CAPÍTULO VI

Antes de poner en marcha el motor del coche oficial, Louis Peatle preguntó a su camarada y jefe:

—¿Leíste «La Tribuna»?

—No. ¿Trae algo interesante?

—Reproduce tu nombre en grandes titulares. El inspector de la Metropolitana, Allan Clemens, me parece un individuo peligroso. Lee sus declaraciones.

Louis tendió a Neil un ejemplar del mencionado periódico. El joven no pudo contener una exclamación de ira. En primera plana venía inserto el retrato de Wallace y una información en la que se le mencionaba repetidas veces.

«Neil Cookman, inspector jefe, en Chicago, de la Oficina Federal de Investigación defendió valerosamente el local en compañía de su hermano, propietario del mismo. Hizo después declaraciones a Allan Clemens, de la Metropolitana, atestiguando la inocencia del dueño de “El As de Trébol”. Se ignoran los nombres de los atacantes. Los hechos sucedieron del siguiente modo…».

A continuación se relataba el asalto, destacando el heroísmo de Neil Cookman.

Sabiéndose observado por Peatle, el inspector le devolvió el periódico.

—Es cierto.

—Entorpecerá tu carrera, Neil. Perdóname que te hable así, pero te estimo y creo que tu prestigio puede ser minado con incidentes como el que describe «La Tribuna».

—Me hago cargo.

No hablaron más hasta no llegar a 48 Street, en las proximidades del mercado de ganados, penetrando en un amplio caserón de sucio aspecto. Un ordenanza, con aspecto de gángster, le abordó al principio de la escalera.

—¿Qué desean?

—Ver al dueño.

—Suban al segundo piso. Otro compañero le conducirá a su despacho. Si quieren utilizar el montacargas…

—No. Iremos a pie.

Subieron en silencio. Louis Peatle, observando la seriedad de su camarada, se disculpó:

—Perdona. A veces no sé medir bien mis palabras.

Neil le miró con simpatía.

—Eres un gran amigo. Me disgusté porque reconozco que tienes razón. Desde que hablé con Wallace no dejan de sucederme anormalidades, sin importancia al parecer, más muy desagradables. Fíjate en los hombres que nos miran. Parecen forajidos. Es posible que estemos en el cuartel general de un gang en lugar de una industria. Ya llegamos.

Un individuo se les aproximó.

—Buenos días. Quisiera ver al señor Stearns. Pásele mi tarjeta.

El aludido, en traje de paisano, leyó el nombre inserto en la cartulina, silbando de sorpresa.

—No creo que Morgan quiera recibirles.

—¡No tendrá más remedio! —replicó Neil.

El hombre transpuso una puerta, desapareciendo de la vista de los federales, que se miraron inquietos.

—¡Abre los ojos, Louis! —advirtió, el inspector—. No me extrañaría que nos obsequiasen con una ráfaga de ametralladora.

Fue al contrario. Morgan Stearns salió a darles la bienvenida, con exageradas demostraciones de afecto.

—Pasen, señores. Llegan en un buen momento. Mi negocio prospera y, por si fuera poco, he hecho las paces con Wallace Cookman, mi más encarnizado enemigo. ¿Cuál de ustedes es su hermano?

Neil palideció.

—Yo. Olvídese de ello. Nuestro propósito es hacer una inspección.

Habían penetrado en una amplia habitación con una gran mesa al fondo. A la izquierda, otras más reducidas.

—Ahí tienen lo que necesitan. Me advirtió Wallace la visita.

El inspector se mordió los labios hasta hacerlos sangrar, mientras Peatle fruncía el ceño.

Hubo una larga pausa. Neil, sin esperar a que le invitasen, se sentó en uno de los butacones, recorriendo la estancia con la mirada. Una librería, varios archivos metálicos y media docena de sillas completaban el mobiliario. Más sosegado, inquirió:

—¿Es cierto que le avisó Wallace?

—Sí. Por eso me complace no hacerles perder el tiempo, poniendo al alcance de su mano los datos contables que precisan. ¿Un cigarro?

