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¿Hay mundo suficiente para mí?
Jane Francés
Bajo la carpa en el jardín de atrás, el padre de Carmen la abrazó durante mucho tiempo. Cuando se apartó tenía los ojos henchidos. Ella se alegró de que no dijese nada. Sabía lo que quería decir.
Lydia también la abrazó. Era pura obligación, pero a Carmen no le importó. Si Lydia quería tanto a su padre, mucho mejor. Krista la besó en la mejilla y Paul le dio la mano.
—Bienvenida de nuevo -dijo.
Si alguien advirtió el hecho de que llevaba vaqueros, nadie dijo nada.
—¡Los novios y los padrinos! ¡Vamos a hacer las fotos! -llamó la anciana ayudante del fotógrafo, sin percibir la fragilidad del ambiente-. ¡Los novios y los padrinos! Por favor, reúnanse bajo el magnolio! -gritó en el oído de Krista. Parecía que fueran una multitud y no solamente cuatro.
Carmen se dirigió a la mesa de las bebidas, pero su padre la cogió de la mano.
—Ven -dijo-. Tu sitio está con nosotros.
—Pero llevo... -señaló los pantalones.
Rechazó su preocupación con un gesto.
—Vas estupendamente -dijo, y ella lo creyó.
Posó con los cuatro. Posó con Krista y Paul. Posó con Lydia y su padre. Posó con su padre. La vieja ayudante hizo un observación desagradable sobre los vaqueros de Carmen, pero nadie más dijo una palabra. Carmen no podía evitar sentirse impresionada de que Lydia permitiera que sus fotos de boda de cuento de hadas quedasen empañadas por una chica de piel oscura en vaqueros.
El banquete pasó volando. Carmen charló de nada en especial con sus tías neuróticas hasta que el novio y la novia salieron a la pista de baile en medio de un fuerte aplauso. Poco después, Paul llegó hasta su silla.
—¿Bailas? -preguntó muy formal con una leve inclinación.
Carmen se levantó y decidió no preocuparse porque en realidad no supiera bailar el vals. Colocó el brazo a través del de Paul. Sobre el suelo de parqué, él comenzó a hacerla girar al ritmo de la música.
De pronto se acordó de su novia. Empezó a examinar las mesas de alrededor para buscar de dónde vendrían las miradas envenenadas. Paul advirtió su distracción.
—¿Dónde está...? -Carmen no conseguía recordar su nombre de verdad.
—¿Skeletor? -apuntó Paul.
Carmen sintió que se le encendía la cara. Paul se rió. Tenía una risa entrecortada, inesperadamente dulce. ¿Cómo podía saberlo Paul?
Carmen se mordió el labio avergonzada.
—Lo siento -murmuró.
—Lo dejamos -señalo él. No parecía estar triste en absoluto.
Cuando terminó la canción, él se apartó y ella vio a su padre, que se dirigía hacia allí. Antes de dejar la pista de baile, Paul se acercó a su oído.
—Haces feliz a tu padre -dijo sorprendiéndola, como hacía casi siempre que abría la boca.
Su padre la atrajo a sus brazos y bailaron el vals por el perímetro de la pista de baile.
—¿Sabes lo que voy a hacer? -comentó.
—¿Qué? -preguntó ella.
—A partir de ahora voy a ser tan sincero contigo como lo has sido tú conmigo -dijo.
—De acuerdo -aceptó ella, y dejó que las parpadeantes luces blancas se fundieran en una tormenta de nieve.
Al final de la noche, de camino a su cama, se fijó en la ventana del comedor. El cristal liso continuaba en una red de grietas hasta un agujero. No habían arreglado el cristal, sino que lo habían cubierto con plástico transparente y una maraña de cinta adhesiva plateada. Por algún motivo, eso hizo que Carmen se sintiera avergonzada y contenta al mismo tiempo.
Lena:
Por fin he hecho algo bien con estos vaqueros. Creo que Tibby también. Por eso te los enviamos con un poco de Carma pegado (ja, ja, ja). Estoy impaciente por contártelo todo cuando estemos todas juntas otra vez. Espero que estos pantalones te traigan tanta felicidad como me han proporcionado a mí hoy.
Con cariño,
Carmen.
Tibby fue a trabajar con la parte de arriba del pijama. Tuvo que pedir prestada una bata. Duncan se hizo el huraño, pero ella sabía que estaba contento de verla después de llamar tantos días para decir que estaba enferma. Hizo un cumplido a los vaqueros de Carmen.
