Jueves
Los estudiosos se quedaban como pasmarotes delante de la nota, repetida en columnas, vitrinas y tablones.
—Se pasa de listo el decano.
—Será cosa del rector.
—¡Valiente iluso! Y aún habrá gilís que se presenten.
La nota, en mayúsculas, con el escudo —universitas complutensis— bien centrado decía:
«Ruego a quienes hayan tenido o tengan noticia de quiénes fueron los autores de la provocación o ejecución del asalto al decanato de la Facultad, comuniquen los nombres de los que intervinieron en dichos actos de provocación o ejecución, con el objeto de evitar que la Facultad sea víctima de una minoría criminal que no está dispuesta a retroceder ante la barbarie, la destrucción o la agresión.»
Los curiosos leyeron la letra menuda hasta el final:
«Para evitar que se continúe manteniendo el clima de coacción, intimidación y terrorismo implantado los últimos días, y para asegurar la paz del Centro y proteger la seguridad de todos los universitarios que concurren al mismo, he adoptado la siguiente resolución que hago pública para general conocimiento:
»1.º Quedan prohibidas las asambleas de curso o Facultad.
»2.º Queda prohibida la fijación de carteles o anuncios de cualquier clase, salvo los oficiales.
»3.º Queda prohibida la entrada en el recinto de esta Facultad a toda persona ajena a la misma.
»4.º Si es necesario se recabará el auxilio de la fuerza pública para hacer efectivas estas prohibiciones.
»Las anteriores medidas se mantendrán el mínimo de tiempo que sea preciso para que retorne la paz a los espíritus y pueda quedar restablecida la normalidad de la vida universitaria.
»Espero que todos los alumnos que no están implicados directa ni indirectamente en los subversivos sucesos ocurridos ayer y que desean proseguir sus estudios con el normal aprovechamiento, sabrán comprender la imperiosa necesidad de las anteriores medidas y que contribuirán por su parte a que se elimine de la Facultad esa minoría criminal».
La fecha, EL DECANO, unos garabatos y otra vez el sello —universitas complutensis—, ahora de tampón rojo.
Paco reparó en que a los habituales carteles-cita del Sindicato —¡asiste, no faltes, acude!— se habían añadido unos de fondo negro con letras blancas, y otros de papel de estraza, que daban la vuelta al pasillo del decanato. El más largo hablaba de bases americanas, de muertos habidos, de bajas, de Vietnam, de Vietnam, de Vietnam. Las fotos de revistas extranjeras espeluznaban, con sus pies sarcásticos o abiertamente insultantes para los yanquis. Solamente una coincidencia en todos los murales: a las doce, asamblea antiimperialista de distrito.
Se llegaron hasta la antigua Delegación. Paco y Loren la encontraron patas arriba, faltaba una multicopista y en las paredes del saloncito de juntas había más letreros que en un albergue de montaña. La pintura negra olía a fresco aguarrás. Una inscripción, algo ondulante hacia su mitad, había que leerla girando ante los cuatro tabiques del cuarto: NUESTRO PUEBLO CAVARÁ LA FOSA DEL VERDUGO DEL GÉNERO HUMANO. ABAJO EL CAPITALISMO AMERICANO. HO CHI MINH HO CHI MINH.
Encontraron el bar cerrado por balance. La sala de estudios y la biblioteca no estaban ni medias. Por el vestíbulo, los escasos grupitos charlaban temerosos a medias palabras, en murmullos más apagados que de costumbre; como pardos nubarrones que se hinchan, oscureciéndolo todo, para descargar de pronto su colitis confundida de relámpagos y truenos.
A una hoja de la puerta principal de entrada le habían echado el pestillo; a derecha e izquierda del hueco de la otra abierta los bedeles pedían ver el carné de los que entraban, menos sorprendidos por eso que por los guardias del casco gris y barbuquejo, vigilantes desde las ocho de la mañana. Faltaba hora y media para la Asamblea.
—¿Seguro que habías quedado aquí?
—Se lo dije bien claro pero la noté nerviosa, como alelada, ¿no lo viste?
—Puede que sin carné no haya podido entrar.
—¿Tienes una ficha?
—Si te apañas con una peseta..., con la peseta.
—Si no, llamaré desde un seminario. ¿Vienen por la mañana en el de Otero?
—Me da que vienen por la tarde. Prueba, aquí estoy.
En cuanto Loren se fue a telefonear a Laura, uno de gafas de culo de vaso y pelo ensortijado —que llevaba la voz cantante en el grupo recostado en la columna del fondo— se fue decidido hacia Paco.
—¿Es verdad lo de Guillermo?
—Parece.
—Viene en el periódico. (Miró por el ventanal hacia el «jeep» del recodo.) Tienen los días contados, las horas, ¿no crees? Claro que siempre nos falla la solidaridad. Todos juntos, no tenían nada que hacer, ¿no crees?
—Hay mucho blandengue suelto.
—No vosotros, jo. Y los del Sindicato estamos dando la cara; ya ves ayer.
—No me van vuestros métodos; flojuenques y escurriendo el bulto.
—Atiende una cosa, Paco: así os quedáis en cuadro; y luego, ¿qué? El Sindicato está organizado y la base responde. Si Guillermo llega a ser del Sindicato, medio distrito en la calle. Y así, ¿qué? Tenemos en Barcelona dos Facultades más, y el martes nos reunimos en Valencia en la coordinatoria (llamada por Loren «reunitoria, coordinatoria, preparatoria»). Y la Asamblea de hoy, ¡ya me contarás!
—Os sobran Estatutos y mucho papeleo consentidor. Nosotros vamos al grano.
—Queriendo, podemos formar un frente unido, una coalición, ¿no crees? Medios no nos faltan y ahora estamos esperando una «inyección» de Bélgica.
—No hace falta que lo jures, ¡menudo derroche de murales y panfletos!
—Si tú quisieras, ya te digo.
—Demasiadas juntas, demasiadas cámaras, aunque luego dejéis por ahí suelto a cualquier listo que tira piedras contra nuestro tejado.
—Lo de la Delegación no ha sido el Sindicato. Se propuso, pero la votación fue negativa, habrá sido algún prochino.
—¿Lo ves?, papeleo y papeleo; asambleas, ¿para qué? Lo que no sea cortar por lo sano, sobra.
Loren se acercaba ligero, dentro de su aire desgalichado.
—Entonces, ¿nada?
—Os lo dije al empezar el curso; para andar de palique perdiendo el tiempo, no contéis conmigo, ni con ninguno de nosotros. Los que sean revolucionarios de pacotilla, con su pan se lo coman. Porque para cargarse esto solamente se ha descubierto un camino, tú me entiendes.
—Allá tú.
—Mañana te lo diré.
El Rácano oyó sin escuchar.
—Dicen en su casa que ha salido pronto esta mañana, antes de las nueve; no me lo explico.
—¿Quién?
—¡Laura! ¿Quién va a ser?
—Jospe, estás encoñao.
Podía haber respondido «aún es mi novia» pero se calló, no por avergonzarse de que ésa podía ser una fórmula burguesa. Loren rumió «¿qué querrá esta mocosa?», con curiosidad casi profesional, de novio en relaciones muertas, o aletargadas; indiferente. Desde que Laura volvió de Ceuta, al estar más cerca los dos, todo se había hecho más lejano. Cuando Loren le contaba su ir y venir, en su etapa periodiquera, anotaba en la libretita un guión para la carta siguiente, pensaba en ella; ahora, cuando uno sentía nostalgia del otro, se llamaban; sin romper ni dejar de romper.
Aunque nunca hubieran sido uña y carne, Loren intuía que todo lo poco que les había unido por dentro se había descompuesto para siempre en algún instante, ¿cuándo, cuándo? ¿Al conocer a Chón? Mucho antes. ¿Cuándo? ¿La noche en el apartamento de la prima azafata, recién llegada Laura de Ceuta? ¿O todo lo de ellos había sido una costumbre, una rutina, una cabezonada de la niña que arrastra sin darse cuenta a Loren hasta el fondo del pozo y después queda flotando? Al hablar de mujeres, Paco, que no se encontraba a gusto con el tema, molesto hasta que pasaba, ansioso y perdido igual que todos los que no han tenido adolescencia con chicas, solía decir:
—Acabarás como todos, con el tachin tachín, casándote con Laura, ¿qué te apuestas?
Nunca le confesó que era como si se hubieran casado, desde aquella noche irrepetida en el apartamento. ¿Por qué no lo había contado ni a su mejor amigo? Habían picado por la calle de Barbieri: aceitunas gordas y boquerones fritos en el patio andaluz; champiñón en El Pirata; pote, empanada y lacón sin grelos en As Meigas. Laura llevaba los pantalones violetas, los que le marcaban las dos molletitas por detrás. Golpeaba el cigarrillo en la uña y, con una mano —diestramente—, abría el encendedor, apretaba el botoncillo del gas y hacía girar la ruedecilla.
—Te lo prometo, Loren: en Ceuta te sale el cartón por cien. Bueno, a papá se lo regalaban los caballas en cantidad, pero entre el galleguiño y yo se lo birlábamos.
—¿El galleguiño?
—¿No sabes, y luego? —remedó el acento—. Si te lo he contado un montón de veces. El ayudante de papá. Mira una cosa: luego no resultó tan tímido y tontaina. «Si me descubren, me mandan a un castillo, ¿no sabes?» Y yo le decía, pues si por eso, por robar unos paquetes, te mandan a un castillo, ¡anda qué!
Loren plegó una servilletita, en diagonal, otra vez, otra, hasta cinco, y puso la pajarita sobre la mesa.
—No lo pasaste tan mal.
—Aburridísima, te lo prometo. En cuanto podíamos, nos pirábamos a Tetuán.
Silencios muertos, sin miradas ni amor.
—Por papá, mañana mismo volvíamos. Pero se aguanta en Burgos. «A mí me han castigado y a vosotros os han destinado a Madrid», dice el viejo. En cuanto acabemos y el pibe se coloque, seguro que pide Ceuta otra vez. ¿Qué hacemos?
—Volveros a Ceuta.
—Digo ahora, estúpido.
Melosa, le agarró el brazo desmadejado.
—¿Qué te apetece?
Laura sonrió con un titubeo de párpados, firmemente ensayado.
—Lo que digas; hoy soy toda tuya.
—¿Y la residencia?
—¡Bah!
—Te cierran a las diez y media.
—No te preocupes, vigila la sorda.
Loren deslizó el índice por una cartelera mural.
—Ponen una de Kazan.
—Con este calorón.
—Podemos sentarnos en Rosales y tomarnos un blanco y negro.
—Loren...
Entonces Loren comprendió. Primero pensó en la pensión. Tenía medio engatusada a Joaquina, le daría esquinazo, pero habría que echar a Paco de la habitación. Quizás el garaje abandonado del tío del Batallitas, el taxista, pero ¿dónde encontrar las llaves? Un hotel, el Inglés o el Rosalía, un segunda no pasaría de doscientas pesetas. El lío del carné, firme aquí, las fichas, es su mujer, las miradas, eso se nota... Laura, muy gatita, dijo «podemos tomar unas copas» y Loren se sintió aliviado.
—Vamos al Gijón.
—No me seas burgués. Mi prima Luci tiene ginebra de la buena, se la ha traído de Londres. Vamos a su «chabola».
—Si vuela mañana, estará ya durmiendo.
—La despertamos.
Laura paró un taxi, Loren lo pagó delante de un rascacielos gris, con toldo verdiblanco en todas las terrazas y una marquesina en la puerta. Subieron una escalera exterior, con recodo, y les abrió un vigilante adormilado que saludó a Laura. Atravesaron un vestíbulo, con un tresillo mullido, dos lámparas en las esquinas y una fotografía descomunal de un pueblo sobre el mar. Relucían el suelo y los espejos de los lados en el ascensor forrado de rojo con clavitos metálicos. En el descansillo había cuatro puertas, la del apartamento de Luci con un cuadernillo sujeto por una cuerda a una chincheta, junto a un lápiz también atado. Laura leyó en los últimos renglones: «llámame a las ocho», y sonrió. Sacó su llavín, entraron y se besaron. Se fue derecha hacia el frigo, despegó la bandeja del refrigerador, la remojó por detrás con el chorro del grifo y desprendió cuatro cubitos, al tiempo que gritaba: «¿te apetecen pepinillos?; no queda ninguna otra cosa».
Laura los comía con los dos deditos más largos, Loren bebía mientras intentaba enmarañarle tímidamente las largas hebras sedosas. Ella lo sacudía en un tic brusco y seguía pescando pepinillos en el tarro. De nuevo se besaron.
—Espera.
Laura repasó el frigo otra vez.
—¿Como no quieras un huevo?
A Loren se le había ido el poco apetito. Leyó los banderines, el diploma del cuadro, descubrió un álbum que empezó a ojear. Laura, medio enfadada medio en serio, le acusó desde la puerta.
—Te lo prometo, no hemos venido para ver fotos de mi prima.
Loren andaba indeciso, se hizo cargo: pegó un salto desde el puff:
—He venido a comer: ñam, ñam, dame un brazo, ñam, de gitana, dame el cuello, soy el vampiro.
La empujaba, la empujaba, hasta que Laura se desasió.
—Espera, quita la colcha.
Al volverse, ella se había soltado un broche y el vestido cayó a plomo.
—No te quedes ahí parado, desnúdate.
Ella se descolgó las hombreras, tiró del sujetador hacia abajo, a la altura del estómago le dio media vuelta y se lo desabrochó ella misma por delante. Laura puso la cajetilla del bolso en la mesilla y presintió a Loren fijo, como un espantapájaros, imantado por el bailoteo de los primeros senos que veía al aire.
—Te espero dentro, que cojo frío en los pies.
Él se sentó al lado, subió el embozo hasta tapar los hombros de ella y a besitos cortos, de brazo de pulpo, pasó de la boca a la oreja.
—Verás, no sé... es que.
—¿Te da apuro?
—Sí, bueno no. Te conozco de siempre, entonces, yo tenía una idea, no sé cómo decirte, que esto, que nosotros...
—Te lo prometo chico, ¿tú de qué siglo eres?
Volvió la espalda, que quedó sin sábana; una espalda marcada, por las costillas, con la cintita arriba y el triángulo abajo de piel más blanca, entre la morenez del verano último que ya se difuminaba.
—¿Te cabreas, Lorita? Debería enfadarme yo y darte dos azotes bien dados, así.
Restallaron huecos y pelearon a sabiendas. La excursión al Cerro quedaba muy atrás.
—Prefiero poca luz, Loren.
Dejaron la lamparita encendida y Loren se dio en la espinilla con el comodín. Sintió una piel donde nunca la había sentido.
