! Es un bebedor, exactamente igual que mi esposo. Nunca se sabe qué se les va a ocurrir dentro de un momento. Pero yo no quería matarlo. Me asusté mucho, ¿comprende? Le sentí olor a alcohol. Primero me asustó en el vestíbulo y después me siguió hasta aquí. Perdí la cabeza con el miedo, de veras… Pero no fue a propósito.

–Ya me siento mejor -manifesté, dejando el vaso.

Era una linda copa, limpia, con un dibujo de tréboles.

–Será mejor que me explique lo que pasó, señora Meacher.

Pareció hacer un esfuerzo por recobrar la calma y se sentó frente a mí, de modo tal que Lawrence y las tijeras quedaran a su espalda.

–En realidad, no hay mucho que decir. Como le dije, me siguió por la escalera. Había estado bebiendo; conozco muy bien el olor de la cerveza, y se notaba en su forma de actuar. No pude cerrar la puerta a tiempo. Tuve que dejarlo entrar, pues insistía mucho. ¡Oh, me asusté! Y entonces se puso de rodillas y… y… ¡Oh, me pidió que me casara con él!

–Y usted lo apuñaló con las tijeras.

–Perdí la cabeza. Le asesté un puntapié y le ordené que se levantara, pero él me rogó que le pegara de nuevo. Parecía excitado. Cuando me tomó por la falda comprendí lo que se proponía. ¡Ese bruto borracho! Mi costurero había quedado abierto sobre la mesa. Sin darme cuenta de lo que hacía, tomé las tijeras grandes y se las clavé en la espalda mientras estaba allí arrodillado.

Noté con disgusto que tenía unas salpicaduras de sangre en la blusa y en la falda.

–¡Tardó tanto en morir, señor Cream! – agregó en un susurro, con los ojos dilatados-. Creí que jamás dejaría de andar a tumbos por toda la habitación. Escapé corriendo hasta que cesó el ruido.

–Pero no la atacó, al fin y al cabo, ¿verdad señora Meacher?

–Ya le he dicho lo que hizo. Me tomó por la falda. Sentí sus nudillos contra mis medias.

–Por lo que puedo colegir, le estaba tocando la falda mientras le proponía matrimonio.

–¡Pero estaba borracho, señor Cream!

Me levanté.

–Como usted comprenderá, tengo que informar inmediatamente a la policía -dije-. No puedo involucrarme en un asesinato.

Ella también se levantó. Era más baja que yo. Entornó mucho los ojos.

–Mientras él seguía… moviéndose, corrí hasta su cuarto, señor Cream, para pedirle ayuda. Golpeé y entré directamente. Vi una mujer muerta sentada en la silla. ¡Será mejor que no vaya a la policía, señor Cream! Será mejor que me ayude a deshacerme de este cadáver; de lo contrario alguien se enterará de que hay una muerta en su dormitorio.

Recordé entonces, con gran irritación, que había olvidado cerrar con llave mi puerta al salir por segunda vez, tras dejar en el cuarto las frazadas de Lawrence, debido a una momentánea depresión anímica. Eso demuestra que nunca se pone demasiada cautela. Mi padre solía fastidiar a mamá diciéndole que una mujer siempre acaba por descubrir los secretos del marido.

–Y bien, ¿qué me responde usted? – preguntó la señora Meacher.

–Naturalmente, le ayudaré en lo que pueda.

–¿Con el cadáver?

–Le ayudaré a deshacerse del cadáver.

Mi estómago empezó a hacer ruido, casa que suele ocurrirme en los momentos críticos.

–Le ruego que me disculpe -dije, dirigiéndome a la puerta.

Ella me siguió al momento, con una belicosidad que me disgustó en extremo.

–¿Adonde va?

–Al tocador, señora Meacher -respondí con dignidad.

Era una desgracia que en la casa entera hubiese un solo cuarto de baño, y ése en la planta baja. Una vez allí tuve oportunidad de pensar las cosas con más calma. Lawrence no era el tipo de persona que alguien echa de menos. ¿A quién podía importarle que viviera o que hubiera muerto? Con excepción de nuestro propietario, pero éste no haría preguntas mientras recibiera el alquiler; la señora Meacher podía encargarse de eso.

