CAPÍTULO IX

Wallace se incorporó sonriente para recibir a su hermano. Junto a él, Irving Carroll, la mano derecha muy cerca de la funda axilar, vigilaba los movimientos del recién llegado. Al fondo, un tercer individuo, en pie, parecía ajeno a lo que en el despacho ocurría.

Hubo unos segundos de tensión. Neil, que notaba afluir la sangre a sus mejillas con inusitada violencia, esbozó un gesto amistoso.

—Hola —dijo con naturalidad—. ¿Te estorbo?

El dueño de «El As de Trébol» rodeó la mesa para acercarse a su visitante.

—Nada de eso. Me he preguntado qué habría sido de ti. Hace cerca de un mes que no nos veíamos.

—Sí. Estuve… ¿No podríamos quedarnos solos?

—¡Claro!

Se volvió a Carroll y al otro gángster.

—Márchense. Les llamaré si les necesito.

Le obedecieron en silencio. Una vez sin testigos, Wallace palmoteo la espalda de Neil.

—Siento mucho lo ocurrido. Sigo buscando una prueba que demuestre, sin molestar a mamá, tu inocencia. Si no hubieras extraviado el recibo que te di…

—No hablemos de eso. Quiero olvidarlo. Leí tus declaraciones. No pudiste hacer más sin comprometerte.

Wallace clavó inquisitivo sus ojos en los de Neil. Esperaba una entrevista borrascosa.

—¿Lo dices con sinceridad?

—¿Por qué no? Debes investigar quién consiguió la «foto» del cabaret. Posiblemente un secuaz de Morgan Stearns. ¡Buena venganza la suya! Me lo advirtió al detenerle.

—¿Qué te agradaría más, tomar la revancha o demostrar que eres culpable?

—Ni lo uno ni lo otro. No volveré a servir a una ley injusta, incapaz de valorar a un hombre por su historia. Dame una copa. Soy libre de actuar como se me antoje. Hasta ayer no me di cuenta de que con mi juventud y mi experiencia, puedo conseguirlo todo.

Satisfecho del giro que tomaba el diálogo, Wallace abrió un armario, sacando una botella de whisky y dos vasos, en los que sirvió el licor.

—¿Por qué brindamos?

—Por la vida. Vayamos al salón. Tengo ganas de oír música y de beber. Creo que usaré y abusaré de mi condición de hermano tuyo.

Wallace acompañó a Neil a la barra en el momento en que Dorothy Fielding terminaba una de sus canciones. Hizo una seña a la muchacha, que se les acercó.

—Ocúpate de él. He de resolver unos asuntos. No tardaré en reunirme con vosotros.

Se alejó con paso rápido. «El As de Trébol», pese al asalto de Giovanni Melotti y sus hombres, conservaba su natural animación. Los desperfectos fueron reparados en un día.

—¿Qué vas a beber, Dorothy? A mí sírveme un doble de «cognac». El jefe paga.

El encargado del mostrador accedió, consultando a la muchacha con el gesto.

—No tengo sed.

Neil Cookman apuró de un sorbo el contenido del vaso y, encarándose con la cantante, exclamó:

—¡Nada podemos reprocharnos! ¡Los federales me han expulsado!

—Lo sé.

—¿Por quién?

—Wallace me informó. ¿Eres de verdad culpable?

El aludido, pidiendo más «cognac», lanzó una carcajada:

—¡Qué importa! Lo esencial, por ahora, es esto.

Mostró el licor con la mano izquierda, mientras golpeaba el cristal con el dedo índice de la derecha, arrancándole un diverso tintineo, según lo hiciera en la parte llena del líquido o en los bordes superiores. Bebió:

—¿Bailamos, Dorothy?

—Sí.

La muchacha mostrábase entristecida. Danzaron sin cruzar una palabra, con el alma ausente. El cerebro de Neil comenzaba a turbarse por las frecuentes libaciones. Dorothy, aprovechando el sosiego del «slow», imploró:

—¡No arruines tu porvenir ni te dejes llevar por los acontecimientos! El hombre que no domina la adversidad, cae víctima de ella.

