Capítulo II
—MON petit! Taime danser.
Cierro la carpeta y miro a la que habla a mi espalda, volcada materialmente sobre mí. Le digo, con mis mejores modales:
—¡Deja ya de presumir de políglota! Hablas el francés como un descargador de muelle, y tu acento es detestable.
Violet Dengali, mi vampiresa particular de este fin de semana, ríe y responde, sin enfadarse:
—¡Tienes mal carácter, Robert; pero me gustas! Vous serez un vieux monsieur tres beau.
Me acaricia el pelo, de adelante hacia atrás, como si tuviera a un gato bajo sus manos ávidas. Me pongo en pie.
—Veamos, encanto. Quiero decirte tres cosas. Me revienta el francés, que me atusen el cabello y que me distraigan cuando trabajo. Eres la típica dama que me ha vacunado contra el matrimonio. Me recuerda el viejo adagio de «mujer de cien mil y marido de maravedí».
Ella hace arrumacos de gata en celo. Insiste:
—Hoy, y a estas horas, nadie trabaja en Nueva York, cariñín. Es noche de estar juntos, de pasarlo bien. ¡Estamos a 24 de diciembre, en tu apartamento, sin papá, mamá o abuelita que nos estorbe! ¿No te sugiere nada el «al fin solos»?
Ella sonríe.
Violet Dengali es una señora de cuerpo entero, tímida como una gacela, ruborosa como una novicia, muy apegada a las viejas costumbres, a esas que les gustan a los pillines gordos y aburridos.
«Mujeres atrevidas quitan las vidas», pienso con el clásico. Mula falsa y mujer hermosa son cosas muy parecidas.
La encontré ayer por la noche en un club de postín, donde entré en busca de uno de esos fulanos que acostumbro a comerme, como aperitivo, de vez en cuando, por encargo del FBI.
Se me acercó, insinuantota, que es lo bueno, para pedirme lumbre y para llamarme chato y otras monerías que, pudoroso, omito, propias de las señoras recatadas.
Yo estaba harto de muchas cosas, que les contaré a su tiempo y, cinco minutos más tarde, en francés, le dije, delicadamente, luego de afirmar que estaba hecha una burra de guapa y que tenía, para ella, un piso mono y coquetón:
—Nous dormirons dans un grand lit…
No me dejó terminar la frase. Ofendida por mi atrevimiento, se me colgó del brazo, se me pegó como una lapa adulta y se vino hasta aquí, mientras me hablaba de sus lunares.
Estuvimos jugando al parchís hasta la madrugada, que es un juego muy edificante, dormimos un rato y al amanecer volví a levantarme para trabajar como un león en algo muy difícil de resolver, y que me trae de coronilla.
Hemos comido de conservas, hemos vuelto a entretenernos en juegos propios de angelicales criaturas, y ahora parece que se aburre del prolongado encierro, que la jaulita dorada pierde su atractivo y necesita música, ruido y demás.
Lo comprendo. Es una faena la que le hice. Debí haberla avisado.
Nunca dispuse de tan poco tiempo como ahora. El 10 de diciembre, por la tarde, mi jefe, el inefable y nunca lo bastante bien ponderado y despótico Vincent Lubbok, me encargó de un caso al que calificó de…
—Un hueso duro de roer, genio; pero tú lo devorarás como un jabato. Trintignant y yo seremos las cabezas visibles del caso, nos fotografiarán los periodistas, y todas esas cosas bonitas. Tú, en la sombra, tienes que actuar. Te dejo para ayudarte a Jimmy Petermann. ¡Necesito resultados rápidos, y no quiero fracasos! ¿Comprendido, maravilloso Robert Baker?
Respondí afirmativamente, con febril entusiasmo. El agregó:
—Me gusta oír cómo gruñes. Cada vez te pareces más a un gorila.
Le mandé al diablo, tomé una carpeta en la que había varios folios mecanografiados y me largué de la delegación del FBI en Nueva York, con viento fresco y un humor de todos los diablos.