En ese caso, podíamos hacer un doble funeral. Tanto la señorita Colgrave como el señor Lawrence quedarían en el sótano, tras todos esos leños y esos desechos inútiles, para unirse a la señorita Robbins y a esa muchacha irlandesa. Sería agradable contar con ayuda para bajar esa carga por las malditas escaleras. Un placer compartido es doble placer, como solía decir mi madre todos los domingos, mientras íbamos a la capilla.

De ese modo meditaba yo mientras tiraba de la cadena para vaciar la cisterna; entonces tuve una idea. Volvió a mí lo que Lawrence había dicho con respecto a las diez mil libras de la señora Meacher. Era mucho dinero, y por alguna razón me parecía merecerlo.

Ella era una mujer respetable; así lo probaba su reacción ante Lawrence. Por otra parte, si las cosas llegaban a lo peor, era más pequeña que yo. Flossie. Flossie Meacher. Flossie… Cream.

Mientras volvía a subir las escaleras, grité alegremente:

–Voy a buscar una frazada. No te preocupes. ¡Déjalo todo en mis manos, Flossie!

UN PAPEL A DISFRUTAR

Los dos se hubieran presentado como profesionales, pues, aunque ninguno de ellos tenía una verdadera profesión, tampoco atendían al público tras un mostrador. Vestían con traje y corbata. Y se habían conocido en un sitio horriblemente neutral: la antesala del dentista. Héctor Bottrall, con las sombras bajo los ojos grabadas como manchas; Stoneward, con su aguda sensibilidad.

En la sala de espera había una mesa con varias revistas. Dio la casualidad de que ambos alargaron la mano hacia el mismo periódico ilustrado; volvieron la cabeza y sus miradas se encontraron. Fue sólo por un instante. En seguida Bottrall apartó los ojos, diciendo:

–Disculpe.

Y dejó caer la mano sobre el regazo. Eso fue todo, pero bastó para poner a Stoneward sobre la pista.

Cuando Bottrall salió del consultorio, secándose la sangre de los labios, Stoneward le esperaba junto al farol de la calle. Al verlo adelantarse, dio un salto de sorpresa.

–¿Le sacaron una? Malo, ¿no? El dolor es algo que solamente los organismos inferiores deberían soportar. Venga a tomar un café.

–Gracias. Me espera Penélope… mi mujer -respondió Bottrall, sujetando el cinturón de su abrigo, con la mirada fija en la acera.

–Lo siento. Tal vez fui indiscreto al invitarlo. A veces olvido que los otros no son solitarios como yo. La compañía de un extraño nada vale en comparación con la de su Penélope…

–¡Oh, no, espere! – exclamó Bottrall, volviendo a enjugarse los labios con el pañuelo.

El pensamiento de hacer infeliz a alguien le resultaba insoportable; comenzó a temblar, mientras permanecía indeciso, consciente de la oscuridad y del empaste que tenía en la mandíbula. Stoneward lo percibió todo, aunque se limitó a murmurar:

–Allá dentro me pareció… Usted me resultó simpático.

Y Bottrall, conquistado por esa fácil adulación, lo acompañó intranquilo hasta el pequeño café de la esquina, donde las amplias ventanas humeantes y la ruda y antigua poesía de la desolación urbana les dieron la bienvenida.

–A mí me hicieron un empaste -dijo Stoneward, metiéndose un dedo en la boca, complacido por haberse salido con la suya.

–Lo mío fue una extracción.

Y se quedaron mudos, entre el tintineo de las gruesas tazas blancas: Stoneward miraba a Bottrall, éste apartaba la vista, cada vez más nervioso. Su rostro era feo y arrugado como un globo sin aire; el de Stoneward, en cambio, parecía estirado para adherirse a cada plano del cráneo.

–Reconocí su rostro -dijo Stoneward, sin poner el menor énfasis en la frase-; salió su foto en el periódico local.

De inmediato Bottrall echó a temblar otra vez, tan gris como el alba, mientras sacaba un paquete de cigarrillos y encendía uno. Stoneward observó con ansiedad cada uno de sus gestos.

–Lo atacaron unos gamberros -observó Stoneward-. Creyeron que usted estaba observando lo que hacían con sus compañeras. Dos de ellos lo castigaron fuerte, ¿no es así? Le saltaron encima y le rompieron casi todos los huesos de la cara, ¿verdad? Las muchachas trataron de impedirlo, pero usted fue arrojado al canal. Fue pura suerte que no se ahogara.

