Capítulo VI

YA es de noche.

Estrujo la funda de mi segundo paquete de cigarrillos en unas horas, lanzándolo como una pelota sobre uno de los rincones.

No es agradable para mi permanecer en el apartamento, porque no me he molestado en corregir el desorden que mis visitantes produjeron, después de que hube sometido a mi dulce gatita al tratamiento del «suero de la verdad».

De acuerdo con el plan, me ha llamado Lubbok por teléfono para ordenarme que vaya a verle inmediatamente y recordarme que debo actuar en equipo. Yo le mandé al diablo, con los peores modales.

No todo es teatro. Lo es la llamada. No el tono de voz de ambos.

Me arreo un último latigazo de whisky y me dispongo a salir de la casa, rumbo al matadero.

Para dar mayor verosimilitud a lo que ellos imaginan, me dirijo en mi «Aston Martin» al club en el que encontré a Violet Dengali. Tengo la certeza de que no la encontraré allí… y me equivoco.

La veo apoyada en el mostrador, ante un doble de whisky seco, sin hielo ni zarandajas.

Parece abstraída, pero yo sé que mira la puerta de acceso al local con el rabillo del ojo, y que me ha descubierto nada más entrar, pese a que aparenta ignorarme.

Bebe, muy en vamp y espera a que me sitúe a su lado y la salude con un «¡Hola, querube!», para responderme:

—¡Oh, Robert!

Pretende dar a su voz un tono de ternura, pero sólo le sale un gritito cursi.

Empieza la representación. Pongo cara de Pato Donald e inquiero:

—Vine a que me explicaras lo que ocurrió en el apartamento.

Vamos de zorro a zorra.

—No te entiendo, Robert. Me levanté muy mareada y como no había nadie en la casa, me fui a la mía, a cambiarme de ropa. ¿Ocurrió algo?

—Entraron unos salvajes y lo destrozaron todo, nena. Los caballos de Atila desmelenados, y cien millones de elefantes, no hubieran producido más estragos. ¿De verdad no estabas?

—No, Robert. No sé de qué me hablas.

—¿Por qué no te pusiste en contacto conmigo? ¿Tan poco valgo como hombre? Yo no pude hacerlo porque no sé dónde vives. Vine a buscarte aquí a una hora propicia, a la misma en la que nos vimos por vez primera.

—Pasé todo el día medio enferma, durmiendo a ratos y con terribles pesadillas. En algunas, tú eras el protagonista.

—Cuéntame esos sueños.

—Son muy confusos. Me dabas a oler algo extraño, me pinchabas en un brazo y me hacías muchas preguntas… muchas… ¿Fue cierto, Robert?

Inclino la cabeza, como apesadumbrado.

—Sí.

—¿Qué pretendías?

—Conocerte a fondo, saber tu pasado… ¡Soy terriblemente celoso, y no quiero que mi esposa tenga secretos conmigo!

Eso no se lo cree ni yo. Mi dulce fémina atipla la voz, en un vano esfuerzo por mostrarse conmovida.

—¡Oh, Robert! Pudiste preguntármelo.

—Nunca me lo hubieras dicho todo.

—¿Qué me pusiste?

—Él suero de la verdad, pero… ¡ni pío! Eres hermética, cariño.

El nuestro parece, lo es, un diálogo para besugos. Ella no tiene más remedio que seguir mi juego y contestar con tonterías a mis imbecilidades. Y yo, hacerme el bobo por completo, aun en la certeza de que Violet no me cree en absoluto. Tiene poco cerebro, pero no debo subvalorarla hasta tal extremo.

—¿Eres muy celoso, cariño?

—Tomo precauciones… —muestro un poco más a las claras mi juego porque me estoy pasando de rosca y eso tampoco es bueno—. Soy federal, ¿sabes? A veces, las pandillas me echan señoras como tú para hacerme morder el anzuelo. Nunca me importó. Me divertí con ellas, mantuve el pico cerrado… y si te he visto no me acuerdo… Tú eres distinta… A nadie le di una llave del piso. Quería tener la certeza de que no eras un cebo para que picara.

—¿Cómo podía serlo? Nos conocimos aquí y no sabía ni tu nombre. Estaba dentro.

No es verdad, pero asiento con el gesto. La vi entrar unos minutos después que yo. Para las señoras como ésta, tengo un olfato de perro perdiguero.

—Te esperaba, ¿sabes?

—¿Y si no hubiera venido?

—Te habría llamado por teléfono. ¡Vales mucho, Robert!

Sé que me hace justicia. ¡Soy el no va más, en fulanos!

—¿Te conté algo que no debiera? —vuelve a preguntarme.

—Ya te lo dije antes: ni pío.

—No es juego limpio el tuyo, querido. Te lo di todo, sin hacerte preguntas. Tú, en cambio… ¿Persigues algo gordo?

—¿Qué te hace pensarlo?

—Eso que me contaste: destrozaron el apartamento. ¿Me hubiera ocurrido algo de encontrarme allí?

—¿Quién va a hacer daño a una chica como tú? De todas formas, mejor que no estuvieras. ¿Por qué no me esperaste, sin embargo? Pudiste quedarte…

—No quise que me vieras enferma… Vomité varias veces… Una estampa poco romántica.

—El matrimonio tiene algo más que arrullos. También orinalítos y esas cosas. ¿Por qué no nos vamos de aquí?

Se le agrandan los ojos. Iba a pedírmelo. Yo me he anticipado.

Me duele saber lo que sé. Por eso me conmuevo al oír…

—¡Vete solo, Robert! ¡No puedo acompañarte!

Hay desgarro en sus palabras. Me consta que se juega el físico por mí, que su deber es engatusarme y entregarme a la pandilla de gorilas locos.

