Viernes
Rascó la hoja —acanalada, treinta servicios, made in Canada— en los cuatro pelos remojados en frío de Paco. La tufarada de aceite frito y estomagante de la churrería se arrastró por las paredes del patio, donde dos cotorronas se aconsejaban para que la hornilla les tirase cuando el sol caía de plano. El Rácano decía que se pondría la camisa y los pantalones más vulgares y los zapatos gastados «por si las huellas». Paco buscó una hoja de periódico para liar después el artefacto. Joaquina asomó para encargarles que dejaran recado si iba algún cobrador, porque salía unas dos horas «depende de la cola. Primer viernes de mes en Jesús de Medinaceli, danos la paz y salva a este mundo pecador».
—Me voy, me voy que hoy el que no corre vuela, y luego me toca esperar. Quedad con Dios.
Paco repitió una vez más que era la fe del carbonero; que ni fe ni nada, un modo de estar, una rutina, como responder «Jesús» al estornudar. Guardaba estampas con reliquias en agujeritos, llevaba escapulario, ponía por los Santos una lamparilla, con corcho en las puntas, flotando en el aceite de un vaso de agua. Loren la entendía ahora mejor porque, de carbonero o no, tenía fe; una fe sincera, convencida, sin el paripé de la madre de Güili, por ejemplo. Tener fe en algo —o alguien, Chón por ejemplo— es sentirse nuevo, es formidable, se dijo Loren.
Paco la sacaba de sus casillas con los primeros viernes de mes, el que quisiera las misas en latín y los curas con coronilla.
Loren buscó entre una montonera de papeles sin ordenar el recorte que le había prometido. Era un estudio científico de una revista de jesuitas, en el que quedaba claro que el celibato «es el único motivo importante que impele al 14,2 por 100 de los actuales sacerdotes a dejar su profesión». El estudio se había realizado con ciento quince ex sacerdotes, otros tantos ex estudiantes de Teología, veinte sacerdotes y treinta y tres estudiantes actuales, además de encuestar a sesenta y un especialistas.
—¿Lo ve, Jo Joaquina?
En el informe se lee: «En mi muestra española algunos sacerdotes dicen haber fallado por “el ejemplo de otros sacerdotes”. En un país sajón he entrevistado personalmente a una mujer casada que había hecho caer a nueve sacerdotes, y se comprometía, por una cierta suma de dinero, a hacer caer, en un plazo inferior a mes y medio, a cualquier sacerdote que yo mismo determinase. En su opinión, no hace falta nada especial, sino proponérselo. “Los sacerdotes que tienen una oportunidad fácil —dijo— son tan débiles como cualquier otro y hacen lo mismo que los demás.” Asimismo en otro país sajón he conocido tres sacerdotes participando conscientemente de la misma muchacha, a quien pagaban entre los tres.»
Paco la azuzaba con historias parecidas a ésa y otras del seminario, que él perdonaba si la carne andaba por medio.
—¡No me lo creo, hereje, que eres un hereje!
—Y el coadjutor, ¿qué?
Joaquina le habia visto confesar con sotana y otro día, con pantalón y jersey de cuello vuelto, tomar unos vasos diciendo coño y cacho cabrón, entre unos mecánicos.
—Más valdría que se mirase su conciencia, ése también, ¡que tiene una caradura que Dios nos libre!
—Joaquina, se acabaron los tiempos de conseguir cristianos a lazo, pidiendo con la hucha con la cabeza de un negrito.
—Tú qué sabrás, hereje. ¡Qué tiempos, Jesús, Jesús, con tanta maldad!
—¡Con tantos hipócritas!
—¡Qué lengua! ¿Eso te han enseñado?
Loren apaciguaba. ¿Qué importa el hombre, un hombre, si hay otro hombre convencido de lo que dice y predica con el ejemplo? ¿Por qué esa sensación de querer acompañar a Chón el domingo cuando fuera a misa? ¿Sabría siquiera cómo se responde ahora, cuándo arrodillarse, cuándo cantar, si es que se cantaba?