Neil, cínico, hiriente, repuso:

—Sobran los sermones. Desde hoy sólo pienso entender un lenguaje al que denominaré trilogía del olvido: whisky, música y mujeres. ¿Vas a hablarme tú de moralidad? Resulta curioso.

Dorothy, dolorida por el tono despectivo de su interlocutor, calló. Terminado el baile volvieron al mostrador.

—¡Lléneme el vas! —ordenó al camarero.

—¿Sigue con «cognac» o cambia a whisky?

—Me da lo mismo. De lo que sea deje la botella al alcance de mi mano —volvióse a Dorothy—. Veo que desapruebas mi conducta, Dorothy. Yo también la tuya. Estamos en paz. ¿Cuándo te casas?

—Aún no lo he decidido.

—No me disgustaría birlarle la novia.

Cogió el vaso, apurándolo a pequeños sorbos. Al terminar, inquirió:

—¿Qué te parece la idea?

—Absurda. Me temo que no estás en tu sano juicio. He de actuar dentro de unos minutos.

La joven, no sin brusquedad, se apartó de Neil Cookman que, con la botella acercóse a la mesa ocupada por Irving Carroll, sentándose. Le tuteó:

—¿No te importa que te acompañe? Echa un trago del mío. ¿A quién mirabas con tanta atención? ¡Ah! Al primo de Dorothy. No parece mal chico.

Irving se levantó sin responderle, con una mirada de desprecio, desapareciendo por la puerta que conducía a los reservados y habitaciones interiores del cabaret. Neil bebió hasta embriagarse quedándose dormido de bruces sobre el mantel. Poco después, Carroll y Wallace le condujeron al despacho.

—Tiéndalo en el diván, Irving. Hizo bien en avisarme y yo mal en separarme de mi hermano.

* * *

Neil despertó con un formidable dolor de cabeza que se localizaba en las sienes y la nuca. No recordando lo sucedido, miró alrededor. Se hallaba en una alcoba lujosamente amueblada, con un balcón que comunicaba con el jardín. En la mesilla había un vaso de agua, que, quitándole el mal sabor de boca, le devolvió parte de su vitalidad.

Vio su ropa en un moderno perchín y, al fondo, una puerta.

—No me vendrá mal una ducha —se dijo, a Más tarde, confortado, comenzó a vestirse. Evocaba, como a través de una espesa niebla, los diferentes grados de su embriaguez. Pensó que, quizá, su hermano le trasladara a su residencia.

Miró debajo de la almohada en busca de su revólver y al no hallarla, recordó que le desarmaron en la Corte Suprema de Washington.

Totalmente recobrado, salió a un pasillo que enlazaba con el piso inferior por una escalera de mármol. En el hall, fumando despreocupado un cigarrillo, vio a Irving.

—¿Y Wallace? —inquirió.

—Desayunando en el comedor.

Como Neil vacilara, le dio un dato más concreto:

—Es la segunda habitación de la derecha.

—Gracias.

Entró sin llamar. Su hermano tomaba unos sandwiches.

—Llegas a tiempo, Neil. Siéntate. Hay para los dos.

—¿A dónde me trajiste?

—A mi hotel del paseo de la Orilla del Lago. Pensaba ir a despertarte apenas terminara. ¿Cómo te encuentras?

—Bien. Va pasando el dolor de cabeza.

Comieron en silencio. Al terminar, Wallace, recostándose en la silla, comenzó:

—Escúchame sin interrumpirme. No voy a moralizar, porque ése no es mi fuerte. Sin embargo, hasta en el mal hay categorías. Ninguno de los grandes genios de la delincuencia fue débil. El alcohol y las drogas engendran enfermedades y peligros. Es estúpido que un hombre se deje vencer por lo que constituye su negocio. Tráfico de alcoholes.

—¿Nada más? —inquirió con sorna Neil.

