10

l sajón no oyó nada, no vio nada, pero en un momento no había nadie y al siguiente sí lo había. Estaba moviendo su fuego medio consumido con un palo mientras se preguntaba si debería molestarse en añadir más combustible, ya que estaba a punto de enrollarse en la piel de oso para irse a dormir, cuando sintió unos ojos sobre él, miró hacia arriba y vio a la loba negra. Estaba sentada sobre sus patas traseras y le observaba desde el otro lado del fuego.

—¿Matrona?

Un segundo después se convertía en mujer, con su voluptuosa carne iluminada por los cambiantes diseños del fuego. Él apartó la mirada y se quitó el manto.

Matrona se rió.

—Vosotros humanos os preocupáis demasiado por un poquito de piel. ¿Por qué no le echas una buena mirada? ¿Qué pasa? ¿Te resulto repulsiva?

—¡No! —respondió él de inmediato—. Todo lo contrario, pero no me dejaría avergonzar o dejar que mi virilidad se muestre sin ningún propósito.

Matrona soltó una carcajada ronca.

—¿Cómo sabes que no servirá a ningún propósito?

Esta vez se ruborizó.

—No me gustaría que me pillasen con la querida del rey.

La mujer —la loba negra— llevaba un collar, un magnífico dragón de cloisonné con escamas de rubí, ámbar, topacio y zafiro. Soltó otra risotada gutural. Ahora se envolvía en su mejor manto de lana bordada, así que podía mirarla. Ella rodeó el fuego y acarició su ya hirsuta mejilla con una mano de largos dedos.

—Escucha, hermoso bruto (y realmente eres hermoso), no soy la querida de ningún hombre y tampoco soy la posesión de nadie, ni siquiera de un rey. Hago lo que quiero y cuando quiero. Siempre lo he hecho y siempre lo haré. Sí, me acosté con Carlos; el señor Maeniel me lo pidió. El rey disfrutó de la experiencia y así yo obtuve su favor. Y me abrió su mente. Por eso estoy aquí. ¿Dónde están? Carlos ya está en marcha a través de las montañas, pero le confió al señor Maeniel una tarea importante. Si ha fallado, yo debo sustituirle y, si yo fallo, tú debes terminarla.

—¿Cuál es?

Matrona cogió un palo y dibujó un rudimentario mapa.

—Carlos viene por aquí —dijo, mientras hacía una línea indicando un paso a través de las montañas—. Su tío Bernard sigue otra ruta. ¡Aquí!

—¿Ha dividido a sus fuerzas?

—Sí, pero también lo hizo Desiderio. Una mitad tiene su base en Ivrea y la otra en Susa. Si Carlos ataca cualquiera de los dos lugares, sabe que Desiderio llamará a sus fuerzas del otro. Dime el resultado. Tú has mandado hombres. Podrás ver el plan de Carlos.

—Lo veo —respondió el sajón—. Cuando llegue el ataque, Desiderio creerá que se trata del grueso de las fuerzas de Carlos. Por ejemplo, si Carlos ataca Susa (porque, si yo fuera Carlos, ahí es donde iría) Desiderio sacará de Ivrea a sus mejores guerreros. Entonces el tío de Carlos, dirigiendo a las fuerzas de Ivrea, podrá atacar a la debilitada guarnición, abrirse paso y atacar Susa por el flanco. Atacadas por delante y por detrás, las fuerzas de Desiderio huirán hacia Pavía. No se atreverá a perder a su ejército ante Carlos, pero alimentará la esperanza de resistir un asedio.

Matrona asintió.

—Pero —dijo ella— no hay mapas del terreno entre Ivrea y Susa. Cuando el tío de Carlos llegue hasta la guarnición, las fuerzas de Ivrea deben cabalgar rápidamente hasta Susa. Se trata de una zona de bosques, silvestre, sin caminos ni senderos definidos. El lobo tenía que encontrar la ruta más rápida desde Ivrea hasta un punto del flanco de Desiderio en Susa. Ahora, te lo pregunto, ¿dónde están? Ambos deberían haber regresado ya.

—No lo sé. Tuvieron una pelea.

Matrona suspiró hondo.

—Teme por ella.

—Sí. Pero ella le siguió, viajando de una forma que no puedo comprender.

—¿El Espejo de la Dama?

—Sí. Prometí esperarla. Como ves, aquí estoy.

—Sí —dijo Matrona—. Sé dónde es. Viajé hasta aquí con mi gente hace mucho tiempo, pero no me servirá para nada, al menos no antes de que amanezca. Ese lugar es peligroso a la luz de las estrellas.

El sajón desvió la mirada hacia el oscuro bosque. Su imaginación no dejaba de mostrarle una imagen de lo que había visto antes de que ella se envolviese con el manto. De repente, se dio cuenta de que no estaba en absoluto cansado. Pero sí que sentía la necesidad de alejarse de ella antes de quedar como un idiota.

—Te llevaré allí por la mañana —dijo—. El paisaje de por aquí ha cambiado con el tiempo y yo seguiré…

Matrona volvió a acariciarle la mejilla.

—¿No estás cansado de esperar? ¿Cuánto hace?

—¿Desde que llegué aquí?

—No —dijo Matrona mientras lo besaba.

Lucila estaba atrapada y lo sabía. Un segundo más tarde, el hijo de Ansgar cerró las puertas y se puso de espaldas a ellas.

—Quédate ahí, Ludolf —ordenó Ansgar—, hasta que averigüe lo que pasa aquí. ¿Lucila? —le preguntó a su esposa.

Ella volvió a estornudar.

—Oh, Dios, sí, es Lucila. La… amiga del papa Adriano. Maldita sea, Lucila, dime lo que estás haciendo aquí y no te quedes ahí intentando poner cara de no haber roto nunca un plato. Te conozco. Y no estarías aquí a no ser que tramaras algo.

—¿Lucila? —repitió Ansgar—. El nombre es bien conocido. Y no, no me digas lo que maquinas. No quiero saberlo. Stella —se dirigió a su esposa—, no más preguntas.

Stella parecía medio enferma, pero indignada.

—No importa… esposo, te digo que…

—No, ya me has dicho suficiente. No digas más. No quiero tener conocimiento de ningún complot. No quiero saber nada que me obligue a tomar medidas drásticas. Mi señora Dulcinia, ¿cómo has podido permitir ser usada para crear una situación tan embarazosa? Soy un hombre leal a Desiderio, el rey lombardo. Gobierno mis tierras por su designación, tal y como lo hizo mi padre antes que yo, y le debo buena fe y lealtad a mi señor. Ahora, Lucila —siguió con severidad—. ¿Os deben esos hombres, la escolta con la que venís, os deben lealtad?

Lucila se recompuso.

—No —dijo—. No, pertenecen al conde Rufus de Nepi. Por favor, por favor, Ansgar, que no haya derramamiento de sangre. Permíteme pagarles por sus servicios y dejarles ir en paz.

—Muy bien, pero sin trucos. Y no pasará nada entre vosotros que mi hijo no pueda oír o ver y tu amiga, Dulcinia, se quedará aquí como garantía de tu buen comportamiento mientras lleves a cabo este asunto. Hijo, acompáñala, alerta a tu tío, pero no hagas nada que alarme al pueblo.

Lucila se retiró del brazo de Ludolf.

—Dulcinia, cuéntame lo que está ocurriendo —dijo Stella severamente.

—No, Dulcinia, no lo hagas y, Stella, quédate callada.

Stella estornudó tres veces y se sonó la nariz con su pañuelo.

—Oh, Dios, me siento fatal y encima esto. Esposo, ella trama algo y deberías averiguar lo que…

—Shh, querida —dijo él mientras abrazaba a Stella—. Vuelve arriba. Hablaremos durante la cena. Estás enferma y necesitas descansar.

—Mi amor —dijo ella—, no me beses. Cogerás lo que yo tengo.

Él sacudió la cabeza.

—No, no lo creo. Cada primavera como un reloj, y a veces en otoño, te pasa lo mismo. Sólo Ludolf parece sufrirlo de vez en cuando como tú, aunque no tanto, gracias al cielo. Y, dado que es tu hijo, no creo que sea contagioso. Ahora haz como siempre, sé una esposa obediente y sensata. Ve a descansar y hablaremos más tarde en la cena.

Stella subió las escaleras, todavía murmurando para sí.

—Obediente y sensata, nada menos.

Ansgar podía resultar tan exasperante. La presencia de Lucila la había alarmado y su querido esposo no parecía tener ni la más remota idea de lo inquietante que era este giro de los acontecimientos. A decir verdad, pensó Stella, estoy asustada. En vez de irse a su habitación, se dirigió a la de su marido. Daba a la plaza.

Un grupo de criados estaba junto a la ventana cuando entró. Todos excepto su doncella, Avernia, se dispersaron. Avernia era un personaje privilegiado. Había estado con Stella desde que tomase su primer amante en Roma, a petición de Lucila. Stella se unió a ella en la ventana.

—¿Es ésa quien creo que es? —preguntó Avernia.

—Sí —dijo Stella.

—Por mi vida. Lucila. Ah, bueno, no tienes nada que temer. Él lo sabe todo sobre ti.

Stella le dirigió una mirada vacilante.

—La mujer que deje saber todo sobre ella a un hombre, es una idiota. Cuando le conocí le dije que era prácticamente virgen… que Aldric era mi primer amante.

Avernia puso los ojos en blanco.

—¡No! Nunca me lo contaste.

—Yo era la atracción estrella de un burdel y, embarazada o no, nunca se hubiera casado conmigo si no hubiese pensado que era una mujer agraviada.

—¿Qué vas a hacer? —Avernia parecía asustada.

Stella se lamió los labios.

—No lo sé, pero no puede quedarse aquí. Tarde o temprano se vengará por haberla descubierto ante mi marido y le contará todo sobre mis pequeñas aventuras en Roma.

—De todas formas, él no te repudiará —dijo Avernia—. Eres la madre de sus hijos. Seguro que no lo hará. No, sería imposible…

—Cierra la puerta —dijo Stella entre dientes—. ¿Qué pasa? ¿Quieres decírselo a toda la casa?

Avernia fue corriendo a cerrar la pesada puerta de roble y corrió un gran pestillo de hierro.

Stella se sentó en la cama, abriendo y cerrando los puños sobre el vestido de seda.

—Maldita Lucila —susurró—. Maldita puta intrigante. ¿Qué hace aquí? ¿Cómo se atreve a interferir en mi vida otra vez? ¿Cómo se atreve a meter a Ansgar en problemas?

Avernia se encogió de hombros.

—No creo que importe lo que esté haciendo aquí. El problema es cómo deshacerse de ella.

—Dios —susurró Stella—. Dios. Ansgar es lo mejor que me ha pasado nunca. ¿Por qué viene aquí a arruinarlo todo? La mataré si me hace parecer una vulgar ramera ante él.

—Bueno, eso es lo que eras.

El impacto de la bofetada resonó en la habitación. Avernia chilló tan fuerte que Stella estaba segura de que lo habrían escuchado en la calle. Avernia rompió a llorar y corrió hacia la puerta. Stella saltó de la cama y la cogió entre sus brazos.

—No, no, no lo hagas. No salgas de aquí haciendo una escena. Tienes tanto que perder como yo con todo esto. Debes quedarte aquí y ayudarme a pensar en una salida.

Avernia quería ponerse histérica, pero lo que Stella decía era tan cierto que procuró controlar de inmediato su cólera y su dolor. También ella tenía un marido, el herrero del pueblo. Le había dado cinco hijos y todos vivían y prosperaban en la nueva ciudad. Tampoco podía permitirse un escándalo sobre su pasado.

—De acuerdo, pero no abofetees a quienes sólo te están diciendo la verdad. Dedica tus esfuerzos a resolver esto. Perder la calma conmigo no nos ayudará.

—Sí, sí. Calla y déjame pensar. —Stella comenzó a pasear arriba y abajo. Su segundo recorrido por la habitación la llevó hasta la ventana. Miró a Lucila, que estaba en la calle. Se detuvo, después caminó a paso ligero hasta el escritorio de su marido, situado en la pared opuesta a la cama, se sentó, encontró una tablilla de cera y comenzó a escribir trabajosamente.

—¿Qué haces?

—No creo que Lucila quiera interferir en mi vida si le doy unos cuantos problemas de los que preocuparse.

—¿Cómo lo harás?

Stella no respondió, sino que preguntó a su vez.

—¿Todavía van a ir tus hijos a Florencia para comprar virutas de hierro?

—Sí.

—Entonces podrán llevar una carta.

—Lo harán si se lo pido.

—Será mejor que lo hagas. Y no le digas ni una palabra a Ansgar, ¿me oyes? Ni una palabra.

—No…

—Yo sí —Stella levantó la vista de la mesa—. Procura mantener la boca cerrada. Hazlo por el bien de las dos. O ese grande, fuerte y malhumorado esposo tuyo averiguará cómo te ganaste tu dote.

Avernia tragó saliva.

—No —dijo mientras se persignaba—. Me quedaré callada como una tumba y mis hijos también. Lo juro.

En algún momento anterior al alba, el sajón le preguntó a Matrona:

—¿Cómo supiste que no era un campesino?

Ella se rió.

—¿Qué campesino sabe limpiar el óxido de una cota de malla, escoger un buen caballo de guerra y entrenarlo para la batalla, afilar una espada de forma tan experta que afeitaría las cerdas de un jabalí manteniendo la hoja pulida como un espejo? En lo que respecta a la espada, te observé con el arma que cogiste en ese horrendo lugar en el que Regeane y tú intentasteis refugiaros. Esa cosa parecía un atizador para la chimenea y, de hecho, creo que probablemente alguien lo usaría a tal efecto, pero en una semana la tenías limpia, afilada y brillante como la luz de la luna.

El sajón estuvo de acuerdo.

—Aunque maltratada, era una buena arma. Tuve que sacrificar algo de acero para eliminar la corrosión y el óxido de la hoja, pero como la habían tallado con mucha precisión no resultó dañada en el proceso. Siempre que se afila se pierde algo de acero en la hoja; un buen herrero siempre lo tiene en cuenta.

—Así habla un verdadero granjero —dijo Matrona—. Siempre se preocupan mucho por sus juguetes con filos.

—En mi país, a veces lo hacen —contestó el sajón—. No puedo lamentar ser tomado por un hijo del campo.

—¡Sí! ¿Es por eso que dejaste que te usaran como mula de carga cuando te vendieron al otro lado de las montañas?

—¿Cómo lo has sabido?

Debía haberse ruborizado; Matrona sintió el calor en su piel.

—Tu cuerpo lleva las marcas de los arreos y del látigo —dijo ella—. ¿Por qué no dejaste que tu familia pagara un rescate?

Él permaneció en silencio.

—¿Por qué? —volvió a preguntar Matrona.

—¿Estoy yo compartiendo tu cama o tú la mía?

—Estamos en el bosque, no hay camas —respondió Matrona.

Él se tomó un momento para absorber la información.

—No hay promesas entre nosotros.

—Ninguna. Placer mutuo, eso es todo.

—Era demasiado orgulloso. Mi señora madre estaba muerta. No quería que los hombres me señalaran y dijeran «ahí va un hombre con un precio» y después escuchar las risas de las mujeres. Preferiría hacer el trabajo de una mula.

Matrona suspiró.

—Hombres, las cosas que hacen en nombre del honor.

—Creo que no puedes imaginarlo. Confieso que muchas noches lloraba tumbado en el miserable establo en el que nos encadenaban, deseando desesperadamente estar en casa, con mis caballos, halcones y sabuesos. Me hubieran matado de alguna forma lenta si me hubieran vuelto a capturar. Maté a dos hombres cuando escapé, pero prefiero la muerte a una esclavitud perpetua, a un exilio perpetuo.

—Sí —respondió Matrona.

—¿También tú?

—Sí. Hace tiempo, una o dos veces, tomé esa decisión, pero me estoy quedando dormida.

Él respondió abrazándola con más fuerza. No sabía si era él el que se aferraba a ella o ella a él, pero tras tanto tiempo solo, sentir el cuerpo de una mujer resultaba reconfortante.

Se lo debía todo a Regeane y a su gente. Soñó con ellos, con los lobos de la niebla. Elegantes, seguros de sí mismos, moviéndose como fantasmas a través de los árboles al caer la noche. En el cielo, el sol se deslizaba entre las sombras mientras las nubes bajaban desde las montañas. Él descendía hacia su campamento. Además, cargaba sobre el hombro el cuerpo destripado de un ciervo. Se preguntaba si le atacarían, si intentarían quitarle el ciervo. Pero no lo hicieron.

Uno a uno, aparecieron, tan semejantes a los retales de nieve sobre la tierra del bosque (blanco grisáceo con ojos brillantes) que no fue consciente de su presencia hasta que el movimiento les descubrió. Les saludó y les vio pasar, su enorme líder y su compañera al final del grupo. Y sabía, sin saber cómo, que le habían estado observando, capaces de atacar y matarle fácilmente si hubiese hecho algún movimiento contra el resto, pero que respetaban el poder interior que veían en él, como él en ellos. Así que tenían una tregua, de un depredador peligroso a otro.

Y cuando se encontró en la situación más comprometida de su vida, ellos acudieron para ofrecerle protección y consuelo, le proporcionaron cobijo y le liberaron.

Cuando Matrona se despertó, el sol proyectaba rayos de luz entre los pinos. Él ya estaba en pie; olía a pan recién hecho. Se levantó y apartó las mantas. Él apartó la vista y le ofreció su manto. Matrona se rió.

—¿Qué? ¿Todavía no estás curado?

—Mirarte hace que desee comenzar de nuevo.

—Asegúrate de que tu esposa sea una mujer ardiente, de lo contrario siento lástima por ella. No hay nada mejor o peor que ser constantemente perseguida por la casa por un marido jadeante.

—¿Mejor o peor? —No obtuvo respuesta y, cuando se volvió, ella ya no estaba.

El dragón de oro yacía entre los pliegues de su manto sobre la tierra del bosque.

La loba virgen es la más rápida, la más peligrosa. El viento y la lluvia que éste llevaba azotaban la cara de Regeane, pero la lluvia no le molestaba. El lobo es un animal estupendo para el mal tiempo y el viento le decía en qué dirección huían los asesinos entre las calles estrechas y retorcidas de la ciudad. El diseño en forma de cuadrícula de los romanos había sido rechazado hacía tiempo en favor de la abundancia medieval de caminos entremezclados que llevaban a plazas en miniatura.

La persecución se veía entorpecía por el hecho de que, en su terror, los fugitivos ignoraban los muros, vallas e incluso viviendas que les bloqueaban el camino hacia la libertad. Conducidos por el guerrero con la cara arañada, derribaron de una patada la puerta de una casa, salieron a un jardín amurallado y estaban saltando el muro, que estaba cubierto de picas, cuando Regeane, pisándoles los talones, salió de la casa. Tenía dos segundos para decidir si les seguía. Dado que no había tenido ocasión de comprobar lo alto que podía saltar como loba, le agradó comprobar que podía superar los dos metros; pero una de las picas le rozó el estómago, produciendo un escalofrío de miedo que le recorrió el cuerpo. En cuanto aterrizó en el suelo de piedra del otro lado, comprendió por qué habían emprendido una maniobra tan peligrosa incluso para un humano. La consternación en sus caras resultaba casi cómica. Casi. Podía haber quedado empalada y muerta en una de esas picas.

El líder cogió una piedra; lanzada por el brazo de un hombre resultaba casi tan peligrosa como una flecha de ballesta. Ella saltó, girándose hacia la izquierda con la sinuosa elegancia de una serpiente. Pero le dio en la parte izquierda del pecho, paralizando su pata delantera a la altura del hombro. Dejó escapar un grito de agonía, medio aullido, medio grito, mientras caía sobre el suelo de piedra. Pero sus patas ya estaban en movimiento y sus zarpas se agarraron a las grietas de los adoquines. El dolor —y entonces se dio cuenta de que la única herida era el dolor intenso que sentía— cedió y consiguió mantenerse en pie.

El de la cara arañada estaba prácticamente encima de ella. Garganta: demasiado cerca. Entrepierna: era un soldado, demasiado probable que llevara protección. La sensible cara interior del muslo: perfecto… ahora le tocaba gritar a él. Pero tenía una roca más grande. Le raspó un lado de la cara y estuvo a punto de amputarle una oreja. Se vio obligada a saltar y él logró ponerse en pie y alejarse, pero ahora dejaba tras de sí un rastro de sangre.

Para un lobo, bien podía ser un rastro de brea ardiente. Dejó escapar un grito, en lenguaje lupino. La presa está aquí al lado, y escuchó y olió más que ver a Maeniel y el resto al final de la calle. La cadena hacía un ruido temible al chocar contra las piedras. Después volvió a su persecución.

La calle se hizo bastante más empinada hasta convertirse en unas escaleras. Cuando salió de la curva, vio que el que había marcado se retorcía en un charco de sangre. Sabía que debía haber acertado en la gran arteria del muslo. Casi le compadeció, pero entonces recordó los ojos de Itta mirándola a través del agua cristalina, abiertos y vacíos en muerte, y supo que él debió ser el que empujó a la mujer bajo el agua y le atravesó las costillas con su cuchillo, sujetándola en el cenagoso fondo del bajío hasta que se ahogó.

Su compasión se evaporó. Saltó por encima de su cuerpo y continuó tras el resto. Gracias a su olfato, supo que Maeniel, Robert y sus amigos estaban detrás de ella. Esa maldita cadena, que estruendo tan espantoso. ¿Qué iban a hacer con esa maldita cadena?

La calle era ya una rampa curvada hacia fuera que miraba sobre la ciudad. La lanza parecía no tener prisa mientras volaba hacia ella. Durante un instante Regeane frenó y todos sus músculos se tensaron. Pensaba que podía estar dirigida a ella, pero no lo estaba, y pudo verlo claramente una vez que la sobrepasó.

Un tiro precioso. Precioso. Ella y Maeniel cazaban juntos a la manera de los humanos y sabía cómo debía manejarse una lanza. De los cuatro criminales que quedaban, los dos mayores empezaban a flaquear. Los jóvenes les sacaban ventaja.

La lanza, en el punto más elevado de su arco, se detuvo y cayó, alcanzando al más lento de los fugitivos en el punto de unión entre los hombros y el cuello y atravesando la columna vertebral. El hombre cayó, muerto sin remedio incluso antes de golpear el suelo. Quedaban tres. Los lobos matan, los gatos matan, pero lo hacen de formas distintas. El lobo cae sobre su víctima y la reduce en el suelo. El gato es ágil, el mordisco es un golpe mortal que acaba con su víctima instantáneamente. Pero para la bestia de carne mutable y luz de luna tangible, ambas formas eran posibles.

Muerte de lobo, pensó Regeane y apresuró la marcha. Mortal, casi tan rápida como un guepardo, más rápida que la mayoría de las bestias con piernas, se acercaba, acortando la distancia entre ella y el otro rezagado. Había matado al chico y había disfrutado con ello. El hijo era, con su constitución debilucha, sólo un niño prácticamente indefenso, una presa fácil.

La ancha y empinada calle se torcía sobre el pueblo de más abajo; solamente un muro de protección no muy alto separaba la calle de una caída sobre el batiburrillo de techos de tejas. Detrás, al mejor ritmo del que era capaz, Maeniel sintió cómo el corazón se le subía a la garganta. Se dio la vuelta, dispuesto a encargarse de cualquiera de los amigos de Robert que dejara escapar otra lanza, pero ninguno de ellos parecía muy dispuesto a intentarlo. Ellos, tanto como el lobo, olían la sangre y estaban listos para enfrentarse mano a mano con los supervivientes.

Más adelante, Regeane se aproximaba a su presa elegida. Él la vio por el rabillo del ojo. Corría por el lado exterior de la calle, en el que el carril de seguridad le llegaba a media pierna. Se desvío bruscamente hacia él y se golpeó la rodilla dolorosamente contra el freno de piedra, pero podría haberse salvado si el hombro y las mandíbulas de Regeane no le hubieran empujado por la izquierda. Perdió el equilibrio y cayó. El grito fue terrible, escalofriante, pero breve. Se dio de cabeza contra un tejado de terracota. Le rompió el cuello y le aplastó el cráneo.

Regeane se frenó un poco para el esfuerzo final. La calle había llegado hasta la cumbre de la colina y los dos que quedaban delante contaban con ser más rápidos en la bajada que los lobos, Robert y sus amigos. La lluvia había disminuido, pero la loba le advirtió a Regeane que la tormenta aún no había terminado, ya que oscurecía por momentos. La luz se iba y un crepúsculo verdoso de pesadilla acechaba a la ciudad. Unos relámpagos brillaron en el cielo y cayeron cerca de allí; la casi simultánea explosión del trueno llenó a la loba de terror. Casi se escapa al control de la mujer. Redujo la marcha drásticamente. Se le puso el vello de punta mientras la electricidad estática bailaba como fuego sobre su pellejo, pero la mujer dirigía a la loba. Inexorablemente, se sacudió el miedo y su vista, deslumbrada por el destello, se aclaró. Pero cuando fue capaz de ver de nuevo, se dio cuenta de que los dos fugitivos restantes habían desaparecido.

En la plaza, Chiara observó con los ojos abiertos de par en par cómo la turba iniciaba la persecución.

—Te lo advertí, maldita sea, te lo advertí —rugió el huésped de Hugo.

Durante unos instantes Chiara no respondió, después dijo:

—Al menos, gracias a Dios, se han ido.

—No te molestes en agradecérselo a Dios. Agradéceselo al obispo. Si no hubiese hablado cuando lo hizo…

—Podríamos estar todos colgando de las vigas. La muchedumbre estaba deseando colgar a alguien y puede que hubiesen aceptado sustitutos.

El obispo se estaba levantando.

—No —le dijo a Chiara—. No se han ido todos.

Las armas de la guardia de Desiderio habían tenido algún efecto. Había cinco montones empapados y sangrantes abandonados sobre los adoquines. Al menos tres de ellos todavía se movían. Aunque el cielo se estaba poniendo más oscuro, la lluvia disminuía; el obispo se quitó la capa y la toga doradas. Llevaba una túnica de lino gastada y pantalones. Saltó algo torpemente desde el porche y comenzó su ronda entre los heridos. Mientras absolvía de la mejor forma posible los pecados de los vivos y de los muertos, empezó a dar órdenes.

—Vosotros, los hombres, id a por camillas. Hay algunas en la iglesia. Los heridos deben ser trasladados a un lugar más seguro. Y recoged a los muertos… —Los cadáveres seguían en el lugar donde habían sido colocados para la inspección del rey—. Ponedlos en el porche, protegidos de la lluvia hasta que puedan recibir un entierro cristiano.

Gimp, siguiendo las instrucciones del huésped de Hugo, y un par de hombres más ayudaron a mover los cuerpos, mientras que otro grupo, compuesto en parte por mujeres, corrió hacia la iglesia.

Armine continuaba sosteniendo a una todavía temblorosa Chiara.

—Niña —dijo—. En este día has visto cosas capaces de perturbar las almas de hombres adultos. De hecho, yo no lo olvidaré.

El obispo regresó al porche del palacio. Armine le echó una mano para subir. Tenía la ropa empapada, el escaso cabello pegado al cráneo, pero parecía extrañamente más joven que cuando llevaba el peso de la capa y la toga ceremoniales.

—A dos de ellos ya no es posible ayudarlos. A otro, no lo sé. Está muy malherido. Es probable que los otros dos sobrevivan si se les pone bajo techo y son atendidos inmediatamente.

Justo entonces llegaron dos hombres con una camilla. El obispo los dirigió en el traslado de los heridos a la iglesia. Chiara se liberó de los brazos de Armine y corrió al otro extremo del porche, donde ahora estaban los cadáveres. Los dos más jóvenes estaban juntos en un extremo de la fila; los habían puesto cerca de la puerta de palacio. Chiara miró a Mona y a su primo. La lluvia y los dolientes habían lavado la herida que hendía la cabeza del chico. Estaba en carne viva, un corte rojo en su lívido cuero cabelludo y parte de la cara. Habían cosido el cuello cortado de Mona, pero su mano mostraba el muñón del dedo que habían cortado para robarle el anillo.

—No son más que niños —susurró Chiara, alargando la mano para tocar la cara de Mona.

—Ella tenía catorce, él doce —le dijo el huésped de Hugo.

—¿Cómo lo sabes?

—Escuché cómo lo decían. Escucho muchas cosas. Ahora sal de aquí conmigo. Te lo advertí.

Chiara hizo rechinar los dientes.

—Cállate, so… so… so…

—¿Qué debo hacer ahora? —dijo el espíritu y después se rió—. ¿Enseñarte algunos buenos insultos?

—Ojalá tuvieras una cara para poder abofeteártela —dijo Chiara—. Y, por cierto, ¿qué quiso decir esa farsa que montaste en mi habitación anoche?

Antes de que pudiera responder, llegó Armine.

—Mi queridísima hija, ¿con quién hablas?

Chiara miró a su alrededor frenéticamente.