La pelotera solía acabar siempre igual: con aquellos tiempos en que por una peseta comías a tutiplén, dos pesetas un viaje en simón, con tan pocos coches, tan a gusto.
—Tan a gusto para los que tenían coche, para los señoritos. Ahora les seguimos manteniendo, pero se tienen que aguantar, la calle es de todos.
Joaquina se lo tomaba a pecho; al día siguiente, todo olvidado: si el calor apretaba, aconsejaba «chapotéate con agua las venas por dentro de los codos», si no había gaseosas de papelillos, sabía prepararla con agua, bicarbonato y vinagre; si decía: «es que no cunde nada» ya se sabía que pedía ayuda. Lorenzo echaba una mano, esta noche del viernes remover con el mango de la escoba el jabón que harían en el barreño, lo echarían al cajón, lo dejarían endurecer y lo cortarían después con un alambre.
—Entonces, si te viene bien esta noche, Lorenzo, luego compro la sosa.
Esta noche todo sería posible ya: la bomba desgajada, el pabellón volado, ellos detenidos, ellos muertos, ellos tan tranquilos, la obsesión aflojada, estas pequeñas tonterías con otra dimensión.
Una emisora dio la temperatura, en sus estudios, de las nueve de la mañana. El Rácano abrió su libro: el nabo: hojas glaucas, rugosas, lampiñas, Chón llenaría la terraza de macetas, partidas en tres lóbulos oblongos las radiales, compraría un rosal, y enteras, lanceoladas y algo envainadas las superiores, las regaría, buscaría esquejes. Aún puso más nervioso a Paco: «Primero te confiesas, y ahora, tan tranquilo, ahí me las den todas». Rin-rin.
—Cógelo, será Pedro Luis con alguno de sus chismes.
Loren escuchó como si le hubieran sacado de la cama otra vez, la nuca almohadillada, las sienes tirantes, ardiéndole el cielo del paladar. Era Chón.
—¿Eres tú?
—¿Quién si no? ¿Tienes un ratito libre, ahora?
—Ahora, bueno, sí y no. A las once tengo una reunión, pero todavía son las nueve y cinco. ¡Sí, claro!
—Necesito verte.
—Yo también pensaba llamarte. ¿En los buzones, dentro de un cuarto de hora?
—Te estaré esperando.
Se puso el pantalón sin abrochar la bragueta, los zapatos sin calcetines, cogió la llave, el tacón-monedero y un pañuelo limpio —«en seguida vuelvo, no os vayáis»— y saltó de descansillo a descansillo en dos zancadas. Subió a contramano, por la izquierda, entrechocando, Montera arriba. Tomó por la red de San Luis, ¿qué se habría puesto?, Caballero de Gracia abajo. Lo único cierto es que había llamado, lo demás son suposiciones calenturientas. Descabelladas o no, alguna de ellas sería verdad; tenía fe, ese motorcillo que todo lo mueve, incluidas montañas, se ponía a funcionar. Si anoche había reconocido su voz, si el marido le había contado lo de Güili —y Loren por medio—, podía significar despedirse con las cartas boca arriba: Chón no defendería al periodista traicionero, pero trataría de que Loren le comprendiese, de que para lo bueno y para lo malo, lo unido por Dios no lo van a separar los hombres.
Era el temor, temor estúpido. Porque ¿si ella lo habia pensado bien, si ella sentía por Loren un come-come creciente desde hace un mes, si por fin rompía con todo y se le echaba al cuello?
Oficinistas, burócratas que habían firmado la lista de puntualidad una hora antes bajaban a las cafeterías —solos, en parejas, en tropel, cortados por el mismo patrón— para desayunar lo de siempre. Cruzó delante de Dólar hacia el Círculo de Bellas Artes; con sus ventanales todavía velados, sin sillones ni viejos de zapatos blancos a la puerta. Si ella también estaba enamorada, todo se arreglaría, podrían alquilar un piso en uno de esos barrios-dormitorio casi más cercanos a Segovia o Ávila que a la Puerta del Sol. Buscaría trabajo o andaría de francotirador ofreciendo a los redactores jefe sus propios reportajes, como un chico de agencia; Chón trabajaría de bibliotecaria, dando clases en alguna academia de barrio, serían señor y señora, iniciarían el largo proceso de la Rota.