Procuro representar bien mi papel. Para ello pongo cara de marido a los diez segundos de haber dicho el sí.

—Ya no te dejaré nunca, querida. Pienso que todavía podemos ser felices.

Sus ojos se agrandan más. Me mira. Intuyo en ellos una lágrima.

—¡Es imposible! —exclama—. Estoy demasiado complicada con ellos y…

Calla, de pronto. Sé que no quiso decir tanto.

—¿Con quiénes, Violet?

—¡No importa! —sé que ahora es terriblemente sincera y mi orgullo crece muchos palmos. Voy a responderle, pero advierto que uno de los camareros que atienden la barra se nos acerca mucho, y la tomo del brazo, llevándola a un oscuro rincón del club. Ella, al saberse a solas conmigo, insiste—: ¡Márchate, con el «Colt» en la mano! ¡Van a matarte! Yo tengo que…

Le pongo la diestra en los labios. La generosidad de Violet puede estropear mis planes. Si ella me previene cómo voy a…

—No dramatices, querida. La vida de un G-man siempre está en juego.

—¡Te destrozarán, Robert!

No me queda más remedio que inquirir:

—¿Quiénes? ¡Habla claro! ¿No será que pretendes librarte de mí?

—No… Te mentí… Yo…

Sé lo que hay a mi espalda y celebro que se produzca. Me cuesta trabajo permanecer impasible, como si toda mi atención se concentrara en la mujer.

Quiero que mis enemigos piensen que no soy un hombre tan listo, para que se confíen.

El roce se repite. Y yo, para impedir que Violet se comprometa, hablo rápido, sin permitirle meter baza:

—Haré lo que me pides, cariño. Iremos juntos a mi piso y me olvidaré de todo lo que no seas tú. ¡No insistas más! Sólo contamos nosotros.

Me mira, con asombro. Al hacerlo, ve lo que me amenaza a mi espalda y palidece. Intuyo que no será capaz de contenerse y le impido que descubra su debilidad —¡lógica!— hacia mí.

—¡Eres extraordinaria! Por ti, me olvidaría hasta de mi carrera de federal.

Algo duro se clava en mis riñones.

—Tu carrera de federal ha terminado —oigo una voz detrás de mí—. ¡Quietecito o te hago un agujero de tamaño natural!

Alzo los brazos y una mano diestra me cachea, apoderándose del 38 y de la automática plana, que llevaba en el bolsillo lateral de la chaqueta.

—¡Mucha artillería! —comenta, burlona, una segunda voz.

—Cada uno hace lo que puede —respondo—. Os aconsejo que os larguéis, antes de que me enfade. Me llamo Robert Baker y…

—…Y eres federal… Un genio… ¡Nos conocemos de antiguo!

Inicio, muy despacio, la acción de volverme. Muy despacio… Y acierto en la cautela.

—¡Quieto! ¡Tiempo tendrás de verme… y de disfrutar de mi compañía! Sigue quietecito, cara a la sirena… Le hiciste caer en el garlito, Violet, como a un imbécil.

Celebro oírlo. Ello indica que la chica está a salvo de la ferocidad de sus compañeros de crímenes. No sucederá lo mismo con la ley…

No me consuela la idea.

Nosotros, los civilizados, no la descuartizaremos… No…

Si se prueba su complicidad directa con el grupo de carniceros —y el fiscal se ocupará de que ello sea así— una docena de hombres justos la condenará a muerte…

Semanas de juicio, sentencia… y el pabellón de condenados, sintiendo que cada segundo no vuelve, viendo cómo otros que esperan salen de sus celdas para no regresar, oyendo los gritos de los que son incapaces de dominarse…

Y así hora tras hora, día tras día… Con las falsas esperanzas de las apelaciones denegadas…

Hasta que una madrugada aparecen, el alcaide, el cura, los oficiales de prisiones y se inicia el camino lento, hasta la silla eléctrica.

Los preparativos son terribles. La entrada en el pequeño cuarto, el rapado de la cabeza para que los electrodos se peguen bien a la nuca y las sienes, las abrazaderas metálicas, el capuchón en torno a la cabeza para que no se vea cómo los ojos saltan de las órbitas al recibir la descarga…

Sí… La ley, ante la pena de muerte, es muy piadosa…

¡Qué asco da andar erguido!

—Te quedaste muy callado, Robert Baker… ¿Tienes miedo?

Ahora lo tengo. Tremendo. Pero me lo trago.

—Curiosidad por ver tu cara. Imaginaba quién eras… ¿Me dejas que adivine?

—Aquí, no. Es peligroso. Sal delante, sin volverte a mirar atrás. Nosotros te cubrimos con revólveres muy eficaces… ¡Y sabemos usarlos! Te sobrará tiempo para el asombro… ¡y para algo más!

Se me hiela la sangre en las venas. Ese algo más significa ser devorado vivo por ratas, ser descuartizado, recibir múltiples heridas, ninguna mortal…

Me sitúo cara a la puerta, sin hacer nada por ver el rostro de los que me amenazan, quienes han girado al propio tiempo que yo, para no ser descubiertos.

Camino despacio…

Bebiera sentirme feliz, pero…

Junto a la ancha acera hay una furgoneta metálica. Las puertas de atrás están de par en par.

No hay ni un prójimo en las inmediaciones y lo celebro. Estos carniceros son capaces de cualquier cosa.

Apenas entro en el vehículo, alguien me sujeta con fuerza por la espalda y me tapan la boca con una gasa húmeda.

No me resisto. Sé qué es inútil. Además, no entra en mis planes.

Forcejeo, sí, lo necesario para que no sospechen.

Nada más.

Aspiro el éter y…

Antes de perder el conocimiento me digo, con pavoroso júbilo, que mi destino está trazado.

Di una cita al horror…