10. La realización

Viajamos mientras la tierra duerme

Somos las semillas de una planta firme,

y es en nuestra madurez

y en la plenitud de nuestro corazón

y es en nuestra madurez

y desparramados.

JALIL GIBRAN

Habían vuelto las temibles borrascas. En Garmendia del Viento, la arenisca revoltosa andaba alborotada haciendo de las suyas, metiéndose en cuanto agujero se encontraba. Era el maldito viento salado al que tanto temían los confiteros que solían instalarse en el Portal de los Dulces. Todas las dulzuras de sus tenderetes acababan saladas por culpa del azote castigador venido del mar. Ese polvillo salitroso se encargaba de desajustar las bisagras, hacer llorar a los gallos, sazonar las hostias y oxidar hasta los corazones más blindados. Los dientes rechinaban arena, siendo imposible un beso limpio de sales minerales.

Fiamma dei Fiori hacía ya tiempo había regresado de la India, y ahora buscaba un sitio donde trabajar a fondo la piedra. Investigando, descubrió un recóndito lugar que no aparecía en ningún mapa. Una gran zona calcárea totalmente deshabitada, pues las condiciones de vida eran durísimas debido a la aridez de la tierra. Era un sitio inhóspito, donde nunca llovía ni se encontraba un alma, salvo la de los muertos enterrados por los aborígenes de la zona, que vagaban desconcertadas esperando su segundo entierro para, finalmente, descansar en paz.

Se había ido adentrando por carreteras semejantes a trochas hechas a punta de machete. Después de pasar por pueblos y caseríos, antes de meterse en pleno desierto, un acuerpado mulato, de inmaculada sonrisa, le indicó dónde podía encontrar lo que estaba buscando; con una amabilidad impropia de la zona la condujo por áridas colinas, advirtiéndole de los peligros a los que se exponía; la llevaría hasta un paraje que antiguos viajeros habían bautizado con el nombre de Roncal del Sueño y al cual atribuían leyendas inverosímiles. Allí, el viento se metía entre las rocas creando unos atronadores ronquidos, que los indígenas habían atribuido a algún espanto dormido, y por eso nadie, en su sano juicio, se había atrevido nunca a poner los pies en aquel lugar.

En el camino se encontraron con una muchedumbre adolorida celebrando, en una especie de camposanto abierto, un banquete en presencia de sus muertos. Después de diez años, desenterraban a sus seres queridos, en medio de una fogata que servía para calentar sus viejas penas y el aguado café.

Epifanio, que así era como se llamaba el mulato, le fue explicando a Fiamma, con pelos y señales, todo lo concerniente a ese extraño ritual. Le dijo que aquellas personas venían por sus muertos obedeciendo al llamado que éstos les hacían a través de algún sueño y cargaban con ellos hasta sus rancherías. Una vez allí, les daban sepultura final, liberando sus almas para que éstas pudieran emprender su viaje cósmico y regresar de nuevo a la tierra convertidos en lluvia.

Los invitados, ataviados de blanco, habían llevado ron y carne de macho cabrío, para compartir con la familia en el trance. Los más viejos lloraban a grito pelado por los desenterrados, mientras una mujer, aguantándose las ganas de llorar para impedir que el espíritu de alguno de los muertos se la llevara consigo, abría ataúdes y desempolvaba huesos y ropas.

Fiamma, que ahora ya no se espantaba por nada, pues había sepultado para siempre sus miedos en la India, decidió observarlo todo. Fue testigo de la exhumación de unos novios quinceañeros, que el mismo día de su boda habían muerto en el banquete, atragantados por su propia tarta de bodas. Yacían como si durmieran un plácido sueño en su ataúd doble, único lecho que habían podido compartir; ella vestida con su traje de novia y cubierta por su largo ramo de rosas que aún conservaba su fragante frescura. Tal vez, su inocente amor no consumado había hecho el milagro de que sus cuerpos permanecieran sin corromperse todos esos años. Al verlos, la sabia anciana encargada de llevar a cabo la ceremonia decidió volver a enterrarlos, convencida que estarían mejor allí, en esa tierra de silencios, que trasladados al bullicio que les había matado. El amor se mantendría vivo y sellado en aquella caja blanca donde les había colocado el dolor de sus respectivos padres. Era un caso claro de amor inmortal. Algo que, según la tradición indígena, nadie debía perturbar, pues podrían caer múltiples desgracias sobre la comunidad.

Así, en medio de tumbas abiertas, los lagrimosos invitados volvieron a gritar el «¡que vivan los novios!», mientras los devolvían a la tierra.

Después todo volvió a quedar tranquilo, y la anciana, sin inmutarse, continuó su labor. Limpió con aguerrido aplomo, uno a uno, los demás huesos desenterrados, sin taparse la nariz ni cubrirse las manos. Cuando acabó la dura tarea se desnudó y de cara al sol se empapó de ron el cuerpo para purificarse, mientras los invitados bebían y comían del chivo, entre los esqueletos de los que fueran sus parientes y amigos. Era tanta la comida que habrían podido quedarse quince días más haciendo lo mismo sin pasar hambre.

Finalizada la macabra ceremonia, viejos, jóvenes, mujeres y niños emprendieron una marcha blanca, arrullados por sus propios lloros que sonaban como melodías cumbiamberas, acompañadas por el sonido maracoso que producían los huesos al chocar entre sí dentro de las bolsas; llevaban al entierro final los restos de sus deudos evitando mencionar el nombre de alguno de los difuntos, por temor a atraer con ello algún nuevo dolor en la familia, pues de verlos desfilar delante de sus ojos, Epifanio y Fiamma decidieron continuar con su búsqueda; atravesaron el valle de los muertos, se metieron por entre picudos cerros, haciendo un gran traen burra por serpenteados caminos. Cuando llegaron, Roncal del sueño les recibió con sus más gloriosos ronquidos.

A Fiamma le fascinó el lugar. Esas cascadas de pedregales eran lo que ella andaba buscando. Se alzaban sobre una morfología áspera de valles, pendientes rocosas y picos agrestes. Estaba lleno de cabras salvajes, que se subían a los pocos arbustos para robar el escaso forraje de sus ramas. Fiamma estaba feliz de ver el insólito espectáculo. Era perfecto para lo que ella quería.

Tendría que edificar una pequeña casa, pensó; ¡ahora necesitaba tan poco! Epifanio, que estaba deslumbrado por la valentía de la mujer, se ofreció a ayudarla; Fiamma, que necesitaba un ayudante, le contrató como su asistente poniéndole al día del proyecto, explicándole cómo lo harían. Construirían un gran habitáculo rectangular, acondicionándolo con lo indispensable. El agua la traerían de un lago cercano y crearían un pequeño aljibe.

Con los ahorros que tenía y la ayuda de varias decenas de amigos de Epifanio, en pocas semanas Fiamma levantó un sencillo y bello hogar-estudio. Aparte de policromados diversos, Roncal del Sueño guardaba en su vientre una mina de mármoles rojos que todavía nadie había descubierto, ni siquiera Fiamma.

Trasladó sus pocas pertenencias tan pronto como pudo. El tipo de escultura que pretendía hacer en ese lugar necesitaba de rústicos utensilios, que pronto se le convertirían en preciadas joyas. En un gran contenedor consiguió transportar macetas, punteros, martillos, cinceles de doble punta y sencillos, bujardas y gradinas, mazos y alguna maquinaria pesada para que fuese manipulada por el mulato Epifanio. Haría de Roncal del Sueño un «Valle de Alzados». Levantaría grandes figuras, para que el viento, el sol, la luna y las estrellas disfrutaran de ellas. Por un instante, recordó a David; si todo hubiera salido diferente, pensó, ahora ese sueño podría ser vivido por los dos.

Desde su encuentro final en Khajuraho, entre David y Fiamma todo cambió. Aquel crepúsculo, David Piedra había reaccionado violentamente al cambio físico que Fiamma había experimentado después de su experiencia en la montaña. Cuando se la encontró en el templo Kandariya Mahadeva, había sido Fiamma quien le había sacudido, pues él se había negado a reconocerla. La Fiamma de la cual él se había enamorado locamente no podía ser esa consumida mujer langaruta, con aspecto de chico escuálido, que le abrazaba. Sin poder evitarlo, al verla se había apartado, rechazando su abrazo.

Fiamma, ante tan inesperada reacción se había quedado atónita y boquiabierta. No entendía nada. Nunca se hubiera imaginado que aquel hombre, que parecía tan profundo y espiritual, reaccionara de manera tan frívola ante su cambio físico. Poco a poco, sus años de sicóloga y su serenidad le fueron aclarando todo. Estaba frente a un evidente caso clínico. David Piedra sufría del síndrome de Pigmalión, aquel escultor griego que, enamorado de su estatua, había pedido a los dioses que le dieran vida. Ella no había sido nada más que su Galatea, aquella estatua con la cual él se había obsesionado. David estaba enamorado de una imagen que, al perder la belleza, había dejado de interesarle. Todo su sentimiento se había basado en el enamoramiento ligero, no en el amor profundo.

David trató de camuflar su desazón y disimular, durante el resto del viaje, la repulsa física que sentía ante la falta de curvas de Fiamma, pero la evidencia saltaba a la vista. Había perdido todo interés por ella.

Habían vuelto a Garmendia del Viento, y durante algunas semanas habían tratado de saltar por encima de todo, sin superarlo. Todo se había resquebrajado porque estaba basado en algo endeble. Al mismo tiempo, David Piedra empezaba a sentir enormes celos por el excelente trabajo que Fiamma empezaba a desarrollar como escultora. En el fondo, se negaba a reconocer que sus esculturas transmitían energía viva y profundo equilibrio. Tenían un punto de infantiles, pero eso las hacía más audaces, más libres. Eran alegres y, cuando se pasaba la mano sobre ellas, se sentía el latir del corazón de Fiamma. Eran todo lo contrario de las de él, que siempre habían reflejado su retraimiento y excesivo perfeccionismo interior.

