7. La glorificación
Cántate canticum novum...
Cántate anima mea...
Exsultet terra...
Celébrate, aclámate
quia bonus est.
Ese sábado, Agualinda era un paraíso perdido que esperaba ansioso ungirse de enamorados. Los corazones de Estrella y Ángel, reventados en aleteos de alegría y gozo, acompañaban los fastuosos remolinos de arrugados tafetanes y tules que vestían y desvestían sus ardientes playas en apasionada y armónica danza. Cuando el coche alcanzó la última curva y pudieron divisar la cristalina extensión azul turquesa, que se les ofrecía como virginal cortesana voluptuosa, el temor a ser vistos desapareció. Salvo dos pelícanos, que pellizcaban el mar tratando de robar algún pez volador, la playa estaba completamente desierta. Aún permanecía en el ambiente el fuerte olor a pescado que desprendían los alientos dormidos de las cansadas redes amontonadas sobre la arena blanca.
Para Estrella y Ángel, ventilar su amor a plena luz del día era un acontecimiento fresco y gratificante, pues últimamente llevaban una rutina de amantes de encierros que les había ido limitando el sentimiento a la cama, y aunque los dos disfrutaban como locos de esas euforias camísticas, el obligado confinamiento a esas cuatro paredes les había creado un hambre endémica de exterior que necesitaba urgentemente ser saciada. Por eso, se lanzaron hambrientos a comerse el día sin medir sus modales. Se desnudaron con impaciencia y corrieron a engullirse el suculento banquete de mar que esperaba por ellos.
Estrella desconocía la impresionante belleza de aquel lugar, una playa que Ángel había descubierto con su madre cuando era niño. Estaba perdida detrás de una montaña, y la carretera sin asfaltar, llena de baches y agujeros, la hacía de muy difícil acceso. Esa era una de las razones por la que Agualinda se conservaba intacta; además, los nativos de la zona amaban y cuidaban con esmero ese trecho de mar, ya que de él provenía todo su sustento. Hacía muchos años, un pescador le había contado que en Agualinda existían Nereidas, las ninfas del mar que, en las madrugadas de luna llena, aparecían ante los ojos de los pescadores. Acostumbraban viajar por los océanos cabalgando en caballitos de mar o delfines, y casi siempre llevaban coronadas sus cabezas por hermosos tocados de coral de los que saltaban vivarachos pececitos de colores. El pequeño Ángel nunca pudo verlas, pues por más que madrugaba, cuando llegaba corriendo a la playa el sol ya le había ganado la carrera; pero siempre estuvo seguro de que existían porque cada mañana, cuando se metía al mar, les dejaba pequeños presentes, flores o conchas, que al día siguiente habían desaparecido.
Ahora, después de casi cuarenta años, había vuelto a uno de sus rincones predilectos, enamorado, feliz y tan ilusionado como cuando era niño. Con unas ganas enormes de enseñarle a Estrella lo más bello de ese mar. Fue su tardía euforia infantil quien cubrió los ojos de Estrella con las manos, conduciéndola al lugar perfecto donde empezaba el más maravilloso espectáculo marino jamás visto. Allí le liberó la mirada. A través de las límpidas aguas, un universo de colores brillantes se movía vital. Cientos de peces ataviados con preciosas sedas multicolores desfilaban triunfales ante sus ojos por pasarelas de minúsculos arrecifes de corales. Los rayos del sol filtrados por el agua actuaban como verdaderos focos de presentación. Decenas de caballitos de mar habían salido a su encuentro, saludándoles con la cola en una coreografía perfecta. Se sumergieron para romper a nado suave los bancos de peces rosas que, como pétalos sincronizados, caían sobre sus pieles cubriendo su desnudez; parecía como si todos los peces les besaran los cuerpos a su paso. Todo estaba igual. Todavía existían aquellas especies que tanto le habían seducido cuando niño y aquellas a las que él más había temido, no porque fueran peligrosas sino porque sus bagreadas caras habían asustado su temor infantil.
Mientras nadaban, Ángel vislumbró el pequeño fósil de una estrella de mar y nadó hasta el fondo para capturarlo y regalárselo a Estrella que, desde que se había sumergido, había entrado en una especie de trance acuático. Se sentía perteneciente a ese reino, princesa del mar, como una de las Nereidas de la leyenda.
Cuando finalmente se cansaron de tanta belleza vista, cayeron tendidos en la playa a cansarse de otra belleza: la de revolcarse en arena y besos. Cuando se cansaron de exfoliarse el cuerpo y los granos de arena se les habían metido hasta en el alma, corrieron a cansarse haciendo el amor entre las aguas. Cuando se cansaron de tantas acrobacias náuticas, de nadarse de amor, de subirse y bajarse en las olas de organzas y de orgasmos, se quedaron dormidos entre el canto de los pájaros mochileros, que empezaron a llegar cargados con los últimos estratocúmulos pintados de rojo que habían quedado despistados en el cielo. El horizonte había empezado a vestirse de largo noche, preparándose para una luna de sal que prometía desbordarse en su llenura.
Mientras tanto, en el número 57 de la Calle de las Angustias, además de soplar flores violetas empezaban a soplar huracanados vientos enamorados. Después de haber intentado torpemente amasar la pieza de barro mojado que tenían en sus manos, mientras sus cuerpos les pedían a gritos embarrarse de caricias, David y Fiamma habían terminado voraces esculpiéndose las ganas en sus turgentes carnes. Embadurnándose el alma de húmedos deseos. Al sentir en su espalda el cuerpo quemante de David, Fiamma había perdido el último aliento de cordura que la hubiera mantenido ajena a esa arrebatadora pasión; ahora era tarde. En las manos del escultor su cuerpo era una masa que se iba derritiendo como cera de vela. Entre tantas ebulliciones, terminaron los dos licuados, encharcados de arrebatos en el suelo. Allí, entre barro líquido y hambrientos giros, se fueron arrancando los linos hasta quedar desnudos, untados y teñidos de tierra roja y de pasión hasta los huesos.
Con el barro mojado, el cuerpo de Fiamma resbalaba fluido por el pecho, la cintura y el vientre de David. Su pubis entreabierto iba amasando suavemente todos los rincones de su recién nacido amante. Sus esferas lácteas se brindaban jugosas a los sedientos labios del solitario escultor, quien con sus manos expertas le iba esculpiendo caricias desconocidas de una sensualidad insospechada. David conocía de memoria ese cuerpo; durante 25 años lo había ido modelando, tallando, cincelando. Era un cuerpo que su imaginación había creado y con el que siempre había soñado, sin saber que en realidad existía. Ya había perdido la esperanza de encontrar su sueño en la tierra. Por eso se había ido llenando de frías esculturas que le habían convertido en un artista consumado. Era ese anhelo, ese vacío de mujer, quien había terminado por llenarle su vida artística. Ahora tenía en sus manos su sueño; podía amasarlo, besarlo, abrazarlo; fundirse en él; enloquecerse de dicha. ¿Cuántas noches había pasado su mano por esas esculturas de piedra? ¿Cuántas veces había pedido al cielo que, aunque sólo fuera por una noche, una de sus esculturas cobrara vida?
A sus cincuenta años, por fin estaba paladeando el amor. Era un amor que pertenecía al mundo del arte. Contenía toda la belleza que él necesitaba. Era sensible y delicado, cargado de feminidad; sutil, ligero y volátil como pluma. Virgen como piedra de jaspe por pulir, pues adivinaba en los largos suspiros de ella que nunca nadie le había tocado su cuerpo de la forma que él lo hacía.
