8
avía era la cesta de pan del reino lombardo. Aquí se concentraba la mayor parte de la riqueza de este afortunado reino, en haciendas en las que los esclavos trabajaban duro para cultivar las cosechas de unos terrenos reclamados por los pantanos. Los romanos habían adornado la ciudad con lo mejor de sus fabricantes. La mayor parte de la gente que vivía en esta joya engarzada en un campo de magnífica abundancia eran o bien ricos, o bien esclavos que atendían las necesidades de los ricos o cuidaban de sus propiedades cuando se ausentaban. La ciudad lo mostraba, ya que consistía en una colección de espléndidas villas, caros edificios públicos municipales y establecimientos recreativos.
Nadie lo bastante afortunado como para disfrutar de diversiones como las carreras, el circo o los amplios y cómodos baños se preocupaba en absoluto por el anillo de hogares respetables (aunque pobres) y tiendas de madera, estuco y ladrillo que recorrían la ciudad y se amontonaban dentro y fuera de los muros. Las calles allí eran estrechas, las casas no eran villas espaciosas y la gente que residía en ellas trabajaba para ganarse la vida y no estaba en posición de disfrutar del teatro, la arena y los baños.
Por supuesto, los lombardos no eran romanos, pero cuando tomaron el pueblo decidieron que vivir de la misma forma que los antiguos habitantes romanos era un premio adecuado para los conquistadores. Pero, en estos momentos, el sistema empezaba a deshilacharse por los bordes. Los esclavos eran más caros. Las clases más pobres del pueblo probaban ser más difíciles de controlar —mucho más exigentes con sus derechos legales, por ejemplo— que los intimidados humiliores de los tiempos romanos. Pero la presencia directa del rey y la corte estaba manteniendo, hasta cierto punto, las cosas en su sitio.
El hipocausto de los baños estaba encendido. Los gladiadores rara vez luchaban en la arena y el obispo montaba una pataleta tremenda cuando uno de ellos resultaba muerto. No porque simpatizara con el pobre hombre, sino porque no debería resultar entretenido observar el derramamiento de sangre. Pero siempre que se limitaran a paganos, el anciano prelado no hacía más que lloriquear un poco. Y, si todo lo demás fallaba, siempre estaban las ejecuciones públicas y los esclavos huidos a los que castigar, así que los lombardos habían conseguido preservar hasta ahora algunos aspectos de la cultura romana. Y, dado que los esclavos todavía podían comprarse para trabajar hasta la muerte en las enormes haciendas y que las cosechas todavía obtenían un buen precio, los lombardos pensaban que estaban haciendo todo lo posible para conservar la sociedad clásica.
Maeniel fue llevado al foro en el centro de la ciudad. Todavía estaba encadenado. El comandante de mirada fría de la guardia real no iba a correr riesgos. Maeniel nunca antes había visto a Desiderio, pero estuvo seguro al instante de que el alto y encanecido hombre que le miraba desde los escalones del reconvertido templo a la diosa Roma tenía que ser el rey lombardo.
El concepto de la diosa Roma era una de las últimas invenciones clásicas. Por aquel entonces todo el imperio romano en un nido de grajos que coleccionaba religiones extrañas, incluyendo no pocos cultos a emperadores deificados bastante humanos. Alguien, no quedó registrado quién, hizo una amalgama con todo el lío y decidió que, si había disputas sobre cómo se iba a llevar el arte de gobernar, lo mejor y más seguro sería dedicar unos cuantos sacrificios y un montón de incienso de vez en cuando a una personificación del aparato estatal romano; de esta forma, si surgían preguntas acerca de sobre quién recaía la lealtad de individuos o grupos, podían cubrirse las espaldas diciendo que rendían homenaje a la diosa Roma.
Era una especie de suplente genérica de los dioses antiguos, los emperadores muertos, toda la panda del Olimpo, los espíritus locales buenos y malos, las hadas, los duendes, los kobold, íncubos, súcubos, gnomos, enanos, ogros y cualquier cosa que pudiera surgir por la noche, cuyos ritos propiciatorios pudieran haber sido desatendidos, pasados por alto, ignorados o simplemente olvidados por algún motivo. Los templos tenían buen aspecto, los seguidores no adoraban a nada ni a nadie que hubiese existido nunca y sólo esos cristianos tan locos podrían poner alguna objeción a echar un poquito de incienso sobre las brasas.
Este templo en concreto era ahora una catedral cristiana. La diosa, cosmopolita como era, probablemente nunca se inmutó. Pero el nuevo campanario resultaba poco apropiado junto a la bella basílica romana de hormigón, mármol y ladrillo.
Maeniel suspiró y desmontó del caballo. Las cadenas arrastraban.
Doce escalones de mármol bastante empinados conducían hasta las enormes puertas dobles de bronce. El capitán de la guardia real pinchó a Maeniel en los riñones con el lado bueno de la lanza y dijo:
—Muévete.
Maeniel, que no quería conocer más de cerca a la lanza, se movió, escalones arriba, a través de un estrecho porche y cruzando las puertas de cobre. El obispo, o alguien vestido de forma lo bastante impresionante como para serlo, le roció con agua bendita y le bendijo al pasar. Dado que Maeniel no empezó a soltar humo de azufre, ni estalló en llamas, ni se desvaneció en una nube de polvo, tanto el obispo como el rey decidieron que era lo bastante seguro seguirle por el pasillo hasta el interior de la iglesia.
El rey tomó asiento a un lado del altar y el obispo al otro. Maeniel los miró a ambos. La mirada fue lupina, pero aparentemente no la tomaron como tal. Detrás de él, Maeniel escuchó cómo la gente entraba en la iglesia.
Los señores y damas lombardos tenían prioridad. Ellos y sus sirvientes —que llevaban abanicos, sillas, taburetes, sales olorosas, ramilletes de hierbas contra contagios y, por último pero no menos importante, comida y bebida— ocuparon todos los mejores sitios junto al altar. Detrás de ellos, la gente del pueblo se abría paso a empujones para llegar hasta los lugares que la nobleza había dejado libres hasta que cada rincón del edificio estuvo abarrotado por completo.
Maeniel esperó. En el interín, hincó una rodilla ante Cristo, saludándole como el más poderoso de todos los dioses y ofreciéndole sus respetos. Después se puso en pie. Las cadenas sonaron cuando se inclinó y de nuevo al levantarse; por lo demás, la iglesia permanecía en silencio.
El rey decidió hablar en primer lugar.
—Mi señor Maeniel, ¿qué hacéis en mi reino?