En aquellas semanas que transcurrieron en la casa violeta, Fiamma comprobó lo difícil que era convivir con David; se había vuelto obstinado, irritable y egoísta. Le molestaba que le tocara sus cinceles y mazos y se había convertido en un crítico insoportable. No reconocía en él a aquel hombre que le había seducido con su sensibilidad y delicadeza.

Fiamma se daba cuenta que David no lograba centrarse en su nuevo trabajo; iba dejando bloques de piedra a medio hacer, sin alcanzar lo que se proponía. Trató de ayudarle, pero sólo consiguió alterarlo aún más.

Decidió abandonarlo el día que se encontró, al lado del invernadero de las mariposas, el último trabajo que ella había realizado: una impresionante paloma de mármol rojo, esparcida por el suelo, hecha añicos.

Durante algunos días se refugió en un hotelito que quedaba detrás de las murallas de la ciudad vieja. Allí, acompañada por las afónicas campanadas de la catedral que cínicas parecían remarcarle sus fracasados intentos de amor, se le ocurrió abandonar para siempre Garmendia del Viento; crear su propio taller en apartadas lejanías. Desaparecería del mundo, envuelta en la soledad acompañada de la naturaleza.

Se marchó definitivamente cuando el mulato Epifanio le comunicó que todo estaba listo. No se despidió de ninguno, pues no quería dar explicaciones inexplicables. Desde que había marchado a la India no se había dejado ver por nadie; incluso sus familiares y amigos seguían convencidos que aún no había regresado.

Empezó su nueva vida acompañada por el continuo resoplar del viento; se acostumbró a sus cantos lamentosos. La tierra iba pariendo piedras veteadas que a Fiamma le alegraban sus días.

Renunció a la electricidad, cuando le propusieron llevársela por aparatosos cableados que estropeaban el paisaje. Vivía una limpieza de atmósferas y ruidos que acrecentaba su inagotable creatividad. Se había acostumbrado a vivir las leyes de la naturaleza: vivía de día y soñaba de noche. Despedía y saludaba al sol cada día. Había renunciado a comodidades superfluas, que ahora tenía olvidadas por completo. Incluso en sus enseres de baño, se había negado a llevar ningún espejo, pues ya no lo necesitaba. Cuando recogía agua del pozo, éste le devolvía una imagen de mujer serena, dignamente encanecida. Su negro pelo se había ido blanqueando, como el de su padre, y ella lo aceptaba con alegría. Se sentía libre de acicales y menjurjes. Siempre había pensado que la sociedad había dado licencia total de envejecimiento a los hombres, mientras que a las mujeres las condenaba al martirio de preservar a toda costa la juventud eterna; ellas mismas habían caído en la trampa siendo las primeras en reprobar las arrugas de las de su propio sexo, como si fuese una deshonra enseñar orgulloso la profunda huella que el paso de los años dejaba en la piel. Una piel vivida nunca mentía. Dejaba al descubierto dolores, rabias, alegrías, tristezas. Era un mapa que resumía todos los trayectos de una vida.

No se había llevado ningún libro, salvo sus diarios personales que seguían llenándose de sentires pintados y escritos. Creía que algún día sus reflexiones podían servir a algún alma desorientada por exceso de vida malentendida.

Cuando se hizo amiga íntima de las cabras abrazó el credo vegetariano.

Vivía con poquísimo, pero lo tenía todo. Salvo el amor, nada le faltaba.

Vio desfilar los meses y los años, golpeando con su mazo caras, torsos, pájaros y úteros, que iba dejando sembrados en la montaña. Los nativos, vecinos lejanos, se acostumbraron a verla como una diosa, respetando sin entender aquellas gigantescas figuras bañadas de fuerza roja.

De aquellos materiales inertes, tantos años dormidos en la tierra, brotaban sin parar figuras que vibraban de energía, cohabitando con el viento y los elementos, en mágica sincronía. Con la luz de los atardeceres, las redondeces se crecían, dulcificando la montaña. Esas figuras eran las emociones de Fiamma que se alzaban majestuosas; sus pensamientos levantados a punta de martillo y sudor. Sus sueños infantiles suspendidos en el aire, flotando entre las luces y las sombras en total libertad.

Desde que se había instalado en Roncal del Sueño no había dejado un solo día de meditar en la cima de la singular colina, y cuando bajaba, siempre se emplazaba a desafiar el misterio de la naturaleza.

En ese lugar se sentía poseída por los elementos. No había día que no tuviera ánimo para la creación. Cada figura que terminaba era un ser más, que venía a hacerle compañía; le regalaba ganas de seguir esculpiendo. Golpeaba y golpeaba sin descanso. La escultura era su amor, su goce, su grito, su silencio. Su protesta y su vida. Su frustración y su culminación. Su música y sus dolores viejos. Allí vivía abandonada a sus impulsos. Toda su pasión se desbordaba lujuriosa en esculpir. Vivía poseída por los sentires intensos y retenidos de su infancia. En un estado de goce perpetuo.

Su obra estaba cargada de delicadeza y elegancia extremas. No había una sola arista hiriente, ni siquiera a los ojos. Cuidaba de limar los bordes, acariciándolos con su lija hasta pulirlos y darles aquel acabado sedoso, que en noches de luna llena capturaba azules lunares. Sus figuras habían recuperado el arte de la sencillez. Hablaban directo al alma. Un día, Epifanio le había dicho que esas imágenes tenían música. Que en la noche él las escuchaba cantar. Adoraba a su jefa, porque le trataba como a un hijo. Le estaba enseñando a conocer a fondo las piedras y le había ido traspasando su amor por ellas. Había aprendido a no perturbarla mientras trabajaba. Cocinaba para ella, iba y venía con su pequeño tractor, extrayendo piedras a cual más, más bella. Habían encontrado una verdadera mina de mármoles rojos: desde el rojo collemandina hasta el rojo rubí.

Cada pieza creada era pensada con el bloque en bruto delante. Fiamma dejaba que fuese la misma piedra la que le sugiriese la idea. La escuchaba. Nunca imponía su voluntad. Respetaba su materia. Un día se le ocurrió empezar a agujerearlas, provocando en ellas una comunicación más fluida con el viento que no paraba nunca de soplar. Algunas hacían simplemente de ventanas redondas, por donde observar las verdaderas figuras enmarcadas sólo por el cielo; volvía a crear aquella combinación roja y azul de las paredes de su casa, pero esta vez fluía de forma natural. Era la combinación cielo y tierra. Su «Valle de Alzados» empezaba a ser el «Valle del Equilibrio».

De lejos, el lugar parecía arder, sembrado de llamaradas que se peleaban con la fuerza desbocada de los vientos. Pero al acercársela serena quietud de las figuras, sólo interrumpida por los silbidos del aire, reposaba los sentidos.

Una tarde, mientras excavaba, Epifanio encontró una gran caliza de azul intenso entre los mármoles rojos, y llamó alborozado a Fiamma. Era una piedra bellísima, que parecía lapislázuli. La alegría fue tal que resolvieron tomarse el resto del día libre. Mientras Fiamma acariciaba la enorme pieza con sus manos, ásperas a fuerza de emplear martillos, perforadores y herramientas pesadas, decidió que guardaría el extraño hallazgo a la espera de decidir qué haría con él. Ahora ya no tenía prisa por nada. Algunas veces sus esculturas tardaban años en terminarse. Acostumbraba a trabajar varias piezas a la vez. Cuando se cansaba de una, coqueteaba con la otra. Finalmente las «carnadas» salidas de sus manos daban la impresión de haber brotado de la tierra, así, de tan fluidas y naturales que llegaban a ser. Cada una de ellas ratificaba la mutabilidad de su materia. Aquellas piedras inertes cobraban vida por obra y gracia de sus manos.

Vivía sumergida entre el polvo calizo que levantaban sus martilleos y pulimientos. Cuando llegaba la noche, acababa con la piel teñida de un fino polvillo rojo que se le metía por todos los agujeros y se le pegaba al cuerpo, uñas y pelo, convirtiéndola en una colorada alienígena. Trabajaba siempre al aire libre aprovechando los frescos amaneceres, pues el día era durísimo, ya que el sol justiciero acababa fosilizando hasta las lagartijas que se paseaban por entre las piedras.

Dedicaba las noches a observar el cielo. Hacían fogatas y, a la luz del fuego, intercambiaba historias con su inocente asistente, que para ella era toda su familia. A cambio de las leyendas de aparecidos que Epifanio no paraba de contarle, ella le regalaba todas las historias de sus viajes, pues el mulato nunca había puesto sus pies fuera de ese desierto peninsular. Ni siquiera había llegado a ir a Garmendia del Viento, ya que su pueblo consideraba esa zona como un lugar donde se podían coger muy malas mañas. Se maravillaba con las historias de Fiamma, y sus azabachados ojos brillaban como los de un niño cuando la escultora le describía monumentos y culturas lejanas.

Poco a poco fue aprendiendo a leer y a escribir, desarrollando un interés genuino por el arte y, sobre todo, por la pintura.

Epifanio se acostumbró a vivir como Fiamma, en un eterno presente. No entendía muy bien por qué ella no paraba de esculpir y esculpir, ni sabía qué haría cuando la montaña se cansara de dar piedras. Le extrañaba que nunca hubiese puesto interés en acompañarle a buscar víveres y que, en todos estos años, no se hubiera movido de Roncal del Sueño. Empezó a sospechar que algo extraño pasaba con ella. O había sufrido mucho, o no tenía a nadie.