Por eso, esa tarde tomó el cuerpo de Fiamma como si fuese materia nueva para que sus manos «cincelaran» con maestría una nueva mujer. No quedó ni un solo centímetro de piel sin ser recreado. Sus dedos se convirtieron en hábiles instrumentos, multiplicadores de gemidos. Se detuvo en cada seno para esculpir despacio, sobre sus areolas, los pétalos cerrados de un botón de rosa contenido a punto de nacer.
La fue «haciendo» sin prisas; era una obra de incalculable valor la que en esos momentos iba emergiendo de sus manos. Como buen escultor, cuando creía que ya había trabajado en exceso una zona de la «escultura», pasaba a explorar otra nueva. Se sumergió en el rostro intacto de su amada y, con su lengua como cincel, le fue creando las órbitas de sus ojos; marcó cejas, ojos, pestañas, los perfiles de la nariz, descendió por uno de los pómulos hasta llegar al lóbulo de la oreja; entonces se detuvo y, con lenta y delicada maestría, le fue tallando en suaves y rítmicos lamidos una nueva y delicada oreja.
Con el paso de David por su cuerpo a Fiamma le volvía a resucitar la piel. Era como si regresara de un obligado letargo. Como si hubiera estado dormida y muerta durante años y ahora volviera a nacer. Cada poro de su cuerpo celebraba abierto su retorno a la vida de los sentidos. Fiamma se entregó, con avidez de niña, al juego de ser figura de estatua viva, hechizada por las manos del inventor de magias de alabastro. David la exploraba con hambre lenta; quería observarla, lamerla despacio, no sólo con su lengua, sino también con sus ojos. Era una opulencia visual tener cada pliegue de su cuerpo para sí. Observar la mariposa abierta de su pubis, sus delicadas alas; recrearse en la perfección de su más íntima estancia. Esto era diferente de la piedra, pensó David. El cuerpo de Fiamma respondía a sus caricias con vehemente vitalidad y no con la helada frialdad del mármol. Cuando David sació su sed de carne viva y Fiamma su hambruna de piel tocada, empezaron a amarse acompasados. Fiamma lo cabalgó como al caballo etrusco de su sueño mientras David, con su cincel de sexo, acabó por tallarle las entrañas.
Así se les fueron escurriendo las embarradas horas, goteando sudores escarlatas y jadeos; escuchando el suave gorgojeo de la fuente entre los aleteos locos de Passionata, la paloma roja que no paraba de sobrevolar en círculos sobre sus cuerpos, y el atardecer ebrio de vino tinto derramado sobre el cielo.
No supieron cuándo se les hizo de noche ni tampoco les importó. Corrieron, saturados de esculpirse, a lavarse de tanto barro seco. Se metieron bajo la ducha a recuperar el color de sus pieles, perdido entre los lodos de su amor naciente. Plenos en la certeza de haberse fundido en uno. Ahora ya no eran amigos del alma. Acababan de convertirse en amigos enteros, de cuerpo y alma.
En el agua continuaron arrancándose besos que les iban naciendo a medida que se los iban bebiendo; deshidratados de amor; secos de tocarse y sentirse y sin poder parar. Estaban invadidos de deseo insaciable. Terminaron de nuevo en el suelo, esta vez el de la bañera, y con el grifo abierto empapándoles inmisericorde volvieron a agitarse la sangre y los anhelos de cabalgarse; acabaron desbordando las aguas, que resultaron vertidas por el mosaico ajedrezado azul violeta. Allí quedaron, esparcidos en charcos, suspiros, palabras, abrazos, bocas, jadeos y silencios llenos.
Rendidos se vistieron de luna, que esa noche se colaba intrusa por los rincones de la casa pintándolos de plata. David, un enamorado del cielo nocturno, había levantado todos los techos de su casa, y en su lugar había hecho colocar unos impresionantes cristales traslúcidos por los que desfilaban cada noche la Vía Láctea, constelaciones, cometas y todas las lunas del año. No quería perderse por nada el fastuoso espectáculo del manto celeste. Su habitación era un extraordinario observatorio astrológico. Se tendieron en la cama, y abrazados en el silencio majestuoso del amor observaron la danza de la luna hechicera, que jugaba a esconderse entre las nubes. Por un instante, el recuerdo de Martín emborronó la alegría de Fiamma. La luna le había traído su imagen. Esa noche hubiera querido regalarle a David la luna llena, pero hacía años ya la había regalado. Ahora pertenecía a su esposo.
¡Dios mío!, recordó de golpe. Estaba casada. La mano de David, ajena a su pensar, acarició su rostro; entonces, así como había venido el recuerdo se fue. Sólo le quedaron las ganas de querer quedarse entre la cama y el cielo, acurrucada en los abrazos de David.
Más tarde, cuando la estancia se había sumergido en el nocturno silencio, se levantó despacio para no despertar el rendido cansancio de David, y de puntillas bajó despacio las escaleras, buscando su bolso para llamar desde su móvil a Martín. Tratando de alcanzarlo, estuvo a punto de resbalar en los enlodados mosaicos del escenario de su amor. Encontró su anillo de casada, y decidió guardarlo mientras marcaba el número del teléfono de su marido. No hubo ni siquiera un timbre. Salió su contestador diciendo que el abonado estaba fuera de cobertura. Decidió dejarle un escueto mensaje que aludía a la imposibilidad de dormir esa noche en casa, pues su paciente se encontraba fatal. Acababa con un «lo siento» y un «buenas noches» que ocultaban la sobredosis de culpabilidad recién bebida, pues en el fondo se había alegrado inmensamente de que no le hubiera salido la voz de su marido. Temía que se le notara la mentira. Siempre había odiado el engaño.
Ángel se despertó al escuchar en el agua un sutil chapoteo. La salada luna bañaba su cuerpo y el de Estrella y se extendía sobre el mar voluptuosa, creando un infinito y sereno espejo. Se había hecho de noche y ellos seguían allí, rendidos y semidesnudos, tendidos sobre la arena de Agualinda. Cogió una toalla y, delicadamente, cubrió el cuerpo desmadejado y soñoliento de su amante que dormía plácida. Se incorporó tratando de localizar el punto de donde provenía el ruido. Entonces, casi perdió la respiración al descubrir entre las quietas aguas un azulado delfín montado por una pequeña niña de cabellos dorados y corona de corales. La imagen era tan nítida y hermosa que a Ángel estuvieron a punto de escurrírsele las lágrimas de gozo. Era una ninfa la que jugaba risueña entre las olas quietas. Por fin sabía que existían. Trató de despertar a Estrella haciendo el mínimo ruido posible; no quería que la ninfa notara su presencia, pero por más que sacudía su cuerpo, ella continuaba dormida; estaba atrapada en un profundo sueño. Ángel desistió y se dedicó a observar. Se quedó extasiado presenciando la escena; escuchando las risas cantarinas de la niña, que besaba al delfín abrazada a su cuello. Fueron unos pocos segundos gloriosos. Quiso correr y meterse en el mar para jugar con ella; le acababa de resucitar aquel niño que había dejado de soñar hacía cuarenta años y que ahora le empujaba a reír y a empaparse en travesuras.
Inconsciente de lo que hacía corrió a sumergirse en el mar, pero de repente, al contacto con el agua, todo lo que estaba viviendo desapareció. No sabía si la ninfa le había descubierto y había desaparecido o si lo que había visto se lo había soñado. Todo seguía idéntico; menos la niña, el escenario estaba intacto. Volvió a mirar al sitio donde antes había visto emerger a la pequeña princesa del mar, y descubrió en el agua unos pequeños círculos que se ampliaban hasta llegar a la orilla. Había sido verdad, se dijo; la había visto.
Se sacudió la alegría de encima; tenía que pensar. Volvió a la realidad. Debía avisar a Fiamma que esa noche no llegaría a dormir a casa. Buscó su móvil y se dio cuenta que no tenía cobertura; no podía hacer nada.