—Bueno, también en otras cosas. Siempre he sido ambicioso. Por eso parezco un puritano. No bebo ni juego. Con excepción de Capone, jugador empedernido, ninguno de los grandes «boss» que rigieron Chicago lo hizo tampoco. Dillinger fue una antorcha que se extinguió consumida por su propia intensidad. Hace años me di cuenta de que el Sindicato que gobierna la vida delictiva de Chicago dejaba actuar libremente a indeseables aislados. Me puse al hablar con Jake Guzik, proponiéndole que, mediante un tanto por ciento de mis beneficios, me permitiera actuar en la ciudad. Aseguré que no me mezclaría en lo que constituye su principal fuente de ingresos: la prostitución, el juego y las drogas. Obtuve el permiso. Poco a poco he ido aumentando mi fuerza. Me han ayudado algunos «accidentes» ocurridos a quienes intentaban cruzarse en mi camino. Hoy poseo millones.

Chispeaban las pupilas de Wallace Cookman.

—El Sindicado no ignora mi fuerza. Espero que, en breve, me pidan que me una a ellos con mi organización. Entonces pasaré a ser uno de los elementos rectores. Luego…, ¿quién sabe lo que puede ocurrir?

—¿Aspiras a erigirte en jefe supremo?

—Exacto. La tarea es dura. No te pido colaboración porque no quiero exponerme a que me traiciones ni exponerte a caer en manos de tus propios compañeros. Te he hecho esta historia para que no vuelvas a embriagarte. El alcohol arruina a los hombres, dejándoles convertidos en guiñapos. Supongo que será cierto lo que afirmaste en el sentido de ingresar los ciento setenta y dos mil dólares en la cuenta de mamá. Ello quiere decir que no tendrás dinero.

—No demasiado.

—Te prestaré el que necesites. ¿Hacen cinco mil?

—Sí. ¿Cómo podré devolvértelos?

—¡Bah! No te preocupes. Es posible que tengas oportunidad ele hacerme un servicio que valoraré en esa cantidad.

—¿Vas a mezclarme en tus asuntos?

Wallace, prudente, negó.

—No, por ahora al menos. Yo, en tu lugar, me divertiría para quitarme el mal sabor de boca. ¿Sabe mamá lo ocurrido?

—Sí.

—Me extraña. Conozco a nuestra madre. Ella se hubiera presentado, aún después del veredicto, para convencer a los federales de la verdad de ese dinero.

—Le aconsejó Sarah que dejase las cosas tal como están, alegando que así nada enfrentaría a dos hermanos. Les conté que bordeabas la Ley, suavizando el relato para no preocuparla en exceso.

—Me gustaría verla.

—Te prepararé la entrevista.

Desvió la conversación para no comprometerse:

—¿Te importa que pasee con Dorothy?

Wallace sonrió, levemente irónico.

—Te has vuelto muy mirado.

—No deseo que nos enojemos por una mujer.

—Hazlo si ella accede. Es muy esquiva. ¿Es cierto que la expulsaron de la Metropolitana? Tú debes saberlo.

Neil calló, dudando en la respuesta. ¿Cómo logró averiguarlo? Si negaba, perdería la confianza de Wallace. Por el contrario, en el caso de no ser más que una sospecha, el deseo de averiguar una verdad intuida, una contestación afirmativa, comprometía peligrosamente a la muchacha. El carácter de su hermano, apasionado bajo la capa de frialdad, compaginaba mal con su indiferencia de que saliera o no con la mujer. ¿Estaba sentenciada?

Tales razonamientos cruzaron como un relámpago por la imaginación de Neil.

—Conozco su caso a fondo. Fue culpable. Por esa razón quise hablarle cuando la acompañaba Irving. Dorothy es lo que seré yo dentro de unos meses, un ser sin posible regeneración, caído en el mundo de un hampa de «frac», en el que las pistolas apenas si ladran.

—Hizo mal en no decírmelo.

—¿Vas a castigarla?

—No. Se lo reprocharé en la primera ocasión. Hazlo tú por mí. Éste es su teléfono.