En Garmendia del Viento, los familiares y amigos de Fiamma se habían vuelto locos buscándola. Sus desesperadas hermanas habían investigado sobre su paradero, removiendo cielo y tierra sin obtener de todas sus pesquisas ningún resultado. Habían rastreado sus movimientos; desde su separación hasta el abandono de su profesión, perdiendo la pista en su extraño viaje a la India, que todos catalogaban de huida por depresión post-divorcio. Con el correr del tiempo y el prolongado silencio, temieron lo peor. Primero pensaron que en la India había acabado metida en alguna secta extraña pero, por los registros de la compañía de aviación, comprobaron que había regresado. Antonio y Alberta, que habían sido sus únicos amigos de verdad, desconocían hasta su historia con David Piedra; por eso nadie pudo dar razón de ella. Llegaron a pensar que se había ahogado en aquellos acantilados donde solía ir los fines de semana. Con infinita tristeza concluyeron que a Fiamma dei Fiori se la había llevado el viento.

Cuando se cumplieron los cinco años de su inexplicable desaparición, la familia mandó oficiar un funeral en la capilla donde Fiamma había recibido su primera comunión: la de Los Ángeles Custodios. Ese día el recinto se desbordó de flores; delicadas coronas entretejían mensajes entre rosas, heliconias, pájaros de fuego, margaritas, orquídeas, bellahelenas y aves del paraíso; parecía que las bóvedas iban a reventar de tantos perfumados vapores encerrados a más de 35 grados; en el techo, cientos de palomas blancas revoloteaban en círculos sobre el altar, mientras los ave marías inundaban la estancia, ahogada en los humos de los botafumeiros que eran sacudidos por jóvenes monaguillos.

Junto a las escaleras del altar mayor se había colocado un ataúd inmaculadamente vacío, sobre el que descansaba la foto de una sonriente y bella Fiamma vestida de blanco. A su lado, haciéndole guardia, permanecía cabizbaja una roja paloma triste. Debajo, colgando del blanco cajón, en asedadas letras doradas podía leerse: Descansa en paz, Fiamma dei Fiori. Por él, desfilaron desde sus compañeras del colegio hasta sus compungidas pacientes: la pesimista Ilusión Oloroso que dejó sobre el féretro su llavero de pata de conejo; la celópata Sherlay Holmes, finalmente curada de sus enfermizos celos; la pirómana Concepción Cienfuegos que sólo llegar estuvo a punto de incendiar la capilla, prendiéndole fuego con una veladora al manto de la Virgen de los Horrores; el travestido Marciano, convertido en Abril tras una operación de cambio de sexo, quien honró la memoria de su terapeuta dejando sobre la caja mortuoria la foto de su boda flamenca enmarcada en moldura de lunares rojos. Máxima Pureza Casado, la casada amiga infiel, eterna amante de su profesor de siquiatría; la sonámbula Rosalinda Ramos y su narcoléptica hermana Sacramento, que cayó redonda al suelo profundamente dormida y con la lengua afuera cuando estaba a punto de recibir la comunión; la abandonada Digna María Reyes, ahora acompañada por su nuevo marido; la «famosa» Divine Montparnasse, que llegó de incógnito esperando no ser reconocida, protegida entre sus negras gafas, dejando sobre el ataúd de Fiamma otro par de gafas, idénticas a las que llevaba puestas, seguramente para que su sicóloga se paseara por el paraíso envuelta como ella en igual halo de misterio; la longeva y amnésica Gertrudis Añoso, que había cumplido los ciento cinco años sin recordarlos ni entender por qué estaba allí; la cleptómana Amparo Deseos que ese día había aparecido con un enorme bolso donde había ido guardando, sin que nadie la viera, candelabros, estampitas y figuras que vendían a la entrada; Visitación Eterna, que ese día se había presentado con la personalidad de Fidela Castro y al acercarse al altar y ver tanta gente junta pretendió montar un mitin, arrebatándole el micrófono al cura en pleno evangelio. Asistieron también la juez metida a monja de clausura, con sus cuatro hijos y su ex marido; la enllagada María del Castigo Meñique, con sus manos en carne viva por la mordedura compulsiva de sus dedos, y la que fuera durante años su secretaria, ahora convertida en sicóloga por culpa de Fiamma. Todas habían asistido a las honras fúnebres; hasta su vieja y cascarreta profesora de historia. Allí estaban reunidos los que habían querido, cada uno a su manera, a Fiamma. Incluso, entre los asistentes, un silencioso y taciturno escultor presenció de lejos la ceremonia, llorando como muchos su pérdida.

La familia recibió las condolencias, negándose en el fondo a aceptar esa muerte. Alberta y Antonio, que habían superado su crisis matrimonial, se unieron en lágrimas para dar el último adiós a la que había llegado a ser su más sincera amiga.

Ese mismo día, en Roncal del Sueño Fiamma comprobaría con extrañeza que el viento había dejado de soplar y que una gran nube de mariposas Monarca habían llegado en gran vuelo a posarse sobre sus esculturas, manteniendo con sus alas cerradas un silencio lamentoso que duró dos largas horas, exactamente lo que había durado su funeral garmendio; eran las mariposas del invernadero, que David Piedra había decidido liberar en la madrugada, pues le recordaban demasiado su historia con Fiamma.

Con el correr de los años, todos los que habían asistido a las exequias terminaron olvidando a Fiamma, todos excepto ella misma.

En el otro lado del mundo, los años también habían ido pasando para Martín y Estrella, quienes, una vez terminaron su viaje por la Toscana italiana, partieron rumbo a Somalia.

Después de la conversación mantenida con el premio Nobel de la Paz, Nairu Hatak, Estrella había tomado la decisión de aceptar el cargo que le ofrecía en Somalia.

Se instalaron en Mogadiscio, la capital de aquel país que les abría las puertas a otras experiencias mucho más duras que las vividas hasta ese momento.

No tuvieron tiempo de acomodarse, por la urgencia de meterse de lleno en el proyecto. Estrella estaba fascinada de poder trabajar con Nairu Hatak, quien demostraba creer ciegamente en sus capacidades benefactoras. Fundaron el centro Mujeres Salvadas, con un sonado caso aparecido en los diarios en el que en Boosaaso condenaban a dos mujeres a «Lapidación por prácticas antinaturales»; la Comisión Internacional de Derechos Humanos había denunciado el hecho, y una movilización mundial, agitada desde el centro recién fundado, había logrado forzar el indulto, librándolas de morir apedreadas. Ahora, estas jóvenes chicas se habían convertido en dos activas defensoras de la vida y ayudaban a Estrella en el centro.

Aunque el gobierno del Puntland, sitio de donde provenía la condena, enfatizaba el carácter islámico del Estado, imponiendo una mezcla de ley islámica shari'ah y de derecho penal somalí, había terminado cediendo a la presión internacional, que los había puesto en el punto de mira debido a la fuerte prensa que acompañaba las acciones denunciadas por Nairu Hatak.

Con aquel caso, y protegidos por la fama de Hatak, el centro fue creciendo.

Estrella y él luchaban a brazo partido por liberar a las mujeres africanas de tantas injustas leyes que las tenían condenadas desde antes de nacer.

Comenzaron a perseguir veladamente las prácticas de mutilación de genitales femeninos; crearon campamentos clandestinos, donde se impartía a las madres una educación encaminada a cambiarles sus errados puntos de vista sobre aquellas prácticas de iniciación que tan brutalmente marcaban el paso de niña a mujer. Se colaron entre las pequeñas, con impresos que les enseñaban con sencillos dibujos a protegerse de sus propios padres. Cada paso que daban estaba dado en la más absoluta clandestinidad; incluso se habían prohibido hablar de ello en las pequeñas reuniones que, de vez en cuando, Estrella hacía en el sencillo piso donde vivía con Martín.

Vivía sumergida entre los horripilantes porcentajes de mutilaciones sexuales que se daban en la región; en shock permanente; demostrándole a Nairu Hatak, con su solidaridad y entrega, que no se había equivocado al confiar en ella. Sentía por él una admiración que rayaba la adoración. Con Martín se veía poco, pero todo marchaba bien. Él se había dedicado a escribir artículos sobre todo lo que Estrella le contaba, haciéndolos circular por Internet. De alguna manera, ayudaba a la causa blandiendo un arma que dominaba con destreza: la escritura.

Durante el primer año estuvieron inmersos, cada uno a su manera, en el nuevo estilo de vida somalí. Martín, de vez en cuando, añoraba su Garmendia del Viento, pero sentía que desde esa lejanía estaba ayudando a salvar algún trozo del mundo; se había ido contagiando del espíritu de abnegada lucha que demostraba poseer Estrella.

Procuraba no pensar en su pasado, pues a veces le asaltaban dudas sobre él mismo. Su vida comenzaba a desfilarle con demasiada frecuencia por su conciencia. Los recuerdos se le colaban por entre el pelo, invadiéndole la cabeza de interrogantes que empezaban a zumbarle cada vez más alto, jugándole malas pasadas. Le agobiaba el peso de su conciencia. Sentía que se hacía mayor. Ya había pasado los cincuenta, y haciendo un balance de su medio siglo no conseguía llegar a la conclusión de haber alcanzado la felicidad.

Necesitaba conseguir amigos, zambullirse en ruidos nuevos que le distrajeran, pues empezaba a sentirse solo. No lograba encajar del todo en aquella nueva situación. Cuando lo comentaba con Estrella, su optimismo desplegado acababa convenciéndolo que estaban en el lugar adecuado, realizando la labor más excitante que hubiesen podido soñar.

De vez en cuando se evadían de las miserias ajenas, realizando cortos viajes de desconexión europea; fines de semana en Viena, París y Londres, que ayudaban sobre todo a Martín a soportar aquella abnegada rutina. Estrella, en cambio, tomaba toda su fuerza de su nueva labor, pues la hacía sentir importante. Había ido trasladando a su nuevo trabajo la euforia vital que antes había desplegado hacia Martín; necesitaba sentirse necesitada; sentía que desarrollando aquella actividad había encontrado la plenitud, y se iba alimentando de ese sentimiento; todos la admiraban, desde Nairu hasta las mujeres del centro, para las cuales era como una heroína; su nombre aparecía en los diarios internacionales, se la describía como una líder fuerte y decidida; su vanidad iba creciendo a la par que su fama.