A partir de entonces, todos los días recibo un mensajero con nuevos informes. El 15 de diciembre, a última hora, mi jefe y amigo me trajo personalmente más papel escrito, y una nueva orden:
—Quiero ver cómo gritan los culpables antes de que haya un tercer atraco. ¿Comprendido?
Pensaba pasármelo en grande en San Francisco, en compañía de mamá querida y de mi padrastro, su quinto marido. Frisco es uno de esos lugares que receta el médico a los hipocondríacos, con Hollywood al alcance de la mano, una temperatura suave, señoras despampanantes y todo lo que un prójimo cansado puede apetecer.
Además, no me gusta pasar solo fechas tan nostálgicas como las de Navidad y Año Viejo.
Violet, mi cielito lindo, me achucha de veras, y he de cortar el hilo de mis ideas para defenderme. Esta tigresa terminará destrozándome de un zarpazo si continúo haciéndome el indiferente.
—Cena y baile en el club que elijas, Robert. Después, regresaremos a… descansar.
¡Esta señora cuelga las palabras y las intenciones como los verdugos de Nuremberg a sus víctimas, con asombrosa impunidad y dentro de asombrosos cauces legales!
Miro la carpeta. Luego, a mi tigresa.
Yo, el genio del humor negro, la invito:
—Ven, mona. Siéntate a mi lado. Voy a leerte un cuentecito de hadas.
Elijo el primer informe del forense:
—«John Mulder murió a causa de múltiples heridas, sin que ninguna de ellas fuera, directamente, la determinante del óbito…»
Sonrío a mi seductora enternecedoramente, y comento:
—¡Óbito! Qué palabra tan bonita, ¿verdad? Muy sugerente… Continúo, encantito. «…Las amputaciones de brazos, piernas, cabeza y otros órganos se hicieron cuando la víctima estaba muerta… Hay docenas de heridas profundas hechas sobre centros nerviosos y casi todos los tendones seccionados. ¡Una tortura diabólica, hábilmente realizada! Deduzco que la agonía debió durar varias horas. Los paquetes musculares fueron extraídos y desgarrados… Utilizaron también afilados y largos estiletes para producir punzadas profundas, pero ninguna de ellas afectó a zonas vitales, a órganos cuyas lesiones pudieran producir una muerte rápida… Se aprecian, además, numerosas quemaduras, una hechas con cigarrillos y otras con llama… Parece que se utilizó un soplete para vaciar los ojos, luego de abrasarlos, y…»
—¡Calla, Robert! ¡Me da náuseas oírlo!
Hay pánico, horror, en la voz de mi fémina.
—¿De veras? ¡Es literatura oficial! ¡Muy edificante! Tengo otro informe del forense. ¡Es todavía más alucinante! Conviene que te endurezcas, hijita, que hay mucho fulano malote por ahí. Verás…
—¡No, Robert! ¡Te lo suplico!
Soy un tipo duro, pero hasta a mí se me han revuelto las tripas con la lectura. ¡Y eso que es la cuarta o quinta vez que estudio el dictamen de la autopsia, en busca de datos reveladores, de posibles pistas! Ella tiembla como una flor sacudida por el temporal, como un suspiro en el viento, como las palabras de una recién casada…
Me maravillo de mi sentido poético de la vida. ¡Qué gran lírico soy, qué gran romántico!
—Deja eso en cualquier sitio —«eso» es la carpeta—, y vámonos a emborracharnos a gusto. ¿Cómo puedes permanecer impasible, sin que te" tiemble la voz?
—Soy un machote —respondo, dándome pisto.
—Hazme caso. ¿No te gusto yo más que tus muertos particulares? ¡Lo pasaremos en grande!
Miro, una vez más, la carpeta.
Estoy realmente agotado. Necesito, en verdad, distraerme. Abandonar por unas horas mis investigaciones, tal vez sea favorable. Llevo días y días cosechando fracaso tras fracaso. Los informadores no me sirvieron de nada, y eso que a alguno les apreté tanto las clavijas que tardarán semanas en convalecer.