Colas en el despacho de la Renfe, jóvenes de macuto oliváceo reposando el polvo del camino sobre bancos castaños; turistas tempraneros —ellos comprando periódicos, ellas ojeando postales—, vendedores de planos de Madrid en acordeón, viejecitos repartiendo el manojo de octavillas para ir a El Escorial y al Valle de los Caídos por 300 pesetas. Le contaría lo de la bomba y ella diría que sí, adelante, empecemos con un deseo limpio, hermoso, de algo mejor. O Chón diría que no, piensa en sus familias, suponte que muere la secretaria, a la que ni le viene lo que allí se está tramando, ¿oíste?
Romperia los pensamientos contenidos desde la tarde de la conferencia, saltarían a borbotones, como estos viandantes cuando el semáforo amarillea para los coches. Entre los limpias adormilados sin nadie sentado en la silla de tijera porque la mañana anda encapotada y, de no despejar, adiós negocio; entre los dos quioscos con colas de autobuses entrecruzadas; delante o detrás de los urinarios-refugios; junto a la cabina de teléfonos sin guías; en cualquier sitio de la acera-plazoleta de Cibeles hubiera podido colocarse una señora con cestillo repleto y Loren hubiera comprado sin reparos una flor cortada.
Una cabecita entre todas se aupaba para distinguirle entre la avalancha del cruce; dio unos pasos hacia él y esperó como una Gioconda de ojos ya brillantes. Loren retuvo la mano y con la izquierda le sujetó el brazo.
—Quiero hablar despacio; si te da tiempo, vamos a dar una vuelta por el Retiro.
Dejaron el utilitario en el paseo de coches y echaron a andar hacia el estanque por el sendero con la costra de tierra acabada de mojar.
—¿Te acuerdas cuando decía que dudabas de todo porque no creías en nada? Han sido unos días terribles, pero ahora estoy segura, creo que estoy segura. Ven, siéntate.
A Loren le hubiera apetecido declararse como en los folletones, la rodilla en el suelo, las manos juntas, los ojos en blanco, te quiero, ¿me quieres?, te amo, mírame, tesoro, te juro amor eterno, oh, oh. Chón se echaría a llorar y el guarda, color café con leche cargado, andaría al acecho.
—De verdad que todo ha cambiado en el viaje a Valencia. Te hubiera llamado, quería llamarte pero, no sé, no estaba segura, tenía que esperar.
Aquella mano del meñique chiquito sobaba un botón, mientras una algarabía de gurriatos, gorriones y jilgueros sin domar bajaba de las copas; y el guarda del barboquejo a lo picador seguía de palique con un barrendero de escobón desmochado. Loren pensó que para cogerle ese dedito con un dedito, como un eslabón, bastaba con que le insinuara que significaba para ella más que un simple amigo.
—A ratos quisiera estar sola, otras veces contárselo a todo el mundo. Desaparecer, porque me da una vergüenza terrible, como si fuera una mujer de cincuenta años y me señalasen por la calle, ¿te lo explicas?
—Pero, ¿realmente? —tembló Loren.
—Estoy segura, soy como un despertador de regular. Y desde hace cinco días... Tener otro hijo, ¿oíste?
Los montoncitos de cartas repletos de proyectos y encarrilados al futuro se empujaron como en una oleada vertiginosa y racheada que barría el cerebro de Loren hasta ser todo él un punto blanco, una mancha difuminada de ojos deslumbrados, cerrados y apretados.
—Realmente, verdaderamente, es hermoso, Chón. Debo darte la enhorabuena, ¡es fabuloso!
—No seas cumplido, Loren, te sienta como un tiro. Ya sé que te alegras, eres el primero en saberlo; no se lo digas a nadie.
—¿A quién se lo iba a decir?
—¡Es verdad, perdona! Quiero que él lo sepa cuando ya tenga yo los análisis.