Maeniel respondió honestamente, principalmente porque había pasado mucho tiempo intentando dar con una historia convincente que explicara sus actividades al rey y no había conseguido, ni siquiera tras muchas horas de serios esfuerzos mentales, inventar una medianamente creíble.
—Vuestra majestad, intentaba espiar la disposición y número de vuestras tropas para proporcionar la información al rey franco, Carlos.
—Eso no es ningún secreto —contestó Desiderio—. He reforzado Ivrea y Susa. Él tiene que venir por una u otra ruta. Le estaré esperando.
—Así lo vi —dijo Maeniel.
El rey asintió. Era algunos años mayor que Carlos, su pelo negro tenía hebras grises y a su alrededor flotaba un aire de cansancio y duda.
Perderá, pensó Maeniel. Puedo verlo en su cara. No tiene la confianza en sí mismo que necesitaría para derrotar al rey franco. No tiene la confianza que cualquier rey debe tener para mantener su posición. He escogido el lado correcto. Cualquiera que sea mi destino, este hombre está condenado.
—Una respuesta honesta —dijo Desiderio.
—Lo sé —dijo Maeniel—. No se me ocurrió una buena mentira.
Una suave risa tonta recorrió la iglesia.
—Muy bien —continuó Desiderio—. ¿Qué debo entonces pensar de las otras historias que se cuentan sobre vos?
—Oh —dijo Maeniel—. ¿Qué historias? —Intentó parecer candoroso. No lo consiguió del todo.
—Que sois un poderoso hechicero confabulado con el diablo, capaz de cambiar de forma a voluntad de hombre a bestia y viceversa, y que no habéis venido a informaros sobre mis planes militares, sino a acabar con mi vida —dijo el rey.
Maeniel respiró hondo y respondió lo mejor que pudo.
—Mi señor rey, no tengo planes sobre vuestra muerte. Soy un soldado, no un asesino a sueldo. Y no sé nada del diablo. Ni, si tal ser existe, estoy en deuda con él.
Alguien se rió.
Maeniel reconoció a Hugo.
—Oh, bien —dijo—. Supuse que estarías aquí, Hugo. ¿Por qué no sales a donde pueda verte?
Hugo volvió a reírse.
—Creo que no.
—Eres listo —dijo Maeniel—. Porque si alguna vez te pongo las manos encima…
—Callaos —dijo Desiderio—. Una respuesta inteligente, señor Maeniel, pero parcial. Si no os importa… responded toda la pregunta.
—No soy un hechicero —dijo Maeniel—. Y podéis otorgar toda la credibilidad que deseéis a los cuentos de este imbécil engañado, pero yo no apostaría nada por la veracidad de ninguna declaración que saliera de sus labios.
—Muy bien —dijo el rey—. Entonces, ¿negáis su acusación?
Maeniel sintió cómo se le helaba la sangre en las venas. El rey bajó la vista para no enfrentarse a sus ojos. Una trampa, pensó Maeniel. Una trampa. Llevaba puesta la capa que le habían dado la noche anterior.
Nafta. Al contacto con la vela que Hugo tenía en la mano, prendió fuego.
El lobo se apoderó de él con toda la fuerza del terror mortal e irracional cuando sus ropas ardieron. Las cadenas y la ropa en llamas de Maeniel aterrizaron formando un montón en el suelo de la iglesia y el lobo gris quedó atrapado solamente por el collar de acero que le rodeaba el cuello.
La cadena tiró de él en medio de un salto y el capitán de la guardia real le dio al lobo un fuerte golpe en el cráneo con la parte trasera de la lanza. Lo bastante fuerte como para matarlo, pero le quedaba suficiente vida como para llevarle a través de la transformación y dejarle tumbado en el suelo en forma humana, sangrando de nariz y boca y profundamente inconsciente.
La loba de plata se despertó al oír sonido de pisadas sobre el puente y entonces recordó que no había pies humanos en setenta kilómetros a la redonda y, sí, había arcos, pero no puente. Los muertos, pensó. Esta ruina es un lugar para los muertos, como Cumae. Se levantó mujer sin quererlo y se encontró mirando al mundo oscuro.
Podía ver el puente tal y como una vez fuera y, cuando se volvió, el foro de la ciudad con su plaza de mármol estaba intacto, pero todo salvo la ciudad estaba a oscuras. No podía ver luna ni estrellas, sino sólo la cohorte romana sobre el puente: su comandante y los hombres que le seguían. Su apariencia le intrigaba mucho. Debían ser romanos, los templos y el foro proclamaban que el sitio era romano, pero la armadura y las armas que llevaban eran arcaicas. Corazas de triple anillo, lanzas, espadas de un solo filo, largos escudos de madera laminada —el exterior estaba pintado, pero en este mundo no había colores—, cascos con largas orejeras y una cresta de plumas. Una cabeza de lobo le enseñaba los colmillos desde cada uno de los escudos. El centurión, el líder, no llevaba escudo pero sí tres crestas de plumas.
—¿Estoy —preguntó Regeane— con los muertos?
—Muertos y olvidados —dijo el centurión. Parecía orgulloso de ello.
—No estoy vestida —dijo ella.
—No estoy vivo —respondió el centurión—. Pero te dejaré mi capa —se la quitó y la lanzó hacia ella.
Regeane se envolvió en la versátil prenda y descendió los escalones. La llevaron hasta una habitación de guardia —vacía, para alivio de Regeane— y ella atravesó la puerta y salió al puente que no existía.
El centurión estaba con sus hombres. Mirándole, Regeane no pudo reprimir un escalofrío. Era una momia sin ojos ni labios y su piel seca se estiraba con tirantez sobre los huesos. Sus hombres no estaban mucho mejor. Todos ellos lucían sus heridas mortales: a uno le faltaba parte de la cara, otro tenía una horrible herida que casi le amputaba la pierna y el cuello cortado. Regeane intentó no mirar con demasiada atención al resto.
—Defendimos el puente —dijo el centurión— mientras nuestro comandante y su hijo se retiraban. Nos vengaron de los cartaginenses. Estamos satisfechos, nos honramos de guardar el puente. Arrancamos la cuña que sostenía la roca que aplastó a nuestros enemigos. Roma se hizo grande. Si no hubiésemos caído, occidente y las épocas posteriores hubieran sido distintas. Pero se nos pidió y estábamos dispuestos a pagar el precio.
—Sin embargo, esto está oscuro. —Regeane volvió la vista hacia lo que era, salvo por los edificios blancos como huesos del puente y el pueblo, una oscuridad impenetrable que la rodeaba a ella y a los soldados—. Oscuro —repitió— y muy frío. ¿Dónde están la luna y las estrellas, el viento, las siluetas nocturnas de los árboles, el suave murmullo del agua y el tacto sedoso de la hierba? Erais hombres y debéis recordar el sol.