—Con Gimp —sugirió más o menos.

—No está aquí —dijo su padre con severidad.

—¿Con Hugo? —dijo esperanzada.

—Está inmerso en un total espasmo de terror, enganchado a la silla del obispo.

Más abajo, en el otro extremo del pórtico, el obispo intentaba arrancar a Hugo de su silla con poco éxito. La mayoría de los otros cruzaban la plaza camino de la catedral. La lluvia había disminuido, pero el cielo estaba negro como la noche.

—Vamos, el tiempo empeora. Vamos —dijo Armine en un tono que no dejaba lugar a la desobediencia. La cogió de la mano y comenzó a empujarla hacia el borde del pórtico.

—No —dijo el espíritu—. No lo hagas.

Chiara se soltó y le habló al aire vacío de una forma que asustó a Armine más de lo que lo había hecho la tormenta o la turba.

—No —repitió ella—. ¿Qué va a pasar?

—Cállate —dijo el huésped de Hugo—. Estoy escuchando. Uno.

Chiara miró a su alrededor con los ojos dilatados de miedo.

—Dos —dijo el huésped de Hugo—. Abajo, abajo, abajo —gritaba—. A la de… tres.

El rayo cayó. Todo el foro quedó iluminado por un brillo azul sobrenatural. La torre de la iglesia, la estructura más alta del foro, se derrumbó, las pesadas piedras caían y agujereaban como clavos el tejado de tejas de la catedral. El armazón de madera se deshizo y prendió fuego.

Chiara vio cómo el obispo salía despedido como si le hubiera empujado una mano gigante. Hugo miraba hacia arriba, con la boca abierta y, medio segundo después, Chiara se dio cuenta de que Hugo no podía ver nada. Sólo se le veía el blanco de los ojos. Seguidamente, se desplomó como una muñeca de trapo.

Armine se las arregló de algún modo para mantenerse en pie, aferrado firmemente a su hija. El obispo giró y giró hasta que él también acabo de algún modo en brazos de Armine. La explosión del trueno fue simplemente ensordecedora, el peor sonido que Armine hubiese escuchado nunca desde aquella vez en que escapó por los pelos de una avalancha en los Alpes algunos años atrás. De hecho, este sonido era incluso peor.

La lluvia empezó a caer con fuerza justo después del relámpago, cortinas y más cortinas de lluvia salvaje, cegadora, empujada por el viento. Lluvia tan cerrada que ahora resultaba imposible ver el otro lado de la plaza. Lluvia que extinguió el fuego del campanario. Armine era un hombre grande y fuerte. Rodeó con sus brazos a Chiara y al obispo y los protegió de la ráfaga hasta que tanto el viento como la lluvia amainaron lo bastante como para huir del porche del palacio y adentrarse en la medio derruida catedral. Era de construcción romana, piedra y hormigón, y, excepto por unos cuantos agujeros en el techo, seguía siendo acogedora, cálida y seca.

Un segundo después, Regeane alcanzó también la cima. Los dos hombres a los que había estado persiguiendo ya no estaban. Había esperado verlos en la cuesta de bajada que conducía a las puertas. La misma lluvia cegadora que había caído sobre la plaza golpeó a Regeane, retrasando de nuevo a la loba.

¿Adónde? ¿Adónde habían ido? A un lado de la plaza había un muro que aguantaba una villa de una colina aún más alta, pero a la derecha lo que había sido un precipicio se había convertido en una pendiente arbolada —empinada sin lugar a dudas, pero posible de escalar— que conducía a una ciénaga pantanosa que el río inundaba cada primavera.

Regeane redujo la marcha, el viento y la lluvia la azotaban, empapando su pelaje y enfriándole el cuerpo. Pero tenía la sangre alterada y anhelaba matar. Los antiguos sueños de las hembras en las manadas de lobos de antaño la reclamaban, apelaban a su corazón. Pequeña hermana, nueva hermana, naciste para esto. Cuando no existían los humanos, cuando nosotros gobernábamos y vagábamos por los lugares más duros y más difíciles, por glaciares, por desiertos de nieve y hielo, por llanuras donde la hierba muere bajo el ardiente calor y alimenta fuegos salvajes que oscurecen el cielo, por bosques, verdes bosques donde la lluvia nunca deja de caer, hubo una vez que gobernábamos y prosperábamos en todos estos lugares. Fuertes y sin miedo. Tú, la más peligrosa entre los mortales, conduce a tu presa hasta ti y derríbala.

Sí ¡Allí estaban! Avanzando cuesta abajo a través de la maleza. Malas hierbas, zarzamoras, cañas, rosas silvestres, abetos rojos, abedules y coscojas hacían que el camino fuera difícil. Pero si alcanzaban el río… Vio varios botes pequeños amarrados en la orilla; si conseguían hacerse con uno, podían escapar. Una vez río abajo podían perderse en las enormes marismas —sólo medio domesticadas, incluso en tiempos romanos— del valle del Po.

Ni siquiera los lobos podrían seguirles a través de los matorrales de juncos, espadañas, islas diseminadas y diminutas vías fluviales formadas por el río. Más allá esperaba la costa y los barcos que podían librarles para siempre de cualquier persecución posible.

No, pensó Regeane. No.

Saltó sobre el pequeño muro de piedra que separaba la calle de la cuesta. Y bajó, medio corriendo, medio deslizándose a través del lodo agitado por corrientes de agua dulce producidas por la abundante lluvia que caía sobre la pendiente. Medio se deslizó, medio corrió hasta que la colina se hizo menos empinada y pudo encontrar mayor sujeción en la hierba y los matorrales altos, retamas doradas punteadas por los tallos espinosos de las rosas silvestres.

El golpe la cogió por sorpresa. Uno de ellos se había dado la vuelta para romper una pesada rama de una coscoja. Ella se tambaleó y él le intentó dar en la cara, apuntando a los ojos. Enfurecida, ella se lanzó también a por los ojos del asesino, falló, y cayó hacia atrás mientras una de las afiladas ramas le atravesaba el hombro. Gritó de dolor, intentando levantarse, pero entonces sintió el impacto de algo que parecía ser el extremo útil de un ariete.

Maeniel, llegó con fuerza, velocidad e instinto asesino. Inmovilizó al hombre y le desgarró la garganta.

Robert le pisaba los talones a Maeniel. Le dedicó sólo un vistazo rápido al tembloroso cuerpo de su enemigo y acortó distancia con el último de los asesinos, el chico que había confesado en la plaza.

Acorralado, se dio la vuelta, de espaldas a un grueso y retorcido tronco de sauce. Robert estaba ya sobre él.

Los dos lobos se limitaron a mirar. Al mercenario le quedaba un último truco. Alzó los brazos y dijo «¡No!» como si se rindiera miserablemente. Después fue a por los ojos de Robert con dos dedos de una mano y —de algún modo guardaba un cuchillo— con la otra intentó acuchillarle en el vientre.

Robert, que todavía bajaba por la cuesta, no se dejó engañar ni por un segundo. Metió la barbilla, se volvió a medias y le lanzó una cuchillada ascendente en el diafragma con su propio cuchillo, pasando a través de un lóbulo del pulmón y clavándose en el pericardio de su oponente. A cambio, recibió un cruel corte en los músculos de su costado izquierdo, bajo las costillas. Pero entonces su hombro se echó hacia atrás arrancando el cuchillo de las manos del mercenario, dejándole con los ojos fijos en la daga de Robert que sobresalía justo por debajo de sus costillas. Robert dio un paso atrás.

Los ojos de ambos hombres se encontraron.

—Es mortal —dijo el chico, agarrando con las manos el cuchillo de Robert.

—Vivirás hasta que lo saque —le dijo Robert.

—¿Te he matado a ti también? —preguntó el chico.

Por primera vez Robert se dio cuenta de que estaba herido. Exploró el corte con los dedos de la mano derecha.

—No, sólo ha cortado carne —dijo.

—Me alegro —respondió el chico—. Ya se ha hecho suficiente. Yo lo empecé. La vi cuando cruzamos el río para recibir la paga de Desiderio. Me trabajé las mentes de los otros. Ella me sonrió. Era preciosa. Te odié. Sabía que nunca tendría algo así para mí. No te conozco; pero te odié.

Robert alargó la mano y la cerró sobre el puño de su propio cuchillo.

—Cuidado.

Regeane oyó el grito detrás de ella y vio a los otros amigos de Robert de pie en el camino mirando hacia abajo.

—No creo —dijo Maeniel. Era humano e intentaba desenredar su cadena de un arbusto.

Robert colocó su brazo izquierdo como una barra sobre el pecho de su enemigo.

—¿Me perdonas? —dijo el chico.

—No —respondió Robert—. Pero te permitiré rogar el perdón de Dios. No quiero que ardas en el infierno. Sólo tienes un momento.

—Lo sé —dijo el chico—. Mi corazón vacila. Mi pecho está lleno de sangre. Espera. —Cerró los ojos.

Esperaron todos, Robert, los hombres de pie en el camino, Regeane y Maeniel. Ahora era lobo de nuevo. Entonces se abrieron los ojos del chico. Cogió la muñeca de Robert y tiró de su mano hacia fuera, liberando el cuchillo. Salió un horrible chorro de sangre.

Los ojos del chico se abrieron de par en par. Una expresión de sorpresa dominó su cara.

—No duele tanto como pensaba —dijo, y después se desplomó en el suelo y murió.

Robert se tambaleó unos pasos, después se sentó entre los juncos en el agua fangosa y descansó la cabeza sobre las rodillas.

Regeane y Maeniel siguieron bajando por la colina. Regeane temía por Maeniel. Si intentaba nadar en el río con la cadena alrededor del cuello, podía ahogarse. Pero cuando llegaron abajo, Robert agarró el collar y trató de abrirlo con las manos. Al principio no tuvo éxito, pero después, de repente, ayudado por una impresionante demostración de fuerza bruta, el collar se retorció en sus manos hasta abrirse. Robert no sabía cómo había hecho lo que había hecho, pero tanto Regeane como Maeniel escucharon la voz del oso.

—Adelante, huid, no os puedo detener. Y obviamente no quiero que te ahogues. Quiero ese bello cuerpo tuyo ileso… y tu esposa. La tendré a ella también. Esperad y veréis si no lo logro.

Maeniel desapareció entre los juncos y las espesas plantas acuáticas de la orilla del río. Robert abrazó a Regeane. Durante un momento, ella apoyó el hocico sobre su hombro; después ella también se apartó y desapareció.

Dentro de la catedral el obispo se ocupaba de los heridos. Estaba irritable, gruñón y de muy mal humor. Armine le ayudaba. Este hombre en concreto estaba llorando y gimoteando por culpa de una flecha que le sobresalía del antebrazo.

—Se gangrenará y moriré. Los arqueros las mojan en veneno —chilló el hombre—. Por favor, por favor, decidme que no moriré.

—Cállate, Arnold —le espetó el obispo—. No hay veneno en estas flechas. A los arqueros que contrata el rey les asusta demasiado y son demasiado vagos como para molestarse en hacerlo.

—Sabe mucho del tema —le dijo Armine.

—Sí —le respondió el obispo—. En mi juventud fui un guerrero notable hasta que el último rey, el que precedió en el trono a este retorcido canalla, decidió que necesitaba poner al cargo de este obispado a un obispo del que supiera con total seguridad que no era un sirviente del papa.

Justo entonces, el hombre al que examinaba el obispo dejó escapar un grito que helaba la sangre. No resultaba sorprendente, ya que el prelado había empujado la flecha a través de su hombro hasta sacarla por el otro lado; después rompió el astil y se la quitó del todo.

El obispo tiró al suelo la flecha rota mientras decía:

—Ahora estás curado. Cállate.

Cuando Armine trató de contener la sangre que manaba del hombro de su paciente, el obispo lo detuvo.

—No, no. Déjala que se corte sola. La sangre se llevará cualquier veneno que todavía quede en la herida. Después ponle una venda limpia y mándalo a casa. Allí podrá molestar a su esposa en vez de a mí. —Tras decir esto, el obispo pasó al siguiente herido.

Éste estaba callado, pálido y muy quieto. Parecía profundamente inconsciente.

—Oh, Dios —susurró el obispo—. La única compensación que he tenido durante mi cargo como obispo del rey es no tener que ver este tipo de cosas muy a menudo. Ha recibido el impacto en las tripas y es casi seguro que muera. Todo lo que puedo hacer es preparar opio y dárselo a su mujer. —Sacudió la cabeza y se levantó.

Se volvió hacia el siguiente, pero Armine lo apartó a un lado.

—Mi señor —susurró Armine—, tengo razones para creer que mi hija está…

—¿Está qué? —gruñó el obispo—. Escúpelo, hombre, ¿qué? ¿Embarazada? —Hablaba en voz bastante alta.

—No. No. Shh. Silencio. No, no creo que esté embarazada.

—Bueno, ¿entonces qué? Por todos los santos, hombre, ¿qué?

—Poseída.

—¿Poseída? Por Dios… —el obispo escupió—. Por el triple y santo nombre de Dios, ¿qué estás farfullando? Poseída y un cuerno… y una leche y un pimiento. ¿Poseída? Y una mierda. Por supuesto que está poseída. Todos lo están a esa edad. Los chicos, también. Son peores que las chicas. Al menos las chicas son más discretas. Están atrapados en un lodazal de ardiente deseo y miedo a desahogarlo. Sí, los chicos también. Tienen sexo en el cerebro… todos ellos. Cásala, idiota. Y asegúrate de que sea un hombre, ¿me oyes? Un hombre, no un imbécil amanerado. Y ella estará bien y tú tendrás nietos. Ambos seréis felices. Imbécil, bobo, idiota. Me acosa una plaga de imbéciles. Y esa traicionera serpiente real que ocupa el trono no es el menor de ellos. Ah, lo que daría yo por volver a tener a su padre… Sí, cásala y no con el brujo de Hugo, ésa pequeña araña viciosa.

—No —dijo Armine—. Pero creo que nadie tendrá que volver a preocuparse por Hugo. Le eché un buen vistazo a su cara antes de huir hacia la catedral. Creo que está muerto.

—Sí —dijo el obispo—. Estoy de acuerdo. Un final apropiado para el borracho sinvergüenza. Yo también creo que el rayo hizo bien su trabajo.

—No lo bastante bien —dijo alguien.

Armine, de cara al obispo, vio cómo se le abría la boca a éste de par en par. Se volvió y vio a Hugo de pie bajo el arco que daba al vestíbulo de la catedral, justo cuando entraba en la zona iluminada por la titubeante vela.

—Siento informar —le dijo Hugo al obispo con un gesto medio salvaje, medio triunfante— de que estoy todavía vivo y ni siquiera malherido.

Chiara, que estaba al otro lado del pasillo ayudando a una de las mujeres a hacer vendas con los jirones de una camisa, levantó la vista y contuvo la respiración. Se puso en pie, pareció quedar paralizada y después se movió lentamente hacia Hugo. Él le sonrió, la misma mueca salvaje que le había dedicado a Armine. Le brillaban los ojos con malicia e inteligencia y habló en voz baja a Chiara que estaba, en esos momentos, sólo a unos centímetros de distancia.

Armine sintió cómo se le secaba la boca. Se tragó el nudo que tenía en la garganta. ¡No! Contra toda lógica, contra la evidencia de sus sentidos, sabía que lo que estaba viendo —fuera lo que fuese— no era Hugo.

Sólo Chiara escuchó lo que le dijo, escuchó las palabras salidas de la boca, la lengua y la garganta de Hugo.

—Resulta fantástica la forma en que están saliendo las cosas. Ahora, por fin, tengo un cuerpo propio.

Chiara se derrumbó desmayada, pero no se hizo daño porque, con una mirada de profundo deseo y devoción, Hugo la cogió y la depósito con cuidado sobre las baldosas de mármol, acariciándole el cabello con increíble ternura mientras lo hacía.

—No me fío de esa zorra —le dijo Lucila a Dulcinia—. De toda la mala suerte posible, ser reconocida en nuestra primera aparición…

—Yo lo llamaría mala organización —dijo Dulcinia—. Deberías haber sabido que eras demasiado prominente como para evitar ser detectada.

—Bueno, podíamos haber caído en peores lugares —dijo Lucila.

Era cierto. Ansgar no era un hombre cruel ni violento. Lucila envió a Nepi a los hombres que Rufus le había prestado, bien recompensados y con una compungida nota al papa en la que admitía que Ansgar había descubierto sus intenciones y que no la ayudaría en posteriores averiguaciones sobre el paradero de la reina franca. Por lo demás, Ansgar era el perfecto anfitrión. Era primavera. El paisaje cercano al pueblo estaba en calma. El hermano de Ansgar, el obispo Gerald, era un devoto cetrero. Sus halcones compartían la iglesia los domingos con sus feligreses y, después de misa, cabalgaba al aire frío de la mañana acompañado por lo que Lucila calculaba sería medio pueblo a caballo y a pie, mientras que él cazaba con sus halcones y sabuesos.

La suya era una contribución necesaria para la comunidad. Los pájaros migratorios podían devastar —y de hecho, lo hacían— las siembras de primavera. Él y sus compañeros cazadores reducían las bandadas y asustaban a un número considerable de las aves mayores, de tal forma que los cultivos pudieran pasar el peligroso periodo de verde juventud, tierna y suculenta, hasta madurar y convertirse en trigo de pan.

La cosecha diaria de chochaperdices, pájaros cantores, conejos y las más ágiles y esbeltas liebres destacaba claramente en los banquetes que culminaban casi todas las noches. Dulcinia cantaba en los banquetes y, por demanda popular constante, en todas las demás ceremonias que ofrecieran la más mínima excusa para celebrar cualquier cosa: desde cumpleaños, bodas, bautizos, santos, todas las ceremonias religiosas, misas, te deums y bendiciones hasta humildes funerales en los que la viuda a menudo encontraba consuelo en una magnífica interpretación de «Stabat Mater» o «Panis Angelicus».

De hecho, algunos paganos recalcitrantes se convirtieron, simplemente porque les ofrecía la oportunidad de escuchar la voz de Dulcinia durante sus ceremonias bautismales.

Gerald, el obispo, estaba encantado de que cantara antes, durante y después de misa. Después de sus halcones, el arte de Dulcinia constituía su mayor placer. Se sentaba en silencio, apoyado en el respaldo de su trono de madera en el altar, con los ojos cerrados y una gran sonrisa en la cara.

Una bella mañana de primavera, Lucila estaba sentada escuchando la voz de su amiga inundar la nueva catedral y compartiendo la paz casi extática que el obispo y de su congregación irradiaban durante la interpretación de Dulcinia. Se preguntaba de dónde venía todo. Aunque inacabada, la catedral todavía conseguía ser preciosa. Las paredes estaban pintadas con escenas importantes en la vida de Cristo realizadas por un pintor que había estudiado, de entre todos los lugares posibles, en Atenas. Estaban pintadas con un estilo fantástico y dinámico en colores brillantes sobre los muros de estuco blanco. «Las bodas de Caná» se celebraban con un cristo barbilampiño con pelo rizado y oscuro, sentado con su madre entre los invitados a la boda y coronado con laurel. En el otro extremo de la iglesia estaba visitando el templo, sonriendo, instruyendo a sus aparentemente atónitos y encantados mayores. Tras el altar, era el Cristo resucitado, cuyas heridas no eran reliquias de dolor y tristeza mortales, sino ornamentos de un gran conquistador que se erguía victorioso sobre el mal y la muerte.

Lucila era una mujer instruida, por supuesto, pero había leído las antiguas historias y a los antiguos filósofos. Hablaban de un pueblo abnegado, cruel, explotador, militarista hasta la locura, adicto a las conquistas salvajes, que pisaba el cuello de todo aquel que estuviera cerca de sus ejércitos. Un pueblo que eliminaba a cualquiera que se resistiera a sus exigencias y condenaba a los sumisos a ser simples piezas de mobiliario, sometidos a los castigos más drásticos y crueles. Un pueblo cuya idea del entretenimiento era asesinar de forma imaginativa y salvaje a otros seres humanos; un pueblo que se revolcaba en ríos de oro y ríos de sangre.

Y habían llegado a esto: a sentarse en una iglesia en una mañana de primavera fresca y agradable, adorando a un dios que predicaba la inocencia, el perdón y el amor. Escuchando la voz de una chica que había sido una niña abandonada, pero que podía cantar mejor que la alondra, elevándose más y más hacia la luz del sol. Hasta las cosas más sencillas son un enigma, pensó Lucila. Y el mayor de todos los dones es saber cuán ignorantes somos. Percibir los gigantescos y borrosos perfiles de aquello que desconocemos y no podemos de ninguna forma conocer.

Entonces, la canción de Dulcinia terminó. Dejó la escalinata del altar e hizo una genuflexión ante la eterna presencia. Gerald la bendijo, mientras decía que la belleza de su arte contribuía a la mayor gloria de Dios. Lucila estuvo tan cerca de orar como nunca antes en su vida… y no estuvo mal, porque al día siguiente acabó el agradable idilio y los problemas llegaron a la ciudad.

Ansgar salió al amanecer. El bandido Trudo, el que había obligado a Lucila y a Dulcinia a pagarle un soborno por cruzar el río, estaba molestando a los mercaderes que viajaban hasta la ciudad con artículos importantes que vender. Ansgar decidió de mala gana que no podía seguir tolerando los estragos causados por Trudo. Entre los artículos transportados por los mercaderes había sal y Trudo insistía en ser pagado con este valioso producto. Los dominios de Ansgar eran interiores y no tenían otra fuente y, si Trudo seguía robándola, los ciudadanos se encontrarían en una situación desesperada.

—Tenemos que deshacernos de él de una vez por todas —le dijo Ansgar a Lucila en las tempranas horas antes del alba, mientras se preparaba para marcharse.

Stella hizo una escena. Llorando, arañándose la cara, rasgándose la ropa, echándose polvo en el cabello.

Gerald, que había cambiado su cayado de pastor por una espada y una cota de malla sin mayor problema, estaba de pie mirando a Stella con indulgencia mientras ella se entregaba a la histeria.

—A pesar de todo lo demás que pueda haber pensado de ella —dijo Lucila misteriosamente—, siempre pensé que Stella era una persona sensata, pero esto…

Gerald se encogió de hombros.

—Ha sido así desde que se conocieron en Rávena. Supongo que piensa que Ansgar creerá que no le ama si ella no se vuelve loca cuando él se marcha a la batalla.

—Supongo que… sí —dijo Dulcinia—, pero aún así… por dios…

Ludolf, a quien la conmoción lo había sacado de la cama —había heredado de Stella la tendencia al mal de la primavera— bajó para consolar a su madre. Stella se desmayó en un sillón estratégicamente colocado, bien provisto de cojines. Ludolf le sostenía una mano y Dulcinia la otra.

Stella gritó.

—Gracias a Dios que mi hijo se queda aquí. Así que si tú, querido mío, la fuerza de mi alma, la luz de mis ojos, perecieras, al menos le tendré a él para consolarme durante el breve tiempo que resista como un espíritu inquieto en el crepúsculo de mi tristeza en este valle de lágrimas. Oh, desdichada. Desdichada. Desdichada.

Ansgar se apresuró a despedirse, urgido por Gerald.

—Vayámonos ya y se calmará. Cuanto más lo retrases, peor se pondrá. Vamos —ordenó Gerald.

Ansgar se fue con las lamentaciones de su esposa resonándole en los oídos.

Cuando cruzó la puerta, Lucila le espetó:

—Oh, cierra la boca. Reserva tu compasión para ese piojo de Trudo y el grupo de carroñeros cobardes y mal armados que le rodean. Tu marido y sus hombres probablemente los destrozarán como el fuego a las astillas. Tu esposo es un soldado competente e inteligente y Trudo es un golfo vago que quiere vivir de los esfuerzos de los demás. Puede que nunca sepa lo que le golpeó.

Stella llamó a Lucila un nombre característico de la jerga romana que Ludolf no reconoció, se sentó y demandó alimento. Ludolf y Dulcinia se fueron corriendo a las enormes cocinas del fondo de la casa para buscar algo que llevarle.

Stella se quedó sentada mirando con tristeza a Lucila. Estaban en la parte trasera del imponente palacio, en una habitación pequeña que daba al jardín de hierbas. Las costosas especies que aliñaban los pocos banquetes de estado que Ansgar daba se obtenían de aquí. Otras hierbas, medicinales y culinarias, eran preparadas y almacenadas. Un pequeño tramo de escaleras llevaba hasta la bodega de vinos, un lugar privado donde Stella, la señora de la casa, llevaba las cuentas y supervisaba la múltiple y compleja tarea de dirigir la gran propiedad.

—¿Qué le has dicho sobre mí? —le preguntó Stella a Lucila.

—Nada.

Stella sorbió por la nariz.

—No me lo creo.

—Stella, no soy tonta y no me tomes por una. Él es tu marido. Eres la madre de su hijo. No creo que se mostrara agradecido con alguien lo bastante estúpido como para desacreditar tu pasado ante sus ojos. Creo que subestimas a Ansgar. Sí, le cuesta pelear pero, una vez que lo hace, sospecho que es extremadamente peligroso. No tengo ningún deseo de ganarme su enemistad. Y te aseguro que no lo haré difamando a su esposa y, por supuesto, no lo haré mientras sea huésped en su casa, disfrutando tanto de su generosidad como de su hospitalidad.

—Me asustaste cuando te vi —dijo Stella precipitadamente.

—No tienes nada que temer de mí.

Stella frunció el ceño.

—Ojalá lo hubiera sabido cuando llegaste —dijo Stella. Evitaba los ojos de Lucila.

Una terrible sospecha empezó a adueñarse de la mente de Lucila.

—Stella, ¿qué has hecho?

—Creo que no me prestó ninguna atención…

—¿Quién?

—Adalgiso —dijo Stella.

El grito de pura rabia de Lucila hizo que Dulcinia y Ludolf llegaran corriendo. Encontraron a Stella intentando en vano mantener la silla entre ella y una enfurecida Lucila. Pero cuando los espectadores entraron en la habitación, las dos mujeres pararon, se estiraron los vestidos y sonrieron.

—Sólo manteníamos una pequeña charla —dijo Stella, batiendo las pestañas ante Lucila.

—Completamente cierto —dijo Lucila—. No nos prestéis atención. Nuestra discusión, aunque algo animada, es básicamente amistosa.

Tanto Ludolf como Dulcinia parecían no creérselo, pero se fueron y volvieron a la cocina.

—Lucila, ¿puedes calmarte, por favor?

—Sí, sí —susurró Lucila—. Calmarme. ¿Sabías esto antes de dejar que Ansgar se fuera?

Stella asintió.

—Lo sabía, pero no pensaba que Adalgiso se presentaría después de todas las semanas que llevas aquí. Él está, después de todo, escondido con su amante en uno de los pueblos fortificados del norte.

—¿A cuánto está el pueblo más cercano?

—No muy lejos. Puedes ver los muros desde los escalones de la catedral si el día está despejado.

—Lo está —dijo Lucila—. ¿Pertenece a los lombardos?

—Sí, todos estos alrededores pertenecen al reino lombardo.

—Sí —asintió Lucila gravemente.

—Estoy cansada de esta tontería. Cansada y hambrienta —le espetó Stella.

—La histeria te produce apetito.

Stella abrió la boca pero no salió nada. Respiró hondo.

—Deberías estar agradecida de que sea una dama —le dijo a Lucila— y no desee insultarte.

—¿Algo sobre un perro hembra? ¿Era eso lo que tenías en la punta de la lengua? —preguntó Lucila.

—Qué perspicaz eres. —Tras esto, Stella salió con paso majestuoso de la habitación.

Comieron en la cocina. Sí, Ansgar daba banquetes y comía con los principales hombres de la ciudad cada noche y para ello usaba el enorme comedor de estado. Pero las comidas familiares se realizaban en la cocina, una habitación larga con el jardín detrás en la parte oriental de la casa. La mesa era un simple tablón sobre caballetes, con bancos a ambos lados. Gracias a la chimenea situada en un extremo de la habitación, siempre estaba caldeada. Un muro doble al fondo, con una rejilla empotrada, se llevaba el humo y unas puertas plegables que conducían al jardín de la cocina, el cual se extendía por toda la parte de atrás de la casa, estaban abiertas durante el buen tiempo para dejar entrar la luz y la ventilación. Un porche poco profundo con una columnata protegía la habitación en las peores horas de calor del verano y de las lluvias que inundaban el campo en invierno.

En resumen, pensó Lucila, era la habitación más bonita de la casa. Miraba el jardín de la cocina. Verduras tempranas, escarolas, nabos y zanahorias balanceaban su follaje como si fueran plumas sobre los surcos; las últimas cebollas estaban en flor y el ajo estaba saliendo. El robusto romero estaba cubierto de flores azules y el tomillo perfumaba los senderos entre los macizos de vegetales. Las flores de las diminutas plantas trepadoras —que iban desde el blanco, pasando por el morado y el azul, hasta el malva profundo— empapaban el jardín, todavía bastante vacío, con sus colores y fragancias. La salvia todavía no estaba formada del todo, aunque algunos de sus tallos verdes ya lucían tempranas espigas violetas. Sobre los muros, los granados en espaldera estaban cubiertos de los capullos de color naranja encendido que se abrirían para comenzar la buena, ácida y suculenta cosecha de otoño.