Él, que era muy previsor, había hecho una reserva la noche anterior en el pequeño y acogedor hotel que quedaba detrás de la montaña. Estaba deseoso de sacarse toda la sal que llevaba encima.
Despertó con un tierno beso a Estrella y se vistieron ayudados por la luz de la luna. Estaban agotados y hambrientos. Se pusieron en marcha, desganados de dejar tanta belleza solitaria y ganosos de pasar toda la noche juntos y revueltos. Al llegar al albergue «Las Albricias» les salió al encuentro el encargado; el hotel pertenecía a una pareja de homosexuales y estaba decorado con un gusto exquisito. Parecía como si de repente se hubieran sumergido en un cuadro de Van Gogh; había girasoles colgados en las paredes y florecidos en todos los jarrones; pintados en las cortinas y tirados en las baldosas. El hotelito era la casa donde esta magnífica pareja compartía su vida. Los dos parecían pintores de alegrías, pues todo lo que había en el lugar alegraba los ojos. Ángel y Estrella se sintieron cómodos desde que llegaron. Fuera de los dueños no había ni un alma en el hotel. Subieron a la habitación y lo primero que hizo Ángel fue conectar su móvil. Allí sí funcionaba. Entonces se encontró con el mensaje de su mujer. Decidió llamarla, sabiendo que ella solía desconectar el teléfono, cuando estaba haciendo algo importante. Marcó el número y esperó; efectivamente, su móvil estaba apagado. Le dejó otro mensaje y exhaló un profundo respiro de alivio. Tendría la noche entera para descansar a pierna suelta, enredado entre las piernas de Estrella.
A la mañana siguiente amanecieron hambrientos. Salvo sus cuerpos, no habían probado ningún otro bocado. Engulleron con voracidad cuanto manjar encontraron en la mesa del desayuno. Se atiborraron de mangos, pitahayas, chirimoyas, pomarrosas y arepas de huevo. Bebieron un consomé de barbudo que les resucitó y dejó listos para empezar el día. Querían hacer una excursión por los pueblecitos aledaños.
Una vez abandonaron el hotel se metieron por entre las torturadas carreteras. En el camino se encontraron carros tirados por bueyes, cargados de cocos de agua; pescadores llevando a pie limpio la carga pescada en la mañana para ser vendida en el mercado próximo; familias enteras de mulatos vestidos con traje dominguero, con sus hijitas en holanes almidonados, peinadas con trencitas rematadas por lazos multicolores, caminando de prisa por la orilla de la carretera para asistir a misa de doce en la iglesia más próxima.
Llegando al municipio de Cienagabella una bulla festiva les sorprendió. Músicos callejeros con sus acordeones interpretaban la canción que contaba la historia del caimán que se comió a Tomasita. Había danzas típicas y contadores de cuentos de caimanes rodeados de niños con ganas de escuchar. Las calles estaban de fiesta, adornadas de lado a lado con guirnaldas vivaracheras. Una gran pancarta con el dibujo de un sonriente caimán rezaba: «Cienagabella les da su bienvenida al Festival del caimán cienaguero.» Aparcaron donde pudieron y se bajaron. No esperaban encontrarse con tal ambiente; Estrella estaba maravillada. Se abrazaron y pasearon por todas las casetas ambulantes, montadas especialmente para el festival. Allí descubrieron por primera vez que existía un concurso de caimanes infantiles. Entraron en la feria fascinados por los cientos de pequeños anfibios, todos engalanados para el concurso. Algunos, con sombreros costeños atados a sus cabezas; otros, con pañuelos tricolores ligados al cuello; muchos con escapularios colgados de la Virgen de Las Aguas; todos con ganas de llevarse el premio de los cinco millones de pesos libres de impuestos.
Estrella y Ángel aprovechaban el desordenado barullo y el desconocido público para demostrarse ante los ojos de todos, con carantoñas y arrumacos de adolescentes enamorados, que se amaban. Iban buscando un buen sitio para observar la carrera que estaba a punto de empezar. En el recinto se respiraba un espeso olor a sudor, lagartos y aguardiente. Los dueños de los pequeños reptiles lanzaban vítores de triunfo a sus mascotas, llamándoles por su nombre. Se podían escuchar vivas a Wálter, Tarzán, Sherlock, Margarito, Emeterio, Ladidí, Whillington, los caimancitos primíparas que parecían ignorar a sus amos, presas del pánico precarrera. En el polvoriento recinto, con carriles pintados en el suelo y una cinta amarilla, azul y roja aguardando en la meta, el ambiente estaba caldeado.
Ángel y Estrella se colocaron muy cerca de la meta, a un lado del cordón que separaba a la gente de los caimanes participantes. A la orden de preparados, listos, ¡YAAAAA!, los lagartos empezaron a correr arrastrándose por el suelo. El caimán Margarito fue tomando distancia de los demás, observando fijamente a Estrella. Las patas le iban a toda velocidad. De pronto, al pasar por delante de ellos y cuando le faltaba muy poco para llegar a la meta, Margarito dio un tremendo frenazo y se paró sobre sus patas traseras, justo delante de Estrella, hinchando los músculos de sus extremidades delanteras, como queriendo hacerle una demostración de poderío y fuerza masculina; entonces le lanzó un beso soplado y, guiñándole un ojo, continuó. Acababa de brindarle la carrera. Llegó por los pelos a la meta, y corriendo parado en sus dos patas se llevó en el pecho la cinta nacional que le acreditaba como CAIMÁN DEL AÑO. Los lugareños quedaron obnubilados con el espectáculo. Nunca antes habían visto a un caimán actuar de esa manera. Empezaron a mirar a Estrella y Ángel, únicos turistas que había entre el público, como si fueran dioses; como si el gesto del pequeño lagarto estuviera profetizando algún tipo de augurio desconocido; una especie de señal divina que les vaticinara una futura dicha o desgracia, algo incapaz de ser entendido por los ingenuos aldeanos pero, de todas maneras, un clarividente signo para ser tenido en cuenta. Así se lo dijo el alcalde del pueblo antes de llamarlos a la tarima y comunicarles que el pueblo, por unanimidad, había decidido agraciarles con el escapulario de la Virgen de Las Aguas, bendecido por el párroco antes de iniciarse la competición, y que Margarito había llevado puesto durante la carrera.
Estrella y Ángel, desconcertados pero muy contentos, terminaron por seguirles la corriente y acabaron subidos en el estrado con el caimancito ganador, el dueño del caimancito ganador, el alcalde y el párroco, mientras todo el pueblo les aplaudía dando vivas a Cienagabella y su festival.
El siguiente viernes, el diario La Verdad dedicaría todo su suplemento cultural a ensalzar los festivales provincianos, elogiando sus leyendas y fiestas autóctonas como patrimonio inequívoco de singularidad; instando al lector a vivir más su tierra; haciendo una clara reseña al festival de Cienagabella, donde aparte de la historia de Tomasita, ahora acababa de nacer otra leyenda: la de los dos dioses turistas que, con su mirada, hipnotizaron un caimán para que ganara una carrera caminando en dos patas.
Para Fiamma dei Fiori, ese sábado había sido mágico. Durante toda la noche había visto desfilar constelaciones, tendida en la cama de David que no paraba de iluminarle el rostro con sus besos. Habían jugado a adivinar si era Venus o Marte aquella estrella brillante que acariciaba la barriga de la luna. Se les fueron los ojos en el telescopio saltando de un planeta a otro, como si sus pies brincaran sobre una gran rayuela dibujada en el cielo. Se bañaron en los mares lunares; se contaron sus juegos y travesuras de niñez y descubrieron juntos que ese cielo nocturno era como una inmensa cobija negra, llena de pequeños agujeros por donde se colaba la luz brillante de la vida.