El ruido ajeno que escuchó después de todo fue el del frigo cargándose. Cuando Loren intentó pasar el brazo por debajo del cuello, Laura dijo, «deja, me das calor». Ella alargó la mano entre las sábanas, cogió un cigarrillo y lo encendió sin incorporarse. Soltó una bocanada larga, como si fuera mentolado. («Todo lo que se le ocurre a ésta ahora es fumar; ni palabritas, ni cariñitos, ni lloros. Las mujeres son más complicadas que la puñeta.»)
—¿Sabes que más de una vez me fumé un petardo?
—¿Un, qué?
—Un petardo, de grifa o hachís; no me acuerdo. En Ceuta te los venden a cinco duros.
—Dicen que al pronto te dan náuseas.
—La primera vez, ya se sabe. Todo es acostumbrarse, oye. Luego, como si fuera un «celtas».
Loren preguntó, de medio lado: «¿lo has hecho porque me quieres?». Laura aplastó la colilla y se vistió de frente, sin ningún pudor.
—¿Sabes de qué me reía?
—¿Cuándo?
—Al entrar, con el cuadernillo de la puerta.
Loren se abrochaba la correílla del reloj, se peinaba, se ponía los calcetines, que no entraban por el sudor.
—Todas las primas nos entendemos por el mismo código: llámame a las ocho quiere decir no vuelvo esta noche; estoy en el cine que regreso de madrugada; han puesto conferencia que nadie entre porque se molesta. Lo inventé yo.
—Imaginación no te falta, a veces.
Disimuladamente, con cierta esperanza, Loren retiró un poco más la sábana, pero no encontró motita alguna. Pensó en el ayudante gallego de papá, en muchos ayudantes y prefirió no hacer la pregunta que le ardía, que si era la primera vez o la número cuál.
El vigilante miró a Loren y a Laura, al reloj, se lo llevó a la oreja y sin dejar de oír el tiquitaqui meneó la cabeza, asombrado.
—Y ése ¿qué?
—Lo de siempre. Mañana se va a enterar el Sindicato de quién es el FAT.
—Si quedamos alguno, como tú dices; porque a Pedro Luis no se le ha visto el pelo.
—¿Te vas a acoquinar ahora?
—¡Parece mentira, Paco, pero jopá qué papeleta!
—Jospe, hoy eres tú el optimismo hecho tío.
El Batallitas apareció con la historia de cada día.
—El ministro ha salido para El Pardo, me lo ha dicho un chófer del Ministerio.
Propuso ver el ambiente de la Asamblea.
—Antes hay que arreglar lo de mañana. Pedro Luis, te ha tocado ir a buscar otro material.
—Para eso eres el perito en jefe.
—Con tanta coba, debe ser de bigotes. ¿Se ha negado el de la pensión?
—Está conforme en dárnosla, pero como si fuera robada; no quiere saber nada. Él nos ha dicho quién nos puede proporcionar un fulminante de ésos, un compañero suyo de milicias, medio chalado, que está por las mañanas en el laboratorio Lys. Vete a verlo de su parte y pídeselo.
—¿Habéis mirado si tiene en condiciones la aguja del percutor?
—No lo sé, mi teniente.
—¿Me esperáis aquí?
—En la pensión, esta tarde, a primera hora. Dale cualquier excusa al potinguero ese; que vas a volar una tapia de tu pueblo.
—¡Soy de Madrid, macho!
—Entonces dile —imaginó Loren— que vas a rodar una película de aficionados sobre la guerra de Corea.
—¿Y si me pide pasta?
—Que hable con Leo; ya estamos de acuerdo.
El farmacéutico grandón, calvo por arriba pero con greñas por las patillas y algo menos por el cerquillo frailuno, le recibió efusivo, le pidió tabaco y le dijo «eso está hecho». En una caseta, dentro del patio del laboratorio, donde decía que vivía para vigilar por las noches no fuera a ser que alguien se llevase las fórmulas, abrió un baúl de tapa combada, retiró dos mantas y trapos viejos, y llegó al fondo rápidamente. Con un destornillador ahuecó las cuatro esquinas y debajo, hasta el fondo verdadero, sorprendieron a Pedro Luis unos bultos identificables fácilmente, envueltos en bayetas.
—Mi arsenal, vualá.
Los tarritos negros de las granadas, un Astra, dos peines de cetme, balines a granel y «el violín».
—Lo saqué pieza a pieza, va como la seda.
Manejó el subfusil con soltura, quitando y poniendo los seguros, moviendo el cerrojo, palmeándole.
—Dile al Leo, cuando lo veas, que se pase una noche por aquí para engrasarlo a fondo. ¿Le conoces desde hace mucho? Menudo pájaro de cuenta. Le vuelven loco, como a mí, pero le dan miedo, no los cacharritos, sino los demás. ¡Cuidado, coge ésta!
Lanzó al aire una granada como un chusco a un perro y Pedro Luis tembló con las dos manos en cazoleta. El calvo prematuro sonrió.
—No hay cuidado, le falta el cebo. Verás.
Fue un strip-tease delicado, ensimismado, el sombrerete fuera, la argollita de un tirón y detrás la cinta que ceñía la cintura, la seda al aire, desnuda por arriba, por debajo, esto es todo.
—Ni el boxeo, que me gusta un montón, ni las tías ni nada, yo no cambiaba mis juguetes por nada.
Pasó el candado de la tapa por las dos argollas.
—La cacharra no importa, pero con el fulminante no gastes bromas. A un compañero de Leo y mío se le ocurrió rascar con un alfiler y aún se está buscando los dedos.
Se abrochó la bata agujereada por los ácidos, el jefe de turno se levantó ceremonioso y conociendo el percal («sin novedad, don Antonio») y Pedro Luis se despidió algo aceleradete, sin escuchar que el grandón le decía «recuerdos y hasta la próxima». Un gusanito tieso y otro inquieto le quemaban por dentro, en el pantalón y en el estómago. Era su mensaje para la Historia, o poco menos.
Con deliberado aire cansino subió la escalinata que moría en la explanadilla ante el pabellón de gobierno; tras bordear el busto subido a un pedestal de granito, entre tilos, y cruzar la carretera inútil, ahora de tierra reseca y en otro tiempo con los raíles pedregosos del tranvía estudiantil. El chófer del rector leía sentado, la puerta abierta, los pies fuera del coche estacionado en un rectángulo marcado de amarillo. El policía paseaba en un ir y venir al buen tuntún, descuidado pero sin salirse de las sombras. Pedro Luis dio la vuelta por la otra esquina, donde muchachos del preu buscaban en las listas claveteadas del tablón, y se iban. El guarda de caqui de la ciudad universitaria parecía mirar con algo de recelo, en tanto el Batallitas medía mentalmente la distancia del bordillo a las ventanas y a los balcones, apenas cinco metros fáciles de salvar con un cacharro pesado y pequeño, como la granada. Por detrás, a la derecha, cortaban la carreterilla unas puertas metálicas con candado y cerrojo, pero con dos huecos por cada lado —ya en las aceras—, por los que no sería difícil escapar camino del barrio de Argüelles, sin que ningún vehículo pudiera perseguirlos.
El jeep permanecía camuflado en la otra revuelta, a la izquierda, sin visibilidad de la parte frontal del edificio ni del lado derecho, por donde deberían salir corriendo Pedro Luis, Paco y Lorenzo. Lorenzo había comentado, como quien planea un itinerario que va a recorrer otro, que la operación no podía fallar si, al aprovechar que el guarda estaba más a la izquierda, los dos del reclamo distraían la atención del guardia, por la parte delantera izquierda; salía de la espesura de los tilos el del artefacto, lo lanzaba cuando los otros dos cruzaban hacia la derecha y al caer en el primer piso escapaban los tres por las puertecillas traseras, a la derecha.
Como el criminal que vuelve al lugar de la tragedia, Pedro Luis, antes, se recreaba en el golpe seco y, casi al mismo tiempo, la explosión, unos gritos agudos, agonizantes, una humareda de polvo y pólvora espesándose en las ventanas, quizás unas grietas en las paredes color vainilla y, ya al rato, oídas desde lejos, unas voces de socorro, una sirena todavía no de ambulancia. El libro aseguraba que el explosivo se desintegraba en más de cincuenta pedazos, con un radio de acción mortal de seis a diez metros; aunque podía alcanzar los cuarenta y cinco.
No podía fallar el golpe con ese ventanal de casi tres metros por dos del primer piso, siempre de par en par, y sin persiana; en una de cuyas hojas, apoyada contra los muros, una secretaria —soltera, 24 años, seis mil pesetas, seis mil ilusiones— se mira ahora en el cristal, atusándose el pelo. Callarán aquellas vocecillas del parque infantil cercano, los bomberos destrozarían un poco más, coches y coches grises y con rejilla rodearían la zona, un cordón humano alejaría a los curiosos y del «Parador de la Moncloa» la noticia rebotaría de bar en bar, del «Parador» a «Peñalver» de «Peñalver», al «Quinto Toro», del «Quinto Toro» al «Porrón», hasta que el reguero encendiera en todos los estudiantes, a los que se aconsejaría circular, y no ir de más de dos en dos. Algún día ese cambio que empezó con la voladura del Pabellón sería una realidad y Pedro Luis, el Cachas, se hincharía más aún contándolo, como si aquel viernes de mayo fuera ya el día en rojo que todos los países conmemoran con la misma excusa, con las mismas palabras, en distintas fechas.
Desde el escalón donde se sentaron Paco y Lorenzo se veía más de la mitad de la bandera de Vietnam del Norte, justo hasta donde acababa la estrella del centro. Retratos de Ho Chi Minh, de Mao, y del Che colgaban de las claraboyas, entre pancartas cien veces repetidas. Se apagaron las luces y sobre la pared de estrado se proyectó una película en francés, que recogía escenas de bombardeos de Hanoi, con niños de doce años empuñando antiaéreos. Con la luz parpadeante de los fluorescentes se creció el coro «¡yanquis, asesinos!». Se pidió silencio desde la mesa que no conocía catedráticos en los últimos días.
—El comité antiimperialista de esta Universidad ha redactado el siguiente informe: nuestra patria, nuestra independencia, nuestra seguridad nacional y personal son vendidas, pero nosotros reivindicamos nuestra categoría de ciudadanos para oponernos a ser las víctimas de una confrontación atómica. Por la independencia nacional...
El manifiesto ocupaba tres hojas a un espacio y el que leía le daba tan poco énfasis que apenas arrancó a la postre unos palmoteos y el grito solitario —¡yanquis, no!— de cuatro o cinco de los organizadores distribuidos estratégicamente por el aula. Al acabar no sabían si proponer ya lo de la manifestación a las ocho ante la Embajada de los Estados Unidos o leer un informe más, llegado de Hanoi, aunque alguno lo había leído ya en una revista cubana.
—Se cumple hoy el aniversario del comienzo del ataque a la base de Dien Bien Phu llevado a cabo por el vietminh, y quisiéramos que el día de hoy se celebrase en todo el Vietnam con nuevas y definitivas victorias del pueblo vietnamita en su lucha por la independencia nacional, la paz, la democracia y el socialismo. Los agresores yanquis... (continuó el muchacho con las palabras de siempre, para acabar despertando los gritos de siempre).
—Hay ganas de camorra.
—Fíjate, ya no hay ninguno del Sindicato. Cuando huyen de la quema, aquí hay gato encerrado.
Un recién llegado al escalón metió baza.
—Están llegando yips a manta; lo menos hay veinte en el cruce.
—¿Nos largamos?
—Arreando.
—Podemos intentar ver a Güili.
—¿Tú crees?
—Echándole cara. Lo peor es si no ha declarado aún, no le dejarán visitas.
—Mira, Loren; ¿me dejas echarle un vistazo?
Por la cajonera de la mesa corrida asomaba un periódico; el que apoyaba el codo para escuchar sujetándose la cabeza, lo movió sin despegarse. Paco pasó las páginas hasta llegar a la de sucesos, donde metían lo de la Universidad.
—No lo encuentro, y el del Sindicato me ha dicho que lo traía un periódico. Tiene que ser éste, ¿no, Loren?, los otros nunca dan nada.
—Si supieras leer..., abajo a la izquierda.
Los dos apellidos sonoros de Güili con una letra más gorda que la del nombre.
—¡Será posible! Y el jeta lo firma y todo, vamos, como para partirle la boca; y Güili confiando, «aquí un amigo», «este amigo mío». Te lo juro, no me cabe en la cabeza. Pedro Luis ha hablado con su madre y dice que el padre llamó a todos. ¡Menudo disgusto al verse así! Tú que sabes más de eso, Loren, ¿será aposta?
—No será el primero; ni el último, por supuesto.
Paco conjeturaba: no será culpa del patilludo, se le habrá pasado al director, el padre hablaría con uno y lo publicaría otro, una casualidad...
—Una casualidad o, a lo peor, con todas las de la ley. Basta que el patilludo supiera que nadie lo iba a publicar para dar el pisotón.
—Si son amigos...
—¿Amigos? Tipos como ése son capaces de vender la piel en tiras de su mismísimo padre.
Paco calló porque desde hacía tiempo a Loren no le brillaban los ojos con esa furia. Se le distendieron los músculos poco a poco y Loren ladeó la cabeza en una mueca.
—Es curioso; por más que crees imaginarte lo imposible, siempre te sorprende algo. En esa profesión cabe todo.
—No seas despechado; supongo que en todas partes cuecen habas.
—Quizás; pero es la que conozco, y a calderadas.
—¿Por eso te saliste?
—¿Te saliste tú por lo del canónigo?
—No sé, fue el colmo.
—Ídem de ídem, ¿se dice así? Llega un momento en el que hay algo por lo que no pasas: o claudicas y entras en la rueda, o te plantas y dices: hasta aquí hemos llegado y que os den mucho por el mismísimo.
Hasta aquel instante final, tres meses racaneó Loren por el periódico. El director no aprobaba ya con tanta rapidez los guiones de posibles reportajes, aunque de vez en vez le decía: deme más, son pocos; amplíe esa noticia, bien la entrevista, haga lo humano del suceso tal o cual. Con los suceseros se pasaba bien. Se reunían a la una de la madrugada en el cafetín y chalaneaban: dos heridos graves por el incendio de Hermosilla, vendo muerto por accidente, ¿quién sabe algo del toco-mocho de ochenta mil? Se llamaban unos a otros rápidamente en cuanto comprendían que no habría exclusiva. A los veteranos les telefoneaban los enfermeros de las casas de socorro o de los equipos quirúrgicos; les avisaban algunos escribientes de juzgados; les almacenaban detalles incendiarios, heroicos y sencillos, los bomberos de servicio. Les pagaban con un purito por Navidad, con una nota de sociedad cuando se les casaba la hija, con un recuadrito si les robaban el utilitario, con una visita al periódico para ver vomitar las rotativas.