—Sí —fue la respuesta—. Recuerdo el sol cuando no era cruel.
Regeane vio un viñedo que descendía hasta un lago en el que se reflejaban los colores del alba sobre borrosas hileras de viñas adornadas con racimos de frutas de laborita, amatista y zafiro. Después la visión cambió y vio a un hombre muriendo al sol clavado en una cruz con forma de equis: el centurión. Sus ojos habían desaparecido y el hirviente calor le tensaba la piel sobre los huesos.
—Fui el último. Le corté el cuello a los heridos, pero los cartaginenses se enfadaron al ver que el comandante había escapado y morí de la forma que has visto. Pero mi espíritu sigue vivo, algo a considerar… y tú lo llamaste. A veces tenemos que construir con ilimitada tristeza.
—No puedo creerme eso —susurró Regeane, pero el romano y sus hombres se habían ido y la loba se sumió en un sueño más profundo. Cuando despertó se encontró mirando a través del terreno pantanoso abierto hacia el sol naciente. Estaba tumbada sobre uno de los bloques que habían servido de suelo al foro del pueblo y estaba arropada con los restos manchados y hechos jirones de una capa escarlata.
Esto debió haber sido una cisterna, pensaba Maeniel, como la prisión de Roma. La había visto hacía mucho tiempo en uno de los viajes que hizo hasta allí. La había visto y olido: un agujero en la tierra. El prisionero caía en el pozo. El verdugo esperaba abajo. Esta vez no había verdugo, pero no creía que el rey fuera a mostrar ninguna compasión. Se sentó. Le dolía la cabeza, estaba desnudo, tenía sangre reseca sobre la cara y el pecho.
Sin embargo, estaba cansado. Todavía un poco mareado por el golpe, reconoció con cuidado su entorno más inmediato usando todos sus sentidos, tanto lupinos como humanos. Sólo podía observar.
La prisión tenía forma de botella con base plana; la única entrada que podía ver era una tapa redonda de aproximadamente un metro de diámetro en la parte superior. Los lados de la botella se ensanchaban, formando una pendiente hacia fuera desde la entrada en el cuello y formando un espacio redondo de unos tres metros de diámetro en el fondo. Estaba cubierto de arena. Una arena muy blanda. Y entonces vio algo que le produjo escalofríos. Había rejas, pesadas rejas a ambos lados de la celda.
No, no había sido una cisterna. Era una cisterna.
Se puso de rodillas. Una voz al otro lado de la reja le preguntó:
—¿Estás cómodo?
Reconoció la voz del rey.
—Difícilmente —dijo Maeniel—. Hace frío, estoy desnudo y no rechazaría un poco de vino y algo para comer.
—Una lástima —dijo Desiderio—. Pero tendrás que conformarte. A no ser que me enseñes cómo hacer ese truco.
—¿Qué truco?
—Oh, por todos los santos. Por favor, no te hagas el tonto. El truco que te vi hacer… no sólo yo, sino medio pueblo y la corte al completo. Todos vimos cómo te convertías en lobo.
Maeniel no respondió. Se quedó en silencio.
—Asombroso —continuó el rey—. No quieres admitirlo.
—No.
—Hombre, el hecho de que estés vivo ahora es sólo un tributo a mi insaciable curiosidad.
—Vaya.
—Así es —respondió Desiderio—. El obispo no se puede aguantar las ganas de quemarte. El capitán de mi guardia quiere que te estrangulen. Tu amigo Hugo hizo algunas sugerencias; bastante imaginativas, me permitiría añadir.
—Predecible.
—Sí, y tan letales como las otras sugerencias, aunque algo más dolorosas. Después de todo, estrangulaste a su padre.
—Sí, sí, lo hice; probablemente una de mis acciones más útiles y virtuosas. No puedo arrepentirme. —Entonces se rió—. Dudo que Hugo tampoco lo haga. Creo que estaba más contento que triste por deshacerse de su malhumorado, borracho y maquinador padre. Probablemente se sintió encantado de poder hacerse con toda la riqueza que el viejo pillo repelente hubiese amasado y huir de la ciudad. Si queréis saberlo, el papa y yo le buscamos por todas partes y no hubo forma de encontrarle. Es probable que descubriera su pérdida sólo cuando se despertó sobrio una mañana y se dio cuenta de que no le quedaba dinero. Os ruego encarecidamente que le mantengáis cerca de vos. Preferiría acariciar a una víbora.
El rey rió entre dientes.
—Realmente eres un maestro del disimulo. Él me advirtió sobre ello. Pero yo, como tú, me aparto del tema. ¿Cuál es el truco? ¿Cómo te conviertes en lobo?
—Yo no me convierto, como vos decís, en lobo. Soy lobo, sólo que a veces me parezco a un hombre. Y en honor tanto a la verdad como a la brevedad, os diré que no puedo enseñaros como cambiar de piel porque ni yo mismo sé cómo lo hago. Simplemente lo hago, y la que me dio nombre y poder no me proporcionó una explicación.
—¿Es algo demoníaco entonces? ¿Este poder tuyo? —El rey parecía deseoso de que Maeniel se incriminase a sí mismo.
—No sé nada de demonios. Nunca me he encontrado con ninguno. Ni tampoco sé del todo lo que vosotros los cristianos queréis decir con esa palabra. Sí que os digo que si etiquetáis todo lo que no comprendéis como demoníaco, el mundo que veis se llenará de maldad.
—¿Entonces no eres cristiano?
—No.
—¿Aceptarías el bautismo, si se te diera la oportunidad?
Maeniel estaba a punto de responder con un gruñido de furia, cuando su lado humano le contuvo con brusquedad. Esta ocasión era demasiado buena como para perderla. Ya había concluido que no había forma de salir por las buenas de la celda. Si pudiera persuadir al rey para que creyera que podría convertirlo, el proceso de instrucción y bautismo podría ofrecer una oportunidad para escapar. Una sin cadenas y al aire libre…
—¿Por qué? —contestó.
—Para salvar tu alma, por supuesto.
No, esto no le gustaba y no confiaba en las intenciones del rey. Ya le habían engañado una vez. Esta situación tenía el olor a podrido de otra trampa.
—No me hagáis reír —dijo—. Todavía tengo la cabeza magullada y me duele la nariz. Lo mejor que podéis obtener de mí es un rescate, vuestra majestad. Tengo mucho dinero; contentaos con eso. Cuando Carlos cruce los Alpes, lo necesitaréis.