Antes, Martín hubiera estado encantado de vivir ese tipo de protagonismo parejal pero, en ese momento, no sabía por qué se sentía tan incómodo.

Con los meses, esa desazón le fue creciendo, convirtiéndosele en una alargada sombra que le perseguía a todas horas. Su vida se había ido limitando a tres actividades: escribir artículos que, aunque inteligentes, no dejaban de ser monotemáticos; cocinar las frescuras que encontraba en el mercado; y hacer el amor con Estrella de todas las formas habidas y por haber. Comenzaba a identificarse con todas las mujeres casadas, que exponían este tipo de problema en los consultorios abiertos de las revistas femeninas, de las cuales él tanto se había burlado. Se sentía utilizado por su pareja, como instrumento para aliviar tensiones. Empezaba a cansarse del sexo descargante que recibía de Estrella que, entre los desafores de las beneficencias, cada noche lo buscaba sólo para hacer el amor, convencida que eso era lo que él necesitaba, cuando era ella quien se desgañitaba de placer y al día siguiente desaparecía en sus campañas humanitarias. No paraba de hablarle de Nairu Hatak: de su gran corazón, de su gran porte, de su gran habilidad, de su gran fama, mientras que él trataba de encauzarle su charla hacia otros derroteros.

Se fue quedando solo en Mogadiscio los días en que Estrella viajaba con Hatak por el mundo consiguiendo seguidores para la causa que defendían. Empezó a sospechar seriamente que ella se había enamorado del líder humanista cuando, a medianoche, éste respondió al teléfono de la habitación donde ella se alojaba en New York.

Después de cinco intensos años de relación con Estrella, de malgastar horas y horas hablando con su compañera sobre su cada vez más raquítica vida en común, de comprobar con desilusión lo fácil que había sido para ella entender sus planteamientos sin siquiera luchar por retenerlo, Martín decidió dejarlo estar.

Se había saturado de sexo y soledad; se había metido a vivir un sueño ajeno: el de Estrella. Otra vez había fracasado en su intento de formar una pareja; había saltado de una mujer profundamente espiritual a otra ferozmente material. Acababa de comprobar, con patética certeza, lo poco estructurada que llegaba a estar aquella mujer por la que lo había dejado todo. Se sentía derrotado y perdido. Ahogado en su propia equivocación. Más triste y frustrado que nunca. Con una indigesta pesadumbre, que le provocaba retortijones en el corazón. Era la primera vez, desde que lo había abandonado todo, que Martín Amador aterrizaba en su conciencia.

Como cualquier ser humano que se ha equivocado, buscó desesperadamente encontrar un culpable que no fuera él, pero nadie le rescató. Lentamente fue rebobinando su memoria, como si su larga existencia se tratase de una vieja película interpretada por actores extranjeros que hablaban una lengua indescifrable. Entre tantas vaguedades, la imagen de Fiamma emergía y se diluía en retales de escombros. Empezaba a sentirse mareado en medio de sus inconsciencias; un ácido amargor bílico le inundó la boca: se había quedado completamente solo.

Ese razonamiento le provocó un estado de cuestionamiento reflexivo.

Empezó a preguntarse cómo había podido estar tan equivocado. Cómo había llegado a meterse en semejante situación, teniendo la edad que tenía. Se decía para sí que eso sólo le pasaba a jóvenes ingenuos, no a un cincuentón fogueado de experiencias como él... De golpe la lluvia de preguntas repetidas cesó y se quedó empapado, agarrado a un interrogante que, sin saberlo, se le convertiría después en su salvavidas.

Lo primero que debía haber hecho, antes de aturdirse en precipitadas alegrías que le habían embotado la cabeza y hecho fabricar a la carrera ese futuro que ahora acababa de desaparecer, era haberse preguntado quién era él en verdad.

En ese momento quiso huir de lo único que no podía huir: de él mismo.

No era nadie, pensó. Ni era el director del diario más prestigioso de la ciudad, ni el columnista más leído, ni la pluma más sarcástica; ni era el valiente seminarista que había roto esquemas, ni el hijo ejemplar de su estricto padre, ni el compañero ideal; ni era el impetuoso amante de Estrella... ni siquiera era el marido de la sicóloga más acreditada de Garmendia del Viento. Se había quedado desnudo, a la intemperie en el país de la hambruna, y más hambriento que nunca. Con la peor hambre que podía llegar a sentir un ser humano. Un hambre que no podía saciarse desde fuera: el hambre de sí mismo.

Sintió que se le quebraban los ojos de llanto, pero se aguantó.

Partió esa noche, en el primer barco que zarpó; no quiso que le despidiera Estrella, quien le ofreció un fajo de billetes en un último gesto que él rechazó humillado; todavía guardaba su dignidad y los viejos ahorros de su despido. Con ellos se dirigió al oeste de la India; iría a Goa.

Durante los doce días que duró la dificultosa travesía, Martín Amador vivió su propio calvario.

Entre las ofuscadas olas del mar atravesó el océano, furioso con él mismo y con la vida que le había tocado vivir. Pasó noches enteras acostado de cara a millones de estrellas luminosas que su rabia cegaban; el salado viento le castigaba por ello, abofeteándole el pecho; no lograba acomodarse en su camarote, donde se sentía atiborrado de remordimientos que colgaban del techo como murciélagos y se mecían con su propio malestar. Salía de madrugada a pasearse por la popa, y se entretenía mezclando sus negras y aplastadas contrariedades con los espumados surcos blancos que el barco levantaba mientras cortaba con sus hélices el mar.

Martín cayó en cuenta que en los últimos años había olvidado por completo al que había sido fiel compañero de reflexiones durante su niñez y adolescencia: el mar. Recordó la fuerza que tantas veces había tomado de sus olas. Trató de escucharlas, aunque ahora murmuraban palabras que a él le costaba entender. Un día, entre rumores, le pareció escuchar un débil nombre que iba y venía con las encrespadas palomas que se formaban en el agua: Fia... mma; repetirlo le ayudó a serenar un poco su atribulado espíritu; aquella rabia interior que le impedía cualquier acercamiento a él mismo. Otra tarde, exhausto de pensar, terminó por derramar su impotencia al mar crepuscular para evitar ahogarse entre sus penas. Madrugadas más tarde, el amanecer le sorprendía arrastrando su humanidad entre la popa y la proa, vomitando pasados quemados y presentes sin digerir; corroído por su propia alma.

Los días fueron pasando. Martín, tratando de aligerar sus cargas de dolores, había ido lanzando por la borda su confundido pasado con Estrella; un pesado equipaje que le impedía pensar con claridad, pues estaba unido a su equivocación.

Imperceptiblemente, y casi sin que él se diera cuenta, empezaron a nacerle pequeños brotes verdes de recuerdos juveniles. En su corazón se le fueron colando, silenciosas, las dulces sonrisas de Fiamma que él tanto había amado; sus largos rizos negros; su profunda mirada aguamarina; sus sonrosadas mejillas; los momentos más bellos y sencillos vividos por los dos, cuando corrían cámara en mano a capturar crepúsculos... y sobre la playa derramada en rojos buscaban, entre los vómitos del mar, caracolas marinas enroscadas... cuando recitaban al alimón antiguos versos... Empezó a sudar frío, pensando cuánto hacía que no sabía de ella... Había sido tan egoísta... Recordó la desgraciada noche de nevada negra. Aquella última lágrima que él no había querido ver por temor a perder su equivocada dicha nueva. ¿Qué le había hecho Fiamma?... ¿Qué sucedió con ellos?... ¿En qué momento se habían ido torciendo sus vidas?... Desde que se había ido de Garmendia del Viento había evitado pensar en todo aquello, llenándose de euforia desmesurada; aturdiendo, con emociones efímeras, sus racionales reflexiones. No le había importado qué había pasado con la que había sido su mujer durante dieciocho años... ¿Se habría vuelto a casar? Pensarlo le dolió. Si hubiesen seguido juntos, ahora estarían celebrando su veintitrés aniversario. Se sorprendió, pensando que todos los recuerdos que le venían de ella eran bellos. Sopló ese último pensamiento al aire y se quedó sólo con el de su ciudad. Había perdido todo contacto con Garmendia del Viento. Al abandonar a Fiamma, también había abandonado a todos sus amigos; incluso con Antonio hacía años que no se escribía. La última vez que lo había hecho había sido desde Florencia.

A veces se metía por Internet a las páginas de La Verdad y leía las últimas noticias de su ciudad, pero como esto le traía nostalgias, procuraba no hacerlo a menudo. Echaba de menos la alegría de su gente y su mirar abierto, los gritos bullangueros de las mulatas, el olor salitroso de las bóvedas, el paseo por entre los portales amurallados, las pestilencias boñigas de los carros que esperaban capturar turistas a la entrada del hotel más antiguo, las campanas catedralicias... pero sobre todo echaba de menos el viento de Garmendia. Hacía tiempo que se sentía extranjero en todas partes, un judío errante, pero como Estrella adoraba estar lejos, él nunca había querido dar rienda suelta a su nostalgia. No quería amargarle su alegría.

Faltando pocos días para arribar al puerto, Martín, en un arranque de lucidez marina, decidió que empezaría a escribir todo lo que sentía en ese momento para analizarlo una vez estuviera en tierra. No paró de garabatear en hojas sueltas sus pensamientos más ásperos y sus sentires inconclusos. Parecía que unía retales de incoherencias y con ellos creaba una manta para abrigar su helado espíritu.