A las cuatro su mente traicionera volvió a la suposición de que Bailey aparecería. Y entonces Tibby tuvo que recordar de nuevo.
—¿Dónde está tu amiga? -preguntó Duncan. Todos en Wallman's conocían ya a Bailey.
Tibby se marchó a la puerta de atrás a llorar. Se sentó en un escalón alto de hormigón y hundió la cara. De vez en cuando se limpiaba el goteo de la nariz en la bata prestada. Tenía la piel pegajosa debajo del pijama de franela.
No estaba sola. Levantó los ojos. Tardó un momento en ajustar la vista a la figura de Tucker Rowe.
—¿Estás bien? -se interesó.
Distraída, Tibby se preguntó si nunca pasaría calor así todo de negro.
—No especialmente -respondió. Se sonó la nariz con la bata.
Él se sentó a su lado. Estaba demasiado entregada al llanto para parar, por lo que siguió llorando un rato más. Torpemente, él le acarició el pelo una vez. Si ella hubiera estado en condiciones normales, quizá estaría en éxtasis porque la había tocado, aunque abochornada porque tocaba su pelo sucio. Tal y como estaba, solamente le dedicó un pensamiento pasajero.
Cuando las lágrimas cedieron finalmente, levantó la cabeza.
—¿Por qué no nos tomamos un café y me cuentas qué te pasa? - propuso él.
Lo miró detenidamente, no con sus ojos, sino a través de los ojos de Bailey. Llevaba demasiado fijador en el pelo y las cejas depiladas en el centro. Su ropa y su reputación le resultaban falsas. No podía, ni por un instante, recordar por qué le gustaba.
—No gracias -dijo.
—Vamos, Tibby. Lo digo en serio.
Creía que lo estaba rechazando por inseguridad. Como si fuera imposible que pudiera interesar a alguien mucho más popular que ella.
—Es que no quiero -aclaró.
Su rostro registró el insulto.
«Antes me gustabas muchísimo», pensó mientras lo observaba marcharse. «Pero ahora no recuerdo por qué.»
Poco después de marcharse, Angela, la mujer de las uñas largas, salió con dos bolsas transparentes de basura para tirar al contenedor. Cuando vio a Tibby se detuvo.
—¿Tu amiga está muy enferma, verdad? -preguntó Angela.
Tibby levantó la vista sorprendida.
—¿Cómo lo sabes?
—Yo tenía una sobrina que murió de cáncer -explicó Angela-. Recuerdo su aspecto.
Los ojos de Angela también estaban llorosos. Se sentó al lado de
Tibby.
—Pobrecilla -dijo, acariciando la espalda de Tibby. Tibby sentía la punta afilada de las uñas sobre el poliéster.
—Tu amiga es una niña muy, muy dulce -siguió Angela-. Una tarde, te estaba esperando. Yo salí de trabajar antes y ella advirtió que estaba disgustada por algo. Me invitó a un té frío y durante media hora escuchó mis quejas sobre mi asqueroso ex marido. Lo convertimos en un ritual de los miércoles por la tarde, Bailey y yo.
Tibby asintió, sintiéndose tan impresionada por Bailey como decepcionada consigo misma. Todo lo que había notado ella de Angela eran sus uñas.
En un milagro digno de la magia de los vaqueros compartidos, estos llegaron a Grecia el último día de Lena en la isla. El paquete estaba tan arrugado que parecía que había dado la vuelta al mundo, pero los pantalones estaban ahí, ilesos, aunque arrugados y más suaves y un poco más usados que la última vez que los vio. Parecía que estaban casi tan agotados como se sentía Lena, pero también daba la impresión de que aguantarían un millón de años más. Los pantalones eran el último mandato de Lena: ve y díselo a Kostos, patética colgada.
Al ponérselos, le proporcionaron algo además de culpabilidad. Le proporcionaron valor. Los vaqueros misteriosamente combinaban las cualidades de sus tres mejores amigas, y afortunadamente la valentía era una de ellas. Ella aportaría a los pantalones el exiguo don que poseía, pero lo que tomaría de ellos era el valor.
También se sentía sexy al llevar los vaqueros, lo cual no venía mal.
Lena había participado en una ocasión en una caminata con fines benéficos que le llevó a recorrer treinta kilómetros por Washington y los alrededores. Sorprendentemente, el paseo hasta la forja era más largo.
Pensaba ir después de comer, pero luego comprendió que iba a ser incapaz de comer nada, así que, ¿por qué esperar?