Pudo escuchar una fuerte inspiración que venía desde detrás de la pantalla de hierro.
—¿Rechazas mi oferta de salvación? ¡Qué contumaz obstinación! Ten en cuenta tu alma inmortal.
—No es mi alma lo que me preocupa —dijo Maeniel.
Escuchó una puerta cerrarse tras la pantalla y después el lento crepitar de una puerta al izarse. Maeniel llamó al lobo, pero sólo por unos instantes. La bestia ofrecía fuerza y resignación. Una mirada a la oscuridad eterna exenta de terrores humanos, de cielo, de infierno. Mucho tiempo atrás sólo se veía como parte del mundo, su comportamiento para bien o para mal lo determinaba lo que era y no ningún código impuesto por otros, y este conocimiento le proporcionaba fortaleza.
El hombre lucharía. El hombre no sabía cómo no luchar. Pero el lobo lo centraría con el conocimiento y la confianza de la paz del cazador nocturno ante el cambiante mundo y su eterna seguridad sobre el lugar que ocupa bajo las estrellas y entre ellas.
He vivido tan bien como he podido. Me siento satisfecho. Después abandonó al lobo, porque un agua tan fría como la muerte empezaba a caer a través de las rejas, inundando la celda.
Regeane apartó la destrozada capa y se convirtió en loba. El romano había dicho que ella le convocó. No estaba segura de lo que había querido decir. Había viajado a la tierra de los muertos en otra ocasión y otro hombre le había dejado una señal. Así que volvió a hacerse humana, dobló la capa con cuidado y la dejó en una profunda grieta de la piedra.
Miró por encima del agua y respiró hondo. El aire estaba limpio y fresco, demasiado fresco. Incómoda, se frotó los brazos. Tenían el vello de punta, pero se aferró a la forma humana durante unos instantes más, bebiendo de la belleza que el sueño le había negado. Qué horrible quedar atrapado para siempre en la oscuridad.
El agua reflejaba el cambiante cielo matinal, dorado en el soleado centro, después verde y, finalmente, azul por los bordes. Cañas, arbustos, espadañas y sauces recortaban sus negras siluetas sobre la floreciente luz.
A veces tenemos que construir con ilimitada tristeza.
Remingus, ése era su nombre. Lo sabía, pero no sabía cómo; eso es lo que Remingus había dicho. La frase la atormentaba. Le había hablado desde las completamente impenetrables barreras del tiempo y la muerte.
Si me llamas, acudiré.
El susurro fue tan débil que casi no pudo oírlo. Como papel rozando con papel, o como las escamas de una serpiente moviéndose sobre una roca. Miró hacia Pavía. Sobre el morado y el rojo violáceo del alba, todavía brillaban esos pequeños puntos de luz, ya casi extinguidos por el día naciente.
Entonces se hizo loba, con el suave pellejo reluciente, pulido por la luz nueva. En pocos minutos había encontrado un pez, desayunado y se encontraba de nuevo en camino. Le habló a Maeniel. Mantente vivo. Espérame. Deseó fervientemente que así fuera mientras se apresuraba.
En Roma, Lucila desayunaba con Dulcinia. Un queso de crema de leche con fruta y huevos cocidos en una salsa de pimienta y cebolla; lo acompañaban con un vino blanco bien aguado.
—Estás siendo muy desagradable, hermana mía —le dijo Dulcinia amablemente, tras unos momentos de conversación sobre el tiempo, las verduras de primavera que aparecían en el mercado y aquellas familias que todavía se podían permitir retirarse a sus fincas campestres para escapar de los meses de calor que se avecinaban.
—¿Por qué lo dices? —Lucila intentó parecer sorprendida.
—¡No te atrevas! —dijo Dulcinia—. Media Roma lo sabe. No, no media, todos los habitantes de Roma que no están seniles, ni son menores de dos años, ni tienen gravemente dañadas sus facultades mentales saben que te visitó y que pasó la noche aquí. ¿Qué pasó?
Lucila se removió en el asiento, apartando la mirada de Dulcinia y dirigiéndola hacia el verde de la mañana. Estaban cerca del patio y habían abierto las puertas plegables que daban al triclinio. De repente, se le llenaron los ojos de lágrimas.
Dulcinia aguantó la respiración. Conocía a Lucila desde hacía mucho tiempo y la amaba.
—No. No me digas que se comportó… mal.
—No. No lo hizo. Dijo que me amaba, que siempre me amaría y después, juzgando por la cantidad de ardor que llevó a nuestra cama, diría que me probó que nada de lo ocurrido ha supuesto la más mínima diferencia para él.
—Sí, en el palacio Laterano dijeron que había vuelto todo sonrisas y parecía muy feliz.
—Sí, querida, y yo también lo soy. Pero también es cierto que puso en mi conocimiento un hecho perturbador. Gerberga ha desaparecido.
—Política de nuevo —suspiró Dulcinia.
—Cuando le conocí —dijo Lucila—, la política era uno de sus principales intereses y yo me encapriché rápidamente del juego. Si no lo hubiera hecho, creo que nuestra relación no hubiese prosperado. Ya entonces, la facción pro-franca empezaba a prepararle para un alto cargo y pude ver que cualquier mujer que quisiera ganar su amor y mantenerlo tendría que ocupar su puesto a la mesa. Subimos juntos. Y no puedo decir que me arrepienta de mi ambición cuando recuerdo la granja de mi padre, con su interminable trabajo, suciedad, niños chillando y ganado medio muerto. Mi madre murió por exceso de trabajo y partos antes de cumplir tu edad, Dulcinia. En cuanto las caderas de alguna de las niñas empezaban a ensancharse y sus senos se marcaban en la pechera del vestido, mi padre comenzaba a intentar venderla al mejor postor, incluso aunque fuera a los tratantes de esclavos de Rávena. Mi hermana sufrió esa suerte, y… y… sí: también yo, querida. Y teniendo en cuenta lo que vi de los lascivos amigos de mi padre… —Lucila se detuvo. Sus ojos habían adquirido una dureza que asustó a Dulcinia. Tenía los puños apretados. Se miró las manos, relajó los dedos. En algunas zonas las uñas le habían atravesado las palmas y hecho brotar la sangre—. Debo encontrar a Gerberga y a ese hijo de Desiderio, Adalgiso.
—Todo lo que puedo ver es que estás jugándote mucho a que Carlos haga algunas cosas muy complicadas… Llevar a un ejército a través de los Alpes, por ejemplo. Incluso con los romanos, no era un juego de niños —dijo Dulcinia.