Ofreció una caja de habanos. Neil, en un gesto, maquinal, tomó uno, mordiendo la punta. Louis no quiso fumar.

Sacó su pitillera, encendiendo un cigarrillo. Insinuó a su jefe:

—Si el señor Stearns nos esperaba, considero inútil la revisión.

—Es cierto —reconoció Neil—. Volveremos en otro momento.

Morgan Stearns sonrió complacido. No le había engañado Wallace con respecto al poco rigorismo de Neil y su compañero. Sacó un sobre.

—Tengan. Es para ustedes.

El inspector contuvo en flor un gesto airado de Louis.

—¿Qué contiene?

—No lo sé. Lo trajo un mozalbete a las oficinas esta mañana. Vean que lleva escrito: «Para el hermano del señor Cookman».

—Indudablemente soy yo.

Con serenidad, que terminó de confiar a Morgan, fue sacando billetes hasta completar la cifra de cinco mil dólares.

—No es mala cantidad, ¿verdad, Peatle? Pongamos las cartas sobre la mesa. Usted quiere garantizarse la impunidad más absoluta, ¿no es así?

Su gesto amable perdió a Stearns.

—En efecto.

—Es poco dinero. Tendrá que darnos más. No arriesgaremos nuestra carrera por sólo dos mil quinientos dólares.

Morgan, satisfecho del sesgo que tomaba la conversación, golpeó en el hombro a Neil.

—De eso no tendrá queja. Todos los meses le enviaré la misma cantidad. ¿Hace?

—Sí… ¿No le importará acompañarnos, señor Stearns? Queremos que diga lo mismo delante del juez. Un claro intento de soborno, Peatle. ¿No te parece?

—Desde luego. Me he tenido que contener para no machacarle la cara. ¡Suponer que nos vendemos por un puñado de dólares! Salga con nosotros charlando amistosamente. Le llevaré encañonado desde el bolsillo interior de la americana. Si alguno de sus forajidos intenta agredirnos, usted caerá muerto.

—¡No pueden detenerme! —Opuso Morgan, retrocediendo un paso.

—¡Vaya que sí! —afirmó, no sin ironía, Neil Cookman—. La Ley ha reforzado las atribuciones del Federal Bureau of Investigation, autorizando a sus miembros a detener sin orden judicial.

El fabricante de alcoholes no hizo ademán alguno de resistencia, cuando Louis Peatle se acercó a él encañonándole por la espalda a través de la tela. Masculló:

—Ésta es una maniobra del perro de Cookman. ¡Me las pagará! A usted, que colabora con él, le va a costarle la carrera.

Neil hubo de contenerse para no abalanzarse contra el que dudaba de su honorabilidad.

—¡Andando! —ordenó—. No le faltará tiempo de acusarme de lo que desee.

Los federales no ignoraban que no les sería fácil salir de la fábrica a no ser que Stearns lo deseara. Alcanzaron el pasillo. Algunos gangsters, al verle, comprendieron lo que sucedía, disponiéndose al ataque. Morgan se lo impidió:

—No hagáis nada, muchachos. Llamad a mi abogado y decirle lo que pasa.

Sus palabras ocultaban su miedo a morir. El «boss» notaba el duro contacto del cañón del arma de Peatle.

Sin obstáculos subieron al coche oficial. Louis se situó en el asiento de conductor y Neil en el diván trasero. No hubieron recorrido unos cientos de metros cuando Peatle dijo:

—¡Cuidado! ¡Un coche nos sigue!

—No se asusten —repuso Morgan—. Mis muchachos quieren saber a dónde me llevan. Eso es todo. Les respondo que no nos atacarán.

Resultó cierta la profecía del gángster. El vehículo en el que viajaban los miembros de la escolta de Morgan no acortó las distancias ni un solo momento.

—Aún están a tiempo de elegir entre hacerse ricos en unos años o…

Intencionado, no terminó la frase.

—¿Qué?

—Lo demás lo dejo a su imaginación. ¿Hemos llegado?

—Sí.