Cuando los altavoces anunciaron en un inglés grabado la llegada al puerto, Martín descansó de tribulaciones.

La llegada a Goa, en plena noche de Navidad, le hizo evocar su Garmendia del Viento. Entre el barullo de atadijos sucios y gallinas enjauladas le costó encontrar su maleta. La ciudad le recibió festiva, con sus despelucados cocoteros enredados por el viento y sus blancas iglesias engalanadas de santitos y belenes; una alegría navideña adornaba los blancos dientes de sus habitantes. Martín fue cruzando el centro de la ciudad, atravesando una concurrida procesión llena de niños, velas y cantos que se dirigía a la catedral por entre puertas engalanadas con ingenuas estrellas hechas con papel plateado. El cielo parecía que iba a desplomarse con el peso de tantos luceros luminosos. Cansado y perdido entre el jolgorio ajeno, Martín caminaba cargado de incertidumbres; no tenía ni idea dónde hospedarse, por eso terminó metiéndose en el primer hotelucho que se encontró en el camino: una pensión de paredes desconchadas y habitaciones de grito. Allí se alojó sólo una noche, y al día siguiente partió en el primer bus que salió hacia Colva, una playa distante que prometía regalarle lo que él necesitaba en ese momento: paz.

El trayecto le sirvió para empaparse en los escandalosos verdes empantanados de arrozales. Fue descubriendo aquella mezcla acumulada de oriental y occidental que aparecía y desaparecía entre cocoteros y aguas. Pequeños templos coloristas, de azulones tiznados; esculturas en rojos mandarinos y ocres. Altarcitos de cruces y santos tonsurados de caras orientalizadas convivían con estatuas de diosas de múltiples brazos. Supo que ese lugar le encantaría al descubrir un mar infinito que parecía perderse entre el atardecer más derramado en violetas que había visto nunca. Kilómetros de playa silenciosa le recibieron a última hora de la tarde en un entrañable abrazo malva.

Se instaló en un hotel de pocas habitaciones que estaba completamente vacío, eligiendo la que él quiso, una con un gran ventanal que daba al mar. El encargado le atendió con amabilidad servil, poniendo a su disposición lo poco que podía ofrecerle. El lugar respiraba tranquilidad y sencillez extremas. Dejó sus cosas y se perdió en las desoladas playas a caminar su sombra.

Fue dejando poco a poco en libertad el alma, para que volara sobre su vida y sus recuerdos.

Se le fueron pasando los días y los meses, salpicados de crepúsculos y albores que le ayudaron a serenar su atribulado espíritu.

Sin darse cuenta, se le desbocaron los poemas con furia implacable; le empezaron a aparecer palabras que golpeaban con fuerza las rocas de su impotencia. Atempestadas violencias internas buscaban la salida a través de su pluma. Malogrados sueños aparecían entre huracanados versos. Una sensibilidad etérea parecía mezclarse entre vocales y consonantes, bailando con su música estrofas de deseos inconfesables.

No paraba de escribir y escribir, inagotable. No había resma de papel que aguantara tanto sentimiento, ni tintero que no se vaciara. Había abandonado su viejo vicio de fumar en pipa, pero le había renacido otro: el de morderla.

Aprendió a vivir entre las redes esmeraldas de los pescadores y los cuervos. Sus amadas gaviotas volvieron a recibir los panes de su compañía. Vivía descalzo, enterrando y desenterrando en la arena episodios vividos y soñados. Dejaba que las olas le revolcaran en el salitrado dolor de saberse solo por culpa de él mismo.

El recuerdo de Fiamma se sumergía y flotaba en el océano de su papel en blanco; iba y venía con las olas de sus versos. Pellizcaba palabras. Se colaba en sonetos. Sobrevolaba comas y puntos suspensivos.

Volvió a recoger caracolas, atesorando las más raras y bellas, acariciando el inviable sueño de, algún día, enseñárselas a Fiamma. Dejó que el recuerdo de ella le fuera despertando su mutismo adormecido. Todos sus objetos se impregnaron de su amor negado. Ahora sabía que había encontrado un mar donde vaciar lo que le quedaba de vida: la palabra en su estado más puro, poesía.

Se hizo amigo de los pescadores, con los que salía a pescar de madrugada. Se acostumbró a vivir los perfumes del pescado fresco y los hedores del podrido. Se gastaba los ojos observando, sobre las playas mojadas, los reflejos de los canastos y las redes todavía olorosas a carga recién pescada; las mujeres de saris, anillos y pulseras, con sus manos ensangrentadas limpiando las vísceras de sus plateadas presas para correr a venderlas al mercado.

Se acostumbró al chillar de los cuervos en el amanecer y a pelearse con ellos los trozos de papaya de los desayunos. Su habitación pronto se convirtió en un almacén de poemas apilados que empujaban por echarlo.

De vez en cuando se dejaba ver por el mercadillo hippie, donde practicaba el hindi, que sin proponérselo había ido aprendiendo. En una de esas excursiones se hizo amigo de un joven americano, que según le contó estaba allí huyendo del destino al que sus padres le habían condenado: heredar la presidencia del negocio familiar creado por un bisabuelo, antiguo vendedor de enciclopedias a domicilio.

Eran los dos únicos occidentales en aquellos parajes. Tomando el té cuando bajaba el sol se hicieron amigos. Así supo que practicaba el budismo, religión que había abrazado como podía haber abrazado cualquier otra con tal de no volver a pisar suelo americano mientras sus padres no cambiaran de opinión. Escuchándole, a Martín se le ocurrió que ese chico podría haber sido hijo suyo, pues no sobrepasaba la treintena. Por vez primera añoró haber sido padre.

Se hicieron tan amigos que Martín terminó confesándole que era poeta, aunque no quiso explicarle la historia de sus amores. Empezó a leerle algunos de sus versos y la sensibilidad del muchacho afloró. Un atardecer, éste le explicó que sus padres tenían una editorial y que podía intentar publicar su poesía.

Maquinaron durante días cómo hacerlo, y al final llegaron a un acuerdo que les favorecía a ambos.

Martín, que no quería publicar sus poemas con su nombre pero que necesitaba algo de dinero para vivir, aceptó que se divulgaran bajo un seudónimo. Por su parte, el chico encontró una buena razón para justificar ante sus padres su permanencia indefinida en India, vendiéndoles que aquellos poemas eran suyos; publicarían, bajo el alias de El Farero azul, la inagotable poesía que Martín almacenaba en su cuarto.

Los versos azules, como se llamó la colección, se fueron esparciendo por el mundo como lluvia pulverizada de sentimientos, haciendo germinar los corazones más áridos. Las ráfagas de sonetos llegaron hasta Garmendia del Viento azotando librerías y quioscos, donde el enigma de El Farero azul provocaba en los círculos literarios un sinnúmero de especulaciones. Llegaron a pensar que se trataba de versos inéditos de un famoso poeta chileno, aunque su estilo no coincidía del todo con el de aquél. Los garmendios respiraban aires enamorados; parecía que las livianas palabras volaban entre los amantes, envolviendo de belleza las conversaciones más superfluas. La gente convivía entre odas, rimas y sonetos; los encontraban bellos y profundamente tristes. Quienes los leían acababan bañados en lágrimas, llorando sus propias frustraciones en las sentidas palabras de El Farero azul.

Una noche de luna llena, por las calles de Garmendia del Viento se vieron correr ríos plateados de llanto; se escapaban por debajo de las puertas; se deslizaban escurriéndose por entre balcones, ventanas y escaleras; convergían en esquinas, aumentando sus caudales que fueron a desembocar con fuerza al mar, y le llegaron a Martín después de navegar los siete mares, convertidos en olas de salados sentimientos que él, en su inspiración crepuscular, volvía a florecer en versos frescos, enviándolos al mundo para que los lloraran de nuevo en alegrías.

Su soledad la transformaba en libros vivos, donde sus sentires hacían de bálsamo a miles de adoloridos corazones. Todos querían conocer a quien era capaz de acariciar sus almas, al farero que les iluminaba con su luz algo olvidado: el amor.

Basados en sus odas, muchos novios volvieron a encontrarse. Muchas parejas descosidas volvieron a coserse. Muchas mujeres incrédulas volvieron a creer. Muchos hombres, escasos de lenguaje, pudieron acercarse a la ilusión de ilusionar a alguien con palabras ajenas.

Con el tiempo, algunos poemas se convirtieron en letras de famosos vallenatos y cumbiambas. Resucitaron las serenatas, los acordeones y las guitarras a la luz de la luna. Proliferaran los compromisos, las bodas y bautizos. Toda aquella epidemia de divorcios y desavenencias, desencadenadas con los vientos del nuevo milenio, se suavizaron en palabras tomadas de Los versos azules de El Farero azul.

Se volvió a poner de moda el amor.

Se crearon programas de televisión donde la gente explicaba en directo de qué manera Los versos azules habían tocado sus almas. Por las calles volvieron a verse octogenarios agarraditos de la mano prodigándose mimos adolescentes; mirándose a los ojos como si vivieran sus primeros días de amor apasionado; desarrugando sus envejecidos deseos, para agotarlos en lo que les quedaba de vida. En las tardes, los parques volvieron a llenarse de enamorados y palomos blancos. Las campanas que ya hacía años habían dejado de anunciar las bodas, volvieron a repicar con alegría.

En los hospitales, la tasa de enfermos incurables descendió y los consultorios de siquiatras y sicólogos empezaron a quedar vacíos.

De todo esto, Martín Amador no se enteraba. Vivía de revivir su amor en los papeles.

Un día no pudo más de recuerdos y nostalgias y marcó el número de Antonio. Quería saber de Fiamma.