Stella estaba sentada a un extremo de la larga mesa, en medio de una intensa consulta con la cocinera sobre el menú de la cena y la futura celebración cuando regresara Ansgar. Dulcinia se sentaba a su lado. Comían queso fresco, pan, cebollas y bacon.

—Necesito hablar contigo, Lucila —susurró Dulcinia—. A solas.

—Nunca vamos a estar tan solas como ahora —dijo Lucila de mal humor—. Stella no nos presta ninguna atención. ¿Qué ocurre?

—Ludolf —susurró Dulcinia.

—Ya me di cuenta de que se te pegaba como un moscardón. ¿Empieza a resultarte desagradable?

—No —dijo Dulcinia, todavía en voz baja, pero tensa—. Todo lo contrario. Sí, todo lo contrario sería apropiado.

Lucila se encogió de hombros.

—Eres una artista seria. Él es un hombre joven y guapo. Ten una aventura. Porque, no te equivoques, eso es lo que sería… una aventura.

Dulcinia sacudió la cabeza.

—Eso es lo que creía al principio, pero… —todavía parecía tensa—. Pero, bueno, verás, tengo un retraso… y… pero…

—Por favor, por favor habla claro —dijo Lucila entre dientes—. Sabes que he tenido una vida dura. ¿Qué pasa? ¿Te asusta escandalizarme? Si estás embarazada, chica, hay medicinas. Si deseas tener el niño, Ansgar estará sin duda encantado, incluso con un pequeño ilegítimo. Puede permitirse mantenerlo y, dicho sea de paso, tú también puedes. Chrispus es muy generoso y no le importará en absoluto quién es el padre.

Chrispus era el cardenal Chrispen Mantleck, coleccionista de instrumentos musicales y músicos ocasionales, uno de los cuales era Dulcinia.

—Por cierto, ¿sabe él algo sobre Chrispus? Espero que no hayas estado guardando un secreto tú también —añadió en voz más baja.

—Oh, sí, lo sabe. Sabe de mi nacimiento y sabe que no tengo padres reconocidos, e incluso sabe sobre mi crecimiento prematuro antes de que me rescataras. No tengo secretos con él. Sí que creo estar embarazada, pero ése no es el problema.

—Y entonces… —Lucila abrió las manos en un gesto de indefensión—, dime, ¿cuál es el problema?

—Está hablando de matrimonio —respondió Dulcinia suavemente.

—Dios mío, eso sí que es un problema. Él no puede…

Dulcinia asintió.

—Lo sé.

—Tú no…

—Oh sí, lo haría —dijo Dulcinia con fervor.

—Oh, maldita sea, estás…

—Enamorada —dijo Dulcinia—. Salvaje, loca y muy desesperadamente enamorada. Sí, lo estoy.

—Dios, qué desastre.

Entonces se dio cuenta de que Dulcinia lloraba con los ojos abiertos, silenciosamente, dejando caer las lágrimas por sus mejillas. Y, sin saber de cómo, Lucila entendió que Dulcinia era tan hija suya como los otros dos que había llevado en su vientre y que amaba a la cantante quizá más que a esos niños de su propia sangre y carne. Y también estaba dispuesta a amar a Ludolf. Sabía poco sobre el chico, salvo que tenía una cara atractiva y que, cuando Dulcinia confesó su embarazo, él había demostrado el buen gusto de pedirle matrimonio. Parecía un joven honesto.

—¿Dónde está ahora? —preguntó Lucila.

—Se siente muy mal —dijo Dulcinia—. Tiene un resfriado como el de su madre cuando llegamos. Creo que tiene fiebre. Se fue a su cuarto, pero quiere que suba y le lea un rato.

Lucila se levantó.

—Ven.

Volvieron a las habitaciones del piso superior. Ahora Lucila tenía prisa. Empezó a recoger su falda de montar y las botas del armario.

—¿Qué pasa? —preguntó Dulcinia—. ¿Cuál es el problema? Actúas como si fuera a ocurrir algo terrible.

¿Qué haces?

—Algo terrible va a ocurrir, pero no tiene por qué ser terrible para ti —Lucila ya se había puesto la falda pantalón y metía los pies en las botas—. ¿Dónde está la habitación de Ludolf?

—En la otra ala. Sobre el jardín. Es silenciosa.

Lucila agarró a Dulcinia del brazo.

—Vete a su habitación. —Tenía dos pequeñas botellas en la mano, una envuelta en alambre dorado. Las apretó contra la palma de Dulcinia—. La que tiene el alambre es opio, la otra valeriana. Ve a su habitación, cierra la puerta con pestillo, quédate allí. Mantenle ocupado durante el resto del día.

—¿Pero qué…?

Las uñas de Lucila se le clavaron en la carne.

—¿Lo amas?

—Sí. Sí, pero…

—Entonces haz lo que digo.

—Lucila, me estás asustando.

—Mantente asustada. A veces es muy inteligente estar asustado. Ésta es una de esas veces. ¿Me oyes?

—S-s-sí.

—Incluso si tienes que drogarlo, mantenlo callado durante lo que quede de día. Ahora, vete.

Dulcinia salió corriendo.

Lucila estaba vestida. Se echó una bolsa de cuero al hombro y corrió escaleras abajo. Vio como Stella la miraba desde el pie de las escaleras. Oyó la conmoción en la calle.

Lluvia. La lluvia todavía resultaba cegadora mientras los dos lobos nadaban por el río en dirección a Pavía. Estaba a rebosar de agua del deshielo. El lugar donde Mona y su familia fueron asesinados debe estar ya bajo el agua, pensó Regeane. Esperaba que la lluvia purificara la tierra y que los espíritus de los muertos encontraran la paz. Todos los muertos, no sólo las víctimas.

El cielo se empezaba a iluminar mientras pasaba la peor parte de la tormenta. Largos rayos de sol caían a través de la red de nubes de tormenta y conducían hacia la luminosidad a las tierras pantanosas por las que nadaban. Habían huido, eran libres. El pueblo, con su terror claustrofóbico quedaba atrás; la prisión y la muerte eran ya sólo un recuerdo; y el agua fresca y limpia se llevaba la tristeza, el miedo, las huellas y el hedor, e incluso hacía que el recuerdo del dolor resultara más borroso.

Él dirigía. Ella le seguía, el viejo patrón volvía a reafirmarse, extrañamente reconfortante para ambos.

Maeniel parecía tener prisa. Odiaba el confinamiento de las ciudades. Ella había temido un poco por él tras dejar Roma. Cada noche, incluso cuando ella se sentía terriblemente cansada, él se convertía en lobo para salir a recorrer parajes oscuros y a veces peligrosos. Al principio ella le acompañaba en estas correrías, pero después le había pasado factura el agotamiento de pasar los días a caballo o montada en carros por caminos que no habían recibido mantenimiento en varios cientos de años. Eso y los largos terrores de sus luchas tanto con los lombardos como con sus rapaces parientes. El cansancio comenzó a hacerle mella y su prisa por regresar al fuerte parecía tener cada vez menos sentido.

El asunto había llegado a una crisis cuando, una tarde, ella se había arrastrado a su lado tras un día de viento y lluvia. Estaba helada y tan cansada que casi no tenía ganas de cenar. Se había estado mordiendo la lengua todo el día para reprimir las quejas. Necesitaba casi desesperadamente el calor de sus brazos y que su musculoso cuerpo la abrazara, la hiciera sentir segura, a salvo y, sobre todo, amada. Una seguridad que le permitiera pasar la noche en un sueño profundo y reparador sin pesadillas.

Pero en vez de al hombre, sintió al lobo, que salió de la cama y se dirigió tan silenciosamente como la luz de las estrellas hacia la puerta de la tienda y la noche al otro lado. Ella se sentó enfurecida, tan enfurecida que se dio miedo a sí misma. Comenzó a gritar y a tirarle cosas. Cuando él se volvió humano, desconcertado y asustado al ver a su antes complaciente esposa convertida en una arpía chillona, ella se deshizo en una tormenta de lágrimas.

En menos de un segundo, la tienda se llenó de lobos. Todos culpaban a Maeniel de haberle hecho algo terrible a Regeane o intentaban consolarla y calmar su histeria. Fue entonces cuando entró Matrona con una botella. Persuadió a Regeane de que tomara unos sorbos. El brebaje sabía fatal, pero la calentó y la calmó considerablemente.

—¿Qué es? —preguntó Regeane cuando pudo volver a hablar.

—Una cosilla que cogí entre las islas, detrás del viento del norte.

Nadie dijo nada. Nadie sabía dónde estaba eso.

—Corta los escalofríos —dijo Matrona—. Allí lo necesitan porque siempre hace frío.

—¿Qué le has hecho? —le preguntó Gavin a Maeniel en tono acusador.

La mayoría de ellos eran ahora humanos porque deseaban hablar y el lenguaje lupino era demasiado lacónico para la gama de emociones que fluía por la habitación en esos momentos. Gavin estaba pudorosamente envuelto en una manta, Gordo llevaba su capa como un sarong, Matrona vestía una camiseta de Maeniel y Silvia sólo llevaba puesta su propia piel.

—Debe haberle hecho algo —dijo Silvia—, porque nunca antes la había oído gritar así. ¿Qué has hecho? —le lanzó una fiera mirada a un perplejo Maeniel, que había vuelto a convertirse en lobo.

—Sí, ¿qué has hecho, mi líder? —preguntó Gordo, algo horrorizado.

—Tiene que haber sido algo terrible —dijo Silvia—. Matrona, llévatela a tu tienda. Yo me quedaré contigo. No tengas miedo, pequeña, nosotros te protegeremos.

—Esperad un momento —dijo Gavin—. Le conozco desde que, cuando yo tenía trece años, nos encontramos en aquel bosque irlandés y nunca he visto que…

Maeniel se hizo humano y Matrona le pasó una túnica por la cabeza.

—Callaos —ordenó, y fue obedecido.

Se hizo el silencio.

—Regeane, ¿qué ocurre?

Regeane, ahora avergonzada, abrió la boca para decir «nada», pero Matrona la miró a los ojos.

—Díselo —le pidió.

—Estoy tan cansada… —susurró Regeane.

—Ah, ya veo —dijo Matrona—. Fuera. Todo el mundo fuera. Dejad a los recién casados solos para que resuelvan esto.

Maeniel se sentó junto a ella sobre el colchón plegable y la cogió entre sus brazos. Con un suspiro de agotamiento, ella apoyó la cabeza sobre sus hombros.

—La próxima vez —dijo él, con los labios sobre su pelo—, la próxima vez no te esfuerces tanto en complacerme. —Ella asintió y, mientras ambos se tumbaban, él dijo—: ¿Lo prometes?

Ella se estaba ya quedando dormida cuando respondió.

—Lo prometo.

Sí, lo había prometido, confiando en él entonces como debía hacerlo ahora. Decirle la verdad.

Comprobó la profundidad del agua que la rodeaba volviéndose humana y poniéndose de pie. Era poco profunda, le llegaba hasta la cintura. El bosque de cañas murmuraba entre las moribundas ráfagas de viento. Extraño, no se apoyaba sobre fango, sino sobre piedra.

Maeniel se detuvo. También se convirtió en humano, pero sus pies dieron con lodo y le costó llegar hasta ella y poder asentar por fin sus pies sobre la misma plataforma.

—¿Dónde estamos? —preguntó Regeane.

—Cómo te preocupas —contestó él—. En algún lugar del valle del Po.

—¿Cómo no voy a preocuparme? No puedo ver tierra firme por ninguna parte. Nada, ni siquiera un árbol, sólo plantas acuáticas, cañas, espadañas y hierba alta, hierba con bordes afilados —dijo ella mientras se miraba un corte superficial que acababa de hacerse en la palma de la mano.

—Shh —dijo él; la rodeó con sus brazos.

Ella dejó que la besara. Mientras lo hacía, una ráfaga de viento particularmente fuerte les golpeó, congelándola. Un segundo más tarde, tenía el vello de punta. Le apartó.

—Tengo frío. La noche se acerca. No sabemos dónde estamos. Nos hemos perdido y tú quieres…

Él volvió a besarla.

—Al menos podrías disculparte.

—Sí —dijo él—. Mis disculpas.

—Disculparte y sentirlo.

—No —le dijo él y volvió a besarla—. Todavía creo que tenía razón. Pero tuviste suerte, al igual que yo. Si el traicionero rey lombardo no hubiese sido un imbécil testarudo, ambos podríamos haber perecido, pero no lo hicimos. Así que no me seguiré preocupando por algo que casi pasa. Sin embargo, es cierto que te subestimé. Y deberás darte por satisfecha con esta admisión y no pedirme más.

Regeane soltó un pequeño grito de exasperación.

Pero después él volvió a besarla y ella descubrió que ya no tenía frío.

—Oh —dijo—. Parece como si no te hubiera visto desde hace años, pero el agua es demasiado profunda.

—¿Demasiado profunda para qué? —preguntó él.

—Déjalo. Deja de tomarme el pelo.

—Shh. Mira.

Una nube cubrió el cielo durante unos instantes y, al oeste, una villa abandonada surgió del chispeante reflejo del sol y el agua.

—Ves —dijo él—. Sabía que ocurriría algo. Siempre ocurre si te relajas.

—No me gusta —dijo ella—. Recuerda al oso.

—¿Qué? ¿Vas a perder la fe en tus sentidos porque una vez te traicionaron?

—Te traicionaron a ti —le espetó ella—. No a mí.

—Sí —dijo él tristemente—. Y en Roma, cierta tumba…

—Vale, tomo nota —dijo ella.

—Nademos hasta allí.

Lo hicieron, abriéndose camino entre las hamacas de espadaña y juncos hasta que alcanzaron un tramo largo y recto de agua despejada limitado por muros de piedra que antes formaban un canal construido para llevar agua a los campos desde el río. Todo el suelo estaba bajo agua. De vez en cuando asomaban a través del agua lo que una vez fueran magníficos mosaicos, en las zonas donde no habían quedado cubiertos por vetas de sedimentos. Dos gladiadores luchaban a muerte en un mural, con sus nombres bellamente grabados junto a cada uno de ellos. Un tal Mirmillo se enfrentaba a un tal Retiarius y el retrato mostraba a Mirmillo enredado en una red de Retiarius mientras su espada se hundía profundamente en el cuerpo de su oponente.

Regeane se detuvo a mirarlo, ganándose así una mirada asqueada de Maeniel. Más allá, un jardín de peristilos miraba al cielo junto a un estanque azul lleno de peces. Los verdaderos árboles y flores del jardín se habían extinguido hacía tiempo a causa de las riadas, mientras sus falsificaciones brillaban en el anegado pavimento. Más allá, las hileras de un huerto (berenjenas, cebollas, apio, perejil, col, salvia y tomillo) hablaban sobre una época de prosperidad perdida ante el río tiempo atrás, los peces mordisqueaban las tesserae que formaban las imágenes.

Unas cuantas habitaciones del segundo piso, la mayor parte de ellas sin tejado y con muros cochambrosos que sólo se elevaban unos cuantos centímetros, les ofrecieron el único refugio que habían encontrado hasta el momento. Se zambulleron desde la orilla del canal y nadaron hasta donde los muros sobresalían sólo unos cuantos centímetros por encima del agua. Alguien más debía de haberse refugiado allí hacía tiempo, porque un montículo de paja seca cubría el suelo.

Regeane se volvió humana y un segundo después Maeniel estaba de pie junto a ella.

—Veo que conociste al oso —dijo Regeane—. ¿Qué quería de ti?

—Lo mismo que de ti. Control.

—No —dijo Regeane.

—Sueña con devolver al mundo a su antiguo esplendor, como era antes de que llegara el hombre con ciudades, granjas y reinos que luchan entre sí y destrozara la tierra. Un mundo en el que sólo había animales.

Regeane frunció el ceño.

—¿De verdad?

—Sí. Cree que si combinamos nuestros poderes podría barrer a la humanidad. Creo que, si bien no se equivoca, al menos digamos que sí es ambicioso en exceso. ¿Por lo que a mí respecta? Ah, si fuera posible… Pero he tenido una asociación bastante prolongada con la humanidad y la encuentro mucho más dura de lo que él piensa.

—Eso sería terrible, destruir uno de los grandes reinos.

—¿Grandes reinos? —preguntó él.

—Así es como los llama Matrona —respondió ella—. Pájaros, el reino del aire; peces, el reino de las aguas y el mar. Plantas, el reino del silencio.

Él estaba junto a ella; los rayos del sol de la tarde la habían calentado y él la tenía entre sus brazos y le acariciaba el cuello con la nariz.

—Estate quieto —le dijo, entre risas.

—No pasa nada. Estamos casados. Todos, incluso en la iglesia, lo aprueban.

—Dudo que la iglesia apruebe nada que tenga que ver con nosotros.

—Aún así —dijo él—. El obispo es la prueba de que hasta las instituciones más absurdas son incapaces de silenciar a la gente de buen corazón. Sólo te gusta porque se puso de mi parte en el tema del rescate. Pero, mi amor, el peor momento de mi cautiverio fue cuando te quitaste el velo y revelaste quién eras. Desiderio intentó ahogarme, Hugo me engañó para que me revelara ante el gran altar de la catedral y el oso me amenazó con la muerte si no me rendía ante él. Pero ninguna de esas malas experiencias me asustó tanto como darme cuenta de tu vulnerabilidad. Te amo. Si te ocurriera alguna desgracia, creo firmemente que eso me mataría. Sí, es cierto. Subestimé tus habilidades, pero tú debes recordar los sentimientos de aquel que te ama hasta la locura cuando corras algún riesgo.

—Gundabald quería encerrarme en una jaula con un collar y una cadena —le respondió Regeane a su vez—. ¿Es eso lo que significa tu amor? ¿Un collar y una cadena?

Ella se dio la vuelta entre sus brazos y le miró a los ojos, dirigiéndole la mirada directa que él tan a menudo usaba con los demás. La mirada del lobo, el examen de una criatura que no sabe mentir. Él descubrió que tenía que apartar la mirada y recordó que la madre de la manada es una líder por derecho propio y no simplemente la consorte del líder. Entonces Regeane se hizo loba. Saltó de su nido. Cerca de allí sobresalían del agua como pequeñas islas las partes superiores de algunas columnas que antes soportaban el porche de peristilos. Ella eligió una y se mantuvo quieta para la caza. Pescado, pensó.

Desde su posición exploró silenciosamente las aguas. El momento, cuando llegó, fue veloz como el rayo. El pez se agitó muy poco o nada. Le había partido el espinazo con los colmillos. Depositó el cuerpo a sus pies, sobre la cima de la columna y sus ojos le invitaron a acompañarla.

Lo hizo.

Después volvieron al nido e hicieron el amor, como hombre y mujer. Maeniel le contó las experiencias de su cautividad; ella le narró su viaje.

—Encontré lobos, lobos de verdad —dijo—. Pero por lo que dice Matrona, no debieron haber atacado. Estaba perpleja y enojada. Creía que existían reglas.

Él asintió.

—Las hay, pero es muy probable que la madre de la manada te viera y sintiera algo extraño. Temía que pudieras convertirte en una rival. Como todas las reglas, no son inamovibles y algunos las romperán si les conviene.

Regeane digirió estas palabras y después habló.

—Por alguna razón, no me veo como la madre de una manada de las tierras bajas, pariendo cachorros cada año.

—Podrías serlo si quisieras —dijo él.

Yacían enroscados cómodamente. Él vio cómo se le abrían los ojos a la rojiza luz del anochecer.

—¿De verdad?

—Sí, ambas vidas están abiertas para ti, si decidieras usar tu don de esa forma.

—Simplemente no me imagino… La idea me asusta… sin embargo también me resulta atractiva. Pero siento lo mismo sobre la idea de vivir como loba y sólo como loba, que lo que sentía cuando mi madre me describió el sexo: estaba segura de no querer hacer… ¡eso! Pero mírame ahora y, por cierto, ¿por qué no me quedo embarazada? ¿Cuánto ha pasado? Casi ocho meses y… Al principio no te lo confié…

—Lo sé —dijo él—. Estabas preocupada por ello. Matrona me lo dijo.

—Oh… —contestó Regeane—. Únicamente me dijo que rara vez tenemos descendencia entre nosotros. La mayoría son producto de matrimonios mixtos, como yo, pero tú eres un… lobo.

—Sí, y sólo lobo.

Ella asintió.

—Así que ¿qué tipo de niño engendrarías?

—No lo sé. Que yo sepa, nunca he tenido ninguno y he conocido carnalmente a muchas mujeres humanas.

Ella meneó la cabeza. Su cabello todavía estaba mojado y regó la cara de Maeniel con una lluvia de gotitas.

—Oh, demonios —dijo ella—, tanta agua por todos lados… y empieza a hacer frío.

—Cambia —dijo él— y durmamos.

—Lo dices sólo porque no te gustaba el rumbo de la conversación.

—No negaré que no me gusta. Explora áreas de las que preferiría no hablar. Al menos, no ahora. —La abrazó con más fuerza, atrayéndola hacia su cálido cuerpo.

Ella ronroneó un poquito, un sonido muy poco lupino.

—Ah, ésta es mi preciosidad. Mi amor de miel, dulce como una fruta madura recién arrancada del árbol, o como las bayas en otoño. Deja de preocuparte por lo que no puede cambiarse y duérmete.

Regeane se adormeció, pero abrió los ojos una vez más.

—¿No viene nadie aquí? —preguntó.

—Nadie —le aseguró él—. De no ser así, lo sabría.

Después ella se durmió, deslizándose tranquilamente en las oscuras aguas, en el estanque del silencio.

Cambió mientras los últimos rayos de sol se convertían en un abanico de luz sobre el horizonte occidental. Después, también él buscó a su paciente hermano, el lobo, y durmió.

Lucila lo supo en cuanto vio la cara de Stella. Tenía la mano en la garganta y horror en los ojos.

—Odio tener razón —susurró Lucila para sí. Él está aquí, pensó, y ahora Stella está asustada de lo que ha hecho.

Lucila intentó recordar lo que había oído sobre el hijo de Desiderio. Duro, inconstante, agresivo y cobarde al mismo tiempo. Pero, sobre todo, un idiota, un idiota egoísta, un idiota que sufría la peor enfermedad de todas, la del poder, la creencia en que sólo por su nacimiento tenía derecho a mayores privilegios que cualquier otro hombre. Y allí estaba.

Ella se inclinó elegantemente.

—Mi señor.

Él le sonrió con desdén.

—Ah, por fin nos conocemos. Eres, si no me equivoco, la famosa (¿o es infausta?) Lucila.

A Lucila le hubiera gustado arrebatarle la sonrisa de una bofetada, pero invocó una exquisita sonrisa y contestó.

—Lo que vos prefiráis, mi señor. Creo que ambas palabras indican una carrera de cierta distinción.

La sonrisa se ensanchó.

—Tendremos que explorar tus, tengo entendido, muy asombrosos talentos.

Lucila sintió un escalofrío de miedo. Voy a ser la rehén de este hombre y el tipo no es malvado. Es peor que malvado, es estúpido.

—Veo que estás vestida para montar —observó él—. Bien. Tendremos que marcharnos rápidamente. Tengo —le explicó a Stella— sólo unos pocos hombres en mi séquito y creo que no me quedaré hasta que vuestro esposo regrese.

Sí, pensó Lucila, porque sabes que él protestaría ante este ultraje, este secuestro de una mujer indefensa bajo su protección.

—No quisiera hacer esperar a su alteza —dijo Lucila con mansedumbre—. ¿Nos vamos?

Él la estudió con ojos opacos durante un instante. Lucila podía sentir cómo le sudaban las axilas y las palmas de las manos. Maldita sea, maldita sea, pensó. He causado esta idiotez con mi propia locura.

—Es demasiado fácil —dijo él—. Estás planeando algo o escondiendo algo. ¿Qué es?

—Qué va a ser, nada —susurró Stella.

Que se la llevaran todos los demonios. Era una mala mentirosa, aunque lo cierto es que siempre lo había sido.

Durante el día el salón de recepciones estaba en la penumbra, la única luz entraba a través de los pesados tragaluces de cristal de la bóveda de medio punto de hormigón y Lucila supuso que Adalgiso decía la verdad cuando contaba que sólo iban diez hombres con él. Pero, ya que Ansgar había dejado al pueblo sin sus defensores, este grupo era suficiente y, si encontraban alguna resistencia, podría ocurrir una masacre. Podrían abrirse paso a golpe de espada a través de la desarmada ciudadanía como el fuego a través de la maleza seca. Si Ludolf o Dulcinia tuvieran alguna idea de lo que pasaba, podrían intentar parar a Adalgiso y ser los primeros en morir. Por eso estaba tan asustada Stella.

Lucila consiguió formar una sonrisa de gentil resignación.

—Mi señor, sois demasiado suspicaz. ¿Qué podrían esconder dos mujeres solas a un hombre de vuestra excelente inteligencia estratégica? Llegasteis, ¿no es así?, al vecino monasterio de Temi y esperasteis allí a que Ansgar partiera. Después de lo cual os apresurasteis a llegar aquí. ¿Estoy en lo cierto?

Adalgiso sonrió complaciente.

—Eres una mujer con discernimiento, con gran discernimiento.

Lucila continuó.

—Fue esta mañana cuando Stella me confesó que os había escrito sobre mi llegada algunas semanas atrás. Sí, planeaba escapar, sola si hubiese sido necesario, pero vos os adelantasteis. Así que debo entregaros la partida y considerarme vuestra prisionera. La simplicidad más absoluta, mi señor, y sin necesidad de desconfiar. Estoy completamente a vuestra merced.

Halágalos, halaga a los muy bastardos. Les encanta, pensó Lucila. Si sólo pudiese sacarlo de aquí antes de que convierta esta situación en un desastre sangriento.

—De todos modos, creo que preferiría que la señora Stella de Imola comparta nuestro viaje hasta el otro lado de las fronteras con las tierras de Ansgar. Te dejaré ir en la villa Jovis y tu marido podrá recogerte allí. No tengo intención de ser acosado ni perseguido.

—Llamemos a mi doncella —dijo Stella—. Debo vestirme para el camino.

—¡No! No estaremos tanto tiempo en la carretera.

Uno de los hombres de Adalgiso se adelantó hasta llegar a Stella y la cogió del brazo. Stella intentó soltarse.

—Vamos, vamos, mi señora —dijo Adalgiso—. Eberhardt es un viejo amigo. Me dijo que te conoció durante tu estancia en Rávena hace algún tiempo.

Esto cada vez se pone peor, pensó Lucila. Sentía cómo le temblaban las piernas bajo la falda pantalón.

—Muy bien. Vayámonos ya —dijo Lucila.

Stella parecía tan asustada como un ratoncillo en las garras de un halcón. Justo entonces, la doncella de Stella, Avernia, bajó las escaleras corriendo. Adalgiso empujaba a Lucila hacia la puerta y Eberhardt hacía lo mismo con Stella.

—Mi señora, mi señora Stella…

Ambos hombres se detuvieron y Avernia les alcanzó. Lucila vio la mirada que Eberhardt lanzó a las escaleras, intentado averiguar si Avernia estaba sola.

—Avernia, vete —siseó Stella—. No armes un escándalo. ¿Me oyes? No armes un escándalo o te daré una paliza.

—No —gritó Avernia—. ¿Qué estáis haciendo? —Cada vez iba subiendo el tono más y más.

Eberhardt miró a Adalgiso con desesperada irritación. Empujó a Stella hacia la puerta. Avernia agarró el otro brazo de Stella y le obligó a parar.

—¡No! ¡No! —gritaba—. ¡No! ¡A las armas! ¡A las armas! Mi señora está…

Lucila sintió cómo la soltaba Adalgiso. Su espada brilló a la media luz, de la misma forma que un rayo resplandece en un cielo de tormenta. Atravesó el pecho de Avernia de izquierda a derecha. El siguiente grito de la mujer acabó en un horrible gorgoteo. Se tambaleó hacia atrás con una expresión de sorpresa casi cómica, si no fuera por la muy fea y poco cómica herida. Se sentó en el suelo, intentó respirar y una fina niebla de gotitas de sangre le salió por la boca, salpicando las faldas de Stella. Después, se agarró a la mano extendida de su señora.

Eberhardt apartó a Stella de allí. Era una mujer pequeña e indefensa en las manos enormes y poderosas del hombre.

—No —susurró Stella mientras era impulsada a través de las puertas, hacia la plaza.

Lucila vio cómo caía Avernia, con el cuerpo retorciéndose mientras intentaba respirar con los pulmones llenos de sangre. Observó cómo echaba espumarajos sanguinolentos por la boca y cómo la sangre finalmente corría por sus labios.