–Yo no estaba haciendo nada. No los estaba observando. Mi pasatiempo es contemplar los pájaros. Eso también estaba en el diario.

Perdió la mirada en su café, con el ceño fruncido, sumergiéndose en un mar de autocompasión. Cada vez que se miraba al espejo podía comprobar la habilidad de los cirujanos: le habían dejado el rostro casi como era antes…, pero la diferencia era enorme, pues la otra cara, la anterior, pertenecía a un hombre que nunca había recibido una paliza. La cara nueva le daba miedo.

–Acabo de salir del hospital.

–Su esposa… Penélope… debe estar contenta de que haya regresado.

–¡Oh, sí! Yo… no sé qué haría, qué habría hecho… sin ella.

–Ya me imaginaba que no sabría -dijo Stoneward.

Había captado la súbita expresión de gratitud, el dejo de lágrimas en la voz del otro. Imaginó para sí, sabrosamente, un horrible osito de felpa con una banda alrededor del cuello que decía: «Penélope»; se moría por preguntar con qué dudas interiores aceptaba ella el nuevo papel asignado por Bottrall. Pero éste no sería capaz de responderle.

–¿No le gustaría vengarse?

–No han logrado atrapar a esos hombres. No pude identificarlos.

–El periódico decía que habían sido muchachos.

–Muchachos crecidos.

Era obvio que Bottrall deseaba cambiar el tema, pero no sabía cómo hacerlo sin mostrarse descortés.

–Por favor, no crea que mi curiosidad es malsana -observó Stoneward, sonriendo ante sus propias palabras-. Es que siento una fuerte simpatía por usted. Me sería muy grato que llegáramos a ser íntimos amigos.

–Es muy gentil de su parte, señor… pero… bueno, yo no salgo mucho. No es mi costumbre. Yo… mi mujer y yo somos muy caseros.

–Salvo cuando va a contemplar los pájaros, ¿eh? Y… ¿no tienen otras aficiones? ¿Es usted intelectual?

–A veces vamos al teatro.

Hizo girar los ojos para observar el local -era una suerte que no lo hubieran cegado-; reparó en los pasteles envueltos y en el cliente que sacudía la botella de salsa con el canto de la mano. Una alegre pandilla de adolescentes cruzó la puerta y tomó asiento con mucho ruido de sillas.

Al notar su mirada intranquila, Stoneward empezó a hablar con tanta suavidad como una trampa de cazar ratas bien aceitada:

–Al hablar de ser íntimos, me refería a vernos con frecuencia. Yo podría ir a su casa cualquier noche de éstas. No se imagina cuánto me gustaría conocer a Penélope. Y podríamos confiar cada uno en el otro… nuestros temores secretos, esos pequeños secretos que ni siquiera revelamos a nuestras mujeres.

–Oh… no creo que mi mujer y yo tengamos secretos entre nosotros. Yo, al menos, no los tengo. Unas pocas cuestiones de negocios, claro está.

–Naturalmente. ¿Y cómo andan los negocios?

Bottrall tomó un sorbo de aquel pálido café y se humedeció los labios antes de responder.

–Tengo que conseguir otra secretaria. Ésta silba, y no lo soporto. No deja de silbar… muy buena música, lo reconozco, pero me altera los nervios… Oiga, señor… no quisiera ser grosero, pero ¿no se está tomando demasiada familiaridad?

Stoneward acabó su café de un solo trago e hizo un gesto horroroso, mostrando la parte inferior de la lengua. Extendió los brazos y se levantó.

–No es por maldad; es que estoy muy solo. Me pareció que usted y yo… Oh, ¿qué importa? Si eso es lo que usted piensa, le dejaré terminar su café en paz.

Bottrall se levantó, comprendiendo apenas por qué cruzaba a toda prisa por entre las mesas para alcanzar a Stoneward antes de que saliera. Éste tenía piernas largas y elegantes como tijeras. Héctor Bottrall caminaba con zapatos de ante por un lodo invisible, jadeaba. Los adolescentes lo miraron con curiosidad.

–No quería ser grosero. No es mi modo de ser. No quería lastimarlo -dijo, mientras salían juntos hacia la oscuridad-. No sé por qué, pero no quiero que usted se marche así, ofendido.