Escarbaba en el cuerpo de alguien todavía caliente o ya en la nevera del Anatómico. Los días primeros se estomagaba todo, se perdía el apetito, se eructaba aunque no se hubiera comido nada, ni siquiera un bocadillo de caballa. Loren veía al suicida con las piernas tronchadas, a lo único que quedaba de la familia estrellada (un niño de cuatro años que sólo repite: «mamá dice a papá, no vayas a cien, no vayas a cien»); a la chica de servir que tropezó al cruzar las vías y aún cree que el dolor es del pie, ya amputado. Veía el cuartito del juzgado con la espera sin esperanza de un incestuoso, de un escalador palanquista, de un chófer que descerrajó un par de tiros al que le quería quitar el sitio para estacionar.
Y a la semana crecía y crecía el caparazón y ya era una tortuga con conchas que llegaba cansina y malhumorada a la Redacción si sólo llevaba un par de muertos. Daba pésames por un dato, escuchaba media hora por una foto. Y si no se sitiaba, se atacaba, esperando la rendición. La madre lloraba delante de una cajita donde la hija carbonizada era ceniza encogida.
—¡Era tan buena!
Se decía «resignación, sus compañeros me han contado que la apreciaban mucho».
—¡Diecinueve años, hija de mi alma!
Decía «todos hablan de lo guapa que era, seguro que tiene alguna fotografía de ella». Y el padre buscaba la única en un marco, quitaba las puntas del cartón trasero y enseñaba la cartulina donde la chica, lozana, fresca, de piernas deformes y bofe algo saliente, miraba delante de una caseta de verbena cogida del brazo de otra muchacha.
—Es una compañera, por las fiestas de San Antonio.
La miraba compungido, casi suspirante, pensando que en mate no iba a reproducir tan bien como en brillo y que además estaba algo desenfocada para ampliarla.
—Si usted me permite, quisiera que me la prestara.
Saltaba un hermano mayor: ¡mi hermana no sale en los periódicos!; ¿quién se ha creído que es? El padre dudaba. Vuelta al ataque.
—Lo comprendo, ¿qué quiere que le diga? Yo lo hacía, ¿cómo diría?, como un homenaje, como un ejemplo para que todos sepan el valor de... el valor de...
—Carmen, señor, ¡hija mía, hija mía!, mi Carmeluchi.
—No es ninguna deshonra —conciliaba el padre.
Volvía a cogerla, enderezaba cuidadosamente las esquinas, prometía devolverla personalmente al día siguiente, daba el pésame otra vez en nombre del periódico. Y la madre, de ojos enrojecidos, levantaba la cabeza.
—¿Y para qué periódico dice usted que es?
Dejaba una tarjeta en la que había puesto a mano el nombre.
—¿Cuándo la darán?
—Mañana, señora.
—¡Ay, con lo buena que era, mi Carmeluchi!
Pensaba: si pierdo un minuto más me cierran el hueco o se me hace tarde para ir al circo, para un día que me dan dos invitaciones. En la puerta se encontraba con cualquier colega rezagado; sin querer le sonreía, saludaba; nada no hay nada que hacer, y se imaginaba lo que iba a sudar para sacarles otra foto de la chica abrasada en el incendio de la fábrica de pinturas. Se tomaba una caña a su salud.
El titular de sucesos regresaba y otra vez a lo que saliera, a salto de mata en cualquier sección. El redactor jefe hacía señas desde detrás del cristal de la pecera.
—Han llamado del Ministerio para saber por qué no se dieron todos los directores generales. Cuidado con eso. Se quejan de que usted no tomaba nota cuando dieron la lista. No es que importe, pero hay que contentarles y si se puede dar gusto, ¿por qué darles un berrinche? ¿Decíamos? ¡Ah, sí!, sus propuestas las tiene el director, creo que algún reportaje se ha quedado ya viejo. Piense cualquier otro y tráigalo.
«Del Ministerio han llamado y yo no tomaba nota, ¿quién es el chivato? José Luis, o quizás se llamaba Alberto aquel muchacho que se le acercó.»
—Yo he cogido la llamada. ¿De eso te hablaba el Boquillas? No te preguntes quién ha sido: ningún periodista. La próxima vez fíjate en uno grueso, de gafas y traje cruzado, siempre sudando.
—¿Valeriano?
—¿Le conoces?
—Uno del «Informaciones» me dijo: «la hemos cagado, ahí llega Valeriano, el espía».
Saludaba, sonreía babosamente, se pasaba el pañuelo, contaba los mismos chistes de veinte años ha, cogía por el hombro —confidencialmente— a los más adictos o a los más cínicos y preguntaba por los novatos. Poco antes de que Loren fuera definitivamente el Rácano, antes de la tarde del adiós sin adiós ni follón, asistió a una rueda de prensa en un palacete con perro, césped y guardias de servicio a la puerta. Embajada o cancillería, o residencia del embajador, los mayordomos enguantados recogían abrigos y los camareros hacían tiempo para servir después del acto. Los de la televisión fundieron los plomos al enchufar los focos pesados, pegajosos y penetrantes, mientras todos esperaban. Valeriano sacó de una carpeta una hoja mecanografiada con ocho preguntas y ocho copias. Dijo al primero: «por favor, pregúntale la primera» (¿qué puede aprender su país de la experiencia española?); por favor hazle la segunda (¿qué opina de la labor del gobierno español en este terreno?), ¿quieres esta tercera? De mejor o peor gana todos se quedaron con la hojita, menos el de la agencia «Noticias Press».
Iba algo mamado, «dos copas de nada» decía él, vendría de alguna reunión, contó Paco a José Luis o Alberto.
—Con eso me limpio yo el ojete, Valeriano.
El de al lado le codeó.
—Tú te callas, ¿estamos? ¿Hay libertad o no hay libertad en este país? Si hacemos caso de lo que dicen los periódicos, ¿verdad que sí?, ¿verdad Valeriano?; anda explícalo tú, y que levante la mano el que diga que no.
Valeriano sonreía con dientes de hiena, llenos de sarro, amarillentos por la raíz.
—¡Sois unos calzonazos todos! —y describió con el índice un semicírculo por encima de la mesa, como si ametrallase.
Se pusieron en pie y se sentaron en cuanto lo hizo el que ocupó el extremo de la mesa. El de la agencia cuchicheó:
—Y hago lo que quiero, majete, porque estamos en territorio extranjero; ¡Valeriano, chúpate ésa, estamos en el extranjero!
—Señorita, señores; antes de someterme a cuantas preguntas deseen formularme, desearía leerles una declaración. No se molesten en tomar notas porque les tenemos preparada una copia que les repartirán. Al concluir nuestra visita oficial a este hospitalario país...
Al hacerse el silencio, el de la agencia se levantó.
—Antonio Lara, agencia «Noticias Press». Señor ministro, ¿es cierto que su visita oficial está pagada por una firma comercial española?
Valeriano tragó algo, quizás saliva, si no se le había resecado.
—Sin duda, un mal entendido, dadas nuestras estrechas relaciones comerciales con una firma española que opera en nuestro país, con un contrato producto de un concurso internacional, es el origen, por supuesto infundado y al que doy el más rotundo mentís, de que, como usted insinúa, se haya querido tergiversar...
Picaron, tortilla española, canapés de salmón ahumado, croquetitas, canapés de caviar, y el de la agencia se dejaba oír en un corrillo, saltarín y deslenguado, ingeniosamente sarcástico. El ministro le estrechó la mano, políticamente y con falsa cara de buenos amigos.
Carraqueó el carro de la máquina y Antonio Lara repasó la noticia desde la fecha al punto final, tachó dos frases y, al tiempo que el cerebro cesaba de flotarle, revivía la cara de los demás en la reunión de la Embajada. Se lo explicó al director y acordaron que lo mejor sería pedirles disculpas al subsecretario y al embajador lo antes posible.
Lara madrugó como en su vida lo había hecho —salvo para unas desgraciadas maniobras en Cádiz— y esperó en el antedespacho. «Sígame», y pisó alfombras donde se clavaba, hasta que el guía le abrió una puerta y se quedó fuera.
—Siéntese, por favor.
—Creo que ayer no estuve muy oportuno; yo quisiera...
El hombre alargó el brazo hasta dos carpetas, como si la visita no estuviera con él o fuera a despachar otro asunto. Abrió la de plástico y salieron tres folios sujetos con clip.
—Antonio Lara de la agencia «Noticias Press» desde hace tres años. Detenido en una ocasión por embriaguez y en otra por conducción temeraria.
Se escuchaba el zumbido del chorro de aire del acondicionador. Guardó los tres folios y empezó con el de la otra carpeta.
—Antonio Lara es el autor del editorial de «La Mañana» titulado «Cuando la dimisión es un bien», expulsado del citado diario por desacato a la autoridad, firmante de una carta dirigida al presidente... Un bonito historial, ¿no es cierto?
Loren aún fue después a un par de ruedas no comerciales y todos se desvivían por aparentar atender a Valeriano. Cuando no acudía a Barajas, seguían gastándose bromas archisabidas. Para hacer la prueba de los micrófonos, momentos antes de que llegara el capitoste, cualquiera se subía al estrado de la salita de prensa, delante del tapiz con el escudo nacional, y remedaba los gestos. Pero con Valeriano todo iba como una seda...
La última información fue en la Dirección General de Seguridad. Les enseñaban el Astra, la munición utilizada por los atracadores, y les dejaban fotografiarles. El comisario-jefe hizo un relato de los hechos. Maldito dinero también, Loren estaba en las últimas boqueadas y para el recibo del mes faltaban aún seis días. El Boquillas se entretenía en añadir a cualquier noticia un par de frases tontas que después tachaba para que el director advirtiese que peinaba y preparaba los originales concienzudamente. Le llamó desde la pecera.
—Por favor, ¿quiere darle la vuelta a esta información? Un refrito que no se note.
—¿Qué hay de los reportajes?
—Los tiene el director; mañana cuando despache le preguntaré y ya hablaremos. ¿Decíamos? ¡Ah, sí!, no más de una holandesa.
Con los refritos no se cobra, sólo se paga aparte lo firmado «y encima viene un lector como el memo que me escribe el otro día para decirme que estoy vendido al oro capitalista».
En el casillero de la correspondencia, sobre con nota del director pidiendo más originales, carta de un enlace del Banesto, carta del pibe preguntándole cómo podría visitar el periódico un amigo suyo.
Se pasó por el Ateneo para curiosear. ¿Cómo podrá sacar tiempo el Boquillas para ser redactor-jefe del periódico, llevar el gabinete en el Ministerio, dirigir esta revista y por si fuera poco tener nueve hijos, que éste gana a Chuchi? La revista era técnica, puramente gremial. «Seguro que le dan lo menos diez sábanas por dirigir este tebeo.» Campaña olivarera, exportación de grasas, declaraciones del doctor que ha descubierto una sosa sintética... declaraciones del doctor que ha descubierto... Las palabras no podían ser más textuales; el orden, las preguntas, recordaba los gestos del doctor; la pobreza de vocabulario, recordaban perfectamente aquella entrevista que entregó en el periódico meses atrás y que aún no se había publicado. La entradilla, los ladillos, todo igual, pero el final se alargaba dando las gracias con palabras postizas y chocantes. Y debajo no era Lorenzo Luján el que firmaba sino el Boquillas, el ¿decíamos?, el de la camisa siempre ajada, el redactor-jefe.
Le recomía una furia, un pronto de ideas diabólicas. Le pasaría la copia del reportaje y la revista al director del diario; escribiría a la Dirección General de Prensa; clavaría el recorte en el tablón picota. Pensó que Alberto, o José Luis, le desalentarían.
—No estás en plantilla y además oficialmente eres un intruso. No te harán ni caso, y si el Boquillas se propone «a ése me lo cargo», te hunde.
—Por lo menos me voy a dar un gustazo.
Sin pedir permiso cruzaría hasta el centro de la pecera.
—¿Señor Luján...?
—¿Ha dicho algo el director de lo pendiente?
—Nada; bueno, no he podido despachar todavía.
—Pero ¿nada de nada?
—Nada, ¿de qué?
—Por ejemplo, una entrevista con el doctor que ha descubierto una sosa sintética. Yo también lo he descubierto (le tiraría la revista como el naipe de un malabarista). ¡Eres un sapo vulgar y sarnoso!
—Señor Luján, está equivocado. Yo pensaba decírselo, pensaba pagarle. Nos faltaba un original en la revista y su entrevista era buena, francamente buena. Dice el director que si usted quisiera, un Tico Medina. Pero últimamente, ¡eh, señor Luján!, nos está saliendo un poco rácano.
—Eres un negrero, lleno de mierda que te sale por las orejas; un vulgar ladrón para que te saquen en los sucesos. Vete a tomar...
¿El fresco, el viento? El Boquillas se tomaría una pastillita rosa, y le llevarían al botiquín. Loren limpiaría de papeles la mesa, colocaría en medio no el tarro de Nescafé lleno de bicarbonato sino la botella de ginebra renovada cada semana, acostada escondidamente en el último cajón, echaría un vistazo de adiós a la sala y el ordenanza del vestíbulo le diría como siempre «hasta mañana».
Ya no habría más mañanas.
Loren no hizo nada de eso. Se puso a pintar bigotes, patillas, perilla y gafas a una reina de las fiestas que la revista comercial y gremial publicaba a media página. Por la frente ancha y abombada debía de ser hija del Boquillas. A pesar de los pesares —de ser hija de quien era y de ser reina— parecía guapa.
A la salida de la Asamblea dos hermosos ejemplares de muchachos bien nutridos y sábanas limpias cada sábado, habían anudado por las cuatro esquinas sendos pañuelos, con la vainica a mano. Los zarandeaban con un tintineo, mientras los alzaban con un «por los hermanos oprimidos del Vietnam», «por los sojuzgados del imperialismo yanqui». Loren sonrió al más melenudo «mejor, lleva cuidado no te vayan a cortar la coleta». «¿Por qué no te vas al circo a hacer los chistes malos, listo?» «Porque arruinaba tu número de los osos amaestrados, berzotas; que sois unos enteraos.»
Por el vestíbulo vacío las de la limpieza extendían ya el serrín. El olor nauseabundo de sangüichs grasientos, en la plancha del bar, acompañaba hasta la puerta de fuera, donde el sordillo malicioso voceaba los titulares del «Nuevo Diario».
—¡Dimite el decano de Derecho! ¡Ocupan las Facultades!
A la derecha, sobre dos cajas de «trina» puestas de pie, menguaba la pila de «Gaceta Universitaria». Un sargento dejó el duro donde el montoncillo, bajo el cartel de «sírvete tú mismo», y sonrió al reconocer a los que llevaban el casco en la foto borrosa de la portada. Llamó a un número y estuvieron riéndose un rato. Hojearon de prisa, parándose en las fotos, el chiste no les hizo gracia y si lo hubieran entendido, menos; y al llegar al final se encogieron de hombros. Lo dejaron donde el montoncillo, pero el sargento no recogió el duro.