—Sí, bueno, él tiene su parte y nosotros la nuestra. Prefiero concentrarme en lo que puedo controlar antes que en lo que no. ¿Todavía estás solicitada entre todos esos bárbaros?
Dulcinia dejó caer las manos.
—Sí, pero…
—Nada de peros. Ya he hablado con Rufus…
—Lucila, es inevitable que me reconozcan como tu agente. Nuestra relación es tan bien conocida que ya nadie se molesta siquiera en cotillear sobre ella. No oiré nada sobre Gerberga y su amante. Nadie me dirá una palabra.
—Sí, sí, sí, pero tu doncella, querida mía, es otro cantar. Oh, todas las mujeres de cada pueblo y aldea se morirán por saber las novedades y modas en las cortes de Constantinopla y Roma. Acudirán en bandadas para arreglarse el pelo como la emperatriz Irene y averiguar qué combinación de violetas y mirra, con un toque de rosas, se lleva entre las damas griegas de vida alegre; y si los corsés se hacen mejor con tejo o con tendones duros, y cómo son más fáciles de coser en seda para conseguir mayor sujeción. Muy complicado este asunto de ser mujer, querida mía, muy complicado. Y reconoce que soy una experta en estos asuntos de peinados, de los usos y ocasionales, aunque exquisitos, abusos del maquillaje y del arte menor de embellecer los lugares a donde no alcanza la pintura. Y tengo cientos de recetas para perfumes, polvos y aceites olorosos. Incluso puedo valorar joyas, decir si es plata, plata dorada u oro, puro o de aleación, y poseo un ojo excelente para las piedras, tanto preciosas como semipreciosas. Puedo sopesar un broche en la mano y decir si es plata, oro o peltre plateado, o incluso ese impostor de impostores, el plomo dorado. De hecho, creo que me voy a divertir muchísimo.
—Sí —suspiró Dulcinia—. De nuevo esta aventura está hecha para ti. ¿Dices que el señor Rufus nos va a acompañar?
—Oh, no, Cecilia no quiere perderle de vista. ¿Sabías que él le ha hecho una máscara con una nariz de plata? Y la lleva todo el tiempo. Pero sí nos dejará una escolta de veinticinco leales soldados, todos están atados a él por juramento y han recibido tierras por sus servicios. Unos hombres de calidad un poco mayor que la de los mercenarios a sueldo. No quería correr riesgos con tu seguridad, ya sea en los caminos o en las ciudades.
Dulcinia asintió.
—Iré a casa y hablaré con mi secretaria sobre las invitaciones que he recibido y los incentivos que me han ofrecido para viajar al reino lombardo.
El plan de Lucila conllevaba un gran peligro para Dulcinia. No le gustaba pensar en lo que ocurriría si era reconocida o capturada, pero había visto a Lucila moverse por Roma de incógnito sin despertar mucho interés. La ropa de las mujeres se prestaba al disfraz.
Se asumía que una mujer vestida de seda, oro y con perfume caro era de cierto tipo, mientras que la misma mujer llevando un vestido gastado, velo oscuro y capa era de otro. La gente rara vez cuestionaba estas suposiciones.
La ropa se usaba para indicar posición social, grado de riqueza y rango. Quien no la utilizara para este propósito, sería considerado un loco.
Las mujeres de alquiler, prostitutas, llevaban su propia vestimenta característica y se pintaban la cara. Anunciaban su profesión. Tal y como harían las doncellas y ayudantes de una artista como Dulcinia. Tendría tanta demanda como su ayudante y Lucila, con su habilidad y familiaridad con todo tipo de gente, no tendría ninguna dificultad en hacerse pasar por una mujer así.
Ya empezaba a encanecer y Dulcinia sabía que si dejara a un lado la vanidad de los tintes de pelo, perfumes caros, maquillajes y corsés, Lucila parecería casi otra persona.
Cada ciudad tiene sus notables de la corte y familia gobernante, y las mujeres pertenecientes a esta clase se morían de ganas por saber cotilleos, consejos sobre moda, noticias de los reinos bárbaros y el oriente griego; hablarían con libertad delante de su doncella. Y le dirían todo lo que supieran. Oh, Dios, vaya sí lo harían.
Si su doncella no podía averiguar dónde estaba Gerberga, nadie podría. Y probablemente por eso Adriano le había encargado el trabajo a Lucila. No era la primera vez que se encontraba en un aprieto y no deseaba que su mano derecha supiera lo que hacía la izquierda.
Lucila la apartó de sus pensamientos.
—Vaya, qué cara de decepción.
—Algo de lo que no hemos hablado —dijo Dulcinia mientras se levantaba— es de qué vamos a hacer con la reina de Francia si la encontramos.
—No te preocupes antes de tiempo —le ordenó Lucila—. Carlos, como has puntualizado tan astutamente, tiene que cruzar los Alpes. Tendremos que tomar esa decisión cuando llegue el momento.
A Chiara la despertaron las violentas sacudidas que daba su cama.
—Ayúdame, maldita sea. Tienes que ayudarme. Le están matando.
—¿A quién? ¿Qué? ¿A quién están matando?
—Al lobo.
Chiara reconoció al huésped de Hugo. También había estado en la iglesia con Hugo cuando tendieron la trampa a Maeniel para que se descubriera a sí mismo.
—No estoy segura de querer salvar a esa criatura —comenzó.
Eso fue todo lo que pudo articular. El huésped de Hugo volcó la cama, tirándola al suelo. Chiara dejó escapar un grito. Su doncella, como siempre, dormía en una alcoba cercana y su padre estaba en la habitación contigua. Consiguió ponerse en pie y empezó a calzarse los zapatos, suaves artículos de piel, casi sandalias. Algo la cogió del pelo y comenzó a arrastrarla a través de la puerta hacia el oscuro pasillo.
Se agarró con fuerza a la jamba de la puerta y masculló entre dientes.
—Déjalo. Ahora.
Él lo hizo. Ella sabía que la fuerza de la criatura tenía límites. No estaba segura de qué ocurriría si se enfrentara a él, pero realmente no quería averiguarlo… al menos, no ahora.
—Sí —dijo—. Sí, te ayudaré, pero deberás comportarte decentemente.
—Lo haré, pero será mejor que te apresures porque no durará mucho más.
Chiara agarró su capa y se envolvió en ella.
—¿Dónde está Hugo?
—En su cuarto, balbuciendo de miedo, es un hombre acabado. Está seguro de que el lobo va a matarle. Por eso arregló ese sucio truco para hacer que la criatura se inculpase. Tengo noticias para ese pedazo de estiércol. Si el lobo no le mata, yo lo haré —dijo furioso el huésped de Hugo.