Adalgiso limpió su espada en las faldas de Lucila y volvió a guardarla en su vaina.

—Muévete —dijo, señalando hacia la puerta—. Ahora.

Lucila lo hizo.

Dulcinia corrió por el pasillo hacia la habitación de Ludolf. De camino, tomó una decisión, una muy importante. ¿Drogarle? ¿Está Lucila loca? No, le iba a decir a su amante la verdad. El problema era que no estaba en su cuarto. Consternada, empezó a buscarle y le encontró unas cuantas puertas más abajo, en la biblioteca.

Ansgar, aunque no había recibido ninguna educación, era un defensor de la cultura y tenía cuarenta libros, una gran cantidad para la época. Ludolf intentaba encontrar una copia del «Arte de amar» de Ovidio para Dulcinia, que nunca lo había leído entero. Estaba seguro de que había una, pero el problema era que los libros estaban mezclados con correspondencia de estado y con las cuentas de la casa de Stella. Cuando entró Dulcinia, la miró desde el montón de pergaminos que estaba examinando y vio en seguida que estaba asustada.

—Algo va mal, pero no sé qué. Lucila se ha vestido para viajar y me dijo que te mantuviera en tu habitación.

La cara de Ludolf se endureció.

—¿Planea escaparse?

—No lo sé. No lo creo. Lucila no es tonta y el campo no es seguro para una mujer que viaje sola. Es simplemente imposible, no puedo ni imaginarlo, conozco a Lucila. Si quisiera huir, iría a pie. Puede hacerse pasar por una campesina; la he visto hacerlo. No, no parecía asustada, no por ella, sino por mí y… sí… por ti.

Ludolf soltó el pergamino que tenía en la mano.

—Rápido, ayúdame a armarme.

A Dulcinia sólo le llevó un instante pasarle la cota de malla por la cabeza. Se estaba poniendo el cinturón de la espada mientras avanzaba por el pasillo —con Dulcinia detrás, casi corriendo para seguirle el paso— cuando oyeron los gritos de Avernia.

Ludolf comenzó a correr.

Pero, para cuando llegaron a las escaleras, Stella y Lucila cabalgaban a toda prisa por el camino que salía de la ciudad. Cuando él y Dulcinia llegaron al pie de las escaleras, Dulcinia miró bien a Avernia y gritó. Le salió bastante mejor que a la pobre Avernia.

—¿Está muerta? —Ludolf parecía aturdido—. ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Qué ha pasado? Dulcinia, si sabes algo que no me estás contando…

—No, oh, Dios mío, no, no lo sé —jadeó, sacudiendo la cabeza.

En ese momento entró el herrero. Corrió hacia Avernia, pero se detuvo cuando pudo ver con claridad que su esposa era ya cadáver. El grito de Dulcinia había alertado a los sirvientes. Se estaban reuniendo, algunos persignándose, todos mirando a Avernia boquiabiertos.

—¿Qué…? —preguntó el herrero—. ¡No, tú no! —señaló a la espada de Ludolf.

—No —dijo Dulcinia—. Estábamos en el vestíbulo de arriba cuando la oímos gritar. Vinimos rápidamente, tan rápidamente como…

—No —dijo uno de los hijos de Avernia—. Estábamos trabajando en la catedral, al otro lado de la calle. Vimos entrar a un grupo de hombres armados, no muchos, sólo… —se encogió de hombros y miró a sus hermanos—, ¿quizá ocho, diez? No lo sé, no muchos. Hablamos de ello entre nosotros y después decidimos llamar más tarde porque estaban armados y no los conocíamos. Al menos no a todos. Reconocimos a uno.

—¿A quién? —preguntó Ludolf.

—Dilo —dijo el herrero.

—Parecía Adalgiso, el hijo del rey, pero no nos podíamos creer que él estuviera aquí… y con una escolta tan pequeña. Así que no confiamos en nuestros sentidos, pero pensamos que debíamos decírselo a nuestro padre.

—No la dejéis ahí tirada de esa forma. —Señaló a Avernia.

—No, no —susurró Dulcinia y se quitó su propio manto.

Avernia estaba tumbada de espaldas, con la cabeza vuelta como si mirara hacia la escalera y la mejilla en un charco de sangre. Dulcinia le cerró los ojos, le limpió la sangre de la boca y apoyó la cabeza de Avernia sobre su manto doblado.

—¿Dónde está Lucila? —preguntó temerosa.

Había al menos una docena de personas alrededor del cuerpo y seguían llegando más desde la plaza.

—Sí —repitió Ludolf—. ¿Dónde está Lucila y, en nombre de Dios, dónde está mi madre?

Llevó un rato aclarar las cosas. Los hijos de Avernia recordaban haber llevado una carta de Stella a Florencia, pero no sabían nada más sobre el asunto. Su madre no había soltado palabra sobre el contenido.

—Debió escribirle el día que llegó Lucila —dijo Ludolf—. Él esperó hasta que se fue Padre y entonces vino. Pero, por todos los santos, ¿por qué se llevó a Madre? Con todo el respeto para tu amiga, ella es abiertamente defensora del papa y sirve a sus intereses. Pero Madre… ¿qué puede haber hecho ella para merecer su desagrado?

—Lucila sabía que estaba en camino y sabía que si él te desafiaba no la entregarías sin luchar —dijo Dulcinia—. Ella, y probablemente también tu madre, querían protegernos. ¿Qué hubiera hecho tu padre si hubiese estado aquí?

Ludolf resopló.

—No creo que le hubiese permitido que se tomase su hospitalidad tan a la ligera, ni siquiera siendo el hijo del señor al que debe obediencia.

—Sí —dijo Dulcinia—. Eso es lo que pensaba y Lucila lo sabía. No tenía muchos hombres, es muy probable que la mayoría estén con su padre esperando al rey franco. Él se llevó a tu madre como rehén para garantizar su seguridad.

El cuerpo de Avernia yacía sobre la mesa de la cocina, donde habían desayunado hacía sólo unas horas.

Sus hijas la estaban lavando, preparándola para el funeral.

—Dulcinia, ¿vendrás conmigo? —preguntó Ludolf—. Saldremos en una hora.

—Sí, con todo mi corazón.

Él fue a la cocina para consolar a las llorosas mujeres y presentar sus últimos respetos a Avernia. Dulcinia corrió escaleras arriba para vestirse.

Fieles a la palabra de Ludolf, salieron antes del mediodía. Aunque la mayoría de los hombres capaces estaban con su padre, Ludolf consiguió reunir a veinte barbas grises bastante formidables que habían permitido a los hombres más jóvenes hacer campaña con Ansgar.

Dulcinia los veía como un grupo de aspecto peligroso, posiblemente no tan ágiles o animados como los jóvenes, pero con mayor experiencia y una furia sombría. Adalgiso había matado a uno de los suyos y secuestrado a la esposa de su señor. Si le cogían, se encontraría con una desagradable recompensa.

Se detuvieron en el monasterio de Temi. Ludolf no se anduvo con sutilezas con el padre abad.

—No me importa quién sea —le dijo—. Entró en mi casa sin permiso, cogió a mi madre y a una de nuestras huéspedes y, cuando una de nuestras criadas intentó impedírselo, la asesinó. Quiero a mi madre de vuelta. Ella no le ha hecho ningún daño y él debe pagar por sus crímenes.

El abad levantó las manos, pero no pudo hacer mucho más aparte de señalar la dirección aproximada que había tomado Adalgiso y hablarle con amargura.

—Todo lo que hizo fue comer mucho, beber aún más y después sentarse (cuando no estaba durmiendo, claro está) para ordenar que le sirvieran cosas. No me confió de dónde venía, ni lo que hacía aquí, ni adónde iba. Y si hubiera sabido que pretendía hacerle algún daño a vuestra familia os hubiese advertido porque, por lo que a mí respecta, un vecino infeliz causa más problemas que un rey distante y vuestro padre conoce bien mis sentimientos. Y vos también deberíais. Si vais tras él, os prestaré monturas frescas.

Ludolf asintió, cogió los caballos y se marchó. Afortunadamente, el camino que había tomado Adalgiso se estrechó pronto. Era poco transitado, así que las huellas frescas de un grupo de hombres a caballo tenían que ser las suyas. El camino llevaba hasta un páramo montañoso de coscojas, sauces, retama dorada, rosas silvestres y escaramujos. El paisaje poseía una belleza extraña, las flores amarillas de la retama se entremezclaban con las blancas y espinosas del escaramujo y, aquí y allá, las rosas silvestres color rosa y las peras en flor parecían explotar entre la espesura de robles y sauces aún desnudos.

Dulcinia era una buena amazona, pero esta senda ponía a prueba sus habilidades. En una ocasión, uno de los caballos metió la pata en un agujero y lanzó a su jinete a un montículo de escaramujo. El caballo recibió una herida superficial, el jinete quedó más incómodo que herido, pero tuvieron que quitarle la silla al caballo castrado y dejarle encontrar el camino de vuelta mientras su jinete se quedaba con una de las monturas de refuerzo recibidas en el monasterio.

—Lo único bueno que tiene esto —le dijo el herrero a Ludolf— es que no pueden dejar el camino. No tendremos que cazarlos en el bosque.

El camino ganó altitud con rapidez pero, cuando llegaron al punto en que bajaba, Dulcinia vio un río que serpenteaba a través del estrecho valle.

—Lo más probable —dijo el herrero— es que se haya dirigido hacia el agua.

Ludolf asintió.

—¿Qué te apuestas a que su rastro se desvanece junto al río?

—Nada —respondió el herrero—. Es una apuesta segura.

Lo fue.

Stella era una buena amazona. Lucila estaba agradecida por ello. Fue capaz de seguir el paso. Adalgiso estaba claramente asustado. Lucila maldecía su suerte y se prometió a sí misma que haría todo lo posible por mantener el coraje del cobarde. Era un idiota y, por tanto, peligroso, pero no quería ni pensar en un idiota aterrorizado. Por lo pronto, cabalgaban demasiado rápido. El ritmo que Adalgiso imponía cansaría a los caballos antes del anochecer. A no ser que supiera de un lugar conveniente para conseguir nuevas monturas, tendría que ir a algún sitio donde los animales pudiesen beber, comer y descansar, o pronto irían casi todos a pie.

A pie en el bosque, pensó Lucila mientras observaba el espeso páramo que la rodeaba. Esta zona camino de las montañas nunca había estado abundantemente poblada, ni siquiera en tiempos romanos; ahora estaba desierta. Ni siquiera los bandidos podrían prosperar aquí… a menos que les gustara robarse los unos a los otros.

No mucho después del mediodía, llegaron al río y tiraron de las riendas.

—Para —le dijo Eberhardt a Adalgiso—. Nuestras monturas no eran las mejores cuando empezamos y ahora están prácticamente hundidas.

Las monturas de Stella y Lucila eran las que estaban en mejores condiciones. Las mujeres pesaban menos que los hombres, pero hasta sus caballos echaban espuma por la boca y Lucila había notado que ya no servía de nada espolear al animal. Al menos cinco hombres del grupo se habían rezagado a unos cuantos kilómetros cuando los caballos empezaron a tropezar y frenarse en terreno rocoso.

—Supongo —dijo Adalgiso mirando a sus compañeros—. Supongo que será lo mejor.

—Además —dijo Eberhardt—, podemos usar el agua para ocultar nuestro rastro.

Después, los dos hombres se alejaron, hablando juntos en voz baja. Lucila desmontó, aflojó la cincha de su silla e hizo andar a su montura en círculos para refrescarla. Stella llamó a Lucila para que la ayudara a desmontar. Era una mujer pequeña, pero una vez en tierra siguió su ejemplo.

Lucila vio cómo algunos de los hombres de Adalgiso simplemente permitían a sus monturas beber sin dejar que se enfriaran primero.

—Oh, sí —susurró Lucila—. Pronto irán a pie.

—Estoy dolorida —dijo Stella—. Solía ir de caza con Ansgar y con Gerald y sus halcones casi todas las semanas, pero no lo hago desde hace algún tiempo. Hijo de puta, probablemente tenga rozaduras por culpa de la silla antes de que acabe el día. —Después le dedicó a Adalgiso varios insultos en el argot de las calles romanas—. Lo siento, Lucila. Siento muchísimo haberle escrito sobre ti, pero cuando te vi me entró pánico. Verás, que Ansgar me sacara de ese burdel de Rávena fue lo más maravilloso que me haya ocurrido nunca. Simplemente no me podía creer mi buena fortuna y estaba segura de que compartirías mis antiguas… ¿qué son, fechorías?… con él.

—Yo no las llamo fechorías —dijo Lucila—. Los hombres actúan como si las mujeres no tuviéramos que comer. ¿Qué demonios piensan que podemos vender, aparte de nuestros cuerpos?

—Bueno, eso no lo sé —dijo Stella—. Creo que piensan que debemos preservar nuestra castidad al coste de nuestras vidas, pero debo decir que tanto tú como yo hicimos algo más que conseguir algo para comer. Tú te ganaste la compañía y protección de Adriano y yo estaba cómodamente mantenida por varios altos oficiales de la iglesia.

—Te dije que no te fiaras de ese bastardo de Aldric. ¿Qué pasó en Rávena? —preguntó Lucila.

—Me vendió a un burdel. Sus, ummm, asuntos no prosperaron como él pretendía. El arzobispo le llamó chaquetero y le dijo que un hombre que traicionaba a un señor, traicionaría a otro. Esto era cierto, más cierto que cierto. Sólo que a quien traicionó fue a mí. Mi venta le proporcionó el dinero para el pasaje a Constantinopla. Ser vendida fue la experiencia más vergonzosa y humillante de mi vida.

—Por no mencionar inconveniente y terriblemente peligrosa —dijo Lucila—. Pero supongo que un golpe de mala fortuna presagia un cambio completo de la misma mala fortuna. La rueda gira —continuó—. Hécuba Regina. Todos giramos con ella.

—¿Quién es Hécuba? —se quejó Stella—. No creo que fuera buena cosa que Adriano te enseñara a leer. Desde entonces has estado desconcertando e irritando a tus amigos con extraños retazos de conocimientos arcanos y misteriosas citas.

—Hécuba era una reina que acabó su vida como esclava —le contó Lucila—. Simplemente quería decir que nada es permanente, excepto el cambio.

—¿Ves? —Stella estaba irritada—. A eso me refería.

—¿Me estabas hablando de Ansgar? —le recordó Lucila.

—Sí, bueno, al poco de estar abajo ya estaba arriba, porque Ansgar fue al burdel. Nos «visitamos» unas cuantas veces —dijo Stella con mojigatería—. Y después le dijo a ese alcahuete corto de luces de Milo, el dueño del burdel, que no quería que yo tuviese otros clientes. Quería ser el único hombre de mi vida. Por supuesto, ese cerdo apestoso de Milo quería que hiciese trampas, pero no lo hice.

—Debió ser toda una batalla —dijo Lucila.

—Lo fue, pero gané. Sé que ese tipo de acuerdos suelen ser deshonestos, pero un señor adinerado como Ansgar… no quería perderle. Oh, no, pensaba, no me arriesgaré.

Lucila cogió las riendas de la mano de Stella y condujo a los caballos hacia el agua. Stella se arrodilló en la orilla, bebió con las manos y se echó agua en las mejillas.

—¿Tenía dinero ya entonces?

—Sí —dijo Stella, poniéndose derecha—. Había echado del pueblo a ese piojo rapaz de Trudo y usado sus ganancias vilmente obtenidas para sus necesidades.

—Una de las cuales fue liberarte del burdel.

—Sí, y fue bueno que no hiciese trampas, porque sólo un mes después de encontrarnos me di cuenta de que estaba embarazada.

—¿Ludolf?

—Sí. Gracias a Dios que sacamos a Adalgiso de la ciudad; ¡estaba tan asustada por mi hijo! Mira que horriblemente fácil le resultó apuñalar a Avernia. Lucila, ¿crees que está muerta?

Stella miró a Lucila y Lucila se dio la vuelta para entretenerse con parte de la cabezada del caballo. La súplica en los ojos de Stella era casi insoportable. Ella y Avernia habían estado juntas durante mucho tiempo.

—No lo sé —respondió Lucila—. Por lo que vi, puede que esté sólo levemente herida. Escúchame, Stella. Cuando cerebro de gachas y el amigo que piensa por él vuelvan, ¿quieres que intente persuadirlos para que te dejen aquí?

Stella miró a su alrededor. Habían dejado atrás el último asentamiento humano, una granja derruida, hacía algunos kilómetros. Ambos lados del río estaban cubiertos de maleza y pequeños árboles.

—Oh, Dios, no. No en este horrible bosque.

—Puede que tu hijo nos siga —dijo Lucila.

—Oh, en nombre del cielo, imagínate si no lo hace. Si Adalgiso me deja aquí, me moriré. Moriré al instante. No lo hagas, por favor. No le hagas una sugerencia tan espantosa.

Lucila suspiró.

—Stella, no haré ni diré nada que te ponga las cosas peor, pero yo preferiría arriesgarme en el bosque, como tú lo llamas, antes que con Sir Poco Seso y su sobón amigo. Por cierto, ¿es verdad que el señor alto-oscuro-y-estúpido te conoce de Rávena o puedo descubrir su farol en algún momento?

—Oh, Dios, Lucila, no lo sé. Ellos… ellos eran todos iguales para mí. Dicen que no es pecado si no lo disfrutas. Bueno, si eso es cierto, no cometí ningún pecado en Rávena, excepto con Ansgar.

Sonrió un poco ante el recuerdo y eso transformó su cara de la misma forma que un rayo de sol ilumina a una flor.

Lucila sintió que el corazón le dolía de pena. Oh, Dios, soy una mujer horrible, pensó. Una mujer vengativa por haberlo empezado todo. Y entonces decidió que su opinión sobre sí misma era probablemente cierta y que el arrepentimiento era la más inútil de las emociones.

En ese preciso momento, Adalgiso y Eberhardt regresaron y todos se pusieron de nuevo en marcha. Como Lucila pensaba, se introdujeron en el lecho del río. El agua no era profunda, pero el fondo era tan rocoso que no podían avanzar deprisa. Lucila seguía esperando que continuaran por el curso del río durante unos cuantos kilómetros y así darle tiempo a Ludolf para que les alcanzase, pero no lo hicieron. Sin embargo, una cosa la alentó. Dos de los caballos fallaron y Adalgiso tuvo que abandonar a cuatro de sus hombres. No los suficientes, pero algo era algo. Vio cómo a Stella se le iluminaba la cara. Espero, pensó cuando vio el miedo en los ojos de Adalgiso, espero que reciba lo que se le echa encima. Si está en mis manos, lo recibirá.

A Chiara la despertaron unas fuertes sacudidas.

—Sí, sí, déjalo ya —le dijo al espíritu—. Ni siquiera ha salido el sol y, además —siguió en tono indignado mientras intentaba enterrarse más profundamente bajo las mantas—, ¿qué le has hecho a Hugo? Tenías su cuerpo en la iglesia anoche.

—¡Hugo está muerto! —dijo el espíritu.

Esta afirmación consiguió que Chiara sacará la cabeza de las sábanas.

—Lo has matado —dijo, acusando al espíritu.

—No lo hice —fue la indignada respuesta—. El rayo le provocó la muerte. Y os hubiera matado también a ti y a tu padre si yo no os hubiera advertido para que os quedaseis en el porche.

—No te creo —gritó Chiara.

Se produjo un sonido que empezó como los ruidos de siseo y chisporroteo que hace un fuego cuando llueve sobre él, después se elevó de volumen, con tonos cada vez más profundos, hasta que acabó con el explosivo rugido de un oso enfadado.

Entonces Chiara vio cómo se bajaban las sábanas y algo la levantaba en volandas agarrándola fuertemente del antebrazo.

—¡Arriba, arriba, arriba! Y vístete. ¡Ahora! Tú y tu padre debéis huir de la ciudad.

Chiara contestó con un chillido de furia.

—Mi modestia, mi reputación.

—A la mierda tu modestia y tu reputación. De nada te servirán si estás muerta. ¡Arriba!

Ella se quedó de pie y fue tambaleándose hacia el rincón donde estaba el baúl de la ropa.

—¡Ayyy! —Chiara dio otro grito.

—Por todos los santos y demonios —rugió el espíritu—. No te he tocado. ¿Qué pasa ahora?

—El suelo está frío y estoy descalza. Cogeré una pulmonía.

—Cállate y deja de chillar. Vístete.

Levantó a Chiara tirando del cuello del camisón y la depositó al otro lado de la habitación, junto al baúl.

—¡Y ahora, vístete!

—Podrías, por favor, marcharte. Y no intentes hacer trampa. Sé cuándo estás en la habitación y no me sacaré el camisón hasta que hayas salido —gritó Chiara.

En ese momento se abrió la puerta de golpe. Armine estaba allí de pie, con una vela en la mano. Era una luz bastante brillante y Armine podía ver toda la habitación. Había una cama, el baúl de la ropa y nada más. Nadie podría esconderse allí pero, sin lugar a dudas, su hija hablaba con alguien… hablaba en voz muy alta, de hecho.

Chiara se quedó sin respiración y olvidó la ropa.

—¿Qué haces aquí?

—No importa —dijo Armine—. ¿Con quién hablas?

—Oh —dijo Chiara—. ¿Ves lo que has hecho? —le habló al aire.

Armine se persignó.

—Maldito seas, idiota supersticioso —gritó el espíritu y le abofeteó las orejas violentamente.

Armine se cayó al suelo de culo.

—Levántate, idiota —gritó de nuevo el espíritu—. De pie. —Levantó a Armine y lo puso derecho.

Armine dio un grito balbuciente.

—Vale, para ya, para ya de una vez. Deja a mi padre tranquilo, ¿me oyes? No sé qué pretendes con estas tácticas tan despóticas. Todo lo que estás consiguiendo es asustarlo.

El espíritu se detuvo.

—En estos precisos instantes el rey decide vuestro destino, Chiara. Está furioso. Hugo le ha dicho que tú rescataste al lobo. Se ha vuelto loco de rabia.

—¿Quién? —preguntó Chiara, completamente desconcertada.

—El rey, maldita sea. El rey —gritó el espíritu.

—¿Quién? ¿Qué? ¿Cómo? Chiara, ¿hablas con alguien? ¿Con alguien que no puedo ver? —exigió Armine.

—Bueno, ya basta, los dos. —Chiara dio una patada en el frío suelo con uno de sus pies desnudos y se lastimó. Retrocedió hasta la cama, se sentó en el borde, cruzó los brazos, cerró los ojos y elevó con determinación su pequeña barbilla.

—Si no paráis de fastidiarme los dos, nunca os volveré a hablar a ninguno.

Armine entró con cautela en la habitación, lanzando unas miradas un tanto enloquecidas a su alrededor.

—Chiara —preguntó—, ¿hay aquí alguien a quien no puedo ver?

Los ojos de Chiara se abrieron de pronto.

—Sí, es el amigo de Hugo.

Armine asintió. Se movió despacito hasta el baúl de la ropa, vela en mano.

—¿Hay alguien sentado aquí? —preguntó.

—No —dijo Chiara—. Al menos… —ella también miraba a su alrededor— al menos no creo que se siente.

—No lo hago.

—No lo hace.

—Bueno, pues yo sí —dijo Armine mientras se sentaba—. Ahora, Chiara, dime lo que está pasando. Primero, sé que no fue Hugo el que entró en la iglesia anoche. No estoy seguro de quién o incluso… —miró a su alrededor nervioso—, de qué era, pero no era Hugo. Ese hombre era una lombriz. Nunca podría haber conseguido esa mirada de arrogante autosuficiencia. Y la tierna forma en que me ayudó a llevarte a tus habitaciones anoche no era nada característica de Hugo. Ni tampoco el hecho de que estaba completamente sobrio y, además, nos ayudó al obispo y a mí con los heridos durante la mayor parte de la tarde. Y seguía sobrio. Comió algo de pan y queso, rechazó el vino y se fue a dormir. ¿Hugo? No. Eso no se lo cree nadie.

El espíritu comenzó a reírse.

—Se está riendo —dijo Chiara de mal humor—. Se ríe mucho, especialmente de mí.

—Está bien que tenga sentido del humor —dijo Armine—. Ahora, dime lo que tiene en la cabeza.

—Dice que el rey nos va a arrestar… bueno, no a nosotros…

—A ti —dijo el espíritu.

—A mí —le dijo Chiara a su padre. Se retorcía los dedos sobre el regazo—. Parece…

—No hay tiempo para explicaciones —dijo el espíritu—. Debemos marcharnos. El rey redacta las órdenes de arresto en estos instantes. Sus consejeros tratan de disuadirlo de comenzar un baño de sangre, pero no escucha. Tanto peor para él. La única razón por la que la guardia de palacio no está ya en la habitación es porque los soldados a los que mandó buscar están en Susa y todavía no han llegado. Cuando lo hagan, barrerán limpiamente a todos los que él considere enemigos. El obispo está ya cargado de cadenas, pobre anciano. Si no escapáis ahora, bien podríais encontraros ambos explorando esa botella bajo la iglesia, ésa en la que el lobo estaba prisionero. Ahora díselo, Chiara; si le quieres, adviértele ahora.

—Padre —dijo Chiara sin aliento, para después repetir la información del espíritu palabra por palabra.

Armine escuchó. La cera corría vela abajo hasta su mano y le goteaba sobre los dedos.

—Ay —fue todo lo que dijo. Después inclinó la vela para que la cera cayera sobre el suelo. Siguió escuchando con atención.

Cuando terminó de hablar, Armine fue corriendo hasta la ventana. El palacio estaba lleno de luces, una en casi todas las ventanas.

—Vístete —dijo cuando se dio la vuelta—. Ahora. Deprisa. ¿Dónde está Gimp? —le dijo al aire.

Un segundo después, Chiara respondió.

—Se ha ido y… —movió las manos— el oso… así lo llamo yo, el oso… dice que se llevó con él lo que quedaba de Hugo —miró de nuevo hacia arriba y escuchó—. Dice que probablemente estén ya cruzando el río. Dice que nos apresuremos, que él ensillará los caballos.

—¿Puede hacer eso?

—Puede llenar mi cama de rosas, abofetearte las orejas, darle un puñetazo a Bibo y patear a Hugo. No me cabe duda alguna de que podrá ensillar caballos.

Ludolf era hijo de su padre. Le irritaba ver que perdía el rastro de Adalgiso en el río, pero comprendía cómo manejar la situación. El herrero y algunos de sus amigos cabalgaron río abajo, pero Ludolf fue río arriba con Dulcinia y el resto de los hombres.

La cantante pensó que su caballo había tropezado con algo en el fondo del río hasta que vio la flecha que sobresalía de uno de sus flancos. Logró sofocar un grito y, un segundo después, el brazo de Ludolf la levantaba en volandas de la silla mientras galopaba para ponerse a cubierto en la orilla. Desmontaron en un bosquecillo. Los árboles eran abetos rojos, densamente rodeados de escaramujos.

Dulcinia miró atrás. Su caballo había caído; daba coces y se retorcía en el agua, que ahora corría roja.

—Creo que los hemos encontrado —dijo Ludolf.

Sin haber recibido orden alguna, uno de los hombres cabalgó de vuelta, manteniéndose bajo cubierto en la frondosa orilla del río.

—Advertirá al herrero —le dijo Ludolf a Dulcinia.

—El caballo —dijo ella.

Ludolf sacudió la cabeza.

—Probablemente ya esté muerto.

, pensó Dulcinia, echando un vistazo a través de la pantalla de espinosas vides. El animal se había quedado quieto. De repente notó que le temblaba todo. Ésa… ésa podría haber sido yo.

Ludolf se quitó el manto y la envolvió con él.

—Te mandaré de vuelta con uno de los hombres. No deberías haber venido…

—No —dijo Dulcinia. Se dio cuenta de que susurraba—. No, tanto tu madre como Lucila pueden necesitar de los cuidados de una mujer cuando les alcancemos.

Ludolf asintió ausente. Observaba la otra orilla del río a través de la red de vides.

—¿Cuántos piensas que serán? —le preguntó a uno de los hombres más mayores que le acompañaban.

—No muchos, pero somos pocos y no harían falta muchos para bloquear el sendero.

En ese preciso momento llegó el herrero cabalgando velozmente. Desmontó y se puso a cubierto junto al resto. Mantuvieron un consejo de guerra, con las cabezas juntas, tras las coscojas y las vides.

—¿Cuántos? —preguntó el herrero.

—Sólo unos cuantos —respondió Ludolf—, pero con dos bastaría.

Dulcinia miró hacia la otra orilla y vio el porqué. En la zona en la que estaban el río era ancho, pero poco profundo; en la orilla opuesta un sendero empinado subía hasta una cima. Si arremetían contra la posición que los arqueros mantenían detrás de la cima, éstos podían masacrarlos mientras cruzaban el río y serían blancos fáciles en la cuesta que subía hasta allí.

—Pretenden frenarnos —dijo Ludolf—. Probablemente se vayan sigilosamente cuando se haga de noche.