Celebraron el nacimiento del domingo bailando, desnudos y abrazados, un tango de Gardel. Abajo les aguardaba una nueva escultura: la huella seca de cuatro manos que habían marcado de pasión el sencillo bloque de barro. De ello, más adelante David haría una gran escultura que presidiría el gran hall de la Escuela de Bellas Artes.
Ese fin de semana Fiamma volvió a la Calle de las Almas convertida en una experta en el arte de tocar; había aprendido con maestría a manosear el barro y el hombre. Su cuerpo había sentido una explosión de estrellas mientras la amaban; sus ojos habían visto otra mientras amanecía. Ahora sabía amasar ilusiones, despuntar alegrías, cincelar augurios y perfilar un posible futuro incierto. Cuando estaba a punto de llegar a su casa, se encontró con la tristeza en el camino. No sabía cómo enfrentar esta nueva situación. La había vivido a través de algunas de sus pacientes, pero nunca se había imaginado lo doloroso que podía ser llegar a sentir la dicha en brazos de un hombre ajeno, no porque perteneciera a otra, sino porque ella no pertenecía a él. Ahora llevaba dos cosas nuevas en el alma: el complejo de culpabilidad por su infidelidad y un indescriptible gozo que nadie le podría arrebatar.
Martín ya había llegado. Se lo encontró asomado al balcón, muy pensativo. Ni siquiera se giró a mirarla. Le lanzó un saludo destemplado, al que ella contestó rápidamente para no distraer sus presurosas ganas de meterse en la habitación. Se miró al espejo y descubrió un brillo impresionante en sus ojos y una lozanía en su cara que no tenía nada que ver con aquella que había visto el día anterior. Había rejuvenecido años. Se veía viva, con la sangre enarbolada en las mejillas que se le izaba altiva delatando su alegría. Por primera vez tuvo que maquillarse sus rubores, escondiéndolos tras una gruesa capa de polvos blanquecinos.
No sabía en qué cajón del alma esconder su tesoro. Abría y cerraba los cajones de su armario sin encontrar el vestido que disfrazara de cordura sus locos arrebatos. Por fin se serenó y salió cubierta de desgana cansada a preguntarle a Martín si cenaría; ella no podría morder ni un trago de agua. Martín le contestó que no tenía hambre y que al día siguiente tenía que madrugar. Se metería a la cama pronto. Le dio un beso de hermano y se alejó con su silencio. Fiamma no quería meterse en la cama con él, pues temía que en su cuerpo se le notara la otra cama. Le dijo que se quedaría un rato en el balcón. Necesitaba reflexionar en la hamaca donde hacía algunos minutos las pesadumbres de Martín se habían balanceado.
Allí, mientras la hamaca iba, ella se iba en alegrías. Cuando la hamaca volvía, ella volvía en sus tristezas. En este ir y venir se le pasó la noche. A la mañana siguiente tenía la cabeza demasiado desordenada para entender a ninguna paciente.
Le costó acomodar la mente y situarla en el contexto de «profesional de las almas»; todavía llevaba las huellas de los dedos de David revoloteándole en el cuerpo cuando dejó pasar a su primera paciente de la mañana. Se llamaba Renunciaciones Donoso, y había ido a verla porque decía que, de un terrible susto, había perdido el alma; el hecho había ocurrido en su propia casa y de eso hacía ya tres meses. Desde entonces la iba buscando como sombra en pena por cuanto rincón encontraba: debajo de la cama, dentro de los zapatos, entre bolsos y camisas, detrás de puertas y ventanas, en la cocina y la nevera... sin resultados.
Nadie entendía por qué se le iban las horas en esa búsqueda infructuosa, porque a nadie le había dicho qué era lo que se le había perdido.
Venía porque sentía la imperiosa necesidad de resolver ese tema cuanto antes; necesitaba que le volviera el alma al cuerpo, pues se había dado cuenta que sin alma no se podía vivir. Le decía que aunque al principio le había parecido muy agradable estar sin ella porque había dejado de sufrir, también había descubierto que sin ella había dejado de sentir. No quería vivir más de esa manera, en esa levedad de cuerpo sin alma; necesitaba el peso de sus angustias y alegrías, con todas sus consecuencias.
Fiamma le pidió que le narrara cómo había ocurrido y ella se extendió en pormenores, convencida de que el hueco que llevaba en el pecho era como un boquete enorme que todos podían ver. Empezó a explicarle el hecho tratando de serenarse, pues con solo recordarlo el agujero le crecía.
Su marido, que era médico, la había engañado diciéndole que se iba de viaje a una convención de medicina preventiva. Ella, aprovechando, había corrido a llamar a su amante y cuando estaban en pleno acto de descontrición, había escuchado que alguien abría la puerta; era su marido que había vuelto sin irse. In fraganti y desesperada sólo había tenido el tiempo justo para esconder a su desnudo amigo detrás de una pequeña cómoda de patas altas; cuando su marido entró en el dormitorio, la cómoda se reflejaba perfectamente en el espejo de la entrada y las piernas peludas del amante que aún llevaba puestos los calcetines asomaban acusadoras. El solo hecho de ver a su marido delante del espejo delator le había producido un shock de pánico, que había dado lugar a una alocada risa por la que salía desatada a borbotones una gran bola blanca que parecía llevar alas. Su marido, al verla, atribuyó su risa a la alegría del encuentro inesperado, y aquella bola blanca a su deseo; y las sospechas que tenía de infidelidad se le esfumaron raudas por entre las piernas de su mujer, que acabó por perder del todo el alma en los aullados jadeos que le tocó dar para ahogar los ladridos de su pequeño chihuahua, mientras las piernas de su amante aguantaban estoicas a que el canino acabara de hacer sus líquidas necesidades sobre ellas al haberlas confundido con las patas del encogido mueble.
Mientras Renunciaciones le narraba la historia, Fiamma se fue contagiando de su susto y su cabeza empezó a imaginar terroríficas historias que acabaron por alterar sus nervios, agitándole los miedos nocturnos que la noche anterior la habían dejado en vela.
Por primera vez en la historia de su profesión rechazaría un caso; no podría de ninguna manera llevarlo con objetividad, dado su momento actual. Llamó a una colega y, aduciendo que tenía demasiadas pacientes se lo endosó, no sin antes acabar de escuchar el final de la historia que terminó con el amante escapando con la cómoda puesta a modo de faldilla, dando pasitos cortos hasta alcanzar la calle mientras era perseguido por el ridículo perrito.
Sólo le faltaba a Fiamma escuchar historias de infidelidades, ahora que llevaba a cuestas la suya. Por más esfuerzos que hizo durante toda la mañana, no logró concentrarse.
De camino al gimnasio, Passionata la alcanzó al vuelo. Llevaba otro papelito atado a su pata. Esa tarde David la esperaba en su casa. Con las palabras más amorosas, le rogaba que fuera; quería que le posara para una escultura.
Aquella mañana, David había encontrado en la cantera un grandioso bloque de mármol virgen y se le había ocurrido trabajar la piedra, sin tomar antes ningún apunte. Le seducía la idea de tallar directamente el bloque con su cincel y su martillo mientras Fiamma le hacía de modelo. Esa antigua técnica la había aprendido hacía muchísimos años en Pietrasanta, pero la había abandonado, ya que era mucho más cómodo modelar la pieza en barro, vaciarla en yeso y luego pasarla a la piedra copiando la forma, un trabajo que casi siempre dejaba para sus ayudantes. Pero la talla directa siempre le había fascinado. Le parecía que tenía una gran fuerza intestina, una carga emocional muy grande; un aire catastrófico sobrevolaba la pieza desde el inicio de la obra hasta el fin. Eliminar trozos de piedra, golpeándola a punta de martillo y cincel, era un hecho definitivo que no daba lugar a correcciones ni a arrepentimientos; totalmente opuesto a la arcilla, tan dúctil y benévola. Podía considerarse que la piedra era una malvada noble, mientras la tierra era una bondadosa campesina.