Tomaron el F, silenciosos, sabiendo los dos que cada cual pensaba en Güili, en las barbas del vecino.
—Un grano no hace granero, ¡qué leche!
—Ya, Paco, pero... el pero es lo peor, tú me entiendes.
Revolvieron en un puesto callejero, de pasada. Siguieron.
—¿Te quedan...?
—Te pago el metro.
—Necesito diez, Loren.
—¿Pavos o castañas?
—El lunes te los devuelvo, cuando me sacudan la clase.
—Estamos en las últimas.
—Son para el libro ése del inglés, sobre la revolución estudiantil alemana.
—Aquí, no; en el Palas.
En la pensión el Rácano guardaba siempre veinte duros de «reserva y respiro» entre el forro y el libro «Peñas Arriba» —regalo de su padre al cumplir los quince años—, seguro de que nadie tocaba ni a Pereda ni al Romero de Torres del Banco de España.
—Lo que me manda mi padre es una miseria.
—No jorobes, Loren. Si no lo malempleases los primeros días, que te das una vida de pachá.
Una vida de pachá se dio antes de que se llevaran definitivamente a tía Carmen, antes de que Paco le animara, una tarde en la cuesta Moyano, a que se fuera a vivir a la pensión de Joaquina.
—Si le caes bien, ella misma le manda una carta a tu padre y le convence que aquello es más serio que el noviciado de las ursulinas.
Tía Carmen ya no le preparaba su flan de huevo, su compota de manzanas, su sopa de almejas. Ya no le hablaba tampoco de su madre.
—Eras la única que me hablaba de mi madre.
—Todo aquello lo veo cada día más borroso, como si me lo hubieran contado también a mí, y no lo recordase.
El cerquillo de las orejas se oscurecía por momentos.
—¿Por qué no sales y te despejas un poco; siempre estás encerrada?
—A tu tío no le gusta.
—¡Que le den morcilla a mi tío! ¿Qué ha dicho el médico? ¿Y quién sabe más?
—¿Dónde has aprendido esas palabrotas?
Lorenzo intuye ahora que entonces sí vivía como un pachá, porque cada hora vivía a la hora, cada día al día; no como el mediocre y avariento tío Darío, lobón de más dinero para demostrar a su hermano mayor que si él había puesto un bufete, Darío compraría una casa y una parcela y llenaría mes a mes muchas cartillas de ahorros. Por eso no dejaba a tía Carmen que fuera a los grandes almacenes, ni de paseo, por si revoloteaba la tentación de comprar. Por eso y porque una mujer sola, quince años menor que uno —apréndelo bien, Lorenzo, no te cases, te lo dice tu tío—, si es honrada, en casita. La una pierna, quebrada, operada; la otra, también; y una mañana tía Carmen lloró porque llevaba dos días sin orinar y todo el bajovientre parecía el parche de un tambor.
—Me levanto con la cabeza tonta, como si me fuera a caer.
Tía Carmen no sentía nada, acaso una sensación de aburrimiento, sin ganas ni para poner la radio, ni para hacer el damero maldito. Lorenzo descubre ahora que a él también se le embota la cabeza al tirarse de la cama, y después se encuentra mejor a medida que avanza el día, como le estuvo pasando a tía Carmen. Hasta que un sábado se sintió morir, deprimida, porque llevaba dos días sin hacer ni gota, el vientre abombado. Cuando los de pantalones y bata blancos la bajaron aupándola por encima de la baranda de la escalera para que la camilla no tropezase, tía Carmen ululó y Lorenzo quiso intuir su nombre entre los alaridos.
Al lunes siguiente, Paco le acompañó para ayudarle a trasladar a la pensión los libros y la ropa, todo metido en un maletón. Aquel mes recibió el primer giro con el remite del bufete, la letra descoyuntada de una secretaria escribiéndole «de parte de tu padre». Entre todos juntos pulieron la mitad de lo que sobraba una vez pagada la Joaquina.
Ahora lo mismo se sacaba una butaca en la Gran Vía, que comía a cuerpo de príncipe en Gambrinus, o compraba el último ejemplar de «La vie botanique». Le duraba seis días, pero ya para él solamente.
—A veces pienso, Paco, que en vez de cargarse los placeres burgueses, habría que conseguir llegar a ellos. Tú fíjate, por ejemplo, ¿cuándo va a comer ese guardacoches en Los Porches, cuándo va a conocer Formentor aquella vendedora?
—Déjate de rollos.
—¿No puedo hablar de coña, o qué? ¿Es pecado...?
—Acábalo, no te dé apuro: es pecado... curita. Hacía tiempo que no lo soltabas.
—Me dejaste chafado con lo del otro día. No te me cabrees como Laura por tan poca cosa.
—Historias; ¿qué decías de Laura?
—Nada. ¿Por?
—Por nada, creía que querías hablarme de ella.
—Está rara.
—Serán sus días, jospe.
—Lleva tres semanas sin apenas vérsele el pelo, ¿no te fijaste las prisas de ayer? Ahora, el día que no sale con su prima se va a ver a su otra tía; y el que no, no puedo verla porque se tira la tarde en no sé qué gimnasio.
—Cosa del verano, el tiempo está que amodorra.
—¿A ti te cae bien?
—Hombre, es una chica despierta.
—¿De verdad?
—¿A ti te va? Entonces, todos contentos y déjate de historias. Y si te pasa algo, háblalo con ella; pero no empieces con dudas. ¡Un día como hoy y te pones sentimental! ¡Como para ahorcarte!
Animal sentimental que ni sabe lo que le va, acostumbrado a Laura, pero que esta mañana hubiese llamado a Chón de mejor gana. Un mes y tres días antes fue ella quien telefoneó para decirle que iba a llevar a María José con la abuela, para aprovechar un viaje de su marido. Apenas una semana, y a la vuelta, le llamaría para no abandonar los actos culturales. «Tenme al tanto. Tenme al tanto, llámame, o lo que es lo mismo, ya sabes que me encuentras lunes, miércoles y viernes en la Facultad, martes y jueves en el Ateneo.»
Aprovechando un viaje de su marido a Valencia... Loren se inclinaba por pensar en la carrera militar, pero ¿qué demonios se le había perdido hace siete años, en Canarias? Entonces la fragua imaginativa le golpeó en caliente la idea de un viajante de comercio, de un representante de copete, que pasa largas temporadas fuera, trabajando las plazas, la mujer descuidada y sola. Loren había leído historias novelescas de errabundos viajantes y sempiternos ausentes, marineros o no, que terminaban con cuernos, aunque al marchar hubiesen dejado una santa bajo siete llaves. Sin justificarse, se podría explicar que ellas se aburrieran. Y por si fuera poco, ellos eran vejestorios ajados.
La tercera vez que salieron, poco antes de Navidad, Chón le había confesado, de pasada:
—Cuando le dije que había estado en el recital me contestó que eran manías de niña mal criada.
—¿Le contaste que te había invitado?
—Clarito, le dije que había ido con un amigo. ¿Qué hay de malo?
Para Chón todo eran zapatos nuevos.
—En los siete años de casados no hemos bailado más que el vals de la boda, a trompicones. En la vida me ha llevado a un club; lo encuentra ridículo, porque dice que es un pato mareado con la música.
—¿No conoces ni los mesones?
—¿Los mesones de qué?
El 21 de diciembre la madre joven sin juventud, niña-vieja, esposa de, canaria recriada, descolgó el teléfono por cuarta vez.
—Alooo, ¿síí?
—Le habla el bombero jefe del barrio de San Miguel: nos han dado tres horas para pegar fuego a todos los mesones. ¿Tiene usted algo que alegar?
—¡Cómo estás!
—¿Y sabes lo que dijo el chino? Sí señol juez, alego lelojes.
—Muy viejo.
—¿A las ocho?
Menos un minuto. La Guitarra, la Tortilla, las Cuevas no, la Mazmorra. Rescoldos humeantes de juergas de tinto, humos más negros que los del alcantarillado escapaban por los enrejados a ras de suelo. Por las paredes pintarrajeadas —algunas bien dibujadas, otras con rumio de roces— rebotaban risas extranjeras y tangos de acordeón vergonzante. Chón se atrevió con una tortilla poco hecha y pidieron media jarrita.
—Bien, señor.
—¿Te conocen?
—Naturalmente, aquí traigo a mis admiradoras desesperadas para que las encierren en las mazmorras de los sótanos.
—En serio...
—Don din, poderoso caballero. Sonrisa «bien señor», verbigracia, anticipo de propina.
—¿Son de la época?
—Las cuevas, sí, de la época moderna. ¿Y tú has nacido en Madrid?
—Si hay que pedir perdón... Antes en Canarias y luego apenas he salido.
—¿Ni al Museo del Prado?
—Ni al Prado.
—Entonces, sí pareces de Madrid.
En la servilletita Loren dibujó un trébol de cuatro hojas.
—Ahora no me hace falta.
Loren detuvo el bolígrafo sin separarlo —en un gesto inmóvil muy suyo— y alzó la vista.
—En este momento soy feliz.
—Felicitaré al dueño de tu parte.
—¿Por qué aparentas lo que no sientes?
—En serio, como tú dices, Chón. Me alegra saber que eres feliz. Yo no, no sé, pero estoy a gusto.
—La felicidad es eso: sentirse a gusto ahora y aquí. Hacer ya recuerdo de esto que vivimos, ¿oíste?
—Lo malo es que hay siempre un después, un luego; tú lo dijiste. ¿Dónde te han enseñado eso del aquí y ahora?
—Aquí y ahora.
—Por lo tanto reconoces que eres una escéptica. Si no crees que eso se pueda prolongar...
—Depende de nosotros; de cada uno en relación con los demás. Eso de que si alguien te falla, tú fallas, no es verdad. Primero fallas tú.
—Uno nada puede hacer solo; todo está contaminado.
—¿Y piensas que purificando ese todo nos vamos a purificar?
—Yo no. Pero Paco, ese amigo mío, cree que destruyendo esto se podrá construir una sociedad con hombres mejores, menos corrompidos. Yo creo casi como un amigo mío, muy del régimen, que vendrán otros perros con los mismos collares.
—¿No tienes esperanzas en nada?
—Se me han ido entibiando; frio, muy frío, te hielas.
—¿De veras te da igual todo?
—Digo que sí, pero no es cierto: si lo fuera, ya me habría pegado un tiro.
—¡Qué hablas, calamidad!
—Si no me lo pego es porque me molestan los ruidos.
—No lo dirás en serio.
—¿A ti no te fastidian los ruidos?
—No te salgas y no quieras liarme. ¿Me vas a decepcionar?
—Es pose.
—Más vale... No estoy muy segura.
Rellenó de rayitas el rabo del trébol.
—No quiero aguarte la tarde, Chón; y cuando me siento a gusto, me pongo nostálgico, sentimental y bobito. Vámonos.
—¿Ya llegan los bomberos?
—No tengo prisa por «balancearme». Sigue la ronda.
—Yo tengo que estar a las nueve y media en casa; para darle de cenar a la niña.
—Andandito.
Algunas gitanas, las viejas fulanas redimidas, todavía con bríos para no colgarse la caja de cerillera, asaltaban metiendo por los ojos los décimos para el gordo. Loren y Chón cruzaron Puerta Cerrada, bordearon la solitaria calle del Sacramento, bajaron las escalerillas del callejón y, en el recodo, tomaron los dos últimos tintos, dos sardinas escabechadas y un huevo duro con sal.
—Por aquí pasaba la antigua muralla de Madrid.
—Con razón sospechaba yo que habías hecho las oposiciones para guía.
—Si supieras leer, te bastaría con mirar el cartel de tus espaldas.
El coche seguía entre las placas prohibitivas del arzobispado. Chón guardó la multa, bien plegadita.
—¿Las pagas?
—Empapelo el cuarto de baño.
También entonces, como ahora, el dolor de cadera barruntaba cambio. Poco después se echó a nevar lánguidamente. Quedaron en no quedar hasta después de Reyes.
—En cuanto pasen las vacaciones bajaré por las tardes a la biblioteca de la Facultad, menos los martes y jueves, que suelo ir a la del Ateneo. ¿Por qué sonríes?
—Recuerdos de abuelito.
—¿Eres socio también?
—Más o menos, como si lo hubiese sido. Me colaba para leer los periódicos.
—Debía ser lindo colarse, ¿no?
—Hasta acostumbrarse; luego una rutina, como todo.
—Todo no; en eso no estamos de acuerdo.
—Como casi todo, si lo prefieres así. Y corramos un estúpido velo, no echemos a perder de verdad los mesones.
—Más vale. Bueno, hasta el año que viene.
—¡Qué mal suena! (él diría: estos días serán un largo año.)
Loren revivió aquella tarde en muchos viajes del recuerdo, como un animal sentimental al que a dentelladas fuese dejando en los huesos descarnados y crujientes las dos horas extrañas de la tarde-noche del 21 de diciembre.
Les encaminaron al juzgado, donde encontrarían a Güili si aligeraban, porque en cuanto declarase —les dijo el de puertas de la Dirección— le soltarían provisionalmente o le pasarían a prisión. En la casa de los Juzgados estaba el hueco, pero sin el portero dentro; bajo una escalera viejísima y sucia, de casi mayor garantía que el tétrico ascensor. En los desconchones de humedad, el zócalo verde enseñaba hasta cuatro capas de pintura. Flechas con números a la derecha y flechas con números a la izquierda dirigían a puertas traslúcidas, con el número del Juzgado, flanqueadas por mesitas de ordenanzas que a lo sumo pegaban sobres.
Algún teclear se escapaba de dentro cuando alguien decía «el siguiente», para que pasara cualquiera con una citación. Se atisbaban estanterías con legajos añosos encintados; suelo de tablas ásperas y cenicientas, desgastadas de tanto pisar. En los bancos de espera, con la pared de respaldo, cada cual contaba su accidente, su pelea por culpa del otro, la denuncia, la mieditis, la calamidad.
Paco y Loren buscaron el número, pero la secretaría estaba en el piso de arriba. Apretaron el paso y Paco fue el primero en ver a Güili, y Loren el primero en ver a Laura. Se cogían la mano con los dedos entrelazados. Güili trató de soltarse disimuladamente cuando ya era tarde. Paco no sabía ni qué decir, mucho más apurado.
—¿Te sueltan?
—Eso creo; pero esta semana tengo que venir todos los días y ulteriormente presentarme el quince de cada mes. Prácticamente estoy fichado (y le dio un tonillo orgulloso).