—No —susurró el herrero—, la que mataron era mi esposa. Aproximadamente a un kilómetro de aquí hay otro vado. Mis hijos y yo podemos ir a pie. Apareceremos detrás de ellos. Haz una incursión, mi señor, finge que te hacen retroceder. En una hora, mis hijos y yo te traeremos sus cabezas.

Ludolf se volvió hacia Dulcinia.

—Quédate aquí. No te levantes.

Ludolf y sus hombres se reunieron y corrieron río abajo hasta entrar en el agua. Las flechas volaron desde el lado opuesto. Esta vez no eran flechas de ballesta. El grupo de incursión huyó a cubierto.

Dulcinia podía oír cómo algunos de los hombres se reían entre dientes, aquellos que todavía tenían resuello. El resto resoplaba y jadeaba. Ludolf se reía.

—Podríamos forzar el paso, mi señor —dijo uno de los hombres.

—Sí —respondió Ludolf—. Pero entonces huirían y no sabríamos hacia dónde van. Así es mejor. Él los cogerá vivos.

—¿Qué quieres decir? —susurró Dulcinia.

—Averiguaremos hacia dónde se dirigen —le dijo Ludolf.

—¿Y si no lo dicen? —preguntó ella.

Ludolf y sus hombres se rieron con ganas ante la pregunta. Al cabo de unos momentos, Dulcinia pudo saber el porqué.

Stella y Lucila llegaron al monasterio al anochecer. Adalgiso y Eberhardt prácticamente las tiraron de los caballos y las condujeron delante de ellos hasta entrar en el claustro. Los monjes estaban cenando en la mesa del refectorio en el salón. Se pusieron en pie, asombrados al ver a dos mujeres entrar en el comedor. El prior se levantó y protestó.

—¡Mis señores!

Adalgiso desenvainó la espada.

—¿Dónde está mi señor abad? Hacedlo venir de inmediato.

—Está cenando en privado con algunos amigos —contestó el prior.

—Llevadme hasta él. Eberhardt, tú quédate aquí. Vigila a las mujeres.

—No sé adónde podríamos ir —tartamudeó Stella. Acto seguido se echó el velo hacia atrás.

Todos y cada uno de los hombres de la habitación la observaron extasiados.

—Oh, dios —susurró Lucila mientras se cubría aún más la cara con su velo.

Stella todavía era bella. Incluso estando cansada, quemada por el viento y desaliñada, igual podría haber sido un pavo real contoneándose ante una bandada de cuervos. Era una pequeña rubia de piel clara, ojos azules y proporcionada figura. Lucila estaba segura de que ninguno de los hombres de la habitación había visto antes a alguien como ella. Lucila volvió a ponerle el velo a Stella, le peinó el pelo hacia atrás y le puso el manto sobre los hombros con más firmeza.

—Por favor… —le dijo Lucila a Eberhardt—. Encuéntranos un lugar donde podamos… —estuvo a punto de decir permanecer desapercibidas, pero lo cambió por— descansar y refrescarnos.

Él también parecía nervioso.

—En cuanto pueda —dijo.

—Estoy dolorida —dijo Stella, con tono infantil—. Y tan cansada que casi no puedo tenerme en pie.

Lucila cogió a Stella del brazo.

—Shh, Stella. Todo irá bien.

—Oh, qué mentirosa más dulce eres —dijo Stella—. Pero no, nada irá bien. Aún así, me gustaría tumbarme, si fuera posible.

Adalgiso volvió. Estaba con otro hombre, obviamente un soldado, grande, de mirada dura, que llevaba una túnica y una espada. Empezó a reírse cuando vio a las dos mujeres.

—¿Regalos para mí? —preguntó—. ¿Qué me decís, señoras? ¿Eh?

Stella se apartó de él con temor.

Él se encogió de hombros.

—La esposa de Ansgar. ¿Por qué demonios la has traído?

—Quería asegurarme de que no me siguiera —dijo Adalgiso.

—Probablemente lo haga, pero yo me encargaré de él. —Después se dirigió al prior—. Lleva a las damas a la casa de invitados. Asegúrate de que tengan algo para comer y un poco de vino. Vamos —les dijo a Adalgiso y Eberhardt—. El cerdo está tan a punto que se cae del asador.

Se volvió a los monjes que se sentaban a la mesa y todavía miraban a las mujeres con la boca abierta.

—Una ronda extra de vino para todos en honor del hijo del rey.

Después salió rodeando a Adalgiso y Eberhardt con los brazos.

El prior, un hombre anciano con una inamovible expresión de condena, las condujo hasta la casa de invitados.

—¿Quién era ése? —preguntó Lucila.

—Dagobert, uno de los amigos de mi esposo. Supongo que es inofensivo —susurró Stella—. Pero es tan grande y bocazas…

El monasterio formaba un cuadrado, con la iglesia a un lado, los aposentos de los monjes a otro y un jardín entre ambos. Tanto el frente como la parte trasera estaban protegidos por altos muros interiores; la casa de huéspedes ocupaba un muro entero, los establos el otro.

La habitación a la que fueron llevadas bien podría haber sido un establo. Pensándolo mejor, Lucila decidió que los establos debían ser más cálidos. Al menos tendrían heno sobre el que tumbarse. En la casa de invitados dos plataformas de piedra helada hacían las veces de camas y la pequeña chimenea de una de las esquinas servía para calentar la habitación. O hubiera servido para ello si hubiese estado encendida, pero dado que el hogar estaba oscuro y frío, lo único que hacía era crear una corriente que dejaba entrar el aire frío de las montañas a través del agujero del tejado.

—Podéis descansar aquí —les dijo el prior; después se dio la vuelta para salir. Estaba ya oscuro y la única luz que había era la lámpara que llevaba en la mano.

—Esperad —dijo Lucila—. Necesitamos fuego, mantas y comida.

El prior la empujó a un lado y siguió andando. Lucila volvió a saltar delante de él.

—Al menos dejadnos algo de luz —dijo mientras le arrebataba la lámpara de las manos.

Él la apartó de un codazo.

—Ninguna mujer tiene derecho alguno aquí. Os he mostrado dónde cobijaros; no veo razón para ofreceros nada más.

Se fue, cerrando de un portazo.

Stella lloraba en silencio. Lucila todavía tenía la lámpara en la mano. La puso dentro de la chimenea y fue en busca de madera. Encontró una poca cerca de la puerta, además de algunas astillas. En unos minutos había conseguido encender un fuego. Cuando Stella lo vio, se secó las lágrimas y fue a arrodillarse junto a Lucila cerca de las llamas.

—Es reconfortante —dijo.

Lucila apagó la lámpara.

—El fuego servirá para dar luz. Stella, mucho me temo que no tendremos nada para comer esta noche. Este Dagobert, ¿podemos confiar en él para que te cuide hasta que tu hijo o marido te encuentren?

—No —dijo Stella rápidamente—. Como tantos de ellos, de los soldados, me refiero, es un borracho. Por eso está el prior tan enfadado, porque él está aquí… él y sus hombres se están bebiendo todo el vino que los monjes habían almacenado para el año. En teoría, él es el abad, pero nunca viene aquí, salvo para vaciar la bodega. Faltan meses para la cosecha y ya no quedará vino. Dagobert y sus soldados se sentarán en las cocinas y comerán y beberán, sobre todo beberán, durante todo un mes. Después de eso los monjes se quedarán sin nada. No es culpa nuestra, pero el prior no lo sabe; y, si lo supiera, probablemente tampoco le importaría.

—¿Desiderio deja que sus hombres hagan lo que les plazca? —preguntó Lucila.

—Oh, sí —respondió Stella—. Todo lo que les plazca.

Lucila se concentró en alimentar el fuego. La habitación se empezó a caldear.

—Ni siquiera hay un cerrojo en la puerta —dijo—. Creo que deberíamos dormir cerca de la chimenea. Aquí estaremos más cómodas.

Se había vestido para el viaje y llevaba un manto grueso. Lo extendió sobre el suelo cerca de la chimenea para que Stella se tumbase. Ella lo hizo y se puso el velo a modo de almohada bajo la cabeza.

—Oh, querida —susurró—. He sido tan tonta.

Pero entonces cerró los ojos y se quedó dormida, dejando a Lucila despierta y preocupada.

Lucila pasó un tiempo intentando encontrar una forma de bloquear la puerta. Al final tuvo que contentarse con ponerle una astilla de madera a modo de cuña. De vez en cuando podía oír los sonidos de juerga que llegaban desde la cocina del monasterio. Una vez sonó algo que parecía el grito de una mujer. ¿Mujer? ¿Aquí? Sí, por supuesto Dagobert y sus hombres no viajarían sin mujeres. Los soldados casi nunca lo hacían. Y no los importaría herir los sentimientos del prior. Sospechaba que los sentimientos de aquellos que dedicaban sus vidas al trabajo y la oración no significaban nada para Dagobert y sus seguidores. Así que intentó dormir, pero el suelo estaba frío, por no hablar de duro, y Stella monopolizaba la mayor parte del manto de lana. Además, Stella había escogido el punto más cercano al fuego, dejando a Lucila a merced del frío y la oscuridad. Pero, finalmente, Lucila se sumergió en un ligero sueño, así que fue la primera en despertar al oír el ruido de alguien que trataba de abrir la puerta.

Era tarde, el sol ya tocaba las colinas más allá del río, cuando el herrero y sus hijos cruzaron el río con su prisionero. Sólo había uno. Había cuatro arqueros en la orilla opuesta, pero los otros tres estaban muertos.

Como Ludolf prometiera, al final habló. Pero hasta a Dulcinia le sorprendió que durara tanto. No presenció el interrogatorio, pero oyó lo bastante como para tener una idea bastante aproximada de lo que sucedía. El herrero y sus hijos desempeñaron un papel activo en el asunto, pero Avernia era su madre y se les podía perdonar el excesivo entusiasmo que mostraban en sus métodos.

Cuando el prisionero se derrumbó, habló de todo. Pero ni siquiera él sabía dónde había escondido Adalgiso a Gerberga. Le hicieron sufrir lo suficiente como para asegurarse de que decía la verdad sobre el escondite de Gerberga y sus dos hijos y después Ludolf atravesó con su espada el corazón del mercenario.

Para entonces ya era de noche. Dulcinia se acercó de nuevo a Ludolf mientras algunos hombres terminaban de desnudar el cadáver del arquero y se llevaban el cuerpo para tirarlo por un barranco.

También hubo muchas quejas entre los seguidores de Ludolf porque el herrero y sus hijos habían saqueado los cadáveres de los otros tres mercenarios y se habían quedado con el botín. Ludolf dijo simplemente que habían hecho el trabajo y se merecían la paga.

—Siento que hayas tenido que presenciar eso —le dijo a Dulcinia.

—No vi la mayor parte.

Él asintió.

—No creo que ninguna mujer desee ver a su hombre en la guerra, pero Stella es mi madre. No permitiré que abusen de ella. No sin una compensación. ¿Cómo podría pedir control sobre mis tierras si no soy capaz de defender su honor? ¿Todavía deseas casarte conmigo?

—Sí.

—Puedo ver cómo toda esta sinrazón podría convertirme en un gran señor.

—Shh —susurró Dulcinia—. No dejes que te oigan.

—No, ahora estamos solos, pero si el rey Desiderio pierde ante Carlos, hay un gran trecho de terreno vacío entre el dominio de mi padre y el de Rufus. Podríamos dividirnos la tierra entre nosotros. Rufus y mi padre, quiero decir. Y jurarle lealtad al papa y al rey franco. Tiempo atrás allí había una ciudad y hasta una docena de pueblos. Y pueden volver a levantarse y hacer ricos a sus señores.

Dulcinia le cogió de la mano.

—Pero entonces no querrás por esposa a una chica que canta.

Él se llevó la mano de Dulcinia a los labios.

—Oh, sí, sí querré. Stella es una buena madre para mí y una buena esposa para mi padre, digan lo que digan los hombres de ella. Sí, he oído las historias. Pero no me importa. Además, posees la confianza de Lucila y el favor de Adriano.

—Sí, a Adriano le caigo bien y puede que hasta contribuya a mi dote. Creo que lo haría. Especialmente si consigues rescatar a Lucila y encontrar a la reina franca huida. Creo que consideraría favorablemente tus deseos de limpiar estas tierras de bandidos para cultivarlas. De hecho, creo que le encantaría la oferta.

—Monta. Tendré que encargarme de unas cuantas cosas. Atacaremos cuando lleguemos al monasterio esta noche. Conozco bien el lugar. Un tal Dagobert estará allí con sus hombres. Si mi madre se encuentra bien, seré compasivo. Si no…

Dulcinia observó formarse en su cara la misma expresión que tenía cuando el herrero y sus hijos habían traído al prisionero desde el río. No había disfrutado con lo que había hecho, pero eso no le había detenido ni por un instante. Había visto la misma expresión en la cara de Lucila y también en la del papa Adriano, con similar frecuencia. Hacían lo que tenían que hacer. Y si eso les hacía perder el sueño, ella nunca vio el menor indicio al respecto. Sí, todavía le quería. Más, mucho más que a ningún otro hombre de los que había conocido o visto. Y si algún día esos ojos la miraban con la misma fría resolución, bueno, tendría que soportar las consecuencias.

Lucila se despertó del todo, fría y asustada. Sabía que debía haber dormido un rato, a pesar de lo agarrotada que se sentía, porque Stella se había dado la vuelta hacia ella y su cabeza descansaba sobre el brazo extendido de Lucila. El fuego se había consumido y ahora se reducía a unas pocas llamas azules y amarillas que bailaban sobre los ennegrecidos carbones del hogar. La habitación estaba casi tan negra como la boca de un pozo.

Oyó de nuevo el ruido de los arañazos. Lucila cerró los ojos y se obligó a ignorarlo. Algo empujaba la puerta. Lucila vio cómo se levantaban las tablas. Sus brazos se cerraron en torno a Stella. Esto es lo que había temido. Uno o más de los rufianes borrachos de la iglesia habían venido como gatos en celo en lo que debían ser las primeras horas de la mañana.

Maldijo al prior y a Dagobert por ser un par de cerdos asquerosos. ¿Por qué no les habían dado a ella y a Stella un alojamiento más seguro? ¿O decidido poner algún tipo de vigilancia en la casa de invitados? Desvío la vista de la puerta y la dirigió a Stella. Estaba allí tumbada, con los ojos muy abiertos, con aspecto de estar mortalmente aterrorizada.

—Pase lo que pase, Stella, no te resistas —susurró Lucila—. Eres demasiado pequeña; esos hombres son demasiado fuertes. Por favor, por favor, prométemelo.

Stella asintió.

Alguien llamó a la puerta débilmente.

—Probablemente estén muy borrachos. Quizá se vayan.

—Dejad de susurrad entre vosotras y abrid la puerta, putas, que tenéis clientes. Abrid y satisfacernos. Si no, tendremos que despertar a toda la casa.

Lucila se puso de pie con dificultad.

—Vamos —dijo Adalgiso—. Nadie tiene por qué saberlo. Sólo nosotros tres. Dejadnos entrar.

Tres. Lucila apostaría cualquier cosa a que Dagobert era el tercero.

—Vamos —dijo Eberhardt en un tono lisonjero—. Nadie tiene por qué saberlo. Dejadnos entrar. Retozaremos un poquito y después os libraréis de nosotros. Vamos.

Lucila fue hasta la puerta y apoyó el hombro en las tablas.

—Vete, Adalgiso. Soy muy amiga del papa. No creo que quieras hacerle enfadar. Y Stella es la mujer de uno de los hombres leales a tu padre… Estamos comprometidas… no somos libres para…

Alguien abrió la puerta de una patada.

Stella gritó.

La puerta empujó a Lucila. Sus pantorrillas chocaron contra una de las camas y se fue hacia atrás, cayendo en posición supina sobre el bloque de piedra. Su cabeza se golpeó contra él. Se quedó atontada durante un segundo. Después se vio luchando por quitarse a Adalgiso de encima.

Él le agarró un pecho, retorciéndoselo dolorosamente. Lucila gritó e intentó arañarle los ojos y la cara. Apestaba a vino, un hedor tan intenso que Lucila tuvo que volver la cara para no tener arcadas.

Stella volvió a gritar.

Lucila podía oírla suplicar.

—Oh, no, para. Por favor. Soy una mujer casada. No intentéis forzarme a deshonrar a mi marido —entonces Stella gritó—. No, no, oh, Dios, no. Para.

Lucila podía verla a la tenue luz del debilitado fuego. Eberhardt la cogía del pelo con una mano y con la otra le apretaba el cuello, casi asfixiándola, mientras Dagobert le subía el vestido.

Adalgiso también tenía a Lucila cogida por el pelo e intentaba levantarle la falda. Algo no tan sencillo, porque era una falda pantalón de montar.

Stella gritó de nuevo. Clavaba las uñas salvajemente en el brazo que le rodeaba el cuello.

Lucila levantó una rodilla, apartando el peso de Adalgiso de su cuerpo, y después se volvió. Él rodó y, como las plataformas eran estrechas, se cayó y aterrizó de espaldas en el suelo de piedra. Dejó escapar un aullido de furia, pero Lucila estaba ya de pie y corría hacia la pila de leña junto a la chimenea. En ese momento, la cabeza de Stella se deslizó a través del hueco del brazo de Eberhardt y a Dagobert le pareció que se iba a escapar. Sus faldas se le escurrieron de entre los dedos, así que retrocedió un paso y le dio un fuerte puñetazo a Stella en el abdomen, justo debajo de las costillas.

—Ahí tienes, yo la calmaré —dijo.

Stella no gritó. No podía. Lucila observó horrorizada cómo se doblaba de agonía, el color dejaba su cara y sus labios, orejas y nariz se volvían azules. Después cayó, aterrizando sobre un costado, acurrucada en una apretada bola de dolor.

Lucila había alcanzado ya la pila de leña. Cogió un tocón de una rama de roble y lo aplastó lo más fuerte que pudo contra la cabeza de Dagobert. Él se quedó sentado en el suelo, mientras la sangre manaba de un corte en la frente. Todavía en el suelo cerca de la cama, Adalgiso intentaba levantarse. Este ejercicio se complicó por el hecho de que su sobrecargado estómago eligió ese preciso momento para vomitar sus contenidos por todo el suelo.

Dagobert estaba cegado por su propia sangre y aturdido por el alcohol. Todavía trataba de levantarse pero, posiblemente por ser un poquito más listo o más ágil que Eberhardt y Adalgiso, ya había emprendido la huida. Lucila vio que tenía medio cuerpo al otro lado de la puerta.

Adalgiso permaneció de rodillas, con violentas arcadas, mientras Lucila golpeaba a Eberhardt en la cabeza con su improvisado garrote. Después le machacó la cara, rompiéndole la nariz y sacándole un ojo. Con el siguiente golpe saltaron la mayoría de los dientes y después consiguió romperle una rodilla. Tenía que finalizar su ataque, porque Adalgiso estaba por fin en pie y se dirigía hacia ella espada en mano.

Le lanzó una simple estocada, tal y como había hecho con Avernia, pero la diferencia residía en que Lucila no era Avernia y Adalgiso ya no estaba sobrio. Ella dio un paso a un lado para esquivar la espada y le golpeó la muñeca con el garrote. Él gritó de dolor.

Lucila le devolvió el grito, maldiciéndole con las peores obscenidades que sabía.

—Mira, cerdo, mira lo que tú y tus amigos habéis hecho. Habéis matado a Stella —le dijo después.

Él clavó la mirada en la mujer rubia, esbelta y antes bella que yacía sobre el suelo cerca de la chimenea. La piel de Stella estaba gris. Estaba fría y húmeda al tacto. Lucila lo sabía porque estaba de rodillas junto a ella. Un hilo de sangre le salía de entre los labios para caer sobre el suelo. Todavía tenía ambos brazos cruzados sobre el estómago y cuando Lucila intentó tocar esa zona ella dejó escapar el grito más atroz que Lucila hubiese escuchado nunca.

—No, no me muevas. No. Me moriré. Me ha roto algo dentro. Nunca había sentido un dolor tan terrible. Ayúdame, Lucila. Ayúdame. Me muero.

No parecía asustada, sino sólo asombrada ante su condición. Lucila miró a Adalgiso.

—Bueno, ya has hecho el imbécil para toda tu vida, ¿verdad?

Él retrocedió alejándose de Lucila, con la espada en la mano izquierda, mientras intentaba hacer el signo de la cruz con la derecha.

Justo entonces ambos escucharon los chillidos y gritos que llegaban desde la iglesia de la abadía.

Matrona se acercó al estanque en su forma de loba. Como siempre, oyó voces. Algunas las reconoció; otras le resultaban extrañas y a veces estaba convencida de que no eran simplemente lenguaje, sino otras formas usadas por seres que no podían clasificarse como humanos para transmitir información. Los idiomas también eran un misterio. Ella sabía muchos y su mente registraba sus cambios a lo largo del tiempo.

El propio lenguaje de su gente era todavía hablado por muchos pueblos diferentes, pero había variado tanto con el paso de los siglos, de los milenios, que ahora sería un galimatías para sus creadores. Ella misma a veces hablaba despacio, porque su mente recorría perezosamente la senda en el tiempo de un concepto convertido en lengua por las criaturas que primero utilizaron las palabras para imponer orden y pensamiento sobre el continuo, sobre los datos puros de la vida misma.

Una cosa de gran poder el lenguaje. Mucho más poderoso de lo que los hombres y mujeres que lo usaban de forma tan descuidada sabrían jamás. Matrona prestaba atención a lo que decían las voces. A veces ofrecían advertencias o señalaban un camino que debería recorrer. Pero la mayor parte del tiempo simplemente comentaban los problemas de su mundo particular o gritaban su pena o su victoria sobre las dificultades o los logros alcanzados.

Ahora, en este momento, una mujer le cantaba una nana a un bebé, acompañada por el susurrante trino de un caramillo de madera. Matrona reconoció la voz de su madre. Otrora, cuando ella se resistía al omnipresente flujo del cambio, las voces la habían atormentado. Pero ahora aceptaba su parte como espectadora elegida del viaje humano y ya no sufría ese sentimiento de pérdida que vivió al saber que el inexorable flujo de los acontecimientos le arrebataría a todos sus seres amados. Ella, como Maeniel, había escogido un puesto fuera del tiempo y, por el contrario que él o Regeane, aceptaba su misión. A sus ojos ambos eran, bueno… jóvenes.

¡Entonces oyó a Gu! Cantando. Largo tiempo atrás él le había enseñado el calendario y cómo contar los años. Ella pronunció el sonido que era su nombre con la lengua de la loba.

Todos los idiomas habían perdido ese sonido desde entonces, pero era notable que un lobo pudiera hacerlo, aunque los hombres hubieran olvidado cómo. Lo cierto es que él era un maestro de lobos y en el crudo y salvaje invierno del mundo había corrido junto a las manadas para sobrevivir.

—¡Gu! —llamó de nuevo, pero no hubo respuesta. No, se había ido con el resto.

Matrona la madre. Recordamos cuando la bestia y el hombre eran uno. Soy el talismán. Era su talismán. Las montañas rugieron, el humo cegó el ojo del sol y el invierno eterno descendió sobre la tierra.

Era nuestro sino. Entonces éramos descuidados. Gu me lo dijo. Vivíamos en el sol. Arrancábamos la fruta de los árboles, las aguas estaban llenas de vida. Seguíamos los ríos y arroyos en los años secos. Después, cuando llegaron las lluvias, toda la tierra fue nuestra y disfrutamos de su abundancia. No necesitábamos vestiduras porque los retazos de vello de nuestra entrepierna, cabeza y cuello eran suficiente. Gracias a ellos éramos bellos como los gatos, adornados por la mejor sedosidad dorada, negra, rojiza o plateada. Era todo lo que podíamos desear y nos acariciábamos los unos a los otros sin miedo, para pedir comida o amor o incluso perdón y consuelo.

Las amplias sabanas eran una fuente interminable de belleza y alimento, no sólo para el cuerpo, sino también para el espíritu. Bandadas de pájaros oscurecían el sol. Manadas de veloces bestias con cuernos y pezuñas rivalizaban con el mismísimo trueno de las tormentas. Los árboles se doblaban bajo el peso de la fruta y las flores, y las ofrecían ante nuestras bien dispuestas manos.

Hasta que habló la montaña.

Y llegaron los largos inviernos. Los largos y fríos inviernos.

Matrona no podía recordar la sonriente luz, el calor perpetuo.

También dudaba que Gu pudiera. Muchos conocían las historias sobre la luz perpetua y la inacabable generosidad de la madre de toda la vida, pero eran eso, sólo historias. Un paraíso perdido. Ella misma había nacido en el lejano sur después de que su gente siguiera a las manadas desde el norte en su migración anual, para cazarlas en las gargantas y profundidades del frondoso bosque cerca del mar. Se les permitió morar en ese margen de tierra más allá del hielo; un hielo que apresaba las colinas, las montañas e incluso la llanura y que era contenido por el agua, la única agua que sabían que nunca se helaba, la del mar rugiente.

Y en el estrecho lugar rodeado de glaciares podían sobrevivir el invierno hasta la próxima prueba, el largo viaje en el que seguían a las manadas hacia el norte al comienzo de la primavera. Así que una bella primavera, cuando se preparaban para el arduo camino, Matrona había sido entregada a los lobos.

Gu había visto las formas en el fuego y todo cayó sobre ella.

Ella fue a los lobos y la aceptaron como una vez aceptaron a Gu y le dieron un nombre. Así que la aceptaron a ella y le dieron un nombre. Y ella corrió con la manada hacia el norte como hizo su gente. Hacia la estepa, donde se encontró con la loba negra. Lucharon.

Por aquel entonces, Matrona, endurecida por las largas marchas con la manada, luchaba con el resto por su parte de la caza; el frío y el cansancio del día y la noche eternamente helados, siempre detrás de las bestias y vistiendo sólo su piel, la había endurecido hasta hacerla como mínimo igual de fuerte que el resto de los lobos. No se dejaba amilanar ni siquiera por el líder; era una poderosa oponente para cualquier lobo.

Pero éste era especial, diferente del resto. Una última y solitaria superviviente de la manada líder, la organización de lobos del pleistoceno, los canis dirus, que habían gobernado mucho antes de que se pensase siquiera en la aparición de la gente de Matrona. La dirus. Llegó para reclamar su sacrificio anual, para llevar a Matrona a la oscuridad final y al frío eterno. Y ahora Matrona vestía la piel de la loba y su alma miraba el estanque a través de sus ojos en las últimas horas de la noche.

Matrona se sacudió como si intentara librarse de los recuerdos que se aferraban a su espíritu como las telarañas a los árboles y fijó la mirada en el agua. No hubo advertencias… esta vez. Algunas veces las voces que oía estaban agitadas y molestas. Le decían que el camino era peligroso o que podría pasar algo. Se preguntaba qué camino habría tomado Regeane, cuando escuchó la voz.

—¿Es tu amor un collar y una cadena?

Matrona sonrió y se deslizó en el agua. También ella llegó al mismo bosque extraño en el que Regeane había aterrizado, pero para entonces el sol estaba alto y el aire era cálido.

Como humana, nadó a través del lago entre los árboles hasta la cascada y estudió la misma garganta ahogada por las raíces de los árboles monstruosos que parecían cubrir el suelo del mundo. Matrona había estado aquí antes. Algunas criaturas escarlata parecidas a pájaros pasaban rozando el agua para coger… ¿qué?, ¿insectos? Matrona nunca lo supo.

Arriba y más arriba se elevaban los árboles, sus copas perdidas entre las nubes antes de poder ver rama alguna. Como había hecho Regeane, se volvió loba en las aguas bajas y comenzó a avanzar con la corriente, dejando que el silencio la impregnara. Al contrario que muchos humanos, no solía pensar con palabras. En su mundo, entre los bosques azotados por el viento junto a la orilla del mar donde había nacido, la palabra se usaba para amplificar la interminable comunicación de la flexible danza de la vida sobre el cuerpo. No había conocido ni necesitado palabras cuando vivía con los lobos, ni siquiera tras luchar contra la loba dirus y matarla. Después de la llegada de Gu, no había necesitado hablar con él ni con ellos. Así que respetaba el silencio y él le llevaba noticias.

El viento de la mañana estaba haciendo trizas la niebla alta que escondía las porciones superiores de los árboles. El bosque susurró y después le habló en voz alta al aire cambiante. Los árboles de corteza plateada se movieron, tintineando un poquito mientras las enredadas ramas de las copas con forma de paraguas daban las unas con las otras ligeramente, el sonido de los timbales de la vida y el placer.

Otra noche acaba.

Es de día.

El chapoteo de las negras patas de la loba sobre el agua hablaba largo y tendido de prisa, de urgencia. Las preguntas de las cosas vivas y animadas.

Ella estuvo aquí.

Pero se ha ido.

Se comió un… brillante.

Pero no pasa nada.