David había admirado a artistas como Modigliani, Brancussi, Lipchitz y Epstein que, en una época donde se imponían las modas fáciles, habían desafiado al mundo, golpeando con fuerza y rebeldía para rescatar del abandono lo más puro y fiel de la técnica, seguramente impulsados por algún revolucionario motivo, como el amor. Pero a él siempre le había faltado ese motivo; ahora lo tenía. Con Fiamma podía romper moldes porque se sentía más escultor que nunca. Con unas ganas imperiosas de expresarse en la piedra y dar volúmenes a sus deseos. La escultura, que hasta ahora había sido su vida, se le convertía en el instrumento para llegar a su amor. Sentía una lucidez nueva que podía darle aire fresco a su obra; tal vez hacerla menos elaborada y pulida pero, seguramente, más dramática y sobrecogedora. El solo pensar en ello le producía un egoísta gozo estético. Fiamma sería la generadora de ese nuevo escultor que saldría de él. El mensaje que le había enviado iba cargado de expectativas propias, pues si algo tenía era que siempre pensaba en él.
Fiamma se quedó con el papelito en la mano; era una invitación difícil de rechazar, una jugosa tentación después de lo que había vivido ese fin de semana. Pero tenía un serio problema: su tarde estaba llena de pacientes. Pensó de prisa, ya que, como siempre, la paloma esperaba anhelante su respuesta; terminó por sentarse en un banco que encontró vacío y en el primer papel que halló en el bolso escribió que no podía ir. Luego se quedó mirando fijo a Passionata y tachó con rabia lo escrito. La cabeza empezó a girarle con recuerdos que danzaban entre barros y estrellas. Iría. Cancelaría todas sus pacientes por una indisposición de última hora. Mientras su mano escribía un sí mayúsculo, su corazón iba repintando una plana infinita de múltiples siiiís; no podía faltar a esa cita. Volvió a sentir aquellos locos aleteos de mariposas en su estómago. Llamó de prisa a su secretaria, que todavía se encontraba en la consulta, y le pidió que lo cancelara todo, aduciendo que de repente se encontraba descompuesta; que seguramente había cogido uno de los dengues que esos días flotaban en el ambiente de Garmendia.
En el gimnasio resolvió hacerse unas cincuenta piscinas para cansar esa locura de encuentro que empezaba a convivir con ella y la hacía malvivir en la alegría triste. Ni siquiera fue capaz de esperarse a las campanadas de las tres. Sus pasos la fueron llevando hipnotizados y raudos por las calles vacías de transeúntes, entre un sol justiciero que le quemaba la cabeza y un asfalto hirviente, oloroso a alquitrán derretido y a sancocho de pescado; el almuerzo que ese mediodía seguramente estaría llenando los estómagos de muchos garmendios.
Cuando llegó a la casa violeta, un descomunal bloque de mármol se erguía imponente ocupando casi la totalidad del patio. David había hecho montar un gran andamio para irse moviendo por la piedra con soltura; enfrente del bloque, una ancha peana estaba preparada para acoger el cuerpo de Fiamma. David se deslizó ágilmente por entre tubos hasta alcanzar el suelo y corrió al encuentro de Fiamma, besándole con alegría en plena boca. Le dijo que había preparado para ella velos de suaves caídas, pues quería que se desnudara y vistiera como Isadora Duncan para un baile. Quería trabajar los pliegues de las telas, la transparencia de los velos en su cuerpo. Esculpir sus pies desnudos irrumpiendo en la piedra sin abandonarla por completo; tallar el nacimiento de una Fiamma etérea, que pertenecía a la piedra pero de la que podía emerger letárgica para tomar un pequeño soplo de vida externa.
Empezó a desnudarla y Fiamma se abandonó a sus manos, y aunque él llegó a besarle con dulzura sus senos, no se distrajo del objetivo que se había trazado para esa tarde. David Piedra era así. Le gustaba planificarlo todo y organizar muy bien su tiempo. Era ordenado y meticuloso. Como la escultura había sido el gran objetivo de su vida, había aprendido a mantenerse firme y riguroso en sus propósitos. Ese tesón le había regalado muchos triunfos, pero también le había ido alejando de la gente. Su concentración total en la piedra le mantenía al margen de la vida; le había aislado, aportándole ese aire enigmático que le envolvía y lo hacía parecer incluso distante y frío, aunque en el fondo fuera tierno y próximo. Su rostro, de facciones puras y ángulos marcados, le daban un aire de escultura griega. Siempre iba despeinado y con la mirada profunda, armada de lanzas afiladas que terminaban atravesando el alma.
Observó la altiva desnudez de Fiamma, y sobre ella empezó a crear su bailarina. Le fue anudando velos en el cuerpo, dejándole al descubierto casi la totalidad de un seno, como si la tela hubiera caído distraída sobre el pezón rosa y su punta erguida hubiera detenido su inminente caída. Cuando por fin creyó que estaba lista, la llevó al espejo y volvió a besarla con ternura, dejando resbalar sus labios por el cuello hasta cerrarlos en la punta del seno descubierto. Delante de su imagen, Fiamma se reconoció bella por primera vez. Dejó que David la condujera delicadamente hasta el pedestal y subió a él, ansiosa por asistir a algo tan nuevo. El escultor de sus sueños empezó a golpear el mármol. Al fondo, una música suave la invitaba a danzar entre las esculturas que rodeaban los arcos interiores.
Con cada martilleo, Fiamma empezó a sentir una increíble excitación. Una especie de turbado desasosiego. Como si presidiera una gran ceremonia de destrucción y creación simultáneas. Algo dramático y visceral que la empujaba también a martillar. Acababan de nacerle ardientes deseos de desafiar la piedra; de romperla y aporrearla, de destruir sus aristas, para ver surgir redondeces y formas curvilíneas femeninas fuertemente suaves. No quería trabajar como David la figura humana o, mejor dicho, la quería trabajar simplificándola; sus ganas se inspiraban en la naturaleza. Si ella pudiera dedicaría su vida al arte, pensó; pero no podía. Con cada golpe que David daba a la piedra, Fiamma iba enumerando la cantidad de frenos que le impedían dedicarse a su sueño. No podía abandonar a sus pacientes; ellas habían creído en ella y la necesitaban; le habían confiado sus penas y frustraciones, esperanzadas en que esas citas enderezarían sus caminos. No podía dejarlas tiradas en la cuneta del descarrío. Aunque Fiamma estuviera convencida de que en el fondo había nacido para ser escultora, para expresarse y transmitir todo el volcán contenido en su interior, la vida no era tan sencilla como para dejarlo todo por un sueño tan etéreo y poco práctico. ¿De qué viviría? ¿Qué pasaría con Martín? La voz de David pidiéndole que levantara los brazos le espantó sus reflexiones.
Empezaba a estar seriamente confundida. Nadaba en un turbulento mar de frustraciones pasadas, ignoradas hasta ese instante. Tenía treinta y ocho años y, por primera vez, había querido pegar un grito de auxilio a su madre para que la salvara o le diera alguna luz; esta vez sería ella la que tendría que hablar y su madre tratar de comprender. De pronto, se sintió desvalida y desnuda entre los velos que llevaba puestos.
David la rescató del pedestal y empezó a hacerla girar al ritmo de la música griega que sonaba. Tomarían un breve descanso.
