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Hoy es el mañana que nos preocupaba ayer.

Anónimo

Un día, cuando Tibby tenía unos doce años, se dio cuenta de que podía juzgar su felicidad a partir de su hámster, Mimi. Cuando se sentía ocupada, llena de planes y propósitos, salía corriendo de su habitación, pasaba frente a la jaula de cristal de Mimi y sentía una ligera tristeza porque Mimi no hacía otra cosa más que estar agazapada entre las virutas de madera, mientras la vida de Tibby era tan completa.

Sabía que estaba deprimida cuando contemplaba a Mimi con envidia y deseaba ser ella la que pudiera beber grandes gotas de agua de un bebedero situado a la altura exacta de la boca. Deseaba ser ella la que estuviera acurrucada entre las cálidas virutas y solo tuviera que decidir si daba unas cuantas vueltas en la rueda o se echaba otra siesta. Ninguna decisión, ninguna decepción.

Tibby tenía a Mimi desde los siete años. Entonces pensaba que Mimi era el nombre más bonito del mundo. Llevaba casi un año reservándolo, esperando. Era muy fácil gastar tu nombre favorito en un muñeco de peluche o en una amiga imaginaria. Pero Tibby aguantó. En aquellos tiempos Tibby se fiaba de sus gustos. Después, si le encantaba el nombre de Mimi para dar nombre a algo, pensaba que esa era una buena razón para llamar a ese algo Frederick.

Aquel día, con su bata verde de Wallman's arrugada bajo un brazo, sin nadie para escuchar sus quejas, sin nada positivo a la vista, a Tibby la corroía la envidia.

¿Acaso alguien había mandado a un hámster a trabajar? Se imaginó a Mimi con una bata como la suya. Mimi era totalmente improductiva.

Un aullido que surgió de la cocina le recordó a Tibby las otras dos criaturas improductivas de la casa: su hermano de dos años y su hermana de uno. Eran todo ruido, destrucción y pañales malolientes. Hasta la droguería parecía un templo comparada con su casa a la hora de comer. Guardó su cámara de vídeo digital en la funda y la dejó en un estante alto por si Nicky conseguía entrar otra vez hasta su habitación. Pegó un trozo de cinta aislante sobre el botón de encendido de su ordenador y otro trozo más largo encima de la unidad de CD. A Nicky le encantaba apagar su ordenador y atascar compactos en la ranura.

—Me voy a trabajar -le gritó a Loretta, la niñera, mientras bajaba por las escaleras y salía directamente por la puerta principal. Nunca le gustaba expresar sus planes en forma de pregunta para que Loretta no creyera que tenía autoridad sobre ella.

Muchos estudiantes de los últimos cursos del instituto tenían carné de conducir. Tibby tenía una bicicleta. Recorrió la primera manzana sujetando como podía la bata y el monedero debajo del brazo, pero le era difícil maniobrar. Paró. La única solución razonable era ponerse la bata y meter el monedero en el bolsillo. Los colocó otra vez bajo el brazo y siguió.

En Brissard Lañe el monedero se resbaló de debajo del brazo y rebotó en el pavimento. Ella casi se empotró contra un coche en marcha. Se detuvo otra vez para recoger el monedero.

Con un rápido vistazo alrededor, decidió que no se encontraría a nadie conocido en las cuatro manzanas que quedaban hasta Wallman's. Se puso la bata por la cabeza, metió el monedero en el bolsillo y montó rápida como el viento.

—Eh, Tibby -oyó que llamaba una voz conocida cuando entraba en el aparcamiento. Se le cayó el alma a los pies. Recordó con añoranza las virutas de madera-. ¿Qué tal?

Era Tucker Rowe, en su opinión, el chico que estaba más bueno de todo segundo en el instituto Westmoreland. Para el verano se había dejado crecer una perilla flipante justo debajo del labio inferior. Estaba de pie junto a su coche, un deportivo clásico de los setenta que era para desmayarse.