Entre las borrosas islas de árboles, caían gotas de condensación procedentes de la niebla nocturna como si fuera lluvia, apagando la sed de los helechos y de las plantas aún más primitivas que colgaban en zarcillos de la corteza de los árboles o anidaban en la tierra atrapadas entre las raíces que cubrían el suelo a modo de armadura sin dejar resquicios entre ellas.

Un árbol murió el día que ella vino.

Nosotros… le lloramos.

Un enorme suspiro.

Nos dejó a la orilla del lago.

Brillante. Y los pájaros escarlata bailaron sobre el agua.

¿O no eran pájaros?

Brillante. Habló el bosque. Cuatro pies. Dos pies.

Matrona reconoció su propio nombre.

Dos pies. Cuatro pies.

Nuestra amada hija del silencio.

Iré más allá del lago. Debo encontrarla.

Extraño pensamiento… velocidad. Prisa…, musitaban los árboles.

Matrona reanudó su marcha.

Está en el agua. La oímos. Pisadas. Se comió el brillante… fruta, berros… se llevó parte de nosotros en su interior. Volverá.

Maeniel no siguió el río como Regeane había hecho. Conocía un camino romano. Iba, como casi todos los caminos romanos, en línea recta a través del pantano y hacía que el viaje resultara muy fácil.

Disgustado consigo mismo por permitir que le capturaran y encerraran, marchaba con rapidez para regresar al rey lo más rápidamente posible. A Regeane le costaba trabajo seguirle el ritmo y sabía que él todavía debía estar enfadado con ella por su discusión de la noche ulterior. Aunque parecían reconciliados, sentía que la pelea aún no había acabado. Él no cedería ni un milímetro ante ella y ella seguía sintiéndose agraviada por él.

Cuando divisó a unas cuantas aves acuáticas, patos con plumas oscuras y brillantes cabezas verdes que viajaban en grupos familiares con patitos despeluchados chapoteando tras ellos, Maeniel se quedó completamente inmóvil, preparándose para un aperitivo de mamá y bebé pato.

Regeane se sintió indignada e incluso la loba estaba molesta. Así que salió de su escondite y los asustó para que echaran a volar. Los patos saltaron delante de su cara en una algarabía de plumas y fuertes chillidos de advertencia. Mientras volaban, él se volvió y sus mandíbulas se cerraron a menos de tres centímetros de la cara de Regeane.

Ella reconoció este gesto como lo que era, una forma de intimidación, y se mantuvo en su sitio mientras él le lanzaba una mirada asesina. Regeane no era rival para él y ella había descubierto durante el breve espacio de tiempo que llevaban casados que, en realidad, prácticamente no existía nada que pudiera rivalizarle. Ciertamente, ninguno de los componentes de la manada que había reunido en torno a él podían ser rivales para su pura ferocidad letal como hombre o como lobo; pero, curiosamente, él no estaba tan predispuesto como cualquier macho humano a tratar de intimidarla con su superioridad física.

Las hembras de la manada tenían su propia jerarquía. Regeane no estaba en lo más alto de la misma. Matrona lo estaba. Pero Regeane era una segunda fuerte y estaba aprendiendo mucho de Matrona. Y una de las lecciones era que debía reclamar el respeto que se merecía. Incluso de él.

Así que el duelo de miradas acabó cuando él apartó los ojos.

Y de nuevo ella le siguió.

Durante unos cuantos kilómetros el camino estaba sumergido bajo las inundaciones primaverales. No quedaba nadie para ocuparse de las acequias que antes lo drenaban. Así que los dos lobos tuvieron que nadar, a veces abriéndose paso entre el lodo. Había serpientes. A Regeane le eran indiferentes pero, para vengarse por el ataque a los patos, fingió prepararse para comerse una… comportamiento que encolerizó a Maeniel y le arrancó un salvaje gruñido de asco.

Regeane levantó la mirada del agitado reptil y le dedicó un gesto de asombro inocente, uno tan abrumadoramente tierno que él adivinó su propósito de inmediato y se alejó enfadado con las patas muy tiesas y el hocico en alto. La serpiente, algo inquieta y ocultando su miedo en veloz culebreo, el lenguaje del movimiento, se alejó de allí deslizándose con rapidez y le dedicó un último giro de cuello y una sacada de lengua —ha sido un gesto muy grosero por tu parte— a Regeane, para después desaparecer en un frondoso lecho de pontederias que ya mostraba sus primeras espigas de flores.

Sin embargo, ambos coincidían en su opinión sobre las ranas. Las encontraban absolutamente deliciosas, así que siguieron paseando, cenando sobre la marcha.

Por fin el camino resurgió y el avance se hizo más fácil, aunque había menos ranas suculentas para comer. El terreno comenzó a elevarse. Fue entonces cuando se cruzaron en el camino de Armine, Chiara, Hugo y Gimp. Sólo tenían dos hombres con ellos y eran perseguidos por media docena de soldados y tres perros.

Regeane pensó con horror, Demasiados para nosotros. Pero Maeniel se volvió en el sendero sin pensárselo dos veces.

, recordó Regeane. La chica le había salvado la vida. Debían intentar ayudar. Maeniel echó a correr. Regeane le siguió.

El oso sabía que les perseguían. Se dio cuenta de ello cuando Armine y Chiara cruzaron el río. Gimp esperaba en el vado de mal augurio donde la familia había sido asesinada.

Regeane había observado, El agua debe estar ya alta en el cruce. Lo estaba.

El cuerpo de Hugo estaba echado sobre la silla, panza abajo.

El oso soltó una palabrota.

Chiara le oyó pero, por una vez, no dijo nada. Tanto ella como Armine estaban asustados. Gimp estaba, como siempre, durmiendo. Conseguía hacerlo incluso mientras montaba.

El oso lo despertó con un fuerte rugido. Después volvió a poseer el cuerpo de Hugo. Se deslizó hasta bajar del caballo, se tambaleó, y tuvo que dar tres vueltas alrededor del animal para desenredarse. Pero después se lanzó sobre la silla.

La escolta de Armine no se daba cuenta prácticamente de nada. Tenían una horrible resaca y Chiara, Armine y el oso estaban bastante seguros de que resultarían inútiles en una pelea. Todo lo que podían esperar era que el rey estuviese demasiado ocupado masacrando a sus otros enemigos como para dedicarles algún pensamiento.

Esperanzas vanas.

El oso detectó a los perseguidores antes que el resto. Dejó el sendero para dirigirles al camino romano que atravesaba la zona pantanosa. Armine comenzó a protestar. Espoleó a su caballo para llegar hasta donde el oso —como Hugo— dirigía al grupo.

—¿Dónde…?

—Están detrás de nosotros —contestó el oso.

—Oh, no, no estoy preocupado por mí, pero Chiara… Cuando pienso en lo que podría ocurrirle…

—No dejaré que ocurra —dijo el oso—. No dejaré que la cojan.

—¿Lo prometes?

—Te doy mi palabra —respondió el oso y después cruzó su cara un gesto de ferocidad, un gesto que Hugo nunca podría haber originado—. Mataré a cualquiera que ponga una mano sobre ella. Lo prometo. Juro que lo haré. Ahora tú, Armine, asegúrate de que este cadáver permanezca sobre el caballo mientras yo voy a visitar a nuestros perseguidores.

El cuerpo de Hugo se derrumbó. Armine lo cogió del brazo con fuerza.

El oso nunca supo cómo se movía, pero lo hacía con rapidez. En unos cuantos segundos vio a los hombres de Desiderio. Ellos también habían entrado en el camino romano. Un hombre a pie se hacía cargo de los tres perros. Tiraban de sus correas. Asesinos. Perros de guerra. Grandes, peligrosos y crueles. El que se ocupaba de los perros llevaba un látigo. Parecían respetar tanto al látigo como a su dueño, pero se lanzaban con furia contra todo lo demás, incluyendo a los guerreros a caballo que los acompañaban, cuando se acercaban demasiado.

El oso los descartó. Se había recuperado de su lucha contra Regeane y Matrona, pero le había llevado varias semanas. Le habían exprimido hasta casi matarle o aletargarle cuando encontró a Gimp y después a Hugo. Los guardianes de la tumba le habían salvado de… ¿la muerte?, ¿el letargo?, quién sabe. Alguna forma de inexistencia. Una fiera batalla con los perros en esos momentos podría arrebatarle sus energías hasta el punto de incapacitarle para ayudar a Chiara y a su padre. Y, curiosamente, eso era lo que más le preocupaba. El miedo a que ella cayera presa de Desiderio y de su ejército mercenario.

Al final el rey acabaría matándola pero, antes de morir, el brillante y valiente pequeño espíritu acabaría roto de la forma más cruel posible. El primer sentimiento de culpa conocido por el oso empezó a apoderarse de su alma al recordar el sufrimiento de los prisioneros del «abad» a manos de ese monstruo humano. Ahora estaba pagando por su desalmado apoyo a los deseos del loco, pero la criatura le había amado, le había adorado. Ésa era su conexión con el mundo de la luz: las emociones de las criaturas que podía hacer suyas. Como el abad, Hugo, Gimp y otros de los que había hecho presa a lo largo de los siglos… los milenios, de hecho. No podría vivir sin su amor, su admiración, su odio, su miedo, su dolor y, sí, su alegría.

Las verdaderas bestias como esos perros enloquecidos y arruinados —sí, arruinados por la crueldad sistemática humana— no podrían ofrecerle jamás las energías que sostenían su vida consciente, las que le proporcionaba la presencia de los humanos. Sin ellos, tendría que desvanecerse, hundirse en una estupidez balbuciente como Gimp y después… Apartó el pensamiento de su mente. ¿Cómo detenerles? Los caballos eran objetivos mucho más asequibles. Los hombres no podían verle, pero los caballos eran un asunto más sencillo.

Se materializó frente a ellos. Escogió la forma del oso y rugió.

Los resultados fueron más que satisfactorios.

Unos segundos después, estaba de vuelta en el cuerpo de Hugo, riéndose entre dientes. El sonido hizo que la sangre de Armine se le helara en las venas.

—Intenta llevar el mejor ritmo posible —le dijo a Armine—. Les di algo en que pensar. Para cuando logren coger sus caballos y calmar a las criaturas, deberíamos haber avanzado bastante.

Armine estudió al hombre que cabalgaba junto a él. Estaba limpio. Llevaba las ropas más viejas de Hugo, camiseta, dalmática y pantalones de montar reforzados con piel en la parte de atrás, las rodillas y los tobillos. Pero la cara estaba tan completamente cambiada que no podía ver nada de Hugo en ella. Era la cara de un guerrero: peligroso, fuerte, valiente, sin miedo y extrañamente guapo. Se recostaba sobre la silla, con las rodillas aferradas a los flancos del caballo. Controlaba las riendas fácilmente con una mano, mientras que la otra descansaba sobre el cuchillo de su cinturón.

Se movían rápido en línea recta bajando por el centro del camino romano. Cuando llegaban a una zona embarrada o a lugares donde el agua había barrido el camino, él espoleaba a su caballo con facilidad para que galopase y pasaba ese punto sin dificultades.

—¿Qué has hecho con Hugo? —le preguntó Armine.

La cosa que habitaba el cuerpo de Hugo compuso una mueca completamente malvada.

—Me lo comí.

Armine le dirigió una mirada cansada.

—Por Dios, no juegues conmigo. ¿Destruíste el alma de Hugo cuando te quedaste con su cuerpo?

—No, pero eres muy… Hay muchas cosas sobre el mundo que no comprendes. Intenté decírselo a tu hija. El rayo mató a Hugo. Cuando volví tras ver cómo el lobo se marchaba, encontré sus restos en el porche. Todavía respiraba, aunque a duras penas, pero su cerebro, la parte de vosotros que está en el cráneo, era… papilla.

Armine asintió. Tenía más experiencia vital que Chiara. Sabía que a menudo las lesiones graves en la cabeza resultaban mortales.

—Cogí el cuerpo. Puedo usarlo. —La criatura se encogió de hombros—. Pero Hugo se ha ido. El hombre a quien conocías residía en su cerebro; cuando ese cerebro quedó destruido, se fue a donde quiera que sea que… tu Dios los manda. Cielo, infierno, no lo puedo saber. No es mi Dios y no me explica esas cosas. Pero, créeme, Hugo no volverá.

—No puedo decir que lo sienta mucho —comentó Armine.

El oso se rió. Los ecos vacíos del sonido le hicieron rechinar los dientes a Armine.

—No hagas eso —dijo Armine.

—A Chiara tampoco le gusta —contestó el oso—. Pero… —se detuvo, con aspecto preocupado—. Maldita sea. Vienen otra vez y nos ganan terreno.

Imagina, imagina un mundo sin fronteras, un mundo sin naciones, ni ciudades, ni granjas, ni siquiera leyes ni reglas. Una capa de hielo cubría los polos. En verano retrocedía. En invierno se extendía hasta la orilla de los muchos mares. En verano las bestias gigantes que dominaban la limitada naturaleza entre el mar y el hielo ocupaba las vastas planicies, los verdes valles atrapados entre los pliegues de las arrugadas y anónimas cadenas montañosas y las playas de los enormes mares salvajes.

Este mundo se jactaba de su increíble riqueza, así como de sus brutales privaciones. Ciervos y alces dotados de cornamentas de tres metros, lobos que se agrupaban en manadas y eran del tamaño de caballos pequeños, elefantes mamuts con gigantescos colmillos torcidos y piel velluda dominaban el mundo.

Matrona y su gente cazaban, amaban, vivían y conquistaban entre seres animales que el mundo no ha visto desde que desaparecieran los dinosaurios. Lloraban al final de cada verano, se cortaban las yemas de los dedos en señal de tristeza y se laceraban las caras. Lo hacían con terror, esperando que fueran quienes fuesen los dioses que gobernaban el universo vieran su dolor y, llegado el momento, les volvieran a conceder el regalo de la primavera. Después seguían a los enormes rebaños de animales en un viaje salvaje y peligroso desde las altas planicies, las montañas, las colinas y los bosques para pasar el invierno en la costa, en islas descubiertas por el encogido mar encerrado en el hielo, entre los promontorios barridos por el viento y azotados por aterradoras tormentas.

En este mundo, una mujer tiene que parir a cuatro hijos para criar a uno; un hombre debe ser padre de siete para que alguien le reemplace. Pero seguían amando, robaban la alegría de entre las fauces de la muerte y conocían la felicidad trascendente a la sombra de la espada.

Matrona surgió de las aguas del pantano como una cigarra rompiendo su caparazón para enfrentarse a los dos lobos. Regeane y Maeniel se miraron con expresión culpable.

—Le diste tu palabra a Carlos —le dijo a Maeniel.

Él inclinó la cabeza a un lado, como un perro al que le echan una regañina.

—No quiero tus disculpas —dijo Matrona—. Habla con tu consorte.

Maeniel pareció amotinarse, pero sólo durante un momento, después se volvió hacia Regeane. Se dieron hocico contra hocico. ¿Puedes manejar esto?

Ella gruñó débilmente desde el fondo de su garganta.

Matrona lo entendió tan bien como Maeniel. Era un Lo intentaré.

La cabeza de una espadaña cayó cerca de los pies de Regeane. Alguien había cortado el tallo con una espada. Ella miró hacia arriba. Los ojos de la loba vieron la silueta de Remingus entre ella y el sol. Era tan sólido como el día en que fue con ella a la plaza de Pavía.

—El oso está cerca —le dijo a Regeane.

La loba movió la oreja hacia delante y después hacia atrás. Se sintió molesta.

Remingus continuó.

—Chiara y su padre… él está intentando defenderles. Fallará. La chica, Chiara, salvó a tu marido. Tienes una deuda de sangre con ellos.

Regeane echó a correr a toda velocidad.

Maeniel intentó seguirla. Dio un salto en el aire, pero sintió cómo alguien le detenía y tiraba de él hacia atrás como cuando un perro llega al final de una cadena, con las patas delanteras al aire y de pie sobre las traseras. Matrona le había cogido por el collarín. Le retenía. La mente de Maeniel se disolvió en un magma de furia enloquecida. Con el movimiento de un dragón gigante, su cuerpo se retorció y después se liberó. Se dio la vuelta y se enfrentó a Matrona.

Ella estaba de pie, mujer, a unos dos metros y medio de distancia. Magnífica en su desnudez absoluta. Su cabello era un salvaje enredo de seda de ébano que colgaba hasta la cintura. Grandes senos con pezones oscuros y bien marcados, una amplia caja torácica que descendía hasta estrecharse en la cintura, para después volver a desplegarse en unas caderas anchas y gráciles. El vello de las ingles crecía abundante, negro y rizado, una oscura y sedosa piel de marta que cubría sus estructuras sexuales. No las protegía, las ensalzaba, el pelo crecía como una cuña cuyo extremo terminaba justo por debajo del ombligo. Por primera vez en su larga amistad, la sexualidad de Matrona le golpeó como una maza. Ella sonrió y los ojos le brillaron con una sabiduría que hubiese convertido a Eva en una simple chica inocente. Sus dientes blancos, con los caninos un poco más largos y más puntiagudos que los de las otras mujeres, brillaron en una mueca salvaje y triunfante.

—Déjala ir —ordenó—. Llegó la hora. Vamos. Por tu propia voluntad sirves a un ser humano. Un rey humano. Muy estúpido por tu parte, pero es lo que has escogido. Así sea. Ahora ella debe marchar sola.

Humana, pensó Maeniel. No, Matrona no era del todo humana. Era lo… otro. La estudió mientras la furia hirviente rugía en su cerebro. Los otros. No siempre habían tenido fuego. Lo obtuvieron de los hombres. Pero su gente tampoco lo había necesitado. La forma del pelo que cubría a Matrona era la de una criatura que tenía antepasados, antepasados cercanos, cómodos sólo con su pellejo… como pasaba con los lobos.

Los antepasados de Matrona habían emergido del estado bestial justo a tiempo para luchar contra el angustioso frío, atroz y bello, pero mortal y aterrador. Un frío y una oscuridad que amenazaban con barrerlo todo a su paso y acabar con la vida de todas las criaturas terrestres y la mayor parte de la vegetación de la que se alimentaban.

Y en esta oscuridad y frío amargos, aparentemente finales y eternos, sólo los cazadores podían sobrevivir, así que los otros casi-humanos fueron cayendo, muriendo de hambre cuando el frío dejó los árboles sin fruta, sin flores y después sin hojas. Cuando la sequía convirtió las junglas en desiertos y las grandes planicies en yescas abrasadas, secadas por el interminable calor de las latitudes tropicales y después quemadas cuando los rayos de fuego cayeron de los cielos oscurecidos por el espeso polvo. Y la lluvia nunca llegaba.

La lluvia, la fecunda agua de los cielos, nunca caía, y las cosas que todavía no eran lo bastante salvajes como para matar, murieron. Habían tomado un camino distinto al de los cazadores, uno más gentil, un camino aparentemente más sabio que el de la gente de Matrona, pero sólo les conducía a una noche eterna.

Sólo los cazadores, señores del fuego y de las lanzas de madera, sobrevivieron. Podían triunfar, alimentarse de los cadáveres producidos por la matanza y el caos y sobrevivir. Los débiles, los cariñosos, los amables, los compasivos, los bellos y los inteligentes, servían a los cazadores que imitaban el comportamiento de los lobos y de los canis dirus, o morían.

Y el mundo contuvo el aliento y esperó a que el sol volviese.

Y la gente de Matrona vagó por la vasta desolación y trajo a la humanidad a la vida y, durante un tiempo, la humanidad se encogió de miedo a la sombra de su fuerza. La gente de Matrona cogió el fuego de sus manos y éste brilló mientras el frío casi lograba acabar incluso con ellos.

Maeniel el lobo entendió todo esto en un suspiro. Mientras se abalanzaba hacia Matrona para la caza.

Matrona echó la cabeza hacia atrás, enseñando sus brillantes dientes blancos, y se rió. Se rió mientras, demasiado tarde, Maeniel se percataba de que se había liberado del mundo de la humanidad y se tiraba de cabeza, siguiendo a Matrona, al interior de otro distinto.

Los sonidos del combate se hacían cada vez más fuertes. Lucila, todavía frente a Adalgiso, le enseñó los dientes.

—Parece que Ansgar o su hijo ya han llegado.

—¿Su hijo? —preguntó Adalgiso.

—Sí —susurró Lucila—. Estaba presente cuando te llevaste a Stella. Ella temía por él.

—¿Mi hijo? —susurró Stella—. Oh, Lucila, ¿crees que podría ser mi hijo?

Adalgiso dio un paso hacia Stella.

Lucila levantó el garrote sobre su cabeza.

—Tócala, vamos, tócala —gritó—. Te mataré.

Adalgiso retrocedió hacia la puerta.

En ese momento apareció Dagobert. Le echó un vistazo a lo que quedaba de Eberhardt y le habló a Adalgiso.

—Vamos. No ha sido una pelea, ha sido una matanza. ¿Cómo han podido entrar tan fácilmente?

Parecía tanto angustiado como perplejo. Y, de hecho, su silueta se recortaba contra el brillo escarlata de un fuego.

Lucila escuchó un grito animal largo y agonizante.

Dagobert miró hacia atrás con terror.

—Los están matando, los matan y queman la iglesia.

Lucila oyó el explosivo sonido de unos cristales al romperse.

—Si no nos vamos ahora, seremos los siguientes. No lo entiendo. El rey lombardo es el señor de Ludolf. ¿Cómo se atreve a asesinar a los soldados del rey?

—Posiblemente el que hayáis secuestrado a su madre tenga algo que ver con eso —sugirió Lucila con una fea carcajada.

Adalgiso volvió a moverse hacia Stella. Lucila soltó otro grito de furia.

—¿Estás loco? —gritó Dagobert—. Mira lo que queda de Eberhardt y lo que ya te ha hecho a ti. Tenemos que irnos y ahora. El hijo de Ansgar está de un humor asesino. ¿Cómo crees que se comportará cuando encuentre a su madre en estas condiciones?

—¿Y de quién es la culpa? —chilló Adalgiso—. Tú la golpeaste. Yo no te dije que la golpearas.

La luz del fuego era ya muy brillante, el jardín se llenaba de humo. Lucila bajó su arma.

—Eso es, seguid discutiendo. Seguid así hasta que Ludolf os encuentre. Escuchadme los dos. Iré con vosotros sin resistirme si dejáis a Stella aquí y no le hacéis más daño, pero tenemos que irnos enseguida, ¿me oís? Enseguida. Adalgiso, tu padre se pondrá furioso si no logras sacar algo de todo este desastre y yo seré ese algo, pero vete y deja en paz a Stella.

Lucila soltó la rama de roble que había usado como arma y se movió hacia la puerta. Adalgiso la cogió del brazo y huyeron. Más cristales se rompieron mientras corrían por el jardín. Lucila miró hacia la iglesia. El fuego había llegado a las vigas que soportaban el ápside sobre el altar y todo el campanario estaba en llamas. Los sonidos que provenían del resto de la catedral indicaban que algunos de los hombres de Dagobert habían estado lo bastante sobrios como para oponer resistencia, pero estaban perdiendo. Lucila oía cada vez más gritos implorando piedad y más chillidos de los que eran asesinados.

Las llamas se extendían con rapidez por el techo de paja del establo cuando Lucila y los dos hombres llegaron hasta él. Lucila sabía que no tenían tiempo que perder. Aún así, tuvo que pensar por ellos. Seguían confundidos por la bebida, pero ella consiguió ensillar tres caballos, agarró las bridas y los condujo hasta una puerta al fondo. El establo se estaba llenando de humo.

Lucila agarró el brazo de Adalgiso.

—Arriba. Arriba. ¡Monta! —le ordenó.

Él temblaba de arriba abajo.

—¿Cómo… cómo sabes que no nos están esperando ahí afuera?

—Probablemente lo estén —le espetó Lucila—. Pero tú irás primero de todas formas. Tú, Dagobert, coge el de atrás.

Obedientemente, montó detrás de ella.

Dios, pensó mientras se deslizaba encima de su propia silla. El humo era tan denso que casi no podía respirar. Bajó su cabeza a la altura del cuello del caballo, buscando aire limpio. Estaba muy oscuro en el interior del cobertizo, pero pudo ver cómo Dagobert se tambaleaba en su montura detrás de ella. Todavía estaba medio borracho, demasiado borracho como para protegerse del espeso y asfixiante humo.

—Bien —susurró para sí—. Bien.

Encaminó a su caballo con sigilo hacia la puerta. Después la abrió de una sólida y fuerte patada con una de sus botas de montar. Y lo que Lucila pensaba que podría ocurrir, ocurrió. El establo se convirtió en un túnel de llamas cuando el helado frío del exterior entró a borbotones a través de la puerta abierta. El caballo que montaba Adalgiso se disparó como una flecha de ballesta recién lanzada. Su propia montura se revolvió, pero Lucila sabía que si caía estaba muerta. Soltó las riendas, se agarró al pomo como una lapa y, cuando las patas traseras de la bestia tocaron el suelo, salió corriendo a la misma velocidad que Adalgiso.

Entonces la corriente de aire se invirtió y cogió a Dagobert en su camino de vuelta. Tanto hombre como caballo chillaron de terror mientras el fuego jugaba sobre sus espaldas. Su propio caballo recibió el impacto, las pezuñas traseras se lanzaron hacia delante en una loca carrera. Ella tenía la cabeza agachada junto al cuello del caballo.

La cabeza de Dagobert se estrelló contra el dintel de la puerta del establo. Más que fracturarse, su cráneo se desintegró. Lucila le vio morir. Vio cómo se le abría la cabeza; el impacto le arrancó hasta la mandíbula. Lo que quedaba de él cayó, formando un bulto en llamas en el suelo cerca de la puerta. Su caballo, con la silla vacía, pasó volando junto a Lucila y ésta, que era una estupenda amazona, logró agarrar la brida y recoger las riendas para conducir al caballo de Dagobert tras el suyo. Después pasaron los árboles que rodeaban el monasterio y cabalgaron a través de los pastos. Adalgiso miró hacia atrás, vio a Lucila al galope detrás de él conduciendo al otro caballo. Lucila sacudió la cabeza y Adalgiso espoleó su montura para alcanzar la mejor velocidad posible, cruzar el campo abierto y alejarse de allí.

Una vez estuvo a solas, Stella se quedó tendida en silencio sobre el abandonado manto de Lucila, escuchando cómo disminuían los ruidos de la matanza en la iglesia. Estaba entumecida, el dolor se desvanecía lentamente en el silencio. Estaba tan asustada que ya no sentía el miedo. De repente, Ludolf se inclinó sobre ella.

—Madre —dijo Ludolf, mientras le tocaba la cara.

—Oh, querido mío. —Ella le cogió la mano. Dulcinia miró por la habitación—. Es una pocilga —susurró Stella—. Fría, vacía, ni siquiera tiene una cerradura en la puerta. No nos ofrecieron ningún consuelo.

Ludolf asintió e intentó coger a Stella en brazos. Ella dejó escapar el sonido más horrendo que ambos hubiesen escuchado.

—Oh, Dios —susurró él.

—Lo siento, querido —susurró Stella—. No, no me toques. Por favor, por favor, dame sólo un momento. Estoy segura de que me recuperaré pero, por favor, no me toques ahora.

Dulcinia se arrodilló junto a Stella. Se quitó su propio velo, lo enrolló en forma de almohada y lo deslizó bajo su cabeza. Stella estaba todavía acurrucada sobre el suelo de piedra. Después Ludolf la cubrió con su capa.

Dulcinia usó sus dedos para explorar el abdomen de Stella con mucha delicadeza. Estaba muy hinchado y duro.

—¿Lucila? —preguntó suavemente.

—Lucila les hizo marchar con ella, gracias a Dios —susurró Stella—. Yo temía… temía que me volvieran a tocar. Querían llevarme con ellos. Lo siento, hijo mío. Cuando me muevo, tengo tanto dolor… Por favor, dame algún tiempo para recuperarme. —Stella les dedicó la sombra de una sonrisa—. Estoy convencida de que dentro de un ratito podré cabalgar.

Ludolf le acarició el pelo.

—Sí, madre. Tómate todo el tiempo que necesites. Tengo todo controlado. Estás completamente a salvo. Ahora, ¿qué ha pasado?

Stella parecía afligida.

—Vino Adalgiso. Culpa mía, yo le escribí. Quería a Lucila, pero me llevó a mí también como rehén. Ignoro lo que planeaba. Ni siquiera sé si tenía un plan… hay tantos guerreros borrachos e idiotas.

Stella cerró los ojos. Parecía cansada.

Dulcinia no había visto nunca una expresión tan horrible como la que veía en la cara de Ludolf. Acunaba la cabeza y los hombros de su madre entre los brazos intentando alejarla del frío suelo.

Un momento después, Stella abrió los ojos de nuevo.

—Por la noche, llegaron por la noche…

—¿Quiénes, Madre? —susurró Ludolf.

—Adalgiso, Eberhardt y Dagobert… —La angustia de Stella era evidente.