Los pinos de Alepo, desgarbados como Paco; tiesos y achaparrados como Güili; chulillos y acenefados como Pedro Luis; tiernos como Loren, empezaron a sombrear el suelo con su follaje tenue, en forma de encaje.
Mayo no mayeaba: tiraba a juniear, casi a sofocar; bochornoso ahora, las nubes espesadas anunciando la tormenta de temporal. Loren sentía un sudor frío por las canillas, el pecho pesado, pequeño y punzante, la cadera vacía.
—No se lo hubiese contado a nadie antes, ¿oíste? Tú es que eres un caso, eres sensacional; nunca pensé que hubiera personas tan desinteresadas, tan amigas como tú; desviviéndose por los demás pero sin darle importancia, amigo sobre todas las cosas. En el viaje a Valencia se lo decía a mi marido y me daba cuenta de que os parecíais, de que él necesitaba como tú alguien en quien volcarse, que le cuidase.
La motora pasó de vacío junto al quiosquillo del recodo.
—Os parecéis tanto que ni sospechas qué es.
Loren intuyó una espera interrogante, anhelante, despistada.
—Quizás militar, o puede que viajante, representante o algo así. ¿Ingeniero?
—¡Ni soñarlo, mi niño! Siempre ha querido escribir, como tú; pero lleva unos años que no tiene un minuto libre. Quizás le conozcas, es periodista.
—Estuve un año de negro en un periódico, ya te conté; pero no tengo el carné, «no soy de carrera».
Un chaval pescaba a mano junto al monumento, dos más enmarcaban con tiza los pezones de las estatuas de bronce y después se subieron a la barquichuela con la que habían abordado lejos del embarcadero.
—Me ha prometido que se pondrá dos horas cada día. Cuando le diga lo del hijo se va a volver loco de contento. Todo cambiará. Vendrás por casa, ¿oíste?
—Seguro, claro, ¿por qué no?
—Ahora os entiendo mejor, sé que su mundo es ése, andar todo el día de acá para allá, conociendo a unos, tomando una copa con otros; buscando noticias o crónicas o como les llaméis. Me lo prometió cuando volvíamos del Salern y le creo, palabra: dos horas para escribir. Y me llevará por ahí alguna noche, y a los actos que pueda; me presentará amigos. Me lo prometió, palabra. Te estoy contando tonterías, ¿verdad?
—Te escucho, es fabuloso.
Laura lo decía cuando no tenía nada que decir: es fabuloso.
—Me lo prometió. Porque a mí no me gusta, por ejemplo, que dé una palabra y luego no la cumpla. Yo le digo, la noticia es la noticia pero eso es una cerdada, perdona; y se reía. Pero en Valencia, palabra, Loren, me ha dicho que pedirá otra sección, que cambiará, que se acabaron los líos.
Lo contaba como el que se desahoga de una necesidad.
—Los hombres sois muy especiales; hay que dominaros con mucha mano izquierda. Sabes, me había dado la nivea por la espalda, fue muy gracioso.
—¿Sí? ¿El qué?
—Dije: bueno, pero si me prometes recortarte esas patillas de bandolero; las lleva por aquí. Dijo: vale, pero cuando tenga un hermano María José. Ahora no tendrá más remedio.
—Eres una niña, también.
Pensó «¿cómo todas?».
—¿Cómo «también»?
—Como María José.
—¡Si no la conoces!
—Si dices que no ha hecho la comunión.
—Pero ya es una mujercita.
—Entonces: eres una niña, sin también; sino más pequeña que tu hija.
—¡Gran invento, bobito!
El barquillero, aburrido, se puso a tiro de la pareja.
—¿Sabes otra cosa?
—Di.
—A lo que nazca le podría poner una etiqueta de garantía: «made in Valencia». ¿Echamos a la ruleta?
—Si es un antojo, no tienes más remedio.
Ti-ti-ti-ti la lengüetilla recorrió la cerca numerada.
—Dos más, son tres tiradas, señorita.
Al acabar, el hombre de la chaquetilla blanca se hundió en el fondo del bidón rojo y ensartó una torre de cucuruchillos de barquillo.
—¿Por qué no te casas, Loren? ¡Es fantástico!; compensa, en serio.