—No querrás hacer eso —dijo Chiara mientras corría velozmente escaleras abajo, intentando hacer el menor ruido posible—. Tienes que necesitarle para algo, igual que al resto de nosotros, de otro modo no te contendrías. ¿Dónde está Gimp?
—Borracho en una taberna cerca del río. Justo cuando más lo necesito.
En pocos segundos habían salido del edificio. Chiara se detuvo un momento. La calle estaba oscura y desierta.
—Por todos los cielos, ¿qué hora es?
—Tarde —fue la respuesta—. Deprisa. No puedo entender lo que los estúpidos humanos hacéis con el tiempo, que es después de todo más un río que segmentos de…
—No me alecciones. ¿Dónde? ¿Dónde quieres que vaya?
—Al foro. ¡Corre!
Chiara corrió.
Pavía no era una ciudad grande. Pocos minutos después se encontraba ya cerca de la catedral.
—¿Qué pasa si nos ve el guardia? —dijo Chiara jadeante.
—Eso supondría su desgracia —dijo el huésped inexorablemente—, pero no nos verá. Está en la misma taberna que Gimp, también borracho.
Ella voló escalones arriba. Las enormes puertas de bronce estaban cerradas con llave.
—¿Y ahora qué?
—Entro, levanto la barra y te dejo entrar.
En menos de un segundo ya había terminado. La barra estaba sobre un pivote. Una vez dentro, Chiara la dejó caer de nuevo en su hueco. Después se dio la vuelta y miró la grande, oscura y vacía iglesia.
—Oh, oooohhhh —dijo Chiara.
—Por lo que puedo ver, estamos solos —dijo el huésped de Hugo.
—¿Estás seguro?
—No, pero si ves algo, seguro que te quejas como es tu costumbre y, ya esté vivo o muerto, podré ahuyentarlo. Deprisa.
La empujó hacia delante. Ella pasó corriendo junto al altar. Allí sólo ardía una débil luz, una parpadeante luz de santuario. El huésped de Hugo la cogió. Una hazaña impresionante, ya que estaba suspendida de cadenas que colgaban del techo abovedado. Pareció volar hasta donde estaba Chiara, después se colocó delante de ella, conduciéndola a la cripta en la que se enterraba a los reyes lombardos.
Varias entradas y puertas le bloqueaban el paso, pero todas se abrieron ante ella. Pasó a toda prisa por la cripta, un lugar bastante siniestro. A la gente de esta época no les iban las esfinges, ni siquiera los excitantes sarcófagos, como a los romanos. Los señores y damas lombardos eran encerrados en cajas de piedra lisa, todas ellas elegantemente grabadas con el nombre y rango de sus ocupantes.
Chiara puso los ojos en blanco un par de veces, pero los miembros de la nobleza lombarda se mantuvieron en su sitio. Cuando alcanzaron la parte trasera de la cripta, otra escalera les llevó aún más abajo. Se notaba la humedad. La humedad y el frío.
La lámpara del santuario esperaba en el aire frente a Chiara, a un metro y medio de altura.
—Ponla más baja —dijo ella—. Me estás cegando. Tengo que ver dónde pongo los pies.
—Malditas sean todas las mujeres —dijo el huésped de Hugo, pero la lámpara bajó unos cuantos centímetros.
Los escalones eran muy estrechos y parecían tallados en la elevada roca que sostenía la catedral. Chiara los sorteó con sumo cuidado, ayudada por el hecho de que las cosas se iluminaban más conforme más se acercaba al fondo.
La compuerta no era muy grande, así que el agua no llenó la cámara rápidamente. El río corrió a través de la celda por derecho propio en vez de quedarse en ella; la otra reja estaba conectada a un pasaje que devolvía el agua al lugar de donde provenía. Pero Maeniel vio enseguida la naturaleza de la trampa. Como el agujero principal que sellaba la celda por arriba estaba abierto, la burbujeante agua subía por momentos y le llevaría hasta allí y, cuando el agua alcanzara la parte superior, entraría en una pequeña fuente, un tubo que conducía hasta el sótano de más arriba y subiría casi, pero no del todo hasta el nivel del suelo. El agua subiría y saldría de la celda, pero él no, porque la salida estaba cubierta por una reja de hierro. El agua pasaría por la reja y él quedaría atrapado debajo. Y se ahogaría.
Todavía le quedaban unos segundos, a caballo sobre la ola del agua que subía, hasta que alcanzara la reja. Unos pocos segundos para contemplar su destino y preguntarse de camino quién construiría esta sádica trampa. Permitía que un observador mirara desde arriba la lucha de los individuos de más abajo, mirar cómo se ahogaban. Estaba calculando bastante fríamente que no llevaría mucho, cuando se encontró mirando la cara de una chica que le clavaba la vista desde arriba.
Estaba de rodillas cerca de la abertura de la cisterna. Se detuvo un segundo, intentando encontrar la forma de abrir la reja, pero rápidamente se dio cuenta de que no era posible. Estaba bien asegurada; la barra que la abría se extendía a lo largo de la fuente y estaba sujeta al suelo con un fuerte candado y una cadena. Tiró de ella enérgicamente.
—No —le gritó el huésped de Hugo. Ella volvió a la fuerza la cabeza hacia la derecha.
La compuerta que abría y cerraba la tubería que permitía al río llenar la cisterna se levantaba con un simple sistema de palanca. Si se bajaba, se subía la tapa de hierro que cerraba la tubería. Si se subía, la pesada tapa volvía a caer por su propio peso y sellaba la tubería.
Una solución simple y elegante, la tubería de llenado estaba arriba y la de desagüe abajo.
Levanta la tapa de hierro y el río entrará. Hacían falta dos hombres para hacerlo. Sube la palanca desde la posición inferior, la tapa de hierro vuelve a su sitio y la cámara se vacía. No tan rápido como se llenaba, pero se vaciaba. Y aunque hacían falta dos hombres para levantar la palanca, hasta un niño podía bajarla.
Quienquiera que fuese este hombre, Chiara no quería que tuviera un fin tan horrible. Empezó a ponerse de pie. El huésped de Hugo la volvió a sentar.
—No —le dijo a ella. Después se dirigió a Maeniel—. ¿Puedes oírme?
—Sí —respondió él. Estaba flotando sobre el agua que ya llegaba cerca de la reja. Alargó las manos y agarró los barrotes con los dedos. Estaba mirando a Chiara.
—Quiero —dijo el huésped de Hugo— poder absoluto sobre tu cuerpo, incluyendo el cambio de hombre a lobo. Quiero poseerte igual que a Hugo.