Todo, sin éxito.
El grupo de asesinos parece no pertenecer a este mundo pecador. Se evapora después de cada golpe, sin hacer ninguna de las tonterías habituales que nos facilitan el trabajo a los sabuesos.
Ni una mujer que echarse a la boca, ni un gasto excesivo en clubs y centros de casto esparcimiento…
Temo que la obsesión no me deje ver claro.
¿Qué adelantaré largando a esta… señora a su casa, quedándome solo, leyendo una y otra vez lo que ya me sé de memoria?
Lo trágico es que intuyo, y mis intuiciones jamás fallan, que en los folios mecanografiados está la clave del problema, hasta la posible identidad de los bárbaros criminales.
Pero no doy con ellos. Son letras, palabras, frases… Entre líneas está la verdad. Lo sé.
Sin embargo, no soy capaz de apresar esa verdad.
Me pongo en pie. Sonrío a mi gatita particular y digo:
—Tú ganas. De acuerdo.
Me besa como si se tratara de una dama que despidiera a su marido en vísperas de un viaje al planeta Marte en un avión modelo 1920, pongo por pobre y elocuente ejemplo. La correspondo y, al separarme para respirar un poco, la contemplo a mi sabor.
Violet es un prodigio de criatura, una sucesión de curvas, de turgencias. Todo en su sitio, como debe ser.
Tiene veinticinco años y unas ganas enormes de vivir. Su cuerpo escultural está cubierto… Bueno, eso de cubierto es un decir… Está cubierto por una bata transparente que se dejó una de mis visitas, y que los cirujanos recomendarían a los radiólogos para que nada velara sus placas.
El hallazgo fue un verdadero acontecimiento. Ella me llamó golfo por tener tal prenda en casa, me preguntó a quién pertenecía, se la probó delante del espejo y acabó usándola por lo que yo llamo método directo, es decir, sin trapajos interiores que cegaran los agujeros monos del encaje.
El parchís, en aquella ocasión, fue muy movido.
Recordé, entonces, lo que escribiera uno de mis filósofos particulares: «Los hombres quieren ser el primer amor de una mujer. Las mujeres el último amor de los hombres.»
Ninguna de las dos cosas son ni serán ciertas en nuestro caso; pero la frase es bonita, y una de mis pocas debilidades, soy casi un ser perfecto, es la de que mis amigos comprendan que no soy únicamente un gorila con chapa, como acostumbra a llamarme mi jefe, en sus horas de euforia, ni un conquistador empedernido, ni un frivolón, como piensa mamá porque permanezco soltero.
El matrimonio me aterra, por aquello de los clásicos, que el matrimonio sólo tiene dos días buenos, el primero y el último, y casamiento hecho, novio arrepentido.
Ella es una mezcla explosiva, según me contara entre suspiritos enternecedores. Padre francés, madre italiana y abuelitos norteamericanos, de la zona de los bosques, en Illinois, a la derecha y ligeramente al centro, conforme se sube por el mapa de mi país, allí donde, como sucede en Texas, las pulgas hay que matarlas a martillazos, y las terneras alumbran mellizos de cinco años…
La patria chica de Abraham Lincoln, el apóstol de la libertad… ¡Y vaya si nació libre Violet Dengali!
—¿Dónde me llevarás, Robert?
—Al University.
Abre mucho los ojos.
—¿Nos dejarán entrar? Eso es sólo para los universitarios y…
Le doy un azote, reprendiéndola:
—¡Claro, nena! Por si lo ignoras, además de agente federal soy abogado y doctor en psicología. ¿Se nota esto último en cómo te trato?
—¡En ti se nota todo, Robert! ¡Eres fenomenal!
Lo soy. Nadie lo dude.
—Son las ocho, Violet. Iré a vestirme.
—Yo también, rico. ¿Me acordaré de cómo se pone la ropa?
Sonrío igual que el lobo feroz. Esta individua tiene ingenio. Y sabe usarlo.