—Es verdad: voy a preguntarle al barquillero a ver si quiere.
—¡No empieces! Te sobrarán a puñados, a las chicas nos encantan los tímidos.
—Sí, las que encierro en las cuevas de los mesones.
—Si fueras a Canarias te daría la dirección de algunas compañeras de colegio. Es verdad... los mesones, ¡fue estupendo! Sin ti no conocería ahora ni la mitad de Madrid.
—Decididamente, haré las oposiciones de guía. Señoras y señores, vean a su derecha una señora feliz, raro y curioso sentimiento traído de Jauja por los Trastámara y que se extingue de año en año. A su izquierda; síganme por favor, el árbol más venerado por los humanos, porque todos quisieran ser como él aunque son cobardes, mezquinos y debiluchos. Ese hermoso ejemplar plantado en este parque del Retiro, del Buen Retiro quiero decir, se llama roble; simboliza a Zeus o Júpiter y gobierna el trueno y la lluvia.
—¿Hablas en serio?
—En serio, siempre en serio. ¿A que no tenías ni idea de que los Druidas cortaban el muérdago del roble con hocecillas de plata? Al hombre le recortan las alas con tenacillas de plata para que no vuele y su oscuridad y su miedo dure siglos, como un roble.
—¿Vive siglos?
También explicó lo del árbol del amor que acababa de echar flores color sandía, lo del aligustre venido del Japón; distinguió abedules de álamos blancos, olmos de pinos carrasco. Desmenuzaron el último barquillo para las palomas, que se olvidaron de seguir blanqueando al general Martínez Campos y bajaron del quepis para picotear hasta en la mano de Chón.
—No se te haga tarde, para la reunión esa.
Loren se esmeró en ser complaciente, en mimarla como a una leucémica ignorante de todo.
—Me esperarán, no hay cuidado.
Chón ansiaba algo más, oír la confianza por la confianza, sin importarle demasiado si la reunión era de esto o de lo otro. Pero, como una navajita fina, el encuentro había pinchado a Loren por el costado, y la coraza entreabierta, la concha, la lapa hipersensible se había cerrado sobre sí, soldada en silencio. Debajo quedaba la bomba de una hora más tarde, quizás menos; certera o fallida, principio o fin, algo suyo y de nadie más. Por fuera, ser roble servía de poco, todo lo estropearía y no recompondría nada; serían dos los desgraciados. Mecerse en la cobardía era cómodo, mentira va, mentira viene, hasta que todo pasase y se amodorrase el vaivén bajo la tetilla izquierda.
—Nos vamos a estudiar a casa de un amigo; los finales están encima.
—Y este año, con los líos seguro que tiran a degüello. ¿Cómo sigue la Facultad?; ¡no me cuentas nada! Quizás me presente a alguna para no perder el curso del todo, pero, con esto... Los primeros meses me siento fatal.
—Bueno, eso la primera vez, ahora ya no eres una cría.
—¡Si aún llevo el chupete; mira!
—Al único que le puede servir será a tu hijo. Tú eres ya un rato mayor.
—¿En serio?
—En serio, palabra, oíste mi niña.
—¡Eres un trasto! Me tenías que contar algo, ¿no?
—Sí: uno, dos, tres, cuatro...
—¡Venga!
—Me has pegado un pisotón; la tuya es noticia de primera plana. Te quería contar algo, pero no me acuerdo, algo de plantas, seguro. Pero lo tuyo ¡es fabuloso!
Chón insistió en que se sentía más segura. Repitió las gracias, por todo, porque ya creía en que dos personas conectaban, en la reciente amistad de toda la vida, como la de ellos. Y no seas vago, tienes madera, no dejes de escribir, un día te vienes por casa a comer y nos traes los originales. Y si para febrero te has arrepentido de esa manía de los curas, me gustaría, me ilusionaría, en serio, que fueras el padrino.
Y Loren dijo: Descuida, ¡es fabuloso!
Paco releyó el panfleto sin concentrarse.
—¿Quién ha pasado esto?
—Pedro Luis, creo.