El propietario de «El As de Trébol» escribió unos números en una cartulina, entregándosela.

—Lo haré. ¿Nos veremos en el cabaret?

—Sí. ¿Te marchas? ¿No olvidas nada?

—Los dólares prometidos. No me atrevía a recordártelo.

La sumisión de Neil era perfecta, y agradó a Wallace.

—Haz efectivo un cheque. No debe importarte que te vean. Creo que soy yo el que está en deuda contigo. Mantuviste durante años a la que fue mi esposa. Sarah, por consejo tuyo, renunció a la pensión concedida por la Ley.

—No vale la pena. Ella ha acompañado a mamá, evitándole vivir en soledad.

El mayor de los Cookman sacó de una cartera de piel un talón.

—Toma. Lo tenía extendido. Hasta la noche. Has ganado mucho en mi confianza.

El ex inspector, ya en el paseo de la Orilla del Lago, anduvo hasta la próxima parada de taxis y, montando en uno, ordenó al chófer:

—Al «National Bank of Republic».

Recostado en el asiento posterior, meditó la conveniencia de prevenir a Dorothy, lo que hizo desde una cabina pública de las oficinas bancarias.

—¿Dónde podremos vernos? Me agradaría que comiéramos juntos… ¿En la entrada principal del parque Lincoln? Sí; dentro de una hora… Adiós.

Colgó, dirigiéndose a una ventanilla. Diez minutos más tarde percibía el dinero. Aunque se mostraba distraído, observó que un individuo, cerca de él, tenía el sombrero a la altura del pecho. Le extrañó la posición.

Embolsándose el fajo de billetes, salió del Banco, confundiéndose con el numeroso público que deambulaba por la ancha acera de la calle Comercial. Se detuvo en un escaparate, siendo rebasado por el hombre del sombrero, que subió a un taxi. Neil le imitó.

—Si no pierde de vista a ese coche, ganará diez dólares.

—Descuide.

—Si el viajero repara que le seguimos, aprovechará un paso de peatones para despistarnos.

—Imposible que se de cuenta. El tráfico es enorme.

Tenía razón el conductor. Eran numerosos los vehículos de alquiler y particulares que marchaban en interminable cadena, produciendo frecuentes embotellamientos.

Siempre en persecución del que le interesaba, Neil apeóse en Norton Street, y a pie, por la 52 avenue, llegó a la de Odgen, para penetrar en Kedzie y atravesar los canales de Drenaje y de Illinois. Por un momento, el ex inspector creyó que el desconocido trataba de burlarle, más pronto comprendió que estaba haciendo tiempo por las frecuentes consultas al reloj de pulsera.

De 57th Street pasó a la 59, y desde allí, bordeando el parque Washington, descendió por Woodlavn avenue a la Calle 67, adentrándose en el parque Jackson.

Neil, que no le perdía de vista, hubo de esconderse tras un árbol y contener una exclamación de asombro. Irving Carroll, el lugarteniente de su hermano Wallace, cambiaba su sombrero con el del hombre. Después le entregó un sobre azul, conteniendo, sin duda, el precio ajustado por el trabajo. Sin una demostración de afecto, el gángster se separó de su cómplice, que, con rostro satisfecho, se acomodó en un banco, encendiendo un cigarrillo.

El joven Cookman, luego de comprobar que Irving había desaparecido entre la multitud y que en el parque sólo jugaban unos pequeñuelos bajo la vigilancia de sus madres, absortas en lecturas o labores, hundió su diestra en el bolsillo de la americana, aproximándose por la espalda al individuo.

—Póngase en pie con naturalidad y vuélvase. ¿Le gusta mi cara? Me ha fotografiado tres veces.

—No sé a qué se refiere.

—Es inútil que finja. Le vengo siguiendo desde el «National», y he visto su maniobra con Carroll.