Los tres hombres penetraron en la jefatura de la Metropolitana, en donde, provisionalmente, Neil instaló su despacho por creer que el que ocupaba su antecesor en una de las principales calles de la ciudad, estaba controlado por los informadores de los gangsters. En la central policíaca de Chicago, donde entraban y salían diariamente cientos de hombres, le era más fácil pasar inadvertido.

—¿Está el juez? —inquirió a un sargento.

—Sí.

—Anuncie que le traemos a un detenido.

* * *

Veinticuatro horas más tarde, merced a las gestiones de su abogado, Morgan Stearns conseguía la libertad bajo fianza. Al salir del calabozo de la jefatura y montar en el coche en el que le aguardaban tres de sus hombres, ordenó, terrible:

—Hay que cazar, al precio que sea, a Wallace Cookman. De su hermano me ocuparé personalmente. He caído en la trampa como un novato.

Mientras tanto, Louis Peatle y Neil, desde una ventana, seguían los movimientos de Morgan. Al verle alejarse, el inspector comentó:

—La Ley tiene demasiados recovecos y esos hombres los aprovechan a maravillas. Le he entablado un segundo proceso.

—¿De difamación?

—Sí. ¡Tendrá que probar que me dejé sobornar por Wallace! ¿Te parece que comamos? Son cerca de las cuatro de la tarde.

—Como quieras.

En el coche, se dirigieron a un céntrico restaurante para saciar su apetito regresando después a la jefatura, donde les aguardaba una sorpresa: la visita del comisario Thomas Rigg, del Estado Mayor de la Oficina Federal de Investigación. Neil se puso a sus órdenes y, con meticulosidad, fue relatando lo sucedido.

Su superior, recostado en un butacón, le escuchó sin interrumpirle. Luego inquirió:

—¿No tiene más que decirme?

—De asuntos del servicio, no —replicó con firmeza el joven.

—¿Por qué ha omitido la existencia de su hermano?

—Por estimarlo de índole particular.

—No diría yo tanto.

Temblaron las manos de Neil.

—Supongo que no le importará aclarar esas palabras.

—A eso vine de Washington.

La respuesta, dada en tono seco, impresionó al inspector. ¿Qué le amenazaba?

Louis Peatle le tendió su pitillera y Neil encendió un cigarrillo, serenándose. Fumaron en silencio, Thomas Rigg comenzó:

—¡Lamento que el Estado Mayor me haya comisionado para resolver algo en extremo desagradable y que le concierne a usted, Cookman! ¿Sospecha de qué puede tratarse?

—Se ha recibido una denuncia. En ella se dice que su hermano Wallace, propietario de «El As de Trébol» y de una fábrica de alcoholes en Cicero, le ha sobornado con ciento setenta y dos mil dólares.

Neil enrojeció.

—Eso es falso.

—Yo también lo creo —repuso el comisario^. Su historial es uno de los más brillantes en el Cuerpo. ¿Recibió ese dinero?

—Sí.

La afirmativa contestación sorprendió a Peatle y a Thomas Rigg.

—Explíquese, Cookman. Lo que diga ahora tendrá carácter oficial. Louis…

—A la orden…

—Tome taquigráficamente sus declaraciones.

Neil, abatido, inclinó la cabeza. Su corazonada tomaba cuerpo. La proximidad de Wallace lo trajo siempre desgracia.

—¿Puede decirme qué pruebas hay contra mí, señor Rigg?

—Lo haré para ayudarle. Obra en Washington una fotografía en la que se ve al dueño de «El As de Trébol» introduciéndole un sobre en uno de los bolsillos de la americana, y otra en el momento de cobrar en el Banco. El empleado, a quien interrogué hace unas horas, recuerda perfectamente que le entregó esa cantidad y su declaración figurará en el proceso. Es un feo asunto, Neil. Sólo la sinceridad podrá salvarle.

—Gracias, comisario. Voy a evocar algo que ha encanecido mis sienes prematuramente. Una vez que me haya oído, se convencerá de mi inocencia.

—Eso es lo que deseo.

Neil hizo una breve pausa y, depositando el humeante cigarrillo en un cenicero, comenzó:

—He de remontarme a la que bien pudiéramos llamar mi primera juventud…