En los últimos años, Roncal del Sueño se había ido convirtiendo en un rojo jardín de esculturas volumétricas. A Fiamma le parecía mentira que sus manos hubieran modificado aquel paisaje y que ahora, en lugar de cactus e iracas, florecieran rostros ovales y cuerpos que recordaban aquellos pulidos huevos cincelados por Brancusi. Hasta allí parecían llegar los gritos de las gaviotas plateadas de Garmendia, pero sólo eran eso, gritos. Alocados chillidos y susurros, producidos por las eternas corrientes de aire que mantenían envuelta a Fiamma en inspiraciones volcánicas. A veces le llegaban temporales de arena que la dejaban desfallecida, pero no dejaba de esculpir. Se ataba a su cintura sus duras herramientas, y aunque el viento intentaba llevársela ella se resistía, asiéndose con todas sus fuerzas a los hierros del andamio. Se había ido obsesionando con ese arte. Por las noches se ponía delante de su gran pieza de lazulita, única piedra azul parida por esa tierra, y se imaginaba esculpiendo sobre ella formas que iba descartando cuando se daba cuenta que, si fallaba, podía perder para siempre su gran tesoro. Una noche, observando el gran bloque de lapislázuli, su memoria acarició con ternura el recuerdo de su amor azul: Martín... Necesitaba pensar en él... liberar sus sentires de añoranzas viejas. Le pidió a Epifanio, como siempre lo hacía cuando necesitaba desenterrar su recuerdo de amor, que le preparara una margarita, y a la incierta luz de las velas, gota a gota empezó a paladear su evocación añeja; había sido hacía casi treinta años, y sin embargo el recuerdo tenía la frescura de un botón de rosa por abrir. Había ocurrido en su luna de miel. Empapados en lluvia, ella y Martín se habían metido en el primer bar que habían encontrado abierto: «El torito mejicano». Allí habían probado por primera vez el cóctel con nombre de flor, y entre rancheras cantadas, habían jugado a decirse todo lo que sabían del amor. Era un sitio precioso, de paredes verdes engalanadas con vibrantes pinturas de soles sonrientes; de mesas bajitas y manteles de popelina fucsia, adornados por pétalos de rosa desgajados, sobre los cuales Martín y Fiamma habían ido escribiendo palabras de amor subidas y bajadas de tono; se gastaron la noche soplándose los pétalos mensajeros, que en suaves caídas acariciaban labios, mejillas y contornos. Jugaron a tocarse las almas por encima y por debajo de la mesa.

Habían salido del bar con el ánima a flor de piel y de garganta y los deseos recalentados de ganas. Habían vagabundeado con la lluvia y encharcado sus besos en esquinas. Al llegar al hotel, Martín había tapado los ojos de Fiamma con un pañuelo negro, y desnudándola con los dientes, la había hecho estremecer de placer.

Ese día, en una pequeña tienda de arte japonés, había comprado un largo estuche con pinceles de pelo de marta de distintos grosores. Quería escribirle sobre el cuerpo un escandaloso poema de amor, utilizando rojos aceites perfumados.

Fiamma, abandonada a los deseos de Martín, se dejó pintar sentires adivinando en el desliz aceitoso las palabras que Martín dibujaba. Había empezado por el cuello. El mojado contacto de la punta del pincel sobre su cuerpo dibujaba vocales que la excitación de Fiamma equivocaba y enardecía de inspiraciones al poeta. Alcanzó a descifrar entre humedecidos óleos... «Vamos a emborrachar el hambre con caricias»... a medida que iba descendiendo, el mensaje de amor iba subiendo... «en riadas de lujuria hambrienta»... sobre sus senos caían derretidos de amor los sustantivos... «rechuparnos las entrañas como manjares suculentos»... su anhelante respiración provocaba que las gotas de aceite resbalaran por sus curvas, formando charcos por los cuales el cuerpo de Martín deslizaba adjetivos sin prisa, mezclando agitaciones con escritos... «narices con ombligos calientes anudados»... Fiamma creía que no podría resistir tanta calentura letral, pero su cuerpo, al rojo vivo, le contradijo. Trataba de recitar lo que las páginas de su piel recibía... «levantar huracanes de sábanas y almohadas»... Las pinceladas de los versos le llegaban y se le metían entre las piernas, quemándole de deseos las entrañas... Martín continuaba...» que se muerdan las ganas, devorando las ansias»... El empapado pincel bajaba por sus muslos, escurriendo frases... «que se nos salga el animal violento y nos relama con su lengua dilatada»... al llegar a los pies, Fiamma supo que liberaría... «cascadas de salivas exprimidas en un amanecer, gota naranja... sol ardiente».

Cuando Martín acabó de marcarle con sus versos, cuello, senos, caderas, pubis, entrepiernas, rodillas y dedos, empezaron a restregarse los verbos de amar y hacer, cuerpo con cuerpo; mezclando vocales, consonantes y sudores en escurridizas sacudidas, que les hacían escapar de ellos mismos como peces sudorosos. Sus manos, bañadas en aceite, trataban de agarrarse a los orgasmos subidos, resbalando en otros más profundos y sentidos. Estaban ebrios de juventud y amor. No les habían pellizcado aún los dolores de la convivencia; eran felices por el solo hecho de vivirse.

Fiamma acabó de beberse la margarita, tragándose con el último sorbo el recuerdo vivido de esa noche. Aquella reminiscencia le acababa de regalar la idea más bella que ella hubiese podido imaginar para una escultura. Ya sabía lo que haría con su piedra azul.

En la madrugada, sus ganas viscerales de golpear la piedra la levantaron; no pudo esperar a que amaneciera. Parecía un ánima; vestida sólo por su blanca camisa de algodón y en total penumbra, subió a la cúspide de la colina y, una vez allí, clavó con su mazo una estaca, marcando el sitio donde erigiría el monumento a su amor negado: La llama eterna.

Levantaría en el altozano de ese valle una escultura en forma de lengua de fuego vivo, que guardara en su interior los cuerpos desnudos de un hombre y una mujer en un abrazo eterno. Dos figuras que encajaran a la perfección, ella cóncava y él convexo. Ella roja y él azul. Sería una escultura que no revelaría a primera vista lo que contuviese su interior, pero que los ojos de un gran observador intuirían. Dispondría de un mecanismo secreto que, una vez accionado, pudiera abrirla y separar la llama en su vértice más alto. Necesitaba el bloque de mármol más cargado de hematites. Una gran caliza de un rojo intenso. Vaciaría su interior a punta de cincel, y dentro se esculpiría a ella misma.

Entre más lo pensaba más se entusiasmaba. Trasladaría la gran pieza de lapislázuli a la cima, y en ella esculpiría a Martín. Los brazos de Martín abrazarían el cuerpo de Fiamma y los de Fiamma se mezclarían en la piedra azul; todo quedaría contenido dentro de la llama.

Necesitaba vaciarse de recuerdos; injertar toda su frustración de amor en una pieza inerte. Con el paso de los años, y aunque le costara reconocerlo, su alma se había quedado anclada en su amor pasado* en su primer amor. Hacía tiempo que David Piedra se le había diluido; había desaparecido de su conciencia sin darse cuenta. En cambio, el recuerdo de Martín Amador acompañaba día y noche sus sudores. En los últimos años había ido emergiendo muy tenue, de las sombras; venía acompañado de episodios olvidados; se le había ido metiendo con alevosía en el alma. Pensó que tal vez nunca se le había ido y simplemente su imagen había estado escondida detrás de aquellas esculturas, que llevaban pendientes por hacer desde su niñez; ahora, que había saciado el hambre de piedra caliza, su amor inconcluso se le revolvía en el alma.

Ese amanecer, mientras Fiamma esbozaba los primeros apuntes de La llama eterna, habría de reconocer que todavía amaba a Martín. Por un momento imaginó qué haría y cómo estaría... su negro pelo ensortijado, seguramente llevaría la huella blanca de los años... Su rostro sereno marcaría en surcos los ecos de sus últimas risas y enfados, que ella no había visto ni vivido. Habían pasado, soplados por el viento, diez años... ¿Cómo sería su vida al lado de Estrella? No quiso dar rienda suelta a conjeturas. Se quedó con su pasado. Haría esa escultura de amor para ella; sería un brindis en piedra, un homenaje a lo que había sido su amor con Martín.

Tan pronto como Epifanio le preparó los bloques, Fiamma empezó con su tarea. Durante semanas y semanas no paró de lacerar el mármol rojo, sin importarle la gran nube de mosquitos que a veces le acompañaba. Hacía días que no soplaba el aire, y las cabras que tanto le habían acompañado en esos años habían desaparecido, hartas de masticar ramas secas; echaba de menos sus masculladas en lo alto de los enjutos arbustos que todavía quedaban. Empezaba a sentir la soledad como una losa pesada. Acababa en las noches con las manos agarrotadas por el esfuerzo, laceradas de tanto oficio martillado.

Comenzaban a pesarle los años. En los últimos días le invadían calenturas y cansancios. Necesitaba, durante el día, ir haciendo pausas de alivio. Mantenía una sed constante, que no se saciaba por mucha agua que bebía. Pensó que le había llegado la menopausia, aunque todavía sus reglas eran religiosamente exactas.

Se empeñó, a pesar del agotamiento, en seguir trabajando. Una tarde, celebró con Epifanio la culminación de la primera parte de su obra. Después de seis largos meses, media llama se alzaba majestuosa en lo alto de la colina. Parecía combustionar entre los fuegos del sol crepuscular.

A pesar de arrastrar ese nuevo desaliento, esas sudoraciones repentinas y calenturas azarosas, Fiamma no quiso parar de esculpir. Inició la concavidad del segundo bloque, que albergaría en su interior el cuerpo azul de Martín. Aunque Epifanio le rogaba que tomase descansos, una fuerza interior le obligaba a continuar, necesitaba avanzar su obra; que esa llama encendida desafiara al cielo.