Cubriéndose con su cuerpo, desarmó al que tan eficazmente colaboraba con su hermano para perderle. Exclamó burlón:

—Me estaba cansando de encañonarle con el dedo. Sería ridículo que ahora le matase con su propia pistola. Escúcheme bien. Cogidos del brazo, como dos buenos amigos, haremos una visita de importancia. Si intenta escapar le mataré como a un perro.

El amenazado, hombre de unos treinta años, seguro de sí, replicó:

—No seré tan necio. Poseo licencia de armas y soy fotógrafo. No podrá probarme nada.

—Veremos.

Abandonaron el parque. Neil, por teléfono, se puso en comunicación con Louis Peatle.

—He cazado a un pájaro de cuenta. Yen con un coche a Woodlavn avenue. Te espero en el mostrador de una taberna, en el número 602. No tardes.

—Descuida.

Veinte minutos después, el federal se apeaba en el lugar indicado por Neil.

—Hola. ¿Éste es el «tipo»?

—Sí. Quiero que le lleves a nuestro refugio privado y te encargues de que no escape. A las tres o las cuatro de la tarde pasaré por allí para que, sin testigos, presencies el interrogatorio. Dale el trato a que se haga acreedor. El obtuvo las fotos y, aunque lo sé, quiero que diga en alta voz quién se las encargó.

—¡No hablaré más que en presencia de mi abogado!

—¡No escandalice! Suba a mi automóvil. ¿A dónde vas, Neil?

—He de entrevistarme con una chica. Es una cita importante. Comeré con ella. Hasta luego.

—Suerte.

—Gracias, Louis.

El ex federal vio cómo Peatle esposaba al detenido, sentándole a su lado en el automóvil, y en un taxi se trasladó al parque Lincoln, en el que le aguardaba Dorothy.

—Perdona. Me he retrasado unos minutos. Cada día que pasa se hace más difícil circular por Chicago. ¿Por qué me miras así?

—¡No te asocies a tu hermano! Si lo haces, acabarás en el patíbulo.

—¿Por qué esa certeza?

—De la Ley nadie se burla.

—¿Y tú?

El interrogante de Neil desconcertó a Dorothy.

—Yo no tengo importancia. Soy un desecho de la sociedad. Tú eres distinto. Puedes rehabilitarte. ¡Sepárate de Wallace!

Emocionado por la angustia que denotaban las frases de la muchacha, el joven, tomándola del brazo, la condujo al interior del parque. Se detuvieron ante la estatua de Schiller, rodeada por un macizo de flores.

—Quería hablarte de mi hermano, Dorothy. No sé cómo habrá averiguado tu historia. Sabe que fuiste expulsada de la Metropolitana. ¡Te aseguro que yo no se lo dije!

—Lo sé. Anoche registraron mis habitaciones, apoderándose de la copia de mi expediente. Lo conservaba…, ¡qué sé yo por qué! Me he preguntado hasta ahora quién pudo ser. ¿Qué movió a Wallace a hacerlo?

—¿No lo imaginas?

Dorothy Fielding vaciló antes de contestar:

—No.

—Creo que me ocultas algo. Quiero y puedo ayudarte.

—¿En qué sentido?

Neil no contestó. ¿Confiaría en la muchacha? No. Los secretos dejan de serlo si son compartidos. Mejor era que ella lo ignorase todo.

Caminaron despacio por las umbrosas avenidas, conversando de temas triviales. A la hora de comer, en un restaurante próximo al Michigan, ninguno de los dos abordó el tema fundamental, el que les obsesionaba. Al despedirse, Neil dijo:

—Recuerda mi advertencia, Dorothy.

—No la olvidaré.

Se separaron sin haberse confiado sus intenciones e inquietudes. El joven, con un gesto duro, cruel, se encaminó a una casa de un solo piso, inmediata a los famosos «Unión Stockyards», grandes depósitos de ganado. Pulsó el timbre de la puerta de forma convenida, con leves intervalos. Louis Peatle salió a abrirle.

—Hola, Neil. Arriba está Thomas Rigg.

—¡Mejor!