–Lo que usted quiere decir es que, por muy consciente que esté, siempre surge algo desde dentro que lo arroja… en brazos de su destino, antes bien que en los de sus deseos.

Y al ver que el otro hacía un desesperado puchero en el intento de fraguar una respuesta razonable, agregó:

–Venga a tomar algo conmigo. Mi departamento está a la vuelta de la esquina. Un trago antes de acostarse, ¿eh?

–Bueno…, es usted muy amable, pero Penélope…

–Por el amor de Dios, hombre, puede telefonearle desde mi casa. ¿O tiene miedo de que se filtre algún amante, mientras usted no está allí?

Héctor Bottrall no se sentía a gusto en el departamento de Stoneward. No había cuadros en las paredes. Habría querido telefonear a su esposa, pero era demasiado tímido para hacerlo en presencia del dueño de la casa. Tomó asiento en una silla dura, con la chaqueta hecha un bollo a su alrededor, consciente de que le dolía la mandíbula. Sujetando el vaso que Stoneward le había hecho tomar, lo miró con malhumor; el whisky le pareció muy fuerte.

Stoneward se sentó junto a un escritorio y balanceó las piernas.

–Vamos, descárguese -dijo al fin-. Diga lo que tenga ganas de decir. Debemos tener algo en común, algo más que el dentista.

Bottrall hizo un esfuerzo y habló con cierto arrebato:

–Esa secretaria que silba tanto… No tiene nada de malo, pero el silbido me altera los nervios… No cesa, ¿comprende? Hasta cuando le estoy dictando… No muy alto, claro está…

Tomó un sorbo de whisky.

–Algunos son buenos conversadores por naturaleza -dijo amargamente Stoneward, cerrando las piernas como hojas de tijeras.

–Mucho me temo que yo no soy un conversador brillante, señor…

–Stebbings. Gerald Gibson Stebbings. No, en eso tiene razón; y en realidad usted me gusta más precisamente por admitirlo.

Se había puesto de pie y estaba junto a él.

–Pero si no tiene una conversación chispeante -prosiguió-, fíjese en sus otros dones. Es agradable… de modales encantadores, hace amigos con facilidad, es sincero, cortés, de trato divertido… y viste muy bien. Además, al parecer tiene una mujer que cualquiera le envidiaría.

Cuando Bottrall se levantó, su vaso estaba vacío. Se enfrentó a Stoneward levantando la vista hacia él, tonto, confundido, con el frío labio inferior caído hacia delante.

–¿Lo dice en serio? – preguntó-. ¿No está usted… jugando conmigo?

–Es usted un gran bromista, Bottrall. Y confieso que nunca vi a nadie bajar un whisky con tanta celeridad, salvo en las películas. Permítame que le vuelva a llenar el vaso.

Mientras llenaba el vaso con whisky y ginebra observó disimuladamente a su visitante. Bottrall se sentía incómodo. Giró lentamente, secándose la boca con un pañuelo.

–El baño está a la derecha, primera puerta.

–Eh… yo no buscaba…

Sonrió débilmente, cogiendo la copa como si fuera una mano amiga.

–¿Le parece que se declarará una guerra nuclear?

–Es demasiado horrible para pensarlo.

–¡Cuánta razón tiene usted, señor Bottrall! Y ¿qué piensa de la situación política?

–En realidad… no entiendo mucho de política.

–Muy sabio de su parte. Y del divorcio, ¿qué opina?

–Nosotros… Mi matrimonio es muy feliz. Llevamos ya seis años. Mi esposa era divorciada, pero no está de acuerdo con eso… Usted me entiende.

–Me alegra saberlo. Penélope no es de las que dejan escapar lo bueno, ¿eh? Confidencialmente, le diré que yo también estuve casado, pero no resultó. Mi esposa era muy excitable. Tal vez le gustaría conocer la historia…

Ambos se pusieron de pie. Bottrall se quitó la chaqueta y encendió un cigarrillo sin dejar el vaso. Volvió a pasarse el pañuelo ensangrentado, esta vez por la frente.

–No quiero mostrarme curioso, señor Stebbings -dijo.