Resultó una decisión acertada. Cuando vio el edificio bajo a la vuelta de la esquina habría vomitado, pero no tenía nada en el estómago, así que logró evitarlo.
Las manos de Lena sudaban tan copiosamente que temía correr la pintura. Probó a secárselas en los pantalones y a cambiar de mano, pero las huellas de dedos mojados en unos pantalones no eran precisamente señal de tranquilidad.
A la entrada del jardín se detuvo. «Sigue andando», ordenó silenciosamente a los vaqueros. Confiaba más en ellos que en sus propias piernas.
¿Y si Kostos estaba ocupado trabajando? No iba a molestarlo, ¿no? «¿De quién había sido la pésima idea de saltar sobre él durante el trabajo?», quiso saber la parte cobarde de su mente (que representaba una gran mayoría).
Siguió andando. La pequeñísima parte valiente de su mente sabía que esa sería su única oportunidad. Si se daba la vuelta, la perdería.
La forja estaba sumida en la oscuridad, a excepción de las llamas que rugían contenidas en la gigantesca fragua de ladrillo en la parte de atrás. Había una figura que trabajaba un pedazo de metal al fuego y era demasiado alta para ser Bapi Dounas.
Kostos oyó o sintió sus pisadas. La vio por encima del hombro, después con cuidado dejó lo que estaba haciendo, se quitó los grandes guantes y la máscara y se acercó hasta ella. En sus ojos aún parecía que quedaba un ligero reflejo del fuego. No había timidez ni preocupación en su rostro. Eso era, al parecer, exclusivo de ella.
Lena, por lo general, contaba con que los chicos estarían nerviosos con ella y podría dominar la situación, pero con Kostos no era así.
—Hola -dijo ella temblorosa.
—Hola -dijo él con aplomo.
Se agitó inquieta, intentando recordar cómo iba a empezar.
—¿Te quieres sentar? -le ofreció él.
Sentarse quería decir posarse en un muro de ladrillo bajo que separaba una parte de la habitación de la otra. Se apoyó. Aún no recordaba cómo empezar. Se acordó de su mano y luego del cuadro que llevaba en la mano. Se lo tendió bruscamente. Había planificado una presentación algo más elaborada, pero daba igual.
Él dio la vuelta al cuadro y lo estudió. No reaccionó inmediatamente, como la mayoría de la gente; solamente lo miró. Después de un rato, eso la puso nerviosa. Pero estaba ya tan nerviosa que era difícil determinar dónde comenzaban los nervios extras.
—Es tu sitio -explicó abruptamente.
Él no apartó los ojos del cuadro.
—He ido a nadar allí muchos años -dijo despacio-. Pero estoy dispuesto a compartirlo.
Ella buscó algún indicio en sus palabras, mitad deseando que lo hubiera, mitad deseando que no. No lo había, decidió.
Él le devolvió el cuadro.
—No, es para ti -dijo ella. De pronto se sintió avergonzada-. Bueno, si lo quieres. No tienes que aceptarlo. Yo...
Lo volvió a coger.
—Sí que lo quiero -dijo-. Gracias.
Lena se apartó el pelo de detrás del cuello. Dios, qué calor hacía en ese sitio. «Bueno», se aleccionó, «es el momento de empezar a hablar».
—Kostos, he venido a decirte algo -dijo. Nada más abrir la boca, se levantó y arrastró los pies dando vueltas nerviosa.
—De acuerdo -dijo él aún sentado.
—Tenía intención de hacerlo desde... desde... ese día que... -«¿cómo decirlo?», se preguntó desesperada-... Nos, eh, encontramos en la laguna.
El asintió. ¿Había un diminuto esbozo de sonrisa en un lado de su boca?
—Y. Bueno. Ese día. Bueno -comenzó a dar vueltas otra vez. La rapidez de reacción de los abogados era otra de las cosas que no había heredado de su padre-. Hubo algo de confusión ya lo mejor, sabes, ideas equivocadas de lo que había pasado. Y eso probablemente fue culpa mía. Pero no me di cuenta de qué estaba pasando hasta que estaba pasando y entonces... -no terminó la frase. Contempló la pira. Las llamas del fuego eterno no eran la visión más reconfortante.
Kostos seguía pacientemente sentado.
Cuando Lena comenzaba a desvariar de esa manera, contaba con que la iban a interrumpir y dar por terminado su sufrimiento, pero Kostos no lo hizo. Simplemente esperó.
Intentó retomar el hilo, pero se olvidó de lo que estaba diciendo.