Tibby no podía mirarlo. La bata le quemaba. Mantuvo la cabeza baja mientras ponía el candado a su bici. Se deslizó dentro de la tienda, con la esperanza de que tal vez creyese que se había equivocado, que tal vez la pobre colgada de la bata de poliéster, con pinzas por pecho, no era en realidad Tibby, sino una copia mucho menos enrollada.

Querida Bi:

Te adjunto un recorte muy pequeño del forro de mi bata. Por una parte, he disfrutado mutilando la prenda y, por otra, quería comprobar lo grueso que es el poliéster de dos capas.

Tibby

—¿Vreeland, Bridget? -la directora del campamento, Connie Broward, leyó los nombres uno a uno.

Bridget ya estaba de pie. No aguantaba más tiempo sentada. No podía mantener quietos los pies.

—¡Aquí! -gritó.

Se echó la bolsa sobre un hombro y la mochila al otro. Una cálida brisa soplaba desde la bahía Concepción. Se veía la bahía turquesa desde el edificio principal del campamento. Sintió que la emoción le subía por las venas.

—Cabaña cuatro, sigue a Sherrie -le indicó Connie.

Bridget advirtió que se posaban muchos ojos en ella, pero no le dio importancia. Estaba acostumbrada a que la gente la mirase. Sabía que su pelo era poco común. Lo tenía largo y liso, del color de un plátano pelado. A la gente siempre le causaba impresión. Además, era alta y sus facciones eran correctas: la nariz recta, todo en su sitio. La combinación de cualidades llevaba a la gente a confundirla con una belleza.

No era una belleza. No como Lena. No había poesía ni una gracia especial en su rostro. Lo sabía, y también sabía que los demás probablemente se daban cuenta, una vez que superaban lo del pelo.

—Hola, soy Bridget -le dijo a Sherrie, mientras lanzaba sus cosas sobre la cama que la habían asignado.

—Bienvenida -dijo Sherrie-. ¿Vienes de muy lejos?

—De Washington -respondió Bridget.

—Es un viaje largo.

Sí que lo era. Bridget se había despertado a las cuatro de la mañana para coger un vuelo a las seis a Los Angeles, después un vuelo de dos horas de Los Angeles al minúsculo aeropuerto de Loreto, un pueblo a la orilla del mar de Cortés, en la costa este de la península de Baja. Luego había hecho un viaje en furgoneta, lo bastante largo para dormirse profundamente y despertarse desorientada.

Sherrie pasó a atender a otra chica que llegaba. La cabaña contenía catorce camas individuales de estructura metálica sencilla, cada una con un colchón fino. El interior de la cabaña estaba sin rematar, con tablas de pino mal unidas. Bridget salió al pequeño porche delante de la cabaña.

Si el interior era lo normal para tratarse de un campamento, el exterior era mágico. El campamento estaba frente a una amplia cala de arena blanca con palmeras. La bahía era de un azul tan perfecto, que parecía que la hubieran retocado para un folleto turístico. Al otro lado de la bahía se elevaban protectoras montañas, unas tras otras, a lo largo de la península de Concepción.

Detrás del campamento se levantaban colinas más bajas y escarpadas. Milagrosamente, alguien había logrado hacer un hueco para dos preciosos campos de fútbol de tamaño reglamentario, regados hasta obtener un uniforme y vivo color verde, entre la playa y las áridas colinas.

—Hola. Hola -saludó Bridget a dos chicas que entraban en la cabaña con sus cosas a cuestas. Tenían piernas de futbolista, bronceadas y fuertes.

Bridget las siguió hasta dentro de la cabaña. Casi todas las camas estaban ocupadas.

—¿Queréis ir a nadar? -les preguntó.

A Bridget no la cohibían los desconocidos. A menudo le caían mejor

que las personas que conocía.

—Tengo que deshacer la maleta -apuntó una de las chicas.

—Creo que tenemos que ir a cenar en unos minutos -respondió la

otra.