Stoneward, con un magnifico cálculo, asintió tres veces en señal de aprobación por el discreto carácter de su nuevo amigo. Cuando, tras preguntar por sus ideas religiosas, supo que los Bottrall iban a la iglesia sin falta en Navidad, observó que no se explicaba la razón por la cual la vida debía ser preferida a la muerte, agregando:

–Pero así es.

Y su amigo, acabando el vaso, djjo inesperadamente que si atrapaban a esos gamberros, deberían azotarlos sin compasión.

Stoneward, súbitamente astuto, fingió no haber reparado en ese comentario. Se dirigó hacia la ventana dando un rodeo, moviendo las piernas con mucha suavidad, y miró hacia afuera. La calle estaba sumida en el anonimato de la oscuridad, dispuesta como un museo cósmico, con la justa cantidad de máquinas vendedoras automáticas, lámparas, pavimento y escaparates de confiterías. En el cuarto de enfrente, un hombre en mangas de camisa se preparaba para tocar el violín. El dueño de casa tomó fuerzas de todo eso y comentó:

–Eso se parece más a lo que habría dicho el antiguo Bottrall.

–Usted no conoció al antiguo Bottrall -respondió éste, intrigado, mirando su vaso vacío.

–No, pero veo restos fósiles de él en usted.

–¿A qué se refiere? Es difícil entender lo que usted dice.

Mientras caminaba con su característica elegancia, recogiendo los vasos para volver a llenarlos y mordiéndose el labio inferior, Stoneward peroró sobre el arte de vivir:

–En verdad es un arte. Naturalmente, a uno se le da un papel a representar, pero es uno mismo quien escribe su parte del diálogo y actúa con buen estilo, no siempre acurrucado dentro de un abrigo raído. Por el amor de Dios, hombre, estamos metidos hasta la nariz en la marcha de los acontecimientos, pero uno puede aprender a nadar, ¿verdad? Es decir (y estoy seguro de que usted estará de acuerdo conmigo), el optimismo es lo esencial[3]. Beba esto, y por el amor de Dios, no levante el meñique. Eso es lo que estoy tratando de expresarle: cualquiera puede ponerse nervioso y sentirse harto. ¡Bueno, téngalo en cuenta! De ese modo podrá desplegar ante quienes lo rodean el espectáculo de su propio yo; hágalo con placer y humildad… como si fuera un entretenimiento. Jamás con egoísmo; antes bien, como si efectuara un estudio impersonal de la vida humana, ¿eh?

Los labios de Bottrall habían tomado súbitamente un tono purpúreo. Arrojó el vaso que terminaba de vaciar; este cayó sobre un sillón sin romperse.

–¡Usted está loco! – balbuceó-. No sé por qué le presto atención…

Stoneward lo cogió por la chaqueta con la velocidad de un hurón.

–¡Usted no será real, mientras no se haya explicado ese aspecto! Dígame cómo funciona, a menos que prefiera recibir otra herida. Piense en ese inmundo canal, Bottrall, y después permítame conducirlo por los caminos recónditos de su psicología, con perdón de la frase. Vamos, empiece a hablar.

Estaba asustado. La autocompasión le arrugó la cara. Tenía ganas de llorar, pero se dominó con un esfuerzo patético. Apartó la cara y obedeció:

–No debí haber venido. Pero… fue una esperanza. Nosotros, Penélope y yo, no confiamos en la gente. Quiero decir… bueno, sé que lo aburrí, aunque usted dijo que yo le gustaba. ¿No es así? Fue por eso que empecé a apartarme de la gente, hace años. Francamente, es horrible saber que uno aburre a la gente. Uno… por mucho que haga, no puede remediarlo. A mí no me gusta aburrir a la gente. Pero así soy.

Stoneward lo había soltado, pero Bottrall siguió hablando sin poder contenerse:

–Usted hablaba de secretos. Bien, ése es un secreto y lo comparto con Penélope. A ella no le importa. No le importa que yo sea aburrido. Es muy buena y me considera digno de confianza. Tiene razón: una persona aburrida es digna de confianza, tranquilizadora… Bueno, es más digna de confianza que otras, aunque eso no impide que… que a uno lo destrocen los gamberros.

Y echó a correr súbitamente hacia la puerta; cayó contra ella y la abrió con un movimiento brusco. Salió al pasillo entre sollozos y huyó a la carrera, para rescatar de aquel sitio peligroso su cara emparchada y su ánimo deshecho. Así bajó las escaleras y se perdió en la noche.