Preparó sin desfallecer la segunda mitad, cincelando sobre la piedra azul la figura del que había sido el amor de su vida. A veces le entraban vahídos que le robaban el aliento y la hacían tambalear. Era como si aquel calor que tanto le había gustado empezara a hacer mella en su cuerpo. No encontraba la manera de liberarse de la fatiga. Pensó que tal vez le hacía falta tomar vitaminas y respirar otros aires.

Una mañana Epifanio se extrañó de no verla arriba del monte. Fiamma no había podido levantarse de la cama. Había amanecido empapada de sudor frío, revolcándose entre sábanas y pesadillas pendientes de las cuales no podía liberarse.

Sin hacer el mínimo ruido, el mulato se asomó a la habitación de Fiamma, pero no se atrevió a sacarla de aquellos oscuros agites.

En su alucinación, Fiamma trataba de alcanzar un oasis en pleno desierto. Caminaba descalza por entre una tormenta de arena, ahogada de calor y soledad, muerta de sed y con su reseco corazón apretado en el puño de su mano. A cada paso que daba sus pies se clavaban en la arena hirviente, y por más esfuerzos que hacía, no avanzaba; era como si repitiera el cansado paso cientos de veces. Trataba de atravesar la espesa arenisca que le impedía llegar al manantial, pero sus pies se lo impedían; sabía que si no sumergía su corazón deshidratado en el agua, moriría. En aquel lago, el cuerpo líquido de Martín se movía sinuoso. Ella le gritaba que no podía llegar, pero Martín no la escuchaba; todas sus palabras se las llevaba el viento en circundas; la tormenta se la tragaba, alejándola del agua y de Martín... convirtiéndola en polvo.

Durante todo el día, Epifanio la sintió gemir y delirar, quiso despertarla, pero no se atrevió por un respeto equivocado. Se pasó el día apostado en la entrada del dormitorio, vigilando desde fuera su perturbado descanso; en la tarde notó que se había calmado, y aunque se alejó tranquilo pensando que su jefa también tenía derecho a tener pesadillas en paz, estuvo atento por si ella le necesitaba; pero la noche había llegado a Roncal del Sueño sin que ella se hubiera despertado.

Esa tarde en un cuchitril de Goa, Martín Amador había conseguido entrar a Internet y enviarle un mensaje a su amigo Antonio; su email era lo único que le faltaba probar. Llevaba días tratando de localizarlo por teléfono, sin resultados. Ni en su móvil, ni en su taller de pintura, ni en su casa le contestaban a ninguna hora. Lo de saber de Fiamma se le había convertido en una obsesión, y a pesar de haber estado tentado de llamar a casa de la familia dei Fiori, un culposo pudor se lo había impedido. Sabía que sus hermanas no querrían darle razón de ella después de lo que le había hecho; había quedado como un bellaco.

Esperó una semana la respuesta de Antonio. Cada tarde se asomaba al café-internet, abría su correo y volvía a cerrarlo sin ningún mensaje.

Seguía publicando con éxito todos sus escritos, pero el hueco que tenía en el alma ya no podía llenarlo con poemas. Necesitaba amar y ser amado. Dar y recibir. Entregarse y entregar. Pensaba que si la vida le daba otra oportunidad con Fiamma, todo sería distinto. No dejaría que la monotonía les devorara sus sueños. Cada día celebraría con besos despertar a su lado. Respirarían la vida sin perderse siquiera el leve aletear de mariposas. Volverían a ver el mar con otros ojos. Colmarían sus tardes despertando sus sueños. La acariciaría mientras durmiera. Besaría con devoción los dedos de sus pies. Se bañarían desnudos a la luz de la luna y del sol. No tendría vergüenza de gemir y gritar mientras se amaran. La enjabonaría y lavaría como si fuese una pequeña niña desvalida. Hablarían de Schopenhauer y de Einstein. Aprenderían de Lao-tsé. Volverían a buscar caracolas entre las olas idas. Cantarían otra vez los boleros pasados de moda; recitarían a dúo versos de princesas tristes y mariposas vagarosas. Le escucharía en atento silencio sus divagares. Escucharían abrazados en la hamaca el triste canto de los grillos y los sapos. Respetaría sus anhelos y sueños. Hablarían de los hijos no concebidos sin echarse mutuas culpas. Le hablaría de sus frustraciones y dolores pasados. Cocinarían juntos platos nuevos y repetidos. Le pediría perdón por los años perdidos. Se emborracharían a punta de margaritas. En las mañanas no leería el diario para cubrir mutismos. Le llevaría el desayuno a la cama. Le diría cada día cuánto la amaba aunque ella lo supiese. Volvería a nadar en las cristalinas aguas de sus ojos verdes. Admitiría no ser perfecto. No trataría de camuflar vacíos con cenas de amigos. La fatigaría de besos, inciensos y flores. Retiraría de la habitación el televisor. Escucharía más música. Sembraría menta, albahaca y cilantro en los balcones. Olería la lluvia y las murallas. Leería más novelas de amor y menos manuales de eficiencia. Aprendería a respetar su sueño y a no querer salir los fines de semana, tratando de huir de sus propias desazones. Aprendería con ella a mirar el cielo y buscar animales de nubes en los estratocúmulos. Se reiría de la vida y de la muerte. La cuidaría si tuviese la gripe. Hablaría del amor con perros y cangrejos. Dejaría que se fueran las horas contemplando las olas. Malgastaría la risa. Se reiría de su propia torpeza en enchufar aparatos electrónicos, instalar lámparas, freír huevos y manejar mapas. Se despertaría a medianoche para acompañarla a ver estrellas fugaces y eclipses de Luna. Si la vida le diera otra oportunidad con Fiamma, viviría todos y cada uno de los días como si fuesen el último. Celebrarían cada noche el milagro de amarse en convivencia, paladeando silencios y lecturas entre sábanas blancas; haciéndose el amor pausadamente, con el alma y con el cuerpo atados, o enloquecidos de ganas de fusionar sentires.

Una mañana, harto de esperar el mensaje que nunca llegó, Martín Amador tomó la decisión de regresar a Garmendia del Viento. Necesitaba urgentemente saber de Fiamma. No tenía tiempo de perder más tiempo. Iba a cumplir sesenta años. Había pasado toda su vida desperdiciando el amor. Creyendo que siempre sería joven. No sabía cuánto le quedaba de vida, pero la que fuera quería vivirla junto a Fiamma dei Fiori.

En Roncal del Sueño hacía más de una semana que los martilleos escaseaban. Después del día de delirios, Fiamma había entrado en una fiebre intermitente que a veces la obligaba a quedarse en cama. A pesar de ello, continuaba esculpiendo. Estaba convencida que aquellas fiebres obedecían a alguna gripe de las que solían alborotarse con las sequías caribeñas.

Vivía embrujada por su trabajo. Se sentía orgullosa de lo que iba naciendo de sus manos. Las figuras a las cuales se había entregado en cuerpo y alma se acoplaban a la perfección. Al unir la llama, el cuerpo sobresaliente de Martín quedaba contenido en la cavidad que conformaba la figura de ella. Estaban unidos por el vacío y el lleno, bellamente compensados. Cada figura era diferente; eran contrarios-iguales que al unirse formaban una sola unidad. Un doble cuerpo. Los brazos de él se enterraban en la piedra roja formando un abrazo abierto que abarcaba la cabeza de ella, que a su vez era el molde hueco de la de él. Aquella llamarada de mármol rojo era una escultura majestuosa que transmitía la fuerza desbocada del fuego. Saltaba hacia arriba como relámpago de lava ardiente, desafiaba el equilibrio, parecía brotar del centro de la tierra como volcán en erupción. En las tardes, su colosal sombra caía sobre las demás esculturas, humillándolas. Era una obra magnífica, digna del mejor de los museos.

El extenso trabajo que Fiamma había realizado en esos diez años tenía una fuerza e ingenuidad desconocidas; era una obra que hubiese sorprendido al mundo artístico, de no haber sido porque se encontraba perdida en una región donde ya no se aparecían ni las almas de los muertos más viajeros.

Fiamma empezó su trabajo de pulimento con devoción romántica. Más que alisar, acariciaba con las lijas cada centímetro del mármol. Repasaba cada arista hasta dulcificarla. En sus febriles tardes, sus sentimientos bullían quemándole los ojos, envidriados de aguantar tanta calentura. En una semana se consumió. Una tarde perdió el conocimiento, y en su ensoñación vio a cientos de palomas blancas revoloteando sobre su cuerpo desnudo y a Passionata picoteándole el pecho carcomido. Volvió en sí bañada de sudores. Sentía que se quemaba por dentro, y en cambio su piel se helaba a los treinta y ocho grados que soportaba a pleno sol. No le dijo nada a Epifanio, pues no quería parar hasta no concluir su llamarada.

Garmendia del Viento recibió a Martín Amador en medio de la sequía más grande que había vivido en veinte años. Todo parecía más desteñido; hasta las palmeras habían palidecido. Sus fachadas multicolores se veían cansadas y viejas. Viéndolas, a Martín se le ocurrió que los años también habían pasado por el cuerpo de su ciudad; en su ausencia, Garmendia se había arrugado.

Sólo llegar al hotel, después de casi dos días de viaje entre escalas y tiempos muertos de aeropuerto, se pegó una gran ducha y salió a desandar sus pasos. Se sentía extraño, recorriendo las callejuelas adoquinadas. Estaba feliz de haber regresado; dejó que todas las sensaciones le abrazaran. No se había dado cuenta hasta ahora de cuánto había amado esa ciudad. Todo le deslumbraba. Saludaba palenqueras, floristas, pintores, estatuas vivientes, ancianos y cuanto ser se cruzaba en su camino. Cómo había añorado su olor oxidado de salitre y mojarra frita; nunca se había imaginado lo muerto que había llegado a estar viviendo lejos de su patria. Era como si hubiese hibernado sus últimos diez años; como si en ese tiempo hubiera almacenado toda su energía para activarla ahora. Caminando se sentía con fuerzas de alcanzar lo que había venido a buscar. Toda su energía impulsaba su corazón.