—Cuando venga me va a oír. Escucha a un universitario: «de ahí que nos hallamos planteado la necesidad de destruir para construir, antes de que construyamos nuestra autodestrucción».
—Ya se explica que es de Josué de Castro.
—¡No jorobes!; lo digo por el «hallamos», es con y griega.
—Eres un pijadas, Paco.
—Eso despresti tigia al FAT, ¿no lo entiendes? Valiente panda. Quedamos a las once, ¿eh?; y aún no ha resollado con nada.
—Si estás nervioso, date una vuelta.
—A ti no te ha sentado muy bien, estás pálido. Lo mejor será irnos sin esperarle. Ésos de la Junta suelen ser puntuales, los puñeteros.
Loren salió al pasillo y marcó en el teléfono mugriento.
—¿Que no ha vuelto desde ayer? No, no señora. ( ) Soy un amigo suyo pero no sé de qué amigos ni de qué grupo me habla. Conozco a su hijo del bar de la Facultad, señora; no es de mi curso, no sé más. Sí, algunos amigos de ese tipo tenía. ( ) ¿Qué sé yo, señora? No será nada de cuidado.
Paco estalló en palabrotas como una torrentera; más decidido que nunca a dar la cara y cargarse la Universidad.
—¡Cu cuanto antes, porque co como sigamos así va vamos a hacer un pan pan como unas hostias!
Llamó miedica al Rácano cuando propuso dejarlo todo porque estarían vigilados. Sonó el timbre y golpearon la puerta. «A Joaquina se le ha olvidado el misal.» «Será la pobre de cada viernes.» Loren vio, a través de la mirilla, siete caras, alguna bien conocida de la entrada de la Facultad.
—Traemos una orden de registro, ¡abran!
Paco hizo señas de que no. Loren improvisó: «¡Ustedes son ladrones; no llevan uniforme!».
—¡Abran he dicho! ¡¡Policía!!
Echaron el cerrojo y se encerraron en la habitación.
—Ra rápido, hay que quemar las hojas.
—Y los demás panfletos.
—¡Y algunos li libros; el de Mao y el del mi mito de la Cruzada! Retira la cama y hagamos un mon montón.
—¿Qué hacemos con el cacharro?
—¡Tíralo!
—¿Qué dices? ¿Nervios?
—Escóndelo, en el retrete, abajo. No no puedes salir... En el jer jergón.
—¿Dónde guardas aquel trozo de recuerdo de la tarima del paraninfo?
—¡El teléfono, corre!
Loren tapó el micro.
—Es uno del Sindicato, creo que el gafas: dice que es urgente, que quiere hablar contigo. Ponte.
—Voy (se chupó una uña requemada). Sí, soy yo. ( ) ¿Por qué no? Si han detenido al Batallitas, razón de más para hacerlo. ¿Por qué no? (La voz del otro lado habló como una viejecita al reírse: «desde luego os costará mucho menos cerrarla. Los revolucionarios, ácratas o lo que seáis, ¿ya no leéis los periódicos? Han cerrado todas las Facultades por lo de ayer»).
Volvió como una furia. Tiró el cristal por la ventana. Han cerrado, han ce cerrado. Arrancó el flexo, que voló al patio (¡os vais a enterar!); le siguió la silla ya desencolada del todo, en un espolvoreo de la madera aquerada al chascar contra el suelo. Y papeles y recortes que zigzaguearon hasta el tejadillo del portero. Paco espumeaba (¡burgueses, oli oligarcas, car carcas!); lanzó la mesilla (¡me niego, me niego, me ni niego); desencajó de las bisagras una hoja de la ventana que se estrelló en un estrépito de cristales.
—Lo mejor será llamar a un abogado, Paco.
—¡Una mi, una mi para su boca!
Aporreaban la puerta de entrada. En el descansillo, tras el sofoco de la patrona, relucían dos calvas entre los siete inspectores y algunos cascos de crin dorada sobre bomberos de servicio. Loren se echó en el sofá-cama sin perder de vista la puerta que empezaba a ceder. Paco buscó su carné de identidad para rasgarlo a mordiscos en dos, en cuatro, en ocho pedacitos.