Fiamma cerró los ojos y se sintió feliz, como cuando era niña y su Padre le enseñaba a bailar entre sus brazos. Finalmente se dejó caer, y empezó a deslizarse por el suelo sobre la punta de sus pies, abandonando su cuerpo a la música de los violines. Giraba y giraba, mientras sus piernas gráciles levantaban cadenciosas los velos y sus largos brazos parecían alcanzar el cielo con los dedos. David tomó su carboncillo y, dibujando sin parar, fue tomando maravillosos apuntes para incluir a martillazos en la piedra. Con sus ojos cerrados Fiamma record los cancanes y tules que vestía en el conservatorio y a su viejo profesor de ballet, Giovanni Brinati, marcando el compás con su bastón de empuñadura de plata.
David le removía el fondo de su pasado, como su abuela removí de la gran paila de cobre el pegado de manjar blanco que, después d cocinado, quedaba adherido al metal. Sabía qué cuerdas tocar para que su interior aflorara nítido y sonoro. Con Martín, pensaba Fiamma se limitaba a ESTAR, a secas. Con David podía SER, sin límites.
Así, entre cavilaciones mudas y porrazos sonoros, terminaron lo dos matando la tarde; cayeron despeñados innumerables trozos inservibles de piedra y pensamientos cargados de vanos remordimientos Se agitaron a golpes desfasados, el alma del mármol y el alma de Fiamma. Emergieron recuerdos olvidados y se hundieron realidades confusas. Con la embrionaria escultura que emergía de la piedra virgen empezó también a emerger una incipiente Fiamma nueva.
Después de llevar muchas semanas sin ir, Estrella y Ángel decidieron que ese jueves se encontrarían de nuevo en la capilla de Los Ángeles Custodios; añoraban esos clandestinos encuentros, olorosos a inciensos y a sagrados misterios. Entretanto, el fraile se había ido despachando a gusto con san Antonio, culpándolo de la prolongada ausencia de los amantes. Le había castigado trasladándolo al último rincón de la iglesia, donde ningún feligrés podría encontrarlo aunque quisiera. Lo había cubierto con una gran tela de color morado, de aquella que solía emplear los Viernes Santo cuando tapaba a todos los santos en señal de recogimiento y duelo, y hasta le había quitado el hierro con las lámparas de votos. En cambio, santa Rita recibía otro trato; iba ganando puntos ante los ojos del sacerdote, quien en los últimos días se la estaba «trabajando»; le había empezado su novena y hasta le había puesto flores frescas esperando un gesto por parte de ella, pues no sabía por qué ese jueves tenía el presentimiento de que le daría alguna buena sorpresa.
Durante esa semana Estrella no se había visto con Ángel; los últimos acontecimientos mundiales habían acaparado todos los minutos de su amado. Como director adjunto de La Verdad no podía distraerse; era un momento crítico, ya que estaba a punto de comenzar una guerra lejana y los medios de información debían estar al pie del cañón. Tendría que organizar y decidir cuál sería el equipo informativo que cubriría el conflicto y cómo distribuirían las noticias. Necesitaba lucidez y concentración. Aunque Ángel la llamaba cada vez que podía, Estrella echaba de menos tenerlo cerca; se había ido apegando fuertemente a él, y ahora necesitaba de su presencia para no sentir aquel pavor a soledad que, como nube de mosquitos, la perseguía a sol y sombra, y por el cual un día había decidido ir a ver a Fiamma.
En la última cita con su sicóloga, le había comentado que ese pánico espantoso le había crecido; le había dicho que no soportaba pensar que un día Ángel no hiciera parte de su vida. Notaba que cuanto más lo quería, más angustia sentía. Era como si ese amor la completara, y sin él fuera un rompecabezas sin fichas. Le daba miedo expresarle su miedo, pues pensaba que demostrándole tanta necesidad podría ahuyentarlo, y eso era lo último que quería. Mientras se lo decía, le había parecido que su sicóloga estaba como ausente; que no la oía. En las últimas citas la notaba muy cambiada; eso sí, mucho más alegre y bonita. Con las mejillas siempre subidas de tono y los ojos de un verde muy intenso. Sentía como si hubiese dejado de tener aquel interés primero por su relación con Ángel. Ya casi no le daba consejos, sino que se limitaba a escucharle las historias, sin intervenir; de vez en cuando abría la boca para pronunciar alguna sentencia que confirmaba un sentir, y de nuevo volvía a sumergirse en ese silencio ido. Estrella no se atrevió a preguntarle a qué se debía ese cambio, pues aunque le tenía confianza, Fiamma no dejaba de ser su terapeuta y ella la paciente; sin embargo, estaba convencida de que algo le ocurría. Incluso cuando le daba una lección parecía como si se la estuviera dando a ella misma. Recordaba las palabras que Fiamma le había dicho cuando ella le había manifestado todos sus temores: que se dedicara a vivir el presente intensamente, que era lo único que tenía claro, y que dejara que la vida le fuera mostrando el porvenir; pero por más que se repetía esto, su temor a perder a Ángel no paraba de crecer. Fiamma también le había dicho que tuviera cuidado, porque el deseo se volvía peligroso, cuando se convertía en un fin. Pero Estrella no podía dejar de desear. Deseaba estar con Ángel las veinticuatro horas del día. Deseaba que le hiciera el amor a todas horas. Deseaba que la llamara a cada instante. Deseaba que los deseos de él fueran los suyos. Deseaba que deseara divorciarse, para vivir con ella. Deseaba que la encontrara deseable. Deseaba que durmiera con ella. Deseaba que se despertara con ella y deseaba que, por arte de magia, él convirtiera todos sus deseos en vivas realidades.
Pero Ángel, a pesar de llevar tiempo con Estrella, seguía sin revelarle su verdadera identidad. En todo lo que se refería a su vida privada había trazado una clara línea divisoria que, sin decirlo, la dejaba fuera. Había colocado una pesada y hermética puerta de hierro con múltiples cerrojos, imposible de atravesar por ella, quien por temor a perderle nunca había tratado de investigar qué pasaba allí, ni siquiera asomando un ojo por alguna de sus cerraduras. Muchas veces Estrella se distraía tratando de imaginar cómo debía ser la esposa de su Ángel. Fantaseaba imaginándola gorda, peluda, bajita y bigotuda; sin pizca de gracia, de conversación aburrida, muy rezandera y recatada. Le costaba imaginarlo metido en la cama con ella. En verdad, le dolía cada vez más compartirlo con alguien. Lo único que tenía claro de la otra vida de su amante, a la que ella no tenía acceso, era que no había tenido hijos. De eso se había enterado una tarde, cuando retozaban desnudos en su ático; mientras escuchaban el llanto del bebé de la vecina de al lado, Estrella le confesó que por eso ella nunca había tenido hijos: no soportaba ni las rabietas ni los herreos de los niños; aprovechando esta ocasión, le había lanzado a quemarropa la pregunta de si tenía hijos, a la que Ángel rápidamente había contestado que no. Ese NO tan rotundo le había quedado a Estrella retumbando en la mente, dándole una luz de esperanza. Le había regalado una simplista reflexión: si no había tenido hijos con su esposa, sería más fácil para él dejarla. Estrella no sabía que, muchas veces, existían lazos más fuertes que los generados por un hijo; compromisos o sueños prometidos, imposibles de incumplir; recuerdos y tristezas que podían encadenar más que el amor; excesos o carencias que se trasvasaban de marido a mujer y viceversa y, en el momento de una separación, llegaban a pesar más que el desamor. Juzgaba la relación de las demás parejas en base a su propia experiencia, y su experiencia había sido abandonar un dolor para irse desbocada en busca de una felicidad desconocida. Ahora, aunque sufría feliz, estaba equivocadamente convencida que el amor la redimiría de todas sus carencias, y de forma inconsciente veía a Ángel como a un alado salvador, el que le curaría de sus soledades e infortunios, quien la rescataría de esa soledad crónica.