Sobre el número de la puerta de enfrente, entornada, habían pegado con «cello» una cuartilla: juez especial. Dentro, a la izquierda, un estrado con una mesa oscura de nogal, cerrada al frente y por los lados. Una tarimilla a su izquierda y otra a su derecha. Y abajo, en medio, en el pozo de la sala, un estudiante solitario respondía a las preguntas amedrentadoras del hombre todo de negro y cara de pocos amigos.
—Usted pertenece a los comandos, reconózcalo.
—No señor.
—¡No mienta!
—Se lo juro, señor.
—Le han visto, hay pruebas de que actuaba con ellos. ¿Quién le daba órdenes?
—No soy ningún soldado, señor.
—¿Qué hacía entonces el domingo sentado en la escalinata de Cibeles, con otros dos estudiantes?
—Nada, señor, esperábamos a otros amigos para ir juntos al teatro.
—A otros amigos de los comandos.
La sonrisa del estudiante solitario y cerúleo desconcertó al de negro.
—Entonces, ¿se niega a confesar lo evidente?
—No sé de qué me está hablando.
—Acabemos de una vez: ¿reconoce que pertenece a los comandos?
—Lo siento, señor, solamente tengo una palabra.
—Usted lo ha querido, aténgase a las consecuencias. Salga.
Llamaron a otro. Paco se desentendió de la misma historia o algo por el estilo, de un ex becario al que, como a él, le había volado la bolsa de ayuda a causa de «un expediente académico por alteración del orden público...» lejos de las aulas.
—Entonces, ¿mañana...?
—Imagínate, ya me gustaría indudablemente.
—Nos arreglaremos (miró al Rácano, algo ausente). Lo que no sabía... (se levantó Güili apaciguador).
—Verás, todo tiene su explicación, indudablemente.
Loren les miró despectivo, sonrientemente, y dio media vuelta. Extrañamente sentía como una liberación, las piernas le brincaban, bajaba los escalones con un saltito cada tres pasos. Libre, completamente libre, sin ataduras. Pensó en Chón.
Esperando a Paco en el banco de piedra del paseo se alegró más aún de que fuera con Güili, del que sabía con pelos y señales lo que podia dar de sí, o más bien de no. Si algo le redolía era el no saber el tiempo que le habría disimulado, mentido, y se puso a devanar días. Hasta desmenuzar aquella tarde de los tres en El Escorial, cuando convenció a Güili para que le dejase aprender con el seiscientos. Se oyeron acelerones, caladuras y el rascar dentado de la caja de cambios; mientras Loren se alejaba, delante del polvillo, entre recodos de la vereda de acacias (cuyo pan y quesillo, por cierto —se dijo Loren—, es mano de santo para las diarreas). Güili le gritó sin ganas.
—Date una vuelta corta, no cambies alocadamente.
Pronto las chicharras perdieron el susto y cricaron machaconamente. Cuando Loren volvió con el coche hipando (ahora veía todo claro, hasta dejar la escena en una foto-fija) Güili y Laura se miraban ya de otra manera, más queda.
En la pensión les esperaba Pedro Luis; «tu amigote ese, con más palabrería que un sacamuelas», diría Joaquina.
—El zambombazo, hecho; un poco grillao el amigo ese, pero el material a punto. Mirad esto otro: acabo de agenciarme un japonés con frecuencia modulada. Está listo para oir a la bofia.
Puso en marcha el transistor, que sonaba a timbre ronco hasta que todo se aclaraba en una voz andaluza que trasmitía órdenes o pedía novedades a otras voces, en vehículos, sobre el campo de operaciones.
—El invento no es mala idea, mañana nos puede servir de mucho.
—En Telecomunicaciones te lo ponen a punto gratis. Siempre salen por un extremo o por el otro de la banda. Ellos llegan a escuchar hasta las órdenes que mandan con filtro. Según la frecuencia de onda...
El Batallitas explicaba como un técnico lo que media hora antes apenas sabía.
—Mañana lo llevamos camuflado en cualquier cartera, mientras damos el golpe.
—Lo chanchi es que lo lleve Laura, disimulará más.
—Borrada de la lista.
—¿No la dejan salir?
—Peor.
—¿También ha caído?
Loren lo contó desenfadadamente, pero Pedro Luis no se lo explicaba, y el que lo dijera así, tampoco.
—Es una faena, por muy demócrata que sea.
—Lo de siempre: quita tú tres, tú cuatro y yo a mi madre y vamos a decir a coro: TODAS LAS MUJERES SON UNAS PU...
—Se conocían de antes; ¿no?
Viejas tardes doradas repetidas sin contornos.
—No le des más vueltas. Si quieres que te diga una cosa, no sabes el muerto que te quitas de encima. Y se lo cargas a Güili.
—Paco tiene razón.
—¿Queréis dejarme en paz? No lo entenderíais o yo no sabría contarlo. Me siento más a gusto, no sé cómo decirlo, desatado. Son los recuerdos lo único.
Ahora la coronela estaría agradecida; por fin un marido para su Laura, con tres o cuatro apellidos ensartados, y no un muerto de hambre, raro y medio poeta. No diría «un hijo del primo Jorge», sino «Guillermito, el del ministro». La pedida sería en Burgos y todos irían de gala, con sus fajines por la barriga y las medallas alineadas.
«Ya era hora de que sentase la cabeza ese muchacho, que andaba últimamente algo levantisco; pero estoy segura de que en lo de la Facultad no tuvo arte ni parte. El matrimonio le asentará, hija, casaros cuanto antes y dejaros de perder el tiempo con esas carreras tan largas, que sabe Dios para qué servirán. Que le busque su padre cualquier puestecito, mano no le falta. Sí, hija; invita a Lorenzo, es lo correcto y te ahorras habladurías; la gente tiene una lengua de peluquera, hija.»
A dos columnas, una foto a la salida del templo; y en los ecos, galerías, crónicas o notas de sociedad la gentil desposada luciría elegante traje de shantung de seda natural y tocado de organza o puede que de tul ilusión. Todo de blanco, vaporoso; todo virginal, ¡qué cosas!, sin romperlo ni mancharlo, igualito que esos besos de recato aprendido espolvoreados por las mejillas a cambio de enhorabuenas.
Y de postre la radiante-bellísima-gentil Laura guardaría un minuto de silencio por aquella Laura rebelde-trasto que soñaba con casarse en la ermita solitaria de un pueblo; en pantalones o de calle, sin fotógrafos ni señoras de sombrerito, solamente con cinco amigos invitados. Luego, a tomar unas tapas antes de iniciar el viaje de novios en el coche de línea.
Pasados esos sesenta segundos del mal pensamiento, Laura volvería a rubricar la invitación orlada y sonreiría y sonreiría, hasta dolerle los carrillos, a todos esos señores que fueron obsequiados con un espléndido coctel seguido de una cena, prolongada hasta altas horas de la madrugada.
—Si no tiene remedio, ¿por qué te preocupas? Y si lo tiene, ¿por qué te preocupas? ¿No dices tú eso?
—La vida de líder es dura, Loren. Laura es otra renuncia más.
—Se puede ir al diablo, y tú con ella, Pedro Luis.
—Prefiero que se vaya con Güili, si no te importa...
Lo malo eran los recuerdos. ¿Amargos? Que le quitasen lo bailado, pensó Loren sin malicia, sin acordarse de la media noche apresurada en el apartamento de la prima azafata. La película ponía un fin, un the end, un fine, un konec lógico, burgués, tranquilizante para todos, incluido Loren. Las dos familias respirarían tranquilas, otra vez emparentadas, sin elementos extraños ni ganapanes como Loren. Laura se haría la manicura, tomaría píldoras, viajaría a Londres o a la Costa Azul y, cuando la ocasión se presentase, usaría el apartamento de Luci.
Romperia las fotos con Loren; quedarían mutiladas las de la excursión y tantas otras de los cuatro: ella, Loren, Güili y el pibe. El enamoramiento por hábito o por cabezonería, el capricho, la casi barrabasada de quererse casar con un futuro plumífero, «c’est finí, mamá», sonreiría Guillermo.
Don Jorge salpicaba también sus frases huecas, lejanas y cursis de muletillas francesas. El va de soi, el comme-il faut, y el tête-à-tête no se le caían de la boca; quizás veraneaba en Biarritz desde antes de nacer. Cuando Güili le presentó, don Jorge salía del baño con un albornoz sujeto por un cordón con borlas descomunales; olía a señorita fina. «Es el vecino de los primos, ya te he hablado alguna vez», dijo Güili, y don Jorge «¿Qué hay muchacho?; considérate en tu casa». Loren pensó que ni atado viviría allí; no dijo nada y se secó la palma, que don Jorge le había humedecido, frotándosela con el muslo, la mano en el bolsillo.
En el sillón corrido, dorado, tieso, incómodo, se sentarían Laura y Güili; el director espiritual protestaría porque las pastas engordan una barbaridad, pero la cogería, y don Jorge no dejaría la palabra declamatoria, en tanto el padre de Laura lo aguantaría como a un general.
Al desmantelar su habitación, Güili tendría también recuerdos de Loren, más amargos. Los banderines, los cartelones, las fotos recortadas, el santocristo en la pared izquierda; toda la librería, con dos dragones de Hong Kong, un pedazo de malaquita y el jarrón, en la de enfrente; sobre la puerta, las dos raquetas cruzadas; junto a la ventana, el armario de tres cuerpos —quizás de cuatro, con un espejo tan alto como Pedro Luis—; la mesa, ordenada por la muchacha cada mañana, con su flexo de porcelana y su lupa. «No estudiar aquí debe de ser un crimen», pensó Loren al entrar la primera vez; la luz restallante por la persiana supergraduable.
En el segundo cajón de la izquierda, fíjate bien, Güili, debajo de las tarjetas postales, está el diccionario de latín, el que prestaste al pibe y ella te lo devolvió con los márgenes abarrotados de corazones flechados, con Loren por arriba y Laura por debajo. Tampoco podrán leer a medias «El jardinero» o «Campos de Castilla» porque ella ya los estrenó y no de tu boca. Querrás ser asperón y lejía, querrás restregar con más fuerza y suerte que tu «empleada de hogar», pero la mancha negra redondeada y con flecos de salpicadura que duerme en tu mesa solamente puede recordarte por qué Loren y Laura volcaron sin querer la tinta china.
Podrás quemar la mesa; si mañana no salto en pedazos, si me sueltan después de detenerme, podrás no saludarme o hacerlo fastidiado, pero Laura aprendió los primeros gestos a mi lado; y pensar en antes es como pensar en mí con ella.
—Loren, ¿oímos el cacharro o qué? Estás en la inopia, ¡tú!
Mejor así, cada cual en su sitio, hasta que alguien barra todo de verdad. Y el que esté libre, que no tire la primera bomba. Hace años te hubieras esmerado —ya sé por qué— en sacar el ácido, el nitro y todo eso del laboratorio de tu colegio. En casa guardabas tubitos y probetas, cacharros que yo veía por primera vez. Y los mapas en relieve con las montañitas coronadas de blanco. Vi la televisión con un filtro de color, los pies verdes, la cabeza azul, el medio cuerpo ocre. Supe que lo educado era, como vosotros, lavarse los dientes, mejor después de las comidas; mucho mejor de arriba hacia abajo y al revés, no «tocando la armónica». No entraba por la escalera de servicio porque iba contigo, pero tu madre llamaba a la muchacha cuando yo llegaba con las hojas de morera para tus gusanos de seda; las hojas de un árbol, no «¿de una planta como los tiestos?». (A sus pies señora, ignorante y excelentísima señora que sabe levantar la mano para que la besen.) Olerás a mí, Güili, se te meterá hasta los tuétanos («ese amigo tuyo no se debe duchar todos los días, Guillermito»); ¡qué razón tenía, excelentísima señora de! Yo tampoco olvidaré el aroma de tu caserón, siempre encerado; ni el frescor ajado y fúnebre de unas rosas que agonizaban en el jarrón de la consola. ¿Cómo podría decir, ni aún por cumplir, a sus pies, señora, a sus lavados y nudosos pies, señora?
Pedro Luis repitió que si ponía el aparato y Loren, ensimismado, añadió que todo eso de los formulismos ridículos terminaría un día, el día más pensado.
—Venga, so cachondos —cortó Paco— y vamos a ver qué dice este «chivato».
—No metáis ruido.
—Habrá que repasar después el plan de mañana: a lo mejor basta con uno para tirarla mientras los otros dos manejan la radio para seguir sus movimientos.
El timbre cesó al hacerse las comunicaciones agobiantes.
—Cierra la puerta y pon una sábana en la rendija del suelo para que no se oiga fuera.
—Se ve salir mucha gente de todas las Facultades, camino de esa asamblea. No sabemos si siguen reunidos. Gritan algo contra la policía, lo de siempre, nos insultan. Se oye dar palmas dentro. Hay muchos en las ventanas; nos tiran piedras.
(A esa hora, seis y pico de una tarde más de mayo, las piedras tiradas resonarían en los controles de radio, en los partes para una docena de encargados del orden, en el cacharro transistorizado de tres de los cuatrocientos mil jóvenes de la ciudad; de esta ciudad glotona y dura en la que esas piedras se perderían sin mover la superficie en olas agrandadas, sin un eco, sin un sarpullido de picor molesto.)
—Presten atención y estén alertas. Si es preciso que colaboren dos busis con ustedes.
—Desde la puerta nos gritan «policías asesinos» y «fuera policías». Ahora cierran la puerta; nos siguen arrojando piedras y otros objetos. Estamos en medio, pero opino que hay poca fuerza, deben mandar refuerzos. Vienen hacia nosotros. Acaban de dar al coche con algo duro, lo han arrojado con escopeta de aire comprimido.
(A esa hora, escopetas de aire comprimido buscarían tres bolitas de anís por un duro, apuntarían a la cinta que sujeta un monito de serrín, una muñeca de plástico o una botella de sidra barata, calentuza y agria. Las alinearían en el armero improvisado de la caseta verbenera de San Isidro, aguardando al quinto en hora de paseo que se la echa con otros ceporretes a ver quién sacaba «tirador de primera».
Los cegatos buscarían bombillas fundidas; los chuletas y los bien acompañados colocarían a la chica delante y afinarían el punto de mira en el clavito que dispara el flash y la máquina fotográfica (le dio, señor, pero lo siento, tiene que ser en todo el medio para que funcionen); los borrachines andarían tras el tiro al blanco, al tinto, al anís, a la menta y al coñac venidos del más allá en copitas deslizantes con mejunjes de color meado, de color tintura de calzado, sin color, de color verdín y de color café aguado; los cazadores de licencia ajustarían el culatín al hombro, contendrían la respiración y seguirían la hilera de patitos que se les antojaría pichones recién soltados, codornices de vuelo raso en una tarde sin un pelo de viento.