—Después de que ocurriera, era demasiado tarde y todo el mundo estaba aún más confundido y yo quería hablar de ello, pero no encontraba la forma de hablar de ello porque era demasiado cobarde para hacerles hablar sobre lo que creían que había pasado y explicarles que lo que creían que había pasado no había pasado realmente, así que no lo hice, aunque pensaba hacerlo y sabía que debía hacerlo.
De pronto deseó estar en una telenovela y que alguien le cruzase la cara de una bofetada como hacían con la gente que desvariaba y deliraba en televisión.
Ahora estaba casi segura de que veía asomar una sonrisa en la cara de Kostos. Eso no era una buena señal, ¿no?
Con el dorso de la mano se limpió el sudor del labio superior. Bajó la vista a los vaqueros y, recordando que eran los pantalones, trató de imaginar que era Bridget.
—Lo que intento decir es que... cometí un enorme error y que la pelea absurda entre nuestros abuelos fue totalmente culpa mía y que nunca debí acusarte de espiarme porque ahora sé que no lo hacías -eso estaba mejor. Ah. Pero se olvidaba de algo-.Y lo siento -soltó de golpe-. Lo siento muchísimo.
Él le dio un poco más de tiempo para asegurarse de que había terminado.
—Acepto tus disculpas -dijo con una pequeña inclinación de cabeza. Las abuelas de Oia podían estar orgullosas de su educación.
Lena dejó escapar un largo suspiro. Gracias a Dios, la parte de las disculpas estaba terminada. Podía levantarse y marcharse a casa con una pequeña fracción del orgullo intacto. Era enormemente tentador. Dios, sí que era tentador.
—Hay algo más -dijo ella. Se quedó horrorizada y a la vez impresionada cuando las palabras salieron de su boca.
—¿De qué se trata? -preguntó él. ¿Sonaba su voz más tierna ahora? ¿Era solo lo que quería oír?
Intentó pensar en palabras acertadas para explicarse. Miró al techo en busca de ayuda.
—¿Te quieres sentar? -la invitó él de nuevo.
—No creo que pueda -respondió ella sinceramente, retorciéndose las manos.
La expresión de sus ojos le dijo que lo comprendía.
—Bueno, sé que no estuve muy simpática cuando llegue aquí -Lena comenzó el segundo asalto-. Tú fuiste amable conmigo y yo no te correspondí. Y eso probablemente te hizo pensar que a mí no... que yo no... -Lena dio vueltas en un apretado círculo y volvió a situarse delante de él.
Grandes manchas de sudor se extendían debajo de sus brazos hasta casi la cintura. El sudor le cubría el labio y goteaba desde el nacimiento del pelo. La combinación de calor extremo y nerviosismo extremo provocaba la aparición de manchas rojas por toda su piel.
Nunca había confiado en que un chico se fijase en ella por otra cosa que no fuera el físico, pero si Kostos le hacía ahora el inimaginable honor de demostrar que ella le importaba, sabría que no era por su aspecto.
—Quizá pensaste que no me gustabas, pero resulta que...
Dios, se iba a ahogar en su propio sudor. ¿Era eso posible?
—Pero resulta que quizá no significaba eso, para nada. Quizá significaba... justo lo contrario -¿seguía hablando inglés? ¿Estaba formando alguna frase coherente?
—Lo que quiero decir es que quisiera no haber actuado así contigo. Quisiera no haber actuado como si no me gustaras o no me importaras, porque en realidad... en realidad... no siento lo que puede parecer que siento.
Lo miró suplicante. Lo había intentado, de verdad. Temía que no se podía explicar mejor.
En los ojos de Kostos había tanta emoción como en los suyos.
—Oh, Lena -dijo. Cogió ambas manos sudorosas entre las suyas. Parecía entender que no se podía explicar mejor.
La atrajo hacia sí. Él apoyado en el muro y ella de pie, eran casi de la misma altura. Sus piernas se tocaron. Ella podía oler su olor a chico, ligeramente a ceniza. Se sintió como si fuera a desmayarse.
Su cara estaba ahí, muy bella, entre sombras en la luz oscilante. Sus labios estaban ahí. Con un valor que poseía en un lugar fuera en su cuerpo, Lena se inclinó muy ligeramente y lo besó en los labios. Era un beso y una pregunta.
El respondió a la pregunta atrayéndola y estrechándola contra su cuerpo con ambos brazos, y su beso fue largo y profundo.
Ella tuvo un último pensamiento antes de dejar de pensar y entregarse a los sentidos. «Nunca imaginé que el cielo fuera tan caliente.»