Seguía yendo donde Fiamma, más por chupar de ella sus consejos y por tener a quien contarle sus alegrías que por creer que ésta la llegaría a curar de nada. Como necesitaba de una amiga desinteresada, Prefería pagar lo que fuera a tener que sufrir cualquier decepción. Desde muy joven el medio siempre le había sido hostil; no podía decir que en toda su vida hubiese tenido alguien en quien confiar, pues todos Cuellos en los que había depositado sus desahogos habían terminado defraudándola. Estrella había sido una niña herida en su infancia, una joven lesionada en su adolescencia y una mujer violada en su temprana madurez; todos esos golpes pasados la habían dejado incompleta y hambrienta; por eso sentía esa desproporcionada necesidad de llenarse desde fuera; por eso se moría por ser querida por quien fuera y como fuera. Necesitaba subsistir.
Antes de terminar la entrevista, su psicóloga se había extendido en darle explicaciones, haciéndole reflexionar sobre las dependencias; recalcándole lo malo que llegaba a ser el apego para su crecimiento personal; haciéndole ver que éste era la pérdida de la libertad, el encadenamiento al objeto o persona, la inmovilización e imposibilidad de avance, en definitiva, la parálisis del alma. Después de hablarle de las ataduras que traían consigo tantas «necesidades de», Estrella se había despedido de Fiamma, y al abandonar la consulta y girar la esquina se había vuelto a poner encima, como chal bordado, su apego a Ángel. Estaba tan enamorada que no era capaz de ver ni entender, ni escuchar objetivamente nada de lo que había oído.
Contó, como siempre lo hacía, los minutos y segundos que la separaban de su anhelada cita. Ese jueves, cuando entró a la capilla de Los Ángeles Custodios se recreó jubilosa en la expectación que siempre acompañaba sus solitarias esperas. Recordó las manos hambrientas de Ángel tocándola por encima de su ropa, cuando ese recinto era el lugar sagrado de sus primeros encuentros, y sonrió. Levantó la mirada y notó la ausencia de san Antonio; entonces empezó a buscarlo con los ojos por todos los rincones, ya que ese día quería rezarle; de repente, escuchó una voz varonil con tono de grabación que salía de alguna parte, recomendando para peticiones a santa Rita, diciendo que esa semana cualquier oración a esta santa resultaba efectivísima. Estrella quería pedirle por un futuro divorcio de Ángel y una pronta unión con ella. Cuando se disponía a empezar la plegaría, Ángel la sorprendió por la cintura, abrazándola con suavidad; la echaba mucho de menos; necesitaba hablar con ella, le dijo. El cura, que aguardaba atento desde el confesionario los retozos de la pareja, se fue desencantando lentamente al ver que la cosa se iba limitando a un cariñoso beso carente de calenturas, y a una conversación murmurada de la que él no llegaba a enterarse. Decepcionado de cómo habían cambiado los encuentros, emprendió su furia desenfrenada, esta vez contra la santa; fue urdiendo ingenuas maldades, mientras Estrella escuchaba anhelante a Ángel, quien entre monosílabos y palabras casi ininteligibles trataba de explicarle que la situación en su casa cada día era más difícil, no porque hubiese grandes altercados, sino porque soportaba menos estar sin ella; que vivía sin vivir en él y que la deseaba ardientemente, pero que los temas internacionales le obligaban a postergar su decisión. Era la primera vez que Estrella le escuchaba hablar de ello. Comenzaba a dibujarse en el horizonte una posibilidad de futuro con él. Estaban a punto de llegar las navidades y, aunque ella nunca le había pedido nada, comenzar el año nuevo asida de su brazo podía convertirse en el mejor regalo que había tenido nunca. Por su cabeza desfilaron expectativas de todos los colores. Planes fastuosos de viajes leídos en revistas y guías. Imaginaba a Ángel y a ella sentados sobre algún camello en una noche estrellada cruzando las dunas del desierto; o encaramados a un precioso elefante pintado de flores, atravesando algún río en plena India; o sobrevolando un amanecer africano montados en globo, viendo el despertar de las manadas desde el cielo. Pensaba y pensaba, y entre más pensaba más ilusiones tejía y más expectativas iba colocando alrededor de Ángel. Cuando él acabó de exponerle lo que pensaba hacer, Estrella ya llevaba en su mente muchas leguas de vida vividas con él. Estaba haciendo todo lo contrario de lo que le había recomendado su sicóloga, pero eso era lo de menos, ya que Ángel había terminado euforizado con la vitalidad de ella, fantaseando felicidades por vivir al lado de una mujer divertida, profunda, sensible, que como por arte de magia le provocaba continuas floraciones de su yo más auténtico.
Por primera vez Estrella tuvo ganas de tener montañas de amigos, para revelarles ese amor que la hacía sentir tan plena y cubría profuso todos sus anhelos. Quería compartir su dicha con todos. Necesitaba confirmar su elección en los demás. Era esa urgencia adolescente de verse aprobada pluralmente por el prójimo; esa incompletud del ser, a la que se había referido Fiamma cuando le había hablado de la baja autoestima, y del buscar quererse a ella misma a través de los demás.
Así llegó el viernes y en la Calle de las Angustias se preparaba el encuentro de cuatro alegrías. La de David que organizaba con esmero una crepuscular tarde de fangos, esculturas, ternuras y amor arropado por las zalamerías de Passionata, que canturreaba alborozada festejando lo que vendría. La de Estrella, que acababa de llegar del mercado de los Pecados Pescados con mariscos frescos, para elaborar una romántica y profusa cena marina de velas, copas y camas. La de Fiamma, que había colgado la bata de psicóloga y se estaba dando un baño de sales y aceites aromáticos antes de volverse a hundir en la bella ignorancia de alumna de amasares de amores y barros. Y la de Ángel, aligerando el paso para pasar por casa, tomar una ducha rápida y volar a comprar dos docenas de rosas y champagne francés en la vinería de la esquina de la Vía Gloriosa.
Cuando Fiamma se estaba acabando de vestir escuchó a Martín abriendo la puerta. Hacía algunos días que no le veía; la preparación del cubrimiento informativo de la guerra le hacía madrugar mucho y llegar por la noche a horas invisibles. Le miró sin verle, mientras se cruzaban un volátil saludo que ninguno de los dos recogió. Fiamma arrastraba una culpabilidad apartante y se escudaba en los excesos de trabajo de su marido para no fomentar diálogos que podrían delatarla. Acabó de ponerse el sujetador, sintiendo vergüenza de que Martín la viera en ropa interior. Hacía tiempo que ninguno de los dos se reclamaba ninguna caricia, y aunque eran perfectamente conscientes de ello, no les convenía abordar el tema por temor a una posible reactivación de algo que de ningún modo deseaban. Martín rozó con la manga de su camisa el cuerpo de Fiamma y ni la miró. Se desnudó y metió rápidamente en el baño, evitando también que Fiamma al verle en paños menores tuviera algún arrebatador pensamiento pasional. La tensa semi-desnudez y el silencio calcáreo acabaron por desunir aún más sus desuniones y acelerar sus respectivas huidas, desconociendo que ambos se dirigirían a la misma calle a buscar felicidades que, juntos, habían sido incapaces de crear.
Fiamma se fue arreglando en lenta y mentirosa calma, maquillándose y desmaquillándose, mientras el rabillo de su ojo controlaba los movimientos de su marido; necesitaba que se fuera primero que ella para no tener que darle explicaciones de adonde irían a parar sus ganas esa noche. Por su parte Martín, que todo lo había resuelto con los temas de su trabajo, deseaba que Fiamma no estuviera en la habitación para, por lo menos, poder arreglarse tranquilo; temía que de repente su mujer se sacara de la manga alguna salida o montara algún plan de última hora. Miró con inquietud el reloj; tendría que irse inmediatamente o corría el riesgo de que le cerraran la floristería. Escapó como ventarrón, dejando en su huida una estela de perfume a naranja recién cortada que la nariz de Fiamma absorbió con avidez; cuando estaba a punto de cerrar la puerta le gritó que llegaría tarde.