—Le dejaste engañarme.
—Lo hice. Lo hice —bramó el huésped—. Pero no pensaba que te matarían tan rápido. Ahora dame lo que quiero y te sacaré… te dejaré vivir.
—Como tu esclavo…
—No. No, seremos compañeros. Destruiremos a estos monos, estas criaturas dementes y crueles, y el mundo volverá a ser lo qué era… un mundo en paz. Cada uno con los de su clase. Y mi gente volverá y me honrará de nuevo.
—No —dijo Maeniel.
—¿No? —el huésped de Hugo parecía incrédulo—. ¿No? —repitió—. Te ahogarás.
—Entonces, me ahogaré —dijo Maeniel—. Preferiría ahogarme que dejar que alguien controlara mi vida. La vida de un esclavo no es vida alguna para mí.
—Muere —gritó el huésped de Hugo—. Muere con tu tozuda estupidez. Muere como el imbécil que eres, lobo.
Pero no le estaba prestando atención a Chiara. La chica se había zafado de la presión que le sujetaba el hombro. El huésped de Hugo gritó, un rugido de rabia y terrible furia de oso, pero ella ya estaba en la pared. La palanca estaba asegurada en la posición descendente mediante un perno de hierro colocado en un agujero sobre el hueco. De un solo movimiento, sacó el perno y lo lanzó lo más lejos posible.
La palanca colgaba, temblando, mientras las veloces aguas golpeaban el pesado tapón de metal. Durante unos instantes pareció que la tapa no caería.
Pero entonces lo hizo, levantando de un golpe la palanca. Maeniel se encontraba aporreando la reja cuando Chiara comenzó a gritar.
Cuanto más se acercaba Regeane a la ciudad, más asentamientos encontraba en las proximidades de la ribera. Parecía que las tierras de cultivo invadían cada vez más el bosque y los pantanos que rodeaban el arroyo. Se encontró viajando de día, mientras escuchaba a su hermana de luz de luna. Sé precavida, no te dejes ver ni oír innecesariamente. Así que avanzaba en silencio, abriéndose camino entre los sauces y los robles de agua, cerca de la orilla. Evitaba el terreno blando sobre el que pudiera dejar huellas de pies… o de patas, según el caso. Iba con tanto cuidado que las aves acuáticas que comían cerca de las riberas chapoteaban tranquilamente en las zonas menos profundas. Una vez, animada por la mujer, se paró para admirar a una mamá pato con una bandada de patitos que nadaban cerca de un tronco junto a la orilla. Cuando la vieron, el grito de alarma de la madre paralizó a los bebés, lo que los hizo casi invisibles entre las cañas. Regeane siguió adelante. Sabía que en ninguna de sus dos formas sería bienvenida, pero sí que sintió que la temían menos como loba de lo que la hubiesen temido como humana. Sabemos demasiados trucos, pensó.
Tenía el viento de espaldas, algo que sabía que Maeniel nunca le permitiría, así que no sintió lo que tenía delante hasta que tropezó con ello. La chica estaba tirada en la orilla del río. Estaba desnuda, con medio cuerpo metido en el agua. Las moscas ya habían empezado a trabajar.
La loba quiso salir corriendo. Cuando Regeane le preguntó a su compañera oscura, la loba respondió siguiendo sus principios generales o, al menos, le dio lo más parecido a una respuesta que una criatura sin palabras puede articular: ¡Salgamos de aquí!
—No —respondió la mujer.
Comenzó a rastrear la ribera.
La familia estaba un poco más allá, dos hombres y un niño, cerca de un bote de fondo plano encallado en el bajío. Estaban todos muertos; salvo por cuchillos y duelas, parecían desarmados.
La muerte tiene su propio hedor. Regeane lo sabía; el hedor ya contaminaba el cálido aire primaveral. Sangre, heces, orina, los olores miasmáticos de los asesinos y los asesinados. Miedo, ira, sexo, los olores del semen derramado y la sangre espesa y coagulada. La loba no necesitaba que la instruyeran acerca de los motivos de los culpables.
Un poco más allá, siguiendo el curso del río, encontró a la segunda mujer, mayor que la chica, pero todavía atractiva. A la chica le habían cortado el cuello, la tierra estaba empapada de sangre cerca de su cabeza. La otra debía haber sido su madre. Había sido sorprendida mientras lavaba la ropa en una zona de rocas poco profunda. Las dagas que habían clavado su cuerpo todavía con vida a la orilla mientras era usada habían desaparecido y el agua cristalina había lavado su sangre. Yacía junto a la orilla, justo debajo del agua, con la cara tranquila, los ojos cerrados y no menos de cinco puñaladas en el pecho.
Cerca de donde yacía la mujer, la loba de plata vio un camino. La familia debía dedicarse a guardar el vado, llevando a los viajeros de una a otra orilla cuando el agua estaba profunda. ¿Soldados? Sí, distinguía hierro entre la mezcla de olores presente en la ribera. Los soldados debían haber venido para cruzar.
Trotó de vuelta y registró cada cadáver. Sí, cinco de ellos. Cinco firmas de hombres no muertos. Olores identificables; huellas de zapatos —los campesinos estaban descalzos— y aquí y allí un jirón de ropa, una hebra enganchada en los rosales silvestres recién florecidos al borde del bosque. Se fueron por el mismo camino que ella seguía, hacia Pavía.
La loba se sentó a pensar.
Necesitaba ropa, pero no quería conseguirla así. De todos modos, un vestido era un vestido y las dos mujeres que había visto no los echarían de menos. La mujer había terminado la colada y estaba secándose sobre los arbustos, cerca del cuerpo. Regeane encontró camisa, falda y blusa, e improvisó ropa interior con un pedazo de camisa vieja que parecía haber sido usada como camisón.
Usó el resto de las prendas para cubrir los cadáveres. Sacó los cuerpos de las dos mujeres del agua y trató de colocarlos decentemente pero, dado que el rigor mortis empezaba a asentarse, no había mucho que pudiera hacer. Finalmente optó por cubrirlos todos, incluyendo a los hombres.
Encontró la casa de la que venían en un terreno más elevado con vistas al vado. Estaba vacía. Miró dentro sólo lo bastante como para asegurarse de que no hubiese niños escondidos cerca y después siguió andando hacia Pavía.
Se había trenzado el pelo y lo cubría con un velo. Sabía que los asesinos habían tomado el mismo camino y le asustaba encontrarse con ellos, pero no lo hizo. Iban a caballo y debían tener prisa por llegar a la ciudad, porque una vez terminada su atroz labor en el vado, habían espoleado sus caballos para salir al galope y hacía tiempo que se habían ido.