—Bueno -dijo Bridget, despreocupada-. Por cierto, me llamo Bridget. Hasta luego -dijo al darse la vuelta.

Se puso el bañador en una de las duchas de fuera y se aventuró hasta la arena. El aire parecía estar a la misma temperatura que su piel. El agua recogía todos los colores de la puesta de sol. Débiles rayos le rozaban los hombros al desaparecer detrás de las colinas. Se zambulló en el agua y estuvo mucho tiempo sumergida.

«Estoy contenta de encontrarme aquí», pensó Bridget. Por un instante se acordó de Lena y de los vaqueros compartidos, de lo impaciente que estaba por tenerlos y vivir su propia aventura con ellos.

Un poco más tarde, cuando llegó a cenar, se alegró de ver las largas mesas preparadas en la gran terraza a un lado del edificio de la cafetería, en lugar de estar apretujadas dentro, en el comedor de techo bajo. Una melena de espesa buganvilla magenta colgaba del techo y recorría la barandilla. Parecía una locura pasar ni siquiera un minuto dentro.

Esa noche se sentó con las demás chicas de la cabaña cuatro. Había un total de seis cabañas, lo cual, calculó rápidamente, suponía ochenta y cuatro chicas, todas ellas buenas atletas. No podías ir a ese campamento si no lo eras. Conocería y probablemente incluso sería amiga de esas chicas al final del verano, pero esa noche era difícil recordar quién era quién. Estaba casi segura de que la chica de pelo oscuro por los hombros se llamaba Emily. Delante de ella con el pelo rubio encrespado estaba Olivia, a quien llamaban Ollie. Al lado de Ollie una chica negra con el pelo que le llegaba a la mitad de la espalda, se llamaba Diana.

Mientras cenaban tacos de marisco, montañas de arroz y judías, y limonada que sabía como si fuera de polvos, Connie, frente a un podio improvisado, habló de sus años en el equipo olímpico femenino de Estados Unidos. Repartidos por las distintas mesas había varios entrenadores y monitores.

De vuelta en su cabaña, Bridget se deslizó en el saco de dormir y contempló un rayo de luna que se colaba entre dos tablas de madera del techo. De pronto pensó: Estaba en Baja. ¿Por qué contentarse con una rendija del cielo cuando podía tenerlo todo? Se levantó e hizo un rebujo con la almohada y el saco de dormir bajo el brazo.

—¿Alguien quiere dormir en la playa? -preguntó al grupo.

Hubo un silencio y comentarios sueltos.

—¿Está permitido? -quiso saber Emily.

—No he oído que esté prohibido -respondió Bridget. No era crucial para sus planes que alguien la siguiera, pero le pareció bien cuando se apuntaron dos chicas: Diana y otra que se llamaba Jo.

Colocaron los sacos de dormir al principio de la ancha playa. ¿Quién sabía cuánto subía la marea? El suave rumor del oleaje resonaba en la playa. Las estrellas se desplegaban encima de ellas, maravillosas.

Bridget estaba tan contenta, tan colmada, que le costaba acostarse en el saco de dormir. Se oyó suspirar ante el cielo que latía extendido sobre ella.

—Me encanta este sitio.

Jo se acurrucó más al fondo en su saco.

—Es increíble.

Durante un rato, las tres contemplaron el cielo en silencio.

Diana levantó la cabeza y la apoyó en una mano.

—No sé si me puedo dormir. Es tan... devastadora, ¿verdad? La sensación de ser insignificante. Tu mente comienza a vagar por ahí arriba y no puede parar.

Bridget rió en señal de aprecio. En ese momento, Diana le recordaba a Carmen en el mejor sentido, llena de filosofía y cháchara psicológica.

—¿En serio? -comentó Bridget-. Nunca se me había ocurrido.

«Los aviones son tan limpios.» A Carmen eso le gustaba. Le gustaba el disciplinado olor corporativo y la cantidad de envoltorios en su bandeja de comida. Admiraba la comida misma, la miniatura de manzana. Exactamente del tamaño, la forma y el color correctos. Un poco falsa, pero tranquilizadora al mismo tiempo. La guardó en su bolso. Reservaría un poco de orden para más tarde.