Otras escopetas de aire comprimido, más lustrosas y engrasadas, escupirían los plomitos-cazoleta entre enramadas de acacias. De vez en vez se desplomarían, atravesados, algún verderón, algún estornino, algún gorrión doméstico, mientras los guardias municipales, con su cartera bajo el brazo, cuando mirasen hacia arriba sería para multar por tener ropa tendida en ventanas y balcones o tener el toldo más bajo que lo reglamentario.
Solamente el aire, contaminado o no, que se comprime en una escopetilla de la ciudad universitaria escaparía en un derroche sin alegría.)
—Mucha serenidad, ¡nada de armas, nada de armas!
—Se ha oído un petardo. La fuerza está invitando a que salgan pero ellos les abuchean y les gritan. Ahora ha salido uno con un banco y se lo ha lanzado a la cabeza de los cuatro policías de la puerta. Desde el segundo les han volcado un bote de pintura.
(A esa hora, una mano de pintura emborracharía de aguarrás el jardín de algún chaletito de Puerta de Hierro, de El Viso o de Chamartín, donde se darían los últimos toques al fuera borda o a la canoa porque el verano se echa encima. Los más entendidos o pudientes calafatearían con buena estopa.
Un bote de pintura, rociada con pistola, daría coloretes pimpantes a los renqueantes cacharros de segunda mano que algún mercado de coches de segunda mano se quitaría de encima antes de acabar la primavera.
Pintura comprada en pasta y bien removida blanquearía cualquier comedor, como el de Joaquina hace un año, cuando Loren se puso un gorro de papel a lo napoleón y se llenó de pintitas, brochazo va brochazo viene, sin restregones.
A esa hora un bote de pintura amarilla se vaciaría, hasta rebosar, en la maquinilla que de madrugada reforzaría bandas continuas y discontinuas, pasos de peatones y flechas de servicio.)
—Ahora van varios coches; serenidad, ya han sido avisados.
—Desde el tercer piso han sacado una pancarta. No la puedo leer, lleva como un retrato a la izquierda, a mi izquierda, a su derecha. La doblan y la vuelven a guardar. Se meten dentro. Cuando abren la puerta de abajo se ve el vestíbulo lleno de muebles y a cada estudiante con un palo.
(A esa hora, los muebles llevados por el camión de mudanzas se alinearían bajo las ventanas, aún húmedas del cemento tierno; atarían la polea al alféizar y la soga izaría cada trasto liado en una manta. La barriada nueva de bloques apretados, todavía con una franjita de césped ante el portal, estrenaría recién casados sin muchos muebles y con muchos apuros, dichosos porque no les habían estafado. Un cine con el nombre de la urbanización, un templo, el supermercado y la calle —híbrida de campo y ciudad— serán los lugares donde la comunidad tratará de arraigarse. Muebles de tente mientras cobro, nudosos y contrachapados, condenados a soportar toda una generación y más, serán pagados en religiosas letras mensuales.)
—Poneos de acuerdo todos porque se va a dar orden de entrar.
—Aquí no se ve mucha fuerza, estamos solos.
—Van en camino dos microbuses ya, serenidad.
—Otros quieren cortar el tráfico de la avenida. Cruzan un madero.
—Despejad el camino. Usad buenos métodos, antes de intervenir; ya sabéis, los avisos reglamentarios.
—La fuerza está entrando por la puerta pequeña. Ahora salen corriendo estudiantes. Nosotros vamos para allá.
—Recojan todos los carnés, los carnés de todo el mundo.
(A esa hora el manco de la escalera del metro recogerá las miradas de todo el mundo y algunas perras sobre el pañuelo tendido, del que expurga disimuladamente con el muñón los céntimos que caen y echa un par de duros de reclamo. Compañeros lisiados en la Plaza de Castilla, Embajadores, Cuatro Caminos o cualquier estación enseñarán la carne viva para recoger la compasión y algo más. Alguno acabará en el refugio municipal después de ser desinfectado, se escapará y será de los «habituales» de la Dirección General; donde esta tarde compatriotas más afortunados, sin antecedentes penales, con dos fotografías, la cartilla militar en regla, dos pólizas y un sello voluntario de los huérfanos que le habrán vendido a la fuerza, recogerán su pasaporte de un verde tierno.)
—Todos los que salen van hacia la explanada.
—Está bien, es el plan previsto. Ustedes detengan al que corra, el que corre es por algo.
(A esa hora siempre correrá un niño por algo; porque sigue al balón o a otro niño, porque ha visto a su padre que llega al parque, porque la madre patalea de prisa sin moverse del sitio: ¡que te cojo, que te cojo! Correrán por nada alrededor de las sillas del quiosco del parque, donde las señoras se aburrirán tomando un café con leche en dos horas, haciendo punto, rajando sobre si mi niño esto y mi niño esto otro, subiéndole el sueldo a su marido, rebajándoselo al de la compañera de cada tarde. Cotillearán sobre las rebajas, casi saldo, de una mercería del barrio que en el revoltijo ofrece unas prendas por nada y no nada; piezas desvaídas, comidas por el sol en el escaparate, fajas y sostenes de tallas grandes —¿se ha dado cuenta usted?— porque solamente los maniquíes de las corseterías pueden llevar modelitos pimpantes. Alguna indecente, alguna snob, cualquiera sabe qué viciosa de repipi empollona, alguna mamá aislada y alfilerada por las miradas de las otras, leerá un libro.
Las colegialas, en tarde de jueves libre, canturrearán «al corro chirimbolo, que bonito es; una mano, otra mano, un pie, otro pie...» Las de muñecas harán amigas al minuto y dirán: te junto, no te junto, mamá: esa niña me ha pegado.
Correrán por algo los niños: un cubo, una pala, el pelotón, un pie titubeante y desacostumbrado se cruzará en el otro, caerán como ranos, llorarán más al verse las rodillas rasguñadas, volverán a las andadas. Por la noche caerán rendidos para amanecer en un día más, plagiado del anterior, igual que papá, igual que mamá.)
—Nos siguen apedreando desde la terraza. Han puesto una bandera. Es un banderón que va desde el último piso hasta la puerta de abajo.
(A esa hora un banderón blanco, cogido con pinzas, otras sábanas, calcetines y enaguas y ropa sin color perderá el sol en los corredores vecinales. Las mismas frases hechas volarán de garrocha a garrocha, de vecina a vecina, antes de que con la caldereta sobre la cadera cada cual se meta en casa para repasar y planchar.)
—A ver si podéis sacar fotos.
—Nosotros no llevamos máquina, es el ka-quince el que tiene.
—Id allí a buscarla. Ellos no pueden sacar fotos porque están recogiendo carnés.
—Empiezan a quemar la bandera, ha sido chamuscada.
Entraron otras voces.
—Aqui, al pasar por delante de los comedores, nos han apedreado. Somos el microbús. Parecen muchos, llevan pañuelos por la cara, como cuando van a cortar el tráfico.
(A esa hora llevan pañuelos por la cara unos picapedreros tras las vallas rojas y blancas de la calzada en obras, y también los descargadores del aljibe de alquitrán hirviente. Se lo ponen igualmente muchos empleados municipales para descargar los camiones, de macetitas, con tulipanes amarillos, rojos y cárdenos, que trasplantarán a los paseos céntricos para que alegren la vista y mueran intoxicados a los cuatro días.)
—Suben por la rampa, de la Facultad de abajo. Vienen a unirse a los otros. Nos tenemos que ir de aquí.
—El tráfico está cortado.
—A ver si nos aclaramos porque estáis hechos un lío (pidió el andaluz de la central). Ustedes, ¿quiénes sois? Serenidad, vamos a ver; denme la situación para mandar refuerzos.
—En la esquina de la avenida han detenido un autobús de la empresa y lo apedrean.
—Hay que llevar la calma, emplear la operación Ícaro.
—Nos siguen apedreando, salen en tropel de la asamblea.
—Que la gente coja autobús. A la empresa que envíen todos los autobuses. Cada coche con su paquete. Que les siga el B-1, las cosas con rapidez.
(A esa hora harán las cosas con rapidez centenares de empleados de banca, de seguros y de oficinas en jornada inglesa, que acuden por la mañana para prepararse el trabajo de la tarde y justificarse unas horas extras. Antes de volver derrengado para quedarse apoltronado ante el televisor, en un duermevela que es ronquido en la segunda serie del programa predilecto de los dueños de la emisora: los anuncios. Por la mañana, las cosas con rapidez; el atosigante locutor machacando la hora minuto a minuto a golpe de gong.)
—El decano ha venido a vernos y nos dice que nos da permiso para entrar. Dice que entremos, porque es un desbarajuste.
—Que no crucen los autobuses en la calzada. Desviad el otro tráfico.
—Ya están las fotos; varias, por si falla alguna.
—De orden del jefe que al entrar se recojan todos los carnés, escolar o de identidad, el que sea, y detienen al que esté indocumentado. No sale nadie sin carné, ¿entendido?
(Será con carné, apuntó Paco. A Loren le recordó su cuadernito rayado lleno de burradas: para jóvenes de ambos sexos —pedía el Boletin Oficial del Estado—, hay que prever el futuro de los sindicatos —de un ministro—; de los periódicos: en el entierro del cónsul presidió el duelo el arzobispo, a quien le acompañaba su viuda; el conductor que resultó ileso, sufre heridas graves. Chón le animaba: ¿para qué quieres tu imaginación si la entierras ahí, si no la usas? Escribe, escribe, aunque solamente sea para leérmelo.)
—Escapan por detrás, huyen al campo. Lo mismo en la Facultad de enfrente.
«Se nos ha estropeado», dijo Paco. «No, eso es que están utilizando el filtro que os decía —contestó Pedro Luis—. Ahora que viene lo bueno, estarán entrando, ¡menuda escabechina!»
—Tenemos a unos treinta detenidos y sería necesario hacer algo porque el número aumenta. Los tenemos en la biblioteca en tanto. Hay un catedrático que responde por unos alumnos que dice que estaban en su clase.
—Les tomáis la filiación a todos y les devolvéis el carné.
—Es que son muchos y no acabamos ni mañana. Son más de cien.
—Bien, entonces les coges el carné y se los pones aparte. Y no te fíes de nadie. Convendría que estéis preparados para que entréis ahora en la Facultad de enfrente. De una pedrada han roto el cristal de un coche. Entráis también en la tercera Facultad. Me detienen a todas las caras que sean conocidas. Todas las caras conocidas, ¿entendido?
«Los más infelices —comentó Paco—. ¿A que no hay ninguno del Sindicato?» Loren pensó que alguno de esos infelices escribiría también versos a solas. En tantos años de estar con Laura, ni media poesía, y en cambio aquella noche, al volver después de la conferencia, escribió C H Ó N de arriba abajo y en el acróstico añadió:
C aminas ya dentro de mí
H iriéndome tu golpeteo en las venas
O yendo el ruido del silencioso poema
N acido al andar junto a ti.
Desde ahí, el cuadernito fue perdiendo hojas en blanco. Chón repetía, «no más vago, tienes madera, ¿oíste?», pero cuando Loren se decidió a mirar a los ojos y comenzó a decir «caminas ya dentro de mí» Chón sonrió y preguntó con cualquier excusa, como las señoritas educadas que echan mano del cansancio o del sueño cuando el galán se pone más osado.
—Los detenidos no paran de aumentar. En la clase de la asamblea está todo destrozado. Hay muchos carteles rotos.
—Me cogéis los trozos que queden.
(A esa hora cogen los trozos que aún pueden servir cuadrillas que escarban sobre los montones de basura en Fuencarral, la China o en el desagüe del río por Vaciamadrid. Los trozos que quedan por los pasillos ministeriales los cogen las mujeres de bata azul, y si saben leer se entretienen en juntar las letras —la eme con la i, mi; la ene con la i y con la ese, nis—, pero se quedan peor que estaban porque no entienden ni jota; lo echan en el carricoche donde vacían las papeleras y siguen dándole al canto y al estropajo.
Cogen trozos en la feria del libro los que piden folletos y catálogos, cuanto más grandes y con más colorines, mejor. Cogen trozos de gorros, viseras, bolsas finas de papel, cuerdas finas de bramante y servilletas de papel tela los que vienen de lejos a la feria del campo.)
—Hemos hecho el registro. Hemos cogido lo que había que coger.
—¿Ha llegado la sava?
—Ahora viene. En cuanto coloquemos a éstos vamos a proceder a buscar a otros que sabemos que se han escondido por el edificio. Lo de la escopeta de aire comprimido es difícil. Suponemos que la habrán guardado. Acabamos de dar con otro. Van ciento cuarenta y siete detenidos. De la Facultad de enfrente traen unos doce más. Se observa movimiento.
(A esa hora se observa movimiento en los que esperan junto a la pared porque se escucha por dentro de la puerta dorada una llave que abrirá la «sala de la juventud, sólo tardes, ambiente ideal, dos orquestas, 85, incluida consumición». Parejas tiernas, con el carné de identidad todavía tieso, de estreno, hacen colas tortuosas, entreveradas hoy jueves de ilustres afiliadas al Sindicato Vertical de la Bayeta.)
—¿Habrá suficiente con las savas?
—Sería conveniente que enviaran otra cosa, alguno de los grandes. Todas las Facultades han sido registradas. Se observan grandes destrozos. A la puerta de Caminos hay un grupo de unos cuatrocientos que nos grita y nos apedrea.
—Preparaos. Metes al busi por delante funcionando. Enchufas al grupo de la puerta, enchufa bien. No entrar ninguno sin recibir órdenes. Que no entre nadie, con el tanque les obligáis a que se escondan.
(A esa hora no entra nadie ya en el museo. Gitanillos desharrapados con su bandeja del rico parisiense, pedigüeños, vendedores de carteles taurinos, abrecoches, mujeres de greñas y otros seres pegajosos obligan a los que salen a esconderse, a escapar.)
—Ya corren, algunos se van en pequeños grupos. La calle es nuestra.
(A esa hora, un puñado de quinceañeras revoltosas del turno de la tarde dejan la fábrica cogidas del brazo, al trotecillo de ¡a tapar la calle, que no pase nadie!
«La calle es nuestra», gritan respondones los que han colocado primero dos montoncitos a un lado, dos al otro, y están echando un partido.
La calle del costado de la Iglesia, vacía y fresca, es de una mujer que, sentada en el arcón de los empleados de la luz, sienta sobre sus rodillas al pequeño y le menea a saltitos: Arre borriquito, vamos a Belén, que mañana es fiesta...)
—Si forman grupos grandes, los disolvéis, cargáis, me los seguís hasta el Arco.
—Voy a apearme para ver de cerquita una impresión del asunto; voy a dar una vuelta por el jol.