Mercenarios. Sí. La mujer sonrió con tristeza. Desiderio debía estar contratándolos.
El sol le calentaba la espalda, pero no fue una caminata larga. Cuando llegó a lo alto de la colina, vio que la ciudad coronaba la siguiente subida. Estaba anidada en la siguiente curva del río, rodeada de huertos, cultivos, viñedos, y olivares verde grisáceo, todos disfrutando de la brillante y primaveral luz del sol.
Cruzó un puente peatonal sobre un riachuelo que desembocaba en el río. Había gente por todas partes, mujeres en sus patios, barriendo, desenvainando guisantes, incluso amasando pan en pilas junto a sus puertas. Los hombres estaban ocupados cultivando campos y jardines y entre las viñas. Su paso no causó ningún comentario, pero sí que recibió algunas largas miradas. Las mujeres solas eran poco corrientes, pero su velo, la trenza de pelo y el largo vestido la proclamaban como una chica respetable con algún recado privado.
Regeane conocía las reglas: mantenía la vista baja y evitaba todas las miradas masculinas que se fijaban en ella, pretendiendo, como era debido, que no existían. El camino se fue convirtiendo rápidamente en una calle. Casas de madera, zarzos y barro se amontonaban a ambos lados. Éstas no estaban tan abiertas como las que había visto en el campo: todas tenían pesadas puertas de madera y pocas ventanas daban a la calle. Pero incluso así pudo ver un par de cortinas que se agitaban a su paso. Justo delante surgieron las grises piedras de una puerta romana.
Se dio prisa, incómoda por las moradas casi sórdidas que la rodeaban. Empezaba a echar de menos el río y el bosque, la naturaleza que dejaba atrás. Entraba ahora en otro tipo de selva, una mucho más peligrosa.
Vio a cinco hombres de pie enfrente de una taberna justo en el exterior de las puertas. La loba los reconoció antes que la mujer y la mujer sintió cómo se le erizaba el vello de la nuca. Éstos eran los hombres. Un soldado musculoso tenía arañazos en la cara. Las mujeres debían haber opuesto resistencia. Dos más; sin nada característico, pelo color arena, pero sus ojos le daban escalofríos, estaban vacíos y muertos. Uno tenía una venda nueva y manchada de sangre en la mano. Y dos no eran mucho más que niños, pero sus caras decían que dejaron la niñez atrás hacía largo tiempo.
La estudiaron con calculado interés conforme se acercaba a la puerta. Pensaba que no intentarían nada. Había demasiada gente alrededor. El dueño de la taberna estaba en su entrada, con una taza de barro en la mano. Ya era tarde. El sol estaba ya alto, pero el revoltijo de casas alcanzaba tanta altura, dos o tres pisos, que las calles estaban en la sombra.
Regeane pasó junto a ellos, respiró aliviada y cruzó las puertas. Dos hojas reforzadas con hierro permanecían abiertas. No había guardias ni ningún otro signo de presencia oficial. Las casas en la empinada calle del interior eran aun más altas que las del exterior y estaban todavía más volcadas hacia el interior, como en Roma. Sólo puertas atrancadas y altos muros de piedra daban a la calle.
Regeane tuvo que subir casi trepando; la calle se inclinaba. De vez en cuando veía a mujeres que la miraban a ella desde los balcones del segundo piso, pero cuando las miraba directamente o se paraba para saludar, volvían a desaparecer rápidamente en sus viviendas.
Regeane siguió andando, sintiéndose cada vez más insegura. Había pensado mucho en llegar hasta Pavía, pero no en lo que haría una vez dentro. No conocía a nadie en la ciudad. No tenía dinero. Un lobo tenía que viajar forzosamente ligero. Había esperado encontrar una fuente. Las mujeres tendían a congregarse cuando recogían agua. Podría preguntar por el rey y por los prisioneros que habían llevado a la ciudad y dónde los encerraban. Pero, por el contrario que en Roma, con sus incontables piazzas y fuentes, esta ciudad no parecía tener espacios públicos. A no ser que contara la taberna por la que había pasado y no se atrevía, como mujer sola, a acercarse por allí. Y sí, mientras avanzaba deprisa, la loba le dijo que oía pisadas tras ella.
¿Los cinco de la taberna?
El viento soplaba desde la parte baja de la calle. Sí, eran muy característicos. La mente del lobo podía clasificar los diferentes datos sensoriales de la misma forma en que la mano humana clasifica las monedas. Dos estaban juntos, los dos más jóvenes iban por delante del resto. Sí, tenían más energía. Eran los más serenos. Los otros tres estaban medio borrachos.
Regeane se levantó las faldas y comenzó a correr. Ellos continuaron al mismo ritmo. Estaba descalza. Cuando llegó a lo alto de la colina, se dio cuenta de por qué no tenían prisa. La calle terminaba en una pequeña plaza. Estaba rodeada de casas que daban con sus paredes vacías a la calle y una pequeña iglesia de las que visitan los pobres, con un porche de pilares sencillo y tejado bajo. En una pared junto al porche había una fuente, un tubo encajado en la pared que se vaciaba sobre una palangana de piedra.
Remingus estaba junto a ella. Ya no era el cadáver reclamado de la cruz donde le dejaron los cartaginenses. No, parecía un hombre. Mientras le miraba, se quitó el anticuado casco de legionario. Llevaba un capuchón de piel debajo. Se lo quitó también y se pasó los dedos por el cabello, empapado en sudor. Le recordaba un poco a Maeniel, fornido con húmedos rizos oscuros.
—A mediodía —dijo ella—, bajo el sol. —Sí, era un ser de poder asombroso.
—Se nos permite hacer estas cosas —dijo él.
—¿Quién lo permite?
Remingus se rió.
—Ya vienen —señaló hacia la oscura calle. La luz del sol inundaba la plaza.
—Lo sé —dijo Regeane—. Tendré que matarlos.
Remingus enjuagó su casco en la fuente, lo llenó de agua y le dio a Regeane de beber. Ella lo hizo. No se había dado cuenta de que tuviera tanta sed.
Él le indicó un estrecho pasaje cerca de la iglesia. Ella no lo había visto porque estaba casi perdido entre las sombras.
—¿Adónde da? —preguntó.
—A un pequeño jardín en la parte de atrás de la iglesia. Es tranquilo. Nadie puede verte. Los muros de las casas que lo rodean no tienen ventanas ni puertas en ese lado.
Regeane volvió a beber y asintió.