—No te molestes en contárnoslo, Madre —susurró Ludolf—. Sé lo que querían. No sufras contándolo.

—Nos llamaron putas…

Para Dulcinia el dolor que notaba en la voz de Stella era simplemente inconcebible. Susurró «no» y se volvió. Tenía una mano sobre el brazo de Ludolf. Sintió cómo él se encogía de forma casi imperceptible al clavarle los dedos. Ambos estaban arrodillados junto a Stella.

—Lucila me dijo que no luchara. Que era demasiado pequeña y me harían daño. Pero yo luché. Le dirás a tu padre que luché, ¿verdad?, ¿por favor? Dile que luché. Te quiero… hijo mío.

Pronunció las últimas palabras tan bajo que casi no llegaban a suspiro, se quedaban en respiración. Y fueron las últimas palabras que Stella pronunciara jamás.

Dulcinia todavía tenía el opio y la valeriana que le había dado Lucila. Lo mezcló con un poco de buen vino y después lo calentó. Stella pudo tomar una pequeña parte de la medicina y tras eso pareció encontrar algún alivio físico. Ludolf y Dulcinia consiguieron moverla con cuidado a una de las plataformas de piedra, adecuadamente acolchada con cojines de plumas y mantas fruto del saqueo de los almacenes de Dagobert. De hecho, Ludolf recibió tantos edredones que, al final, tuvo que rechazar algunos.

Stella había sido profundamente amada, y no sólo por su marido y su hijo. No había un sólo ápice de maldad en su cuerpo y había realizado miles de buenas obras entre la gente de su marido. Si Ludolf no hubiese frenado a sus hombres, hubieran pasado por la espada a todo ser vivo del monasterio, pero él demostró un dominio de sí mismo casi sobrehumano. De los culpables, Dagobert ya estaba muerto. Lo identificaron gracias a las joyas y armas que había junto a la puerta del establo. Los hombres de Ludolf habían colgado, sin molestarse a pedir permiso, al prior que intentó bloquear la entrada al monasterio. En cuanto a Eberhardt, Lucila le había dejado malherido. Alguien, de identidad desconocida, le cortó el cuello antes de que fuese identificado. Aparentemente se hizo sólo como parte de las tareas de limpieza necesarias después de acabar con los heridos en la iglesia.

La iglesia ardió brillante y vigorosamente, con unas feroces llamas que se extendieron con rapidez a todos los edificios, excepto a la casa de invitados. Los monjes, en vista de la suerte sufrida por el prior, huyeron. Nadie acudió ni siquiera a intentar salvar las edificaciones. Los hombres de Ludolf hicieron sólo lo suficiente para asegurarse de poder coger todos y cada uno de los objetos que tuvieran algún valor. Una vez terminaron de saquear el lugar por completo, aquellos de entre el vengativo grupo a los que todavía les parecía divertido, se dedicaron a guiar o avivar el fuego.

Dulcinia estaba de pie en la puerta con Ludolf mirando cómo ardía todo.

—Sí —dijo él con voz queda—. He mandado llamar a mi padre. Ojalá llegue pronto. A ella no le queda mucho tiempo.

—¿Y ahora qué?

—Te pediremos que hables con el papa en nuestro nombre y en el de Rufus. Ni mi padre ni yo somos traidores, pero no podemos seguir manteniendo nuestra fidelidad al rey lombardo. Nos ha insultado atrozmente, nos ha infligido una herida demasiado profunda; aún es más, si alguna vez le pongo las manos encima a Adalgiso, le mataré. Ya no hay vuelta atrás.

Ansgar llegó antes del amanecer. Stella nunca volvió a hablar, pero pareció sonreír cuando le vio. Murió poco después de su llegada… en los brazos de su marido.

El oso se echó hacia atrás, maldiciendo la irresponsable forma en que Hugo había abusado de su cuerpo. No era ni la mitad de fuerte de lo que al oso le hubiese gustado. Se veía enfrentado a complicados problemas logísticos. Si luchaba como humano, se arriesgaba a que mataran el cuerpo de Hugo. Si lo hacía como oso, se encontraría en una posición muy superior, pero ni siquiera él podría destruir a seis hombres y tres perros. Y, de una forma u otra, el cuerpo de Hugo acabaría muerto.

Se acercaban cada vez más. Se llevó a Armine a un lado.

—Son demasiados, incluso para mí.

—Si sucediera lo peor, abandónanos y llévate a Chiara. Confío en ti más que en esos idiotas. —Armine señaló a los dos hombres que les escoltaban.

Teniendo en cuenta lo que Armine sabía sobre él, el oso decidió que se trataba de un gran cumplido. En ese momento llegaron al punto más alto de una pendiente y el oso vio que descenderían hasta otro de los pequeños valles del río que se encadenaban a lo largo del paisaje. La niebla todavía se aferraba al terreno pantanoso y cubría el agua. El sol brillaba a su alrededor iluminando las colinas, pero todavía tenía que llegar hasta los pasadizos, a veces profundos, que el agua excavaba en su interior.

—Voy a intentar una emboscada ahí abajo —gesticuló hacia la niebla—. Si es necesario, sacrificaré este cadáver que llevo. Puedo seguir luchando incluso si está notablemente muerto. Y, después de eso, puedo hacer otras cosas.

El oso soltó otra de esas risas huecas que tanto le gustaban, una de las que helaban la sangre.

—Deja de hacer eso —dijo Armine—. Guárdalo para nuestros perseguidores. Ya estoy lo bastante asustado de ti.

El oso volvió a reírse, esta vez con un tono más humano. Chiara retrocedió para unirse a ellos.

—Nos siguen, ¿verdad? —Parecía asustada.

—Sí —dijo su padre.

—Estabais discutiendo qué hacer al respecto, ¿verdad?

—Sí —dijo de nuevo.

—Bueno, decidme algo —les gritó—. Por vuestras caras puedo ver que lo tenemos mal, ¿no es así? ¿Vamos a morir?

Armine desvío la vista y no quiso mirarla a los ojos. Estaba cansado y ojeroso.

—Escúchame, Chiara —dijo el oso—, estamos en una situación difícil pero, pase lo que pase, estaré contigo. Recuerda, no puedo morir y estaré ahí cuando me necesites. Así que, pase lo que pase, sigue adelante. No dejes de luchar. Siempre acudiré en tu ayuda —alargó el brazo y le dio unas palmaditas en la mano cerrada que llevaba las riendas—. Ahora tienes que prometerme una cosa.

—¿El qué? —preguntó ella.

—Pase lo que pase, seguirás cabalgando. No mires atrás. Sólo sigue adelante.

Chiara asintió.

—Pase lo que pase. Veas lo que veas y oigas lo que oigas.

—Sí —dijo ella.

Casi habían llegado a la zona pantanosa que rodeaba el río. El oso desenvainó la espada de Hugo.

—Me quedaré contigo —dijo Armine—. Puedo usar una espada. He tenido un par de encuentros con bandidos.

—Entonces no dejes que nada de lo que veas te desconcierte —dijo el oso.

Un poco más adelante, una pequeña fortificación en ruinas se perfilaba en la orilla del río entre un revoltijo de piedras, a través de la niebla blanca suspendida sobre el agua. El oso y Armine dirigieron a sus caballos hacia el interior de las ruinas, esquivando los bloques de piedra a su paso.

Chiara y los dos hombres de la escolta continuaron por el camino hacia el puente.

Regeane alcanzó a los seis hombres y a los perros que seguían a Chiara y a su padre. La loba echó las orejas hacia atrás e intentó hacer que la mujer huyera. No quería tener nada que ver con seis hombres armados, pero los tres perros eran lo que de verdad la asustaba. Para la loba estaban simplemente locos. La crueldad humana había distorsionado tanto su proceso de socialización que odiaban a todas las cosas, tanto humanas como animales, y matarían de inmediato a cualquiera que se pusiera a su alcance.

La loba fue obligada a avanzar por su compañera humana, pero estaba enferma de miedo. Los mercenarios al servicio del rey no eran mejores que los perros. Envenenaban el aire a su alrededor con un aura de horror. El hedor a frío hierro, a piel caliente y sucia y a masculinidad impregnaba su ropa.

El almizcle masculino no le disgustaba. A las pocas semanas de matrimonio ya sabía cuál era el humor de su marido cuando se acercaba a ella. El cálido deseo acariciaba sus sentidos antes de que la tocara, pero este calor era el calor masculino elevado hasta un hedor de advertencia. Estos hombres deseaban matar y el hecho de que una de las víctimas fuera una chica joven sólo añadía mayor excitación a su violencia. En esencia, les pagaban por hacer lo que les gustaba.

Hierro, madera, humo, deseo, rabia y una lejana sombra de desesperación se combinaban para hacer que la loba deseara huir. Pero la mujer se sacudió los recelos de su compañera de medianoche. Dejó el camino y entró en la maleza. Era un lodazal, pero mientras se mantuviera en la hierba, no sería tan difícil mantener el equilibrio. Durante la persecución en el pueblo, había descubierto lo rápida que podía llegar a ser una loba virgen. Hizo un esfuerzo y alcanzó a los cazadores. Fue fácil. Pero ¿ahora qué? Seis hombres, todos bien armados, el cuidador de los perros y tres perros lobos. No, éstos no eran perros lobos, sino de una raza más antigua, los perros de la guerra.

Nacidos y criados para matar. Se decía que el mismo César una vez quedo admirado por un mastín propiedad de los galos que montó guardia en la carreta de su amo durante dos días después de que su amo cayera en la batalla. César intentó capturarlo vivo, pero el perro se lanzó contra las lanzas de los legionarios, escogiendo la muerte antes que la rendición. Al igual que los perros, los humanos también lo hacen. Muchos perecieron antes que rendirse.

Estos perros eran descendientes de esta peligrosa raza. El lobo hembra es sagrado entre los lobos, pero estos perros no le darían tregua, ni siquiera a una loba.

El terreno comenzó a descender. En lo alto de la colina, Regeane oyó los gritos de los mercenarios al ver a su presa: Armine, su hija, los dos soldados de su escolta… y Hugo.

¿Hugo?, pensó Regeane. No voy a jugarme el cuello por rescatar a Hugo. Sin embargo, siguió tras los pasos del grupo de soldados y observó mientras la presa de los asesinos desaparecía en la niebla que se arrastraba cerca del río.

—Preparaos para una emboscada —le dijo el que llevaba los perros al resto—. Creo que podrían aprovechar la oportunidad ahora. Si no lo hacen, puede que no tengan otra.

—Suelta a los perros —gritó el capitán de los soldados.

El cuidador se paró; hizo restallar el látigo.

Los tres mastines tiraban de los collares. Dos ladraron y gruñeron, mientras la furia les hacía echar espuma por la boca; el tercero estaba más calmado y parecía que la larga distancia recorrida empezaba a hacerle mella.

El látigo volvió a caer. Entonces el cuidador de los perros soltó las correas.

Regeane se lanzó a la carrera al mismo tiempo que los perros. Sorprendida, se dio cuenta de que podía correr más rápido que ellos y, posiblemente, alcanzarlos. Cruzó el camino delante de los mercenarios como una sombra veloz y diáfana. Uno de ellos le arrojó una lanza, pero se alejó mucho de su blanco. Al momento se encontró en la frondosa maleza, corriendo justo detrás del último perro. Él pesaba más que ella, así que se mostró cautelosa.

El perro que corría delante de ella saltó un tronco.

El miedo frenaba su persecución. La loba sentía la presencia de un precipicio. Miedo a estar de algún modo corriendo a lo largo del borde de un profundo acantilado y… ¿qué pasaba si se caía?

El perro estaba justo delante. Regeane sólo tenía que incrementar ligeramente su ritmo. Había aprendido observando a Maeniel. Él había nacido sabiendo cómo usar sus colmillos.

El perro asesino tenía un collar de púas que, en teoría, le defendía de los lobos, pero destrozarle una pata también podía servir. Alcanzó al lobo y le hincó los colmillos en la cadera. Su objetivo era el fémur que impulsa las patas traseras de todas las criaturas, desde los dinosaurios hasta los hombres.

El perro gritó. El sonido la conmocionó. No sabía que un animal pudiera parecer tan humano. El perro cayó al suelo, arrastrándose en círculos, intentando morderse la pata medio arrancada y salpicando sangre alrededor de su frenético cuerpo.

De repente, Remingus estaba de nuevo con ella. Llevaba consigo la terrible espada tajadora de los primeros legionarios. De un solo filo, su peso la impulsaba a través de la carne hasta atravesar el hueso. En manos de un hombre fuerte podía partir por la mitad, literalmente, un cuerpo humano de un solo mandoble. Las horribles heridas que infligía eran legendarias. Decapitó al perro con tal velocidad que ni siquiera la loba tuvo tiempo de pestañear.

—Ve —le dijo a Regeane—. La batalla te espera.

Por encima de su voz pudo oír el sonido de cascos sobre el camino; los mercenarios se aproximaban a los perros. El oso no había elegido el mejor sitio para plantarles cara. Las ruinas estaban cubiertas de vegetación, cubiertas por completo de rosas silvestres, hiedra y otras plantas trepadoras. La proximidad del río ofrecía un suministro de agua continuo que garantizaba un crecimiento exuberante.

El suelo estaba salpicado de escollos tanto para los caballos como para los hombres. Los dos perros que lideraban el grupo y cuatro de los mercenarios salieron de entre la niebla para enfrentarse a Armine y al oso a la vez. El caballo que montaba el oso se encabritó violentamente mientras los dos perros asesinos atacaban.

El oso blandió la espada de Hugo, un arco de luz plateada, y mató al primero, pero su montura cayó a tierra y el segundo perro se lanzó sobre el cuerpo del caballo en busca del cuello, hincándole un puñado de afilados dientes en el brazo. Todo lo que sentía el cuerpo de Hugo, lo sentía también el oso, así que dejó escapar un aullido de dolor inhumano.

Regeane había llegado hasta el lomo del perro. ¿Estoy salvando a Hugo?, fue su atónito pensamiento, pero el impulso de su ataque la llevó hacia delante. Intentó llegar a la parte superior de su columna, a la nuca, pero el collar de púas rechazó su asalto y sus colmillos de lobo se deslizaron sobre el cráneo del perro. Cayó dando tumbos por encima del caballo. El perro, distraído por su ataque, soltó a Hugo y se abalanzó sobre la loba caída.

Cuando todo hubo pasado, la mujer no recordaba haberse puesto en pie o por qué su hermana de pesadilla llevó a cabo la maniobra que le salvó la vida, pero consiguió situarse encima de la barbilla del perro. El animal murió asfixiado antes de que la pérdida de sangre surtiera efecto.

Armine ensartó al primer soldado que salió de la niebla propinándole un mandoble bajo su diafragma. Pero incluso antes de poder recuperar su espada, tenía a dos más encima. En vez de hacer retroceder a su caballo, le hizo ponerse de lado y la pareja se estrelló contra él. Los tres cayeron, una escandalosa masa de pezuñas al aire y hombres intentando levantarse. Armine, pese a su edad, fue el primero en levantarse y aprovechó la oportunidad para matar a otro de los asaltantes de un golpe de espada, esta vez en el cuello. Se enfrentó al tercero y supo que estaba perdido. El hombre tenía una espada, un escudo y armadura.

Armine sólo tenía su espada. El hombre rechazó con facilidad sus siguientes estocadas y después le golpeó con el escudo. El aliento salió de su cuerpo con un pufff. Se tambaleó hacia atrás, convencido de que iba a morir. Ni siquiera podía correr. Intentaba recuperar la compostura con las piernas hundidas hasta la rodilla en las retorcidas enredaderas que cubrían las ruinas.

El mercenario se abalanzó sobre él para ensartarlo con su espada. Armine vio unos ojos brillar detrás de las piernas del hombre; resultaban tan temibles que estuvo a punto de gritar una advertencia. Entonces las mandíbulas de la loba se cerraron sobre la pierna del mercenario. Llevaba grebas; dañaron sus colmillos, pero la tibia del soldado se partió como una rama seca. Se volvió a medias para darle a la loba con la espada y Armine, con la furia de la batalla a flor de piel, le decapitó.

Pero, un segundo después, el capitán de la banda de mercenarios apareció ante él. Montaba a horcajadas sobre el arma más terrible de todas, un caballo entrenado para la batalla. Uno de los cascos delanteros aplastó el brazo en el que Armine blandía la espada y ambos huesos se rompieron. Curiosamente, no sintió ningún dolor, pero sus inútiles dedos no pudieron seguir sosteniendo la espada, que cayó al suelo. El segundo casco le dio en el hombro, partiéndole la clavícula y el húmero a esa altura, y Armine se derrumbó. La loba intentó morderle el tendón de la corva al animal. Pero fue sólo eso, un intento. El caballo de guerra la atacó con los cascos.

La loba se encontró volando por los aires. Aterrizó mal y se deslizó entre dos enormes bloques de piedra en medio de la enmarañada red de vides. Notó sabor a sangre en la boca y supo que una de sus costillas se había roto y perforado un pulmón. Pero la loba ahogó a la mujer asustada en un mar de furia ardiente y se puso de nuevo en pie.

El otro mercenario se había unido a su capitán, pero el oso había abandonado el cuerpo roto de Hugo. Como oso, se puso a dos patas enfrente del caballo y entonces cometió un cruel error. Intentó darle un zarpazo al hombre, pero el mercenario tenía el escudo levantado. La zarpa del oso lo destrozó, deshaciendo la funda de acero, la piel y la madera que había debajo. El caballo estaba entrenado para atacar. Mientras el hombre que lo montaba tiraba el escudo roto y cogía su espada a dos manos, el gran caballo se puso a dos patas delante del oso. Otro zarpazo del oso le alcanzó en la pechera, pero el caballo estaba tan bien protegido como el hombre; una faja de malla cubría el pecho y los flancos del animal. Las poderosas garras del oso se deslizaron sobre ella sin causar daño alguno.

Entonces uno de los herrados cascos delanteros del caballo se estrelló con fuerza en el cráneo del oso. El otro le redujo el hombro a añicos. Un segundo más tarde, la lanza del mercenario atravesaba el cuerpo del oso.

El oso sintió que, a no ser que abandonara su forma corpórea, estaría condenado; pero despreciaba la rendición. Mejor, mucho mejor, irse luchando.

Notó una fuerte conmoción cuando la espada del mercenario le cortó la garra izquierda.

Condenado. El oso lanzó un grito sobrenatural que reverberó a través de reinos ignorados por la humanidad y golpeó con su garra derecha la cara del caballo, cegándolo y destrozándole parte del cráneo.

El caballo se tambaleó sobre la masa de enredaderas y piedras rotas bajo sus pies, todavía dispuesto aunque moribundo.

Aún podía morder y lo hizo, inmovilizándole el hombro derecho mientras el mercenario, al ver la zona descubierta, atravesó con su espada el corazón de la criatura.

Chiara y los dos hombres que quedaban habían alcanzado el puente. Los sonidos de la batalla estallaron a su espalda. Tiró del caballo, preocupada por su padre y el oso. Había hecho una promesa, pero no se sentía obligada a cumplir ninguna promesa hecha bajo lo que ella consideraba coacción.

Uno de los dos hombres, de los criados de su padre, alargó el brazo y le dio una palmada a la grupa de su caballo para que fuera más rápido. El recuerdo de la chica muerta en el porche de la iglesia surgió en su mente, un recordatorio del destino que esperaba a las mujeres que perdían a sus amigos y familiares.

—No —susurró Chiara. Tiró de las riendas de su caballo y le dio la vuelta.

El hombre de su padre intentó cogerla, pero la manó le resbaló sobre su manga y, segundos después, ella galopaba a toda velocidad sobre el puente hacia la batalla que tenía lugar en las ruinas.

El oso se levantó de nuevo cuando la espada le atravesó el corazón, pero la loba de plata ya estaba sobre el caballo, detrás del capitán. Sólo tenía un segundo para elegir el objetivo de su ataque. El hombre llevaba armadura.

El oso estaba cayendo. Sacarle un brazo no serviría para nada. Fue a por la garganta en la parte superior del hombro, cerca del cuello. Su colmillo izquierdo resbaló sobre la malla, lo que le provocó una oleada de puro dolor por todo el cráneo, pero el derecho se introdujo en la garganta y perforó su arteria carótida, desgarrándola por completo. Entonces él la atacó con fuerza, descargando su puño en el cráneo de Regeane, justo por debajo de la oreja.

La loba cayó.

Pero había distraído al hombre lo suficiente. El oso todavía podía morder. Sus mandíbulas se cerraron sobre el brazo donde el capitán llevaba la espada. Arrancó al hombre del caballo moribundo y lo arrojó entre los escombros y las vides, arrancándole un brazo de un mordisco para rematarlo.

En ese preciso momento Chiara surgió entre la niebla. Todavía quedaba un soldado.

Chiara desmontó de un salto, cogió una piedra y se la tiró a la cabeza. Dio de lleno con un paf.

Regeane vio a Remingus, un fantasma, una cosa terrorífica, la cosa muerta salida de una cruz cartaginense, salir de la niebla tras ella.

El soldado también le vio. Fue suficiente. Estaba ileso y vivo, pero era el único. Soltó la lanza, la espada y el escudo y salió galopando como a quien llevan los demonios, lejos de la niebla maldita y de vuelta a Pavía.

Armine yacía inmóvil.

El capitán mercenario estaba muerto. Masiva pérdida de sangre. El caballo todavía se retorcía y coceaba.

La loba luchaba por incorporarse en medio de la hiedra que arropaba una ventana o pórtico derruido. Invocó el cambio.

Chiara contuvo la respiración. La silueta de una bella mujer se recortaba frente a la ventana destruida. Chiara nunca la olvidó, porque podía ver el bosque detrás de ella, a través del cuerpo de la mujer.

Regeane levantó los brazos, intentando agarrar los tallos de la hiedra y vio cómo sus dedos los atravesaban.

El oso volvió a rugir, mientras la forma que había asumido se disolvía para convertirse en una mancha oscura entre las enredaderas verdes y las erosionadas piedras.

Se ha ido, pensó Regeane, mientras se preguntaba qué era lo que le estaba pasando. Entonces se tambaleó. Un rayo de sol atravesó la neblina espesa y pálida y entonces fue mujer. Tan sólida y real como siempre, se hincó de rodillas agradecida. Las hiedras trepadoras que caían desde la entrada cubierta de vegetación casi la asfixian con su peso. La loba volvió y se sacudió la espesa red de vides.

Chiara observaba con horror la cosa amorfa que luchaba desesperadamente por conservar su existencia; se enroscaba y retorcía como un puñado de serpientes enloquecidas que salían y entraban arrastrándose entre la hierba viva.

De nuevo la loba sintió la tristeza que ya había notado en la tienda cuando lucharon entre ellos. La pena por lo que se perdería, un sentimiento de rabia porque tuviera que terminar así.

Chiara se acercó hasta la sombra.

—Toma tu vida de nosotras. Toma la mía. Te amo. Te dejaré entrar. Ven a mí. No, no te mueras. Te amo.

No basta, pensó Regeane. Y el oso venció. Lo que la fuerza no pudo imponer, lo que el engaño no logró y las amenazas no consiguieron, la compasión lo hizo.

Y las dos, Regeane y Chiara, dejaron que se les uniese.

El lobo y Matrona salieron del agua en el bajío al borde del lago entre los árboles. Los huesos del planeta sobresalían en ese lugar, pero el musgo, o algo que parecía musgo, suavizaba las aristas de roca. Crecía en espesas alfombrillas entre los árboles dispersos y expulsaba frutos densamente cubiertos de fino encaje que escondían dentro algo con aspecto de joya.

Matrona se hizo humana para comerse las frutas de musgo que parecían bayas. Se sentó a la sombra sobre un cojín de terciopelo verde fabricado por la misma planta y comenzó a sacar la dulce fruta de su matriz protectora. Se parecían bastante a las uvas, rojas, moradas, verdes o casi negras, pero no sabían a uva. Eran a la vez más dulces y más picantes.

—¿Quieres discutir? —le preguntó a Maeniel.

—No. ¿Cómo vuelvo? Puede que necesite mi ayuda.

—La respuesta es que no puedes —dijo Matrona—. No hasta que el viaje llegue a su fin. Además, ya tiene ayuda. Los muertos la llamaron cuando iba en tu ayuda y la escoltarán hasta que tenga éxito en su misión o falle. Déjala ir, lobo águila. Debe averiguar quién y qué es.

Maeniel se sentó cerca de Matrona, observó las ondas del agua atravesar las rocas cubiertas de musgo y miró al otro lado del lago. Estaba precioso bajo la luz del sol salpicada de nubes, una extensión de agua al descubierto que reflejaba el movimiento de las cambiantes nubes de montaña en su superficie.

—Quiero mantenerla conmigo —dijo Maeniel—. La amo.

—¿Mantenerla a salvo o mantenerla estúpida? —le preguntó Matrona entre risas.

—Ambas cosas, si es necesario —le contestó Maeniel.

—Bueno, al final fallarás en ambas cosas y ella no te agradecerá tus esfuerzos.

—Eso es lo que tú dices —respondió él. Después se convirtió de nuevo en lobo.

—No me desafíes, mi señor —dijo Matrona.

Maeniel, más enorme incluso que Matrona, se acercó a ella amenazador con las patas muy rígidas.

—No me desafíes. No sólo porque podrías perder (y es cierto que podrías) sino porque te equivocas. Tú escogiste este camino, la senda del progreso humano bajo este rey. Te advertí que ya tenías todo lo que un hombre podría desear. Buenos amigos, una bella esposa a la que mimar, prosperidad e incluso una pequeña cantidad de poder y seguridad. Más de lo que la mayoría de los mortales podría llegar a alcanzar. Pero no era bastante. Tenías que unirte a las luchas de los señores de la guerra. Bueno, ahora también has alcanzado ese objetivo. El rey te espera. Hiciste un juramento. Mantenlo. Yo me internaría en las montañas, abandonaría el fuerte, le vería fallar, pero tú, que eres mi líder, elegiste aceptarle. Haz honor a tu juramento, lobo, o te arrepentirás de haberlo hecho.

Maeniel se volvió humano de nuevo. Alargó la mano hacia uno de los tallos cargados de fruta y lo retorció.

—No hagas eso —le dijo Matrona mientras sentía cómo la angustia se elevaba a su alrededor—. El musgo dedicó mucho esfuerzo a sus cuerpos frutales. No los dañes. Coge lo que quieras en cuanto a la fruta se refiere, al musgo no le importa. Diseminarlos les resulta incluso de ayuda.

Él le dedicó a Matrona otra de sus largas y lentas miradas.

—Le hablas al musgo.

—Tú le hablas a Audovald. Tienes largas conversaciones con él durante las que discutís todo tipo de asuntos de la granja. Quién está embarazada, quién dará más leche y si ésta o aquélla generará mejores productos para elaborar queso. Por no mencionar la intromisión en los asuntos personales del ganado. Qué sementales prefieren las yeguas como grupo de liderazgo y protección en los altos pastos, qué hembra (cabra, vaca, oveja, o incluso la gata del establo) se siente hambrienta y puede tener un embarazo difícil este año, y yo qué sé qué más. Así que, ¿por qué no puedo hablarle yo al musgo? No le ofendas. Las criaturas de este lugar nos ofrecen hospitalidad, protección y dirección. Nos aconsejan sobre las mejores rutas para viajar. Ve a tu rey. Le has elegido desoyendo mi consejo. Yo le serviré, le daré placer y le protegeré por lealtad hacia ti.

—Me siento avergonzado —dijo Maeniel.

—No, no lo estás y amedrentarás a Regeane todo lo que puedas en cuanto regrese. Has pasado demasiado tiempo como hombre y estás aprendiendo hipocresía, por no mencionar codicia.

El sajón, esperando en el lugar donde le prometió a Regeane que lo haría, se despertó por la noche. Al principio no supo por qué, pero después vio a los tres caballos. Pastaban cerca de los árboles al borde del claro. A uno lo reconoció; era Audovald, el caballo zaino, oscuro, anodino y de patas largas de Maeniel.

Se sentó sobre las mantas.

—Caballo, ¿qué haces aquí? —le preguntó el sajón.

Audovald alzó la cabeza y tocó con el hocico el cuello del caballo más cercano a él.

Un animal pequeño, pensó el sajón. Pero después, cuando hubo estudiado al caballo con mayor detenimiento, vio que no era pequeño. Simplemente estaba tan bien proporcionado que lo parecía, pero en realidad era más grande que Audovald. Su silueta se recortaba contra el brillante cielo, la cabeza frente a las estrellas.

Estudió al sajón durante lo que pareció un largo rato, mientras éste bostezaba y se ponía en pie. Una vez el sajón se hubo levantado, el caballo galopó colina abajo hacia él. Por un momento el sajón tuvo la inquietante impresión de que le iba a atropellar, pero se paró cuando llegó hasta él y después se puso a dos patas. Si la criatura le quería hacer daño, no se imaginaba por qué. Pero después resultó que no era así, porque los cascos bajaron al suelo sin más y levantó las patas delante de él como un perro cuando es la hora de cazar, cuando quiere saludar a un amo ausente o sencillamente cuando quiere jugar.