—¿Está todo dominado?
—Por completo. Los que salen de Caminos desde luego se ve que son los alborotadores de siempre, que no son de la escuela. Están siendo invitados a disolverse. Se nos informa, según nos dicen aquí, que hay algunos periodistas que se han personado y que observan todo esto.
—Avisen a la fuerza que actúe con discreción. Que entre, que registren y que procedan a detener a los que no están documentados o no sean de la Escuela. Todo esto con la mayor discreción.
(A esa hora, con la mayor discreción, trabajarían unos periodistas en traducir guiones de cine, en pegar recortes para el director de la siderúrgica, en redactar lemas para una agencia de publicidad, en recibir visitas como jefe —sin súbditos— de relaciones públicas en una editorial de libros de texto. Otros acompañarían en la presentación del último modelo de tractor, en la llegada de la estrella protagonista de la coproducción, en la firma del acuerdo comercial, en la inauguración de los nuevos locales, en la imposición de medallas; todo esto con la mayor discreción, como un elemento más de la coreografía.)
—Procedemos a vaciar los últimos reductos. El decano de la Facultad de enfrente nos dice que todavía hay algunos más escondidos, en las clases que se están dando, así que vamos a esperar a que terminen y detendremos a los que no tienen carné de esta Facultad.
(A esa hora los que no tienen carné se hacen unas fotomatón en Postas o en el vestíbulo de la estación. La manía, la era de los carnés. Los más brujuleadores se sacan diez o doce copias porque sin carné no se puede cruzar la frontera, ni ser socio de nada, ni llevar un coche, ni ser ciudadano, ni ejercer como periodista, ni aspirar a cualquier ingreso. Cuantos más, mejor; se engorda la cartera y cuando la mediocridad llega al cuello y se está a punto de naufragar, se echa el carné por delante porque «usted no sabe con quién está hablando».)
—¿Queda algún foco más?
—Todo limpio. Al ka-ocho se le han averiado los fusibles.
—¿Los qué?
—Los plomos. Y nosotros nos estamos quedando sin batería. Tendrían que relevarnos por la radio.
(A esa hora tendrían que relevar a los de la radio, a los panaderos, al turno del metro, a la camarera madrugadora, a los carabineros de aduanas. A esa hora la Hermana relevará a la Hermana, y pondrá del otro costado al de hemorroides, tomará la temperatura, rezará sus oraciones.
Mañana viernes, a esa hora, la ciudad, toda la ciudad apretada y desconocida, quizás endurezca su piel con otro día más, ni peor ni mejor. Seguirá la verbena, el pintado, las mudanzas, el manguillo de la escalera, el chico que corre, los buscas, los que mueven el esqueleto con discos a todo trapo, los pedigüeños, las operarias, los periodistas; todos seguirán en sus puestos para representar una función más de la obra aprendida de memoria. Alguien ya rico lo será más, alguien se habrá casado, alguien será solamente tres líneas sobre un muerto en la página de sucesos. Para la ciudad, que ni se enriquece, ni se casa, ni se muere, un día es como el anterior.)
—Si no hay novedad, corto.
—No hay novedad, corto.
El Rácano se estiró en el camastro, la nuca sobre los dedos.
—Han caído como moscas.
—Y, además, tontamente. ¿Qué han conseguido?
—He localizado la lista de todos los corresponsales de fuera. Un segundo después del zambombazo se enterará el mundo entero. Si supieran que el FAT somos los tres. Hace falta huevos para cerrar nosotros solitos la Universidad. El otro día...
—Mira, Pedro Luis —se incorporó el Rácano— aún no la hemos cerrado, ni siquiera hemos discutido quien va a lanzar la pildorita ahora.
Prefería que fuera Pedro Luis, pero tampoco haría ascos si los otros dos decidían que fuera él. Al comienzo del curso estaba convencido de la inutilidad de esos hermosos gestos; ahora no lo sabía, hoy jueves, dia de gracia, más de un mes después de no saber nada de Chón, todo podía significar poquita cosa, no importarle nada. Sin Laura, y ¿sin Chón? Si no le llamaba ni le buscaba, Loren debía de significar entonces un cero a la izquierda; y más valía no volver otra vez a las andadas; aunque ella le rondase y le revolotease, golpeándole por dentro como una codorniz enjaulada.
Todo sanaría un dia, sin apenas cicatrices en la memoria. Cuando quisiera echar mano de «Las ratas», sabría que Delibes vive prestado con Chón, y para de contar. Quizás no podría pasear en una temporada por Rosales sin ver a Chón —a su fantasma— estrenando primavera, recostada en el respaldo de mimbre, ante un zumo de pomelo, la Casa de Campo de contraluz. Olvidaría el Prado, que por fin lo vieron en tardes diligentes de sábado, cuando nada costaba. Olvidaría aquella gira dentro de Madrid. (—Alooo, ¿síí? —Aquí el servicio forestal de plagas y plantas raritas. Vieron primero el pino de las Gómez frente al Ministerio del Ejército, los madroños de la plaza de las Cortes, los sauces de las Vistillas...)
Todos los apuntes, desde aquél de la noche de la conferencia, hasta las notas últimas de la visita al museo de América, serían cuidadosamente desprendidos del bloc, delicadamente plegados y, con un tacto extraordinario, les prendería una cerilla hasta arder del todo. Todo: ochenta cuartillas de letra menuda y habituada a tomar apuntes, a hacer entrevistas a la carrera; renglones apretados escritos con el calor del convaleciente a quien vuelve a entrarle por los ojos el sol limpio y blanco del papel perdido. ¿Por qué engañarse? Eso sí le había costado, eso sí podía tener mérito. Ser corrosivo suponía un estado de ánimo habitual; no decirle que no a Paco cuando contó con él para dar ideas y poner en marcha el FAT tenía bastante de inercia aventurera, de tocador de palillos que repica en uno más, de decepcionado que se deja llevar por lo único en lo que puede creer: esa fuerza destructora. Escribir no era tan fácil; fue un reto de Chón.
—Tu amigo tiene razón; debes escribir.
—Hablas como un jefe de relaciones públicas, dando la razón por las buenas, como se le da a... Estoy un poco loco pero no soy un niño.
—¿Eres un erizo con todos? Busqué en la hemeroteca todos los periódicos de entonces, cuando la turné. Y encontré tus reportajes. Calamidad, por eso te digo lo que te digo, ¿oíste?
Los sesos se aplanaban, echaba la falleba de la ventana del patio, mordisqueaba el bolígrafo por detrás, se le iba la vista a cualquier hoja de las muchas sueltas, anotaba una idea, le ponía delante un guión, salía a buscar un vaso de agua, intentaba concentrarse, escribía, tachaba, la cadera dolía, tachaba, aspaba la cuartilla de dos trazos, la convertía en una pelotita, y otra blanca esperaba al desentrenado Lorenzo Luján.
La senderita de un renglón de corrido, dos más sin apoyaturas, sin titubeos ni vueltas atrás, el pulso ayer agarrotado se soltaba cada día más firme, arriba las eles, abajo las pes, uno-dos, flexión, carrerita, rápido, ágil, salto de longitud en las eses, triple salto en las emes, el listón de la altura en la te, la jabalina en el punto de las íes; ritmo, uno-dos, aspirar, espirar, pensar, fluir, correr.
Con la excusa de su famoso tema de la felicidad, Loren preguntó de pronto a Chón que si se volvería a casar de poder tener otra vez dieciséis años, sabiendo lo que sabe.
—No sé, es absurdo pensarlo; la ventaja de la soltera es que puede dejar de serlo; la casada, no. Déjame ver... No sé. Entonces era una niña, no sabía bien lo que hacía. Una niña, eso, una cría llena de ilusiones, como hoy.
Loren entró en una farmacia y compró un chupete con florecitas rosas para la niña Chón. Se partieron de risa, se lo pasaron de uno a otro sin hervir, sin miedo a los microbios; y los que con ellos se cruzaban se bajaban de la acera para mirarlos más descaradamente. Chón lo guardó en el bolso, y volvieron por el mesón de las sardinas escabechadas.
Todo eso ardería, como los apuntes. Las cenizas se aventan y años después —en el purgatorio, en la celda, dando clases en un Instituto, por los veladores de vagabundos— nada recordaría a Chón. En este momento todo recordaba a Chón; incluso la machada de la bomba. Si a Loren le tocaba tirarla, en el último instante, cuando alumbrara el fogonazo de que algo irremediable va a estallar, se agarraría a lo único hermoso, claro en la oscuridad, lo más desazonante, enigmático y cálido de toda la Tierra, de todos los tiempos: Chón.
—Mañana a las once discutimos quién se los carga y así podemos dormir tranquilos esta noche los tres. Cuidarla con mucho cariño, majetes.
—¿Está lista?
—Le he puesto el fulminante del amigo, de ese amigo vuestro. Cierra a rosca, cuidadito.
—¡Como falle eres hombre muerto!
—No te acalores, macho.
—¿Dónde la has puesto?
—En la estantería, detrás de los diccionarios. Aunque lo mejor será que vaciéis la cisterna, cortéis el agua en la llave de paso y la escondáis arriba. Es el sitio más seguro.
—La Joaquina tardaba dos minutos en descubrirlo. ¿No ves que el retrete es para todos?
Aquel retrete para todos, tan incómodo como el del Instituto, colocado de cornijón bajo el ventanillo estrecho, casi una tronera; con una taza desconchada: quizás la única del mundo en la que se hacen aguas menores y mayores por detrás, por el lado de la tubería, para estar de espaldas a la rendija de la luz. Al alcance de la mano, un clavo que atravesaba las hojas del periódico partidas en cuatro; en el rincón de la derecha, una latilla de melocotón con la escobilla de raíces que todos debían utilizar al acabar; en el de la izquierda, un lavabo amarillento que Joaquina desatrancaba por arriba con aguja de ganchillo.
Joaquina hubiera colocado una silla, un tarugo encima y se hubiera subido para meter el brazo a tientas y comprobar por qué no corría el agua. Hubiese sido la primera bomba que veía en su vida; la hubiera sopesado, remirado, quitado el capuchón para comprobar si era un matarratas, un frasco de betún de esos modernos que abrillantan sin quitar el polvo antes, una pesa de romana. La mañosa Joaquina hubiera tirado de la cinta...
—Allá vosotros, yo me largo ya.
—Habrá que dar los últimos retoques a la hoja.
—Sigo pensando que podíamos repartirlas en los autobuses. Porque mañana seguro que las Facultades están con grises armados hasta los dientes. Después de Io de hoy, seguro que meten otra vez a la poli dentro, como si lo viera.
—Mejor, así tenemos vía libre en el pabellón de gobierno. Ya veremos después lo de las hojas.
—Y en el fondo —se volvió a echar el Rácano—, el rector es un tío pistonudo.
—¡Otro títere, un carca reaccionario, un tipo! ¡Se va a enterar ése de lo que vale un peine!
Loren le respondió al Batallitas que Güili también se ponía así de farruco antes de que un gris le echase la zarpa encima, pero que luego, ya ves. Pedro Luis, que no conocía al Rácano ni por los forros, llegó a pensar que lo decía por rencor, por despecho, por resentimiento y por rabia hacia Güili. Lorenzo se sentó sobre el borde del somier.
—Te equivocas en lo que estás pensando, mai diar.
Pedro Luis no preguntó en qué ni por qué sí; sintió transparentes las madejas de su cerebro.
—Güili es un litri que jugará a dar disgustos a papá hasta que papá, o Laura, se cansen, y le den un enchufe para que se deje de historias. En su club «yo fui un revolucionario», y se volverá para no saludarnos cuando le tropecemos alguna vez, entre otras razones porque tú y yo seremos los chupatintas de cualquiera de las sociedades que él presidirá.
—¿Lo ves cómo le tienes hincha? ¿Dirás que no nos ha ayudado un montón?
—No lo niego. Es como irse de vagabundo a la India, vestido de harapos y mezclado con los muertos de hambre, para sentir su dolor, su miseria y sus reivindicaciones. Pero con una leve diferencia: cuando se te antoje mandas un telegrama a papá y te envía un billete de vuelta y un cheque para los gastos.
—No se puede hablar contigo, macho, ¡qué café!
—Tú sabes que sí.
—Déjate de ejemplos chorras y reconoce que Güili ha dado la cara como el primero, aunque yo no le trague.
—¡No me seas iluso, Pedro Luis! Ha sido el primero a la hora de dar el dinero de papá o de prestar el coche que le compró papá; porque eso no le cuesta nada. A la hora de atacar en serio y sin que nadie le arrope, se caga; fíjate ayer.
—Allá vosotros con vuestros líos de faldas.
—Te repito que estás muy equivocado: lo de Laura es otra historia sin historia que no tiene nada que ver con todo esto.
—Si tú lo dices, mutis.
—Dejaos de discutir memeces —cortó Paco—. Tú, Loren, ni que hubieras comido lengua.
—Conviene dejar las cosas claras y en su sitio. Mira, lo mismo te digo una cosa que otra: si yo fuera Güili le partiría la boca al periodista ese.
—¡Es una putada de bigotes!
—¿Y eso no está castigado por el Sindicato o por quién sea?
—¿El qué? ¿El no callarte algo que sabes porque te lo pidan por favor? Si el padre de Güili quiere y se mueve, quizás llamen al orden al periódico y al periodista, pero en resumidas cuentas, lo escrito, escrito está; no hay quien lo borre.
—Al padre, seguro que le ha escocido más que a Güili.
—A Güili le viene de perlas. ¡No va a fardar ni nada!
—Venga, no saquéis las uñas otra vez; que estáis a la que salta.
—Te repito, Paco, que no deja de ser una faena, conociéndole el periodista como le conocía.
—Podríamos hacer algo.
Paco propuso escribir una carta abierta al director.
—Ya sabes lo que iba a limpiarse con ella.
—¿Se te ocurre algo a ti?
Loren se esforzaba en encontrar una represalia, en que vieran que no le dolían prendas. Dijo Pedro Luis:
—Lo mejor es llamarle cerdo claramente.
—Podemos verle en la Redacción.
—No recibirá. ¿No le dio su número a Güili? Podemos telefonearle, sin decir quiénes somos: llamarle cerdo, soplón y chivato, y colgar.
A Paco le pareció un poco un juego de niños, pero se ofreció para hacerlo él primero.
—Al rato llama uno de vosotros, y después el otro.
Pedro Luis aconsejó tapar el micrófono con un pañuelo para desfigurar la voz.
—¿Y el número?
—Yo tampoco lo tengo, pero con ese apellido tan raro vendrán pocos en la guía.
Marcó Pedro Luis pero Lorenzo quiso demostrarle que en lo de Güili un asunto era su señoritismo, otro Laura y otro bien distinto el caso del periodista, al que debían escarmentar como cosa propia.