Bajó las escaleras de tres en tres, y en menos de lo que pensaba llegó al puesto de Cristino Flores, donde sabía que encontraría aquellas rosas rojas de pétalos gruesos que tanto le gustaban a Estrella. Se entretuvo eligiendo las más bellas y esperó a que las manos del amanerado dueño crearan un delicadísimo ramo, que resultó bastante aparatoso. Mientras pagaba, ramo en mano, se le ocurrió una idea romántica: al final de la noche arrancaría sus pétalos y los dejaría caer en cascadas sobre el cuerpo desnudo de Estrella; llevaba cinco días de deseos retenidos. Se tragó a zancadas dos manzanas, y en la vinería de Cesáreo se llevó una botella de Veuve Clicquot. Con las manos cargadas y el salitre oxidado del ambiente que se le iba pegando en los cabellos, llegó empapado de ansiedad a la Calle de las Angustias.
Fiamma, que había salido cinco minutos después que Martín, decidió que iría a la Calle de las Angustias caminando; necesitaba recibir el aire marino de la noche; bordearía las viejas murallas. Mientras sus pies la llevaban, sus pensamientos se perdían entre su realidad cansada y esa especie de felicidad ingrávida que no podía situar en un contexto externo, pero que su interior vivía con total plenitud. Sus cavilaciones se iban introduciendo fantasiosas en las grutas ignoradas de su inconsciente. ¿Sería posible que este maravilloso estado de dicha se diera infinitamente, que esta llenura de amor nunca se vaciara? Al mismo tiempo que su corazón la interrogaba, su razón la recriminaba. ¿En qué enredo se había metido? Ella no estaba hecha para vivir una doble vida; no servía para relaciones clandestinas; no era como Máxima Pureza Casado, aquella antigua amiga de universidad que seguía manteniendo en secreto desde hacía veinte años una oscura relación con un siquiatra que le doblaba en edad, habiéndose casado y tenido hijos incluso con él, sin que su marido se hubiera dado cuenta. Fiamma no sabía cómo actuar en este caso, porque nunca había tenido ningún affaire; además, no sabía si lo que empezaba a sentir por David era eso: un affaire o, simplemente, era puro amor... Y entonces, ¿qué era lo que había sentido por Martín durante años?... ¿Qué era lo que les seguía manteniendo unidos? No paraba de formularse preguntas. Lo que sentía por su marido, en ese momento se le había convertido en una gran incógnita. ¿Qué le unía a él?... ¿La costumbre?... ¿El piso?... ¿Lo vivido?... ¿El temor al fracaso?... Un sentimiento maternal y protector sacudió la mente de Fiamma. Si, tal vez siempre lo había sentido como a un hijo desvalido al que debía proteger... De pronto, el recuerdo umbrío del marido se fue quedando difuso, pues delante de él otro recuerdo se impuso altivo. La evocación del pecho firme de David restregando su cuerpo terminó por desvanecer sus sombras y culpas. Cuando faltaban dos manzanas para llegar a la casa violeta, el alma de Fiamma empezó a recordar las horas plácidas y frenéticas vividas junto al escultor, chorreantes de vida como tierra empapada. Con David había aprendido a mezclar la ilusión del alma con el placer del cuerpo; se había dado cuenta que la división alma cuerpo, aquella que tanto había estudiado y en la que tanto había creído, no existía. Había tomado conciencia que el amor, como el ser, era un todo que abarcaba anhelos, realidades, plenitudes, vacíos, alegrías, tristezas, carcajadas, llantos, gritos y silencios. Sin darse cuenta, ella y David habían ido estimulando en cada cita todos sus sentidos. Un día, recreaban sus ojos descubriendo luces y sombras. Otro, provocaban lujurias de olores entre aceites, almizcles, esencias e inciensos; se olfateaban los cuerpos coronando éxtasis imposibles de describir. A veces, se lamían como gatos hasta saborearse el intelecto y las zonas erróneas. Habían ido cayendo en un amor tántrico, repleto de sensualidad, inteligencia y erotismo. Una mezcolanza de sentires infinitos a los que ella no podía renunciar.
Cuando le faltaban pocos metros para llegar, casi cae desmayada de la impresión. La figura de su marido la aterrizó de un bofetón al suelo; parecía dirigirse a su encuentro, cargado con un ramo de rosas y un paquete que contenía algún licor. Tuvo que reponerse de la impresión que le había dejado su rostro sin sangre. Se había quedado blanca, lívida. ¿Qué estaba haciendo Martín Amador por allí?... ¿Y ella?... ¿Qué le diría?... ¿Adónde se dirigía tan acicalada?... ¿Qué estaba pasando?... ¿Por qué las rosas?
Mientras Fiamma trataba de quitarse de encima las preguntas que se le habían pegado como sanguijuelas a su miedo y decidía si poner cara de «paseante plácida» o de «sicóloga circunspecta», Martín no daba crédito a lo que veían sus ojos. No era una alucinación. Fiamma dei Fiori se dirigía a él. ¿Se habría enterado de algo?... ¿Le vendría siguiendo?... ¿Qué hacía su mujer en la Calle de las Angustias un viernes por la noche?... Reflexionó rápido. Ella tampoco le había dicho si se quedaría en casa; simplemente, él lo había dado por supuesto... ¿Y ahora qué pasaría?... Pero del mismo modo que las preguntas se le amontonaban amenazando aplastarle, otra cantidad de frases corrieron a auxiliarle.
Cuando la tuvo delante, lo último que quería decir le salió de primero. Se fue metiendo en el hueco de donde quería salir. Le explicó que «quería darle una sorpresa, pues llevaban muchos días sin verse», —mientras lo decía por fuera, por dentro se iba recriminando diciéndose a sí mismo que qué locura estaba diciendo—... pero continuaba... «que le iba a dar esas flores, y a sugerirle que se quedaran en casa y cenaran juntos»... —por dentro se decía: pero ¿qué le estás diciendo?—... pero continuaba... «que había comprado champagne para acompañar la cena»... —por dentro se decía: no digas más—... pero continuaba...» y que le sabía muy mal que le hubiera descubierto la sorpresa»... —eso sí era verdad, pero no de la manera que ella creía—... Le fue entregando a regañadientes el ramo, que ella recibió ofreciendo su boca fría, todavía matada por el susto. Por más que pidió a sus labios que sonrieran, los dientes se negaron a engalanar su cara. Tuvo que recurrir a las palabras de cortesía que su madre le había enseñado cuando niña: «No hacía falta... Qué bonitas... Por qué te pusiste... Muchas gracias... Huelen muy bien...».
Emprendieron apáticos el regreso a casa, arrastrando a desgana sus mutuas tristezas empantanadas de decepción y soledad, que empezaron a rodar por la Calle de las Angustias como ríos achocolatados y se colaron por las puertas del número 57 y del número 84, inundando de desencuentro y frustración todos los rincones.
Al llegar al portal de su piso, desencajados de pena y con el corazón como pasa de corinto, Fiamma y Martín se tragaron sus ganas, que pasaron raspándoles el alma. Fiamma colocó las aturdidas rosas, que decidieron marchitarse en el jarrón; Martín metió la botella de champagne en la nevera. Cuando la cena estuvo lista, se pusieron uno delante del otro y terminaron haciendo, entre conversaciones pesarosas, una gran noche de retazos pardos.