—¿Amigo? —preguntó el sajón.

El caballo le rozó la cara con el hocico, suave al tacto. El sajón le dio unas palmaditas en el lustroso cuello y el caballo se arrodilló, inclinándose elegantemente sobre una rodilla.

—¿Qué? —preguntó atónito el sajón.

El caballo resopló. Parecía impaciente. Entonces, como él no reaccionaba, le mordió suave pero firmemente en la cara interna de uno de sus pies. El sajón era un jinete adecuado, pero no devoto. Echó una pierna por encima del caballo y éste se levantó con él sentado a lomos. Después simplemente caminó alrededor de su fuego y se paseó hasta el riachuelo para coger agua. Bebió hasta hartarse. El sajón masajeó las crines del caballo.

¿Cómo controlarlo?

Cuando el caballo terminó de beber, se quedó quieto, expectante. El sajón presionó ligeramente con su rodilla derecha. El caballo se movió hacia la izquierda. Si presionaba con la izquierda, el caballo se movía a la derecha. Qué maravilla, pensó el sajón. Golpeó ligeramente con sus talones los flancos del animal y comenzó a trotar. El sajón se inclinó hacia delante. El ritmo del caballo se incrementó. Y entonces empezaron a volar como el viento. Cruzaron un prado abierto, después el caballo frenó mientras pasaban entre los árboles pero, una vez entraron en un sendero, el ritmo del caballo se incrementó de nuevo hasta que pasaron la línea de los árboles y llegaron a terreno descubierto. Podía oír el crujido de la hierba bajo los cascos del caballo; aunque ya se había terminado el invierno, el tiempo era lo bastante frío como para convertir el rocío en hielo. El caballo galopó con brío a través de la elevada pradera de montaña y después se paró justo al borde para mirar al otro lado del mundo.

Las montañas se erguían alrededor del sajón. Los picos nevados parecían brillar con su propia luz interior. Por encima de ellos, el arco de la Vía Láctea fluía como un río de luz. Los valles profundos de más abajo estaban ahogados en una sombra borrosa. Ninguna luz humana le estorbaba la visión. Salvo por el viento y el silencio, el caballo y él estaban solos.

El sajón nunca llegó a saber durante cuánto tiempo ambos permanecieron absortos en presencia de la eternidad, pero al fin comenzó a notar el aire más frío y el interminable viento pareció robarle el calor del cuerpo. Se sentía entumecido y medio congelado cuando ejerció la ligera presión necesaria para darle la vuelta al caballo, dejar el alto prado y regresar al campamento.

Cuando lo alcanzó, descubrió que el fuego estaba encendido. Maeniel y Matrona estaban allí. Ambos estaban vestidos.

El sajón vio que el otro caballo era la yegua de Matrona. El sajón desmontó y comenzó a limpiar su montura usando su propio manto. Cuando se acercaron más al fuego, vio que el caballo era un ruano color fresa con las patas, la nariz y la cola más oscuras. Descubrió que no necesitaba ni ronzal ni cuerda para llevarlo. Bastaba con colocar una mano sobre su cuello e indicar la dirección. Estaba frotándole las patas cuando se le acercó Maeniel.

—¿Tienes algo que decirme, mi señor? —le preguntó el sajón.

Ambos sabían lo que quería decir. Regeane, con la complicidad del sajón, le había seguido de todas formas.

Maeniel suspiró. Cualesquiera que fuesen los motivos del sajón, era fiel y honorable. No, esto quedaba entre Regeane y él.

—Tengo un mensaje de Audovald —dijo Maeniel.

—¿Audovald? —las cejas del sajón se enarcaron—. Audovald es tu caballo.

—Lo es.

El caballo inclinó la nariz de nuevo y rozó la mejilla del sajón como queriendo decir «escucha». El sajón se levantó. Era un hombre grande, pero el caballo era dos palmos más alto que él a la altura de la cruz.

—Audovald —continuó Maeniel— me dijo que el caballo viene de un lugar lejano en el que los guerreros son compañeros y amigos de sus monturas y no les causan daño. Pero su humano fue asesinado y la familia lo vendió en un lugar extraño. No se dejaba poner brida ni silla y mucho menos bocado. Así que lo torturaron, lo mantuvieron despierto y pobremente alimentado y le golpearon para intentar doblegar su espíritu. Huyó y no pudieron capturarlo, pero le resultaba muy duro vivir solo. Los humanos siempre habían cuidado de él. Audovald lo encontró en los altos pastos. Le dijo que conocía a un humano que lo entendería. Tú eres el hombre, o —dijo Maeniel— debería decir, ¿eres tú el hombre?

—Lo soy —respondió el sajón. Se dirigió al caballo—. Sólo habrá confianza entre nosotros.

—Sería recomendable ponerle una manta —dijo Matrona—. Para proteger su lomo y tu culo.

El caballo resopló levemente.

Audovald se volvió hacia Maeniel.

—Él acepta —dijo Maeniel.

El caballo relinchó y levantó las patas delanteras para bailar alrededor del fuego.

—Está contento —dijo el sajón—. Ya no está solo.

—Ni tú tampoco —dijo Matrona.

—Pregúntale su nombre —le dijo el sajón a Matrona.

—Te permite darle un nombre cuando estés preparado —respondió ella—. Mientras tanto, cabalgad hasta el otro ejército, el que dirige Bernard, el tío de Carlos. El lobo gris te guiará. Mañana tendrá que atacar Susa. El lobo puede mostraros a los dos el camino a seguir.

Bernard, el tío de Carlos, todavía estaba en Ivrea. En esos momentos estaba sentado junto al fuego en un claro bajo un alto pico montañoso. A pesar del fuego, seguía teniendo frío, tanto que estaba envuelto en una pesada capa, la prenda multiuso de todo el mundo, desde el esclavo hasta el emperador. Un hombre sin esta combinación entre manta, abrigo, impermeable, escondite de armas y, en general, medio de supervivencia, era realmente desafortunado. De hecho, el término general que usaban los francos para denominar la pobreza era desnudo, la espalda desnuda, en concreto. La capa de Bernard no tenía nada distintivo, era bastante similar a las de los soldados que le rodeaban. Había aprendido tiempo atrás que era un disparate engalanarse espléndidamente para la batalla.

Resaltabas.

El enemigo te caza y te asesina.

El incentivo añadido que supone matarte, además de ganar la batalla, consiste en poseer tu magnífico traje. Asesinar a un aristócrata podía convertir a un soldado de a pie (que normalmente no poseía ni siquiera una buena espada) en un hombre adinerado. Lo había aprendido del padre de Carlos, Pipino el Breve, un hombre que le reprochaba constantemente al mundo su baja estatura. Cualquier soldado demasiado bien vestido, al margen de lo importante de sus conexiones, era automáticamente perseguido a través de ciénagas, pantanos, ríos, lagos e incluso estanques de patos o, en caso de sequía, puesto a excavar letrinas para el ejército. La envidia permanente de Pipino hacia prácticamente todos y todo le convertía en un individuo ya de por sí difícil de tratar día a día, así que era preferible que nadie se saliese de su camino para molestarle. Bernard aprendió pronto a vestirse con coloración protectora.

Bernard estaba preocupado por Carlos o, mejor dicho, por lo que Carlos le haría si no podía atacar a las fuerzas lombardas al alba, como estaba previsto. Se decía que Carlos tenía un carácter un tanto mejor que el de su padre, pero era, haciendo un cálculo aproximado, el doble de cruel. Ni Bernard ni ninguno de sus oficiales quería pensar en lo que haría Carlos si no conseguían mantener su cita de mañana.

Los oficiales, todos hombres jóvenes, mostraban tendencia a ahogar sus penas en la cena, así que estaban durmiendo. Pero Bernard, que no tenía ni la cabeza ni el estómago para beber mucho vino, permanecía sentado, despierto y preocupado. Cuando Carlos atacó Susa, Desiderio había actuado como se esperaba, retirando sus fuerzas de Ivrea.

Bernard había llegado para encontrar completamente desprevenida a la simbólica guarnición que Desiderio había dejado atrás. Lo que siguió fue una matanza más que otra cosa. Algo, alguien, había conseguido provocar la estampida de los caballos de la guarnición. Sus hombres y él invadieron la posición del enemigo en aquella ruinosa fortaleza romana. Puede que los defensores se hubiesen rendido si les hubieran preguntado, pero Bernard no se molestó en averiguarlo. Los mató a todos.

Desde entonces, las cosas habían ido mal. Bernard había partido hacia Susa con un ejército al completo. Se había perdido. Tenía seis oficiales; estaban borrachos. Había pensado que encontraría guías. Como recompensa por la matanza de la fortaleza, Bernard descubrió que toda la gente de los alrededores se largaba abruptamente al ver a su ejército. Después la niebla, una característica primaveral de las cálidas tierras bajas cerca de las frías montañas, se cerró. El pánico cundía fácilmente en todos los ejércitos, y éste comenzó a rozar el límite del descontrol. Bernard temía presionarles demasiado, así que allí estaba, congelándose el culo junto a un fuego miserable, rodeado de soldados borrachos y exhaustos y preguntándose qué demonios iba a hacer por la mañana.

Ya que se consideraba bien camuflado, se sorprendió cuando un hombre surgió de la oscuridad y le llamó por su nombre. La mano de Bernard se cerró por reflejo sobre el puño de su espada. Estaba solo, sin contar la auténtica alfombra de hombres dormidos que le rodeaba, y durante un segundo se preguntó si iba a ser asesinado en medio de su ejército sin que nadie le ayudara, cuando reconoció al sajón.

No es que eso le consolara mucho. El sajón era un tipo grande y peligroso y no parecía tenerle mucho aprecio a los francos.

—Mi señor Maeniel te envía sus respetos —dijo el sajón—. Y hemos venido para llevaros hasta Carlos.

—¿Hemos? —preguntó Bernard, tratando de ocultar el profundo y completo alivio que sentía.

El lobo más grande que hubiese visto salió de las sombras junto al sajón.

—¿Hemos? —volvió a preguntar Bernard.

—Sí, levanta a tus hombres. Ya casi es de día. Nos iremos antes de que salga el primer rayo de sol.

—¿Confío en que no nos conduciréis a una emboscada?

Los ojos del sajón se estrecharon ligeramente.

—Cabalgaré codo a codo contigo. Si es así, seré el primero al que mates.

—Tu confianza en los criados de tu señor es ciertamente poderosa.

—Mi confianza —resaltó el sajón— en mi señor es poderosa.

Después se volvió, dejando que Bernard sacara en limpio lo que pudiera de tal afirmación.

Bernard no quería pensar sobre las implicaciones. Había escuchado historias sobre Maeniel… y su esposa… y sus amigos.

Cerca de su rodilla había un cubo de madera lleno de vino aguado. Estaba frío. Bernard tomó un largo trago. Después, cogió el cubo por el asa y fue a despertar a sus hombres. Decidió levantar primero a sus oficiales.

Bernard no era ningún estúpido. Carlos era su sobrino. La fortuna de la familia perduraría o se perdería con Carlos. Tal y como ellos habían retirado a los melenudos reyes megrovianos, alguno de los otros magnates podía retirarlos a ellos. Su rey le necesitaba desesperadamente. Incluso si el mismo demonio se hubiera presentado para prometerle llevarle hasta el rey a cambio de su alma, Bernard no le hubiera rechazado. Bernard puso a caballo a todos los hombres que pudo y dejó que la infantería se rezagara. Si los scarae no podían hacerlo, nadie podría. Si ganaban, la infantería podía acabar el trabajo. Si perdían, los hombres se quedarían solos y tendrían que sobrevivir como pudiesen.

Cuando el mundo comenzó a iluminarse a su alrededor, Bernard vio que la niebla había regresado para peor. El sajón apareció ante él sobre un magnífico caballo ruano, pero Bernard notó, para su desasosiego, que el caballo no tenía ni brida ni silla en el lomo. El sajón cabalgaba sin bocado ni riendas y el caballo era un semental. Pero Bernard no hizo más preguntas.

—El sendero es estrecho —dijo el sajón—. Dile a cada hombre que siga al que tenga delante, que mantenga el ritmo y que no se pierda.

—Ya lo habéis oído —gritó Bernard.

Después, tras algún tipo de señal del sajón, o alguna otra cosa que no pudo ver, el ruano se dio la vuelta y les condujo fuera de la niebla. Bernard se persignó y les siguió.

—Son locos o brujos —dijo uno de sus oficiales.

Antes de que nadie pestañease, la espada de Bernard salió de la funda y, en el mismo movimiento, decapitó al hombre.

—¿Alguien más quiere hacer un comentario? —Bernard le enseñó los dientes al resto. No se parecía en absoluto a una sonrisa.

Acto seguido se dio la vuelta. El ruano que montaba el sajón se paró, se volvió por completo y lo miró con su ojo de caballo. El sajón le echó un vistazo al cadáver sin cabeza que todavía estaba sentado en su silla. Bernard golpeó el pecho del cadáver con la base de la mano y el muerto se derrumbó.

La niebla era tan espesa que no pudo ver cómo caía al suelo. Incluso mientras observaba, las rebosantes nubes de vapor casi ocultaban al sajón.

—Vamos —dijo Bernard—. Y, por si no lo habéis entendido todavía, yo podría enseñarle al diablo un par de cosas. Así que no me provoquéis. Ahora, moveos.

Lo hicieron.

Lucila siguió a Adalgiso a través de la noche. Esperaba que él supiera hacia dónde se dirigía; ella no tenía ni idea. Cerca del alba, se dio cuenta de que Stella había muerto. Lo supo porque la presencia de Stella le hizo una breve visita para agradecerle que se hubiese llevado a los dos hombres que habían significado su desgracia y para decir que yacía tranquila en brazos de Ansgar, el hombre que, después de todo, había sido su único amor.

Era inútil llorar. Estaban azuzando a sus sudorosos caballos para sacarle los últimos kilómetros a las exhaustas bestias. Los árboles que bordeaban el desigual trazado eran sólo sombras bajo las estrellas. Cada vez que su montura frenaba un poco, Adalgiso maldecía a Lucila y golpeaba al caballo con su fusta. Lucila se percató de que no la golpeaba a ella. Había logrado lisiar y posiblemente matar a Eberhardt, y el querido Dagobert no había sobrevivido durante mucho tiempo después de que ella le dedicara una larga y vengativa mirada, así que suponía que Adalgiso podía tenerle un poquito de miedo. Además, la tristeza que sentía por el fin de Stella llegaba hasta un lugar más profundo, a un lugar dentro de su ser que no sabía de lágrimas por considerarlas únicamente como un signo de debilidad. No. Le prometió a la presencia de Stella que el cerdo que cabalgaba delante de ella y toda su familia se arrepentirían eternamente de lo que le habían hecho. Su frágil belleza no se desvanecería en el polvo sin ser vengada. La presencia de Stella no hizo ningún comentario sobre la resolución de Lucila, sino que sólo pareció decir, Que la paz sea contigo. Yo he encontrado la mía, Lucila. Que Dios te bendiga y te mantenga a salvo. Y después desapareció.

Lucila siguió cabalgando a través de la noche. Se había dejado el manto en el monasterio, bajo el destrozado cuerpo de Stella, pero la calentaba el frío odio que sentía en el corazón. Adalgiso y ella llegaron a la villa Jovis cerca del amanecer. A pesar de lo temprano de la hora, los habitantes de la casa estaban despiertos y en movimiento. El encargado de la villa la puso de inmediato a disposición de Adalgiso.

Condujeron a Lucila, que empezaba a notar su edad, a los baños. El agua estaba templada. Las doncellas de los baños eran dos chicas campesinas que parecían capaces de luchar cuerpo a cuerpo con un toro. Lucila ni siquiera pensó en escaparse. Se llevaron su ropa para lavarla y le entregaron una camisa de lino y un vestido de lana oscura.

Ambas prendas eran amplias y el vestido llevado un brocado de seda amarilla con un diseño que Lucila observó con sorpresa. ¿Acanto? No, hojas de alcachofa. Seguidamente, las dos chicas la llevaron hasta una habitación que daba al patio interior de la villa. La luz entraba a través de cuatro ventanas de triforio en la parte superior de las paredes. Las ventanas tenían barrotes por fuera, al igual que la puerta. Pero, en el interior, Lucila encontró una bandeja con pan, queso fresco, vino, pasas y un cuenco de sopa de cebolla.

Lucila no tenía apetito, pero tan pronto como probó el vino y un poco de pan, sintió un hambre voraz. No pudo parar hasta consumir la última migaja. Cuando intentó levantarse, se tambaleó. Trastabilló hasta la cama y se durmió antes de tocar la almohada.

Un grito la despertó.

Lucila se puso en pie antes de despertarse por completo. Llegó hasta la puerta y la abrió sin pensar. ¿Por qué no estaba cerrada?

Adalgiso estaba de pie en el vestíbulo, luchando con la chica que, evidentemente, le había llevado la cena… la bandeja estaba sobre una mesa al lado de la puerta de su habitación.

Oh, por dios bendito, pensó Lucila. Descansa un rato. En ese momento la chica volvió a gritar, después se acurrucó en el suelo con la espalda contra el muro y llorando. La luz del patio era azul, así que Lucila calculó que debía haber dormido todo el día. Adalgiso seguía de pie, observándose la mano.

—Zorra —gritó—. Tienes las uñas afiladas. Haré que te azoten, pequeña… —Se mordió la lengua al ver a Lucila allí afuera—. Me ha arañado. Sólo quería un poco de compañía —hizo una mueca de dolor—. ¡Puta! —le volvió a gritar—. Apostaría lo que fuera a que no soy el primero que te mete la mano por debajo de la falda.

La chica miró hacia arriba, asustada y enfadada, y respondió con un chorro de palabras en un dialecto que obviamente él no entendía. Lucila la entendió. Parecía que la chica había crecido cerca del pueblo de montaña donde había nacido Lucila. Balbuceaba algo sobre estar dolorida y sangrando.

—La pequeña imbécil es tan retrasada que no sabe hablar latín de verdad —ladró Adalgiso.

—Espera —dijo Lucila con calma—. Yo la entiendo. Le preguntaré cuál es el problema. ¿Cómo te llamas?

La chica se secó los ojos con el dorso de la mano.

—Lavinia.

—¿Qué pasa?

—Quiere que me acueste con él, pero no puedo… no puedo… estoy sangrando… hace dos semanas mi menstruación no… tenía un retraso, así que me asusté. Tomé una poción. El periodo me vino anoche con sangre y calambres. Me duele tanto que creo que si me toca, me moriré. La cocinera sólo me mandó para traerle la cena. Estoy mugrienta y sucia. Una docena de hombres me poseyeron la semana pasada. Usan a las esclavas de la casa para mantener contenta a la mano de obra. Estuve en el establo con las otras mujeres toda la semana pasada. No sé cuántos me poseyeron… cuando tomé la poción… creo que estaba criando… no quiero que le aplasten el cráneo. Eso es lo que hacen aquí: les aplastan el cráneo y los tiran al viejo pozo.

—Sí —dijo Lucila—. Ahora sécate las lágrimas, no hables y vuelve a la cocina. Yo se lo explicaré al caballero.

La chica no se levantó, se arrastró, con un hombro apoyado en el muro, hasta quedar fuera del alcance de Lucila y Adalgiso; después se puso en pie y corrió.

—¿Qué estaba cotorreando? —preguntó Adalgiso.

—Su menstruación le acaba de venir. Tiene calambres y sangra.

Ya era casi de noche. El último rayo ruborizado de sol se desvanecía en el cielo. Las luciérnagas bailaban sobre los macizos de flores del patio. Había una vela encendida sobre la mesa al lado de la cual se encontraba la bandeja de Adalgiso. Éste estudiaba a Lucila intensamente bajo su luz. La camisa que llevaba bajo el vestido de lana era semitransparente. Sobre ella, el grueso vestido había sido hecho para una mujer mucho más grande que Lucila, así que la abertura delantera del cuello le llegaba casi hasta la cintura. A ambos lados surgían sus pechos, copas pálidas únicamente cubiertas por la fina gasa de lino. Él los miraba fijamente.

—No son iguales —dijo.

—No —respondió Lucila—. Falta parte de uno —echó a un lado el vestido de lana y le mostró la cicatriz del pecho. Le habían destrozado el pezón.

—Eso debió doler —dijo Adalgiso mientras se lamía los labios.

—Lo hizo.

Un segundo después, él se inclinaba para chuparle el pecho herido mientras le mordisqueaba el tejido cicatrizado. Cuando se apartó, estaba ruborizado, las venas de las sienes y el cuello le palpitaban, sobresalían como cuerdas.

—¿Qué usaron?

—Tenazas al rojo en el pezón.

Él ronroneó.

Lucila bajó el brazo y cogió su erección, envolviendo la punta con su mano.

—Ohhh. No —pero no parecía molestarle su acción—. Sigue manteniéndola levantada —susurró—. Me voy a correr.

—Eso sería una lástima —dijo ella—. Una herramienta como la tuya debe ser usada, saboreada y disfrutada hasta que, por fin, se le permita descansar.

Le introdujo en su habitación y atrancó la puerta. La camisa y el vestido aterrizaron en el suelo un segundo más tarde. Después le condujo hasta la cama. ¿Por qué no hizo esto antes de que ese imbécil de Dagobert asaltara a Stella?, pensó Lucila con furia. ¿Por qué este estúpido pedazo de mierda de cerdo tuvo que hacerse el hombre entre hombres? Pero ¿por qué debería esperar otra cosa de él?

No había nada en su personalidad que se pareciera remotamente a la discreción o al buen juicio. Que un idiota hiciera el idiota no resultaba sorprendente.

Maniobró para meterlo en la cama. Ella se puso encima.

—Déjame que controle las cosas —le dijo.

—De acuerdo, pero tienes que contarme todo lo que te hicieron. Todo. Quiero oírlo mientras…

—¿Follamos? —susurró Lucila.

—Sí, sí, mientras follamos… esa bella palabra, follar —rió.

Lucila apretó algunos músculos estratégicos. Él gritó, arqueando su cuerpo contra el de ella.

—He terminado —dijo él; parecía casi atónito.

—Oh, no, querido mío, no has hecho más que empezar.

Él volvió a gritar sorprendido mientras ella apretada esos músculos tan bien entrenados y él sentía responder a su cuerpo.

—Oh, Dios —jadeó—. Cuando lleguemos a Verona, tengo que encontrar un lugar donde esconderte. Si ella se entera… te matará.

En algún lugar de su mente, Lucila escuchó un alarido triunfante tan ensordecedor que le sorprendió que Adalgiso no pudiera oírlo también. Lo sabía. Lo sabía. Ahora, ahora debía pasarle el mensaje a Adriano. Y se dispuso a proporcionarle a Adalgiso el mejor rato de su vida.

Una vez hubo terminado con él, se levantó y regresó a su habitación. Lo dejó durmiendo como un cadáver. Lo había atiborrado descaradamente de comida, bebida y suficiente sexo como para dejarlo más flácido que un fideo cocido. Pensaba que no se despertaría antes de que se hiciese de día, como muy pronto, pero echó el cerrojo cuando entró en su habitación y encontró tres objetos que había logrado esconder a pesar de los vigilantes ojos de las doncellas de los baños.

Ahora, ¿a quién sobornar? Lo estaba meditando cuando oyó un tímido golpe en la puerta. Lucila masculló una palabrota pero consiguió sonreír, por si era Adalgiso. Pero era la criada, Lavinia. Entró con una bandeja con pollo frío, sopa, pan y algo de queso.

—Es tarde —dijo Lucila sorprendida—. ¿Está la cocinera todavía levantada?

—No, pero le agradezco lo que hizo por mí y pregunté si podía traerle algo cuando usted y… el señor hubieran terminado. La cocinera, que es buena conmigo, hizo esto y cuando la vi volver de su habitación…

La cara de la chica se veía roja e hinchada a la luz de la lámpara. Parecía que había estado llorando mucho rato.

—¿Cuál es el problema? ¿Tanto te duele? —Las doncellas de los baños no habían conseguido quitarle a Lucila su pequeño suministro de medicinas. De hecho, se habían negado a tocarlas, pensando que era una bruja. A lo mejor podía darle algo a la pobre niña, un poco de láudano, quizá, eso al menos le permitiría dormir tranquilamente una noche.

Una voz amable era más de lo que la niña podía soportar. Rompió a llorar de nuevo.

—Lo odio. Odio estar aquí. Anoche intenté colgarme pero… inclinarme. No pude. No pude, pero Mira dice que si bebo lo bastante en el pajar… Algunas de las chicas les hacen pagar para tener unas cuantas monedas de cobre con las que comprar una jarra de vino grande. Pero no puedo beber lo bastante como para tener el valor de ponerme la soga alrededor del cuello e inclinarme hacia delante.

Lucila rodeó a la chiquilla con sus brazos y ésta se derrumbó por completo, llorando de una forma que parecía desgarrar todo su ser. Lucila sabía de lo que hablaba la niña. Le recordaba su propio pasado más vivamente de lo que hubiera querido. En los lupanares de Rávena había visto a chicas suicidarse de la forma que Lavinia describía, ataban una cuerda o incluso un pedazo de tela a algo bajo, hasta al respaldo de una silla, se lo enrollaban en el cuello y después se inclinaban hacia delante. Una vez habló con una chica que lo había hecho y después había sido revivida a tiempo. El primer minuto más o menos requiere coraje, pero después la presión corta la sangre que sube a la cabeza y llega el sueño. En poco tiempo, la muerte. Y sólo para probar lo fácil que era, la chica se mató unos cuantos días después siguiendo ese método en particular. Esta vez no la encontraron hasta que fue demasiado tarde, realmente demasiado tarde.

—Dicen que es una bruja —jadeó la niña—. Viendo lo que le ha hecho al señor, creo que debe serlo. Deme algo. Algo para que pueda irme a dormir y no despertarme nunca. Era una buena chica cuando estaba en casa. Una buena chica. Ahora me siento sucia. Siempre están encima de mí. Hice un bebé. Sé que lo hice, pero lo maté porque no quería ver cómo lo mataban ellos. No puedo aguantar más este sitio. Preferiría morir.

Lucila llevó a la chica hasta la cama y la sentó allí.

—¿Por qué no escapas? —le preguntó.

—Lo hice. Lo hice —la chica comenzó a temblar violentamente—. Me cogieron. Fui a casa, pero no había nadie allí. La casa donde vivíamos… estaba vacía. Incluso la villa cercana había desaparecido. Sólo quedaban el viento, los pinos y el silencio. No sabía qué hacer. Me quedé allí durmiendo junto a la fría chimenea hasta que llegaron. Mira mi espalda.

Lucila lo hizo y se estremeció. Tenía la espalda cubierta de tejido cicatrizado. Casi parecía como si la hubiesen quemado.

—Me marcaron. No huiré de nuevo. No tengo a dónde ir.

—Yo podría darte un lugar a dónde ir —dijo Lucila.

Una vez, cuando se mudó a su villa de Roma, se había encontrado a un gato medio muerto de hambre viviendo en el jardín. Cuando le ofreció comida, el animal no se atrevió a acercarse al plato, pero cuando ella se alejó, se abalanzó sobre él. La expresión en la cara del animal hambriento se parecía mucho a la de la chica, aterradora por la profunda desesperación que encerraba.

—Puede… haré lo que sea —cayó de rodillas—. Lo que sea.

—Lleva un mensaje a Roma. —Lucila tenía un anillo, un anillo que todos sus íntimos conocían. Tenía un camafeo de Adriano. Se lo entregó a la chica con algo de plata envuelta en una tela—. Escúchame con atención —le dijo—. Cuando llegues a la ciudad, dirígete por la mañana temprano a las mujeres que sacan agua de las fuentes. Pregunta por la villa de Lucila. Puede que oigas comentarios ofensivos sobre mí o puede que no. ¿Quién sabe? Pero si lo haces, no les prestes atención. Ve a la villa; este anillo te garantizará la entrada. Habla con Susana, mi doncella. Es la guarda de la villa y puedes confiar en ella por completo.

—Sí —dijo la chica ávidamente.

—Repíteme lo que te he dicho…

La niña lo hizo, palabra por palabra.

—El mensaje es sólo una palabra. Sólo una palabra, pero debes recordarla. Perfectamente. ¿Lo entiendes?

—Sí. Lo entiendo. ¿Cuál es?

—Verona.

—Verona. ¿Eso es todo?

—Es suficiente. Sólo di Verona. Si no consigues encontrar a Susana, busca a Dulcinia.

—¿Dulcinia, la cantante?

—¿Has oído hablar de ella?

—Sí. Todos conocen a Dulcinia, pero estamos hablando de gente famosa, mi señora. ¿Me recibirán?

—Muéstrales el anillo y lo harán. Si todo lo demás falla, busca a Simona, la madre de Póstumo. No es ni rica ni famosa, pero será una amiga para ti.