—Dame.
El zumbido del pííí dos veces más, y al otro lado descolgaron; al otro lado:
—Alooo, ¿síí?
Un sudor de mano exprimida resbaló por el aparato que Loren apretaba.
—¡Díselo y no pongas esa cara, macho!
Con acento más apremiante, tan cálido, tan acariciador, la voz repitió ¿síí?
—¿Está o no está? Venga, Loren no seas un rajao.
Le ardía el oído, quemaba el auricular, escocían los ojos del salitroso sudor repentino.
—¿Está, está el periodista?
—Ahorita no; ¿quién le llama, por favor? ¿Quiere dejar algún recado?
—Dígale... (colgó Loren). Se ha cortado.
—Mañana, a las once, estoy aquí como un clavo, mai diar. Chao a los dos.
Tras el frescor del portal, una bocanada pastosa recibió a Pedro Luis en la acera. Los grandes almacenes habían sacado mesas con saldos, hasta el mismo bordillo; un turista se volvía loco de mirar el plano y el rótulo de la calle; tres niños se enchufaban con sus pistolas de goma que llenaban en una boca de riego; las madres que esperaban el jueves para comprar zapatos, sacudían unos sopapos a sus hijos cuando golpeaban a cualquiera con los globos recién regalados; las parejas no se cogían de la mano por el calor; y los poceros descamisados que subían con el torno las seretas de tierra amarillenta moreneaban por la espalda.
El Batallitas volvía a soñar con veinticuatro horas después, cuando ya podría escribir unas memorias —si tuviera la facilidad de Loren— en las que explicaría con fundamento cómo conseguir el triunfo en la lucha por la libertad. Se sentía con pasta de héroe. Echó a andar decidido, acera abajo, sin saber dónde matar la tarde.
El de paisano, que le había seguido toda la mañana, le adelantó en la esquina y se levantó la solapa izquierda. Era la primera vez que Pedro Luis veía tan cerca una plaquita dorada con el escudo y unos rayos abriéndose desde el centro.
Sin querer, se olvidó de que más de una y más de diez veces había estado perfilando historias para salir de pasos como éste. Ofreció sus muñecas a las esposas y se musitó con cuidado avergonzado de que el otro no lo oyera: «La Historia me juzgará».
Un niño estalló un globo rosa al arrastrarlo y la madre le sacudió los últimos cogotazos de la mañana.
Aquella misma noche del jueves, mientras Paco y el Rácano buscaban una coartada para la mañana del día siguiente, un motorista de polainas de cuero y matricula oficial salía con trece sobres del portalón del Ministerio. Paco pensaba que lo mejor era hacer correr la noticia en cuanto al rector y la mesa de juntas hubiesen volado; pero Loren opinaba que para cubrirse las espaldas podían aparentar estar enfermos por la mañana, decirle a Joaquina que se quedaban en cama y volver a llamarla desde ella en cuanto regresaran.
Por el patio llegaba la musiquilla del último telediario, justo cuando el motorista esperaba el «recibí» firmado de un sobre entregado en un periódico, en uno más. Hizo el recorrido acostumbrado, que siempre remataba en el de General Pardiñas.
A Loren le repiqueteaba el «alooo, ¿síí?». La ventana abierta, la puerta con una silla delante, pero ni una brizna de corriente.
—¿Te vistes?
—Voy a darme una vuelta; aquí se asa uno vivo.
«Busqué en la hemeroteca...», ¿cómo no ha caído antes?; solamente saben su nombre los del oficio. Para qué volver a darle vueltas, olvidemos a Chón.
Bajaban con mucho tiento, cogido con sogas medianas, a un vampiro verdusco, de colmillos exagerados, desde la fachada del Rex a la acera. Pusieron en su lugar a otro drácula más menudillo, con una galería de bustos de mujeres descotadas.
Lorenzo buscó el lunar en el cuello de la tercera por la derecha, la pelirroja sonriente; pero no era pelirroja ni había lunar alguno, y él lo recordaba como si lo hubiera visto hace un rato. Fue seis o siete años antes, una mañana de novillos; andaba triste y la pelirroja del lunar se confundía con un retrato de su madre. ¿Se había confundido entonces o era en estos momentos melancólicos cuando relacionaba una imagen con la otra? ¿Por qué acordarse de su madre si no conocía ninguna foto de ella con lunar?
A tía Carmen también le descubrieron que las náuseas las habia sentido antes, aunque no se le repitieron insistentemente hasta el momento en que comprendió que ella no se hubiera casado con el hermano del jefe de no haber insistido, y de qué forma, su madre. Después de sondarla para que orinase, la llevaron a un pabellón siquiátrico; por eso no la localizó en el hospital. «Tu tío ha alquilado la casa; sube si quieres», le dijo la portera. Abrió una gordinflona, de buen papo: «¿Viene a recoger el transistor? Dicen que lo ponía a todas horas. ¿La conocía usted? La portera va diciendo que está chalá perdida, medio histérica, y que por eso la han tenido que meter en un manicomio».
También los médicos le dijeron, cuando fue a verla —y les pidió que le explicasen, porque en cuanto acabase preu pensaba hacer medicina—, que todos los trastornos físicos eran de carácter psicógeno. Le hablaron de reacción, de conversión, de neurosis, de descargas emocionales, de situación-límite, de algo triste que palpaba por primera vez. Sintió el primer peso.
La fulana de patorras con michelines y blusita calada aireaba el bolso como una cachiporra mientras que unos ocho pasos detrás se la comía con los ojos el pelón con pinta de tercer imaginaria. Se contoneó despacio como un trasatlántico y se volvió descaradamente: «Guapo, ¿qué?». «¿Qué buena estás, mecachis?». «¡Corta ya, o afloja la pasta de una vez, guapo, y vas a saber lo que es bueno». «¿Cuánto?». «Trescientas; la cama aparte. ¿Paro un taxi?». «¡Dónde vas, exagerá; ni que fueras la Cardinale!». «¿Hace o no hace? Y si no, carretera y manta, guapo; venga ya, que me espantas la clientela».
Tanto, ¿hace o no hace? «Ésa es la condición», sospechó Loren que le diría Laura a Güili. Tanto; es decir: aprende de Loren y de su amigo el paleto que tienen lo que hay que tener, y se la están jugando. Y una vez más Güili cerraría el pico porque el precio de dar gustito a Laura no era muy caro; hasta acostumbrarse, aguantar las ironías de Loren, el vendaval tartaja de Paco; exponerse a tener que echar mano de su padre si el asunto se ponía feo. Pero Laura claudicaría; Laura ya no le hablaba de Loren a todas horas, Laura era más comprensiva con él desde la vuelta de Ceuta. Loren tocó fondo; ya sabía lo que quería cambiar Güili; ni mucho menos cambiar la puñetera sociedad que tan bien conocía, simplemente quería conseguir algo: a Laura.
Lobos de la misma camada. Otra vez Chón, su recuerdo. Sí, el patilludo del mismo pelaje que Güili. «Estaría de bigotes que le pusiera yo un par de adornos»; pero se arrepintió en seguida de haberlo pensado, porque Chón era una pieza aparte que no encajaba en aquel mosaico. Estaba hecha de sinceridad, sin dobleces, dulce como el pulque sacado del tronco de la pita, mustia porque era una planta enclaustrada que ansiaba el sol, que alargaba su corazón hacia la luz. «La llamaré cuando todo haya pasado —pensó Loren— a la semana que viene o así, a ese detestable teléfono y le diré que sé a nombre de quien está, ya sé por qué mientras sigas ahí no perderás nunca la sonrisa a medio camino de Gioconda, ya sé por qué tus ojos azules siguen arenosos: porque solamente puede llamarse infierno a la casa compartida con un sujeto como tu marido.» Y empezaría a contarle lo de Güili. Y su motorcillo de maquinar y de hacer feliz se pondría en marcha.
Al fondo del escaparate de la ferretería, tras las sartenes pulidas y las raseras de agujeros artísticos, el espejo le devolvió unos ojos brillantes. «Chantajista.» Se justificó con que, lo juraría, ella estaba deseando oír: «¿oíste?, lo esperaba desde el primer día; siempre he estado segura. ¿Por qué hemos esperado tanto, tontorrón, timidón?». Está bien, olvidemos a Güili, sería una venganza pensando en él y su faena; está bien, dejemos al patilludo, no es el único traicionero del mundo; la llamada no ha existido, Chón sigue siendo Chón a secas y a solas. ¿Qué importa que esté casada o no? Sentiría lo mismo si ella fuera soltera, viuda o manca. La llamaré, no la semana próxima no, mañana, después de todo, confesémonos, a capítulo cerrado. ¿Sabes por qué soy un flan, sabes por qué estoy como una guitarra más que como unas castañuelas, sabes por qué ya no puedo decir que todo me importa un comino; sabes por qué quiero quemar la amargura del tiempo envenenado?
Canto de guitarra o no sé cómo lo titulé, silabeado con los dedos para que fuera de once. Escribí:
Era sexta cuerda, bordón dormido
sobre el brocal del corazón oscuro.
Me acariciaste, un roce presentido,
y el vacío deseo de amor puro
se llenó de tu son, estremecido.
¿Cómo se puede estar harto de una sola vez de la piel con piel con Laura, y en cambio desear tanto otro roce, el primero, mil caricias, el beso de Chón?
La cadera le punzaba. Ella se colgaba de la nuca para besarle mejor; siguieron fundidos cuando el sereno sacudió bien el chuzo al cruzar el pasaje de Montestoril. La pareja de extranjeros no se espantaba («ni darse por aludidos»), y el de la gorra de plato y el guardapolvos con hombreras remoloneó a unas palmadas para darse una ración de vista más cumplida. Loren se subió a la plataforma, echó la peseta y la aguja cuenta kilos tembló en los 54. «Estás hecho un canijo.» En la chapita de detrás se leía «made in England» y en la pared, placas de second floor, American Visitors Bureau, haute coiffeure, y en el cartel con media verónica y una manola de un escaparate de agencia: «Bullfight and flamenco tours». Loren pensó instintivamente en los tres autocares llenos de congresistas de treinta países cuando asistieron a una «juerga flamenca» en un tablao desangelado. Jerez aguado repartido como la leche de los americanos, cuatro pintarrajeadas con bata de lunares, el marica aquél jaleando al guitarrista «¡vamo Manué, que te han traído la Onu!». Una voz desagradable y mandona: «Por favor, diríjanse a los autocares correspondientes para seguir la fiesta en otro tablao típico. Please, ladies and...». Y tras el último, un poco achispado, que quiere una castañuela de la morena y saca five dollars, las luces se apagan, el cuadro flamenco se muda, el encargado deja de dar las buenas noches serviles: «éstos de las agencias cada día los buscan más tontos; valiente chusma».
Se harían socios del Hogar Canario, si a Chón le apetecía. O mejor la idea que le rondaba desde lo del periódico: irse fuera —ahora acompañado— y empezar en cualquier país. El martes no, esta noche, sí; ya sé quién es, qué es, por qué sus ojos buscarán mis ojos. El círculo se había cerrado: y ahora soy una balsa para tu naufragio, una balsa sin lastre; Laura en su sitio, yo en el mío, a tu lado; el océano por medio.
Días atrás, en la encrucijada de la Gran Vía con la calle Alcalá, ráfagas de cuchillos afilados en la sierra calaban sutiles hasta los huesos; pero hoy mayo era julio y a Loren le hubiera apetecido encontrar ya un puesto de helados —y un duro— porque ardía casi tanto por fuera como por dentro. Loren se entretuvo en el fresco vestíbulo repasando la cartelera de arte y ensayo y los murales del York Club, siempre con su Perla del Caribe, su Zoraida, su Terremoto Antillano. El portero de chaqueta azulita, los taxis en triple fila, Juana la cerillera con el plástico por las piernas y hoy, al ladito del ombligo de una «vedette venida directamente del Folies Bergère» (no se sabe si de dentro o de la acera), una olvidada octavilla pegada con engrudo pide para el 28 de junio «la familia en el corazón de Cristo».
Fueron cerrando cafeterías donde no sirven más tinto que el Paternina ni más blanco que el Moriles. El sereno sesentón apagó el escaparate de la librería donde la foto del último Nadal coronaba una escalinata de peldaños con idéntica portada, y se sentó en un banco municipal, a la luz de una farola-jirafa para seguir repasando ilusionado el código de señales que le habían prestado en la auto-escuela. La mujer del carrito rebosante de libros, a escoger y revolver, sacó de debajo del tablero, como cada madrugada, unos cuantos prohibidos; malos y menos malos. Recogió el de la cortesana Fanny Hill que le devolvía el guardia de servicio en los Sindicatos y le prestó el «Trópico de cáncer».
Unos camareros en camisa esperaban en Callao las primeras camionetas-pirata de la trasnochada: que si el tiro aquél, que si el cañonazo, que si el zambombazo, que pudo ser gol el segundo, que no se cagaba en el padre del árbitro por no darle una pista, que si pudimos ganar, que el partido de vuelta van a ver. Otros, más viejos, despotricaban del trabajo, del sueldo, del encargado, como si fuera una obligación meterse con ellos, convencidos de que era así y seguiría siendo así. Los obreros del camión gris-lechoso del PMM descargaron los mástiles, les clavaron las banderas y los plantaron en los hoyitos de la acera, que otros había perforado de zancada en zancada.
Loren cruzó hasta los sótanos y echó la otra peseta. Giró un disco, sonó el mazazo y la báscula escupió un cartoncillo con la flecha entre 51 y 51,5 kilos. «Estoy apañado.» Por detrás Lola Flores parecía haberle robado los otros tres kilos.
Cuando Loren echaba hacia atrás la colcha desflecada para dormir solamente con la sábana, como en pleno verano (Paco aconsejaba: «encima, en porretas»), los jefes de noche de los periódicos habían llamado a talleres para que dejasen un hueco en primera, habían avisado a los redactores de Universidad o pedido al archivo datos sobre el último cierre, ocurrido quizás —la carpeta lo dirá— antes de la guerra.
En cada sobre, el folio electrocopiado repetía un texto que el viernes reproducirían todos los diarios, después de aclarar que la Junta de Gobierno de la Universidad les remitía la siguiente nota:
«Ante la situación creciente de desorden e indisciplina que se observa en la Universidad, haciendo imposible el desenvolvimiento de la labor académica, la Junta de Gobierno, en sesión urgente y extraordinaria del día de hoy, ha acordado la suspensión de las clases y demás actividades académicas en las distintas Facultades, así como proponer a la superioridad que adopte con toda urgencia las medidas oportunas para garantizar en los centros docentes el orden que haga posible la continuación de las actividades encaminadas al cumplimiento de los fines universitarios.»