A pesar del cansancio que llevaba dentro, Martín atravesó la gran bahía a pie. Picó, en los portales de las murallas, una arepa de huevo que a su viejo paladar le costó reconocer y dio cuatro sorbos a un salpicón de frutas. Las campanas volvían a saludarle como cuando era niño. Las gaviotas sobrevolaban sobre él, acompañándole con familiaridad. Volvía a estar en su casa.

Atravesó la Calle de las Angustias y se detuvo un momento frente al número 84; lo había hecho adrede para poner a prueba su sentir. Comprobó que lo vivido con Estrella había pasado a su desmemoria con la dignidad que ahora su madurez le otorgaba; había asumido su tremenda equivocación y se había perdonado; gracias a aquella historia desacertada, él había crecido. Siguió su camino. Se paró en la vinería del negro Cesáreo, que ahora lucía en su cabeza una corona de algodones: sus pelos de alambre se habían decolorado; como la ciudad, pensó Martín. Era la primera persona conocida que se encontraba. Se estrecharon en saludos y el viejo negro terminó brindando con él por su regreso con un gran trago de Tres Esquinas, que a Martín le quemó el esófago. Se despidió del mulato prometiendo volver.

Cuando estuvo delante del taller de su amigo, de pronto le invadió un temor... ¿y si ya no vivía allí?; espantó su miedo haciendo sonar la pesada aldaba. Dejó pasar unos minutos, y al ver que nadie le abría insistió. Finalmente, un calvo enfundado en un mono manchado de pintura le abrió. Era Antonio, que ahora llevaba la cabeza como bola de billar. Sólo verlo, Antonio exclamó un grito de alegría revuelto de reproches, maldiciones, carajos y mentadas de madre. Se abrazaron largo rato, y después de preguntar formalmente por Alberta y de alegrarse porque siguieran juntos, Martín no pudo aguantarse más y preguntó por Fiamma.

El rostro de Antonio se ensombreció y se quedó en silencio. Todavía estaban en la puerta; cogiendo a Martín por el brazo y sin decirle nada, le fue guiando por el pasillo hasta el salón. Allí le hizo sentar, le ofreció un whisky mientras él se servía otro, y al ver que Martín no quería, le obligó a recibirlo.

Lo primero que Martín Amador pensó, al ver el silencio sepulcral de Antonio, era que Fiamma se había vuelto a casar; la ilusión que le había devuelto a Garmendia del Viento pasaba porque Fiamma estuviera libre. Recibió el vaso que su amigo le ofreció, y con la mirada suplicante buscó en sus ojos la respuesta; esperaba anhelante a que su amigo hablara, pero al viejo pintor le costaba abordar el tema. Finalmente, tomando toda la fuerza del whisky bebido de un solo trago, Antonio empezó a hablar.

Con la voz más enlutada que podía poner, fue desvelándole la trágica noticia. Le dijo que después de la partida de él y Estrella a Italia, Fiamma dei Fiori no había querido hablar prácticamente con nadie. Le contó que incluso había rechazado hablar con Alberta, suplicándole que necesitaba un tiempo para ella; por averiguaciones posteriores, se habían enterado que una tarde había abandonado intempestivamente su trabajo como sicóloga y había marchado a la India, donde, según datos de la compañía de aviación había permanecido cinco meses. A partir de allí nadie más había vuelto a saber nada de ella. Le dijo que durante años su familia la había buscado sin descanso, concluyendo tristemente que Fiamma dei Fiori había muerto. Hacía cinco años había asistido a su funeral.

Martín escuchaba sin dar crédito a lo que su amigo le contaba... Le había entrado una fatiga profunda. Había envejecido mil años en un segundo; un vacío con filo de puñal empezaba a abrirle un surco en el corazón. Un agujero negro por el que fueron cayendo en picado sus sueños e ilusiones recién nacidos. ¡Fiamma muerta!... Su mente no podía digerir esas palabras. Por primera vez Martín Amador supo lo que era el dolor. Le venía del fondo del alma como bola de fuego, queriendo escapar en un alarido que no podía brotar de su boca, muda por el espanto.

Las imágenes de Fiamma fueron desfilando desordenadas, enredándose en el nudo de lágrimas atado a su garganta que empezó a ahogarle de tristeza. Sin poder aguantar, Martín lanzó el grito mudo más desgarrador que se había escuchado nunca en Garmendia del Viento. Durante una larga hora lloró y lloró, a veces sollozando en aúllos, a veces gimiendo quedo. Lloró todas las lágrimas que desde niño tenía retenidas. Lloró por ella, por él, por los hijos que no había tenido, por los años malgastados, por su equivocación, por su vida, por tanto amor desperdiciado... por tanto tiempo muerto... Sin pronunciar vocablo, Antonio permaneció a su lado hasta que la noche les cubrió de sombras.

Era noche despejada de luna azul y en Roncal del Sueño una llama brillaba en lo alto del monte. Fiamma acariciaba su creación con orgullo de madre parturienta. Le había pedido a Epifanio que le ayudara a subir, pues se encontraba muy cansada, ya que se había empeñado en acabar la obra esa tarde. Quería contemplar la luna llena desde la llama terminada; el astro se reflejaba en ella, nítido. Parecía un hermoso lunar de plata sobre el fuego ardiente.

Hacía dos días que los mareos se le habían intensificado y las fiebres ahora eran constantes; los últimos dos días había tenido fuertes cólicos y dos alarmantes episodios de vómitos con sangre. Le costaba entender que estaba muy enferma. Dado su aislamiento, desconocía por completo que se había infectado con el virulento brote de dengue hemorrágico que corría por el pueblo vecino, al que las autoridades habían decretado en cuarentena.

A la menopausia, que había empezado a manifestársele hacía meses, incorporó los síntomas del desastroso dengue, creyendo que todo era lo mismo. Había ocultado a Epifanio sus últimos malestares, evadiendo tener que desplazarse a la civilización y terminar haciendo cola en alguna odiada sala de urgencias. Todavía le acompañaba aquella aversión de infancia.

Ese anochecer, volvía a soplar el viento y Fiamma se encontraba feliz. Le parecía que nunca en toda su vida había contemplado una luna más grande. Se sentía en paz consigo misma; como si ya lo hubiera hecho todo en la vida; en un estado de levedad interior que la elevaba. Una sola cosa le quedaba pendiente: saber de Martín. No le guardaba ni un ápice de rencor. Sólo quería saber si era feliz. Ni siquiera acariciaba la idea de volver con él. Aún lo amaba, pero con amor desprendido, aquel que había aprendido de su madre.

Últimamente dormía muy poco y soñaba mucho. En sus horas de desvelo, acostumbraba repasar su existencia. En términos generales, sentía que lo había hecho todo. Daba gracias a la vida por haberle enseñado a disfrutar de cada amanecer. Sentía sus sentidos florecidos. Había aceptado el devenir de sus días y, salvo obstinarse en acabar sus esculturas, dejaba que todo fluyera sin resistirse a nada... sin forzar nada. Tenía un punto de melancolía del cual no había podido liberarse, y era no haber logrado la felicidad de pareja, a pesar de haber amado con locura a su marido; aunque con todo lo bello que había recibido en sus últimos años, ese dolor se le había convertido en una sombra llevadera que ya no pesaba. No esperaba nada de nadie. Sólo quería esculpir y esculpir por el resto de sus días. Algunas veces añoraba a sus hermanas, pero sabía que nunca entenderían su cambio de vida, y prefería recordarlas en sus ingenuos juegos de niñez. No tenía ganas de pelearse con nadie ni convencer de nada. Le fascinaba esa paz que respiraba en Roncal del Sueño. Muchas noches se había soñado que lo que estaba viviendo en verdad era un sueño; que despertaría en su cama de la Calle de las Almas, en otro día repetido, recogiendo fuerzas aburridas para escuchar a la decena de pacientes que la esperaban, adornadas de problemas y ropas de marca; cuando amanecía, se sentía feliz del rumbo que había dado a su vida. Vivía en una verdad floreciente. Aplicaba cada día las enseñanzas aprendidas de Libertad, la misteriosa mujer occidental de su ya lejano viaje a la India.

Esa noche, contemplando su obra terminada, sintió unas ganas impostergables de bailar. Llevaba años sin hacerlo. Quería que la luna y el viento acariciaran su cuerpo. Pensó que tal vez la luna lunera la llamaba. Le pidió a Epifanio que la dejara sola, y en aquella cima, vestida de blanco puro y acompañada por la azulada luz, fue tarareando el primer bolero que había bailado con Martín... Hablaba del mar y de las olas... Cerró los ojos y empezó a girar en círculos alrededor de su escultura. Abrió los brazos soñando que abrazaba el cuerpo de Martín, y sumergida en esa ensoñación amorosa, giró y giró hasta perderse en vuelos; se veía llena de juventud y dicha, hundida en el perfumado pecho de un Martín treintañero enamorado; cantando y riendo mientras él, embelesado, besaba su risa; en ese estado, su cuerpo fue percibiendo el calor ardiente de fogata encendida. No supo en qué momento empezó a caminar descalza sobre unas llamaradas que ya no le quemaban... Su cuerpo era ligero... Un fuego espeso, tibio y líquido la fue bañando poco a poco hasta diluirla... Después quedó flotando sobre la nada blanca.

Epifanio encontró el apagado cuerpo de Fiamma dei Fiori bañado de luna sobre un charco de sangre. Desesperado, y sin entender nada, puso su oído de mulato ingenuo en el ensangrentado pecho de aquella mujer a la que había amado más que a su propia madre, pero sólo escuchó los aullidos del viento.