Nunca había estado en el piso de su padre, siempre era él quien iba a verla. Pero se lo había imaginado. Su padre no era un desastre, pero tampoco tenía ese segundo cromosoma X. Imaginó que no habría cortinas en las ventanas ni volantes en las camas ni bicarbonato en la nevera. Habría unas cuantas pelusas deambulando por el suelo. Quizá no justo en medio de la habitación, sino junto al sillón. (Habría un sillón, ¿verdad?) Esperaba dormir entre sábanas de algodón. Conociendo a su padre, podía tener las de mezcla de poliéster. Carmen tenía un problema con el poliéster. No podía evitarlo.

Tal vez entre los partidos de tenis, las películas de John Woo y cualquier otra cosa que hicieran los sábados por la tarde, le llevaría a una tienda lujosa para comprar juegos de toallas y una tetera de verdad. Él protestaría, pero ella lograría que se divirtiesen y después él se lo agradecería. Se imaginó que quizá, al final del verano, él se entristecería y buscaría un colegio y le preguntaría en serio si podía llegar a sentirse como en casa en Carolina del Sur.

Carmen bajó la vista a la fila de bultitos en su antebrazo que ponía de punta el fino vello oscuro.

No había visto a su padre desde Navidad. La Navidad siempre era para ellos. Desde que tenía siete años, cuando sus padres se separaron, su padre había ido a verla todos los años, se hospedaba en un buen hotel de Friendship Heights durante cuatro días y pasaban todo el tiempo juntos. Iban al cine, a correr por el canal y a devolver los estrafalarios regalos que recibía de sus tías paternas.

A menudo compartían otras noches, tal vez tres o cuatro al año, cuando su padre volaba a Washington por motivos de trabajo. Ella sabía que aprovechaba casi cualquier excusa para viajar al área cercana a Washington. Siempre cenaban en un restaurante que ella escogía. Intentaba elegir restaurantes que le gustasen a su padre. Siempre espiaba su rostro detenidamente mientras él estudiaba la carta y luego cuando comía el primer bocado. Ella casi no probaba su plato.

Oyó un chirrido debajo el avión. Se estaba cayendo un motor o bien las ruedas se estaban desplegando para aterrizar. Había demasiadas nubes para calcular a qué distancia estaban de tierra. Pegó la frente a la fría ventanilla de plástico. Entornó los párpados y buscó un hueco entre las nubes. Quería ver el océano. Quería determinar dónde estaba el norte. Quería una vista general antes de aterrizar.

—Por favor, suba su mesita -dijo una azafata cantarina al hombre sentado a su lado en el asiento del pasillo; después recogió los restos de la bandeja de Carmen. El hombre junto a Carmen era gordo y prácticamente calvo y se pasó todo el tiempo empujando su cartera de polipiel contra la espinilla de Carmen.

En los aviones, Bridget siempre se sentaba al lado de universitarios encantadores que le pedían el número de teléfono antes de aterrizar. Carmen siempre terminaba en el asiento del medio entre hombres con dedos gordos, anillos de la universidad e informes de ventas.

—Tripulación, a sus asientos, por favor -dijo el comandante por el altavoz. Carmen sintió un cosquilleo en el estómago. Desdobló las piernas y apoyó ambos pies en el suelo. Se santiguó como hacía siempre su madre al despegar y aterrizar. Se sentía un poco farsante, pero ¿acaso era el momento de romper con las supersticiones?

Tibby:

Estás conmigo, aunque no lo estés. Me encanta todo lo relacionado con este viaje excepto que estemos separadas y que sé que estás triste por tener que quedarte en casa. Por eso me siento culpable de estar contenta. Me siento tan rara sin vosotras. Como no estás aquí para ser tú, yo hago un poco de Tibby; pero muy mal comparada contigo.

Infinitos besos y abrazos,

Carma