Stoneward no hizo ademán de seguirlo. Aún miraba fijamente hacia el agujero negro representado por la existencia de su confidente. En algunos momentos parecía atraerlo sin remedio. Al fin levantó la vista, y volvió a tomar conciencia de cuanto le rodeaba. Hacía frío. En el cuarto de enfrente el hombre en mangas de camisa tocaba el violín.

Encendió un cigarrillo y levantó el vaso de Bottrall, que estaba entero sobre el sillón. Ejecutó cada uno de esos actos con valiente gallardía, aunque no había allí quien la apreciara.

Todo parecía estar mucho más oscuro que antes. Se sentó en el borde del escritorio para autoexaminarse; poco a poco fue aumentando su enojo. Nunca le había faltado consuelo a sus desdichas, y el mayor había sido considerarse un hombre libre de ilusiones. Pero en ese momento comprobaba que también era una ilusión, puesto que él siempre había proclamado que sólo las personas inteligentes experimentan el sufrimiento, y Bottrall acababa de demostrarle que no era así.

Cuando hubo terminado su cigarrillo se levantó. Hojeó cruelmente la guía de teléfonos hasta hallar el número de Bottrall; lo repitió para sí una y otra vez mientras marcaba.

Tras una pausa, una desolada voz de mujer contestó:

–¡Hola!

–Usted debe ser Penélope. Le habla un admirador anónimo.

–¡Hola! ¿Quién dijo que habla?

Parecía más joven de lo que él había supuesto.

–Tengo cierta información con respecto a su esposo, Penélope. Regresará en cualquier momento. Lamento decir que ha estado bebiendo copiosamente. En una palabra: está borracho.

–¿Quién habla?

–Si no reconoce mi voz, Penélope, prefiero presentarme simplemente como alguien que la quiere bien. Su esposo va ya hacia su casa.

–En este momento hay alguien a la puerta…

–Supongo que debe ser él. Llamé sólo para confiarle un pequeño secreto. Aún hay esperanza para usted, Penélope. Hay una esperanza de que su esposo, al regresar, haya experimentado un ligero cambio. Para mejorar. Es decir, es probable que sea menos aburrido, Penélope…

–¡Espere! – exclamó ella.

Stoneward oyó que dejaba el receptor sobre la mesa. Oyó también su exclamación:

–¡Héctor, querido mío!

Sonó fresca y clara como un cubo de hielo dentro de la línea. Se oyeron los bufidos y sollozos distantes de Bottrall que avanzaba por la sala.

Hubo un ruido de pasos amortiguados, y dos voces mezcladas. La esposa amante saluda el retorno del brutal borracho, pensó Stoneward, apretando fuertemente el receptor contra su oído, como si quisiera introducirse en aquel mundo distante.

Imaginaba perfectamente la escena. Bottrall parecía estar disculpándose con palabras incoherentes, mientras Penélope trataba de tranquilizarlo. En eso seguían al acercarse al teléfono: una voz enronquecida y quejosa, la otra clara y consoladora. Pasaron junto al aparato sin acordarse de poner el receptor en su horquilla, olvidados de todo, salvo de sus forzosas actitudes mutuas.

–No… -susurró Stoneward. Eso era lo que más temía y odiaba-. ¡Abandonen esos papeles! – gritó.

Un hombre solo era su propio yo, pero entre dos personas se erguían las funciones como si fueran muros, sin que nada pudiera derribarlos. Había pasado la vida entera tratando de escalar esos muros, de echarlos abajo, pues aún tenía esperanzas. Al reconocer a Bottrall en la antesala del dentista, esa esperanza había vuelto por su propio bien, por el de Bottrall, por el de Penélope. Y allí estaba el fracaso, revelado por esos leves pasos: la mujer ayudaba a Bottrall a subir las escaleras para acostarse. Y mientras tanto, el auxiliado y la auxiliadora disfrutaban de sus respectivos papeles.

–¡Penélope! ¡Penélope! – gritó Stoneward.

Pero su ex esposa no oyó los ruidos del teléfono. En cuanto a ella respecta, el aparato no existía.

Completando la desolación de Stoneward, el sonido hueco junto al oído le indicó que seguía conectado al pasado y al futuro.