—Prueba.
Ella se introduce en el cuarto de baño. Yo, que me duché hace apenas media hora para limpiarme de un apestoso olor a perfume, me quito el pijama y busco la ropa interior. ¡Ah!, se me olvidaba. El nombre del perfume es «Te espero esta noche despierta, vida mía, para que juntos, veamos amanecer en las Montañas Rocosas». Lo venden en frascos, todo cristal, a veinte dólares la gota.
Violet me hizo prometerle que le compraría un par de gruesas de esos frascos.
Más por deformación profesional que por otra cosa —me voy de juerga—, me ciño la funda axilar, de la» que pende mi tercera extremidad, un 38 mortífero, que manejo regularmente.
Soy capaz de hacerle un agujero a una mosca, con los ojos vendados, a treinta metros de distancia. Si algunos prójimos pudieran hablar, que no pueden, ¡los pobres!, corroborarían mis modestas palabras.
Tardo cinco minutos en encontrarme listo para una orgía honesta. Violet sigue en la ducha.
Ya en el living, me sirvo una generosa dosis de whisky, que apuro de un sorbo.
¿Qué tardará esta hija de Eva en emperejilarse?
Me dispongo a esperar filosóficamente, sin perder mi tiempo. Yo, en todo, el tiempo lo aprovecho siempre, no por esa estupidez de que es oro, y vale mucho, sino porque el que pasa no vuelve más, que el tiempo no anda como el cangrejo ni se lo come el lobo.
Me abstraigo en el estudio del expediente, que engrosé con algunas notas.
No sé por dónde meterle el diente; pero este caso me apasiona como ninguno.
Si pongo las manos encima a esos sádicos monstruos, ¡y se las terminaré poniendo, pues no fracasé jamás!, van a considerar que la broma de Hiroshima y Nagasaki fue un juego de niños comparado con lo que les aguarda.
Dos atracos seguidos, con técnicas parecidas, con varios denominadores comunes; pero…
Ni una brizna de carne en el hueso.
Mis interrogatorios a las víctimas de los hechos no aportaron luz alguna.
Rectifico. Sí hubo luz para tener la certeza absoluta de que se trata de hombres sin piedad, con ojos de lobos rabiosos, con serenidad absoluta, con planes elaborados perfectamente, sin un fallo.
Sé que hasta los malhechores más inteligentes dejan siempre algo a lo que agarrarse.
No encuentro ese algo.
Sólo sangre, crueldad inútil, horror, espanto, vómito…
He visto los cadáveres mutilados en el depósito, mientras el forense hacía la segunda autopsia. La segunda, porque la primera la sufrieron en vida.
Al director de la sucursal bancaria no le sacaron los ojos, como al cajero John Mulder. En sus pupilas leí la demencia más terrible, la angustia más pavorosa, el terror hasta límites inconcebibles…
Nunca lo olvidaré. Mientras viva.
Pienso que estoy atrofiado, y me reafirmo en la idea de que debo organizar un lío extrafederal con Violet para recuperarme.
¿Hice bien al traer a esta chica a casa?
Al encontrarla, hace un par de días, estaba tan desconcertado como ahora.
La pandilla que asaltó los dos Bancos actuaba sobre seguro, con todos los datos imaginables. Inutilizaron previamente los timbres de alarma, en una hábil maniobra en los cuadros eléctricos, desconectando un solo cable.
Estuve varios días trabajando como un enano en los lugares de autos, que decimos los juristas…
Poca cosa. Casi nada. Nada definitorio.
Los mismos pájaros y las mismas pájaras de siempre en los tugurios que recorrí.
En el club en el que tuve el encontronazo con Violet, acababa de establecer contacto con uno de mis mejores chivatos, dándole instrucciones severísimas para que él se encargara de levantarme la liebre en Nueva York. Lo mismo realizaban las oficinas federales de los demás estados de la Unión.