Atravesaron varias habitaciones hasta llegar a una interior, en la que el comisario conversaba con el detenido, intentando obtener de él una declaración. Llevado por la fuerza de la costumbre, el joven Cookman le saludó como lo hizo siempre.

—¡A sus órdenes, señor Rigg!

—¡Buenas tardes, Neil! Este hombre niega.

—Es natural. Ha usado usted los mismos procedimientos que con un caballero. ¿Se olvidará de lo que presencie?

Thomas captó la señal que su antiguo subordinado le hacía con los ojos.

—Desde luego. Interesa que «cante».

El prisionero, acobardado por la actitud hostil de los tres hombres, protestó:

—¡La justicia me ampara! ¡Es criminal que me torturen!

—Emplearé contigo la Ley del hampa —repuso Neil.

Con ademanes estudiados, sacó su navaja, examinando el filo. Después, muy despacio, acercóse al detenido.

—¿Cómo te llamas?

—Lawrence Shute.

—¿A qué te dedicas?

—Soy fotógrafo.

—¿Quién te pagó para retratarme? Escucha. Sé que fue Wallace Cookman, pero necesito que lo oigan mis amigos. Si te obstinas en no declarar por temor a que él te mate, eres un necio, porque lo voy a hacer yo, y no con la rapidez de una ráfaga de ametralladora, sino arrancándote la piel a tiras. Me enseñó un chino a tatuar el rostro. Después te cortaré las orejas y…

Neil hablaba con ferocidad, mordiendo las palabras. Alargó el brazo, pinchando en una mejilla al maniatado Lawrence, que, con la espalda apoyada en la pared de la celda, intentó en vano retroceder. El ex federal empleó deliberamente el lenguaje de los bajos fondos:

—«¡Desembucha, o te rajo!».

Aumentó la presión del acero, haciendo brotar la sangre. El prisionero, tembloroso, exclamó:

—¡No!… ¡No!… Fue Wallace. El es mi principal cliente. Me hallaba en el cabaret la noche de la entrega del dinero. Nunca me separo de mi máquina micro-fotográfica. La luz de los focos me bastó. Luego hice lo del Banco. Hoy recibí una nueva orden. Entregué el «clisé» a Irving Carroll. Yo no soy un gángster. Me gusta vivir bien y alquilo mis servicios a quien me paga. ¡No me torture!

—No pensaba hacerlo —contestó Neil, guardándose la navaja—. ¿Le basta, comisario?

—Sí. Es monstruoso que su hermano… ¿Qué hacemos con este hombre?

—Si le parece, soltarle. No dirá que ha confesado porque le matarían. ¿No es así, Lawrence?

—¡Huiré de Chicago! Se lo prometo. ¡Deme mi pistola! Tengo licencia para usarla.

—Mejor es que me la quede yo. ¡Lárguese antes de que me arrepienta!

Cortó las ligaduras a Shute, que se frotó los doloridos brazos, mirando con rencor a Peatle.

—¡Apretó demasiado!

—No le importe. Lo esencial es que podrá «largarse». No parece muy conforme, señor Rigg.

—En efecto. Soy partidario de retener aquí a Lawrence hasta que las circunstancias aconsejen lo contrario. Ha fingido ignorar su parentesco con Wallace.

No quiero que corra usted innecesarios riesgos. Mandaré a un agente para que le vigile.

—¡Es un atropello! —protestó Shute.

—Quizá —repuso el comisario—. Mis compañeros son muy generosos. Yo no.

Rigg dio por terminado el diálogo, saliendo de la estancia seguido de Cookman y Peatle. El último cerró la puerta tras sí con doble vuelta de llave. Los tres hombres se miraron en silencio.

—Sé que aún no he conseguido la prueba definitiva —dijo Neil—, pero la demostración de que mi hermano tramó el complot contra mí, simplificará las cosas.

—En efecto —repuso Thomas—. ¿Cuáles son sus planes?

El aludido, luego de meditar unos minutos, comenzó a hablar sosegadamente. Los federales le escucharon con atención, haciendo aprobatorios movimientos de cabeza…