Tenemos casi la certeza de que, tanto si se conformaron con el doble botín, como si se disponen a seguir actuando, los prójimos misteriosos a quienes me gustaría cazar, se largaron lejos,
¿Dónde?
He ahí la incógnita.
Me consuela la idea de que aquí, en los Estados Unidos, es fácil localizar a cualquiera.
Estamos en un nidito de nueve millones trescientos sesenta y tres mil kilómetros cuadrados, incluyendo Alaska y las islas Hawai, con cerca de doscientos millones de habitantes y ciudades pequeñísimas, tipo Nueva York, que alcanzan los doce millones de seres vivos.
Así da gusto buscar a cinco sujetos, a quienes nadie ha sido capaz de describir con exactitud, sin contradicciones; a quienes nadie vio la cara…
Leo, por enésima vez, repaso las relaciones de empleados de ambas entidades bancarias.
Ninguno tiene antecedentes. Lo comprobé personalmente en los archivos generales del FBI y de la Metropolitana. Son toda gente honorable… y muy numerosa. En total, en las dos oficinas bancarias asaltadas hay ciento veintisiete personas entre hombres y mujeres.
¡Da gusto trabajar así!
Cierro con fuerza, con ira, con impotencia, el expediente.
Cero más cero es cero, y no me llevo nada. Tal es el resultado hasta hoy, 24 de diciembre. ¿Hora?
Las ocho y diecisiete de la noche.
Entre mi musa inspiradora, el whisky, el pensar y pensar hasta que estuvo a punto de reventarme la cabeza, no sé lo que sucede en el mundo exterior. Ni periódicos, ni radio, ni televisión.
Me impaciento, de pronto.
¿Qué tiempo necesita esa Violet de todos los diablos para arreglarse?
En el University terminarán dándonos las sobras de las cenas de los camareros.
Voy a levantarme para apremiarla, y surge, como un astro, en la puerta del dormitorio.
Deslumbrante, curvilínea, dispuesta al sacrificio.
No puede decirse que se haya vestido. El traje que lleva es una funda hecha en una fábrica de muñecas.
Un cañamón, en cualquier parte de su anatomía, parecería un gordo divieso.
La contemplo, apreciativo. Tiene clase. Sabe moverse y…
—Estás hecha un bombón, ricura.
Se me acerca mucho.
—¿De veras? Si lo prefieres, podemos quedarnos. Hay algunas conservas en la nevera y…
Me ofrece los labios. ¡Es voraz la dama! ¡Un Vesubio, pongo por caso!
Apenas se los muerdo, respondo:
—Conviene que nos dé el aire a los dos, o acabaremos con alcobafobia. ¿No te parece?
—Tú mandas.
—Entonces, en marcha. Me apetece mover el esqueleto.
Mi frase no le gusta. Se estremece.
—¡Oh, Robert! —me reprocha, con voz de tiple anémica—. ¡No seas tan macabro!
—Soy así de poeta —respondo.
Vamos a iniciar la marcha hacia la puerta cuando suena el timbre. Repetida, nerviosamente.
—¿Esperas a alguien, Robert? —me pregunta.
—Sí. A los asesinos. Quizá hayan sentido piedad de mí y vengan a cortarme en rodajas. Con el entrenamiento que tienen, vamos a pasarlo en grande.
Violet exclama:
—¡No seas bárbaro!
La noto serena. Su voz no ha temblado. Me molesta no ser un asustamonumentos e insisto:
—A veces, nena, resulta cierto lo del cazador cazado. Demostraron ser gente bien informada. ¿Por qué no pueden venir a buscarnos? Tal vez afilaron los cuchillos en el matadero y nos busquen.
El timbre suena de nuevo, con mayor insistencia.
—¿Los oyes? ¡Ventean la sangre, como los buitres! Los timbrazos no cesan.
—Espérame aquí, preciosidad. Si me oyes gritar, salta por la ventana. Es mejor estrellarse.
No acusa mis palabras.
Voy a la puerta. Abro. Frunzo el ceño.
Ante mí, algo que me produce dolor de barriga…